Prisión de Santa Marta
Salir del territorio de la Guajira india no resulta difícil y cruzamos sin novedad los puestos fronterizos de La Vela. A caballo, podemos recorrer en dos días lo que yo necesité tanto tiempo para hacer con Antonio. Pero no sólo hay peligro en esos puestos fronterizos, también existe una faja de más de ciento veinte kilómetros hasta Río Hacha, la aldea de donde me evadí.
Con Zorrillo a mi lado, he hecho mi primera experiencia de conversación en una especie de posada donde venden bebidas y comida, con un paisano colombiano. No he salido mal del paso y, tal como me había dicho Zorrillo, tartamudear fuerte ayuda mucho a disimular el acento y la forma de hablar.
Hemos reanudado la marcha hasta Santa Marta. Zorrillo debe dejarme a mitad de camino y, esta misma mañana, se volverá atrás.
Zorrillo me ha dejado. Hemos decidido que él se llevaría el caballo. En efecto, poseer un caballo es tener un domicilio, pertenecer a un poblado determinado y, entonces, correr el riesgo de verse obligado a contestar preguntas embarazosas: ¿Conoce usted a Fulano? ¿Cómo se llama el alcalde? ¿Qué es de la señora? ¿Quién es el amo de la fonda?
No, vale más que siga a pie, viajar en camión o autocar y, después de Santa Marta, en tren. En esta región debo ser un forastero para todo el mundo, un forastero que trabaja en cualquier sitio o hace cualquier cosa.
Zorrillo me ha cambiado tres monedas de oro de cien pesos. Me ha dado mil pesos. Un buen obrero gana de ocho a diez pesos diarios, así pues, tengo con qué mantenerme bastante tiempo. Me he subido a un camión que va hasta muy cerca de Santa Marta, puerto de bastante importancia, a ciento veinte kilómetros aproximadamente de donde me ha dejado Zorrillo. Ese camión va a buscar cabras o chotos, no lo sé muy bien.
Cada seis o diez kilómetros, siempre hay una taberna. El chófer se apea y me invita. Me invita, pero pago yo. Y cada vez se toma cinco o seis copas de un alcohol de fuego. Yo finjo que me tomo una. Cuando hemos recorrido unos cincuenta kilómetros, está borracho como una cuba. Está tan ebrio, que se equivoca de carretera y se mete en un camino fangoso donde el camión se atasca y del que no podemos salir. El colombiano no se preocupa: se tumba en el camión, atrás, y me dice que yo duerma en la cabina. No sé qué hacer. Faltan todavía cuarenta kilómetros para Santa Marta. Estar con él no impedirá que sea interrogado por quienes encontremos, y pese a las numerosas paradas, voy más de prisa que a pie.
Por lo que, al amanecer, decido dormir. Sale el sol, son casi las siete. De pronto, se acerca una carreta tirada por dos caballos. El camión le impide pasar. Me despiertan, creyendo que soy el chófer, puesto que estoy en la cabina. Tartajeando, me hago el adormilado que, al despertar bruscamente, no sabe bien dónde está.
El chófer despierta y discute con el carretero. Tras varios intentos no consiguen sacar el camión. Tiene barro hasta los ejes, no hay nada que hacer. En la carreta van dos monjas vestidas de negro, con sus tocas, y tres niñas. Después de bastantes discusiones, los dos hombres se ponen de acuerdo para desbrozar un espacio de maleza a fin de que la carreta, con una rueda sobre la carretera y la otra en la parte desbrozada, salve ese espacio de veinte metros aproximadamente.
Cada cual con un machete, cortan todo lo que molestaba y yo lo coloco en el camino con el fin de disminuir la altura y también para proteger el carro, que peligra hundirse en el barro. Al cabo de dos horas aproximadamente, el paso está hecho. Entonces, las monjas, tras haberme dado las gracias, me preguntan adónde voy. Digo:
– A Santa Marta.
– Pero, no va usted por el buen camino, tiene que volver atrás con nosotros. Le llevaremos muy cerca de Santa Marta, a ocho kilómetros.
No puedo rehusar, parecería anormal. Por otro lado, hubiese querido decir que me quedo con el camionero para ayudarle, pero ante la dificultad de tener que hablar tanto, prefiero decir:
– Gracias, gracias.
Y heme aquí en la trasera de la carreta con las tres niñas; las dos monjas están sentadas en el banco, al lado del carretero.
Nos vamos, bastante de prisa para recorrer los cinco o seis kilómetros que por error hicimos con el camión. Una vez en la buena carretera, vamos a bastante velocidad y hacia mediodía,
nos paramos en una posada para comer. Las tres niñas y el carretero en una mesa, y las dos monjas y yo en la mesa contigua. Las monjas son jóvenes, de veinticinco a treinta años. De piel muy blanca. Una es española, la otra, irlandesa. Dulcemente, la irlandesa me pregunta:
– ¿Usted no es de aquí, verdad?
– Sí, soy de Barranquilla.
– No, no es usted colombiano, sus cabellos son demasiado claros y su tez es oscura porque está tostado por el sol. ¿De dónde viene usted?
– De Río Hacha.
– ¿Qué hacía allí?
– De electricista.
– ¡Ah! Tengo un amigo en la Compañía de electricidad, se llama Pérez, es español. ¿Lo conoce usted?
– Sí.
– Me alegro.
Al terminar el almuerzo, se levantan para ir a lavarse las manos y la irlandesa vuelve sola. Me mira y luego, en francés, dice:
– No le delataré, pero mi compañera dice que ha visto su fotografía en un periódico. ¿Es usted el francés que se fugó de la prisión de Río Hacha, verdad?
Negar sería aún más grave.
– Sí, hermana. Se lo ruego, no me denuncie. No soy la mala persona que dicen. Quiero a Dios y le respeto.
Llega la española y la otra le dice:
– Sí.
Ella contesta muy rápidamente algo que no entiendo- Ambas parecen reflexionar, se levantan y van otra vez a los lavabos. Durante los cinco minutos que dura su ausencia, reacciono rápidamente. ¿Debo irme antes de que vuelvan, debo quedarme? Si piensan denunciarme lo mismo da, pues si me voy, no tardarán en dar conmigo. Esta región no tiene ninguna selva demasiado espesa y los accesos a los caminos que llevan a las ciudades seguramente pronto estarían vigilados. Voy a confiar en el destino que, hasta hoy, no me ha sido contrario.
Vuelven muy sonrientes. La irlandesa me pregunta cómo me llamo.
– Enrique.
– Bien, Enrique, irá usted con nosotras hasta el convento al que nos dirigimos, que está a ocho kilómetros de Santa Marta. Con nosotras en la carreta no tiene nada que temer durante el trayecto. No hable, todo el mundo creerá que es usted un trabajador del convento.
Las hermanas pagan la comida de todos. Compro un cartón de doce paquetes de cigarrillos y un encendedor de yesca. Nos vamos. Durante todo el trayecto, las hermanas no me dirigen la palabra y se lo agradezco. Así, el carretero no nota que hablo mal. Al final de la tarde, nos paramos delante de una gran posada. Hay un coche de línea en el que leo: “Río Hacha – Santa Marta.” Me dan ganas de tomarlo. Me acerco a la monja irlandesa y le comunico mi intención de utilizar ese autocar.
– Es muy peligroso dice ella-, pues antes de llegar a Santa Marta hay por lo menos dos puestos de Policía donde piden a los pasajeros su cédula, lo cual no pasará en la carreta.
Le doy las gracias vivamente y, entonces, la angustia que tenía desde que ellas me descubrieron desaparece por completo. Era, por el contrario, una suerte inaudita para mí haber encontrado a las buenas hermanitas. En efecto, a la caída de la noche, llegamos a un puesto de Policía [en español alcabala (sic)]. Un coche de línea, procedente de Santa Marta con destino a Río Hacha, era registrado por la Policía. Estoy tumbado de espaldas en la carreta, con el sombrero de paja sobre la cara, fingiendo, dormir. Una niña de unos ocho años tiene reclinada su cabeza en mi hombro y duerme de veras. Cuando la carreta pasa, el carretero para sus caballos entre el auto y el puesto.
– ¿Cómo están por aquí? -dice la hermana española.
– Muy bien, hermana.
– Me alegro, vámonos, muchachos. Nos vamos tranquilamente.
A las diez de la noche, otro puesto, muy iluminado. Dos filas de vehículos de todas clases esperan, parados. Una viene de derecha; la nuestra, de la izquierda. Abren los portaequipajes los automóviles y miran dentro. Veo a una mujer, obligada a apearse, que hurga en su bolso. Es llevada al puesto de Policía. Probablemente, no tiene cédula. En tal caso, no hay nada que hacer, los vehículos pasan uno tras otro. Como hay dos filas,~ no puede haber un paso de favor. Por falta de espacio, hay que resignarse a aguardar. Me veo perdido. Delante de nosotros, hay un microbús atestado de pasajeros. Arriba, en el techo, maletas y grandes paquetes. Atrás, también una especie de gran red llena de paquetes. Cuatro policías hacen bajar a los pasajeros. Ese autocar sólo tiene una portezuela delantera. Hombres y mujeres se apean. Algunas mujeres con sus críos en brazos. Uno a uno, vuelven a subir.
– ¡Cédula! ¡Cédula!
Y todos salen y enseñan una tarjeta con su foto.
Zorrillo nunca me había hablado de eso. De haberlo sabido, quizás habría podido tratar de procurarme una cédula falsa. Pienso que si paso este puesto, pagaré lo que sea, pero me haré con una cédula antes de viajar desde Santa Marta a Barranquilla, ciudad muy importante en la costa atlántica.
¡Dios mío, cuánto tarda la operación de este autocar! La irlandesa se vuelve hacia mí:
– Esté tranquilo, Enrique.
Inmediatamente, le guardo rencor por esa frase imprudente, pues el carretero la habrá oído.
Nuestra carreta avanza a su vez en la luz deslumbrante. He decidido sentarme. Pienso que, tumbado, puedo dar la impresión que me escondo. Estoy adosado a las tablas de la carreta y miro hacia las espaldas de las hermanas. Sólo pueden verme de perfil y llevo el sombrero bastante calado, pero sin exagerar:
– ¿Cómo están todos por aquí? -repite la hermanita española.
– Muy bien, hermanas. ¿Y cómo viajan tan tarde?
– Por una urgencia, por eso no me detengo. Somos muy apuradas. (sic)
– Vayan con Dios, hermanas.
– Gracias, hijos. Que Dios les proteja.
– Amén -dicen los policías.
Y pasamos tranquilamente sin que nadie nos pregunte nada. Las emociones de los minutos pasados deben haberles revuelto las tripas a las hermanitas, pues, cien metros más allá, hacen parar el vehículo para bajar y perderse un momento en la maleza. Reemprendemos la marcha. Me pongo a fumar. Estoy tan emocionado que, cuando la irlandesa sube, le digo:
– Gracias, hermana.
Ella me dice:
– No hay de qué, pero hemos pasado tanto miedo que se nos ha descompuesto el vientre.
Hacia medianoche, llegamos al convento. Una gran tapia, un gran portón. El carretero lleva los caballos y la carreta a la cuadra y las tres niñas son conducidas al interior del convento. En la escalinata del patio, se entabla una acalorada discusión entre la hermana portera y las dos hermanas. La irlandesa me dice que no quiere despertar a la madre superiora para pedirle autorización DE que yo duerma en el convento. En este momento, me falta decisión. Hubiese debido aprovechar el incidente para retirarme y salir hacia Santa Marta, puesto que sabía que sólo distaba ocho kilómetros.
Aquel error me costó más tarde siete años de presidio.
Por fin, despertada la madre superiora, me han dado una habitación en el segundo piso. Desde la ventana veo las luces de la ciudad. Distingo el faro y las luces de posición. Del puerto sale un gran buque.
Me duermo, y el sol ha salido ya cuando llaman a mi puerta. He tenido una pesadilla atroz. Lali se abría el vientre delante de mí y nuestro hijo salía de su vientre a pedazos.
Me afeito y me aseo rápidamente. Bajo. Al pie de la escalera, está la hermana irlandesa, que me recibe con una leve sonrisa:
– Buenos días, Henri. ¿Ha dormido usted bien?
– Sí, hermana.
– Venga, por favor, al despacho de nuestra madre. Quiere verle.
Entramos. Una mujer está sentada detrás de su escritorio. Tiene el semblante sumamente severo, es una persona de unos cincuenta años, tal vez más. Me mira con ojos oscuros, sin amenidad.
– Señor, ¿sabe usted hablar español?
– Muy poco.
– Entonces, la hermana nos servirá de intérprete.
– Me han dicho que es usted francés.
– Sí madre.
– ¿Se ha evadido de la prisión de Río Hacha?
– Sí madre.
– ¿Cuánto tiempo hace de esto?
– Siete meses, aproximadamente.
– ¿Qué ha hecho usted durante ese tiempo?
– He estado con los indios.
– ¿Cómo? ¿Usted, con los guajiros? No es admisible. Esos salvajes jamás han admitido a nadie en su territorio. Ni un solo misionero ha podido penetrar en él, figúrese. No acepto esa respuesta. ¿Dónde estaba usted? Diga la verdad.
– Madre, estaba con los indios y puedo probárselo.
– ¿Cómo?
– Con perlas pescadas por ellos.
Desprendo mi bolsa, que está prendida en medio de la espalda de la chaqueta, y se la entrego. La abre y saca un puñado de perlas.
– ¿Cuántas hay?
– No lo sé, quinientas o seiscientas, tal vez. Más o menos.
– Eso no prueba nada. Puede usted haberlas robado en otro sitio.
– Madre, para tranquilidad de su conciencia, si usted lo desea, me quedaré aquí el tiempo necesario para que pueda informarse de si de verdad robé esas perlas. Tengo dinero. Podría pagar mi pensión. Le prometo no moverme de mi habitación hasta el día que usted decida lo contrario.
Me mira muy fijamente. Pienso que debe decirse: “¿Y si te fugas? Te has fugado de la cárcel, figúrate cuánto más fácil te será de aquí. “
– Le dejaré la bolsa de perlas, que es toda mi fortuna. Sé que estará en buenas manos.
– Bien, conforme. No, no tiene por qué quedarse encerrado en su habitación. Mañana y tarde, puede bajar al jardín cuando mis hijas estén en la capilla. Comerá en la cocina con la servidumbre.
Salgo de esta entrevista medio tranquilizado. Cuando me dispongo a subir a mi cuarto, la hermana irlandesa me lleva a la cocina. Un gran bol de café con leche, pan moreno muy tierno y mantequilla. La hermana asiste a mi desayuno sin decir palabra y sin sentarse, de pie ante mí. Pone expresión preocupada.
Digo:
– Gracias, hermana por todo lo que ha hecho por mí.
– Me gustaría hacer más, pero ya no puedo, amigo Henri.
Y, tras estas palabras, sale de la cocina.
Sentado junto a la ventana, contemplo la ciudad, el puerto, el mar. La campiña, en torno, está bien cultivada. No puedo quitarme la impresión de que estoy en peligro. Hasta tal punto que decido fugarme por la noche. ¡Tanto peor para las perlas! ¡Que la madre superiora se las quede para el convento o para sí misma! No confía en mí y, por lo demás, no debo engañarme, pues, ¿cómo es posible que no hable francés, una catalana, madre superiora de un convento y, por lo tanto, instruida? Es muy extraño. Conclusión: esta noche me iré.
Sí, esta tarde bajaré al patio para ver el sitio por donde puedo saltar la tapia. Sobre la una llaman a mi puerta.
– Haga el favor de bajar a comer, Henri.
– VOY en seguida, gracias.
Sentado en la mesa de la cocina, apenas empiezo a servirme carne con patatas hervidas, cuando la puerta se abre de golpe y aparecen, armados de fusiles, cuatro policías con uniformes blancos y uno con galones empuñando una pistola.
– ¡No te muevas o te mato!
Me ponen las esposas. La hermana irlandesa suelta un grito y se desmaya. Dos hermanas de la cocina la incorporan.
– Vamos dice el jefe.
Suben al cuarto conmigo. Me registran el hatillo y enseguida encuentran las treinta y seis monedas de oro de cien pesos que aún me quedan, pero no se fijan en el alfiletero con las dos flechas. Han debido creer que eran lápices. Con indisimulada satisfacción, el jefe se mete en el bolsillo las monedas de oro. Nos vamos. En el patio, un coche.
Los cinco policías y yo nos hacinamos en el cacharro y salimos a toda velocidad, conducidos por un chófer vestido de policía, negro como el carbón. Estoy aniquilado y no protesto; trato de mantenerme digno. No hay por qué pedir compasión ni perdón. Sé hombre y piensa que nunca debes perder la esperanza. Todo eso pasa rápidamente por mi cabeza. Y cuando bajo del coche, estoy tan decidido a parecer un hombre y no una piltrafa y lo consigo de tal modo que la primera frase del oficial que me examina es para decir:
– Ese francés tiene temple, no parece afectarle mucho estar en nuestras manos.
Entro en su despacho. Me quito el sombrero y, sin que me lo digan, me siento, con mi hatillo entre los pies.
– ¿Sabes hablar español?
– No.
– Llame al zapatero.
Unos instantes después, llega un hombrecillo con mandil azul y un martillo de zapatero en la mano.
– Tú eres el francés que se evadió de Río Hacha hace un año, ¿verdad?
– No.
– Mientes.
– No miento. No soy el francés que se evadió de Río Hacha hace un año.
– Quitadle las esposas. Quítate la chaqueta y la camisa.
Toma un papel y mira. Todos los tatuajes están anotados.
– Te falta el pulgar de la mano derecha. Sí. Entonces, eres tú.
– No, no soy yo, pues no me fui hace un año. Me fui hace siete meses.
– Da lo mismo.
– Para ti, sí, pero no para mí.
– Ya veo: eres el matador modelo. No importa ser francés o colombiano, todos los matadores son iguales: indomables. Yo sólo soy el segundo comandante de esta prisión. No sé qué van a hacer contigo. Por el momento, te pondré con tus antiguos compañeros.
– ¿Qué compañeros?
– Los franceses que trajiste a Colombia.
Sigo a los policías que me conducen a un calabozo cuyas rejas dan al patio. Encuentro a mis cinco camaradas. Nos abrazamos.
– Te creíamos a salvo, amigo -dice Clousiot.
Maturette llora como el chiquillo que es. Los otros tres también están consternados. Verles de nuevo me infunde ánimos.
– Cuéntanos-me dicen.
– Más tarde. ¿Y vosotros?
– Nosotros estamos aquí desde hace tres meses.
– ¿Os tratan bien?
– Ni bien ni mal. Esperamos que nos trasladen a Barranquilla donde, al parecer, nos entregarán a las autoridades francesas.
– ¡Hatajo de canallas! ¿Posibilidades de fugarse?
– ¡Acabas de llegar y ya piensas en evadirte!
– ¡Pues no faltaba más! ¿Crees que abandono la partida así como así? ¿Sois vigilados?
– De día no mucho pero por la noche tenemos una guardia especial.
– ¿Cuántos?
– Tres vigilantes.
– ¿Y tu pierna?
– Va bien, ni siquiera cojeo.
– ¿Siempre estáis encerrados?
– No, nos paseamos por el patio al sol, dos horas por la mañana y tres horas por la tarde.
– ¿Qué tal son los otros presos colombianos?
– Al parecer, hay tipos muy peligrosos, tanto entre los ladrones como entre los matadores.
Por la tarde, estoy en el patio, hablando aparte con Clousiot, cuando me llaman. Sigo al policía y entro en el mismo despacho de la mañana. Encuentro al comandante de la prisión acompañado por el que ya me había interrogado. La silla de honor está ocupada por un hombre muy oscuro, casi negro. Su piel es más propia de un negro que de un indio. Su pelo corto, rizado, es pelo de negro. Tiene casi cincuenta años, ojos oscuros y malévolos. Un bigote muy recortado domina un abultado labio en una boca colérica. Lleva la camisa desabrochada, sin corbata. A la izquierda, la cinta verde y blanca de una condecoración cualquiera. El zapatero también está presente.
– Francés, has sido detenido otra vez al cabo de siete meses de evasión. ¿Qué has hecho durante ese tiempo?
– He estado con los guajiros.
– No me tomes el pelo o voy a hacer que te castiguen.
– He dicho la verdad.
– Nadie ha vivido nunca con los indios. Sólo este año, han matado a más de veinticinco guardacostas.
– No señor, a los guardacostas los han matado los contrabandistas.
– ¿Cómo lo sabes?
– He vivido siete meses allí. Los guajiros nunca salen de su territorio.
– Bien, quizá sea verdad. ¿Dónde robaste las treinta y seis monedas de cien pesos?
– Son mías. El jefe de una tribu de la montaña, llamado Justo, me las dio.
– ¿Cómo puede un indio haber conseguido esa fortuna y habértela dado?
Oiga, jefe, ¿acaso ha habido algún robo de cien pesos en oro?
– No, es verdad. En los partes no figura tal robo. Sin embargo, nos informaremos.
– Háganlo, será en mi favor.
– Francés, cometiste una grave falta al evadirte de la prisión de Río Hacha, y una falta más grave aún haciendo evadir a un hombre como Antonio, quien iba a ser fusilado por haber matado a varios guardacostas. Ahora sabemos que también eres buscado por Francia, donde debes cumplir cadena perpetua. Eres un matador peligroso. Por lo tanto, no voy a correr el riesgo de que te fugues de aquí, alojándote con los otros franceses. Estarás encerrado en un calabozo hasta tu marcha hacia Barranquilla. Las monedas de oro te serán devueltas si alguien no ha denunciado su robo.
Salgo y me llevan a una escalera que conduce al sótano. Tras haber bajado más de veinticinco peldaños, llegamos a un pasillo muy poco alumbrado donde, a derecha e izquierda, hay jaulas. Abren un calabozo y me empujan dentro. Cuando la puerta que da al pasillo se cierra, un hedor a podrido sube de un piso de tierra viscosa. Me llaman de todos lados. Cada agujero enrejado contiene uno, dos o tres presos.
– ¡Francés, francés! ¿Qué has hecho? ¿Por qué estás aquí? ¿Sabes que estos calabozos son los calabozos de la muerte?
– ¡Callaos! Dejad que hable! -grita una voz.
– Sí, soy francés. Estoy aquí porque me fugué de la prisión de Río Hacha.
MI galimatías español es comprendido perfectamente por ellos.
– Pon atención a eso, francés, escucha: al fondo de tu calabozo hay una tabla. Es para dormir. A la derecha, tienes una lata con agua. No la malgastes, pues te dan muy poca cada mañana y no puedes pedir más. A la izquierda, tienes un cubo para hacer tus necesidades. Tápalo con tu chaqueta. Aquí no necesitas chaqueta, hace mucho calor, pero tapa el cubo para que apeste menos. Todos nosotros tapamos nuestros cubos con las ropas.
Me acerco a la reja tratando de distinguir las caras. Sólo puedo percibir a los dos de enfrente, pegados a las rejas, con las piernas fuera. Uno es de tipo indo español, se parece a los primeros policías que me detuvieron en Río Hacha; el otro un negro muy claro, bien parecido y joven. El negro me advierte que, a cada marea, el agua sube hasta los calabozos. No debo asustarme porque nunca sube más arriba del vientre. No debo atrapar las ratas que puedan subirse encima de mí, sino darles un golpe. No debo atraparlas nunca si no quiero que me muerdan. Le pregunto:
– ¿Cuánto tiempo llevas en ese calabozo?
– Dos meses.
– ¿Y los demás?
– Nunca más de tres meses. El que pasa tres meses y no sale, es que ha de morir aquí.
– ¿Cuánto hace que está aquí el que lleva más tiempo?
– Ocho meses, pero no le queda mucho tiempo de vida. Hace ya un mes que sólo puede ponerse de rodillas. No puede levantarse. El día que haya una marea fuerte, morirá ahogado.
– Pero, ¿es que tu país es un país de salvajes?
– Yo no te he dicho que fuésemos civilizados. El tuyo tampoco es civilizado, puesto que estás condenado a perpetuidad. Aquí, en Colombia, o veinte años, o la muerte. Pero nunca a perpetuidad.
– Vaya, en todas partes ocurre igual.
– ¿Has matado a muchos?
– No, sólo a uno.
– No es posible. No se condena tanto tiempo por un solo hombre.
– Te aseguro que es verdad.
– Entonces, ya ves cómo tu país es tan salvaje como el mío.
– Bien, no vamos a discutir por nuestros países. Tienes razón. La Policía en todas partes es una mierda. Y tú, ¿qué hiciste?
– Maté a un hombre, a su hijo y a su mujer.
– ¿Por qué?
– Habían dado a comer a mi hermanito a una marrana.
– No es posible. ¡Qué horror!
– Mi hermanito, que tenía cinco años, todos los días le tiraba piedras al hijo de ellos y el pequeño resultó herido varias veces en la cabeza.
– No es ninguna razón.
– Eso dije yo cuando lo supe.
– ¿Cómo lo supiste?
– Mi hermanito hacía tres días que había desaparecido y, al buscarle, encontré una sandalia suya en un estercolero. Aquel estercolero procedía del establo donde estaba la marrana. Hurgando en el estercolero, encontré un calcetín blanco ensangrentado. Comprendí. La mujer confesó antes de que les matase a todos. Hice que rezasen antes de dispararles. Al primer escopetazo, le rompí las piernas al padre.
– Hiciste bien en matarle. ¿Qué harán contigo?
– Veinte años, todo lo más.
– ¿Por qué estás en el calabozo?
– Le pegué a un oficial que era de su familia. Estaba aquí, en la cárcel. Le trasladaron. Se fue. Ahora, estoy tranquilo.
Abren la puerta del pasillo. Un guardia entra con dos presos que llevan, colgado de dos palos, un tonel de madera. Detrás de ellos, al fondo, se ve a otros guardias que empuñan fusiles. Calabozo por calabozo, sacan los cubos en donde hacemos las necesidades y los vacían en el tonel. Un hedor a orina, a mierda, emponzoña el aire hasta el punto de que me ahogo. Nadie habla.
Cuando llegan a mi calabozo, el que toma mi cubo deja caer un paquetito en el suelo. Rápidamente, lo empujo más lejos, en la oscuridad, con el pie. Cuando se han ido, en el paquete encuentro dos cajetillas de cigarrillos, un encendedor de yesca y un papel escrito en francés. Primero, enciendo dos cigarrillos y los tiro a los dos tipos de enfrente. Luego, llamo a mi vecino, quien alargando el brazo, atrapa los cigarrillos para hacerlos pasar a los demás presos. Tras la distribución, enciendo el mío y trato de, leer a la luz del pasillo. Pero no lo consigo. Entonces, con el papel que envolvía el paquete, hago un rollo delgado y, después de repetidos esfuerzos, mi yesca logra encenderlo. Rápidamente, leo: “Animo, Papillon, cuenta con nosotros. Anda con cuidado. Mañana te mandaremos papel y lápiz para que nos escribas. Estamos contigo hasta la muerte.” Eso me reconforta el corazón.
¡Esa nota es tan consoladora para mí! No estoy solo y puedo contar con mis amigos.
Nadie habla. Todo el mundo fuma. Por el reparto de cigarrillos me entero de que somos diecinueve en estos calabozos de la muerte. Bien, ya vuelvo a estar en el camino de la podredumbre y, esta vez, hasta el cuello. Esas hermanitas… Sin embargo, seguramente, no me denunciaron, ni la irlandesa ni la española ¡Ah! ¡Qué imbecilidad haber confiado en esas hermanitas! No ellas no. ¿Quizás el carretero? Dos o tres veces cometieron la imprudencia de hablar francés. ¿Lo habría oído él? ¡Qué más da! Esa vez te han jodido, pero jodido de verdad. Hermanas, carretero, o madre superiora, el resultado es el mismo.
La he pringado, en este calabozo lleno de cochambre que. al parecer, se inunda dos veces al día. El calor es tan asfixiante que primero me quito la camisa y, luego, el pantalón. También me quito los zapatos y lo cuelgo todo de las rejas.
¡Pensar que he recorrido mil quinientos kilómetros para venir a parar aquí! ¡Ha sido un verdadero éxito! ¡Dios mío! Tú que has sido tan generoso conmigo, ¿vas a abandonarme, ahora? Tal vez estás enfadado, pues, en realidad, me habías dado la libertad la más segura, la más hermosa de todas. Lali.
una comunidad que me aceptó por entero. Me habías dado no una, sino dos mujeres admirables. Y el sol, y el mar. Y una choza donde fui el jefe incontestable. ¡Esa vida en la Naturaleza, esa vida primitiva, pero tan dulce y tranquila! ¡Ese regalo único que me hiciste de ser libre, sin policías, sin magistrados, sin envidiosos ni malvados, a mi alrededor! Y yo no he sabido justipreciarlo. Ese mar tan azul que casi parecía verde y negro, esos amaneceres, esos ocasos que bañaban la tierra de una paz tan serenamente suave, esa manera de vivir sin dinero, sin carecer de nada esencial para la vida de un hombre, todo eso lo he pisoteado, lo he despreciado. ¿Y para ir adónde? Hacia sociedades que no quieren fijarse en mí. Hacia seres que ni siquiera se toman la molestia de saber qué hay en mí de recuperable. Hacia un mundo que me rechaza, que me aleja de toda esperanza. Hacia colectividades que sólo piensan en una cosa: anularse por todos los medios.
Cuando reciban la noticia de mi captura, ¡cómo van a reírse los doce enchufados del jurado, el podrido de Polein, la bofia y el fiscal! Pues, seguramente, habrá un periodista que se encargará de transmitir la noticia a Francia.
¿Y los míos? ¡Ellos que, cuando debieron recibir la visita de los gendarmes para notificarles mi evasión, debían de estar tan contentos de que su hijo o su hermano hubiese escapado de sus verdugos! Ahora, al enterarse de que vuelvo a estar preso, sufrirán otra vez.
Hice mal en renegar de mi tribu. Sí, puedo decir “mi tribu”, puesto que todos me habían aceptado. Hice mal y merezco lo que ocurre. Y, sin embargo-. No me fugué para aumentar la población de los indios de América del Sur. Dios mío, has de comprender que debo revivir en una sociedad normalmente civilizada y demostrar que puedo formar parte de ella sin representar un peligro. Es mi auténtico destino, con o sin Tu ayuda.
He de demostrar que puedo, que soy -y lo seré- un ser normal, si no mejor que los demás individuos
de una colectividad cualquiera o de un país cualquiera.
Fumo. El agua empieza a subir. Me llega casi a los tobillos. Llamo:
– Negro, ¿cuánto tiempo se queda el agua en la celda?
– Depende de la fuerza de la marea. Una hora, todo lo más dos horas.
Oigo a varios presos que gritan:
– ¡Está llegando!
Despacio, muy despacio, el agua sube. El mestizo y el negro se han encaramado a los barrotes. Las piernas les cuelgan en el pasillo y, con los brazos, se aferran a los barrotes. Oigo ruidos en el agua: es una rata de alcantarilla del tamaño de un gato que chapotea. Trata de trepar por la reja. Agarro uno de mis zapatos y, cuando se me acerca, le arreo un fuerte golpe en la cabeza. Se va hacia el pasillo, chillando.
El negro me dice:
– Francés, has empezado la caza. Pero, si quieres matarlas a todas, no has terminado. Súbete a la reja, agárrate a los barrotes y estate quieto.
Sigo su consejo, pero los barrotes me lastiman los muslos, no puedo resistir mucho en esta postura. Destapo mi cubo-mingitorio, cojo la chaqueta, la ato a los barrotes y me deslizo sobre ella. Me parece una especie de silla que me permite soportar mejor la postura, pues, ahora, estoy casi sentado.
Esta invasión de agua, ratas, ciempiés y minúsculos cangrejos traídos por el agua es lo más repugnante, lo más deprimente que un ser humano pueda aguantar. Cuando el agua se retira, hora y pico después, queda un fango viscoso de más de un centímetro de espesor. Me pongo los zapatos para no chapotear en el fango. El negro me tira una tablilla de diez centímetros de largo y me dice que aparte el barro hacia el pasillo empezando por la tabla en la que debo dormir y, luego, desde el fondo del calabozo hasta el pasillo. Esta ocupación me toma una media hora larga y me obliga a no pensar en nada más. Ya es algo. Antes de la marea siguiente, no tendrá agua, es decir, durante doce horas exactamente, puesto que la última hora es la de la inundación. Hasta que vuelva el agua, hay que contar las seis horas en que el mar se retira y las cinco horas en que vuelve a subir. Me hago esta reflexión un poco ridícula: “Papillon, estás destinado a habértelas con las mareas del mar. La luna, quieras o no, tiene mucha importancia, para ti y para tu vida. Gracias a las mareas, altas o bajas, pudiste salir del Maroni cuando te fugaste del presidio. Calculando la hora de la marea saliste de Trinidad y de Curasao. Si te detuvieron en Río Hacha, fue porque la marea no era bastante fuerte para alejarte más deprisa. Y ahora, estás a merced de esa marea. “
Entre quienes lean estas páginas, si un día son publicadas, algunos quizá me tengan, por el relato de lo que debo soportar en estos calabozos colombianos, un poco de compasión. Son los buenos. Los otros, los primos hermanos de los doce enchufados que me condenaron, o los hermanos del fiscal, dirán: “Se lo merece, si se hubiera quedado en el presidio, eso no le habría pasado.”
Pues bien, ¿queréis que os diga una cosa, tanto a vosotros, los buenos, como a vosotros, los enchufados? No estoy desesperado, en absoluto, y os diré más aún: prefiero estar en estos calabozos de la antigua fortaleza colombiana, edificada por la inquisición española, que en las Islas de la Salvación donde debería encontrarme a estas horas. Aquí, me queda mucho campo que correr para “darme el piro” y estoy, aún en este rincón podrido y pese a todo, a dos mil quinientos kilómetros del presidio. La verdad es que deberán tomar muchas precauciones para conseguir que vuelva a recorrerlo en sentido contrario. Sólo lamento una cosa: mi tribu guajira, Lali y Zoraima y esa libertad en la Naturaleza, sin las comodidades de un hombre civilizado, es cierto, pero, en cambio, sin Policía ni cárcel y menos aún calabozos. Pienso que a mis salvajes nunca se les ocurriría la idea de aplicar un suplicio semejante a un enemigo, y menos todavía a un hombre como yo, que no he cometido ningún delito contra el Estado colombiano.
Me tumbo en la tabla y fumo dos o tres cigarrillos al fondo de mi celda para que los otros no me vean fumar. Al devolverle la tablilla al negro, le he tirado un cigarrillo encendido y él, por pudor respecto a los demás, ha hecho como yo. Estos detalles que parecen naderías, a mi juicio tienen mucho valor. Eso prueba que nosotros, los parias de la sociedad, tenemos, por lo menos, un resto de humanidad y de delicado pudor.
Aquí no es como en la Conciergerie. Aquí puedo meditar y vagabundear en el espacio sin tener que ponerme un pañuelo para resguardar mis ojos de una luz demasiado cruda.
¿Quién debió ser el que puso sobre aviso a la Policía de que yo estaba en el convento? Ah, si algún día lo sé, me las pagará. Además, me digo: “ ¡No desbarres, Papillon! ¡Con lo que te queda por hacer en Francia para vengarte, no has venido a este país perdido para causar daño! A esa persona, seguramente, la castigará la misma vida, y si un día has de volver, no será para vengarte, sino para hacer felices a Lali y a Zoraima y, quizás, a los hijos que ellas habrán tenido de ti. Si has de volver a esta tierra, será por ellas y por todos los guajiros que te han hecho el honor de aceptarte entre ellos como uno de los suyos. Todavía estoy en el camino de la podredumbre, pero, aunque en el fondo del calabozo submarino, estoy también, quieran o no, en vías de pirármelas y en el camino de la libertad. En eso, no hay vuelta de hoja.”
He recibido papel, lápiz, dos paquetes de cigarrillos. Hace tres días que estoy aquí. Debiera decir tres noches, pues aquí siempre es de noche. Mientras enciendo un cigarrillo “Piel Roja”, no puedo menos que admirar la adhesión de que hacen gala los presos entre sí. Corre un gran riesgo el colombiano que me pasa el paquete. Si le descubren, seguramente deberá pasar una temporada en estos calabozos. No lo ignora, y aceptar ayudarme en mi calvario no es sólo de valientes, sino también de una nobleza poco común. Siempre por el sistema del papel encendido, leo:
“Papillon, sabemos que aguantas de firme. ¡Bravo! Danos noticias tuyas. Nosotros, como siempre. Una hermanita que habla francés ha ido a verte, no la han dejado hablar con nosotros, pero un colombiano nos ha dicho que tuvo tiempo de decirle que el francés está en los calabozos de la muerte. Al parecer, dijo:
Volveré. Eso es todo. Te abrazamos, tus amigos.“
Contestar no ha sido fácil, pero aun así he conseguido escribir: “Gracias por todo. No me va muy mal, aguanto. Escribid' al cónsul francés. Nunca se sabe. Que siempre sea el mismo en dar los recados para que, en caso de accidente, sólo sea castigado uno. No toquéis las puntas de las flechas. ¡Viva el piro! “
Proyecto de fuga en Santa Marta
Sólo veintiocho días después, por mediación del cónsul belga en Santa Marta, llamado Klausen, salgo de este antro inmundo. El negro, que se llama Palacios y salió tres semanas después de mi llegada, tuvo la idea de decirle a su madre, durante su visita, que avisase al cónsul belga que un belga estaba en estos calabozos. Se le ocurrió la idea un domingo al ver que un preso belga recibía la visita de su cónsul.
Un día, pues, me llevaron al despacho del comandante, quien me dijo:
– Usted es francés. ¿Por qué hace reclamaciones al cónsul belga?
En el despacho, un caballero vestido de blanco, de unos cincuenta años, pelo rubio casi blanco y cara redonda, fresca y rosada, estaba sentado en un sillón, con una cartera de piel sobre las rodillas. En seguida me doy cuenta de la situación.
– Usted es quien dice que soy francés. Me he escapado, eso lo reconozco, de la justicia francesa, pero soy belga.
– ¡Ah! ¿Lo ve usted? dice el hombrecillo con cara de cura.
– ¿Por qué no lo dijo antes?
– Para mí, eso no tenía ninguna importancia respecto a usted, pues, en verdad no he cometido ningún delito grave en su tierra salvo haberme fugado, lo cual es normal en cualquier preso.
– Bueno, le pondré con sus compañeros. Pero señor cónsul, le advierto que a la primera tentativa de evasión le meto otra vez donde estaba. Llévenle al barbero, y, luego, déjenle con sus cómplices.
– Gracias, señor cónsul, digo en francés-; muchas gracias por haberse molestado por mí.
– ¡Dios mío! ¡Cómo ha debido usted sufrir en esos horribles calabozos! Pronto, váyase, no sea que ese bestia cambie de parecer. Volveré a verle. Hasta la vista.
El barbero no estaba y me metieron directamente con mis amigos. Debía de tener una cara rara, pues, no paraban de decirme:
– Pero, ¿eres tú? ¡Imposible! ¿Qué te han hecho esos canallas para ponerte como estás? Habla, dinos algo. ¿Estás ciego? ¿Qué tienes en los ojos? ¿Por qué los abres y los cierras constantemente?
– Es que no consigo acostumbrarme a esa luz. Ese resplandor es demasiado fuerte para mí, me lastima los ojos, habituados a la oscuridad.
Me siento mirando hacia el interior de la celda:
– Así es mejor.
– Hueles a. podrido. ¡Es increíble! ¡Hasta tu cuerpo huele a podrido:
Me había puesto en cueros y ellos dejaron mis ropas junto a la puerta. Tenía brazos, espalda, muslos, pantorrillas plagados de picaduras rojas, como las de nuestros chinches, y de mordeduras de los cangrejos liliputienses que flotaban con la marea. Estaba horroroso, no necesitaba de espejo para darme cuenta de ello. Aquellos cinco presidiarios que tanto habían visto dejaron de hablar, turbados de verme en tal estado. Clousiot llama a un policía y le dice que si no hay barbero, hay agua en el patio. El otro le dice que espere la hora del paseo.
Salgo completamente desnudo. Clousiot trae las ropas limpias que voy a ponerme. Ayudado por Maturette, me lavo y vuelvo a lavarme con jabón negro del país. Cuanto más me lavo más mugre sale. Por fin, tras varios jabonados y enjuagues, me siento limpio. Me seco en cinco minutos al sol y me visto. Llega el barbero. Quiere raparme. Le digo:
– No. Córtame el pelo normalmente y aféitame. Te pagaré.
– ¿Cuánto?
– Un peso.
– Hazlo bien -dice Clousiot, yo te daré dos.
Bañado, afeitado, con el pelo bien cortado, vestido con ropas limpias, me siento revivir. Mis amigos no paran de hacerme preguntas:
– ¿Y el agua a qué altura llegaba? ¿Y las ratas? ¿Y los ciempiés? ¿Y el barro? ¿Y los cangrejos? ¿Y la mierda de los cubos? ¿Y los muertos que sacaban? ¿Eran por muerte natural o suicidas que se habían ahorcado? ¿O, tal vez “suicidados” por los policías?
Las preguntas no paraban y tanto hablar me dio sed. En el patio había un vendedor de café. Durante las tres horas que estuvimos en el patio, me tomé tal vez diez cafés cargados, endulzados con papelón. Ese café me parecía la mejor bebida del mundo. El negro del calabozo de enfrente ha venido a saludarme. En voz baja, me explica la historia del cónsul belga con su madre. Le estrecho la mano. Está. muy orgulloso de haber sido el causante de mi salida. Se va muy contento, diciéndome:
– Ya hablaremos mañana. Por hoy, basta.
La celda de mis amigos me parece un palacio. Clousiot tiene una hamaca de su propiedad, comprada con su dinero. Me obliga a dormir en ella. Me acuesto de través. Se extraña y le explico que si se pone a lo largo, es que no sabe servirse de una hamaca.
Comer, beber, dormir, jugar a damas, a cartas con naipes españoles, hablar español entre nosotros y con los policías y presos colombianos para aprender bien la lengua, todas esas actividades ocupaban nuestra jornada y buena parte de la noche. Resulta duro estar acostado desde las nueve de la noche. Entonces, acuden en tropel los detalles de la fuga del hospital de Saint-Laurent a Santa Marta, acuden, desfilan ante mis ojos y reclaman una continuación. El filme no puede pararse ahí, debe continuar, continuará, macho. ¡Déjame recuperar fuerzas y puedes estar seguro de que habrá nuevos episodios, confía en mí! He encontrado mis flechitas y dos hojas de coca, una completamente seca, la otra todavía un poco verde. Masco la verde. Todos me miran, estupefactos. Explico a mis amigos que se trata de las hojas de las que se extrae la cocaína.
– ¡Nos estás tomando el pelo!
– Prueba.
– Sí, en efecto, esto insensibiliza la lengua y los labios.
– ¿Venden aquí?
– No lo sé. ¿Cómo te las apañas, Clousiot, para sacar a relucir la pasta de vez en cuando?
– Cambié en Río Hacha y, desde entonces, siempre he tenido dinero a la vista de todo el mundo.
– Yo -digo- tengo treinta y seis monedas de oro de cien pesos que me guarda el comandante y cada moneda vale trescientos pesos. Un día voy a plantearle el problema.
– Son unos muertos de hambre, será mejor que hagas un trato con él.
– Es una buena idea.
El domingo he hablado con el cónsul belga y el preso belga. Ese preso cometió un abuso de confianza en una Compañía bananera americana. El cónsul se ha puesto a mi disposición para Protegernos. Ha rellenado una ficha en la que declaro haber nacido en Bruselas de padres belgas. Le he hablado de las monjas y de las perlas. Pero él, protestante, no conoce ni hermanas ni curas. Sólo conoce un poco al obispo. En cuanto a las monedas, me aconseja que no las reclame. Es demasiado arriesgado. Convendría que le avisase con veinticuatro horas de antelación nuestra salida para Barranquilla “y entonces podrá usted reclamarlas en mi presencia dice, puesto que, si no me equivoco, hay testigos”.
– Sí.
– Pero, en este momento, no reclame nada. El comandante sería capaz de volver a encerrarle en esos horribles calabozos y quizás, incluso, de hacerle matar. Esas monedas de cien pesos en oro constituyen una verdadera pequeña fortuna. No valen trescientos pesos, como usted cree, sino quinientos cincuenta cada una. Es, pues, una fuerte suma. No hay que tentar al diablo. En cuanto a las perlas, es otra cosa. Déme tiempo para reflexionar.
Pregunto al negro si querría evadirse conmigo y cómo, en su opinión, deberíamos actuar. Su piel clara se vuelve gris al oír hablar de fuga.
– Te lo suplico, macho. Ni lo pienses. Si fracasas, te espera una muerte lenta, de lo más horrendo. Ya has tenido un atisbo de eso. Aguarda a estar en otro sitio, en Barranquilla. Pero, aquí, sería un suicidio. ¿Quieres morir? Entonces, estate quieto. En todo Colombia no hay un calabozo como el que tú has conocido. Entonces, ¿por qué correr el riesgo aquí?
– Sí, pero aquí la tapia no es demasiado alta, debe resultar relativamente fácil.
– Hombre, fácil, no; conmigo no cuentes. Ni para irme y ni siquiera para ayudarte. Ni tampoco para hablar de ello. -Y me deja, aterrorizado, con estas palabras-: Francés, no eres hombre normal, hay que estar loco para pensar cosas semejantes aquí, en Santa Marta.
Todas las mañanas y todas las tardes, contemplo a los presos colombianos que están aquí por delitos importantes. Todos tienen pinta de asesinos, pero se ve en seguida que están acoquinados. El terror de ser enviados a los calabozos les paraliza por completo.
Hace cuatro o cinco días, vimos salir del calabozo a- un gran diablo que me lleva una cabeza, llamado El Caimán. Goza de reputación de ser un hombre en extremo peligroso. Hablo con él y, luego, tras tres o cuatro paseos, le digo:
– Caimán, ¿quieres jugarte conmigo?
Me mira como si fuese el mismísimo demonio y me dice:
– ¿Para volver a donde estuve si fracasamos? No, gracias. Preferiría matar a mi madre antes que volver allá.
Fue mi último intento. Nunca más hablaré a nadie de evasión.
Por la tarde, veo pasar al comandante de la prisión. Se para, me mira y, luego, dice:
– ¿Cómo va eso?
– Bien, pero iría mejor si tuviese mis monedas de oro.
– ¿Por qué?
– Porque podría pagarme un abogado.
– Ven conmigo.
Y me lleva a su despacho. Estamos solos. Me tiende un cigarro (no está mal), me lo enciende (mejor que mejor).
¿Sabes bastante español para comprender y contestar claramente hablando despacio?
– Sí.
– Bien. Me has dicho que quisieras vender tus veintiséis monedas.
– No, mis treinta y seis monedas.
– ¡Ah! ¡Sí, sí! ¿Y con ese dinero pagar a un abogado? Lo que ocurre es que sólo nosotros dos sabemos que tienes esas monedas.
– No, también lo saben el sargento y los cinco hombres que me detuvieron y el comandante que las recibió antes de entregárselas a usted. Además, está mi cónsul.
– ¡Ah! ¡Ah! Bueno. Incluso es mejor que lo sepa mucha gente, así obraremos a la luz del día. ¿Sabes?, te he hecho un gran favor. He callado, no he solicitado informes a las diversas Policías de los países por donde pasaste para saber si tenían conocimiento de un robo de monedas.
– Pero debió usted haberlo hecho.
– No, por tu bien valía más no hacerlo.
– Se lo agradezco, comandante.
– ¿Quieres que te las venda?
– ¿A cuánto?
– Bueno, al precio que me dijiste que te habían pagado tres: trescientos pesos. Me darías cien pesos por moneda por haberte hecho ese favor. ¿Qué te parece?
– No. Entrégame las monedas de diez en diez y te daré no cien, sino doscientos pesos por moneda. Eso equivale a lo que has hecho por mí.
– Francés, eres demasiado astuto. Yo soy un pobre oficial colombiano demasiado confiado y un poco tonto, pero tú eres inteligente y, ya te lo he dicho, demasiado astuto.
– Bien, entonces, ¿cuál es tu oferta?
– Mañana hago venir al comprador, aquí, en mi despacho. Ve las monedas, hace una oferta y la mitad para cada uno. Eso o nada. Te mando a Barranquilla con las monedas o las guardo mientras prosigo la indagación.
– No, ahí va mi última proposición: el hombre viene aquí, mira las monedas y todo lo que pase de trescientos cincuenta pesos por pieza es tuyo.
– Está bien, tienes mi palabra. Pero, ¿ dónde meterás una cantidad tan grande?
– En el momento de cobrar el dinero, mandas llamar al cónsul belga. Se lo daré para pagar al abogado.
– No, no quiero testigos.
– No corres ningún riesgo, firmaré que me has devuelto las treinta y seis monedas. Acepta, y si te portas correctamente conmigo, te propondré otro asunto.
– ¿Cuál?
– Confía en mí. Es tan bueno como el otro y, en el segundo, iremos al cincuenta por ciento.
_¿Cuál es? Dime.
– Date prisa mañana y, por la tarde, a las cinco, cuando mi dinero esté seguro en el Consulado, te diré el otro asunto.
La entrevista ha sido larga. Cuando vuelvo muy contento al patio, mis amigos ya se han ido a la celda.
– Bien, ¿qué pasa?
Les cuento, toda nuestra conversación. Pese a nuestra situación, se parten de risa.
– ¡Vaya zorro, el tipo ese! Pero tú has sido más listo que él. ¿Crees que se tragará el anzuelo?
– Me apuesto cien pesos contra doscientos a que está en el bote. ¿Nadie acepta la apuesta?
– No, yo también creo que tragará el anzuelo.
Reflexiono durante toda la noche. El primer asunto, ya está. El segundo el comandante estará más que contento de ir a recuperar las perlas, también. Queda el tercero. El tercero… sería que le ofreciese todo lo que se me devuelva para que me deje robar una embarcación en el puerto. Esa embarcación podría comprarla con el dinero que llevo en el estuche. Vamos a ver si resistirá la tentación. ¿Qué arriesgo? Después de los dos primeros asuntos, ni siquiera puede castigarme. Veremos a ver. No vendas la piel del oso, etc. Podrías esperar para a hacerlo en Barranquilla. ¿Por qué? A ciudad más importante, prisión más importante también, por lo tanto, mejor vigilada y con tapias más altas. Debería volver a vivir con Lali y Zoraima: me fugo cuanto antes, espero allá durante años, voy a la montaña con la tribu que posee bueyes y, entonces, establezco contacto con los venezolanos. Esa fuga debo lograrla a toda costa. Así, pues, durante toda la noche sólo pienso en cómo podría hacerlo para llevar a buen término el tercer asunto.
El día siguiente, la cosa no se demora. A las nueve de la mañana, vienen a buscarme para ver a un señor que me espera en el despacho del comandante. Cuando llego, el policía se queda fuera y me encuentro ante una persona de unos sesenta años, vestido de color gris claro, con corbata gris. Sobre la mesa, un gran sombrero de fieltro tipo cowboy. Una gran perla gris azul plata destella como en un estuche prendido en la corbata. Ese hombre flaco o enjuto no carece de cierta elegancia.
– Bonjour, Monsieur.
– ¿Habla usted francés?
– sí, señor, soy libanés de origen. Creo que tiene usted monedas de oro de cien pesos, me interesan. ¿Quiere usted quinientos por cada una?
– No, seiscientos cincuenta.
– ¡Está usted mal informado, señor! Su precio máximo por moneda es de quinientos cincuenta.
– Mire, como se queda con todas, se las dejo en seiscientos.
– No, quinientos cincuenta.
Total, que nos ponemos de acuerdo en quinientos ochenta. Trato hecho.
– ¿Qué han dicho?
– Trato hecho, comandante, a quinientos ochenta. la venta se hará mañana a mediodía.
Se va. El comandante se levanta y me dice:
– Muy bien. Entonces, ¿cuánto me toca?
– Doscientos cincuenta por moneda. Ve usted, le doy dos veces y media más de lo que quería usted ganar, cien pesos por moneda.
Sonríe y dice:
– ¿Y el otro asunto?
– Primero, que venga el cónsul después de mediodía para cobrar el dinero. Cuando se haya marchado, te diré el segundo asunto.
– ¿Así, pues, es verdad que hay otro?
– Tienes mi palabra.
– Bueno, ojalá.
A las dos, el cónsul y el libanés están ahí. Este me da veinte mil ochocientos pesos. Entrego doce mil seiscientos al cónsul y ocho mil doscientos ochenta al comandante. Firmo un recibo al comandante certificando que me ha entregado las treinta y seis monedas de oro. Nos quedamos solos, el comandante y yo. Le cuento la escena de la superiora.
– ¿Cuántas perlas?
– Quinientas o seiscientas.
– Hubiese debido traértelas o mandártelas, o entregarlas a la Policía. Voy a denunciarla.
– No, irás a verla y le entregarás una carta de mi parte, en francés. Antes de hablar de la carta, le pedirás que haga venir a la irlandesa.
la irlandesa es quien debe leer la carta escrita en francés y traducirla. Muy bien. Voy allá.
– ¡Espera a que escriba la carta!
– ¡Ah, es verdad! José, ¡prepara el coche con dos policías! -grita por la puerta entreabierta.
Me siento al escritorio del comandante y, en papel con membrete de la prisión, escribo la carta siguiente:
Madre Superiora del convento: Para entregar a la buena y caritativa hermana irlandesa.
Cuando Dios me condujo a su casa, donde creí recibir la ayuda a la que todo perseguido tiene derecho según la ley cristiana, tuve el gesto de confiarle un talego de perlas de mi propiedad para garantizarle que no me iría clandestinamente de su techo que alberga una casa de Dios. Un ser vil ha creído que era su deber denunciarme a la Policía que, rápidamente, me detuvo en su casa. Espero que el… alma abyecta que cometió aquella acción no sea un alma que pertenezca a una de las hijas de Dios, de su casa. No puedo decirle que le la perdono, a esa alma putrefacta, pues sería mentir. Por el contrario, pediré con fervor que Dios o uno de sus santos castigue sin misericordia a la o al culpable de un pecado tan monstruoso. Le ruego, madre superiora, que entregue al comandante Cesario el talego de perlas que le confié. El me las entregará religiosamente, estoy seguro. Esta carta le servirá a usted de recibo.
Le ruego, etc…
Como el convento dista ocho kilómetros de Santa Marta, el coche no regresa hasta hora y media después. El comandante, entonces, me envía a buscar.
– Ya está. Cuéntalas por si falta alguna.
Las cuento. No por saber si falta alguna, pues no sé exactamente su número, sino para saber cuántas perlas están ahora en manos de ese rufián: quinientas sesenta y dos.
– ¿Es eso?
– Sí.
– ¿No falta ninguna?
– No. Ahora, cuéntame.
– Cuando he llegado al convento, la superiora estaba en el patio. Encuadrado por los dos policías, he dicho: “Señora, para un asunto muy grave que usted adivinará, es necesario que hable con la hermana irlandesa en presencia de usted. “
– ¿Y entonces?
– La hermana ha leído temblorosa esa carta a la superiora. Esta no ha dicho nada. Ha bajado la cabeza, ha abierto el cajón de su escritorio y me ha dicho: “Ahí está el talego, con sus perlas. Que Dios perdone a la culpable de un crimen semejante hacia ese hombre. Dígale que rezamos por él.” ¡Y ya está, hombre! -termina diciendo, radiante, el comandante.
– ¿Cuándo vendemos las perlas?
– Mañana. No te pregunto de dónde proceden, ahora sé que eres un matador peligroso, pero sé también que eres un hombre de palabra y persona honrada. Toma, llévate este jamón y esta botella de vino y este pan francés para que celebres con tus amigos este día memorable.
– Buenas noches…
Y llego con una botella de dos litros de chianti, un jamón ahumado de casi tres kilos y cuatro panes largos franceses. Es una cena de fiesta. El jamón, el pan y el vino menguan rápidamente. Todo el mundo come y bebe con buen apetito.
– ¿Crees que un abogado podría hacer algo por nosotros?
Me echo a reír. ¡Pobrecitos, también ellos han creído en el cuento del abogado!
– No lo sé. Hay que estudiar y consultar antes de pagar.
– Lo mejor -dice Clousiot- sería pagar sólo en caso de éxito.
– Sí, hay que encontrar un abogado que acepte esa proposición.
Y no hablo más del asunto. Estoy un poco avergonzado.
El día siguiente, vuelve el libanés:
– Resulta muy complicado dice-. Primero, hay que clasificar las perlas por tamaños; luego, por oriente; después según la forma; ver si son bien redondas o raras.
En suma, no sólo es complicado, sino que, además, el libanés dice que debe traer a otro posible comprador, más competente que él. En cuatro días, terminamos. Paga treinta mil pesos. En el último momento he retirado una perla rosa y dos perlas negras para regalárselas a la mujer del cónsul belga. Como buenos comerciantes, ellos lo han aprovechado para decir que esas tres perlas valen cinco mil pesos. De todos modos, me quedo con las perlas.
El cónsul belga pone dificultades para aceptar las perlas. Me guardará los quince mil pesos. Por lo tanto, poseo veintisiete mil pesos. Ahora, el problema estriba en llevar a buen término el tercer asunto.
¿Cómo y de qué manera lo emprenderé? Un buen obrero ganaba en Colombia de ocho a diez pesos diarios. Así pues, veintisiete mil pesos son una fuerte suma. Al hierro candente, batir de repente. Es lo que haré. El comandante ha cobrado veintitrés mil pesos. Con esos otros veintisiete mil, tendrá cincuenta mil francos.
¿cuánto vale una tienda que hiciese vivir a alguien mejor de lo que vive usted?
– Un buen comercio vale, al contado, de cuarenta a sesenta mil pesos.
– ¿Y qué renta? ¿Tres veces más de lo que usted gana? ¿Cuatro veces?
– Más. Produce cinco o seis veces más de lo que gano.
– ¿Por qué no se hace usted comerciante?
– Necesitaría el doble de lo que tengo.
– Escucha, comandante, tengo un tercer asunto que proponer.
– No juegues conmigo.
– No, te lo aseguro. ¿Quieres los veintisiete mil pesos que tengo? Serán tuyos cuando quieras.
– ¿Cómo?
– Déjame marchar.
– Escucha, francés, sé que no confías en mí. Antes, quizá, tenías razón. Pero ahora que, gracias a ti, he salido de la miseria o casi, cuando puedo comprarme una casa y mandar a mis hijos a un colegio de pago, sabe que soy tu amigo. No quiero robarte y que te maten; aquí no puedo hacer nada por ti, ni siquiera por una fortuna. No puedo hacerte evadir con posibilidades de éxito.
– ¿Y si te demuestro lo contrario?
– Entonces ya veremos, pero antes piénsalo bien.
¿Tienes algún amigo pescador?
– Sí.
– ¿Puede ser capaz de sacarme al mar y venderme su embarcación?
– No lo sé.
– ¿Cuánto vale, más o menos, su barca?
– Dos mil pesos.
– Si le doy siete mil a él y veinte mil a ti, ¿qué tal?
– Francés, con diez mil me basta, guárdate algo para ti.
– Arregla las cosas.
– ¿Te irás solo?
– No.
– ¿Cuántos?
– Tres en total.
– Deja que hable con mi amigo pescador.
El cambio de ese tipo respecto a mí me deja estupefacto. Con su pinta de asesino, en el fondo de su corazón oculta hermosos sentimientos.
En el patio, he hablado con Clousiot y Maturette. Me dicen que obre según me venga en gana, que están dispuestos a seguirme. Ese abandono de sus vidas en mis manos me produce una satisfacción muy grande. No abusaré de ellos, seré prudente hasta el máximo, pues he cargado con una gran responsabilidad. Pero debo advertir a nuestros otros compañeros. Acabamos de terminar un torneo de dominó. Son casi las nueve de la noche. Es el último momento que nos queda para tomar café. Llamo:
– ¡Caletero!
Y nos hacemos servir seis cafés bien calientes.
– Tengo que hablaros. Escuchad. Creo que voy a poder fugarme otra vez. Desgraciadamente, sólo podemos irnos tres. Es normal que me vaya con Clousiot y Maturette, pues con ellos me evadí de los duros. Si uno de vosotros tiene algo en contra, que lo diga francamente, le escucharé.
– No -dice el bretón-, es justo desde todos los puntos de vista. Primero, porque os fuisteis juntos de los duros. Luego, porque si estáis en esta situación es por culpa nuestra, que quisimos desembarcar en Colombia. Papillon, gracias de todos modos por habernos preguntado nuestro parecer. Pero tienes perfecto derecho a obrar así. Dios quiera que tengáis suerte, pues si os cogen, la muerte es segura y en condiciones tremendas.
– Lo sabemos, dicen a la par Clousiot y Maturette.
El comandante me ha hablado por la tarde. Su amigo está conforme. Pregunta qué queremos llevarnos en la barca.
– Un barril de cincuenta litros de agua dulce, veinticinco kilos de harina de maíz y seis litros de aceite. Nada más.
– ¡Carajo! -exclama el comandante-. ¿Con tan pocas cosas quieres hacerte a la mar?
– Sí.
– Eres valiente, francés.
Muy bien. Está decidido a hacer la tercera operación. Fríamente, añade:
– Hago eso, lo creas o no, por mis hijos, y, después, por ti. Lo mereces por tu valentía.
Sé que es verdad y le doy las gracias.
– ¿Cómo harás para que no se note demasiado que yo estaba de acuerdo contigo?
– Tu responsabilidad no quedará en entredicho. Me iré por la noche, cuando esté de guardia el segundo comandante.
– ¿Cuál es tu plan?
– Mañana empiezas por quitar un policía de la guardia nocturna. Dentro de tres días, quitas otro. Cuando sólo quede uno, haces poner una garita frente a la puerta de la celda. La primera noche de lluvia, el centinela irá a resguardarse en la garita y yo saltaré por la ventana trasera. Contra la luz que alumbra los alrededores de la tapia, es menester que encuentres el medio de provocar tú mismo un cortocircuito. Es todo lo que te pido. Puedes hacer el cortocircuito lanzando tú mismo un hilo de cobre de un metro, atado a dos piedras, contra los dos hilos que van al poste, en la hilera de bombillas que alumbran la parte alta de la tapia. En cuanto al pescador, la barca debe estar amarrada con una cadena cuyo candado habría forzado él personalmente, de forma que yo no tenga que perder tiempo, con las velas a punto de ser izadas y tres grandes pagayas para tomar el viento.
– Pero, ¡si tiene un motorcito! -dice el comandante.
– ¡Ah! Entonces, mejor aún: que ponga el motor en punto muerto como si lo recalentase y que se vaya al primer café a tomar unas copas. Cuando nos vea llegar, debe apostarse al pie de la barca con un impermeable negro.
– ¿Y el dinero?
– Cortaré por la mitad tus veinte mil pesos, cada billete quedará partido. Los siete mil pesos los pagaré por adelantado al pescador. Primero, te daré la mitad de los medios billetes y, la otra mitad, te será entregada por uno de los franceses que se quedan, ya te diré cual.
– ¿No te fías de mí? Haces mal.
– No, no es que no me fíe de ti, pero puedes cometer un error en el cortocircuito y, entonces, no pagaré, pues si no hay cortocircuito no puedo irme.
– Bien.
Todo está listo. Por mediación del comandante, he dado los siete mil pesos al pescador. Hace ya cinco días que sólo hay un centinela. La garita está colocada y esperamos la lluvia que no viene. El barrote ha sido aserrado con limas facilitadas por el comandante, la muesca bien rellena y, por si fuese poco, disimulada por una jaula donde vive un loro que- ya empieza a decir mierda en francés. Estamos sobre ascuas. El comandante tiene una mitad de los medios billetes. Cada noche, esperamos. No llueve. El comandante debe provocar, una hora después de la lluvia, el cortocircuito en la tapia, por el lado exterior. Nada nada, no hay lluvia en esta estación, es increíble. La más pequeña nube que aparece temprano a través de nuestras rejas nos llena de esperanza y, luego, nada. Es como para volverse majareta perdido. Hace ya dieciséis días que todo está a punto, dieciséis días de vela, con el corazón en un puño. Un domingo, por la mañana el comandante viene personalmente a buscarme en el patio y me lleva a su despacho. Me devuelve el paquete de los medios billetes y tres mil pesos en billetes enteros.
– ¿Qué pasa?
– Francés, amigo mío, sólo te queda esta noche. Mañana a las seis os vais todos a Barranquilla. Sólo te devuelvo tres mil pesos del pescador, porque él se ha gastado el resto. Si Dios quiere que llueva esta noche, el pescador te esperará y, cuando tomes la barca, le darás el dinero. Confío en ti, sé que no tengo nada que temer.
Intentos de fuga en Barranquilla
A las seis de la mañana, ocho soldados y dos cabos acompañados por un teniente nos ponen las esposas y marchamos hacia Barranquilla en un camión militar. Hacemos los ciento ochenta kilómetros en tres horas y media. A las diez de la mañana, estamos en la prisión llamada la “80”, en la calle de Medellín, Barranquilla. ¡Tantos esfuerzos para no ir a Barranquilla y, pese a todo, estar aquí! Es una ciudad importante. El primer puerto colombiano del Atlántico, pero situado en el interior del estuario de un río, el río Magdalena. En cuanto a su prisión, hay que decir que es importante: cuatrocientos presos y casi cien vigilantes. Ha sido organizada como cualquier prisión de Europa. Dos muros de ronda, de más de ocho metros de altura.
Nos recibe el estado mayor de la prisión con don Gregorio, el director, al frente. La prisión se compone de cuatro patios. Dos a un lado, dos en el otro. Están separados por una larga capilla donde se celebra misa y que también sirve de locutorio. Nos ponen en el patio de los más peligrosos. Durante el registro, han encontrado los veintitrés mil pesos y las flechitas. Considero mi deber advertir al director que están emponzoñadas, lo cual no es como para hacernos pasar por buenos chicos.
– ¡Hasta tienen flechas envenenadas esos franceses!
Encontrarnos en esta prisión de Barranquilla es, para nosotros, el momento más peligroso de nuestra aventura. Pues aquí, en efecto, es donde seremos entregados a las autoridades francesas. Sí, Barranquilla, que para nosotros se reduce a su enorme prisión, representa el punto crucial. Hay que evadirse a costa de cualquier sacrificio. Debo jugarme el todo por el todo.
Nuestra celda está en medio del patio. Por lo demás, no es una celda, sino una jaula: un techo de cemento que descansa sobre gruesos barrotes de hierro con los retretes y los lavabos en uno de los ángulos. Los otros presos, un centenar, están repartidos en celdas abiertas en los cuatro muros de ese patio de veinte por cuarenta, por una reja que da al patio. Cada reja está rematada por una especie de sobradillo de chapa para impedir que la lluvia penetre en la celda. En esa jaula central sólo estamos nosotros, los franceses, expuestos día y noche a las miradas de los presos, pero, sobre todo, de los guardianes. Pasamos el día en el patio, de las seis de la mañana hasta las seis de la tarde. Entramos y salimos como queremos. Podemos hablar, pasear y hasta comer en el patio.
Dos días después de nuestra llegada, nos reúnen a los seis en la capilla en presencia del director, de algunos policías y de siete u ocho periodistas gráficos.
– ¿Son ustedes los evadidos del presidio francés de la Guayana?
– No lo hemos negado nunca.
– ¿Por qué delitos habéis sido condenados tan severamente cada uno de vosotros?
– Eso no tiene ninguna importancia. Lo importante es que no hemos cometido ningún delito en tierra colombiana y que su nación no sólo nos niega el derecho a rehacer nuestra vida, sino que también sirve de cazador de hombres, de gendarme, al Gobierno francés.
– Colombia cree que no debe aceptaros en su territorio.
– Pero yo, personalmente, y otros dos camaradas estábamos y estamos muy decididos a no vivir en este país. Nos detuvieron a los tres en alta mar y no en vías de desembarcar en esta tierra. Por el contrario, hacíamos todos los esfuerzos posibles para alejarnos de ella.
– LOS franceses, -dice un periodista de un diario católico- son casi todos católicos, como nosotros los colombianos.
– Es posible que ustedes se digan católicos, pero su forma de obrar es muy poco cristiana.
– ¿Qué nos echa usted en cara?
– El ser colaboradores de los esbirros que nos persiguen. Es más, el hacer la labor de éstos. De habernos despojado de nuestra embarcación con todo lo que nos pertenecía y que era muy nuestro, donación de los católicos de la isla de Curasao, tan notablemente representados por el obispo Irénée de Bruyne. No podemos encontrar admisible que no queráis correr el riesgo de la experiencia de nuestra problemática regeneración y que, por si fuese poco, nos impidáis ir más lejos, por nuestros propios medios, hasta un país donde, quizás, aceptarían correr ese riesgo. Eso es inaceptable.
– ¿Nos guardáis rencor a los colombianos?
– No a los colombianos en sí, sino a su sistema policiaco y judicial.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Que cualquier error puede ser rectificado cuando se quiere. Déjennos ir por mar a otro país.
– Intentaremos conseguir eso.
Cuando de nuevo estamos en el patio, Maturette me dice:
– ¡Vaya! ¿Has comprendido? Esta vez no hay que hacerse ilusiones, macho. Estamos en la fritada y no nos va a ser nada fácil saltar de la sartén.
– Queridos amigos, no sé si, unidos, seríamos más fuertes. Yo sólo os digo que cada uno puede hacer lo que mejor le parezca. En cuanto a mí, es preciso que me fugue de esta famosa “80”.
El jueves me llaman al locutorio y veo a un hombre bien vestido, de unos cuarenta y cinco años. Le miro. Se parece asombrosamente a Louis Dega.
– ¿Eres tú Papillon?
– sí.
– Soy Joseph, hermano de Louis Dega. He leído los periódicos y vengo a verte.
– ¿Viste a mi hermano allí? ¿Le conoces?
Le cuento exactamente la odisea de Dega hasta el día en que nos separamos en el hospital. Me hace saber que su hermano está en las Islas de la Salvación, noticia que le ha llegado desde Marsella. Las visitas tienen lugar en la capilla, 207 los jueves Y dice que, en Barranquilla, viven una docena de franceses venidos a buscar fortuna con sus mujeres. Todos son chulos de putas. En un barrio especial de la ciudad, una docena y media de prostitutas mantienen la alta tradición francesa de la prostitución distinguida y hábil. Siempre los mismos tipos de hombres, los mismos tipos de mujer que, desde El Cairo al Líbano, de Inglaterra a Australia, de Buenos Aires a Caracas, de Saigón a Brazzaville, pasean por la tierra su especialidad, vieja como el mundo, la prostitución y la forma de vivir de ella.
Joseph Dega me comunica algo sensacional: los chulos franceses de Barranquilla están preocupados. Tienen miedo de que nuestra llegada a la prisión turbe su tranquilidad y cause perjuicio a su floreciente comercio. En efecto, si uno o varios de nosotros se fugan, la Policía irá a buscarles en las casetas de las francesas, aunque al evadido nunca se le ocurra pedir asistencia allí. De ahí, indirectamente, la Policía puede descubrir muchas cosas: documentación falsa, autorizaciones de residencia caducadas o irregulares. Buscarnos provocaría verificaciones de identidad y de residencia. Y hay mujeres y hasta hombres que, si son descubiertos, podrían sufrir graves molestias.
Ya estoy bien informado. Añade que él está a mi disposición para lo que sea y que vendrá a verme los jueves y domingos. Le doy las gracias a ese buen chico, quien después me demostró que sus promesas eran sinceras. Me informa asimismo de que, según los periódicos, nuestra extradición ha sido concedida a Francia. ¡Bien! Señores, tengo muchas cosas que decirles.
– ¿Qué? -exclaman los cinco a coro.
– En primer lugar, que no debemos hacernos ilusiones. La extradición es cosa hecha. Un barco especial de la Guayana francesa vendrá a buscarnos para devolvernos allí de donde vinimos. Luego, que nuestra presencia es causa de preocupación para nuestros chulos, bien afincados en esta ciudad. No para el que me ha visitado. Este se ríe de las consecuencias, pero sus colegas de corporación temen que, si uno de nosotros se evade, les ocasionemos molestias.
Todo el mundo suelta la carcajada. Creen que me guaseo. Clousiot dice:
– Señor chulo Fulano de tal, ¿me da usted permiso para evadirme?
– Basta de bromas. Si vienen a vernos putas, hay que decirles que no vuelvan. ¿Entendido?
– Entendido.
En nuestro patio hay, como dije, un centenar de presos colombianos. Distan de ser unos imbéciles. Los hay auténticos, buenos ladrones, falsificadores distinguidos, estafadores de mente ingeniosa, especialistas del atraco a mano armada, traficantes de estupefacientes y algunos pistoleros especialmente preparados en esa profesión, tan trivial en América, para numerosos ejercicios. Allí, los ricos, los políticos y los aventureros que han tenido éxito alquilan los servicios de esos pistoleros, que actúan por ellos.
Las pieles de esos hombres son de colores varios. Van del negro africano de los senegaleses a la piel de té de nuestros criollos de la Martinica; del ladrillo indio mongólico de cabellos lisos negro violáceo, al blanco puro. Establezco contactos, trato de darme cuenta de la capacidad y del espíritu de evasión de algunos individuos escogidos. La mayoría de ellos son como yo: porque temen o han cumplido ya una larga pena, viven en permanente esperanza de evasión.
Por los cuatro muros de este patio rectangular discurre un camino de ronda muy alumbrado por la noche, con una torreta donde se cobija un centinela en cada ángulo del muro. Así, día y noche, cuatro centinelas están de servicio, más uno en el patio, delante de la puerta de la capilla. Este, sin armas. La comida es satisfactoria y varios presos venden comida y bebida, café o zumos de fruta del país: naranja, piña, papaya, etc., que les traen del exterior. De vez en cuando, esos pequeños comerciantes son víctimas de un atraco a mano armada ejecutado con sorprendente rapidez. Sin haber tenido tiempo de sospechar nada, se encuentran con una gran toalla que les aprieta la cara para impedirles gritar, y un cuchillo en los riñones o el cuello que penetraría profundamente al menor movimiento. La víctima es despojada de la recaudación antes de poder decir esta boca es mía. Un puñetazo en la nuca acompaña el ademán de quitar la toalla. Nunca, pase lo que pase, habla nadie. A veces, el comerciante guarda lo que vende como quien cierra la tienda- y trata de averiguar quién ha podido hacerle esa mala jugada. Si le descubre, hay pelea, siempre a navaja.
Dos ladrones colombianos vienen a hacerme una proposición. Les escucho con mucha atención. En la ciudad, al parecer, hay policías ladrones. Cuando están de vigilancia en un sector, avisan a cómplices para que puedan acudir allí a robar
Mis dos visitantes les conocen a todos y me explican que sería muy mala pata si, durante la semana, alguno de esos policías no viniese a montar guardia delante de la puerta de la capilla. Sería conveniente que yo me hiciese entregar una pistola a la hora de visita. El policía ladrón aceptaría sin dificultad ser obligado, aparentemente, a llamar a la puerta de salida de la capilla que da a un pequeño puesto de guardia de cuatro o cinco hombres a lo sumo. Sorprendidos por nosotros, pistola en mano, éstos no podrán impedirnos ganar la calle. Y, entonces sólo restaría perdernos en el tránsito, que es muy intenso en ella.
El plan no me gusta mucho. La pistola, para poder ocultarla, sólo puede ser de pequeño calibre, a lo sumo una “6.35”. Aun con eso, hay el peligro de no intimidar lo suficiente a los guardias. O uno de ellos puede reaccionar mal y vernos obligados a matar. Digo que no.
El deseo de acción no sólo me atormenta a mí, sino también a mis amigos. Con la diferencia de que, tras algunos días de abatimiento, ellos llegan a aceptar la idea de que el barco que venga a buscarnos nos encuentre en la prisión. De eso a considerarse derrotados no hay más que un paso. Incluso discuten sobre el, modo como nos castigarán allí y del trato que nos aguarda.
– ¡No quiero ni oír vuestras memeces! Cuando queráis hablar de tamaño porvenir, hacedlo lejos de mí, id a discutirlo a un rincón donde yo no esté. La fatalidad de la que habláis sólo es aceptable cuando se es impotente. ¿Sois impotentes? ¿Han capado a uno de vosotros? Si ha sido así, avisadme. Pues, os diré una cosa, machos: cuando pienso en pirármelas, pienso en que nos las piraremos todos. Cuando mi cerebro estalla a fuerza de pensar cómo hacer para evadirse, doy por sentado de que nos fugaremos todos. Y no resulta fácil, seis hombres. Porque, os diré una cosa, si veo que la fecha se avecina demasiado sin haber hecho nada, no me lo pensaré: mato a un policía colombiano para ganar tiempo. No van a entregarme a Francia si les he matado un policía. Y, entonces, tendré tiempo por delante. Y como estaré solo para evadirme, resultará más fácil.
Los colombianos preparan otro plan, no mal pensado. El día de la misa, domingo por la mañana, la capilla siempre está llena de visitas y de presos. Primero oyen misa todos juntos y, luego, terminado el oficio, en la capilla se quedan los presos que tienen visita. Los colombianos me piden que vaya el domingo a misa para enterarme bien de cómo va eso, a fin de poder coordinar la acción para el domingo que viene. Me proponen que sea el jefe de la revuelta. Pero rehúso ese honor: no conozco bastante a los hombres que van a actuar.
Respondo de cuatro franceses, pues el bretón y el hombre de la plancha no quieren participar. No hay problema, sólo tienen que dejar de ir a la capilla. El domingo, nosotros, los cuatro que estaremos en el ajo, asistimos a misa. Esa capilla es rectangular. Al fondo, el coro; en medio, a ambos lados, dos puertas que dan a los patios. La puerta principal da al puesto de guardia. La cierra una reja detrás de la cual están los guardianes, unos veinte. Por último, detrás de éstos, la puerta de la calle. Como la capilla está llena a rebosar, los guardias dejan la reja abierta y, durante el oficio, permanecen de pie en fila apretada. Entre las visitas deben venir dos hombres y armas. Las armas serán traídas por mujeres bajo las faldas. Las distribuirán una vez haya entrado todo el mundo. Serán de gran calibre, “38” o “45”. El jefe del complot recibirá un revólver de gran calibre de una mujer que se retirará acto seguido. A la señal del segundo campanillazo del monaguillo, debemos atacar todos. Yo debo poner un enorme cuchillo bajo la garganta del director, don Gregorio, diciendo:
– Da la orden de dejarnos pasar, si no, te mato.
Otro debe de hacer lo mismo con el cura. Los otros tres, desde tres ángulos distintos, apuntarán sus armas contra los policías que están de pie en la reja de la entrada principal de la capilla. Orden de cargarse al primero que no tire su arma. Los que no vayan armados, deben ser los primeros en salir. El cura y el director servirán de escudo a la retaguardia. Si todo sucede normalmente, los policías tendrán sus fusiles en el suelo. Los hombres armados de pistolas deben hacerles entrar en la capilla. Saldremos cerrando primero la reja, después la puerta de madera. El puesto de guardia estará desierto, puesto que todos los policías asisten obligatoriamente, de pie, a la misa. Fuera, a cincuenta metros, estará un camión con una escalerita colgada atrás para que podamos subir más de prisa. El camión no arrancará hasta que el jefe de la revuelta haya subido. Debe ser el último en subir. Tras haber asistido a la celebración de la misa, doy mi conformidad. Todo ocurre como me lo ha descrito Fernando.
Joseph Dega no. acudirá a la visita este domingo. Sabe por qué. Hará preparar un falso taxi para que nosotros no subamos al camión y nos llevará a un escondrijo que también él se encargará de disponer. Estoy muy excitado toda la semana y espero la acción con impaciencia. Fernando ha podido agenciarse un revólver por otros medios. Es un “45” de la Guardia Civil colombiana, un arma de veras temible. El jueves, una de las mujeres de Joseph ha venido a verme. Es muy simpática y me dice que el taxi será de color amarillo, no podemos equivocarnos.
– O.K. Gracias.
– Buena suerte.
Me besa gentilmente en ambas mejillas y hasta me parece que está un poco emocionada.
– Entra, entra. Que esta capilla se llene para escuchar la voz de Dios -dice el cura.
Clousiot está en su puesto, preparado. A Maturette le brillan los ojos y el otro no se despega de mí. Muy sereno, ocupo mi sitio. Don Gregorio, el director, está sentado en una silla, al lado de una mujer gorda. Estoy de pie junto al muro. A mi derecha, Clousiot, a mí izquierda, los otros dos, vestidos decorosamente para no llamar la atención del público si logramos ganar la calle. Llevo el cuchillo abierto sobre el antebrazo derecho. Está sujeto por un grueso elástico y tapado por la manga de la camisa caqui, bien abrochada en el puño. Es el momento de la elevación, cuando todos los asistentes bajan la cabeza como si buscasen algo, cuando el monaguillo, tras haber agitado muy de prisa su campanilla, debe hacer tres toques separados. El segundo es nuestra señal. Cada cual sabe lo que debe hacer entonces.
Primer toque, segundo… Me abalanzo sobre don Gregorio y le pongo el cuchillo bajo su grueso cuello arrugado. El cura grita:
– Misericordia, no me mate.
Y, sin verles, oigo a los otros tres ordenar a los guardias que tiren el fusil. Todo va bien. Agarro a don Gregorio por el cuello de su bonito traje y le digo:
– Siga y no tengas miedo, no te haré daño.
El cura está quieto con una navaja de afeitar bajo la garganta, cerca de mi grupo. Fernando dice:
– Vamos, francés, vamos a la salida.
Con la alegría del triunfo, del éxito, empujo a toda mi gente hacia la puerta que da a la calle, cuando restallan dos tiros de fusil al mismo tiempo. Fernando se desploma y uno de los que van armados, también. De todos modos, avanzo un metro más, pero los guardias se han rehecho y nos cortan el paso con sus fusiles. Afortunadamente, entre ellos y nosotros hay mujeres. Eso les impide disparar. Dos tiros de fusil más, seguidos de un pistoletazo. Nuestro tercer compañero armado acaba de ser derribado tras haber tenido tiempo de disparar un poco a bulto, pues ha herido a una muchacha. Don Gregorio, pálido como un muerto, me dice:
– Dame el cuchillo.
Se lo entrego. De nada hubiese servido continuar la lucha. En menos de treinta segundos, la situación ha cambiado.
Más de una semana después, he sabido que la revuelta fracasó a causa de un preso de otro patio que presenciaba la misa desde el exterior de la capilla. Ya a los primeros segundos de la acción, avisó a los centinelas del muro de ronda. Estos saltaron del muro de más de seis metros al patio, uno a un lado de la capilla y el otro, en el otro y, a través de los barrotes de las puertas laterales, dispararon primero a los presos que, subidos en un banco, amenazaban con sus armas a los policías. El tercero fue derribado algunos segundos después, al pasar por su campo de tiro. La continuación fue una hermosa corrida. Yo me quedé al lado del director que gritaba órdenes. Dieciséis de los nuestros, entre ellos los cuatro franceses, nos hemos encontrado con grilletes en un calabozo, a pan y agua.
Don Gregorio ha recibido la visita de Joseph. Me hace llamar y me explica que, en atención a él, me hará volver al patio con mis camaradas. Gracias a Joseph, diez días después de la revuelta todos estábamos de nuevo en el patio, incluso los colombianos y en la misma celda de antes. Al llegar a ella, pido que dediquemos a Fernando y a sus dos amigos muertos en la acción unos minutos de recuerdo. Durante la visita, Joseph me explicó que había hecho una colecta y que entre todos los chulos había reunido cinco mil pesos con los cuales pudo convencer a don Gregorio. Aquel gesto hizo aumentar nuestra estima por los chulos.
¿Qué hacer, ahora? ¿Qué inventar de nuevo? ¡Pese a todo no voy a darme por vencido y esperar a la bartola la llegada del barco!
Tendido en el lavadero común, al resguardo de un sol de justicia, puedo examinar, sin que nadie se fije en mí, el ir y venir de los centinelas en el muro de ronda. Por la noche, cada diez minutos, cada uno grita por turno: “¡Centinela, alerta!” Así, el jefe puede comprobar que ninguno de los cuatro duerme. Si uno no contesta, el otro repite su llamamiento hasta que conteste.
Creo haber dado con un fallo. En efecto, de cada garita, en las cuatro esquinas del camino de ronda, cuelga un bote atado a una cuerda. Cuando el centinela quiere café, llama al cafetero, quien le vierte uno o dos cafés en el bote. El otro, no tiene más que tirar de la cuerda. Ahora bien, la garita del fondo de la derecha tiene una especie de torreta que sobresale un poco sobre el patio. Y me digo que si fabrico un grueso gancho atado al extremo de una cuerda trenzada, conseguir que quede sujeto a la garita será cosa de coser y cantar. En pocos segundos, he de poder salvar el muro que da a la calle. Sólo hay un problema: neutralizar al centinela. ¿Cómo?
Veo que se levanta y da unos cuantos pasos por el muro de ronda. Me da la impresión de que el calor le agobia y lucha por no quedarse dormido. ¡Eso es, maldita sea! ¡Es menester que se duerma! Primero, confeccionaré la cuerda y, si encuentro un gancho seguro, le dormiré y probaré suerte. En dos días, queda trenzada una cuerda de casi siete metros con todas las camisas de tela fuerte que hemos podido encontrar, sobre todo las de color caqui- El gancho ha sido fácil de encontrar. Es el soporte de uno de los sobradillos fijados en las puertas de las celdas para protegerlas de la lluvia. Joseph Dega me ha traído una botella de somnífero muy potente. Según las indicaciones, sólo puede tomarse diez gotas de él. La botella contiene aproximadamente seis cucharadas soperas colmadas. Acostumbro al centinela a aceptar que le convide a café. El me manda el bote y yo cada vez, le mando tres cafés. Como todos los colombianos gustan del alcohol y el somnífero sabe un poco a anís, me procuro una botella de anís. Digo al centinela:
– ¿Quieres café a la francesa?
– ¿Cómo es?
– Conanís.
– Primero, probaré.
Varios centinelas han probado mi café con anís y, ahora, cuando convido a café, me dicen:
– ¡A la francesa!
– Como quieras.
– Y, ¡zas!, les echo anís.
La hora H ha llegado. Sábado al mediodía. Hace un calor espantoso. Mis amigos saben que es imposible que tengamos tiempo de pasar dos, pero un colombiano de nombre árabe, Alí, me dice que subirá detrás de mí. Acepto. Eso evitará que un francés pase por cómplice y sea castigado en consecuencia. Por otra parte, no puedo llevar encima la cuerda y el gancho, pues el centinela tendrá tiempo de sobra para observarme cuando le dé el café. En nuestra opinión, a los cinco minutos estará K.O.
Son “menos cinco”. Llamo al centinela.
– Bien.
– ¿Quieres tomarte un café?
– Sí, a la francesa, sabe mejor.
– Espera, te lo traigo.
Voy al cafetero: “Dos cafés.” En mi bote he echado ya todo el somnífero. ¡Si con eso no se desploma como una piedra…
Llego bajo él y me ve echar anís ostensiblemente.
– ¿Lo quieres cargado?
– Si.
Echo un poco más, lo vierto en su bote y él lo sube en seguida. Cinco minutos, diez, quince. ¡Veinte minutos! Sigue sin dormirse. Más aún, en lugar de sentarse, da algunos pasos, fusil en mano, ida y vuelta. Sin embargo, se lo ha bebido todo. Y el cambio de guardia es a la una.
Como sobre ascuas, observo sus movimientos. Nada indica que esté drogado. ¡Ah! Acaba de tambalearse. Se sienta delante de la garita, con el fusil entre las piernas. Ladea la cabeza. Mis amigos y dos o tres colombianos que están en el secreto siguen tan apasionadamente como yo sus reacciones.
– ¡Rápido! -digo al colombiano-. ¡la cuerda!
Se dispone a arrojarla, cuando el guardia se levanta, deja caer su fusil en el suelo, se despereza y mueve las piernas como si quisiera marcar el paso. El colombiano se para a tiempo. Quedan dieciocho minutos antes del relevo. Entonces, me pongo a llamar mentalmente a Dios en mi auxilio: “ ¡Te lo ruego, ayúdame otra vez! ¡Te lo suplico, no me abandones!” Pero es inútil que invoque a ese Dios de los cristianos, tan poco comprensivo a veces, sobre todo para mí, un ateo.
– ¡Parece mentira!-dice Clousiot, acercándose a mí-. ¡Es extraordinario que no se duerma el memo ese!
El centinela se agacha para recoger su fusil y, en el momento mismo que va a hacerlo, cae cuan largo es en el camino de ronda, como fulminado. El colombiano lanza el gancho, pero el gancho no queda prendido y cae. Lo tira otra vez. Ya está enganchado. Tira un poco de él para ver si está bien sujeto. Lo compruebo y, en el momento que pongo el pie contra el muro para hacer la primera flexión y empezar a subir, Clousiot me dice:
– ¡Lárgate, que viene el relevo!
Tengo el tiempo justo de retirarme antes de ser visto. Movidos por ese instinto de defensa y de camaradería de los presos, una docena de colombianos me rodean rápidamente y me mezclan a su grupo. Un guardia del relevo nota a la primera ojeada el gancho y el centinela desplomado con su fusil. Corre dos o tres metros y aprieta el timbre de alarma, convencido de que ha habido una evasión.
Vienen a buscar al dormido con una camilla. Hay más de veinte policías en el camino de ronda. Don Gregorio, está con ellos y hace subir la cuerda. Tiene el gancho en la mano. Algunos instantes después, fusil en ristre, los policías rodean el patio. Pasan lista. A cada nombre, el interpelado debe meterse en su celda. ¡Sorpresa: no falta nadie! Encierran a todo el mundo bajo llave, cada cual en su celda.
Segunda lista y control, celda por celda. No, no ha desaparecido nadie. Hacia las tres, nos dejan ir de nuevo al patio. Nos enteramos de que el centinela está durmiendo a pierna suelta y de que todos los medios empleados para despertarle no han dado resultado. Mi cómplice colombiano está tan desesperado como yo. ¡Estaba tan convencido de que nos iba a salir bien! Dice pestes de los productos americanos, pues el somnífero era americano.
– ¿Qué vamos a hacer?
– ¡Hombre, pues volver a empezar!
Es todo lo que se me ocurre decirle. Cree que quiero decir: volver a dormir a un centinela; pero yo pensaba: encontrar otra cosa. Me dice:
– ¿Crees que esos guardias son lo bastante imbéciles como para que encontremos a otro que quiera tomarse un café a la francesa.
Pese a lo trágico del momento, no puedo menos que reírme.
– ¡Seguro, macho!
El policía ha dormido tres días y cuatro noches seguidos. Cuando, por fin, despierta, desde luego dice que, seguramente, fui yo quien le durmió con el café a la francesa. Don Gregorio me manda llamar y me carea con él. El jefe del cuerpo de guardia quiere golpearme con su sable. Pego un bote hasta el rincón de la pieza y le provoco. El otro levanta el sable, don Gregorio se interpone, recibe el sablazo en pleno hombro y se desploma. Tiene la clavícula fracturada. Grita tan fuerte que el oficial sólo se ocupa de él. Le recoge. Don Gregorio pide socorro. De los despachos contiguos acuden todos los empleados civiles. El oficial, otros dos policías y el centinela que yo dormí se pelean con una docena de paisanos que quieren vengar al director. En esta tangana, varios quedan levemente heridos. El único que no tiene nada soy yo. Lo importante no es ya mi caso, sino el del director y el del oficial. El sustituto del director, mientras a éste le transportan al hospital, me lleva de nuevo al patio:
Más tarde nos ocuparemos de ti, francés.
El día siguiente, el director, con el hombro escayolado me pide una declaración escrita contra el oficial. Declaro de buena gana todo lo que quiere. Se han olvidado por completo de la historia del somnífero. Eso no les interesa, afortunadamente para mí.
Han pasado unos cuantos días, cuando Joseph Dega se ofrece a organizar una acción desde fuera. Como le he dicho que la evasión, de noche, es imposible a causa del alumbrado del camino de ronda, busca el medio de cortar la corriente. Gracias a un electricista, lo encuentra: bajando el interruptor de un transformador situado fuera de la cárcel. A mí me toca sobornar al centinela de guardia del lado de la calle, así como al del patio, en la puerta de la capilla. Fue más complicado de lo que creíamos Primero, tuve que convencer a don Gregorio de que me entregase diez mil pesos so pretexto de mandarlos a mi familia por mediación de Joseph, “obligándole”, desde luego, a aceptar dos mil pesos para comprarle un regalo a su mujer. Luego, tras haber localizado al que establecía los turnos y las horas de guardia, tuve que sobornarle a su vez. Recibirá tres mil pesos, pero no quiere intervenir en las negociaciones con los otros dos centinelas. A mí me toca encontrarlos y hacer tratos con ellos. Después, le da los nombres y él les asignará el turno de guardia que yo le indique.
La preparación de ese nuevo intento de fuga me costó más de un mes. Por fin, todo está cronometrado. Como no habrá que gastar cumplidos con la policía del patio, cortaremos el barrote con una sierra para metales con montura y todo. Tengo tres limas. El colombiano del gancho está sobre aviso. El cortará su barrote en varias etapas. La noche de la acción, uno de sus amigos, que se hace el loco desde tiempo atrás, golpeará un trozo de chapa de cinc y cantará a voz en cuello. El colombiano sabe que el centinela sólo ha querido hacer tratos para la evasión de dos franceses y ha dicho que si subía un tercer hombre, le dispararía De todos modos, quiere probar suerte y me dice que si trepamos bien pegados uno a otro en la oscuridad, el centinela no podrá distinguir cuántos hay. Clousiot y Maturette han echado a suerte quién se iría conmigo. Ha ganado Clousiot.
La noche sin luna llega. El sargento y los dos policías han cobrado la mitad de los billetes que les corresponden a cada uno. Esta vez, no he tenido que cortarlos, ya lo estaban. Deben ir a buscar las otras mitades al Barrio Chino, en casa de la mujer de Joseph Dega.
La luz se apaga. Atacamos el barrote. En menos de diez minutos, está aserrado. En pantalón y camisa oscuros, salimos de la celda. El colombiano se nos reúne de paso. Va completamente desnudo, aparte un slip negro. Trepo la reja del calabozo que está en el muro, rodeo el sobradillo y lanzo el gancho, que tiene tres metros de cuerda. Llego al camino de ronda en menos de tres minutos sin haber hecho ningún ruido. Tendido de bruces, aguardo a Clousiot. La noche es muy oscura. De repente, veo, o más bien adivino, una mano que se tiende, la agarro y tiro de ella
Entonces, se produce un ruido espantoso. Clousiot se ha pasado entre el sobradillo y el muro y se ha quedado enganchado a la chapa por el reborde de su pantalón. El cinc calla. Tiro otra vez de Clousiot, pensando que se ha desenganchado ya, y, en medio del estruendo que hace la chapa de cinc, le arranco por fuera y le aúpo hasta el camino de ronda.
Disparan de los otros puestos, pero no del mío. Asustados por los tiros, saltamos hacia el lado malo, a la calle que está a nueve metros, en tanto que, a la derecha, hay otra calle que está sólo a cinco metros. Resultado: Clousiot vuelve a romperse la pierna derecha. Yo tampoco puedo incorporarme: me he roto los dos pies. Más tarde, sabré que se trataba de los calcáneos. En cuanto al colombiano, se descoyunta una rodilla. Los disparos de fusil hacen salir a la guardia a la calle. Nos rodean con la luz de una potente linterna eléctrica, apuntándonos con los fusiles. Lloro de rabia. Por si fuese poco los policías no quieren admitir que no pueda incorporarme. Así, pues, de rodillas, arrastrándome bajo cientos de bayonetazos, vuelvo a la prisión. Clousiot, por su parte, anda a la pata coja y el colombiano, igual. Sangro horriblemente de una herida en la cabeza producida por un culatazo.
Los tiros han despertado a don Gregorio quien, por suerte, estaba de guardia aquella noche y dormía en su despacho. De no ser por él, nos hubiesen rematado a culatazos y bayonetazos. El que más se ensaña conmigo es, precisamente, el sargento a quien había pagado para que pusiese a los dos guardias cómplices. Don Gregorio detiene esa cruel brutalidad. Les amenaza con entregarles a los tribunales si nos hieren gravemente. Esta palabra mágica les paraliza a todos.
Al día siguiente, la pierna de Clousiot es escayolada en el hospital. Al colombiano le ha encajado la rodilla un preso ensalmador y lleva un vendaje “Velpeau”. Durante la noche, como mis pies se han inflamado hasta el punto de que son tan gordos como mi cabeza, rojos y negros de sangre, tumefactos en los talones, el doctor me hace meter los pies en agua tibia salada y, luego, me aplican sanguijuelas tres veces diarias- Cuando están repletas de sangre, las sanguijuelas se desprenden por sí mismas y hay que ponerlas a vaciarse en vinagre. Seis puntos de sutura han cerrado la herida de la cabeza.
Un periodista falto de informaciones publica un artículo sobre, mí. Cuenta que yo era el jefe de la revuelta de la iglesia, que “envenené” a un centinela y que, en última instancia, organicé una evasión colectiva en complicidad con el exterior, puesto que cortaron la luz del barrio causando desperfectos en el transformador. “Esperemos que Francia venga lo antes posible a desembarazarnos de su gángster número Uno”, concluye diciendo.
Joseph ha venido a verme acompañado de su mujer, Annie. El sargento y los tres policías se han presentado por separado para cobrar la mitad de los billetes. Annie viene a preguntarme qué debe hacer. Le digo que pague, porque ellos han cumplido su compromiso. Si hemos fracasado, ellos no tuvieron la culpa.
Hace una semana que me paseo por el patio en una carretilla que me sirve de cama. Estoy tendido, con los pies en alto, descansándolos sobre una tira de lona tendida entre dos palos colocados verticalmente en los brazos de la carretilla. Es la única postura posible para no sufrir demasiado. Mis pies enormes, inflados y congestionados de sangre coagulada no pueden apoyarse en nada, ni siquiera en posición horizontal. En cambio, de este modo, sufro un poco menos. Casi quince días después de haberme roto los pies, se han desinflado a medias y me hacen una radiografía. Los dos calcáneos están rotos. Tendré los pies planos toda mi vida.
El diario de hoy anuncia para fin de mes la llegada del barco que viene a buscarnos con una escolta de policías franceses. Es el Mana, dice el periódico. Estamos a 12 de octubre. Nos quedan dieciocho días, hay que jugar, pues, la última carta. ¿Pero cuál, con mis pies rotos?
Joseph está desesperado. En la visita, me cuenta que todos los franceses y todas las mujeres del Barrio Chino están consternados de haberme visto luchar tanto por mi libertad y de saberme a sólo algunos días de ser devuelto a las autoridades francesas. Mi caso conmueve a toda la colonia. Me consuela saber que esos hombres y sus mujeres están moralmente conmigo.
He abandonado el proyecto de matar a un policía colombiano. En efecto, no puedo decidirme a quitarle la vida a un hombre que no me ha hecho nada. Pienso que puede tener un padre o una madre que dependen de él, la mujer, hijos. Sonrío pensando que me haría falta -encontrar un policía malvado y sin familia. Por ejemplo, podría preguntarle: “Si te asesino, ¿de verdad que no te echará nadie de menos? “ Esa mañana del 13 de octubre estoy triste. Contemplo un trozo de piedra de ácido pícrico que debe, tras habérmela comido, provocarme ictericia. Si me hospitalizan, quizá pueda hacerme sacar del hospital por gente pagada por Joseph. El día siguiente, 14, estoy más amarillo que un limón. Don Gregorio viene a verme en el patio. Estoy a la sombra, medio tendido en mi carretilla, patas arriba. Rápidamente, sin ambages, sin prudencia, ataco:
– Diez mil pesos para usted si me hace hospitalizar.
– Francés, lo intentaré. No tanto por los diez mil pesos como porque me da pena verte luchar en vano por tu libertad. Sin embargo, no creo que te guarden en el hospital, a causa de ese artículo aparecido en el periódico. Tendrán miedo.
Una hora después, el doctor me manda al hospital. Pero ni siquiera lo he pisado. Bajado de la ambulancia en una camilla, volvía a la cárcel dos horas después de una visita minuciosa y un análisis de orina sin haberme movido de la camilla.
Estamos a 19, jueves. La mujer de Joseph, Annie, ha venido acompañada por la mujer de un corso. Me han traído cigarrillos y algunos pasteles. Esas dos mujeres, con sus palabras afectuosas, me han causado un bien inmenso. Las cosas más bonitas, la manifestación de su pura amistad, han transformado, en verdad, este día “amargo” en una tarde soleada. Nunca podré expresar hasta qué punto la solidaridad de las gentes del hampa me ha hecho bien durante mi estancia en la prisión “80”. Ni cuánto debo a Joseph Dega, quien ha llegado hasta arriesgar su libertad y su posición por ayudarme a fugarme.
Pero una palabra de Anníe me ha dado una idea. Charlando, me dice.
– Mi querido Papillon, ha hecho usted todo lo humanamente posible para conquistar su libertad. El destino ha sido muy cruel con usted. ¡Sólo le queda volar la “80”!
– Y, ¿por qué no? ¿Por qué no habría de volar esta vieja. prisión? Les haría un magnífico favor a los colombianos. Si la hago volar, quizá se decidan a construir otra nueva, más higiénica.
Al abrazar a esas dos encantadoras muchachas a quienes digo adiós para siempre, murmuro a Annie:
– Diga a Joseph que venga a verme el domingo.
El domingo, día 22, Joseph está aquí.
– Escucha, haz lo imposible para que alguien me traiga el jueves un cartucho de dinamita, un detonador y una mecha “Bickford”. Por mi parte, haré lo necesario para conseguir un berbiquí y tres taladros.
– ¿Qué vas a hacer?
– Volaré la tapia de la prisión en pleno día. Promete cinco mil pesos al taxi de marras. Que esté detrás de la calle de Medellín todos los días de las ocho de la mañana a las seis de la tarde. Cobrará quinientos pesos diarios si no ocurre nada y cinco mil si pasa algo. Por el agujero que abrirá la dinamita, saldré a hombros de un forzudo colombiano hasta el taxi, lo demás es cosa tuya. Si el falso taxista está conforme, manda el cartucho. Si no, todo se habrá perdido y adiós esperanzas.
– Cuenta conmigo – dice Joseph.
A las cinco, me hago llevar en brazos a la capilla. Digo que quiero rezar a solas. Me llevan allí. Pido que don Gregorio venga a verme. Viene.
– Hombre, ya sólo faltan ocho días para que me dejes.
– Por eso le he hecho venir. Tiene usted quince mil pesos míos. Quiero entregarlos a un amigo antes de irme para que los mande a mi familia. Le ruego que acepte usted tres mil pesos que le ofrezco de corazón por haberme protegido siempre de los malos tratos de los soldados. Me haría un favor si me los entregase hoy con rollo de papel de goma a fin de que, de aquí al jueves, los arregle para dárselos preparados a mi amigo.
– Conforme.
– Vuelve y me entrega, partidos por la mitad, doce mil pesos. Se queda tres mil.
De nuevo en mi carretilla, llamo al colombiano que salió conmigo la última vez a un rincón solitario. Le digo mi proyecto y le pregunto si se siente capaz de llevarme a cuestas durante veinte o treinta metros hasta- el taxi. Se compromete formalmente a hacerlo. Por este lado, la cosa marcha. Actúo como si estuviese seguro de que Joseph se saldrá con la suya. El lunes por la mañana temprano me sitúo bajo el lavadero, y Maturette que, con Clousiot, sigue siendo el “chófer” de mi carretilla, va a buscar al sargento a quien di tres mil pesos y que tan salvajemente me pegó cuando la última evasión.
– Sargento López, tengo que hablarle.
– ¿Qué quiere usted?
– Por dos mil pesos quiero un berbiquí muy fuerte de tres marchas y seis taladros. Dos de medio centímetro, dos de un centímetro y dos de un centímetro y medio de espesor.
– No tengo dinero para comprarlo.
– Ahí van quinientos pesos.
– Mañana los tendrás al cambio de guardia, a la una. Prepara los dos mil pesos.
El martes, a la una, lo tengo todo en el cubo vacío del patio, una especie de papelera que vacían cuando se cambia de guardia. Pablo, el forzudo colombiano, lo recoge todo y lo esconde,
El jueves 26, en la visita, Joseph no está. A la terminación de la visita, me llaman. Es un viejo francés, muy arrugado, que viene de parte de Joseph.
– En esta hogaza está lo que pediste.
– Ahí van dos mil pesos para el taxi. Cada día, quinientos.
– El taxista es un viejo peruano en buena forma. Por ese lado, no te preocupes. Ciao.
– Ciao.
En una gran bolsa de papel, para que la hogaza no llame la atención, han puesto cigarrillos, fósforos, salchichas ahumadas, un salchichón, un paquete de mantequilla y un frasco de aceite negro. Mientras registra mi paquete, le doy al guardia de la puerta un paquete de cigarrillos, fósforos y dos salchichas. Me dice:
– Dame un pedazo de pan.
– ¡Lo que faltaba!
– No, el pan te lo compras, ahí tienes cinco pesos. ¡Apenas habrá bastante para nosotros seis!
¡Uf! De buena me he librado. ¡Qué idea ofrecer salchichas al tipo ese! La carretilla se aleja rápidamente de ese patoso Policía. He quedado tan sorprendido por semejante petición que todavía sudo.
– Los fuegos artificiales serán mañana. Todo está aquí, Pablo. Hay que hacer el agujero exactamente bajo el saliente de la torreta. El guardián de arriba no podrá verte.
– Pero podrá oírlo.
– Lo tengo previsto. Por la mañana, a las diez, ese lado del patio está en sombra. Es necesario que uno de los caldereros se ponga a aplanar una hoja de cobre contra la pared, a algunos metros de nosotros, al descubierto. Si son dos, tanto mejor. Les daré quinientos pesos a cada uno. Busca a los dos hombres.
Los encuentra.
– Dos amigos míos martillearán el cobre sin parar. El centinela no podrá distinguir el ruido del taladro. Pero tú, con tu carretilla, tendrás que estar un poco apartado del saledizo y discutir con los franceses. Eso distraerá un poco al centinela del otro ángulo.
En una hora, el agujero está hecho. Gracias a los martillazos' sobre el cobre y el aceite que un ayudante vierte en el taladro, el centinela no sospecha nada. El cartucho es metido en el agujero y el detonador colocado, así como veinte centímetros de mecha. El cartucho está calzado con arcilla. Nos apartamos. Si todo va bien, la explosión abrirá una brecha. El centinela caerá con la garita y yo, a través del agujero, a caballo sobre Pablo, llegaré al taxi. Los otros se espabilarán como puedan. Lógicamente. Clousiot y Maturette, aunque salgan después que nosotros, estarán en el taxi antes que yo.
Antes de prender fuego, Pablo advierte a un grupo de colombianos:
– Si queréis evadiros, dentro de unos instantes habrá un agujero en el muro.
Prendemos fuego. Una explosión de todos los diablos hace retemblar el barrio. La torreta se ha venido abajo con el policía. El muro tiene grandes resquebrajaduras en todas partes, tan anchas que se ve la calle al otro lado, pero ninguna de esas aberturas es lo bastante espaciosa para que se pueda pasar por ella. Ninguna brecha suficientemente grande se ha producido y sólo en este momento admito que estoy perdido. Mi destino, es, sin duda, volver allá, a Cayena.
El zafarrancho que sigue a la explosión es indescriptible. Hay más de cincuenta policías en el patio. Don Gregorio sabe a qué atenerse.
– Bueno, francés. Esta vez es la última, ¿no?
El jefe de la guarnición está loco de rabia. No puede dar orden de pegar a un hombre herido, tendido en una carretilla y yo, para evitar que la tomen con los otros, declaro en voz alta que todo lo he hecho yo y sólo yo. Seis guardias delante del muro rejado, seis más en el muro de la cárcel y otros seis fuera, en la calle, montarán guardia permanentemente hasta que los albañiles hayan reparado los desperfectos. Por fortuna el centinela que cayó del muro de ronda no se hizo el menor daño.
Regreso al presidio
Tres días después, el 30 de octubre, a las once de la mañana, los doce vigilantes del presidio, vestidos de blanco, se hacen cargo de nosotros. Antes de salir, pequeña ceremonia oficial: cada uno de nosotros debe ser identificado y reconocido. Han traído nuestras fichas antropométricas, fotos, huellas dactilares y toda la pesca. Una vez comprobada nuestra identidad, el cónsul francés le firma un documento al juez del distrito, que es la persona encargada de entregarnos oficialmente a Francia. Todos los presentes están asombrados de la amistosa manera con que nos tratan los vigilantes. Ninguna animosidad, ninguna palabra dura. Los tres que estuvieron allá más tiempo que nosotros conocen varias fugas y bromean con los vigilantes como viejos amigos. El jefe de la escolta, comandante Boural, se preocupa por mi estado, me mira los pies y dice que, a bordo, me curarán, que hay un buen enfermero en el grupo que ha venido a buscarnos.
El viaje en la bodega de aquel barco asmático fue penoso sobre todo por el calor asfixiante y el tormento de estar atados de dos en dos a esas barras de justicia' que datan del presidio de Tolón. Sólo un incidente que destacar: el barco se vio obligado a repostar carbón en Trinidad. Una vez en el puerto, un oficial de Marina inglés exigió que nos quitasen los grilletes. Al parecer está prohibido encadenar hombres a bordo de un barco. He aprovechado este incidente para abofetear a otro oficial inspector, inglés. Con esto, trataba de hacerme detener y bajar a tierra. El oficial me dice:
– No le detendré y no le bajaré a tierra por el grave delito que acaba de cometer. Será más castigado volviendo allá.
He perdido el tiempo. No, no hay duda, estoy destinado a volver al presidio. He tenido mala suerte, pero en cualquier caso, esos once meses de evasión, de intensas y diversas luchas tan terminado lamentablemente. Y, aun así, pese al estruendoso fracaso de esas múltiples aventuras, el regreso al presidio, con todas sus amargas consecuencias, no puede borrar los inolvidables momentos que acabo de vivir.
Cerca de ese puerto de Trinidad que hemos dejado hace un momento, a pocos kilómetros, se encuentra la incomparable familia Bowen. No hemos pasado lejos de Curasao, tierra del gran hombre que es el obispo de este país, Irénée de Bruy Seguramente, hemos rozado también el territorio de los indios guajiros, donde conocí el amor más apasionado y puro en su forma más espontánea y natural. Toda la claridad de que son capaces los niños, la forma pura de ver las cosas que distingue a esa edad privilegiada, las he encontrado en esas indias llenas de voluntad, ricas de comprensión, de amor ingenuo y de pureza.
¡Y esos leprosos de la Isla de las Palomas! Esos miserables presidiarios aquejados de tan horrible enfermedad y que, sin embargo, tuvieron la fuerza de hallar en su corazón la nobleza necesaria para ayudarnos!
¡Hasta el cónsul belga, hombre de una bondad espontánea hasta Joseph Dega, quien, sin conocerme, tanto se expuso por mí! Todas esas personas, todos esos seres que he conocido e esa fuga, hacen que ésta haya valido la pena de haberla hecho. Incluso fallida, mi evasión es una victoria sólo porque he tenido ocasión de enriquecer mi alma con el conocimiento de esas personas excepcionales. No, no me arrepiento de haberla hecho.
1. Vástagos de hierro por los que corren los grilletes que rodean los pies los presos castigados.
Ya está, he aquí el Maroni y sus aguas cenagosas. Estamos en la cubierta del Mana. El sol de los trópicos ha comenzado ya a abrasar esta tierra. Son las nueve de la mañana, vuelvo a ver el estuario y entramos despacio por donde salí tan de prisa. Mis camaradas no hablan. Los vigilantes están contentos de arribar' La mar se ha embravecido durante el viaje y muchos de ellos respiran, por fin, con alivio.
16 de noviembre de 1934
En el atracadero, un gentío enorme. Se nota que esperan con curiosidad a los hombres que no temieron ir tan lejos. Como llegamos en domingo, el evento representa también una distracción para esa sociedad que no tiene muchas. Oigo a personas que dicen:
– El herido es Papillon. Ese, Clousiot. Aquél, Maturette…
Y así sucesivamente.
En el campamento de la penitenciaría, seiscientos hombres están agrupados delante de su barracón. junto a cada grupo, vigilantes. El primero a quien reconozco es François Sierra. Llora sin recato, sin ocultarse de los demás. Está encaramado en una ventana en la enfermería y me mira. Se nota que su pesadumbre es sincera. Nos paramos en medio del campo. El comandante de la penitenciaría toma un megáfono:
– Deportados, podéis comprobar la inutilidad de evadirse. Todos los países os encarcelan para entregaros a Francia. Nadie quiere saber nada de vosotros. Vale más, pues, que permanezcáis tranquilos y os portéis bien. ¿Qué les espera a esos seis hombres? Una dura condena que deberán cumplir en la Reclusión de la isla de San José y, para el resto de su pena, el internamiento en las Islas de la Salvación. Esto es lo que han ganado con fugarse. Espero que lo habréis comprendido. Vigilantes, llevad a esos hombres al pabellón disciplinario.
Algunos minutos después, nos encontramos en una celda especial del pabellón de extrema vigilancia. Tan pronto llego, pido que me curen los pies, todavía muy tumefactos e inflados. Clousiot dice que el escayolado de la pierna le duele. Intentamos el golpe… ¡Si nos mandasen al hospital! Llega François Sierra con su vigilante.
– Este es el enfermero -dice este último.
– ¿Cómo estás, Papi?
– Estoy enfermo, quiero ir al hospital.
– Trataré de conseguirlo, pero, después de lo que hiciste, creo que será casi imposible, y Clousiot, igual.
Me fricciona los pies, me pone pomada, comprueba el escayolado de Clousiot y se va. No hemos podido decirnos nada, pues los vigilantes estaban allí, pero sus ojos expresaban tanta dulzura que me he quedado conmovido.
No, no hay nada que hacer -me dice al día siguiente mientras me da otro masaje-. ¿Quieres que te haga pasar a una sala común? ¿Te ponen la barra por la noche?
– Sí.
– Entonces, es mejor que vayas a la sala común. Seguirás llevando los grilletes, pero no estarás solo. Y, en este momento, estar aislado debe resultarte horrible.
Sí, el aislamiento, en este momento, es más difícil aún de soportar que antes. Estoy en un estado de ánimo tal, que ni siquiera necesito cerrar los ojos para vagabundear tanto en el pasado como en el presente. Y como no puedo andar, para mí el calabozo es aún peor de lo que era.
¡Ah! Ahora sí que estoy verdaderamente de vuelta en el “camino de la podredumbre”. Sin embargo, había podido salirme de el muy pronto y volaba por el mar hacia la libertad, hacia el gozo de poder ser de nuevo un hombre, hacia la venganza, también. La deuda que tiene conmigo Polein, la bofia y el fiscal no debo olvidarla. En lo que se refiere al baúl, no es necesario entregarlo a los polizontes de la puerta de la Policía judicial. Llegaré vestido de empleado de los coches-cama “Cook”, con una hermosa gorra de la Compañía en la cabeza. En el baúl, una gran etiqueta: “Comisario Divisionario Benolt, 36, Quai des Orfévres, París (Sena).” Subiré personalmente el baúl a la sala de informaciones, y como habré calculado que el despertador no funcionará hasta que me haya retirado, todo saldrá a pedir de boca. Haber encontrado la solución me ha quitado un gran peso de encima. En cuanto al fiscal, ya tendré ocasión de arrancarle la lengua. la manera como lo haré todavía no está establecida, pero… sí, se la arrancaré a trocitos, esa lengua prostituida.
En lo inmediato, primer objetivo: curarme los pies. Es menester que camine lo antes posible. No me presentaré ante el tribunal antes de tres meses, y en tres meses pueden pasar muchas cosas. Un mes para andar, un mes para poner las cosas a punto, y buenas noches, señores. Dirección: Honduras británica. Pero, esta vez, nadie podrá echarme el guante.
Ayer, tres días después de nuestro regreso, me han llevado a la sala común. Cuarenta hombres esperan en ella el consejo de guerra. Unos acusados de robo, otros, de saqueo, de incendio deliberado, de homicidio, de homicidio frustrado, de asesinato, de tentativa de evasión, de evasión y hasta de antropofagia. A cada lado del zócalo de madera somos veinte, todos atados a la misma barra, el pie izquierdo de cada hombre queda sujeto a la barra común por una argolla de hierro. A las seis de la mañana, nos quitan esos gruesos grilletes y, durante todo el día, podemos sentarnos, pasear, jugar a damas, discutir en lo que llaman el coursier, una especie de pasillo de dos metros de anchura que atraviesa la sala. Durante el día, no tengo tiempo de aburrirme. Todo el mundo viene a verme, por pequeños grupos, para que les cuente la fuga. Todos me llaman loco, cuando les digo que abandoné voluntariamente mi tribu de guajiros, a Lali y a Zoraima.
– Pero, ¿qué buscabas, compañero? -dijo un parisiense al oír el relato-. ¿Tranvías? ¿Ascensores? ¿Cines? ¿La luz eléctrica con su corriente de alta tensión para accionar las sillas eléctricas? ¿O querías ir a tomarte un baño en el estanque de la plaza Pigalle? ¡Qué has hecho, compañero! -continúa diciendo el golfillo-. Tienes dos chavalas a cuál más estupenda, vives en cueros en plena Naturaleza con una panda de desnuditas fetén, comes, bebes, cazas; tienes mar, sol, arena caliente y hasta ostras perlíferas, y no encuentras nada mejor que abandonar todo eso y, ¿para ir adónde? ¿Dime? ¿Para tener que cruzar las calles corriendo si no quieres que te aplasten los coches, para verte obligado a pagar alquiler, sastre, factura de electricidad y teléfono y, si me apuras, un cacharro, para hacer el vago o trabajar como un imbécil para un patrono y ganar lo justo para no morirte de hambre? ¡No lo comprendo, macho! ¡Estabas en el cielo y, voluntariamente, vuelves al infierno, donde además de los afanes de la vida, tienes el de huir de todos los policías del mundo que van detrás de ti! Bien es verdad que tienes sangre fresca de Francia y no has tenido tiempo de ver menguar tus facultades físicas y mentales. Pero ni siquiera así puedo comprenderte, a pesar de mis diez años de presidio. En fin, de todas formas, bien venido seas, y, como seguramente tienes intención de volver a empezar, cuenta con todos nosotros para ayudarte. ¿ Verdad, compañeros? ¿Estáis de acuerdo?
Todos están de acuerdo y les doy las gracias.
Son, de eso no hay duda, hombres temibles. Dada nuestra promiscuidad, resulta fácil percatarse de si alguien lleva estuche o no. Por la noche, como todo el mundo está en la barra de justicia común, no es difícil matar impunemente a alguien. Basta con que durante el día, por determinada cantidad de parné, el llavero árabe quiera no cerrar bien la argolla. Así, por la noche, el hombre interesado se suelta, hace lo que ha maquinado hacer y vuelve tranquilamente a acostarse en su sitio, cuidando de cerrar bien su argolla. Como el árabe es indirectamente cómplice, cierra el pico.
Hace ya tres semanas que he vuelto. Han pasado bastante de prisa. Comienzo a andar un poco apoyándome en la barra del pasillo que separa las dos hileras de mamparas. Hago las primeras pruebas. La semana pasada, en la instrucción, vi a los tres guardianes del hospital que zurramos y desarmamos. Están muy contentos de que hayamos vuelto y esperan que un día de esos vayamos a parar a algún sitio donde ellos estén de servicio. Pues después de nuestra fuga, los tres sufrieron graves sanciones: suspensión de sus seis meses de permiso en Europa; suspensión del suplemento colonial de sus haberes durante un año. En resumen, que nuestro encuentro no ha sido muy cordial. Relatamos esas amenazas en la instrucción a fin de que todos tomen nota de ellas.
El árabe se ha comportado mejor. Se ha limitado a decir verdad, sin exagerar y olvidando el papel desempeñado por Maturette. El capitán-juez de instrucción ha insistido mucho por saber quién nos había facilitado la embarcación. Hemos hecho mal contándoles historias inverosímiles, como la confección almadías por nosotros mismos, etcétera.
Por haber agredido a los vigilantes, nos dice que hará todo posible para conseguir cinco años para mí y Clousiot, y tres para Maturette.
– Ya que es usted el llamado Papillon, confíe en mí, que le cortaré las alas y le costará levantar el vuelo.
Me da miedo de que tenga razón.
Sólo dos meses de espera para comparecer ante el tribunal. Me arrepiento mucho de no haber metido en mi estuche una o dos puntas de flecha envenenada. Si las hubiese tenido, habría podido, tal vez, jugarme el todo por el todo en el pabellón disciplinario. Ahora, cada día hago progresos. Camino mucho mejor. François Sierra nunca deja, mañana y tarde, de venir a friccionarme, con aceite alcanforado. Esos masajes-visita me causan un bien enorme, tanto en los pies como en la moral. ¡Es tan bueno tener un amigo en la vida!
He observado que esa fuga tan prolongada nos ha dado un prestigio indiscutible entre todos los presidiarios. Estoy seguro de que estamos completamente a cubierto en medio de esos hombres. No corremos ningún peligro de ser asesinados para robarnos. La inmensa mayoría no admitiría el hecho y. seguramente, los culpables perderían la vida. Todos, sin excepción, nos respetan y hasta nos admiran más o menos veladamente. Y el hecho de habernos atrevido a atacar a los guardianes nos hace catalogar como hombres dispuestos a todo. Es muy interesante sentirse seguro.
Cada día camino mejor, y muy a menudo, gracias a una botella que me deja Sierra, hay hombres que se brindan a darme masaje no sólo en los pies, sino también en los músculos de las piernas atrofiadas por esa prolongada inmovilidad.
Un árabe a las hormigas
En esta sala hay dos hombres taciturnos que no se comunican con nadie. Siempre pegados uno al otro, sólo hablan entre sí, en voz tan baja que nadie puede oír nada. Un día, ofrezco a uno de ellos un cigarro americano de un paquete que me ha traído Sierra. Me da las gracias y, luego dice:
– ¿Es amigo tuyo, Francois Sierra?
– Sí, es mi mejor amigo.
– Tal vez, algún día, si todo va mal, te mandaremos nuestra herencia por mediación suya.
– ¿Qué herencia?
– Mi amigo y yo hemos decidido que si nos guillotinan, te cederemos nuestro estuche para que puedas evadirte otra vez. Entonces, se lo daremos a Sierra y él te lo entregará.
– ¿Pensáis ser condenados a muerte?
– Es casi seguro, hay pocas posibilidades de que nos salvemos.
– Si tan seguro es que vais a ser condenados a muerte, ¿por qué estáis en esta sala común?-Creo que tienen miedo de que nos suicidemos, si estamos solos en una celda.
– ¡Ah! Claro, es posible. ¿Y qué habéis hecho?
– Hemos dado a comer un moro a las hormigas carnívoras. Te lo digo porque, desgraciadamente, tienen pruebas indiscutibles. Nos pillaron con las manos en la masa.
– ¿Y dónde ocurrió eso?
– En el Kilométre 42, en el “Campo de la Muerte”, junto a la caleta Sparouine.
Su compañero se acerca a nosotros, es de Toulouse. Le ofrezco un cigarrillo americano. Se sienta al lado de su amigo, frente a mí.
– Nunca hemos preguntado la opinión de nadie -dice el recién llegado-, pero tengo curiosidad por saber qué piensas tú de nosotros.
– ¿Cómo quieres que te diga, sin saber nada, si tuviste razón o no de dar a comer vivo un hombre, aunque sea un chivo, a las hormigas? Para darte mi opinión, sería necesario que conociese todo el asunto de pe a pa.
– Te lo voy a contar dice el de Toulouse. El campo del Kilométre 42, a cuarenta y dos kilómetros de Saint-Laurent, es un campamento forestal. Allí, los presidiarios están obligados a cortar cada día un metro cúbico de leña dura. Cada tarde, tienes que estar en la selva, junto a la leña que has cortado, bien apilada- Los vigilantes, acompañados por llaveros árabes, acuden a comprobar si has cumplido tu tarea. En el momento de la recepción, cada estéreo de leña es marcado con pintura roja, verde o amarilla. Depende de los días. Sólo aceptan el trabajo si cada trozo es de leña dura. Para que salga mejor, se forman equipos de dos. Muy a menudo, no podíamos terminar la tarea encomendada- Entonces, por la noche, nos encerraban en el calabozo sin comer, y, por la mañana, nos ponían a trabajar de nuevo con la obligación de hacer lo que faltaba de la víspera, más el estéreo del día- Íbamos a morir como perros.
“Cada día estábamos más débiles y éramos menos capaces de efectuar el trabajo. Por si fuese poco, nos pusieron un guardián especial que no era un vigilante, sino un árabe. Llegaba con nosotros al tajo, se sentaba cómodamente, con su vergajo entre las piernas, y no paraba de insultarnos. Comía haciendo ruido con sus mandíbulas para darnos dentera. Total, un tormento continuo. Teníamos dos estuches que contenían tres mil francos cada uno, para evadirnos. Un día, decidimos comprar al árabe. La situación se volvió peor. Afortunadamente, el siempre creyó que sólo poseíamos un estuche. Su sistema era fácil: por cincuenta francos, por ejemplo, nos dejaba ir a robar a los estéreos que ya habían sido entregados la víspera, trozos de leña que habían escapado a la pintura, y así hacíamos nuestro estéreo de la jornada. De este modo, de cincuenta y cien francos, en cincuenta y cien francos, nos sonsacó casi dos mil francos.
“Cuando nos hubimos puesto al día con nuestro trabajo, quitaron al árabe. Y, entonces, pensando que no nos denunciaría, puesto que él nos había despojado de tanto dinero, buscábamos en la selva estéreos registrados para hacer la misma operación que con el árabe. Un día, éste nos siguió paso a paso, a hurtadillas, para ver si robábamos la leña. De pronto, se presentó:
“ ¡Ah! Ah! ¡Tú robar la leña todavía y no pagar! Si tu no dar quinientos francos a mí, te denuncio.
“Creyendo que sólo se trataba de una amenaza, nos negamos. El día siguiente, vuelve.
“-Tú pagas o esta noche tú estás en calabozo.
“Volvemos a negarnos. Por la tarde, vuelve acompañado de guardianes. ¡Fue horrible, Papillon! Tras habernos puesto en cueros vivos, nos llevan a los estéreos donde habíamos cogido leña y, perseguidos por aquellos salvajes, golpeados a vergajazos por el árabe, nos obligaron, corriendo, a deshacer nuestros estéreos y a completar cada uno de los que habíamos robado. Aquella corrida duró dos días, sin comer ni beber. Nos caíamos con frecuencia. El árabe nos hacía levantar a patadas o a vergajazos. Al final, nos tumbamos en el suelo, no podíamos más. ¿Y sabes cómo logró hacernos poner de pie? Cogió uno de esos nidos, parecidos a los de avispas, en que viven moscas de fuego. Cortó la rama de la que pendía el nido y nos la aplastó encima. Locos de dolor, no sólo nos incorporamos, sino que corrimos como locos. Es inútil decirte lo que sufrimos. Ya sabes lo dolorosa que es una picadura de avispa. Figúrate, cincuenta o sesenta picaduras. Y esas moscas de fuego abrasan aún más atrozmente que las avispas.
“Nos dejaron a pan y agua en un calabozo durante diez días, sin curarnos. Pese a que nos poníamos orina encima, las picaduras nos abrasaron diez días sin parar. Yo perdí el ojo derecho con el que se habían ensañado una docena de moscas de fuego. Cuando nos reintegraron al campamento, los otros condenados tomaron la decisión de ayudarnos. Decidieron entregar cada uno un trozo de leña dura cortada al mismo tamaño. Aquello nos representaba casi un estéreo y nos ayudaba mucho, pues sólo nos quedaba un estéreo que hacer entre los dos. Nos costó Dios y ayuda conseguirlo, pero lo conseguimos. Poco a poco- recobramos fuerzas. Comíamos mucho. Y por casualidad se nos ocurrió la idea de vengarnos del chivo con las hormigas. Buscando leña dura, encontramos un enorme nido de hormigas carnívoras en un soto, que estaban devorando una cierva grande como una cabra.
“El chivo seguía haciendo sus rondas en el tajo y, un buen día, de un golpe con el mango del hacha, lo dejamos tieso y, luego, lo arrastramos junto al nido de hormigas. Le pusimos en cueros y le atamos a un árbol, tumbado en el suelo en arco, con pies y manos ligadas con gruesas cuerdas de las que sirven para atar la leña.
“Con el hacha, le hicimos algunas heridas en diferentes partes del cuerpo. Le llenamos la boca de hierba para que no pudiese gritar, además de amordazarlo y aguardamos. Las hormigas no atacaron hasta que, tras haber hecho subir algunas en una vara metida en el hormiguero, las esparcimos sobre su cuerpo.
“No hubo que esperar mucho. Media hora después, las hormigas atacaban a millares. ¿Has visto hormigas carnívoras, Papillon?
– No, nunca. He visto grandes hormigas negras.
– Esas son diminutas y rojas como la sangre. Arrancan pedazos microscópicos de carne y los llevan al nido. Si nosotros sufrimos con las avispas, figúrate lo que debió de sufrir él, despedazado vivo por aquellos millares de hormigas. Su agonía duró dos días completos y una mañana. Al cabo de veinticuatro horas, ya no tenía ojos.
“Reconozco que nuestra venganza fue despiadada, pero hay que fijarse en lo que él nos había hecho No habíamos muerto de milagro. Naturalmente, buscaron al chivo por todas partes, y los otros llaveros árabes, así como los guardianes, sospechaban que nosotros no éramos ajenos a aquella desaparición.
“En otro soto, cada día cavábamos un poco para hacer un hoyo donde meter sus restos. Aún no se había descubierto nada del árabe, cuando un guardián vio que estábamos cavando. Cuando salíamos para el trabajo, él nos seguía para ver lo que hacíamos. Fue lo que nos perdió.
“Una mañana, nada más llegar al tajo, desatamos al árabe todavía lleno de hormigas, pero ya casi hecho un esqueleto, y cuando lo arrastrábamos hacia la fosa (no podíamos hacerlo sin que las hormigas nos mordiesen con saña), fuimos sorprendidos por tres árabes llaveros y dos vigilantes. Aguardaban pacientemente, bien escondidos, a que hiciésemos aquello: enterrarle.
“¡Y ya está! Nosotros dijimos que primero lo matamos y que luego lo dimos a las hormigas. La acusación respaldada por el médico forense, dice que en su cuerpo no hay ninguna herida mortal: sostiene que lo hicimos devorar vivo.
“Nuestro guardián defensor (pues, allí los vigilantes se erigen en abogados), nos dice que si nuestra tesis es aceptada, podemos salvar la cabeza. Si no, tienen derecho a ella. Francamente, no nos hacemos muchas ilusiones. Por eso, mi amigo y yo te hemos escogido como heredero.
– Esperemos que no tenga que heredaros, lo deseo de corazón.
Encendemos un cigarrillo y veo que me miran como queriendo decir: “Bueno, ¿qué opinas? “
– Escuchadme, machos, veo que esperáis que os conteste a lo que me habéis preguntado antes de contarme vuestra historia: cómo juzgo vuestro caso como hombre. Una última pregunta que no tendrá ninguna influencia en mi decisión: ¿Qué piensan la mayoría de los que están en esta sala y por qué no habláis con nadie?
– La mayoría piensa que hubiésemos debido matarle, pero no hacer que las hormigas se lo comiesen vivo. En cuanto a nuestrc silencio, no hablamos con nadie porque hubo una ocasión de fuga sublevándose y la desecharon.
– Voy a deciros mi opinión. Habéis hecho bien devolviéndole centuplicado lo que os hizo él: lo del nido de avispas o moscas de fuego es imperdonable. Si os guillotinan, en el último momento pensad muy intensamente en una sola cosa: “Me cortan la cabeza, eso durará más o menos treinta segundos, entre el tiempo de atarme, empujarme bajo la cuchilla y hacerla caer. Su agonía duró sesenta horas, salgo ganando.” Pero en lo que se refiere a los hombres de la sala, no sé si tenéis razón, pues habéis podido creer que una revuelta, aquel día, podía permitir una fuga en común, y los otros podían no ser de la misma opinión. Por otra parte, en una revuelta siempre cabe la posibilidad de tener que matar sin haberlo querido de antemano. Ahora bien, de todos los que están aquí, los únicos, creo yo, que tienen la cabeza en peligro sois vosotros y los hermanos Graville. Machos, cada situación particular entraña obligatoriamente reacciones distintas.
Satisfechos de nuestra conversación, aquellos dos desgraciados se retiran y empiezan a vivir de nuevo en el silencio que acaban de romper por mí.
La fuga de los antropófagos.
– ¡Se lo han zampado, al patapalo!
– ¡Un estofado de patapalo!
O una voz imitando una voz de mujer:
– ¡Camarero, un pedazo de macho bien asado sin pimienta, por favor!
Era muy raro, avanzada la noche, que no se oyese gritar una u otra de esas frases, cuando no las tres.
Clousiot y yo nos preguntábamos el porqué y por quién eran proferidas esas frases durante la noche.
Esta tarde he sabido la clave del misterio. Es uno de los protagonistas quien me lo cuenta, se llama Marius de La Ciotat, especialista en cajas de caudales. Cuando supo que había conocido a su padre, Titin, no tuvo miedo de hablar conmigo.
Tras haberle contado parte de mi fuga, le pregunto, lo cual es normal entre nosotros:
– ¿Y tú?
– Oh -me dice-, yo estoy metido en un feo asunto. Me temo mucho que por una simple evasión me endiñarán cinco años. Soy del piro llamado “piro de los antropófagos”. Lo que a veces oyes gritar por la noche: “Se lo han zampado, etcétera”, * “Un estofado, etcétera”, es por los hermanos Gravine.
“Nos largamos seis del Kilométre 42. En el piro estaban Dédé y Jean Graville, dos hermanos de treinta y treinta y cinco años, lyoneses, un napolitano de Marsella y yo, de La Ciotat, más un macho de Angers que tenía una pata de palo y un joven de veintitrés años que le hacía de mujer. Salimos con bien de Maroni, pero, en el mar, no pudimos orientarnos y, en unas horas, fuimos rechazados a la costa de la Guayana holandesa.
“No pudo salvarse nada del naufragio, ni víveres ni nada. Y nos vimos, afortunadamente vestidos, en la selva. Debo decirte que, en ese paraje, no hay playa y el mar penetra en la selva virgen. Es inextricable, infranqueable a causa de los árboles derribados, sea rotos en su base, sea desarraigados por el mar, enmarañados unos con otros.
“Tras haber caminado un día entero, llegamos a tierra seca. Nos dividimos en tres grupos, los Graville yo, y Guesepi, y el patapalo por direcciones diferentes, doce días después volvemos a encontrarnos casi en el sitio donde nos habíamos separado, los Graville, Guesepi y yo. Era un lugar que estaba rodeado de lodo viscoso y no habíamos encontrado ningún paso. No hace falta que te describa la pinta que teníamos. Habíamos vivido trece días sin comer nada más que raíces de árboles o brotes tiernos. Muertos de hambre y de fatiga, completamente exhaustos, decidimos que yo y Guesepi, con el resto de nuestras fuerzas, volveríamos a orillas del mar y ataríamos una camisa lo más alto posible en un árbol para rendirnos al primer barco guardacostas holandés que, seguramente, no dejaría de pasar por allí. Los Graville debían, tras haber descansado unas horas, buscar el rastro de los otros dos.
“Debía ser fácil, pues al salir, habíamos convenido que cada grupo dejaría rastro de su paso con ramas rotas.
“Ahora bien, he aquí que horas después, ven llegar al patapalo, solo.
– “¿Dónde está el pequeño?
“-Lo he dejado muy lejos, porque no podía andar.
“-Hay que ser muy asqueroso para atreverse a dejarlo.
“-El ha sido quien ha querido que me volviese atrás.
“En este momento Dédé observa que en su único pie lleva un zapato del chaval.
“ ¿Y encima le has dejado descalzo para ponerte un zapato suyo? ¡Te felicito! Y pareces estar en forma, no como nosotros. Has comido, se nota.
“-Sí, he encontrado un mono herido.
“-Mejor para ti.
“Pero, entonces, Dédé se levanta, empuñando el cuchillo, pues cree comprender al ver que el patapalo también lleva el macuto lleno.
“Abre tu macuto. ¿Qué hay dentro?
“Abre el macuto y aparece un trozo de carne.
“ ¿Eso qué es?
“Un pedazo de mono.
¡Canalla, has matado al chaval para comértelo!
–
“-No, D6dé, te lo juro. lba muerto de fatiga, y sólo he comido un poquitín de él. Perdona.
“Apenas ha terminado de hablar, cuando ya tiene el cuchillo hincado en el vientre. Y entonces, lo registra, encuentra una bolsita de cuero con fósforos y un rascador.
“Rabmws porque antes de separarse el patapalo no haya querido compartir los fósforos y también por el hambre, encienden fuego y se disponen a comérselo.
“Cue" llega en pleno festín. Le invitan. Guesepi rehúsa. A la orilla del mar, había comido cangrejos y pescado crudo. Y wi, sin reparar en él, al espectáculo de Graville colocando sobre Im brww más trozos de carne y hasta valiéndose de la pata de palo para alimentar la lumbre. Así es que Guesepi vio aquel día y el siguiente a los Gravifie comerse al hombre.
“Yo -confirma diciendo Marnis todavía estaba del mar cuando Guesepi fue a buscarme. Llenamos el sombrero de pececitos y de cangrejos y fuimos a asarlos en el fuego de los Graville. No vi el cadáver, seguramente lo arrastraron lejos de allí. Pero sí vi todavía varios trozos de carne apartados del fuego, sobre la ceniza.
“Tres días después, un guardacosta nos recogía y nos entregaba a la penitenciaría de Saint-Laurent-du-Maroni.
“Guesepi se fue de la lengua. Todo el mundo, en esta sala, conoce el caso, hasta los guardianes. Te lo cuento porque es sabido de todos: y como los Gravílle son tipos de mal carácter, eso explica la guasa que oyes por la noche.
“Oficialmente, estamos acusados de evasión con el agravante de antropofagia. Lo malo es que, para defenderme, tendría que acusar y eso no se hace. Guesepi incluido, todo el mundo niega en el sumario. Decimos que desaparecieron en la selva. Esta es mi situación, Papillon.
– Te compadezco, macho, pues, en efecto, sólo puedes defenderte acusando a los demás.
Un mes después, Guesepi era asesinado de una cuchillada en pleno corazón durante la noche. No hizo falta siquiera preguntarse quién había sido el culpable.
Esta es la auténtica historia de los antropófagos que se comieron a un hombre ayudándolo a asarse con su propia pata de palo, un hombre que, a su vez, se había zampado al chaval que le acompañaba.
Esta noche estoy acostado en otro sitio de la barra de justicia. Ocupo el de un hombre que se ha ido y, pidiendo a cada uno que se corra un puesto, tengo a Clousiot a mí lado.
Desde donde estoy acostado, aunque con el pie izquierdo sujeto a la barra por una argolla, puedo, sentándome, ver lo que pasa en el patio.
La vigilancia es estrecha, hasta el punto de que las rondas no tienen cadencia. Se suceden sin parar y otras llegan en sentido contrario en cualquier momento.
Los pies me responden muy bien y es necesario que llueva para que sienta dolores. Así es que estoy en condiciones de emprender otra vez la acción, pero, ¿cómo? Esta sala carece de ventanas, sólo tiene una inmensa reja continua que cubre toda la anchura y llega al techo. Está situada de forma que el viento del Nordeste penetre libremente. Pese a una semana de observación, no logro encontrar un fallo en la vigilancia de los guardianes. Por primera vez, casi llego a admitir que conseguirán encerrarme en la Reclusión de la isla de San José.
Me han dicho que es terrible. La llaman la “comedora de hombres”. Otra información: ningún hombre, desde hace ochenta años que existe, ha podido evadirse de ella.
Naturalmente, esa semiaceptación de haber perdido la partida me impulsa a contemplar el futuro. Tengo veintiocho años y el capitán instructor pide cinco años de reclusión. Será difícil que salga del paso con menos. Tendré, pues, treinta y tres años cuando salga de la Reclusión.
Todavía queda mucho dinero en mi estuche. Por lo tanto, si no me fugo, lo cual es probable por razón de lo que sé, cuando menos será menester que me mantenga en buena salud. Cinco años de aislamiento completo son difíciles de aguantar sin volverse loco. Por lo que cuento, bien alimentado, con disciplinar, desde el primer día de cumplir pena, mi cerebro según un programa bien establecido y variado. Evitar todo lo posible los castillos de arena y; sobre todo, los sueños relativos a la venganza.
Me dispongo, pues, desde ahora, a cruzar en plan de vencedor el terrible castigo que me espera. Sí, habrán perdido el tiempo.
Saldré de la Reclusión fuerte físicamente y todavía en plena Posesión de mis facultades físicas y mentales.
Trazar ese plan de conducta y aceptar serenamente lo que me espera me ha hecho bien. La brisa que penetra en la sala me acaricia antes que a todos los demás Y. en verdad, me causa bienestar.
Clousiot sabe cuándo no quiero hablar. Por lo que no ha turbado mi silencio. Fuma mucho, nada más. Se perciben algunas estrellas y le digo:
– ¿Ves las estrellas desde tu sitio?
– Sí -dice él asomándose un poco-. Pero prefiero no mirarlas, pues me recuerdan demasiado a las estrellas de cuando nos las piramos.
– No te preocupes, volveremos a verlas a millares otra vez.
– ¿Cuándo? ¿Dentro de cinco años?
– Clousiot, el año que acabamos de vivir, todas esas aventuras que hemos pasado, las personas que hemos conocido, ¿acaso no valen cinco años de reclusión? ¿Preferirías no habértelas pirado a estar en las Islas desde tu llegada? Por razón de lo que nos espera, y que no es moco de pavo, ¿te arrepientes de habértelas pirado? Contéstame sinceramente, ¿te arrepientes, sí o no?
– Papi, olvidas una cosa que yo nunca tuve: los siete meses que pasaste con los indios. Si hubiese estado contigo, pensaría igual, pero yo estaba en la cárcel.
– Perdona, lo había olvidado, estoy divagando.
– No, no divagas y, a pesar de todo, estoy contento de habérmelas pirado, porque también yo pasé momentos inolvidables. Sólo que me da cierta angustia lo que me espera en la “comedora de hombres”. Cinco años casi resulta imposible hacerlos.
Entonces, le explico lo que he decidido hacer y siento que reacciona muy positivamente. Me satisface ver a mi amigo reanimado a mi lado. Según ciertos rumores, el comandante que vendrá a presidir el Consejo de Guerra tiene fama de ser un hombre severo, pero, al parecer, muy recto. No acepta así como así las patrañas de la Administración. Es, pues, dentro-de lo que cabe, una buena noticia.
Clousiot y yo, pues Maturette está en celda desde nuestra llegada, hemos rechazado tener un vigilante por abogado. Decidimos que yo hablaría por los tres y expondré personalmente nuestra defensa.
El juicio
Esta mañana, recién afeitados y rapados, con uniforme nuevo a listas rojas, calzando zapatos, esperamos en el patio el momento de comparecer ante el Tribunal. Hace quince días que a Clousiot le quitaron el escayolado. Camina normalmente, no ha quedado cojo.
El Consejo de Guerra empezó el lunes y estamos a sábado por la mañana. Se llevan, pues, cinco días de procesos diversos: el proceso de los hombres de las hormigas ha requerido un día entero. Condenados a muerte los dos, no he vuelto a verles. A los hermanos Graville les endiñan cuatro años tan sólo (por falta de pruebas del acto de antropofagia). Su proceso ha requerido más de un día y medio. El resto de homicidios, de cuatro a cinco años.
Por lo general, de los catorce inculpados comparecidos, las penas infligidas han sido más bien severas, pero aceptables, sin exageración.
El Tribunal comienza a las siete y media. Estamos en la sala cuando un comandante, con uniforme de meharista, entra acompañado de un viejo capitán de Infantería y un teniente que actuarán de asesores.
A la derecha del Tribunal, un vigilante con galones, un capitán, representa a la Administración, a la acusación.
– Caso Charriére, Clousiot, Maturette.
Estamos a cuatro metros aproximadamente del Tribunal. Tengo tiempo de observar la cara curtida por el desierto de ese comandante de cuarenta o cuarenta y cinco años, de sienes canosas. Pobladas cejas coronan unos ojos negros, magníficos, que nos miran directamente a los ojos. Es un auténtico militar. En su mirada no hay asomo de maldad. Nos escruta, nos sopesa en unos segundos. Mis ojos se clavan en los suyos y luego, deliberadamente, los bajo.
El capitán de la Administración ataca exageradamente, lo que le hará perder la partida. Califica de intento de asesinato la eliminación momentánea de los vigilantes. En cuanto al árabe, afirma que fue un milagro que no muriese de los múltiples golpes que le dimos. Comete otro error diciendo que somos los presidiarios que, desde que existe el presidio, han ido a llevar más lejos el deshonor de Francia:
– ¡Hasta Colombia! Dos mil quinientos kilómetros, señor presidente, han recorrido esos hombres, Trinidad, Curasao, Colombia, todas esas naciones han escuchado seguramente los comentarios más falaces sobre la Administración penal francesa.
“Pido dos condenas con acumulación de pena, o sea, en total, ocho años: cinco años por tentativa de homicidio, por una parte, y tres años por evasión, por otra. Eso para Charriére y Clousiot. Para Maturette, pido tan sólo tres años por evasión, pues se desprende de la indagación que no participó en la tentativa de asesinato.
El presidente:
– El Tribunal tendría interés en oír el relato más breve Posible de esa larguísima odisea.
Cuento, olvidando en parte Maroni, nuestro viaje por mar hasta Trinidad. Describo a la familia Bowen y sus bondades. Cito la frase del jefe de Policía de Trinidad: “No tenemos por qué juzgar a la justicia francesa, pero en lo que no estamos de acuerdo es en que manden a la Guayana a sus condenados, por esto les ayudamos”; Curasao, el padre Irénée de Bruyne, el incidente del talego de florines; luego Colombia, por qué y cómo fuimos a Colombia. Muy rápidamente, una breve explicación de mi vida entre los indios. El comandante escucha sin interrumpirme. Me pide tan sólo unos cuantos detalles más sobre mi vida con los indios, episodio que le interesa enormemente. Después, las prisiones colombianas, en particular el calabozo submarino de Santa Marta.
– Gracias, su relato ha ilustrado al Tribunal y, a la par le ha interesado. Vamos a hacer una pausa de quince minutos. No veo a sus defensores, ¿dónde están?
– No tenemos. Le ruego que me permita llevar la defensa de mis compañeros y la mía propia.
– Puede usted hacerlo, los reglamentos lo admiten.
Un cuarto de hora después, se reanuda la sesión.
El presidente:
– Charriére, el Tribunal le autoriza a llevar la defensa de sus compañeros y la suya propia. Sin embargo, le advertimos que este Tribunal le quitará la palabra si falta usted al respeto al representante de la Administración. Puede defenderse con entera libertad, pero con expresiones decorosas. Tiene usted la palabra.
– Pido al Tribunal que descarte pura y simplemente el delito de tentativa de asesinato. Es inverosímil y voy a demostrarlo. Yo tenía veintisiete años el año pasado, y Clousiot, treinta. Nos encontrábamos en plena forma, recién llegados de Francia. Medíamos metro setenta y cuatro y metro setenta y cinco. Golpeamos al árabe y a los vigilantes con las patas de hierro de nuestro catre. Ninguno de los cuatro quedó gravemente herido. Fueron golpeados, pues, con mucha precaución con objeto, que logramos. de dejarles sin sentido haciéndoles el menor daño posible. El vigilante acusador ha olvidado decir, o ignora, que los trozos de hierro estaban envueltos en trapos para evitar el riesgo de matar a nadie. El Tribunal, compuesto por hombres de carrera, sabe perfectamente lo que un hombre forzudo puede hacer golpeando a alguien en la cabeza de plano con una bayoneta. Entonces, puede figurarse también lo que puede hacerse con una pata de cama de hierro. Hago observar al Tribunal que ninguna de las cuatro personas atacadas fue hospitalizada.
“Por tener cadena perpetua, creo que el delito de evasión es menos grave que para un hombre condenado a una pena menor. Es muy difícil aceptar, a nuestra edad, no volver a la vida nunca más. Pido para los tres la indulgencia del Tribunal.
El comandante musita con los dos asesores y, luego, golpea la mesa con el mazo.
– ¡Acusados, en pie!
Los tres, tiesos como estacas, esperamos.
El presidente:
– El Tribunal descarta la tentativa de asesinato; no tiene por qué dictar sentencia, ni siquiera de absolución, por ese hecho.
“En cuanto al delito de evasión, son ustedes reconocidos culpables en segundo grado. Por ese delito, el Tribunal les condena a dos años de reclusión:
A coro, decimos:
– Gracias, mi comandante.
Y yo añado:
– Gracias al Tribunal.
En la sala, los guardianes que asistían al proceso no daban crédito a sus oídos.
Cuando volvemos al edificio donde están nuestros compañeros, todo el mundo se alegra de la noticia, nadie tiene envidia. Al contrario. Hasta los que la han pringado nos felicitan sinceramente por nuestra suerte.
François Sierra ha venido a abrazarme. Está loco de contento.