Evasión del hospital
Esta noche, le he metido una bronca a Dega y, después, a Fernández. Dega me dice que no tiene confianza en ese proyecto, que, si es necesario, pagará una fuerte cantidad para salir de su internamiento. Me pide que le escriba a Sierra diciéndole que se le ha ocurrido esa proposición y que nos diga si es aceptable. Chatal, el mismo día, lleva la nota y nos trae la respuesta. “No pagues a nadie para que quiten el intemamiento, es una medida que viene de Francia y nadie, ni siquiera el director de la penitenciaría, puede quitárnoslo. Si estáis desesperados en el hospital, podéis tratar de salir a la mañana siguiente misma del día en que el barco que va a las islas y que se llama Mana haya zarpado.”
Seguiremos ocho días más en los cuarteles celulares antes de que nos lleven a las Islas, y quizá sea mejor para evadirse que la sala donde hemos ido a recalar en el hospital. En la misma misiva, Sierra me dice que, si quiero, me mandará un presidiario liberado a hablar conmigo para prepararme el barco detrás del hospital. Es un tolosense que se llama Jésus, el mismo que preparó la evasión del doctor Bougrat hace ahora dos años. Para verle, he de hacerme radiografiar en un pabellón especialmente equipado para ello. Ese pabellón está dentro del hospital, pero los liberados tienen acceso a él mediante una falsa orden para ser radiografiados. Me dice que antes de que vaya a hacerme la radiografía me quite el estuche, pues el doctor podría verlo si mira más abajo de los pulmones. Envío unas letras a Sierra, diciéndole que mande a Jésus a hacerse la radiografía y que se ponga de acuerdo con Chatal para que me manden también allí. Será pasado mañana a las nueve, me advierte Sierra aquella misma noche.
El día siguiente, Dega pide salir del hospital, así como Fernández. El Mana ha zarpado esta mañana. Ellos esperan fugarse de las celdas del campamento, les deseo buena suerte yo no varío mis proyectos.
He visto a Jésus. Es un viejo Presidiario liberado, flaco como una sardina, de rostro curtido, cruzado por dos tremendas cicatrices. Tiene un ojo que llora constantemente cuando te mira. Mala pinta, mala mirada. No me inspira mucha confianza, el futuro me dará la razón. Hablamos rápidamente:
– Puedo facilitarte una embarcación para cuatro hombres, a lo sumo cinco. Un barrilito de agua, víveres café, y tabaco; tres palas de canoa india, sacos de harina vacíos, aguja e hilo para que te hagas la vela y un foque tú mismo; una brújula, un hacha, un cuchillo, cinco litros de tafia -ron de Guayana-, por dos mil quinientos francos. La luna se pone dentro de tres días. De aquí a cuatro días, si aceptas, te esperaré en la lancha botada todas las noches, desde las once hasta las tres de la madrugada, durante ocho días. Al primer cuarto creciente de la luna, ya no te espero. La embarcación estará exactamente frente al ángulo de abajo de la tapia del hospital. Dirígete por la tapia, pues hasta que no estés junto a la embarcación, no la verás ni a dos metros.
No me fío, pero de todos modos digo que sí.
– ¿La pasta? -me dice Jésus.
– Te la mandaré por Sierra.
Y nos separamos sin estrecharnos la mano. No lo veo claro.
A las tres, Chatal se va al campamento a llevar la pasta, dos Mil quinientos francos, a Sierra. Me he dicho: “Me juego esa pasta gracias a Galgani, pues resulta arriesgado. ¡Con tal de que no se las sople en tafia, esas dos mil quinientas leandras! “
Clousiot está radiante, confía en sí mismo, en mí y en el proyecto. Sólo una cosa le preocupa: no todas las noches, aunque a menudo, el árabe llavero entra en la sala y, sobre todo, raras veces muy tarde. Otro problema: ¿a quién se podría escoger como tercero para hacerle la proposición? Hay un corso del hampa de Niza, llamado Biaggi. Está en el presidio desde 1929, habiendo matado a un tipo después, sujeto a estricta vigilancia en esta sala y en estado preventivo por ese homicidio. Clousíot y yo discutimos sobre si debemos hablarle y cuándo. Mientras estamos conversando en voz baja, se acerca a nosotros un efebo de dieciocho años, lindo como una mujer. Se llama Maturette y fue condenado a muerte e indultado después, dada su temprana edad diecisiete años-, por el asesinato de un taxista. Eran dos, de dieciséis y de diecisiete años, y aquellos dos niños, en la Audiencia, en vez de acusarse recíprocamente, declararon cada uno haber matado al taxista. Ahora bien, el taxista sólo recibió un balazo. Aquella actitud de cuando su proceso les hizo simpáticos a todos los presidiarios, a los dos chavales.
Maturette, muy afeminado, se acerca, pues, a nosotros y, con voz de mujer, nos pide lumbre. Se la damos y, además, le regalo cuatro cigarrillos y una caja de fósforos. Me da las gracias con una incitante sonrisa. Dejamos que se vaya. De golpe, me dice Clousiot:
– Papi, estamos salvados. El chivo vendrá aquí tantas veces como queramos y en el momento que queramos, lo tenemos en el bolsillo.
– ¿Cómo?
– Es muy sencillo: diremos al pequeño Maturette que enamore al chivo. Ya sabes, a los árabes les gustan los jóvenes. De ahí a hacerle venir por la noche para cepillarse al chaval, no hay más que un paso. A éste le toca hacerse el melindroso diciendo que tiene miedo de ser visto, para que el árabe entre a las horas que nos convienen.
– Yo me encargo de ello.
Voy adonde está Maturette, quien me recibe con una sonrisa alentadora. Cree que me ha impresionado con su primera sonrisa incitante. Pero le digo en seguida:
– Te equivocas, vete al retrete.
Va al retrete y, una vez allí, le advierto:
– Si repites una sola palabra de lo que voy a decirte, eres hombre muerto. Mira, ¿quieres hacer eso, eso y eso por dinero ¿Cuánto? ¿Para hacernos un favor? ¿ ¿O quieres irte con nos otros?
– Quiero irme con vosotros, ¿conforme?
Prometido, prometido. Nos estrechamos la mano.
Va a acostarse y yo, tras decirle unas cuantas palabras a Clousiot, me acuesto también. Por la noche, a las ocho, Maturette está sentado en la ventana. No tiene que llamar al árabe, pues éste viene por su propia voluntad. La conversación se entabla entre ellos en voz baja. A las diez, Maturette se acuesta. Nosotros estamos acostados, sin pegar ojo, desde las nueve. El chivo entra en la sala, da dos vueltas, encuentra un hombre muerto Llama a la puerta y, poco después, entran dos camilleros que se llevan el cadáver. Esa muerte nos será útil, pues justificará las rondas del árabe a cualquier hora de la noche. Por consejo nuestro, Maturette le da cita a las once de la noche. El llavero llega a esa hora, pasa delante de la cama del chico, le tira de los pies para despertarle y, luego, se dirige a los retretes. Maturette le sigue. Un cuarto de hora después, el llavero sale, va directamente a la puerta y desaparece. Al cabo de un minuto, Maturette se acuesta sin hablarnos. En fin, el día siguiente, lo mismo, pero
A medianoche. Todo va al pelo, el chivo acudirá a la hora que le indique el pequeño.
El 27 de noviembre de 1933, con dos patas de camastro a punto de ser quitadas para servir de mazas, espero, a las cuatro de la tarde, unas letras de Sierra. Chatal, el enfermero, llega sin traer ningún papel. Me dice tan sólo:
– François Sierra me encarga decirte que Jésus te espera en el sitio convenido. Buena suerte.
A las ocho de la noche, Maturette le dice al árabe:
– Ven después de medianoche, pues a esa hora podremos estar más tiempo juntos.
El árabe dice que vendrá después de medianoche. A las doce en punto, estamos preparados. El árabe entra alrededor de las doce y cuarto, va directamente a la cama de Maturette, le tira de los pies y continúa hacia el retrete. Maturette entra con él. Arranco la pata de mi cama, que hace un leve ruido al venirse abajo. De Clousiot, no se oye nada. Debo situarme detrás de la puerta de los retretes y Clousiot acercarse a él para llamarle la atención. Tras una espera de veinte minutos, todo sucede muy de prisa. El árabe sale del retrete y, sorprendido al ver a Clousiot, pregunta:
– ¿Qué haces ahí, en medio de la sala, a estas horas? Ve a acostarte.
En el mismo momento, recibe el golpe del conejo en pleno cerebelo y se desploma sin hacer ruido. Sin perder un segundo, me pongo su ropa y me calzo sus zapatos, le arrastramos bajo una cama y, antes de meterlo completamente dentro, le asesto otro golpe en la nuca. Tiene su merecido.
Ninguno de los ochenta hombres de la sala se ha movido. Rápidamente, me voy hacia la puerta, seguido por Clousiot y Maturette, ambos en camisa, y llamo. El vigilante abre, levanto mi barra y le doy en la cabeza. El otro, enfrente, deja caer su mosquetón. Seguramente, estaba dormido. Antes de que reaccione, le dejo sin sentido. Los míos no han gritado, el de Clousiot ha exclamado: “ i Ah! “, antes de desplomarse. Los dos míos han quedado sin sentido en sus sillas; el tercero está tumbado, tieso. Contenemos la respiración. Para nosotros, ese “ i Ah! “ lo ha oído todo el mundo. Es verdad que ha sido bastante fuerte, pero nadie se mueve. No los metemos en la sala, nos vamos con los tres mosquetones. Con Clousiot delante, el chaval en medio y yo detrás, bajamos las escaleras mal alumbradas por una linterna. Clousiot ha soltado su pata, yo sostengo la mía con la izquierda y el mosquetón con la derecha. Abajo, nadie. Alrededor de nosotros, la noche es como tinta. Hay que mirar muy fijamente para ver la tapia detrás de la cual está el río, a la que en seguida nos dirigimos. Al llegar a la tapia, hago estribo con las manos. Clousíot sube, se sienta a horcajadas, aúpa a Maturette y, luego, a mí. Saltamos en la oscuridad al otro lado de la tapia. Clousiot cae mal en un hoyo y se lastima un pie. A Maturette y a mí no nos pasa nada. Nos incorporamos; los mosquetones los hemos soltado antes de saltar. Cuando Clousiot intenta levantarse, no puede, dice que tiene la pierna rota. Dejo a Maturette con Clousiot y corro hacia la esquina, rozando la tapia con una mano. La noche es tan oscura que no me doy cuenta de que he llegado al extremo de la tapia y, al quedar mi mano en el aire, me doy de narices. Oigo una voz que, desde la parte del río, pregunta:
– ¿Sois vosotros?
– Sí. ¿Eres Jésus?
– Sí.
Enciende un fósforo durante una fracción de segundo. He localizado dónde está, me meto en el agua y voy hacia él. Va acompañado.
– Suba el primero. ¿Quién es?
– ¿Papillon?
– Está bien.
– Jésus, hay que volver atrás, mi amigo se ha roto una pierna al saltar desde la tapia.
– Entonces, toma esa pala y rema.
Las tres pagayas se hunden en el agua y la ligera canoa recorre rápidamente los cien metros que nos separan del sitio donde deben estar los otros, pues no se ve nada. Llamo.
– ¡Clousiot!
– ¡No hables, por Dios! dice Jésus. Hinchado, dale a la ruedecilla de tu mechero.
Saltan chispas, ellos las ven. Clousiot silba a la lyonesa entre dientes. Es un silbido que no hace ruido, pero que se oye bien. Parece el silbido de una serpiente. Silba sin parar, lo que permite guiarnos hasta él. El Hinchado baja, coge en brazos a Clousiot y le mete en la canoa. Maturette sube a su vez, seguido de El Hinchado. Somos cinco y el agua llega a dos dedos del borde de la canoa.
– No hagáis ni un gesto sin antes avisar,dice Jésus- Papillon, deja de remar y ponte la pagaya sobre las rodillas. ¡Arranca, Hinchado!
Y, rápidamente, a favor de la corriente, la embarcación se sume en las tinieblas.
Cuando, al cabo de un kilómetro, pasamos por delante de la penitenciaría, débilmente alumbrada por la luz de una mísera linterna, estamos en medio del río y vamos a una velocidad increíble, arrastrados por la corriente. El Hinchado ha sacado su pagaya. Sólo Jésus, con el extremo de la suya pegado al muslo, mantiene en equilibrio la embarcación. No la impulsa, sólo la dirige.
Jésus dice:
– Ahora, podemos hablar y fumar. Creo que nos ha salido bien. ¿Estás seguro de que no habéis matado a nadie?
– Creo que no.
– ¡Maldita sea! ¡Me has engañado, Jésus? -dice El Hinchado- Me dijiste que se trataba de una fuga sin complicaciones y, por lo que creo comprender, resulta que es una fuga de internados.
– Sí, son internados, Hinchado. No he querido decírtelo, porque no me habrías ayudado y necesitaba un hombre. No pases cuidado. Si la pifiamos, yo cargaré con toda la responsabilidad.
– Eso es lo correcto, Jésus. Por las cien leandras que me has pagado, no quiero arriesgar la cabeza si ha habido una muerte, ni que me enchironen si ha habido un herido.
– Hinchado -intervengo yo-, os regalaré mil francos a los dos.
– Entonces vale, macho. Es de justicia. Gracias. En la aldea, pasamos hambre; resulta peor ser liberado que cumplir condena. Al menos, de condenado, se come todos los días y tienes ropa que ponerte.
– Macho -le dice Jésus a Clousiot, ¿te duele mucho?
– Puede aguantarse -dice Clousiot-. Pero, ¿cómo nos las arreglaremos, Papillon, con mi pierna rota?
– Ya veremos. ¿Adónde vamos, Jésus?
– Os esconderé en una caleta, a treinta kilómetros de la desembocadura. Allí, os quedaréis ocho días para dejar que pase el arrebato de la caza de los guardianes y de los cazadores de hombres. Hay que dar la impresión de que esta misma noche habéis salido del Maroni y os habéis hecho a la mar. Los cazadores de hombres van en canoas sin motor, son los más peligrosos Hacer una fogata, hablar, toser, puede ceros fatal si os acosan de cerca. En cambio, los guardianes van en motoras demasiado grandes para entrar en la caleta, encallarían.
La noche se aclara. Son casi las cuatro de la mañana cuando, tras haber buscado mucho, damos por fin con el punto de referencia que sólo Jésus conoce y entramos literalmente en la selva. La canoa aplasta la vegetación, que cuando hemos pasado, se yergue detrás de nosotros, levantando una cortina, protectora muy tupida. Habría que ser un brujo para saber que allí hay bastante agua para sostener una embarcación. Entramos, penetramos en la selva durante más de una hora, apartando las ramas que obstruyen el paso. De repente, nos encontramos en una especie de canal y paramos. Las márgenes son verdes, herbosas, limpias; los árboles, inmensos, y la luz del día -son las seis-, no consigue atravesar el follaje. Bajo esta bóveda imponente, impenetrable, gritos de miles de bichos que no conocemos. Jésus dice:
– Aquí es donde habréis de esperar ocho días. El séptimo, vendré y os traeré víveres.
De debajo de un espeso matorral, saca una piragua diminuta de dos metros aproximadamente. Dentro de ella, dos palas. Cuando suba la marea, volverá en esta embarcación a Saint-Laurent.
Ahora, ocupémonos de Clousiot, quien está tendido en la orilla. Como sigue en camisa, lleva las piernas desnudas. Con el hacha, hacemos una especie de tablillas de ramas secas. El Hinchado le tira del pie, Clousiot suda la gota gorda, hasta que llega un momento en que grita:
– ¡Para! En esta posición, me duele menos; el hueso debe de estar en su sitio.
Le ponemos las tablillas y las atamos con soga de cáñamo nueva que hay en la canoa. Clousiot se siente más aliviado. Jésus había comprado cuatro pantalones, cuatro camisas y cuatro blusas de marinero de lana de relegados. Maturette y Clousiot se visten con ellas, yo me quedo con las ropas del árabe. Bebemos ron. Es la segunda botella que nos soplamos desde la salida y, afortunadamente, nos reanima. Los mosquitos no nos dejan ni un segundo: hay que sacrificar un paquete de tabaco. Lo ponemos a remojar en una calabaza y nos pasamos el jugo de la nicotina por la cara, las manos, los pies. Las blusas, formidables, son de lana, y nos protegen de la humedad que cala.
El Hinchado dice:
– Nos vamos. ¿Y las mil leandras prometidas?
Me aparto, No tardo en regresar con un billete de mil nuevecito.
– Hasta la vista, no os mováis de aquí durante ocho días -dice Jésus-. El séptimo, vendremos. El octavo, os hacéis a la mar. Entretanto, haced la vela, el foque y poned orden en la embarcación, cada cosa en su sitio; sujetad los goznes del timón, que no está montado. En caso de que pasen diez días sin que hayamos vuelto, es que nos han prendido en la aldea. Como el asunto se ha complicado con el ataque a los vigilantes, debe de haber un follón de mil demonios.
Por otra parte, Clousiot nos informa de que no dejó el mosquetón junto a la tapia, sino que lo tiró encima de ella, y como el río está tan cerca de ésta, cosa que él ignoraba, seguramente fue a parar al agua. Jésus dice que esto es estupendo, pues si no lo han encontrado, los cazadores de hombres creerán que vamos armados. Y como ellos son los más peligrosos, gracias a eso no habrá nada que temer: armados tan sólo de una pistola y un machete, y creyéndonos armados de mosquetones, ya no se aventurarán. Hasta la vista, hasta la vista. En caso de que fuésemos descubiertos y hubiésemos de abandonar la canoa, deberíamos remontar el arroyo hasta la selva sin agua y, con la brújula, dirigirnos siempre hacia el Norte. Existen muchas posibilidades de que, al cabo de dos o tres días de marcha, nos encontrásemos en el campo de la muerte llamado “Charvein”. Allí, habría que pagar algo para que avisasen a Jésus. Finalmente, los dos viejos presidiarios se van. Unos minutos más tarde, su piragua ha desaparecido, no se ve nada y no se oye nada.
El día penetra en la selva de forma muy particular. Diríase que estamos bajo arcadas que reciben el sol encima y no dejan filtrar ningún rayo debajo. Empieza a hacer calor. Entonces, nos encontramos, Maturette, Clousiot y yo, solos. Primer reflejo, nos reímos: todo ha ido sobre ruedas. El único inconveniente es la pierna de Clousíot. Pero éste dice que, como ahora la lleva sujeta con las dos tablillas, se encuentra mejor. Podríamos calentar café en seguida. Rápidamente, hacemos fuego y nos tomamos cada uno un vaso lleno de café muy cargado, endulzado con azúcar terciado. Es delicioso. Hemos gastado tantas energías desde anoche, que no tenemos fuerzas para examinar los víveres ni inspeccionar la embarcación. Lo haremos después. Somos libres, libres, libres. Hace exactamente treinta y siete días que llegamos a los duros. Si conseguimos darnos el piro, mi cadena perpetua no habrá durado mucho. Digo:
– Señor presidente, ¿cuánto duran los trabajos forzados a perpetuidad en Francia?
Y me echo a reír. Y también Maturette, que está en las mismas condiciones que yo. Clousiot dice:
– No cantemos victoria todavía. Colombia queda lejos de nosotros, y esa embarcación, hecha con un árbol ahuecado al fuego, me parece bien poca cosa para hacerse a la mar.
No contesto porque, hablando con franqueza, hasta entonces había creído que la embarcación era una piragua destinada a llevarnos donde estaba el verdadero barco que debía hacerse a la mar. Al descubrir que andaba errado, no me atrevo a decir nada a mis compañeros para, en primer lugar, no desanimarles. Y en segundo lugar, como Jésus parecía encontrar eso muy natural, no quise dar la impresión de que no conocía las embarcaciones que suelen utilizarse para la evasión.
Hemos pasado este primer día hablando y tomando contacto con esa desconocida que es la selva. Los monos y una especie de pequeñas ardillas hacen terribles cabriolas sobre nuestras cabezas. Una manada de báquiras -pequeños puercos monteses-, ha venido a beber y bañarse. Había lo menos dos mil. Entran en la caleta y nadan, arrancando las raíces que cuelgan. Un caimán sale de no sé dónde y atrapa la pata de un puerco, que se pone a chillar como un loco, y, entonces, los puercos atacan al caimán, se suben encima de él, tratan de morderlo en la comisura de su enorme boca. A cada coletazo que da el cocodrilo, manda un puerco a paseo, a derecha o izquierda. Uno de ellos queda sin sentido, flotando, patas arriba. Inmediatamente, sus compañeros se lo comen. La caleta está llena de sangre. El espectáculo ha durado veinte minutos. El caimán se ha sumergido en el agua. No se le ha vuelto a ver.
Hemos dormido bien y, por la mañana, calentamos café. Me había quitado la blusa de marinero para lavarme con un pedazo de jabón que hemos hallado en la canoa. Con mi bisturí, Maturette me afeita muy por encima y, luego, afeita a Clousiot. Maturette es barbilampiño. Cuando cojo mi blusa para ponérmela, una araña enorme, peluda, de un color negro morado, cae de ella. Tiene los pelos muy largos, rematados por algo así como una bolita plateada. Debe pesar unos quinientos gramos, es enorme. La aplasto con repugnancia. Hemos sacado todos los trastos de la canoa, incluido el barrilito de agua. El agua es morada; creo que Jésus le ha echado demasiado permanganato para evitar que se corrompa. En botellas bien cerradas, hay fósforos y rascadores. La brújula es una brújula de colegial; sólo indica el Norte, el Sur, el Este y el Oeste; no tiene graduaciones. Como el mástil sólo mide dos metros y medio, cosemos los sacos de harina en forma de trapecio, con una soga para reforzar la vela en el borde. Hago un pequeño foque en forma de triángulo isósceles: ayudará a levantar la proa de la canoa ante el oleaje.
Cuando colocamos el mástil, noto que el fondo de la canoa no es sólido: el agujero donde entra el mástil está desgastado. Al meter los tirafondos para sujetar los goznes de puertas que servirán de soporte del timón, los tirafondos entran como si de mantequilla se tratase. Esta canoa está podrida. El sinvergüenza de Jésus nos manda a la muerte. A desgana, se lo hago notar a los otros dos, pues no tengo derecho a ocultárselo. ¿Qué haremos? Cuando venga Jésus, le obligaremos a que nos consiga una canoa más segura. Para eso, le desarmaremos, y yo, armado del cuchillo y el hacha, iré con él a la aldea en busca de otra embarcación. Correré un gran riesgo, pero siempre será un riesgo mucho menor que hacerse a la mar con un féretro. Los víveres están bien: hay una bombona de aceite y latas llenas de harina de mandioca. Con eso, puede irse lejos.
Esta mañana, hemos presenciado un curioso espectáculo: una pandilla de monos de cara gris se ha peleado con una pandilla de monos de cara negra y peluda. A Maturette, durante la reyerta, le ha caído un trozo de rama en la cabeza y tiene un chichón como una nuez.
Hace ya cinco días y cuatro noches que estamos aquí. Esta noche, ha llovido a mares. Nos hemos resguardado con hojas de bananos silvestres. El agua resbalaba sobre el barniz de las hojas, pero no nos hemos mojado nada, salvo los pies. Por la mañana, tomando café, pienso en lo criminal que es Jesús. ¡Haberse aprovechado de nuestra inexperiencia para endilgarnos esa canoa podrida! Por ahorrarse quinientos o mil francos, manda a tres hombres a una muerte segura. Me pregunto si después de que le haya obligado a proporcionarnos otra embarcación, no le mataré.
Chillidos de grajos amotinan a todo nuestro pequeño mundo chillidos tan agudos e irritantes que le digo a Maturette que coja el machete y vaya a ver qué pasa. Vuelve a los cinco minutos y me hace signo de que le siga. Llegamos a un paraje donde, aproximadamente a ciento cincuenta metros de la canoa, veo, suspendido en el aire, un maravilloso faisán o ave acuática, dos veces más grande que un gallo. Ha quedado atrapado en un nudo corredizo y cuelga agarrado con una pata a la rama. De un machetazo, le corto el cuello para poner fin a sus horripilantes chillidos. Lo sopeso, hace cinco kilos por lo menos. Tiene espolones como los gallos. Decidimos comérnoslo, pero pensándolo bien, barruntamos que alguien habrá puesto la trampa y que debe de haber más. Vamos a verlo. Nos adentramos en aquellos parajes y encontramos una cosa curiosa: una verdadera barrera de treinta centímetros de alto, hecha de hojas de bejucos trenzados, a diez metros poco más o menos de la caleta. La barrera corre paralelamente al agua. De trecho en trecho, una abertura y, en la abertura, disimulado con ramitas, un nudo corredizo de alambre, sujeto por un extremo a una rama de arbusto doblada. En seguida, comprendo que el animal debe topar con la barrera y bordearla para hallar un paso. Cuando encuentra la abertura, la traspone, pero su pata queda enganchada en el alambre y dispara la rama. Entonces, el animal queda colgado del aire hasta que el propietario de las trampas viene a recogerlo.
Este descubrimiento nos preocupa. La barrera parece bien cuidada; por lo tanto no es vieja. Estamos en peligro de ser descubiertos. No hay que hacer fuego de día, pero, por la noche, el cazador no debe venir. Decidimos turnarnos para vigilar en dirección de las trampas. La canoa está oculta bajo ramas y todo el material en la maleza.
El día siguiente, a las diez, estoy de guardia. Anoche, comimos faisán o gallo, no lo sabemos con certeza. El caldo nos ha sentado muy bien, y la carne, aunque hervida, estaba deliciosa. Cada uno ha comido dos escudillas. Así, pues, estoy de guardia, pero intrigado por la presencia de hormigas mandioca muy grandes, negras y que llevan cada una grandes trozos de hojas a un enorme hormiguero, me olvido de la guardia. Esas hormigas miden casi medio centímetro y tienen las patas largas. Cada una lleva enormes trozos de hojas. Las sigo hasta la planta que están desmenuzando y veo toda una organización. Primero, hay las cortadoras, que no hacen más que preparar trozos. Rápidamente, cizallan una enorme hoja tipo banano, la cortan a trozos, todos del mismo tamaño, con una habilidad increíble, y los trozos caen al suelo. Abajo, hay una hilera de hormigas de la misma raza, pero un poco diferentes. A un lado de la mandíbula, tienen una raya gris. Esas hormigas están en semicírculo y vigilan a las porteadoras. Las porteadoras llegan por la derecha, en fila, y se van por la izquierda hacia el hormiguero. Rápidas, cargan antes de ponerse en fila, pero, de vez en cuando, en su precipitación por cargar y ponerse en fila se produce un atasco. Entonces, las hormigas policías intervienen y empujan a cada una de las obreras hacia el sitio que deben ocupar. No pude comprender qué grave falta había cometido una obrera, pero fue sacada de las filas y dos hormigas gendarmes le cortaron, una la cabeza, la otra el cuerpo, por el medio, a la altura del corsé. Dos obreras fueron paradas por las policías, dejaron su trozo de hoja, hicieron un hoyo con las patas, y las tres partes de la hormiga, cabeza, pecho y abdomen, fueron sepultadas y, luego, cubiertas de tierra.
La Isla de las Palomas
Estaba tan absorto contemplando aquel pequeño mundo y siguiendo a los soldados para ver si su vigilancia llegaba hasta la entrada del hormiguero, que me quedé completamente sorprendido cuando una voz me ordenó:
– No te muevas o eres hombre muerto. Vuélvete.
Es un hombre de torso desnudo, con pantalón corto de color caqui, que calza botas de cuero marrón. Empuña una escopeta de dos cañones. Es de estatura mediana y fornido, y tiene la piel curtida por el sol. Es calvo y su nariz y sus ojos están cubiertos por una máscara muy azul, tatuada. En el mismo centro de la frente, lleva tatuada también una cucaracha.
– ¿Vas armado?
– No.
– ¿Estás solo?
– No.
– ¿Cuántos sois?
– Tres.
– Llévame con tus amigos.
– No puedo, porque uno de ellos tiene un mosquetón y no quiero hacerte matar antes de saber tus intenciones.
– ¡Ah! Entonces, no te muevas y habla en voz baja. ¿Sois vosotros los tres tipos que se han fugado del hospital?
– Sí.
– ¿Quién es Papillon?
– Soy yo.
– ¡Vaya, buena revolución armaste en la aldea con tu evasión! La mitad de los liberados están presos en la gendarmería.
Se acerca y, bajando el cañón de la escopeta hacia el suelo, me tiende la mano y me dice:
– Soy el bretón de la máscara. ¿Has oído hablar de mí?
– No, pero veo que no eres un cazador de hombres.
– Tienes razón, coloco trampas aquí para cazar guacos. El tigre debe haberse comido uno, a menos que hayáis sido vosotros.
– Hemos sido nosotros.
– ¿Quieres café?
En un saco que cuelga de la espalda lleva un termo, me da un POCO de café y él toma también. Le digo:
– Ven a ver a mis amigos.
Viene y se sienta con nosotros. Se ríe suavemente de mi cuento del mosquetón. Me dice:
– Me lo creí, tanto más por cuanto ningún cazador de hombres ha querido salir a buscaros, pues todo el mundo sabe que os fuisteis con un mosquetón.
Nos explica que lleva veinte años en la Guayana y está liberado desde hace cinco. Tiene cuarenta y cinco años. La vida en Francia no le interesa por la tontería que cometió de tatuarse esa máscara en la cara. Adora la selva y vive exclusivamente de ella: pieles de serpiente, pieles de tigre, colecciones de mariposas Y. sobre todo, la caza del guaco, el ave que nos hemos comido. Lo vende a doscientos o doscientos cincuenta francos la presa. Le ofrezco pagárselo, pero rechaza el dinero, indignado. He aquí lo que nos cuenta:
– Ese pájaro salvaje es un gallo de la jungla. Desde luego nunca ha visto ni gallina, ni gallo, ni hombres. Bien, pues atrapo uno, lo llevo a la aldea y lo vendo a alguien que tenga gallinero, pues es muy buscado. Bien. Sin necesidad de cortarle las alas, sin hacer nada, a la caída de la noche, lo dejas en el gallinero y, por la mañana, cuando abres la puerta, está plantado delante y parece que esté contando las gallinas y gallos que salen, los sigue y, mientras come como ellos, mira con los ojos muy abiertos a todos lados, abajo, arriba, en los matorrales de alrededor. Es un perro pastor sin igual. Por la noche, se sitúa -a la puerta y, no se comprende como sabe que faltan una o dos gallinas, pero lo sabe y va a buscarlas. Y. gallo o gallina, los trae a picotazos para enseñarles a ser puntuales. Mata ratas, serpientes, musarañas, arañas, ciempiés y, tan pronto aparece un ave de rapiña en el cielo, hace que todo el mundo se esconda en las hierbas, mientras él le planta cara. Nunca más se va del gallinero.
Aquel ave extraordinaria nos la habíamos comido como si de un vulgar gallo se tratase.
El bretón de la máscara nos dice que Jésus, El Hinchado y unos treinta liberados más están encarcelados en la gendarmería de Saint-Laurent, adonde acuden los demás liberados para ver si entre ellos reconocen a alguno que hubiese merodeado en torno del edificio del que nosotros salimos. El árabe está en el calabozo de la gendarmería, incomunicado, acusado de complicidad. Los dos golpes que le tumbaron no le hicieron ninguna herida, en tanto que los guardianes tienen chichones en la cabeza.
– A mí no me han molestado porque todo el mundo sabe que nunca me lío en ninguna fuga.
Nos dice que Jésus es un sinvergüenza. Cuando le hablo de la canoa, me pide que se la enseñe. Tan pronto la ha visto, exclama:
– ¡Pero si os mandaba a la muerte, el tipo ese! Esta piragua nunca podría flotar más de una hora en el mar. A la primera ola un poco fuerte, cuando recayera, la embarcación se partiría en dos. No os vayáis nunca ahí dentro, sería un suicidio.
– Entonces, ¿qué podemos hacer?
– ¿Tienes pasta?
– Sí.
– Te diré lo que debes hacer, es más, voy a ayudarte, te lo mereces. Te ayudaré por nada, para que triunfes, tú y tus amigos. Primero, en ningún caso debéis acercaros a la aldea. Para tener una buena embarcación, hay que ir a la isla de las Palomas. En esa isla hay casi doscientos leprosos. Allí no hay vigilante, y nadie que esté sano va, ni siquiera el médico. Todos los días, a las ocho, una lancha les lleva el suministro, en crudo. El enfermero del hospital entrega una caja de medicamentos a los dos enfermeros, a su vez leprosos, que cuidan de los enfermos. Nadie, ni guardián, ni cazador de hombres, ni cura, recala en la isla. Los leprosos viven en chozas muy pequeñas que ellos mismos se han construido. Tienen una sala común donde se reúnen. Crían gallinas y patos que les sirven para mejorar su comida habitual. Oficialmente, no pueden vender nada fuera de la isla y trafican clandestinamente con Saint-Laurent, Saint-Jean y los chinos de la Guayana holandesa de Albina. Todos son asesinos peligrosos. Raras veces se matan entre sí, pero cometen numerosos delitos tras haber salido clandestinamente de la isla, adonde retornan para esconderse una vez han realizado sus fechorías. Para esas excursiones, poseen algunas embarcaciones que han robado en la aldea vecina. El mayor delito es poseer una embarcación. Los guardianes disparan contra toda piragua que entre o salga de la isla de las Palomas. Por eso, los leprosos hunden sus embarcaciones cargándolas con piedras; cuando necesitan una, se zambullen, quitan las piedras y la embarcación sube a flote. Hay de todo, en la isla, de todas las razas y todas las regiones de Francia. Conclusión: tu piragua sólo te puede servir en el Maroni y, aún, sin demasiada carga. Para hacerse a la mar, es necesario encontrar otra embarcación y, para eso, no hay nada como la isla de las Palomas.
– ¿Cómo podemos hacerlo?
– Veamos. Yo te acompañaré por el río hasta avistar la isla. Tú no la encontrarías o podrías equivocarte. Está a casi ciento cincuenta kilómetros de la desembocadura; así, pues, hay que volver atrás. Esa isla queda a cincuenta kilómetros más lejos que Saint-Laurent. Te acercaré todo lo posible y, luego, me iré con mi piragua, que habremos remolcado; a ti te toca actuar en la isla.
– ¿Por qué no vienes a la isla con nosotros?
– Ma Doué -dice el bretón-, sólo un día he puesto el pie en el embarcadero donde oficialmente atraca el buque de la Administración. Era en pleno día y, sin embargo, lo que vi me bastó. Perdóname, Papi, pero nunca pondré los pies en esa isla. Por otra parte, sería incapaz de reprimir mi repulsión al estar cerca de ellos, tratarles, hablarles. Te causaría más molestias que utilidad.
– ¿Cuándo nos vamos?
– A la caída de la noche.
– ¿Qué hora es, bretón?
– Las tres.
– Bien, entonces dormiré un poco.
– No, es necesario que lo cargues todo y lo dispongas en tu piragua.
– Nada de eso, me iré con la piragua vacía y volveré para buscar a Clousiot, que se quedará aquí guardando los trastos.
– Imposible, nunca podrías encontrar el sitio, ni siquiera en pleno día. Y, de día, en ningún caso debes estar en el río. La caza contra vosotros no se ha suspendido. El río es aún muy peligroso.
Llega la noche. El hombre de la máscara va en busca de su piragua, que amarramos a la nuestra. Clousiot está al lado del bretón, quien coge la barra del gobernalle, Maturette en medio y yo a proa. Salimos con dificultad de la caleta y, cuando desembocamos en el río, la noche está ya próxima a caer. Un sol inmenso, de un rojo pardo, incendia el horizonte por la parte del mar. Mil luces de un enorme fuego de artificio luchan unas contra otras, para ser más intensas, más rojas en las rojas, más amarillas en las amarillas, más abigarradas en las partes donde los colores se mezclan. A veinte kilómetros delante de nosotros se ve, con toda claridad, el estuario de ese río majestuoso que se precipita, centelleante de lentejuelas rosa plateadas, en el mar.
El bretón dice:
– Es el final del ocaso. Dentro de una hora, la marea ascendente se hará sentir, la aprovecharemos para remontar el Maroní y así, sin esfuerzo, impulsados por ella, llegaremos con bastante rapidez a la isla.
La noche cae de golpe.
– Adelante -dice el bretón-. Boga fuerte para ganar el centro del río. Y deja de fumar.
Las pagayas entran en el agua y avanzamos bastante de prisa a través de la corriente. Chap, chap, chap. Manteniendo el ritmo, yo y el bretón movemos las pagayas sincronizadamente. Maturette hace lo que puede. Cuanto más avanzamos hacia el centro del río, más se nota el empuje de la marea. Nos deslizamos rápidamente. Cada media hora, se nota el cambio. La marea aumenta de fuerza y cada vez nos arrastra más de prisa. Seis horas después, estamos muy cerca de la isla; vamos recto hacia ella: una gran mancha, casi en medio del río, ligeramente a la derecha.
– Ahí está dice en voz baja el bretón.
La noche no es muy oscura, pero debe resultar difícil vernos desde un poco lejos a causa de la niebla al ras del río. Nos acercamos en silencio. Cuando distinguimos mejor el perfil de las rocas, el bretón sube a su piragua, la desamarra en unos segundos de la nuestra y dice, sencillamente, en voz baja:
– ¡Buena suerte, machos!
– No hay de qué.
Como la embarcación ya no es guiada por el bretón, se ve arrastrada en línea recta hacia la isla, de través. Trato de enderezar la posición y hacer que dé una vuelta completa, pero apenas lo consigo y, empujados por la corriente, llegamos sesgados a la vegetación que cuelga sobre el agua. Hemos arribado tan impetuosamente, a pesar de que yo frenaba la embarcación con la pagaya, que si en vez de ramas y hojarasca hubiésemos encontrado un peñasco, la piragua se habría partido y, entonces, todo se hubiese ido al garete, víveres, material, etc. Maturette se arroja al agua, tira de la canoa y nos encontramos de bruces bajo una enorme espesura de plantas. Maturette tira, tira y amarramos la canoa. Nos tomamos un trago de ron y subo solo la margen del río, dejando a mis dos amigos con la canoa.
Con la brújula en la mano, doy algunos pasos tras haber roto varias ramas y dejado prendidos en diferentes sitios trozos de saco de harina que había preparado antes de salir. Veo un resplandor y de pronto distingo voces y tres chozas. Avanzo y, como no sé de qué modo voy a presentarme, decido hacer que me descubran. Enciendo un cigarrillo. En el mismo momento que brota la luz, un perrito se abalanza ladrando sobre mí y, brincando, pretende morderme las piernas. “Con tal de que el perro no sea leproso -pienso-. Idiota, si los perros no tienen lepra.”
– ¿Quién va? ¿Quién es? ¿Eres tú, Marcel?
– Soy un fugado.
– ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿A robarnos? ¿Crees que nos sobra algo?
– No, necesito ayuda.
– ¿De gratis o pagando?
– ¡Cierra el pico, Lechuza!
Cuatro sombras salen de las chozas.
– Avanza despacio, amigo, apuesto a que tú eres el hombre del mosquetón. Si lo llevas contigo, déjalo en el suelo, aquí no tienes nada que temer.
– Sí, soy yo, pero no traigo mosquetón.
Avanzo, estoy junto a ellos, es de noche y no puedo distinguir sus rasgos. Tontamente, tiendo la mano, pero nadie me la toca. Comprendo demasiado tarde que es un gesto que aquí no se hace: no quieren contagiarme.
– Entremos en la choza ~-dice El Lechuza.
El chamizo está alumbrado por un candil de aceite puesto sobre la mesa.
– Siéntate.
Me siento en una silla sin respaldo, de paja. El Lechuza enciende tres candiles de aceite más y deja uno sobre una mesa, frente a mí. El humo que desprende la mecha de ese candil de aceite de coco huele que apesta. Yo estoy sentado, ellos cinco de pie. No distingo sus rostros. El mío queda iluminado, pues estoy a la altura del candil, que es lo que ellos querían. La voz que ordenara a El Lechuza que cerrase el pico dice:
– Anguila, vete a la casa comunal y pregunta si quieren que lo llevemos allí. Trae en seguida la respuesta y, sobre todo, si Toussaint está de acuerdo. Aquí no podemos darte nada de beber, amiguito, a menos que quieras engullir unos huevos.
Pone una cesta llena de huevos delante de mí.
– No, gracias.
A mi derecha, muy cerca, se sienta uno de ellos, y entonces, por primera vez, veo el rostro de un leproso. Es horrible. Hago esfuerzos para no desviar la mirada de él ni exteriorizar mi impresión. Tiene la nariz completamente roída, hueso y carne: un verdadero agujero en mitad de la cara. Digo bien: no dos agujeros, sino uno solo, grande como una moneda de dos francos. El labio inferior, a la derecha, está roído también' y muestra, descarnados, tres dientes muy largos y amarillos que se ven entrar en el hueso del maxilar superior, al desnudo. Sólo tiene una oreja. Pone una mano vendada sobre la mesa. Es la derecha. Con los dos dedos que le quedan en la mano izquierda, sostiene un grueso y largo cigarro, seguramente hecho por él mismo con una hoja de tabaco a medio madurar, pues el cigarro es verdoso. Sólo le quedan párpados en el ojo izquierdo, el derecho ya no tiene, y una llaga profunda sale del ojo hacia lo alto de la frente para perderse entre sus cabellos grises, tupidos.
Con voz ronca me dice:
– Te ayudaremos, macho, porque desearía que no te volvieses como yo, no, eso no lo querría.
– Me llamo Juan sin Miedo, soy del arrabal. Cuando llegué al presidio, era más guapo, mas sano y más fuerte que tú. En diez años, ya ves lo que me he vuelto.
– ¿No te curan?
– Sí. Y estoy mejor desde que me pongo inyecciones de aceite de chumogra. Mira. Vuelve la cabeza y me enseña el lado izquierdo.
– De ese lado, se seca.
Me invade una inmensa compasión y hago ademán de tocar su mejilla izquierda en prueba de amistad. Se echa hacia atrás y me dice:
– Gracias por haber querido tocarme, pero no toques nunca a un enfermo ni bebas en su escudilla.
Todavía no he visto más que un rostro de leproso, el de ese que ha tenido valor para afrontar mi mirada.
– ¿Dónde está el fugado?
En el umbral de la puerta, la sombra de un hombre apenas más alto que un enano.
– Toussaint y los otros quieren verlo. llévalo al centro.
Juan sin Miedo se levanta y dice:
– Sígueme.
Nos vamos todos en la oscuridad, cuatro o cinco delante, yo al lado de Juan sin Miedo, otros detrás. Cuando, al cabo de tres minutos, llegamos a una explanada, un débil rayo de luna ilumina esa especie de plaza. Es la cima más alta de la isla. En el centro, una casa. De dos ventanas sale luz. Ante la puerta, nos aguardan una veintena de hombres; caminamos hacia ellos. Cuando llegamos frente a la puerta se apartan para dejarnos pasar.
Es una sala rectangular de diez metros por cuatro aproximadamente, con una especie de chimenea donde arde un fuego de leña, rodeada de cuatro enormes piedras, todas de la misma altura. La sala es alumbrada por dos grandes linternas sordas de petróleo. Sentado en un taburete, un hombre de edad indefinida y cara descolorida. Detrás de él, sentados en un banco, cinco o seis hombres. El hombre de la cara descolorida tiene los ojos negros y me dice:
– Soy Toussaint El Corso y tú debes ser Papillon.
– Sí.
– Las noticias vuelan de prisa en el presidio, tan de prisa como tú actúas. ¿Dónde dejaste el mosquetón?
– Lo tiramos al río.
– ¿En qué sitio?
– Frente a la tapia del hospital, exactamente donde la saltamos.
– Entonces, ¿puede recuperarse?
– Eso supongo, pues el agua no es profunda allí.
– ¿Cómo lo sabes?
– Nos vimos obligados a meternos en el agua para transportar a nuestro amigo herido y dejarlo en la canoa.
– ¿Qué tiene?
– Se ha roto una pierna.
– ¿Qué has hecho de él?
– He juntado ramas partidas en dos por la mitad y le he colocado una especie de collar de sujeción en la pierna.
– ¿Le duele?
– Sí.
– ¿Dónde está?
– En la piragua.
– Has dicho que vienes a buscar ayuda. ¿Qué clase de ayuda? -Una embarcación.
– ¿Quieres que te demos una embarcación?
– Sí, tengo dinero para pagarla.
– Bien. Te venderé la mía, es formidable y completamente nueva, la robé la semana pasada en Albina. No es una embarcación, es un trasatlántico. Sólo le falta una cosa, una quilla. No está quillada, pero en dos horas te pondremos una buena quilla. Tiene todo lo que hace falta: un gobernalle con su barra completa, un mástil de cuatro metros de quiebrahacha y una vela completamente nueva de lona de lino. ¿Cuánto me das?
– Dime tú el precio, no sé qué valor tienen las cosas aquí.
– Tres mil francos, si puedes pagar. Si no puedes, vete a buscar el mosquetón mañana por la noche y, a cambio, te doy la embarcación.
– No, prefiero pagar.
– Conforme, trato hecho. ¡Pulga, trae café!
El Pulga, que es el semienano que viniera a buscarme se dirige a una repisa que hay sobre la lumbre, toma una escudilla reluciente, nueva y limpia, vierte en ella café de una botella y la pone al fuego. Al cabo de un momento, retira la escudilla y sirve el café en algunos vasos metálicos que hay junto a las piedras. Toussaint se inclina y reparte los vasos a los hombres que están detrás de él. El Pulga me alarga la escudilla, diciéndome:
– Bebe sin temor, pues esa escudilla sólo es para los que vienen de paso. Ningún enfermo bebe en ella.
Cojo la escudilla, bebo y, luego, me la pongo sobre la rodilla. En este momento, descubro que, pegado a la escudilla, hay un dedo. Estoy tratando de comprender, cuando El Pulga dice:
– Toma, ¡ya he perdido otro dedo! ¿Dónde diablos habrá caído?
– Aquí está -le digo, mostrándole la escudilla.
Lo despega y, luego, lo tira al fuego. Me devuelve la escudilla y dice:
– Puedes beber, porque yo tengo la lepra seca. Me deshago a trocitos, pero no me pudro. No soy contagioso.
Un olor a carne asada llega hasta mí. Pienso: “Debe ser el dedo.”
Toussaínt dice:
– Tendrás que quedarte todo el día hasta por la tarde, cuando baje la marea. Es necesario que vayas a avisar a tus amigos. Deja al herido en una choza, recoged todo lo que hay en la canoa, y echadla a pique. Nadie puede ayudaros, ya comprendes por que.
Rápidamente, me reúno con mis dos compañeros. Transportamos a Clousiot a una choza. Una hora después, lo hemos quitado todo y el material de la piragua está cuidadosamente guardado. El Pulga pide que le regalemos la piragua y una pagaya. Se la doy. Irá a hundirla en un sitio que conoce. La noche ha pasado de prisa. Los tres estamos en la choza, echados sobre mantas nuevas que nos ha hecho enviar Toussaint. Nos han llegado empaquetadas en papel fuerte de embalaje. Tendido sobre una de esas mantas, doy detalles a Clousiot y Maturette de lo ocurrido desde mi llegada a la isla y del trato hecho con Toussaint. Clousiot dice una tontería, sin reflexionar:
– Darse el piro cuesta entonces seis mil quinientos francos. Te daré la mitad, Papillon, es decir, los tres mil francos que tengo.
– No estamos aquí para echar cuentas de armenio. Mientras tenga pasta, pago yo. Después ya veremos.
Ningún leproso entra en la choza. Despunta el día. Llega Toussaint:
– Buenos días. Podéis salir tranquilos. Aquí, nadie puede venir a molestaros. Subido a un cocotero, en lo alto de la isla, está uno para ver si hay embarcaciones de la bofia en el río. No se ven. Mientras ondee el trapo blanco, significa que no hay moros en la costa. Sí el vigía ve algo, bajará a decirlo. Podéis coger papayas vosotros mismos y comerlas si queréis.
– Toussaint, ¿y la quilla? -le digo.
– La haremos con una tabla de la puerta de la enfermería. Es de madera dura sin desbastar. Con dos tablas haremos la quilla. Hemos subido ya la canoa a la explanada aprovechando la noche. Ven a verla.
Vamos allá. Es una magnífica lancha de cinco metros de largo, completamente nueva, con dos bancos, uno horadado para colocar el mástil. Es pesado y a Maturette y a mí nos cuesta mucho darle la vuelta. Vela y cordaje son nuevos, flamantes. A los lados hay anillas para sujetar la carga, incluso el barril de agua. Ponemos manos a la obra. A mediodía, una quilla ahusada de popa a proa queda sólidamente sujeta con largos tornillos y los cuatro tirafondos que yo tenía.
En corro, alrededor de nosotros, los leprosos nos contemplan trabajar sin decir palabra. Toussaint nos explica lo que hay que hacer y obedecemos. Ninguna llaga en la cara de Toussaint, que parece normal, pero cuando habla, se nota que sólo mueve un lado del rostro, el izquierdo. Me lo dice, y también me dice que está aquejado de lepra seca. El torso y el brazo derecho los tiene igualmente paralizados y espera que la pierna derecha se le paralice también a no tardar. El ojo derecho aparece fijo como un ojo de cristal. Ve con él, pero no puede moverlo. No doy ningún nombre de los leprosos. Quizá quienes les quisieron o conocieron nunca han sabido de qué horrible manera se han podrido en vida.
Mientras trabajo, charlo con Toussaint. Nadie más habla. Salvo una vez en que, cuando me disponía a coger algunas bisagras arrancadas de un mueble de la enfermería, para reforzar la sujeción de la quilla, uno de ellos dice:
– No las cojas todavía, déjalas ahí. Me he hecho un rasguño al arrancar una y hay sangre, aunque la he limpiado.
Un leproso las rocía con ron y prende fuego por dos veces:
– Ahora -dice aquel hombre- ya puedes usarlas.
Mientras trabajamos, Toussaint dice a un leproso:
– Tú que te has fugado varias veces, explícale bien a Papillon cómo debe actuar, puesto que ninguno de los tres se ha fugado antes.
El hombre nos explica:
– Esta tarde, la marea baja muy temprano. La bajamar comienza a las tres. A la caída de la noche, hacia las seis, tienes a favor una corriente que te llevará en menos de tres horas a cien kilómetros aproximadamente de la desembocadura. A las nueve, tendrás que pararte. Has de esperar bien amarrado a un árbol de la selva, las seis horas de marea alta, hasta las tres de la madrugada. Pero no salgas a esa hora, pues la corriente no se retira lo bastante de prisa. A las cuatro y media de la mañana, ponte en medio del río. Tienes una hora y media antes de que despunte el día, para hacer cincuenta kilómetros. En esa hora y media están todas tus posibilidades. Es necesario que a las seis, cuando salga el sol, te hagas a la mar. Aunque la bofia te vea, no puede perseguirte, pues llegaría al alfaque en el mismo momento que sube la marea. No podrán pasar y tú ya habrás cruzado el banco de arena. En ese kilómetro de ventaja que debes tener cuando ellos te perciban va tu vida. Ahí no hay más que una vela, ¿qué tenías en la piragua?
– Una vela y un foque.
– Esa embarcación es pesada, puede aguantar dos foques, uno en trinquetes desde la punta de la embarcación hasta el pie del mástil, y el otro inflado saliendo fuera de la punta de la lancha para levantar bien la proa. Sal a todo trapo, recto sobre las olas del mar, que siempre es gruesa en el estuario. Haz tumbar a tus amigos en el fondo de la canoa para estabilizarla mejor, y tú sujeta bien el gobernalle. No ates la soga que sujeta la vela a tu pierna, hazla pasar por la anilla que hay para eso en la embarcación y sujétala con una sola vuelta a tu muñeca. Si ves que la fuerza del viento aumenta el desplazamiento de una ola fuerte y que vas a escorar en el agua con peligro de zozobrar, suéltalo todo y, acto seguido, verás cómo tu embarcación recobra el equilibrio. Si ocurriese eso, no te pares, deja suelta la vela y sigue adelante, al viento, con el trinquete y el foque. Sólo hasta que llegues a las aguas azules tendrás tiempo de hacer arriar la vela por el pequeño, bajarla a bordo y seguir adelante tras haberla vuelto a izar. ¿Conoces la derrota?
– No. Sólo sé que Venezuela y Colombia están al Noroeste.
– Así es, pero procura que las corrientes no te arrastren hacia la costa. La Guayana holandesa entrega a los evadidos; la Guayana inglesa, también. Trinidad no te entrega, pero te obliga a marchar al cabo de quince días. Venezuela te entrega, pero tras haberte puesto a trabajar en las carreteras un año o dos.
Escucho con toda atención. Me dice que, de vez en cuando, se va pero como es leproso, lo devuelven en seguida. Confiesa no haber llegado nunca más allá de Georgetown, en la Guayana inglesa. Sólo tiene lepra visible en los pies, que se le han quedado sin dedos. Va descalzo. Toussaint me pide que repita todos los consejos que el hombre me ha dado y lo hago sin equivocarme.
En este momento, Juan sin Miedo pregunta:
– ¿Cuánto tiempo se necesitará para llegar a alta mar?
Contesto:
– Durante tres días, pondré rumbo a Nornordeste. Con la deriva, resultará Nornorte, y al cuarto día pondré rumbo Noroeste que equivaldría a pleno Oeste.
– Bravo-dice el leproso-. Yo, la última vez, sólo hice dos días de Nordeste, así que fui a parar a la Guayana inglesa. Con tres días rumbo al Norte, pasarás al norte de Trinidad o de Barbados, y, de golpe, habrás pasado por Venezuela sin darte cuenta, para topar con Curasao o Colombia.
Juan sin Miedo dice:
– Toussaint, ¿por cuánto le has vendido la embarcación?
– Por tres mil -dice Toussaint-. ¿Es caro?
– No, no lo digo por eso. Sólo quería saberlo, nada más. ¿Puedes pagar, Papillon?
– Sí.
– ¿Te quedará dinero?
– No, es todo cuanto tenemos, exactamente tres mil francos que lleva mi amigo Clousiot.
– Toussaint, te doy mi pistola dice Juan sin Miedo-. Quiero ayudar a esos tipos. ¿Cuánto me das por ella?
– Mil francos dice Toussaint-. Yo también quiero ayudarles.
– Gracias por todo -dice Maturette, mirando a Juan sin, Miedo.
– Gracias dice también Clousiot.
Y yo, en este momento, me avergüenzo de haber mentido:
– No, no puedo aceptar eso de ti, no hay motivo.
Me mira y dice:
– Sí, hay una razón. Tres mil francos es mucho dinero y, sin embargo, a ese precio, Toussaint pierde al menos dos mil, pues os da una embarcación magnífica. No hay razón para que yo no haga también lo mismo por vosotros.
Entonces, ocurre algo conmovedor: El Lechuza deja un sombrero en el suelo, y he aquí que los leprosos echan billetes o monedas dentro. Salen leprosos de todas partes y todos ponen algo. Estoy sumamente avergonzado. ¡Pero no puedo decirles que todavía me queda dinero! ¿qué puedo hacer, Dios mío? Es una infamia lo que estoy cometiendo ante tanta nobleza:
– ¡Os lo ruego, no hagáis ese sacrificio!
Un negro de Tombuctú, completamente mutilado -tiene dos muñones en vez de manos, ni un solo dedo-, dice:
– El dinero no nos sirve para vivir. Acéptalo sin sonrojo. El dinero sólo nos sirve para jugar o acostarnos con leprosas que, de vez en cuando, vienen de Albina.
Estas palabras me alivian y me impiden confesar que tengo dinero.
Los leprosos han cocido doscientos huevos. Los traen en una caja marcada con una cruz roja. Es la caja recibida por la mañana con los medicamentos del día. Traen también dos tortugas vivas de por lo menos treinta kilos cada una, bien atadas, tabaco en hojas y dos botellas llenas de fósforos y rascadores, un saco de por lo menos cincuenta kilos de arroz, dos sacos de carbón de leña, un “primus”, el de la enfermería, y una bombona de gasolina. Toda esta mísera comunidad está conmovida por nuestro caso y todos quieren contribuir a nuestro éxito. Diríase que en esta fuga va la de ellos. Arrastramos la canoa hasta cerca del sitio donde llegamos. Ellos han contado el dinero del sombrero: ochocientos diez francos. Sólo debo dar mil doscientos francos a Toussaint. Clousiot me entrega su estuche, lo abro delante de todo el mundo. Contiene un billete de mil y cuatro billetes de quinientos francos. Entrego a Toussaint mil quinientos francos, me devuelve trescientos y, luego dice:
– Toma, quédate con la pistola, te la regalo. Os habéis jugado el todo por el todo, no vaya a ser que, en el último momento por falta de un arma, se estropee el asunto. Espero que no tengas que usarla.
No sé como agradecérselo, a él en primer lugar, y a todos los demás después. El enfermero ha preparado una cajita con algodón, alcohol, aspirinas, vendas, yodo, unas tijeras y esparadrapo. Un leproso trae tablitas bien cepilladas y finas y dos vendas “Velpeau” en su embalaje, completamente nuevas. Me las ofrece con sencillez para que cambie las tablillas de Clousiot.
Sobre las cinco, se pone a llover. Juan sin Miedo me dice:
– Estáis de suerte. No hay peligro de que os vean, podéis marcharos en seguida y ganar una media hora larga. Así, estaréis más cerca de la desembocadura para seguir adelante a las cuatro y media de la mañana.
– ¿Cómo sabré la hora que es? -le pregunto.
– La marea te lo dirá según suba o baje.
Botamos la canoa. No es como la piragua. Emerge del agua más de cuarenta centímetros, cargada con todo el material y nosotros tres. El mástil, envuelto en la vela, queda tumbado pues no debemos ponerlo hasta la salida. Colocamos el gobernalle con su vástago de seguridad y la barra, más un cojín de bejucos para sentarme. Con las mantas, hemos habilitado un nido en el fondo de la canoa para Clousiot, quien no ha querido cambiarse el ventaje. Está a mis pies, entre el barril de agua y yo. Maturette se mete en el fondo, pero a proa. En seguida, tengo una impresión de seguridad que nunca tuve con la piragua.
Sigue lloviendo. Tengo que bajar el río por el centro, pero un POCO a la izquierda, del lado de la costa holandesa. Juan sin Miedo dice:
– ¡Adiós, largaos pronto!
– ¡Buena suerte! -dice Toussaint.
Y da un fuerte patadón a la canoa.
– Gracias, Toussaint, gracias, Juan. ¡Mil veces gracias a todos!
Y desaparecemos muy rápidamente, arrastrados por la corriente de la bajamar que hace dos horas que empezó y va a una velocidad increíble.
Sigue lloviendo, no vemos a diez metros de nosotros. Como hay dos islitas más abajo, Maturette se asoma a proa y mantiene fija la mirada ante nosotros para evitar que encallemos. Ha caído la noche. Un grueso árbol que desciende el río con nosotros, por suerte demasiado despacio, nos obstaculiza un momento con sus ramas. Nos desprendemos en seguida de él y continuamos bajando a treinta por hora por lo menos. Fumamos, bebemos ron. Los leprosos nos han dado seis botellas de chianti de ésas que van envueltas en paja, pero llenas de ron. Cosa rara, ninguno de nosotros habla de las horrendas lesiones que hemos visto en los leprosos. Un tema único de conversación: su bondad, su generosidad, su rectitud; la suerte que tuvimos de encontrar al bretón de la máscara, que nos llevó a la isla de las Palomas. La lluvia cada vez arrecia más, estoy calado hasta los huesos, pero estas blusas de lana son tan buenas que, aun estando empapadas, abrigan. No tenemos frío. Sólo la mano que maneja el gobernalle se anquilosa bajo la lluvia.
– En estos momentos -,dice Maturette-, bajamos a más de cuarenta por hora. ¿Cuánto tiempo crees que hace que hemos salido?
– Te lo diré -dice Clousiot-. Aguarda un poco. Tres horas y quince minutos.
– ¿Estás loco? ¿Cómo lo sabes?
– Desde que salimos he contado trescientos segundos y cada vez he cortado un trocito de cartón. Tengo treinta y nueve cartoncitos. A cinco minutos cada uno, hacen tres horas y un cuarto que bajamos el río. Si no me he equivocado, dentro de quince o veinte minutos ya no bajaremos, nos iremos por donde hemos venido.
Empujo la barra del gobernalle a la derecha para coger el río al sesgo y acercarme a la margen del lado de la Guayana holandesa. Antes de chocar con la maleza, la corriente ha cesado. Ya no bajamos ni subimos. Sigue lloviendo. Ya no fumamos, ya no hablamos. Murmuro:
– Coge la pagaya y rema.
Yo remo también, sujetando la barra bajo mi muslo izquierdo. Despacio, avanzamos por la maleza, tiramos de las ramas y nos resguardamos debajo. Estamos en la oscuridad producida por la vegetación. El río es gris, cubierto de niebla. Resultaría imposible decir, de no fiarse del flujo y el reflujo, dónde está el mar y dónde el interior del río.
La gran marcha
La marea alta durará seis horas. Añadiéndole una hora y media que se debe esperar de bajamar, puedo dormir siete horas, a pesar de que estoy muy excitado. Tengo que dormir, pues una vez en la mar, ¿cuándo podré hacerlo? Me echo entre el barril y el mástil, Maturette pone una manta como techo entre el banco y el barril y, bien resguardado, duermo. Nada en absoluto viene a perturbar este sueño de plomo, ni pesadillas, ni lluvia, ni mala postura alguna. Duermo, duermo hasta que Maturette me despierta:
– Papi, creemos que ya es hora, o casi. Hace rato que ha comenzado la bajamar.
La embarcación está vuelta hacia el mar y la corriente discurre muy de prisa bajo mis dedos. Ya no llueve. Un cuarto de luna nos permite ver con toda claridad, a cien metros delante de nosotros, el río que arrastra hierbas, árboles, formas oscuras. Intento distinguir la demarcación entre río y mar. Donde estamos no hace viento. ¿Lo hará en medio del río? ¿Será fuerte? Salimos de la maleza, pero con la canoa todavía amarrada a una gruesa raíz por un nudo corredizo. Mirando al cielo, consigo percibir la costa, el final del río, el comienzo del mar. Hemos bajado más de lo que creíamos y tengo la impresión de que estamos a menos de diez kilómetros de la desembocadura. Nos bebemos un buen trago de ron. Consulto: ¿ponemos el mástil aquí? Sí, lo alzamos y queda bien calado en el fondo de la quilla y en el agujero del banco. Izo la vela sin desplegarla, enrollada en torno del mástil. El trinquete y el foque están listos para ser izados por Maturette cuando yo lo crea necesario. Para hacer funcionar la vela, sólo hay que aflojar la soga que la sujeta al mástil, maniobra que realizaré desde mi puesto. A proa, Maturette con una pagaya, yo a popa con la otra. Hay que apartarse bruscamente y muy deprisa de la orilla adonde nos empuja la corriente.
– Atención. ¡Adelante y que Dios nos ampare! Dios nos ampare -repite Clousiot.
– En tus manos me confío dice Maturette.
Y arrancamos, Bien conjuntados, hendimos el agua con las pagayas. Yo la muevo bien, con fuerza, y Maturette no me anda a la zaga. Despegamos fácilmente. Apenas nos hemos apartado veinte metros con relación a la orilla, cuando ya hemos bajado cien con la corriente. De golpe, el viento se hace sentir y nos empuja hacia el centro del río.
– ¡Iza el trinquete y el foque, bien amarrados los dos!
El viento se precipita en ellos y la embarcación, como un caballo, se encabrita, deslizándose como una flecha. Debe ser más tarde de la hora prevista, pues, de pronto, el río se ilumina como en pleno día. A nuestra derecha, la costa francesa se distingue fácilmente a casi dos kilómetros y, a nuestra izquierda, a un kilómetro, la costa holandesa. Frente a nosotros, muy visibles, las blancas cabrillas del oleaje.
– ¡Maldita sea! Nos hemos equivocado de hora dice Clousiot-. ¿Crees que tendremos tiempo de salir?
– No lo sé.
– ¡Fíjate qué altas son las olas y blancas las crestas! ¿Habrá empezado ya la pleamar?
– Imposible, yo veo cosas que bajan.
– No vamos a poder salir, no llegaremos a tiempo -dice Maturette.
– Cierra el pico y quédate sentado al lado de las jarcias del foque y del trinquete. ¡Tú también, Clousiot, cállate!
Pa-cum… Pa-cum… Nos tiran con carabina. El segundo disparo lo localizo claramente. No son en absoluto de los guardianes, proceden de la Guayana holandesa. Izo la vela, que se infla tan fuerte que por poco me arrastra tirándome de la muñeca. La embarcación se inclina más de cuarenta y cinco grados. Recojo todo el viento posible, no es difícil, hay de sobra. Pa-cum, pa-cum, y luego nada más. La corriente nos lleva más hacia el lado francés que el holandés, y seguramente por eso los tiros han cesado.
Navegamos a una velocidad vertiginosa con un viento a todo meter. Vamos tan de prisa que me veo lanzado en medio del estuario, de tal manera que dentro de pocos minutos tocaremos la orilla francesa, Se ve con toda claridad hombres que corren hacia la orilla. Viro suavemente, lo más despacio posible, tirando con todas mis fuerzas de la soga de la vela. Queda recta frente a mí, el foque vira solo y el trinquete también. La embarcación gira de tres cuartos, suelto la vela y salimos del estuario viento en popa. ¡Uf! ¡Ya está! Diez minutos después, la primera ola de mar trata de cortarnos el paso, la remontamos fácilmente, y el chap-chap que hacía la embarcación en el río se transforma en tac-tac-tac. Salvamos esas olas, altas sin embargo, con la facilidad de un chiquillo que juega a la piola. Tac-tac-tac, la embarcación sube y baja las olas sin vibraciones ni sacudidas. Sólo el tac de su quilla que golpea el mar al recaer de la ola.
– ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hemos salido! -grita a voz en cuello Clousiot.
Y para iluminar esa victoria de nuestra energía sobre los elementos, Dios nos envía una deslumbrante salida de sol. Las olas se suceden todas con igual ritmo. Menguan de altura a medida que nos adentramos en el mar. El agua es sucia, cenagosa. Enfrente, al Norte, se la ve negra; más tarde, será azul. No necesito mirar la brújula: con el sol a mi hombro derecho, avanzo en línea recta, viento en popa, pero con la embarcación menos escorada, pues he largado soga a la vela que está medio inflada, pero sin quedar tensa. Comienza la gran aventura.
Clousiot se incorpora. Quiere sacar la cabeza y el cuerpo para ver mejor. Maturette le ayuda a sentarse frente a mí, adosado al barril, me lía un cigarrillo, lo enciende, me lo pasa y fumamos los tres.
– Pásame la tafia para mojar esta salida -dice Clousiot.
Maturette echa una buena ración en tres vasos de metal y brindamos. Maturette está sentado a mi lado, a la izquierda; nos miramos. Las caras de mis dos compañeros resplandecen de dicha, la mía debe estar igual.
Entonces, Clousiot me dice:
– Capitán,¿ adónde se dirige, por favor?
– A Colombia, si Dios quiere.
– Dios lo querrá, ¡por todos los santos! dice Clousiot.
El sol se eleva rápidamente y las ropas no tardan en secarse. La camisa del hospital es transformada en un albornoz de estilo árabe. Mojada, mantiene fresca la cabeza y evita que pillemos una insolación. El mar es de un azul de ópalo, las olas tienen tres metros y son muy largas, lo cual ayuda a viajar con comodidad. El viento se mantiene fuerte y nos alejamos rápidamente de la costa que, de vez en cuando, veo difuminarse en el horizonte. Esa masa verde, cuanto más nos alejamos de ella, tanto más nos revela los secretos de su ornamentación. Mientras miro detrás de mí, una ola mal tomada me llama al orden y también a mi responsabilidad respecto a la vida de mis camaradas y de la mía.
– Voy a cocer arroz -dice Maturette.
– Yo sostendré el hornillo dice Clousiot-, y tú, la olla.
La bombona de gasolina está bien calzada, en la proa, donde está prohibido fumar. El arroz con tocino huele muy bien. Lo comemos calentito, acompañado de dos latas de sardinas. A eso, añadimos un buen café.
– ¿Un traguito de ron?
Rehúso, hace demasiado calor. Por lo demás, no soy muy bebedor. Clousiot, a cada momento, me lía pitillos y me los enciende. la primera comida a bordo ha ido bien. Por la posición del sol, suponemos que son las diez de la mañana. Llevamos solamente cinco horas en alta mar y, sin embargo, se siente que debajo de nosotros el agua es muy profunda. Las olas han menguado de altura y avanzamos cortándolas sin que la canoa golpee. Hace un día maravilloso. Me doy cuenta de que, de día, no se necesita tanto la brújula. De vez en cuando, sitúo el sol con relación a la aguja y me guío por él, resulta muy fácil. La reverberación del sol me lastima los ojos. Siento no haber pensado en hacerme con unas gafas oscuras.
De repente, me dice Clousiot:
– ¡Qué suerte he tenido de encontrarte en el hospital!
– No eres el único; también yo he tenido suerte de que hayas venido.
Pienso en Dega, en Fernández… Si hubiesen dicho “sí”, estarían aquí con nosotros.
– No creas -dice Clousiot-. Hubieses tenido complicaciones para tener al árabe a la hora conveniente a tu disposición en la sala.
– Sí, Maturette nos ha sido muy útil y me felicito de haberle traído, porque es muy fiel, animoso y diestro.
– Gracias-dice Maturette-, y gracias a vosotros dos por haber tenido, pese a mi poca edad y a lo que soy, confianza en mí. Haré lo necesario para estar siempre a la altura.
Luego, digo:
– Y FranVois Sierra, a quien tanto me habría gustado tener aquí, así como a Galgani…
– Tal como se pusieron las cosas, Papillon, no era posible. Si Jésus hubiese sido un hombre correcto y nos hubiese proporcionado una buena embarcación, habríamos podido esperarles en el escondite, Jésus hacerles evadir y traérnoslos. En fin, te conocen y saben perfectamente que, si no les hiciste buscar, es porque era imposible.
– A propósito, Maturette, ¿cómo es que estabas en aquella sala de gente tan peligrosa en el hospital?
– No sabía que era internado. Fui a la visita porque me dolía la garganta y para pasearme, y el doctor, cuando me vio, me dijo: “Veo en tu ficha que vas internado a las Islas. ¿Por qué?” “No lo sé, doctor. ¿Qué es eso de internado?” “Bueno, nada. Al hospital.” Y me encontré hospitalizado, esto es todo.
– Quiso hacerte un favor -dice Clousiot.
– Vete a saber por qué lo hizo. Ahora, debe decirse: “Mi protegido, con su pinta de monaguillo, no era tan bobo, puesto que se ha dado el piro.”
Hablamos de tonterías. Digo:
– ¡Quién sabe si encontraremos a Julot, el hombre del martillo! Debe de estar lejos, a menos que siga escondido en la selva.
– Yo, al marcharme -dice Clousiot-, dejé una nota en la almohada: “Se fue sin dejar señas.”
Todos nos echamos a reír.
Navegamos durante cinco días sin novedad. De día, el sol por su trayectoria Este-Oeste me sirve de brújula. De noche, uso la brújula. El sexto día, por la mañana, nos saluda un sol resplandeciente, el mar se ha encalmado de repente, peces voladores pasan cerca de nosotros. Estoy exhausto. Esta noche, para impedir que me durmiese, Maturette me pasaba por la cara un trapo empapado en agua de mar y, a pesar de ello, me adormilaba. Entonces, Clousiot me quemaba con su cigarrillo. Como hay calma chicha, he decidido dormir. Arriamos la vela y el foque, dejando tan sólo el trinquete, y duermo como un tronco en el fondo de la canoa, bien resguardado del sol por la vela, tendida sobre mí. Me despierto zarandeado por Maturette, quien me dice:
– Es mediodía o la una, pero te despierto porque el viento refresca y el horizonte, de donde sopla el viento, está oscuro.
Me levanto y ocupo mí puesto. Sólo está izado el foque y nos hace deslizar sobre el mar terso. Detrás de mí, al Este, todo es oscuro y el viento refresca cada vez más. El trinquete y el foque bastan para impeler la embarcación muy rápidamente. Hago sujetar bien la vela enrollada en el palo.
– Agarraos bien, pues, por lo visto, se acerca un temporal.
Gordas gotas empiezan a caer encima de nosotros. Esa oscuridad que se aproxima a una velocidad vertiginosa, en menos de un cuarto de hora llega de! horizonte hasta muy cerca de nosotros. Ya está, ya llega, un viento de violencia inaudita nos embiste. Las olas, como por arte de encantamiento, se forman a una velocidad increíble, crestadas de espuma. El sol está tapado por completo, llueve a torrentes, no se ve nada y las olas, al romper en la embarcación, me mandan rociadas que me azotan la cara. Es la tempestad, mi primera tempestad, con toda la charanga de la Naturaleza desatada, truenos, relámpagos, lluvia, oleaje, el ulular del viento que ruge sobre y en torno a nosotros.
La canoa, llevada como una brizna de paja, sube y baja a alturas increíbles y a abismos tan profundos que tenemos la impresión de que no saldremos del trance. Sin embargo, pese a esas zambullidas fantásticas, la embarcación trepa, salva otra cresta de ola y pasa, pasa siempre. Sostengo la barra con ambas manos y, creyendo que conviene resistir un poco una ola más alta que veo acercarse, cuando apunto para cortarla, embarco una gran cantidad de agua. Toda la canoa queda inundada. Debe de haber más de setenta y cinco centímetros de agua. Nerviosamente, sin querer, me atravieso a una ola, lo cual es sumamente peligroso, y la canoa queda tan escorada, a punto de volcar, que por sí sola echa gran parte del agua que había embarcado.
– ¡Bravo! – grita Clousiot-. ¡Sabes lo que te haces, Papillon! Pronto has achicado la canoa.
– ¡Sí, ya lo has visto! digo.
¡Si supiese que por mi falta de experiencia hemos estado a punto de irnos a pique zozobrando en alta mar! Decido no volver a luchar contra el curso de las olas, ya no me preocupo de la dirección, trato simplemente de mantener la canoa en el máximo equilibrio posible. Tomo la olas al sesgo, bajo deliberadamente al fondo con ellas y subo con el mismo mar. No tardo en percatarme de la importancia de mi descubrimiento, pues así he suprimido el noventa por ciento de posibilidades de peligro.
La lluvia cesa, el viento sigue soplando rabiosamente, puedo ver delante y detrás de mí. Detrás, hay claridad, te,
oscuridad, estamos en medio de ambos extremos.
Hacia las cinco, todo ha terminado. El sol brilla de nuevo sobre nosotros, el viento es normal, las olas, menos altas. Izo la vela y seguimos navegando, contentos de nosotros mismos. Con cazuelas, mis dos compañeros han achicado el agua que quedaba en la canoa. Sacamos las mantas: atadas al palo, el viento no tardará en secarlas. Arroz, harina, aceite, café doble y un buen trago de ron. El sol está a punto de ponerse, iluminando con todas sus luces este mar azul en un cuadro inolvidable: el cielo es todo rojo oscuro, el sol, sumido en parte en el mar, proyecta grandes lenguas amarillas, tanto hacia el cielo y sus pocas nubes blancas, como hacia el mar; las olas, cuando suben, son azules en el fondo, verdes después, y la cresta, roja, rosa o amarilla según el color del rayo que bate en ella. Me invade una paz de una dulzura poco común, y con la paz, la sensación de que puedo tener confianza en mí. He salido airoso y la breve tempestad me ha sido muy útil. Solo, he aprendido a maniobrar en esos casos. Afrontaré la noche con completa serenidad.
– Entonces, Clousiot, ¿te has fijado en mi truco para achicar la embarcación?
– Amigo mío, si no llegas a hacer eso y se nos hubiese echado encima otra ola de través, nos habríamos ido a pique. Eres un campeón.
– ¿Has aprendido todo eso en la Armada? -pregunta Maturette.
– Sí; como ves, sirven de algo las lecciones de la Marina de Guerra.
Debemos haber derivado mucho. Vaya uno a saber, con un viento y oleaje así, cuánto hemos derivado en cuatro horas. Decido dirigirme al Noroeste para rectificar, sí, eso es. La noche cae de repente tan pronto el sol ha desaparecido en el mar lanzando los últimos destellos, esta vez morados, de su fuego de artificio.
Durante seis días más, navegamos sin novedad, aparte de algunos atisbos de tempestad y de lluvia que nunca han rebasado tres horas de duración ni la eternidad de la primera tormenta. Son las diez de la mañana. Ni pizca de viento, una calma chicha. Duermo casi cuatro horas. Cuando despierto, los labios me abrasan. Ya no tienen piel, como tampoco la nariz. También mi mano derecha está despellejada, en carne viva. A Maturette le pasa igual, así como a Clousiot. Nos ponemos aceite dos veces al día en la cara y las manos, pero no basta: el sol de los trópicos en seguida lo seca.
Por la posición del sol, deben ser las dos de la tarde. Como y, luego, como hay calma chicha, nos hacemos sombra con la vela. Acuden peces en torno de la embarcación en el sitio donde Maturette ha lavado los cacharros. Cojo el machete y digo a Maturette que eche algunos granos de arroz que, por lo demás, desde que se mojó, empieza a fermentar. Los peces se agrupan donde cae el arroz hasta flor de agua y, cuando uno de ellos tiene la cabeza casi fuera, le doy un machetazo y se queda tieso panza arriba. Lo limpiamos y lo hervimos con agua y sal. Por la noche, nos lo comemos con harina de mandioca.
Hace once días que nos hicimos a la mar. Durante todo ese tiempo sólo hemos visto un barco muy lejos en el horizonte. Empiezo a preguntarme dónde demonios estamos. En alta mar, sin duda, pero ¿en qué posición con respecto a Trinidad o cualesquiera de las islas inglesas? Cuando se habla de] lobo… En efecto, delante de nosotros, un punto negro que, poco a poco, aumenta de tamaño- ¿Será un barco o una chulapa de alta mar? Es un error, no venía hacia nosotros. Es un barco, se le distingue bien, ahora. Se acerca, es cierto, pero sesgado, su derrota no le conduce hacia nosotros. Como no hace viento, nuestro velamen cuelga lastimosamente, y el barco, con seguridad, no nos ha visto. De repente, el aullido de una sirena; luego, tres toques; después, cambia de rumbo y, entonces, viene recto sobre nosotros.
– Con tal de que no se acerque demasiado dice Clousiot.
– No hay peligro, el mar es una balsa de aceite.
Es un petrolero. Cuanto más se acerca, tanta más gente se distingue en cubierta. Deberán preguntarse qué demonios están haciendo esos tipos en su cascarón de nuez, en alta mar. Se aproxima despacio, ahora distinguimos perfectamente a los oficiales de a bordo y a otros tripulantes, como al cocinero. Luego, vemos llegar a cubierta mujeres con vestidos abigarrados y hombres con camisas de colores. Debe tratarse de pasajeros. Pasajeros en un petrolero, me parece raro. El petrolero se acerca despacio y el capitán nos habla en inglés.
– 'Where are you coming from?. Guyane [5]
– ¿Habla usted francés? -pregunta una mujer.
– Sí,señora.
– ¿Qué hacen en alta mar?
– Vamos hacia donde Dios nos lleva.
La señora habla con el capitán y dice:
– El capitán les pide que suban a bordo, mandará izar su pequeña embarcación.
– Dígale que se lo agradecemos, pero que estamos muy bien en nuestra embarcación.
– ¿Por qué no quieren ayuda?
– Porque somos fugitivos y no vamos en su dirección.
– ¿Adónde van?
– A la Martinica y más allá. ¿Dónde estamos?
– En alta mar.
– ¿Cuál es la ruta para arribar a las Antillas?
– ¿Sabe usted leer una carta marina inglesa?
– Sí.
Un momento después, con una soga, nos bajan una carta inglesa, cartones de cigarrillos, pan y una pierna de carnero asada.
– ¡Fíjese en la carta!
Miro y digo:
– Debo hacer Oeste un cuarto Sur para encontrar las Antillas inglesas, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Cuántas millas, aproximadamente?
– Dentro de dos días estarán allí -dice el capitán…
– ¡Hasta la vista, gracias a todos!
– ¡El comandante de a bordo le felicita por su valor de marino!
– ¡Gracias, adiós!
Y el petrolero se va despacio, casi rozándonos. Me aparto de él por temor al remolino de las hélices y, en este momento, un marino me echa una gorra de marino. Cae en el centro mismo de la canoa, y será tocado con esta gorra, que tiene un galón dorado y un ancla, como dos días después, arribaremos a Trinidad sin novedad.
Trinidad
Las aves nos han anunciado la proximidad de la tierra mucho antes de haberla avistado. Son las siete y media de la mañana cuando acuden a girar a nuestro alrededor. ¡Llegamos, macho! ¡Llegamos! ¡Hemos salido bien de la primera parte de la fuga, la más difícil! ¡Viva la libertad!
Cada uno de nosotros exterioriza su alegría con exclamaciones pueriles. Tenemos las caras embadurnadas de manteca de cacao que, para aliviar nuestras quemaduras, nos regalaron en el barco que encontramos. Alrededor de las nueve, avistamos tierra. Un viento fresco, aunque suave, nos lleva a buena velocidad por una mar poco agitada. Hasta las cuatro de la tarde aproximadamente, no percibimos los detalles de una isla alargada, bordeada por pequeñas aglomeraciones de casitas blancas, cuya cima está llena de cocoteros. Todavía no se puede distinguir si verdaderamente es una isla o una península, como tampoco si las casas están habitadas o no. Habrá de pasar más de una hora aún para que distingamos gentes que corren hacia la playa en dirección de la cual nos dirigimos. En menos de veinte minutos, se ha reunido una abigarrada multitud. Los habitantes de esta aldea han acudido como un solo hombre a la playa para recibirnos. Más tarde, sabremos que se llama San Fernando.
A trescientos metros de la costa, echo el ancla, que en seguida se engancha. Por una parte, lo hago para ver la reacción de esas gentes, y también para no romper mi embarcación cuando vaya a varar, si el fondo es de coral. Arriamos las velas y esperamos. Un pequeño bote viene hacia nosotros. A bordo, dos negros que reman y un blanco tocado con casco colonial.
– Bien venidos a Trinidad dice en puro francés el blanco- Los negros se ríen enseñando todos los dientes.
señor, por sus amables palabras. ¿El fondo de la playa es de coral o de arena?
– Es de arena, puede usted ir sin peligro hasta la playa.
Levamos el ancla y, despacio, el oleaje nos empuja hasta la playa. Apenas arribamos, cuando diez hombres entran en el agua y, de un tirón, varan la canoa. Nos miran, nos tocan con ademanes acariciadores, las mujeres negras o coolíes, o hindúes nos invitan con gestos. Todo el mundo quiere tenernos en casa, según me explica en francés el blanco. Maturette recoge un puñado de arena y se la lleva a la boca para besarla. Es el delirio. El blanco, a quien he hablado del estado de Clousiot, le hace llevar a su casa, muy próxima a la playa. Nos dice que podemos dejarlo todo hasta mañana en la canoa, que nadie tocará nada. Todo el mundo me llama captain, me río de este bautismo. Todos me dicen: “Good captain, long ride on smatl boatl.” [6]
Anochece y, tras haber pedido que pongan la embarcación un poco más lejos y haberla amarrado a otra mucho mayor que está varada en la playa, sigo al inglés hasta su casa. Es un bungalow como pueden verse en toda tierra inglesa; unos cuantos peldaños de madera, una puerta metálica. Entro detrás del inglés, Maturette me sigue. Al entrar, sentado en un sillón, con su pierna herida sobre una silla, veo a Clousiot, quien se pavonea rodeado por una señora y una chica.
– Mi mujer y mi hija -me dice el caballero-. Tengo un hijo que estudia en Inglaterra.
– Sean bien venidos a esta casa -dice la señora, en francés.
– Siéntense, caballeros -dice la muchacha, acercándonos dos sillones de mimbre.
– Gracias, señoras, no se molesten tanto por nosotros.
– ¿Por qué? Sabemos de dónde vienen ustedes, pueden estar tranquilos y, se lo repito: sean bien venidos a esta casa.
El señor es abogado, se llama Master Bowerí, tiene su bufete en la capital, a cuarenta kilómetros, en Port of Spain, capital de Trinidad. Nos traen té con leche, tostadas, mantequilla, confitura. Fue nuestra primera velada de hombres libres, nunca la olvidaré. Ni una palabra del pasado, ninguna pregunta indiscreta, solamente cuántos días hemos pasado en el mar y cómo nos ha ido el viaje; si Clousiot padecía mucho y si deseábamos que avisasen a la Policía al día siguiente o esperar un día antes de avisarla; si vivían nuestros padres, o si teníamos mujer e hijos. Si deseábamos escribirles, ellos echarían las cartas a Correos. ¿Cómo decirlo?: un recibimiento excepcional, tanto del pueblo en la playa como de aquella familia llena de indescriptibles atenciones para con tres fugitivos.
Master Bowen consulta por teléfono a un médico, quien le dice que le mande el enfermo a su clínica mañana por la tarde para hacerle una radiografía y demás. Master Bowen telefonea a Port of Spain, al comandante del Ejército de Salvación. Este dice que nos preparará una habitación en el hotel del Ejército de Salvación, que vayamos cuando queramos, que guardemos bien nuestra embarcación si es buena, pues la necesitaremos para seguir el viaje. Pregunta si somos presidiarios o relegados, le contestan que somos presidiarios. Al abogado parece gustarle que seamos presidiarios.
– ¿Quieren ustedes tomar un baño y afeitarse? -me pregunta la muchacha. Sobre todo, no digan que no, no nos molesta en absoluto. En el cuarto de baño encontrarán ropas que, por lo menos así lo espero, les irán bien.
Paso al cuarto de baño, me baño, me afeito y salgo bien peinado, con un pantalón gris, camisa blanca, zapatos de tenis y calcetines blancos.
Un hindú llama a la puerta, trae un paquete bajo el brazo y se lo entrega a Maturette diciéndole que el letrado ha notado que yo era más o menos de la misma talla que el abogado y que no costaba nada vestirme, pero que para el pequeño Maturette no podía encontrar prendas adecuadas, pues nadie, en casa del abogado, tenía su corta estatura. Se inclina, como hacen los musulmanes, ante nosotros, y se retira. Ante tanta bondad, ¿qué puedo decir? La emoción que me henchía el pecho es indescriptible. Clousiot fue el primero en acostarse. Luego, nosotros cinco cambiamos abundantes impresiones sobre diferentes cosas. Lo que más intrigaba a aquellas encantadoras mujeres era qué pensábamos hacer para reconstruirnos una existencia. Nada del pasado, todo sobre el presente y el futuro. Master Bowen lamentaba que en la isla de Trinidad no se acepte el afincamiento de evadidos. Me explicó que él había solicitado repetidas veces la derogación de esa medida, pero que jamás le hicieron caso.
La muchacha habla un francés muy puro, como el padre, sin acento ni defecto de pronunciación alguno. Es rubia, pecosa, y tiene de diecisiete a veinte años, no me he atrevido a preguntarle la edad. Dice:
– Son ustedes muy jóvenes y la vida les espera, no sé lo que habrán hecho para ser condenados ni quiero saberlo, pero haber tenido el valor de hacerse a la mar en una embarcación tan pequeña para un viaje tan largo y peligroso, denota que están dispuestos a jugárselo todo para ser libres y eso es digno de mérito.
Hemos dormido hasta las ocho de la mañana. Al levantarnos encontramos la mesa puesta. Las dos damas nos dicen con toda naturalidad que Master Bowen se ha ido a Port of Spain y que no volverá hasta la tarde con las informaciones necesarias para actuar en favor nuestro.
Ese hombre que abandona su casa con tres presidiarios evadidos dentro nos da una lección sin par, como queriendo decirnos: “Sois seres normales; fijaos si tengo confianza en vosotros, que os dejo solos en mi casa al lado de mi mujer y de mi hija.” Esta manera tácita de decirnos: “He visto, tras haber conversado con vosotros tres, a seres perfectamente dignos de confianza, hasta el punto de que, no dudando que no podréis ni de hecho, ni de gesto, ni de palabra comportaros mal en mi casa, os dejo en mi hogar como si fueseis viejos amigos”, esta manifestación, digo, nos ha conmovido mucho.
No soy ningún intelectual que pueda describir, lector -si algún día este libro tiene lectores, con la intensidad necesaria, con suficiente inspiración, la emoción, la formidable impresión de respeto de nosotros mismos, no de una rehabilitación, sino de una nueva vida. Ese bautismo imaginario, ese baño de pureza, esa elevación de mi ser por encima del fango en el que me encontraba encenagado, esa manera de ponerme frente a una responsabilidad real así de pronto, acaban de hacer, de una manera tan simple, otro hombre de mí, hasta el punto de que ese complejo de presidiario que incluso cuando uno está libre oye sus grilletes y cree en todo instante que alguien le vigila, que todo cuanto he visto, pasado y aguantado, todo lo que he sufrido, todo lo que me conducía a ser un hombre corrompido, peligroso en todos los momentos, pasivamente obediente en la superficie y tremendamente peligroso en su rebeldía, todo eso ha desaparecido como por ensalmo. ¡Gracias, Master Bowen, abogado de Su Majestad, gracias por haber hecho de mí otro hombre en tan poco tiempo!
La rubísima muchacha de ojos tan azules como el mar que nos rodea está sentada conmigo bajo los cocoteros de la casa de su padre. Buganvillas rojas, amarillas y malva en flor dan a este jardín la pincelada de poesía que este instante requiere.
– Monsieur Henri -me llama señor. ¡Cuánto tiempo hace que no me han llamado señor-, como papá le dijo ayer, una incomprensión injusta de las autoridades inglesas hace que, desgraciadamente, no puedan -ustedes quedarse aquí. Sólo les conceden quince días para que descansen y vuelvan a hacerse a la mar. Por la mañana temprano, he ido a ver su embarcación; es muy ligera y muy pequeña para el viaje tan largo que les aguarda. Esperemos que lleguen ustedes a una nación más hospitalaria y más comprensiva que la nuestra. Todas las islas inglesas tienen la misma forma de obrar en esos casos. Le pido, si en ese futuro viaje sufren ustedes mucho, que no guarden rencor al pueblo que habita en estas islas; no es responsable de esa forma de ver las cosas, son órdenes de Inglaterra, que emanan de personas que no les conocen a ustedes. La dirección de papá es 101, Queen Street, Port of Spain, Trinidad. Le pido, si Dios quiere que pueda hacerlo, que nos escriba unas letras para que sepamos qué ha sido de ustedes.
Estoy tan emocionado que no sé qué responder. Mrs. Bowen se acerca a nosotros. Es una hermosísima mujer de unos cuarenta años, rubia castaño, ojos verdes. lleva un vestido blanco muy sencillo, ceñido por un cordón blanco, y calza sandalias verde dato.
– Señor, mi marido no vendrá hasta las cinco. Está tratando de conseguir que vayan ustedes sin escolta policíaca, en su coche, a la capital. También pretende evitarles que tengan que pasar la primera noche en la Comisaría de Policía de Port of Spain. Su amigo herido irá directamente a la clínica de un médico a amigo, y ustedes dos, al hotel del Ejército de Salvación.
Maturette viene a reunirse con nosotros en el jardín. Ha ido a ver la embarcación que está rodeada, nos dice, de curiosos. No ha sido tocado nada. Examinando la canoa, los curiosos han encontrado una bala incrustada sobre el gobernalle, y alguien le ha pedido permiso para quitarla como recuerdo. Ha respondido: “Captain, captain.” El hindú ha comprendido que era necesario pedírselo al capitán, y le ha dicho: “¿Por qué no dejan en libertad a las tortugas? “
– ¿Tiene usted tortugas? -pregunta la muchacha. Vamos, a verlas.
Nos vamos hacia la embarcación. En el camino, una encantadora pequeña hindú me ha cogido de la mano sin más. “Good alternoon (buenas tardes)”, dice todo ese gentío abigarrado. Saco las dos tortugas.
– ¿Qué hacemos? ¿Las echamos al mar? ¿O bien las quiere' usted para su jardín?
– El estanque del fondo es de agua de mar. Las meteremos en ese estanque, así tendré un recuerdo de ustedes.
Reparto entre las personas que están aquí todo cuanto hay en la canoa, salvo la brújula, el tabaco, el barril, el cuchillo, el machete, el hacha, las mantas y la pistola que oculto entre las mantas y que nadie ha visto.
A las cinco, llega Master Bowen:
– Señores, todo está arreglado. Les llevaré personalmente a la ciudad. Primero, dejaremos al herido en la clínica y, luego, iremos al hotel.
Acomodamos a Clousiot en el asiento trasero del coche. Yo le estoy dando las gracias a la muchacha, cuando llega su madre con una maleta en la mano y nos dice:
– Le ruego que acepte unas ropas de mi marido.
¿Qué cabe decir ante tanta humana bondad?
– Gracias, infinitas gracias.
Y nos vamos en el coche, que tiene el volante a la derecha. A las seis menos cuarto, llegamos a la clínica. Se llama “San Jorge”. Unos enfermeros ponen a Clousiot sobre una camilla en una sala donde un hindú está sentado en su cama. Llega el doctor, da la mano a Bowen y, después, a nosotros. No habla francés, pero nos hace decir que Clousiot será bien atendido y que podemos venir a verle siempre que queramos. Con el coche de Bowen cruzamos la ciudad. Estamos maravillados de verla iluminada, con sus automóviles, sus bicicletas. Blancos, negros, amarillos, hindúes, coolíes caminan juntos por las aceras de esta ciudad totalmente de madera que es Port of Spain. Cuando llegamos al hotel del Ejército de Salvación, un edificio cuya planta baja es de piedra y el resto de madera, bien situado en una plaza iluminada donde leo Fish Market (Mercado del Pescado), el capitán del Ejército de Salvación nos recibe en compañía de todo su estado mayor, mujeres y hombres. Habla un poco de francés, todo el mundo nos dirige palabras en inglés, que no comprendemos, pero los semblantes son tan risueños, las miradas tan acogedoras, que sabemos que nos dicen cosas amables.
Nos conducen a una habitación del segundo piso, de tres camas -la tercera, prevista para Clousíot-, un cuarto de baño contiguo a la habitación con jabón y toallas a nuestra disposición. Tras habernos indicado nuestra habitación, el capitán nos dice:
– Si quieren ustedes comer, se cena en común a las siete, es decir, dentro de media hora.
– No, no tenemos apetito.
– Si quieren pasearse por la ciudad, tomen estos dos dólares antillanos para toma café o té, o un helado. Sobre todo, no se extravíen. Cuando quieran volver, les bastará con preguntar el camino con estas palabras tan sólo: Salvation Army, please?”
Diez minutos después, estamos en la calle, andamos por las aceras, nos codeamos con personas, nadie nos mira, nadie se fija en nosotros, respiramos profundamente, saboreando con emoción esos primeros pasos de hombre libre en una ciudad- Esa continua confianza de dejarnos libres en una ciudad bastante grande nos reconforta y no sólo nos da confianza en nosotros mismos, sino también la perfecta conciencia de que es imposible que traicionemos esa fe que ha sido puesta en nosotros. Maturette y yo caminamos despacio en medio del gentío. Necesitamos estar entre personas, ser empujados, asimilarnos a ellos para formar parte de ellas. Entramos en un bar y pedimos cerveza. Parece poca cosa decir: “Two beers, please de tan natural que es. Pues bien, a pesar de eso, nos parece fantástico que una coolíe hindú, con su concha de oro en la nariz, nos pregunte tras habernos servido: “Half a dollar, sir.” Su sonrisa de dientes de perla, sus grandes ojos un poco almendrados de un negro violáceo, sus cabellos de azabache que le caen sobre los hombros, su corpiño medio desabrochado sobre el inicio de los senos cuya gran belleza deja entrever, esas cosas fútiles, tan naturales para todo el mundo, a nosotros nos parecen de cuento de hadas. ¡Vamos, Papi, no es verdad, no puede ser verdad que, tan de prisa, de muerto en vida, de presidiario perpetuo, estés en vías de transformarte en hombre libre!
Ha pagado Maturete, sólo le queda medio dólar. La cerveza está deliciosamente fría y el me dice:
– ¿Nos tomamos otra?
La segunda ronda que él querría tomar me parece una cosa que no debe hacerse.
– Pero, hombre, hace apenas una hora que estás en verdadera libertad, y ¿ya piensas en emborracharte?
– ¡Oh! Por favor, Papi, ¡no exageres! De tomarse dos cervezas a emborracharse, hay mucha distancia.
– Quizá tengas razón, pero encuentro que, decorosamente, no debemos arrojarnos sobre los placeres que nos brinda el momento. Creo que debemos saborearlos poco a poco, no como glotones. En primer lugar, ese dinero no es nuestro.
– Sí, es verdad, tienes razón. Aprenderemos a ser libres con cuentagotas, será mucho mejor.
Salimos y bajamos la gran calle de Watters Street, bulevar principal que cruza la ciudad de un extremo a otro y, sin darnos cuenta, tan asombrados estamos por los tranvías que pasan, por los borricos con su carrito, los automóviles, los anuncios llameantes de cines y de bares-boires, los ojos de las jóvenes negras o hindúes que nos miran riendo, nos encontramos en el puerto sin querer. Ante nosotros, los barcos muy iluminados, barcos de turistas con nombres embrujadores: Los Ángeles, Boston, Québec, barcos: Hamburgo, Amsterdam, Londres, etc., y, alineados a lo largo del muelle, pegados unos a otros, bares, cabarets, restaurantes abarrotados de hombres y de mujeres que beben, cantan, discuten a grandes voces. De golpe, una irresistible necesidad me impulsa a mezclarme con esa multitud, vulgar quizá, pero ¡tan llena de vida.! En la terraza de un bar, puestos en hielo, erizos de mar y ostras, gambas, navajas. mejillones, toda una exhibición de frutos del mar que provocan al transeúnte. Las mesas con mantel de cuadros blancos y rojos, la mayoría ocupadas, invitan a sentarse. Chicas de piel morena clara, perfil fino, mulatas que no tienen ningún rasgo negroide, ceñidas en corpiños multicolores generosamente escotados, convidan aún más a disfrutar de todo eso. Me acerco a una de ellas y le digo: “French money good?”, mostrándole un billete de mil francos.
– Yes, I change for You.
OK.
Toma el billete y desaparece en la sala repleta de gente. Vuelve.
– Come here -dice.
Y me lleva a la caja, donde está un chino. -¿Usted francés?
– Sí.
– ¿Cambiar mil francos?
– ¿Todo dólares antillanos? -Sí.
– ¿Pasaporte? -No tengo.
– ¿Tarjeta de marinero? -No tengo.
– ¿Documentos de inmigración? -No tengo.
– Bien.
Dice dos palabras a la chica, ésta mira hacia la sala, se acerca a un tipo que tiene pinta de marinero y que lleva una gorra como la mía, con un galón dorado y un ancla, y le lleva hacia la caja. El chino dice:
– Tu tarjeta de identidad. -Ahí va.
Y, fríamente, el chino rellena una ficha de cambio de mil francos a nombre del desconocido, se la hace firmar, la mujer le coge del brazo y se lo lleva. El otro, seguramente, no sabe lo que pasa, yo cobro doscientos cincuenta dólares antillanos, cincuenta dólares en billetes de uno y dos dólares. Doy un dólar a la chica, salimos a la calle y, sentados a una mesa, nos damos un atracón de mariscos, acompañados de un vino blanco, seco, que está delicioso.