Llegada a las islas
Mañana debemos embarcar para las Islas de la Salvación. Pese a todo lo que he luchado, esta vez estoy a casi unas horas de ser internado de por vida. Primero, tendré que cumplir dos años de reclusión en la isla de San José. Espero que haré falso el sobrenombre que le han dado los presidiarios: “la comedora de hombres”.
He perdido otra vez la partida, pero mi ánimo no es el de un vencido.
Debo alegrarme de no tener que cumplir más que dos años en esa cárcel de otra cárcel. Como me he prometido, no me dejaré llevar fácilmente por las divagaciones que crea el aislamiento completo. Para escapar a ellas, tengo el remedio. Debo, de antemano, verme libre, sano y fuerte, como un presidiario normal de las Islas. Cuando salga, tendré treinta años.
En las Islas, las evasiones son rarísimas, lo sé. Pero, aunque contadas con los dedos, las ha habido. Pues bien, yo me evadiré, seguro. Dentro de dos años, me evadiré de las Islas, se lo repito a Clousiot, quien está sentado a mi lado.
– Mi buen Papillon, es muy difícil desanimarte y envidio la fe que tienes de ser libre un día. Hace un año que no paras de pirártelas y ni una sola vez has renunciado a ello. Tan pronto acaba de salirte mal una fuga, cuando ya preparas otra. Me extraña que aquí no hayas intentado nada.
– Aquí, compañero, sólo hay un modo: fomentar una revuelta. Pero para eso se necesita tiempo, y no lo tengo suficiente para convencer a todos esos seres difíciles. He estado a punto de provocarla, pero he tenido miedo de que me devorase. Esos cuarenta hombres que están aquí son todos antiguos presidiarios. El camino de la podredumbre les ha absorbido, reaccionan de otra forma que nosotros. Por ejemplo: los “antropófagos”, los “tipos de las hormigas”, el que echó veneno en la sopa y, para matar a un hombre, no titubeó en envenenar a otros siete que nunca le habían hecho nada.
– Pero en las Islas habrá el mismo tipo de hombres.
– Sí, pero de las Islas me evadiré sin la ayuda de nadie. Me iré solo o, a lo sumo, con un compañero. T¿ sonríes, Clousiot, ¿por qué?
– Sonrío porque nunca abandonas la partida. El fuego que te abrasa las entrañas de verte en París presentando la cuenta a tus tres amigos, te sostiene con una fuerza tal que no admites que lo que tanto anhelas no pueda realizarse.
– Buenas noches, Clousiot, hasta mañana. Sí, las veremos, esas malditas Islas de la Salvación. Lo primero que tenemos que preguntar es por qué a esas islas de perdición las llaman de la Salvación.
Y, volviendo la espalda a Clousiot, asomo un poco el rostro hacia la brisa nocturna.
El día siguiente, muy temprano, embarcamos para las Islas. Veintiséis hombres a bordo de una carraca de cuatrocientas toneladas, el Tamon, barco de cabotaje que hace el viaje Cayena-Las Islas Saint-Laurent ida y vuelta. De dos en dos, nos encadenan los pies y nos esposan. Dos grupos de ocho hombres delante vigilados por cuatro guardianes armados de mosquetones. Más un grupo de diez detrás con seis guardianes y los dos jefes de escolta. Todo el mundo está en la cubierta de esta carraca que amenaza zozobrar a cualquier momento de mar gruesa.
Decidido a no pensar durante el viaje, quiero distraerme. Por lo que, sólo para contrariarles, digo en voz alta al vigilante que tengo más próximo y que pone cara de funeral:
– Con las cadenas que nos habéis puesto, no hay ~ de que nos salvemos si este barco podrido se fuese a pique, lo cual podría muy bien ocurrir con mar gruesa en el estado en que se encuentra.
Medio adormilado, el guardián reacciona como yo había previsto.
– Que os ahoguéis vosotros nos importa un bledo. Tenemos orden de encadenaros y ya está. La responsabilidad la tienen los que dan las órdenes. Nosotros, de todas formas, quedamos cubiertos.
– De todas formas, tiene usted razón, señor vigilante, con cadenas o sin cadenas, si este féretro se parte en el camino nos vamos todos a pique.
Ola! Sabe usted, hace mucho tiempo -dice el muy imbécil, que este barco hace ese trayecto y nunca le ha pasado nada.
– Sí, pero precisamente porque hace demasiado tiempo que existe este barco, ahora debe estar a punto de que le pase algo importante en el momento menos pensado.
He conseguido lo que quería: cortar ese silencio general que me ponía nervioso.
– Sí, esta carraca es peligrosa y, encima nos encadenan. Si cadenas, de todos modos, queda alguna posibilidad.
– ¡Oh! Lo mismo da. Nosotros, con el uniforme, las botas el mosquetón tampoco andamos ligeros.
– El mosquetón no cuenta, porque en caso de naufragio no cuesta echarlo por la borda dice otro.
Viendo que tragan el primer anzuelo, les tiro el segundo:
– ¿Dónde están los botes de salvamento? Sólo veo uno muy pequeño, para ocho hombres todo lo más. Entre el comandante y la dotación, se llenaría en seguida. Los demás, que se pudran.
Entonces, la cosa se dispara, en alto diapasón.
– Es verdad, no hay nada y este barco está tan deteriorado que me parece una irresponsabilidad inaceptable que padres de familia deban correr tanto peligro por acompañar a esos tunantes.
Como estoy en el grupo que se encuentra en el puente trasero los dos jefes de convoy viajan con nosotros. Uno de ellos mira y dice:
– ¿Eres tú, Papillon, el que viene de Colombia?
– Sí.
– No me extraña que hayas ido tan lejos, parece que entiendes de navegación.
Pretenciosamente, respondo:
– Sí, mucho.
Eso provoca una situación molesta. Por si fuese poco, el comandante baja de su puesto de mando, pues acabamos de salir del estuario del Maroni y, como es el sitio más peligroso, ha debido llevar personalmente el timón. Ahora, lo ha pasado a otro. Así, pues, ese comandante de un color negro Tombuctú, pequeño y gordo, de semblante bastante joven, pregunta dónde están los tipos que han ido en una tabla hasta Colombia.
– Este, ése y aquél, el de al lado dice el jefe del convoy.
– ¿ Quién era el capitán? -pregunta el enano.
– Yo, señor.
– Bueno, pues, muchacho, como marino te felicito. No eres un hombre corriente. ¡Toma! -Se mete la mano en el bolsillo de la chaqueta-: Acepta este paquete de tabaco bleu con papel de fumar. Fúmatelo a mi salud.
– Gracias, mi comandante. Pero yo también debo felicitarlo a usted por atreverse a navegar en este coche fúnebre, una o dos veces por semana, según creo.
Se ríe a carcajadas, para colmar la medida a las personas que quise contrariar.
Dice:
– ¡Ah! ¡Tienes razón! Hace mucho tiempo que hubiesen debido mandarla al cementerio esta carraca, pero la Compañía espera que se hunda para cobrar el seguro.
Entonces, termino diciendo con una estocada:
– Afortunadamente, para usted y la tripulación tiene un bote de salvamento.
– Afortunadamente, sí -dice el comandante sin reflexionar, antes de desaparecer por la escalerilla.
Aquel tema de conversación deliberadamente provocado por mí, llenó mi viaje más de cuatro horas. Cada cual tenía algo que decir, y la discusión, no sé cómo, llegó hasta la proa del barco.
La mar; hoy, hacia las diez de la mañana, no es gruesa, pero el viento no favorece el viaje. Hacemos Nordeste, es decir, que vamos contra viento y marea, lo cual, naturalmente, hace cabecear y balancear más de lo normal el barco. Varios vigilantes y presidiarios están mareados. Por suerte para mí, el que está encadenado conmigo tiene espíritu de lobo de mar, pues nada es más desagradable que ver vomitar al lado de uno. Ese chico es un verdadero titi [7]. Subió a presidio en 1927. Hace, pues siete años que está en las Islas. Es relativamente joven, treinta y ocho años.
– Me llaman Titi la Belote, pues debo decirte, amigo mío, que la belote [8] es mi fuerte. Por lo demás, en las Islas, vivo de eso. Belote todas las noches a dos francos el tanto. Y, cancando las cartas, la apuesta sube. Si ganas por un doscientos de sota, el tío te paga cuatrocientos francos y algunas plumas de los otros puntos.
– Pero, entonces, ¿hay mucho dinero en las Islas?
– ¡Ah, sí, mi buen Papillon! Las Islas están llenas de estuches abarrotados de parné. Unos suben con ellos; otros, pagando un cincuenta por ciento, reciben dinero a través de los vigilantes trapisondas. Se nota que eres nuevo, amigo. ¿No sabes nada de eso?
– No, nada absolutamente. Sólo sé que es muy difícil fugarse.
– ¿Fugarse? -dice Titi-. No vale la pena hablar siquiera de ello. Va para siete años que estoy en las Islas y ha habido dos evasiones con el resultado de tres muertos y dos capturados. Nadie lo ha logrado. Por eso, hay pocos candidatos a probar suerte.
– ¿Por qué has ido a Tierra Grande?
– A que me radiografiasen para ver si tengo úlcera.
– ¿Y no intentaste evadirte del hospital?
– ¡Quién habla! Tú, Papillon, lo echaste todo a perder. Y, encima, tuve la mala suerte de ir a parar a la misma sala de donde te evadiste. ¡Qué vigilancia! Cada vez que nos acercábamos a una ventana para respirar un poco, te obligaban a apartarte de ella. Y cuando preguntabas el porqué, te contestaban: “Por si acaso se te ocurría hacer como Papillon.“
– Dime, Tifi, ¿quién es ese tipo alto que está sentado al lado del jefe del convoy? ¿Es un chivato?
– ¿Estás loco? Ese tipo es muy apreciado por todos. Es un cabrito, pero sabe portarse como un verdadero hampón: nada de frecuentar a los guardianes, nada de sitio de favor, su rango de presidiario, bien mantenido. Capaz de dar un buen consejo, buen camarada y distante con la poli. Ni siquiera el cura y el doctor han podido emplearle. Ese cabrito que se porta como todo un hombre, como puedes ver, es un descendiente de Luis VX. Sí, amigo mío, es conde, pero conde de verdad, se llama Jean de Bérac. No obstante, cuando llegó, le costó trabajo granjearse la estima de los hombres, pues había cometido algo muy asqueroso para subir a los duros.
– ¿Qué hizo?
– Pues tiró a su propio hijo al río desde un puente, y como el chaval cayó en un sitio donde había poca agua, tuvo el valor de bajar, recogerlo y arrojarlo a una sima más profunda.
– ¡Cómo! ¡Es como si hubiese asesinado dos veces a su propio chico! -dice un amigo mío, que es contable y vio su expediente, ese macho estaba aterrorizado por el ambiente de nobleza que le rodeaba. Y su madre había echado a la calle, como a una perra, a la madre del chico, que era una joven sirvienta de su castillo. Según mi amigo, ese muchacho estaba dominado por una madre orgullosa, pedante, que le humilló tanto por haber tenido el, un conde, relaciones con una chacha, que ya no sabía lo que se hacía cuando fue a tirar al agua al chico tras decir a su madre que lo había llevado a la Asistencia pública.
– ¿A cuánto le han condenado?
– Diez años solamente. Puedes imaginar, Papillon, que no es un tipo como nosotros. La condesa, jefe de honor de la casa, debió explicar a los magistrados que matar al chaval de una criada no es un delito tan grave, cuando ha sido cometido por un conde que quiere salvar la reputación de su familia.
– ¿Conclusión?
– Bien, mi conclusión personal, de humilde golfo parisiense, es la siguiente: libre y sin preocupaciones a la vista, ese conde Jean de Bérac era un hidalgo educado de tal manera que, contando tan sólo la sangre azul, todo lo demás era insignificante y no valía la pena de preocuparse por ello. Quizá no eran siervos propiamente dichos, pero cuando menos seres desdeñables. Aquel monstruo de egoísmo y de pretensiones que era su madre le había triturado y aterrorizado hasta tal punto que ya era como ellos. Pero en el presidio, ese señor que antes creía tener derecho de pernada se ha vuelto un verdadero noble en toda la acepción de la palabra. Eso parece paradójico, pero sólo ahora es de verdad el conde Jean de Bérac.
Las Islas de la Salvación, ese “desconocido” para mí, ya no lo será dentro de unas horas. Sé que es muy difícil evadirse de ellas, pero no imposible. Y, aspirando con deleite el viento de alta mar, pienso: “¿Cuándo ese viento en contra se volverá viento en popa en una evasión? “
Llegamos. ¡Ahí están las Islas! Forman un triángulo. Royale y San José son la base. La del Diablo, la altura. El sol, que ya ha declinado, las ilumina con todas sus luces, pero no tienen tanta intensidad como en los trópicos, por lo que pueden contemplarse detalladamente. Primero, la Royale, con una cornisa llana en torno de su cerro de doscientos metros de altura. La cima, plana. El conjunto produce la impresión de un sombrero mexicano puesto sobre el mar, cuya punta hubiese sido desmochada. En todas partes, cocoteros muy altos, y muy verdes, también. Casitas de tejados rojos dan a esa isla un atractivo poco común y quien no sepa lo que hay más arriba desearía vivir en ella toda la vida. Un faro, en la meseta, debe alumbrar de noche, a fin de que, con mala mar, los barcos no se estrellen en las rocas. Ahora que estamos más cerca, distingo cinco edificios grandes y largos. Por Titi me entero de que primero hay dos inmensas salas donde viven cuatrocientos presidiarios. Después, el pabellón de represión, con sus celdas y sus calabozos, rodeado por una alta muralla blanca. El cuarto edificio es el hospital de los presidiarios, y el quinto, el de los vigilantes. Y en todas partes, diseminadas en las laderas, casitas de tejados rojos donde viven los vigilantes. Más lejos de nosotros, pero más cerca de la punta de Royale, San José; menos cocoteros, menos follaje y, en la meseta, un inmenso caserón que se ve muy distintamente desde el mar. En seguida comprendo: es la Reclusión. Titi la Belote me lo confirma. Me muestra, más abajo, las edificaciones del campamento donde viven los presidiarios que cumplen pena normal. Esas edificaciones están junto al mar. Las torretas de vigilancia se destacan muy netamente con sus troneras. Y, luego, más casitas muy monas, con sus paredes pintadas de blanco y su tejado rojo.
Como el barco toma por el sur la entrada de la isla Royale, ahora ya no vemos la pequeña isla del Diablo. Por la impresión que me ha dado vista desde proa, es un enorme peñón, cubierto de cocoteros, sin construcciones importantes. Algunas casas a orillas del mar, pintadas de amarillo con tejados de color oscuro. Más tarde, sabré que son las casas donde viven los deportados políticos.
Estamos entrando en el puerto de Royale, bien resguardado por un inmenso malecón hecho de grandes bloques. Obra que, para ser llevada a cabo, ha debido costar muchas vidas de presidiarios.
Tras tres toques de sirena, el Tanon ancla a unos doscientos metros del muelle. Ese muelle, bien construido con cemento y grandes cantos rodados, es muy largo y tiene más de tres metros de alto. Edificaciones pintadas de blanco, más atrás, se alinean a lo largo de él. Pintado en negro sobre fondo blanco leo: “Puesto de Guardia”, “Servicio de canoas”, “Panadería”, “Administración del Puerto”.
Se ven presidiarios que contemplan el barco. No llevan el uniforme listado, sino pantalones y una especie de blusón blancos. Titi la Belote me dice que, en las Islas, quienes tienen dinero se lo hacen cortar “a medida” por los sastres, con sacos de harina de los que se han quitado los letreros, trajes muy flexibles y que hasta resultan ligeramente elegantes. Casi nadie, dice, lleva el uniforme de presidiario.
Una lancha se acerca al Tanon. Un vigilante al timón, dos vigilantes armados de mosquetones a derecha e izquierda: a popa, junto a aquél, seis presidiarios de pie, con el torso desnudo, pantalones blancos, bogan con inmensos remos. Pronto cubren la distancia. Detrás de ellos, remolcada, sigue una gran canoa parecida a las de salvamento, vacía. Acostan. Primero, bajan los jefes del convoy, que se sitúan a popa. Luego, dos vigilantes con mosquetones van hacia proa. Con los pies destrabados, pero con las esposas puestas, bajamos de dos en dos a la canoa; los diez de mi grupo y, luego, los ocho del grupo de proa. Los remeros arrancan. Harán otro viaje para los demás. Desembarcamos en el muelle y, alineados frente al edificio de la “Administración del Puerto”, esperamos. Ninguno de nosotros lleva paquetes. Sin hacer caso de los guardias, los deportados nos hablan en voz alta, desde una distancia prudente de cinco a seis metros. Varios deportados de mi convoy me saludan amistosamente. Cesari y Essari, dos bandidos corsos que conocí en Saint-Martin, me dicen que son barqueros en el servicio del puerto. En este momento, llega Chapar, el del asunto de la Bolsa de Marsella a quien conocí en libertad en Francia. Sin cumplidos, delante de los guardianes, me dice:
– ¡No te preocupes, Papillon! Cuenta con tus amigos, no te faltará nada en la reclusión. ¿Cuánto te han endiñado?
– Dos años.
– Bueno, eso pasa pronto y, además, estarás con nosotros. Ya verás, no se está mal aquí.
– Gracias, Chapar. ¿Y Dega?
– Es contable, está arriba, me extraña que no esté aquí. Sentirá no haberte visto.
En este momento, llega Galgani. Viene hacia mí, el vigilante quiere impedirle que pase, pero logra pasar de todos modos, diciendo:
– ¡No va usted a impedirme que abrace a mí hermano, vaya, hombre! -Y me abraza diciendo-: Cuenta conmigo.
Luego, hace ademán de retirarse.
– ¿Qué haces?
– Soy cartero.
– ¿Qué tal?
– Estoy tranquilo.
Los últimos han desembarcado ya y se reúnen con nosotros. Nos quitan las esposas a todos. Titi la Belote, De Bérac y unos desconocidos son apartados de nuestro grupo. Un vigilante les dice:
– Vamos, en marcha para subir al campamento.
Ellos tienen su macuto del presidio. Cada cual se lo echa al hombro y todos se van hacia un camino que sube hasta la cima de la isla. El comandante dé las Islas llega acompañado de seis vigilantes. Pasan lista. Están todos. Nuestra escolta se retira.
– ¿Dónde está el contable? -pregunta el comandante.
– Ahora viene, jefe.
Veo llegar a Dega, bien vestido de blanco con una chaqueta con botones, acompañado por un vigilante: ambos llevan un gran libro bajo el brazo. Entre los dos hacen salir a los hombres de las filas, uno por uno, con su nueva clasificación:
– Usted, recluso Fulano de Tal, número de deportado número X, será numerado recluso Z.
– ¿Cuánto?
– X años.
Cuando llega mi turno, Dega me abraza varias veces. El comandante se acerca.
– ¿Es ése Papillon?
– Sí, mi comandante -,dice Dega.
– Pórtese bien en la Reclusión. Dos años pasan pronto.
La Reclusión
Una lancha está a punto. De los diecinueve reclusos diez se van en la primera lancha. Soy llamado para salir. Fríamente, Dega dice:
– No, ése saldrá en el último viaje.
Desde que llegué, estoy asombrado de ver la manera como hablan los presidiarios. No se nota disciplina alguna y ellos parecen reírse de los guardianes. Hablo con Dega, que se ha puesto a mí lado. Ya sabe toda mi historia y la de mi evasión. Hombres que estaban conmigo en Saint-Laurent vinieron a las Islas y se lo contaron todo. No me compadece, es demasiado sutil para hacerlo. Una sola frase, de corazón:
– Merecías tener éxito, hijo. ¡Será la próxima vez!
Ni siquiera me dice: ánimo. Sabe que lo tengo.
– Soy contable general y estoy a partir un piñón con el comandante. Pórtate bien en la Reclusión. Te mandaré tabaco y comida. No carecerás de nada.
– ¡Papillon, en marcha!
Es mi turno.
– Hasta la vista a todos. Gracias por vuestras buenas palabras.
Y embarco en la canoa. Veinte minutos después, arribamos a San José. He tenido tiempo de notar que sólo hay tres vigilantes armados a bordo para seis presidiarios remeros y diez condenados a reclusión. Hacernos con esta embarcación sería cosa de risa. En San José, comité de recepción. Dos comandantes se presentan a nosotros: el comandante de la penitenciaría de la isla y el comandante de la Reclusión. A pie, custodiados, nos hacen subir el camino que va a la Reclusión. Ningún presidiario en nuestro recorrido. Al entrar por la gran puerta de hierro sobre la que está escrito: RECLUSIÓN DISCIPLINARIA, se comprende en seguida la seriedad de esta cárcel. Esta puerta y las cuatro altas tapias que la rodean ocultan, primero, un pequeño edificio en el que se lee: “Administración-Dirección”, y tres edificios más, A, B, C. Nos hacen entrar en el edificio de la Dirección. Una sala fría. Cuando los diecinueve estamos formados en dos filas, el comandante de la Reclusión nos dice:
– Reclusos, esta casa es, ya lo sabéis, una casa de castigo para los delitos cometidos por hombres ya condenados a presidio. Aquí, no se trata de regeneraros. Sabemos que es inútil. Pero se procura meteros en cintura. Aquí hay un solo reglamento: cerrar el pico. Silencio absoluto- Telefonear resulta arriesgado, podéis ser sorprendidos y el castigo es muy duro. Si no estáis gravemente enfermos, no os apuntéis para la visita. Pues una visita injustificada. entraña un castigo. Eso es todo lo que debo deciros. ¡Ah!, queda rigurosamente prohibido fumar. Vamos, vigilantes, cacheadlos a fondo y ponedlos a cada uno en una celda. Charriére, Clousiot y Maturette no deben de estar en el mismo edificio. Ocúpese usted de eso, Monsieur Santori.
Diez minutos después, me encierran en una celda, la 234 del edificio A. Clousiot está en el B y Maturette. en el C. Nos decimos adiós con la mirada. Al entrar aquí, todos hemos comprendido inmediatamente que si queremos salir vivos, hay que obedecer ese reglamento inhumano. Les veo irse, a mis compañeros de tan larga fuga, camaradas altivos y esforzados que me acompañaron con valentía y nunca se quejaron ni se arrepienten ahora de lo que hicieron. Se me encoge el corazón, pues al cabo de catorce meses de lucha codo con codo para conquistar nuestra libertad, hemos trabado para siempre entre nosotros una amistad sin límites.
Examino la celda donde me han hecho entrar. Nunca hubiese Podido suponer ni imaginar que un país como el mío, Francia, madre de la libertad en el mundo entero, tierra que dio a luz Derechos del hombre y del ciudadano, pueda tener, incluso en la Guayana francesa, en una isla perdida del Atlántico, del tamaño de un pañuelo, una instalación tan bárbaramente represiva como la Reclusión de San José. Figuraos doscientas cincuenta celdas una al lado de otra, cada cual adosada a otra celda, con sus cuatro gruesas paredes únicamente horadadas por una puertecita de hierro con su ventanilla. Sobre cada ventanilla. pintado a la Puerta: “Prohibido abrir esta puerta sin orden superior. A la izquierda una tabla con una almohada de madera, el mismo sistema que en Beaulieu: la tabla se alza y se sujeta en la pared;
una manta; por taburete, un bloque de cemento, al fondo, en un rincón; una escobilla; un vaso de soldado, una cuchara de palo, una plancha de hierro vertical que oculta un cubo metálico al que está sujeta por una cadena. (Puede sacarse desde fuera para vaciarlo y de dentro para usarlo.) Tres metros de alto. Por techo, enormes barrotes de hierro, gruesos como un raíl de tranvía, cruzados de tal forma que por ellos no puede pasar nada que sea ligeramente voluminoso. Luego, más arriba, el verdadero techo del edificio, a unos siete metros del suelo aproximadamente. Pasando por encima de las celdas adosadas unas a otras, un camino de ronda de un metro de ancho más o menos, con una barandilla de hierro. Dos vigilantes van continuamente desde un extremo hasta la mitad del recorrido donde se encuentran y dan media vuelta. La impresión es horrible. Hasta la pasarela llega una luz bastante clara. Pero, en el fondo de la celda, hasta en pleno día, apenas se ve nada. En seguida, me pongo a andar, esperando que toquen el silbato, o no sé qué, para bajar las tablas. Para no hacer ningún ruido, presos y guardianes van en zapatillas. Pienso en seguida: «Aquí, en la 234, va a tratar de vivir sin volverse loco Charriére, alias Papillon, para cumplir una pena de dos años, o sea, setecientos treinta días. A él le toca desmentir el apodo «comedora de hombres" que tiene esta Reclusión.»
Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. El guardián acaba de pasar frente a mi techo. No le he oído venir, le he visto. ¡Zas! Se enciende la luz, pero muy arriba, colgada en el techo superior, a más de seis metros. La pasarela está alumbrada, las celdas quedan en penumbra. Camino, la péndola vuelve a estar en movimiento. Dormid tranquilos, enchufados del jurado que me habéis condenado, dormid tranquilos, pues creo que si supieseis adónde me mandasteis, os negaríais, asqueados, a ser cómplices de la aplicación de semejante castigo. Resultará harto difícil escapar a los vagabundeos de la imaginación. -Casi imposible. Vale más, creo yo, encarrilarlos hacia temas que no sean demasiado deprimentes más bien que suprimirlos por completo.
En efecto, un toque de silbato anuncia que puede bajarse la tabla. Oigo un vozarrón que dice:
– Para los nuevos, sabed que, a partir de este instante, si queréis, podéis bajar las tablas y acostaros.
Sólo presto atención a esas palabras: «Si queréis.» Entonces, sigo andando, el momento es demasiado crucial para dormir. Es menester que me acostumbre a esta jaula abierta por el techo. Un, dos, tres, cuatro, cinco, en seguida he cogido el ritmo de la péndola; con la cabeza gacha, ambas manos a la espalda, la distancia de los pasos exactamente medida, como un péndulo que oscila, voy y vuelvo interminablemente, como un sonámbulo. Cuando llego al final de cada cinco pasos, ni siquiera veo la pared, la rozo al dar media vuelta, incansablemente, en este maratón que no tiene llegada ni tiempo determinado para terminar.
– Sí, Papi, la verdad, no es ninguna broma esta «comedora de hombres». Y produce un efecto raro ver la sombra del guardián proyectarse contra la pared. Si se le mira levantando la cabeza, aún es más deprimente: como si uno fuese un leopardo caído en la trampa, observado desde arriba por el cazador que viene a capturarlo. La impresión es horrible y necesitaré meses para acostumbrarme.
Cada año, trescientos sesenta y cinco días; dos años: setecientos treinta días, si no hay ningún año bisiesto. Me sonrío al pensarlo. Mira, que sean setecientos treinta días o setecientos treinta y uno da igual. ¿Por qué da igual? No, no es lo mismo. Un día más son veinticuatro horas más. Y veinticuatro horas tardan en pasar. Más tardan setecientos treinta días de veinticuatro horas. ¿Cuántas horas sumarán? ¿Sería capaz de calcularlo mentalmente? ¿Cómo hacerlo? Es imposible. ¿Por qué no? Sí, se puede hacer. Vamos a ver. Cien días son dos mil cuatrocientas horas. Multiplicado por siete, es más difícil, suma dieciséis mil ochocientas horas por una parte, más treinta días que quedan a veinticuatro que suman setecientas veinte horas. Total: dieciséis mil ochocientas más setecientas veinte deben arrojar, si no me he equivocado, diecisiete mil quinientas veinte horas. Querido señor Papillon, tiene usted que matar diecisiete mil quinientas veinte horas en esta jaula especialmente fabricada, con sus paredes lisas, para contener fieras. ¿Cuántos minutos he de pasar aquí? Eso carece en absoluto de interés, hombre, las horas bueno, pero los minutos… No exageremos. ¿Por qué no los segundos? Que tenga importancia o no no me interesa. ¡De algo hay que llenar esos días, esas horas, esos minutos, a solas consigo mismo! ¿Quién estará a mi derecha? ¿Y a mi izquierda? ¿Y detrás de mí? Esos tres hombres, si las celdas están ocupadas, deben, a su vez, preguntarse quién acaba de ingresar en la 234.
Un ruido sordo de algo que acaba de caer detrás de mí, en mi celda. ¿Qué puede ser? ¿Habrá tenido mi vecino la habilidad de echarme algo por la reja? Trato de distinguir qué es. Veo con dificultad una cosa larga y estrecha. Cuando voy a recogerla, la cosa que adivino más que veo en la oscuridad se mueve y se desliza rápidamente hacia la pared. Cuando esta cosa se ha movido, yo he retrocedido. llegada a la pared, comienza a trepar un poco y, luego, resbala hacia el suelo. La pared es tan lisa que esta cosa no puede agarrarse suficientemente para subir. Dejo que intente tres veces la escalada de la pared y, luego, a la cuarta, cuando ha caído, la aplasto de una patada. Es blanda, bajo la zapatilla. ¿Qué puede ser? Me arrodillo y la miro lo más cerca posible y, por fin, consigo distinguir qué es: un enorme ciempiés, de más de veinticinco centímetros de largo y de dos dedos pulgares de ancho. Me invade tal asco que no lo recojo para echarlo al cubo. Lo empujo con el pie bajo la tabla. Mañana, con luz, ya veremos. Tendré tiempo de ver muchos ciempiés; caen del techo. Aprenderé a dejar que se paseen sobre mi cuerpo sin intentar atraparlos ni molestarlos si estoy acostado. Asimismo, tendré ocasión de saber que un error de táctica, cuando están encima de uno, puede costar caro en sufrimientos. Una picadura de ese bicho asqueroso provoca una fiebre de caballo durante más de doce horas y abrasa horrorosamente durante casi seis.
De todas formas, será una distracción, un derivativo para mis pensamientos. Cuando caiga un ciempiés y me despierte, con la escobilla lo atormentaré el mayor tiempo posible o me divertiré con el dejando que se esconda para luego, algunos instantes después, tratar de descubrirlo.
Un, dos, tres, cuatro, cinco… Silencio total. Pero, ¿aquí nadie ronca? ¿Nadie tose? Claro que hace un calor asfixiante. ¡Y es de noche! ¡Qué será de día! Estoy destinado a vivir con ciempiés. Cuando el agua subía en el calabozo submarino de Santa Marta, venían en grandes cantidades, aunque eran más pequeños, pero, de todos modos, de la misma familia que éstos. En Santa Marta, había la inundación diaria, es verdad, pero se hablaba, se gritaba, se oía cantar o se escuchaban los gritos y las divagaciones de los locos temporales o definitivos. Es ilógico lo que estás diciendo, Papillon. Allá, la opinión unánime era que lo más que podía resistir un hombre eran seis meses. Ahora bien, aquí, hay muchos que deben quedarse cuatro o cinco años y hasta más. Que les condenen a cumplirlos, es una cosa; pero que los cumplan, ya es otro cantar- ¿Cuántos se suicidan? No veo como podría uno suicidarse. Sí, es posible. No resulta fácil, pero puedes ahorcarte. Te haces una cuerda con los pantalones, la atas a un extremo de la escobilla y, subiendo en la tabla, puedes pasar la cuerda a través de un barrote. Si haces esa operación a ras de la ~ del camino de ronda, es probable que el guardián no vea la cuerda. Y cuando acabe de pasar, te balanceas en el vacío. Cuando el guardián vuelve, ya estás listo. Por lo demás, el no se deberá dar prisa por bajar, abrir tu calabozo y descolgarte. ¿Abrir el calabozo? No Puede hacerlo. Está escrito en la puerta: “Prohibido abrir esta puerta sin orden superior.” Entonces, no temas nada, el que quiera suicidarse tendrá todo el tiempo necesario antes de que le descuelguen “por orden superior”.
Describo todo esto que quizá no sea muy animado e interesante para las personas que gustan de la acción y la pelea. Estas podrán saltarse las páginas, si les aburren. Sin embargo, las primeras impresiones, los primeros pensamientos que me asaltaban al tomar contacto con mi nueva celda, las reacciones de las primeras horas de entierro en vida, creo que debo pintarlas con la máxima fidelidad.
Hace ya mucho rato que camino. Percibo un murmullo en la noche, el cambio de guardia. El primero era alto y flaco, éste es bajo y gordo. Arrastra sus zapatillas. Su roce se percibe dos celdas antes y dos celdas después. No es ciento por ciento silencioso como su camarada. Sigo caminando. Debe de ser tarde. ¿Qué hora será? Mañana no me faltará con qué medir el tiempo. Gracias a las cuatro veces que cada día debe de abrirse la ventanilla, sabré aproximadamente las horas. En cuanto a la noche, sabiendo la hora de la primera guardia y su duración, podré vivir con una medida bien establecida: primera, segunda, tercera guardia, etcétera.
Un, dos, tres cuatro, cinco. Automáticamente, reanudo esta interminable paseata y, con ayuda de la fatiga, despliego fácilmente las alas de mi fantasía para ir a hurgar en el pasado. Por contraste, tal vez, con la oscuridad de la celda, estoy a pleno sol. sentado en la playa de mi tribu. La embarcación con la que pesca Lali se balancea a doscientos metros de mí en ese mar verde ópalo, incomparable. Escarbo la arena con los pies. Zoraima me trae un gran pescado asado a la lumbre, bien envuelto en una hoja de banano para que se mantenga caliente. Como con los dedos, naturalmente, y ella, con las piernas cruzadas, me contempla sentada frente a mí. Está muy contenta de ver cómo los grandes pedazos de pescado se desprenden fácilmente y lee en mi cara la satisfacción que me embarga de saborear un manjar tan delicioso.
Ya no estoy en la celda. Ni siquiera conozco la Reclusión, ni San José, ni las Islas. Me revuelvo en la arena, y me limpio las manos frotándolas contra ese coral tan fino que parece harina. Luego, voy al mar a enjuagarme la boca con esa agua tan clara y también tan salada. Recojo agua con el cuenco de las manos y me rocío la cara. Al frotarme el cuello, me doy cuenta de que llevo el pelo largo. Cuando Lali regrese, haré que me lo afeite. Toda la noche la paso con mi tribu. Quito el taparrabo a Zoraima y sobre la arena, allí a pleno sol, acariciado por la brisa marina, la hago mía. Ella gime amorosamente como suele hacer cuando goza. El viento, quizá, lleva hasta Lali esa música amorosa. De todas formas, Lali no puede menos que vernos y distinguir que estamos abrazados, está demasiado cerca para no ver claramente que hacemos el amor. Es verdad, debe de habernos visto, pues la embarcación vuelve hacia la costa. Lali desembarca, sonriente., Durante el regreso, se ha soltado las trenzas y alisado con sus largos dedos los mojados cabellos que el viento y el sol de este día maravilloso empiezan ya a secar. Voy hacia ella. Me rodea el talle con su brazo derecho y me empuja para subir la playa hacia nuestra Choza. Durante todo el recorrido, no para de darme a entender: “Y yo, y yo.” Una vez en la choza, me derriba sobre una hamaca doblada en el suelo en forma de manta y olvido en Lali que el mundo existe. Zoraima es muy inteligente, no ha querido entrar hasta haber calculado que nuestro retozo había terminado. Ha llegado cuando, saciados de amor, todavía estamos tendidos completamente desnudos sobre la hamaca. Se sienta a nuestro lado, da unas palmaditas en las mejillas de su hermana y le repite una palabra que, seguramente, debe significar algo así como: Glotona. Luego, castamente, ajusta mi taparrabo y el de Lali, con ademanes henchidos de púdica ternura. Toda la noche, la he pasado en la Guajira. No he dormido en absoluto, Ni siquiera me he acostado para, con los ojos cerrados, ver a través de mis párpados esas escenas que he vivido realmente. Ha sido caminando sin parar en una especie de hipnosis, sin esfuerzo de mi voluntad, como me he vuelto a trasportar a aquella jornada tan deliciosamente hermosa, vivida hace ya seis meses.
La luz se apaga y puede distinguirse que sale el sol, invadiendo la penumbra de la celda, expulsando esa especie de niebla vaporosa que envuelve todo lo que hay abajo, a mi alrededor. Un toque de silbato. Oigo las tablas que golpean la pared y hasta el gancho del vecino de la derecha cuando lo pasa en la anilla fijada en la pared. Mi vecino tose y oigo un poco de agua que cae ¿Cómo se lava uno aquí?
– Señor vigilante, ¿cómo se lava uno aquí?
– Recluso, esta vez le perdono porque no lo sabe. Pero no está permitido hablar con el vigilante de guardia sin sufrir un grave castigo. Para lavarse, sitúese usted sobre el cubo y vierta el agua de la jarra con una mano. Lávese con la otra. ¿No ha desenrollado su manta?
– No.
– Dentro, seguramente, hay una toalla de lona.
¡Esa sí que es buena! ¿No se puede hablar al centinela de guardia? ¿Por ningún motivo? ¿Y si te asalta, vete a saber qué enfermedad? ¿O si te estás muriendo? ¿Una angina de pecho, una apendicitis, un ataque de asma demasiado fuerte? ¿Está prohibido, entonces, pedir auxilio, hasta en peligro de muerte? ¡Eso es el colmo! Pero no, es normal. Sería demasiado fácil armar un escándalo cuando, llegado al límite de la resistencia, los nervios se te rompen. Sólo para oír voces, sólo para que te hablen, incluso sólo para que te digan: “ ¡Revienta, pero cállate! “, quizá veinte veces al día una veintena de los doscientos cincuenta tipos que debe de haber aquí provocarían cualquier discusión para deshacerse, como a través de una válvula de escape, de ese exceso de presión de gas que les rompe el cerebro.
No puede haber sido ningún psiquiatra quien tuvo la idea de construir estas leoneras: un médico no se deshonraría hasta ese extremo. Tampoco ha sido un doctor quien ha establecido el reglamento. Pero los dos hombres que han realizado este conjunto, tanto el arquitecto como el funcionario, que han cronometrado los menores detalles de la ejecución de la pena, son, tanto uno como otro, dos monstruos repugnantes, dos psicólogos viciosos y malignos, llenos de odio sádico hacia los condenados.
De los calabozos de la central de Beaulieu, en Caen, por muy profundos que sean, dos pisos bajo tierra, podía filtrarse, llegar al público algún día, el eco de las torturas o malos tratos infligidos a uno u otro preso castigado.
Prueba de ello es que cuando me quitaron las esposas y las empulgueras, vi verdadero miedo en las caras de los guardianes, miedo de tener dificultades, sin duda alguna.
Pero aquí, en esta Reclusión del presidio, donde solamente pueden entrar los funcionarios de la Administración, están muy tranquilos, no puede pasarles nada.
Clac, clac, clac, clac: se abren todas las ventanillas. Me acerco a la mía, me arriesgo a dar una ojeada, y, luego, saco un poco la cabeza, después toda, al pasillo, y veo, a derecha e izquierda, multitud de cabezas. En seguida comprendo que tan pronto abren las ventanillas, las caras de todos se asoman precipitadamente. El de la derecha me mira con ojos vacuos. Sin duda, está embrutecido por la masturbación. Descolorido y grasiento, en su pobre rostro de idiota no hay asomo de luz. El de la izquierda me dice rápidamente:
– ¿Cuánto?
– Yo, cuatro. He cumplido uno. ¿Nombre?
– Papillon.
– Yo, Georges, Jojo el Auvernés. ¿Dónde caíste?
– En París, ¿y tú?
No tiene tiempo de contestar: el café, seguido del chusco, llega a la segunda celda anterior a la suya. Mete la cabeza y yo hago lo mismo. Tiendo mi cazo, lo llenan de café y, luego, me dan el chusco. Como no me apresuro a coger el pan, al cerrarse la ventanilla el chusco rueda por el suelo. En menos de un cuarto de hora, ha vuelto el silencio. Debe de haber dos repartos, uno por pasillo, pues se termina en seguida. A medio día, una sopa con un trozo de carne hervida. Por la noche, un plato de lentejas., Este menú, durante dos años, sólo cambia por la noche: lentejas, alubias coloradas, guisantes, garbanzos, judías blancas y arroz con tocino. El de mediodía siempre es el mismo.
Cada quince días, también, sacamos todos la cabeza por la ventanilla y un presidiario, con una máquina de barbero nos corta la barba.
Hace tres días que estoy aquí. Una cosa me preocupa sobre todas. En Royale, mis amigos me dijeron que me mandarían comida y tabaco. No he recibido nada todavía y me pregunto, por lo demás, cómo podrían hacer un milagro semejante. Por lo que no me extraña demasiado no haber recibido nada. Fumar debe de ser muy peligroso y, de todos modos, es un lujo. Comer, sí, debe de ser vital, pues la sopa, a mediodía, es agua caliente y un pedacito de carne hervida de cien gramos aproximadamente. Por la noche, un cazo de agua en la que flotan algunas judías y otras legumbres secas. Francamente, echo menos la culpa a la Administración de que no nos den una ración decorosa, que a los reclusos que distribuyen y preparan la comida. Esta idea se me ocurre porque, por la noche, es un marsellés el que reparte las legumbres. Su cazo va hasta el fondo del perol y, cuando es él, tengo más legumbres que agua. Con los otros ocurre lo contrario, no hunden el cazo y cogen por arriba tras haber revuelto un poco. Resultado: mucha agua y pocas legumbres. Esa subalimentación es sumamente peligrosa. Para tener voluntad moral, hace falta cierta fuerza física.
Barren en el pasillo. Me parece que barren mucho rato frente a mi celda. La escoba chirría con insistencia contra mi puerta Miro con atención y veo asomar un pedacito de papel blanco. Comprendo en seguida que me han deslizado algo bajo la puerta, pero que no han podido introducir más. Esperan a que lo retire antes de ir a barrer más lejos. Tiro del papel, lo despliego Son unas palabras escritas con tinta fosforescente. Espero que haya pasado el guardián y, rápidamente, leo:
Papi, todos los días en el cubo a partir de mañana habrá cinco cigarrillos y un coco. Masca bien el coco cuando lo comas si quieres que te aproveche. Traga la pulpa. Fuma por la mañana cuando vacían los cubos. Nunca después del café de la mañana, sino de la sopa del mediodía inmediatamente después de haber comido y, por la noche, de las legumbres. Adjunto un trocito de mina de lápiz. Cada vez que necesites algo, pídelo en un pedacito de papel adjunto. Cuando el barrendero frote la puerta con su escoba, rasca con los dedos. Si él rasca también, empuja tu nota. No la pases nunca antes de que él conteste. Ponte el trocito de papel en el oído para que no tengas que sacar el estuche, y el pedazo de mina en cualquier sitio o en un resquicio de la pared de tu celda. Animo. Un abrazo. Ignace-Louis.
Son Galgani y Dega quienes me mandan el mensaje. Algo me oprime la garganta: tener amigos tan fieles, tan abnegados, me reconforta. Y todavía con más fe en el porvenir, seguro de salir vivo de esta tumba, empiezo de nuevo a andar con paso alegre y ágil: un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta, etc. Y mientras camino, pienso: “¡Qué nobleza! ¡Qué deseos de hacer el bien hay en esos dos hombres! Seguramente, corren un grave riesgo, quizá sus puestos de contable y de cartero. Es en verdad grandioso lo que hacen por mí, sin contar con que les debe costar muy caro. ¡A cuántas personas deben tener que comprar para llegar de Royale hasta mí en mi calabozo de la “comedora de hombres”I”
Lector, debes comprender que un coco seco está lleno de aceite. Su pulpa dura y blanca está tan cargada de él que, rallando seis cocos y con sólo poner la pulpa en agua caliente, el día siguiente se recoge en la superficie un litro de aceite. Este aceite,.cuerpo graso de cuya falta es de lo que más sufrimos con nuestro régimen, también tiene muchas vitaminas. Con un coco cada día, tienes casi asegurada la salud. Por lo menos, no te deshidratas ni mueres de descomposición.
Hasta la fecha, hace ya más de dos meses que he recibido sin ningún tropiezo comida y tabaco. Cuando fumo, tomo precauciones de sioux, tragando hondamente el humo y luego echándolo, poco a poco, agitando el aire con la mano abierta en abanico, para que desaparezca.
Ayer, pasó una cosa curiosa. No sé si obré bien o mal. Un vigilante de guardia en la pasarela se apoyó en la barandilla, miró hacia mi celda. Encendió un cigarrillo, dio unas cuantas chupadas y, luego, lo dejó caer en mi celda. Después, se fue. Esperé a que volviese para pisar ostensiblemente el cigarrillo. El breve ademán de detenerse que hizo no duró mucho: tan pronto se dio cuenta de mi gesto, se fue otra vez. ¿Tuvo compasión d mí, o vergüenza de la Administración a la que pertenece? ¿O sería una trampa? No lo sé, y eso me tiene preocupado. Cuando sufrimos, nos volvemos hipersensibles.
No quisiera, si ese vigilante quiso, durante unos segundos ser un hombre bueno, haberle apenado con mi gesto de desprecio.
Ya hace dos meses que estoy aquí. Esta Reclusión es la única a mi juicio, donde no hay nada que aprender. Porque no hay ninguna combina. Me he adiestrado perfectamente a desdoblarme. Tengo una táctica infalible. Para vagabundear en las estrellas con intensidad, para ver aparecer sin dificultades diferentes etapas pasadas de mi vida de aventurero o de mi infancia, o para construir castillos de arena con una realidad sorprendente, primero tengo que cansarme mucho. Necesito andar sin sentarme durante horas, sin parar, pensando en cualquier cosa. Después, cuando literalmente rendido me tumbo en mi tabla, reclino la cabeza sobre la mitad de la manta y doblo la otra mitad sobre mi cara y la boca. Entonces, el aire enrarecido ya de la celda me llega a la nariz con dificultad, filtrado por la manta. Eso debe provocarme en los pulmones una especie de asfixia, y la cabeza empieza arderme. Me ahogo de calor y de falta de aire y entonces, de repente, despliego las alas de mi fantasía. ¡Ah! Esas galopadas del alma, ¡qué indescriptibles sensaciones han producido en mí! He tenido noches de amor en verdad más intensas que cuando era libre, más turbadoras, con más sensaciones aún que las auténticas, que las que de verdad experimenté. Sí, esa facultad de viajar en el espacio me permite sentarme con mi madre, que murió' hace diecisiete años. juego con su vestido y ella me acaricia los rizos del cabello, que me dejaba muy largo, como si fuese una niña, a los cinco años. Acaricio sus dedos largos y finos, de piel suave como la seda. Se ríe conmigo de mi intrépido deseo de querer zambullirme en el río como he visto hacer a los chicos más grandes, un día de paseo. Los menores detalles de su peinado, la mimosa ternura de sus ojos claros y brillantes, de sus dulces e inefables palabras: “Mi pequeño Riri, sé bueno, muy bueno, para que tu mamá pueda quererte mucho. Más adelante, cuando seas un poco mayor, también te zambullirás desde muy alto en el río. De momento, eres demasiado pequeño, tesoro mío. Anda, pronto llegará, demasiado pronto incluso, el día en que ya serás un grandullón.”
Y, cogidos de la mano, bordeando el río, volvíamos a casa. Porque estoy de veras en la casa de mi infancia. Lo estoy de tal modo que tapo los ojos de mamá con las manos para que no pueda leer la partitura y, sin embargo, continúe tocando el piano. Estoy allí, pero de verdad, no con la imaginación. Estoy allí con ella, subido en una silla, detrás del taburete donde se sienta, y aprieto fuertemente con mis manitas para cerrar sus grandes ojos. Sus dedos ágiles continúan rozando las notas del piano para que yo oiga La viuda alegre hasta el fin.
Ni tú, inhumano fiscal, ni vosotros, policías de dudosa honestidad, ni tú, miserable Polein, que negociaste tu libertad a costa de un falso testimonio, ni vosotros, los doce enchufados que fuisteis lo bastante cretinos para haber seguido la tesis de la acusación y su manera de interpretar las cosas, ni tampoco vosotros, guardianes de la Reclusión, dignos socios de la “comedora de hombres”, ni nadie, absolutamente nadie, ni siquiera las gruesas paredes ni la distancia de esta isla perdida en el Atlántico, nada absolutamente, nada psíquico o material impedirá mis viajes deliciosamente teñidos del rosa de la felicidad cuando despliego las alas hacia las estrellas.
Cuando al contar el tiempo que he de quedarme solo conmigo mismo sólo hablé de “horas-tiempo”, me equivoqué. Es un error. Hay momentos en que debe medirse por “minutos tiempo”. Por ejemplo, después de la distribución del café y el pan, cuando viene el vaciado de los cubos 'aproximadamente una hora después. Cuando me devuelvan el cubo vacío encontraré el coco, los cinco cigarrillos y, a veces, una nota fosforescente. No siempre, pero a menudo, cuento entonces los minutos. Es bastante fácil, pues ajusto el paso a un segundo y, poniendo el cuerpo en péndulo, cada cinco pasos, en el momento de la media vuelta, digo mentalmente: uno. A los doce, suma un minuto. No vayáis a creer, sobre todo, que tenga ansia de saber si podré comer de ese coco que, en resumidas cuentas, es mi vida, si tendré cigarrillos, placer inefable el poder fumar en esta tumba diez veces en veinticuatro horas, pues cada cigarrillo lo fumo en dos veces. No, de cuando en cuando, me sobrecoge una especie de angustia en el momento de la entrega del café y, entonces, tengo miedo, sin razón particular, de que les haya pasado algo a las personas que, con peligro de su tranquilidad, me ayudan tan generosamente. Así es que espero y sólo respiro cuando veo el coco. Está ahí; entonces, todo va bien…, para ellos. Despacio, muy despacio, van pasando las horas, los días, las semanas, los meses. Hace ya casi un año que estoy aquí. Exactamente once meses y veinte días que no he conversado con alguien más de cuarenta segundos, y aún a base de palabras entrecortadas y más murmuradas que articuladas. He cambiado, sin embargo, algunas palabras en voz alta. Me había resfriado y tosía mucho. Pensando que aquello justificaría el salir para ir a la visita, me apunté de “pálido”. Y He aquí al doctor. Con gran extrañeza de mi parte, la ventanilla se abre. A través de la abertura, asoma una cabeza.
– ¿Qué tiene usted? ¿Qué le duele? ¿Los bronquios? Vuélvase. Tosa.
¡Pero, hombre! ¿Es una broma› Sin embargo, es rigurosamente cierto. Ha venido un médico de la Infantería colonial para examinarme a través de la ventanilla, hacerme volver a un metro de la puerta y auscultarme pegando el oído a la abertura., Luego, me dice:
– Saque el brazo.
Iba a sacarlo maquinalmente cuando, por una especie de respeto para conmigo mismo, le digo al extraño médico:
– Gracias, doctor, no se moleste tanto. No merece la pena.
Por lo menos, he tenido la fuerza de ánimo de darle a entender con toda claridad que no me tomaba en serio su examen.
– Como quieras -tuvo el cinismo de responder.
Y se fue. Afortunadamente, pues estuve a punto de estallar de indignación.
Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Camino, camino infatigablemente, sin pararme, hoy camino con rabia, mis piernas están tensas, y no,, como de costumbre, relajadas. Diríase que después de lo que acaba de pasar, necesito pisotear algo. ¿Qué puedo pisotear con mis pies? Debajo de ellos, hay cemento. No, pisoteo muchas cosas caminando así. Pisoteo la apatía de ese matasanos que., por congraciarse con la Administración, se presta a cosas tan asquerosas. Pisoteo la indiferencia por el sufrimiento y el dolor de una clase de hombres por otra clase de hombres. Pisoteo la ignorancia del pueblo francés, su falta de interés o de curiosidad por saber a dónde van y cómo son tratados los cargamentos humanos que cada dos años salen de Saint-Martin-de-Ré. Pisoteo a los periodistas de las crónicas negras que, tras haber escrito escandalosos artículos sobre un hombre, por un crimen determinado, algunos meses después ni siquiera se acuerdan de que haya existido. Pisoteo a los que han recibido confesiones y que saben lo que pasa en el presidio francés y se callan. Pisoteo el sistema de un proceso que se transforma en un torneo oratorio entre quien acusa y quien defiende. Pisoteo la organización de la Liga de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que no eleva la voz para decir: Poned fin a vuestra guillotina seca, suprimid el sadismo colectivo que existe en los empleados de la Administración. Pisoteo el hecho de que ningún organismo o asociación interrogue nunca a los responsables de ese sistema para preguntarles cómo y por qué en el camino de la podredumbre desaparece, cada dos años, el ochenta por ciento de su población. Pisoteo los partes de fallecimiento de la medicina oficial: suicidios, descomposición, muerte por subalimentación continua, escorbuto, tuberculosis, locura furiosa, chochez. ¿Qué sé yo lo que pisoteo? Pero, en cualquier caso, después de lo que acaba de pasar, ya no camino normalmente, a cada paso que doy, aplasto algo.
Un, dos, tres, cuatro, cinco… y las horas que discurren despacio calman por cansancio mi muda rebelión.
Diez días más y habré cumplido la mitad de mi pena de reclusión. Es en verdad un hermoso aniversario que festejar, pues aparte de esa fuerte gripe, gozo de buena salud. No estoy loco, ni en vías de estarlo. Estoy seguro, hasta ciento por ciento seguro, de salir vivo y equilibrado a fines del año que va a empezar.
Me despiertan unas voces veladas. Oigo:
– Está completamente tieso, Monsieur Durand. ¿Cómo no lo ha notado usted antes?
– No lo sé, jefe. Como se ha ahorcado en el rincón del lado de la pasarela, he pasado varias veces sin verle.
– No tiene importancia, pero confiese que es ilógico que no lo haya visto antes.
Mi vecino de la izquierda se ha suicidado. Por lo menos, eso comprendo. Se lo llevan. La puerta se cierra. El reglamento ha sido rigurosamente respetado, puesto que la puerta ha sido abierta y cerrada en presencia de una “autoridad superior”, el jefe de la Reclusión, cuya voz he reconocido. Es el quinto que desaparece cerca de mí en diez semanas.
El día del aniversario ha llegado. En el cubo he encontrado un bote de leche condensada “Nestlé”. Es una locura de mis amigos. Un precio de locura para procurársela y graves riesgos para pasarla. He tenido, pues, un día de triunfo sobre la adversidad. Por lo que he decidido no desplegar las alas hacia otros parajes. Estoy en la Reclusión. Ha pasado un año desde que llegué y me siento capaz de pirármelas mañana mismo, si tuviese la oportunidad. Es una puntualización positiva y estoy orgulloso de ella.
Por el barrendero de la tarde, cosa insólita, he tenido unas letras de mis amigos: Animo. Sólo te falta un año. Sabemos que gozas de buena salud. Nosotros estamos bien. Te abrazamos. Louis-Ignace. Si puedes, manda en seguida unas letras por el Mismo conducto que te entrega éstas.
En el papelito en blanco adjunto a la carta, escribo: Gracias por todo. Estoy fuerte y espero estar igual gracias a vosotros dentro de un año. ¿Podéis dar noticias Clousiot, Maturette? En efecto, el barrendero vuelve, rasca en mi puerta. Raudo, le paso el papel, que desaparece inmediatamente. Toda esta jornada y parte de la noche he pisado tierra firme y en el estado como me había prometido encontrarme repetidas veces. Un año, y estaré en una de las islas. ¿Royale? ¿San José? Me hartaré de hablar, fumar y combinar la próxima evasión.
El día siguiente inicio con confianza en mi destino el primer día de esos trescientos sesenta y cinco que me quedan por pasar. Tenía razón respecto a los ocho meses siguientes. Pero al noveno, las cosas se echaron a perder. Esta mañana, en el momento de vaciar el cubo, el portador del coco ha sido pillado con las manos en la masa cuando empujaba el cubo, después de haber metido ya dentro el coco y los cinco cigarrillos.
El incidente era tan grave que durante unos minutos han olvidado el reglamento del silencio. Los golpes que recibía aquel pobre desgraciado se oían muy claramente. Luego, el estertor de un hombre herido de muerte. Se abre mi ventanilla y una cara congestionada de guardián me grita:
– ¡Tú no pierdes nada por esperar!
– ¡A tu disposición, so imbécil! -le respondo, encorajinado por haber oído el trato infligido a aquel pobre sujeto.
Eso pasó a las siete. Hasta las once no vino una delegación encabezada por el segundo comandante de la Reclusión. Abrieron aquella puerta que desde hacía veinte meses estaba cerrada sobre mí y que nunca había sido abierta. Me encontraba al fondo de la celda, con mi vaso de soldado en la mano, en actitud de defensa, con el propósito incontrovertible de atizar todos los golpes posibles, por dos razones: primero, para que algunos guardianes no me pegasen impunemente, Y. segundo, para que me dejasen sin sentido más pronto. Pero no ocurrió nada de eso:
– Recluso, salga.
– Si es para pegarme, esperad a que me defienda, pues no tengo por qué salir para ser atacado por todos los lados. Estoy A mejor aquí para dejar tieso al primero que me ponga las manos encima.
– Charriére, no van a pegarle.
– ¿Quién me lo garantiza?
– Yo, el segundo comandante de la Reclusión.
– ¿Es usted hombre de palabra?
– No me insulte, es inútil. Por mi honor, le prometo que no será usted golpeado. Vamos, salga.
Contemplo el vaso que tengo en la mano.
– Puede usted dejarlo, no tendrá que usarlo.
– De acuerdo, está bien.
Salgo y, rodeado por diez vigilantes y el segundo comandante, recorro todo el pasillo. Cuando llego al patio, la cabeza me da vueltas y mis ojos, lastimados por la luz, no pueden permanecer abiertos. Por fin, percibo la casita donde fuimos recibidos. Hay una docena de vigilantes. Sin empujarme, me hacen entrar en la Administración. En el suelo, ensangrentado, gime un hombre. Al ver un reloj de pared que señala las once, pienso: “Hace cuatro horas que están torturando a ese pobre tipo.” El comandante está sentado tras su escritorio y el segundo comandante se sienta a su lado.
– Charriére, ¿cuánto tiempo hace que recibe usted comida y cigarrillos?
– Ya se lo habrá dicho él.
– Se lo pregunto a usted.
– Padezco de amnesia, ni siquiera puedo saber lo que ha pasado la víspera.
– ¿Se burla usted de mí?
– No, me extraña que eso no conste en mi expediente. Soy amnésico a consecuencia de un golpe que recibí en la cabeza.
El comandante se queda tan asombrado de mi respuesta que dice:
– Preguntad a Royale si hay alguna mención al respecto sobre él.
Mientras telefonean, continúan preguntándome:
– ¿Se acuerda usted bien de que se llama Charriére?
– De eso sí. -Y, rápido, para desconcertarle más, digo como un autómata-: Me llamo Charriére, nací en 1906 en el departamento de Ardéche y me condenaron a cadena perpetua en París, Sena.
Pone unos ojos como naranjas, noto que he conseguido desconcertarlo.
– ¿Ha recibido su café y su pan esta mañana?
– Sí.
– ¿Qué legumbre le sirvieron anoche?
– No lo sé.
– Entonces, si hemos de creerle, ¿no tiene usted memoria en absoluto?
– De lo que pasa, en efecto. De las caras, sí. Por ejemplo,, sé que usted me recibió un día. ¿Cuándo? No lo sé.
– Entonces, ¿no sabe cuánto tiempo le queda por cumplir?
– ¿De la condena perpetua? Hasta que me muera, creo.
– No me refiero a eso, sino a su pena de reclusión.
– Tengo una pena de reclusión? ¿Por qué?
– ¡Ah! ¡Esto ya es el colmo! ¡Por Dios! No conseguirás sacarme de mis casillas. ¡No irás a decirme que no te acuerdas de que estás purgando dos años por evasión!
Entonces, le aplano completamente:
– ¿Por evasión, yo? Comandante, soy un hombre serio y capaz de adquirir responsabilidades. Venga conmigo a visitar mi celda y verá usted si me he evadido.
En este momento, un guardián le dice:
– Le llaman de Royale, mi comandante.
El comandante coge el aparato:
– ¿No hay nada? Es raro, él pretende estar aquejado de amnesia… ¿La causa? Un golpe en la cabeza… Comprendido, es un simulador. Vaya a saber… Bien, dispense, mi comandante, lo comprobaré. Hasta la vista. Sí, le tendré al corriente.
– So comediante, deja que vea tu cabeza. ¡Ah, sí! Hay una herida bastante larga. ¿Cómo es posible que recuerdes que ya no tienes memoria después de recibir ese golpe? ¿Eh? ¿Dime?
– No me lo explico, sólo sé que me acuerdo del golpe, que me llamo Charriére y alguna que otra cosa más.
– En resumen, ¿qué quiere usted decir o hacer?
– Es lo que se discute aquí. ¿Usted me pregunta desde cuándo me mandan comida y tabaco? He aquí mi respuesta definitiva: no sé si ésta es la primera vez, o la que hace mil. En razón de mi amnesia, no puedo contestarle. Eso es todo, haga lo que quiera.
– Lo que quiero es muy sencillo. Has comido demasiado durante todo ese tiempo: bien, pues, a partir de ahora, vas a adelgazar un poco. Que se le suprima la cena hasta el fin de su pena.
El mismo día, con el segundo barrido tengo una nota. Desgraciadamente no puedo leerla, no es fosforescente. Por la noche, enciendo un cigarrillo que me queda de la víspera y que ha escapado al registro, por estar muy bien escondido en la tabla. Entre chupada y chupada, consigo descifrar con su lumbre: El limpiador no ha cantado. Ha dicho que sólo era la segunda vez que te mandaba comida, por iniciativa propia. Que lo hizo porque te conoció en Francia. Nadie será molestado en Royale. Animo.
Así, pues, estoy privado de coco, de cigarrillos y de noticias de mis amigos de Royale. Por si fuese poco, me han suprimido la cena. Me había acostumbrado a no padecer hambre y, además, las diez sesiones de cigarrillo me llenaban el día y parte de la noche. No sólo pienso en mí, sino también en el pobre diablo que han molido a golpes por mi culpa. Esperemos que no le castiguen cruelmente.
Un, dos, tres, cuatro, cinco-, media vuelta… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. No aguantarás así como así ese régimen de hambre y, quizá, dado que comerás poco, haya que cambiar de táctica. Por ejemplo, quedarse acostado todo el tiempo posible para no gastar energías. Cuanto. menos me mueva, menos calorías quemaré. Estar sentado muchas horas a lo largo del día. Es una forma muy diferente de vida la que debo aprender. Cuatro meses, son ciento veinte días que pasar. Con el régimen que me han impuesto, ¿cuánto tiempo será necesario para que empiece a estar anémico? Por lo menos dos meses. Por lo tanto, tengo por delante dos meses cruciales. Cuando me encuentre demasiado débil, las enfermedades tendrán terreno maravillosamente abonado para atacarme. Decido quedarme tumbado desde las seis de la tarde a las seis de la mañana. Caminaré desde el café hasta después de la recogida de los cubos, más o menos dos horas. A mediodía, después de la sopa, dos horas aproximadamente. Total, cuatro horas de marcha. El resto del día, estaré sentado o acostado.
Será difícil desplegar las alas sin que esté fatigado. De todos modos, intentaré hacerlo.
Hoy, tras haber pasado largo rato pensando en mis amigos y en el desdichado que ha sido maltratado tan duramente, comienzo a adiestrarme en esa nueva disciplina. Lo consigo bastante bien, aunque las horas me parecen más largas y mis piernas, que no funcionan durante horas enteras, me parecen estar llenas de hormigas.
Hace diez días que dura este régimen. Ahora, siempre tengo hambre. Empiezo a sentir una especie de dejadez permanente que se ha apoderado endémicamente de mí. Sufro un horror la falta de ese coco, y un poco por los cigarrillos. Me acuesto muy temprano y, con bastante rapidez, me evado virtualmente de mi celda. Ayer, estuve en París, en el “Rat Mort”, bebiendo champaña con amigos: Antonio de Londres (oriundo de las Baleares, pero que habla francés como un parisiense e inglés como un auténtico rosbil de Inglaterra). El día siguiente, en el “Marronnier”, bulevar de Clichy, mataba de cinco tiros de pistola a uno de sus amigos. Entre la gente del hampa, los cambios de amistad en odio mortal son tan rápidos como frecuentes. Sí, ayer estuve en París, bailando a los sones de un acordeón en el salón del “Peti Jardin”, avenida de Saint-Ouen, cuya clientela está compuesta por entero de corsos y marselleses. Todos los amigos desfilan en ese viaje imaginario con un verismo tal, que no dudo de su presencia, ni de mi presencia en todos esos lugares donde he pasado tan hermosas noches.
Así, pues, sin andar demasiado, con ese régimen alimenticio tan reducido consigo el mismo resultado que buscando el cansancio. Las imágenes del pasado me sacan de la celda con un poder tal que, verdaderamente, vivo más horas de libertad que de reclusión.
Sólo me falta cumplir un mes. Hace ya tres que sólo ingiero un chusco y una sopa caliente sin feculentos a mediodía con un pedazo de carne hervida. El hambre continua hace que me ponga a examinar el trozo de carne tan pronto me lo sirven, para ver si no es, como suele ocurrir, sólo un pellejo.
He adelgazado mucho y me percato de cómo aquel coco que tuve la suerte de recibir durante veinte meses ha sido esencial para el mantenimiento de mi buena salud y de mi equilibrio en esta terrible exclusión de la vida.
Esta mañana, tras haberme tomado el café, estoy muy nervioso. Me he abandonado a comerme la mitad del pan, cosa que nunca hago. Habitualmente, lo parto en cuatro trozos más o menos iguales y los como a las seis, a mediodía, a las seis de la tarde y por la noche. “ ¿Por qué lo has hecho? -Me riño a mi mismo.
¿Ahora que todo termina tienes flaquezas tan graves? Tengo hambre y me siento tan sin fuerzas. No seas tan pretencioso ¿Cómo vas a estar fuerte, comiendo lo que comes? Lo esencial, y en esto puedes considerarte vencedor, es que estás débil, es verdad, pero no enfermo. La "comedora de hombres", lógicamente esto con un poco de suerte, debe perder la partida contigo.” Me) sentado, tras mis dos horas de marcha, en el bloque de cemento que me sirve de taburete. Treinta días más, o sea, setecientas veinte horas, y después se abrirá la puerta y me dirán: “Recluso Charriére, salga. Ha terminado sus dos años de reclusión.” ¿Qué diré? Esto: “Sí, por fin he terminado esos dos años de calvario.” ¡Nada de eso, hombre! Si es el comandante al que le fuiste con el cuento de la amnesia, debes continuar con él, fríamente. Le dices: “¿Cómo, estoy indultado, me voy a Francia ¿Ha terminado mi cadena perpetua?” Sólo para ver la cara que pone y convencerle de que el ayuno al que te condenó es una injusticia. Pero, ¿qué te pasa? Injusticia o no, al comandante le importa un pito haberse equivocado. ¿Qué importancia puede tener eso para su retorcida mentalidad? ¡No tendrás la pretensión de que el comandante tenga remordimientos por haberte infligido una pena injustamente! Te prohíbo suponer, tanto mañana como más adelante, que un esbirro sea un ser normal. Ningún hombre digno de este nombre puede pertenecer a esa corporación. Nos acostumbramos a todo en la vida, hasta a ser un canalla durante toda nuestra existencia. Quizá sólo cuando esté cerca de la tumba, el temor de Dios, si es religioso, le asuste y le haga arrepentirse. Desde luego, no será por verdadero remordimiento de las cochinadas que haya cometido, sino por miedo de que, en el juicio de su Dios, sea él el condenado.
Así, cuando vayas a la isla, sea la que sea a donde te destinen, ya desde ahora, sabed que ningún compromiso deberá ligarte a esa raza. Cada cual se encuentra a un lado de una barrera claramente trazada. A un lado, la abulia, la pedante autoridad desalmada, el sadismo intuitivo, automático en sus reacciones; y en el otro, yo con los hombres de mi categoría, que, seguramente, han cometido delitos graves, pero en quienes el sufrimiento ha sabido crear cualidades incomparables: piedad, bondad, sacrificio, nobleza, coraje.
Con toda sinceridad, prefiero ser un presidiario que un esbirro.
Sólo veinte días. Me siento, en verdad, muy débil. He notado que mi chusco siempre es de los más pequeños. ¿Quién puede rebajarse tanto hasta escoger sañudamente mi chusco? En mi sopa, desde hace varios días, no hay más que agua caliente, y el trozo de carne siempre es un hueso con muy poca carne o un poco de pellejo. Tengo miedo de caer enfermo. Es una obsesión. Estoy tan débil que no he de esforzarme nada para soñar, despierto, cualquier cosa. Esa profunda fatiga acompañada de una depresión en verdad grave me preocupa. Trato de reaccionar y, con penas y fatigas, logro pasar las veinticuatro horas de cada día. Rascan en mi puerta. Atrapo rápidamente un papel. Es fosforescente. Lo envían Dega y Galgani. Leo: Manda unas letras. Muy preocupados por tu estado de salud. 19 días más, ánimo. Louis-Ignace.
Hay un pedazo de papel en blanco y una punta de mina de lápiz negra. Escribo: Aguanto, estoy muy débil. Gracias, Papi.
Y como la escoba vuelve a frotar de nuevo, mando el papel. Estas letras sin cigarrillos, sin coco, significan para mí más que todo eso. Esta manifestación de amistad, tan maravillosa y constante, me da el fustazo que necesitaba. En el exterior, saben cómo estoy, y si cayese enfermo, el doctor seguramente recibiría la visita de mis amigos para impulsarle a cuidarme correctamente. Tienen razón, sólo diecinueve días, estoy a punto de terminar esa carrera agotadora contra la muerte y la locura. No caeré enfermo. De mí depende hacer cuanto menos movimiento posible para no gastar más que las calorías indispensables. Voy a suprimir las dos horas de marcha de la mañana y las dos de la tarde. Es el único medio de aguantar. Por lo que, toda la noche, durante doce horas, estoy acostado, y las otras doce horas, sentado sin moverme en mi banco de piedra. De vez en cuanto, me levanto y hago algunas flexiones y movimientos de brazos. Luego, me siento de nuevo.
Sólo diez días.
Me estoy paseando por Trinidad, los violines javaneses de una sola cuerda me acunan con sus melodías quejumbrosas, cuando un grito horrible, inhumano, me devuelve a la realidad. Ese grito procede de una celda que está detrás de la mía o, en todo caso, muy cerca. Oigo:
– Canalla, baja aquí, a mi fosa. ¿No estás cansado de vigilar desde arriba? ¿No ves que te pierdes la mitad del espectáculo por culpa de la poca luz que hay en este hoyo?
– ¡Cállese, o será castigado severamente! -dice el guardián.
– Ja, ja! ¡Deja que me ría, so imbécil! ¿Cómo puedes encontrar algo más cruel que este silencio? Castígame todo cuanto quieras, pégame, si te apetece, horrible verdugo, pero nunca encontrarás nada comparable con el silencio en el que me obligas a estar. ¡No, no, no! ¡No quiero, no puedo seguir sin hablar! Cochino imbécil, hace ya tres años que debía de haberte dicho: ¡mierda! ¡Y he sido lo bastante estúpido para esperar treinta y seis meses en gritarte mi asco por miedo de un castigo! ¡Mi asco por ti y todos los de tu calaña, podridos esbirros!
Algunos instantes después, la puerta se abre y oigo:
– ¡No, así no! ¡Ponédsela al revés, es mucho más eficaz!
Y el pobre tipo que chilla:
– ¡Ponla como quieras, tu camisa de fuerza, podrido! Al revés, si quieres, estréchala hasta ahogarme, tira fuerte con tus rodillas de los cordones. ¡Eso no me impedirá decirte que tu madre es una marrana y que por eso no puedes ser más que un montón de basura!
Deben de haberle amordazado, pues ya no oigo nada más. La puerta ha sido cerrada de nuevo. Esa escena, al parecer, ha conmovido al joven guardián, puesto que, al cabo de algunos minutos, se para delante de mi celda y dice:
– Debe de haberse vuelto loco.
– ¿Usted cree? Sin embargo, todo lo que ha dicho es muy sensato.
El guardián se queda de piedra, y me suelta, marchándose:
– Vaya, ¡ésta me la apunto!
Este incidente me ha apartado de la isla de las buenas personas, los violines, las tetas de las hindúes, el puerto de Port of Spain, para devolverme a la triste realidad de la Reclusión.
Diez días más, o sea, doscientas cuarenta horas que aguantar.
La táctica de no moverme da sus frutos, a menos que sea porque los días transcurren despacio, o a causa de las pequeñas cartas de mis amigos. Creo más bien que me siento más fuerte a causa de una comparación que se impone en mí. Estoy a doscientas cuarenta horas de ser liberado de la Reclusión, me encuentro débil, pero mi mente sigue intacta, mi energía sólo pide un poco más de fuerza física para volver a funcionar perfectamente. En tanto que ahí, detrás de mí, a dos metros, separado por la pared, un pobre sujeto entra en la primera fase de la locura, quizá por la puerta peor, la de la violencia. No vivirá mucho, pues su rebeldía da ocasión a que puedan atiborrarle a saciedad de tratamientos rigurosamente estudiados para matarle lo más científicamente posible. Me reprocho sentirme más fuerte porque el otro está vencido. Me pregunto si soy también uno de esos egoístas que, en invierno, bien calzados, bien enguantados, con abrigos de pieles, ven desfilar ante sí las masas que van a trabajar, heladas de frío, mal vestidas o, cuando menos, con las manos amoratadas por la helada matutina, y que comparando ese rebaño que corre para atrapar el primer “Metro” o autobús, se sienten mucho más abrigados que antes y disfrutan de su pelliza con más intensidad que nunca. Muy a menudo, todo está hecho de comparaciones, en la vida. Es verdad, tengo diez años, pero Papillon tiene la perpetua. Es verdad, tengo la perpetua, pero también tengo veintiocho años, mientras que él tiene quince años, pero ha cumplido los cincuenta.
Vamos, ya llego al final y, antes de seis meses, espero estar bien en todos los aspectos- salud, moral, energía-, en buena disposición para una fuga espectacular. Se ha hablado de la primera, pero la segunda quedará grabada en las piedras de uno de los muros del presidio. No me cabe la menor duda, me iré, estoy seguro, antes de seis meses.
Esta es la última noche que paso en la Reclusión. Hace diecisiete mil quinientas ocho horas que he ingresado en la celda 234. Han abierto mi puerta una vez, para conducirme ante el comandante con el solo fin de que me castigase. Aparte de mí vecino, con quien, algunos segundos al día, cambio unos cuantos monosílabos, me han hablado cuatro veces. Una vez, el primer día, para decirme que al toque de silbato había que bajar la tabla. Otra vez el doctor: “Vuélvase, tosa.” Una conversación más larga y agitada con el comandante. Y, el otro día, cuatro palabras con el vigilante conmovido por el pobre loco. ¡No es como para divertirse! Me duermo tranquilamente sin pensar en otra cosa que mañana abrirán definitivamente esta puerta. Mañana veré el sol y, si me mandan a Royale, respiraré el aire del mar. Mañana seré libre. Me echo a reír. ¿Cómo que libre? Mañana comienzas oficialmente a purgar tu pena de trabajos forzados a perpetuidad. ¿A eso llamas ser libre? Ya sé que esa vida no es comparable con la que acabo de soportar. ¿Cómo encontraré a Clousiot y a Maturette?
A las seis, me dan el café y el pan. Tengo ganas de decir.- “¡Pero si hoy salgo! ¡Os equivocáis!” En seguida pienso que soy “amnésico” y ¡quién sabe si el comandante, al darse cuenta de que le había tomado el pelo, no sería capaz de infligirme treinta días de calabozo! Pues, de todas formas, según la ley, he de salir de la Reclusión Celular de San José, hoy, 26 de junio de 1936. Dentro de cuatro meses, cumpliré treinta años.
Las ocho. Me he comido todo el chusco. Encontraré comida en el campamento. Abren la puerta. El segundo comandante Y. dos vigilantes están ahí.
– Charriére, ha cumplido usted su pena, estamos a 26 de junio de 1936. Síganos.
Salgo. Al llegar al patio, el sol brilla ya bastante para deslumbrarme. Tengo una especie de desfallecimiento. Las piernas me flojean y manchas negras bailan ante mis ojos. Sin embargo, no he recorrido más que unos cincuenta metros, treinta de ellos al sol.
Cuando llegamos ante el pabellón de la Administración, veo a Maturette y a Clousiot. Maturette está hecho un verdadero esqueleto, con las mejillas chupadas y los ojos hundidos. Clousiot está tendido en una camilla, lívido y huele a muerto. Pienso: “No tienen buen aspecto mis compañeros. ¿Estaré yo en igual estado? “ Ardo en deseos de verme en un espejo. Les digo:
– ¿Qué tal?
No contestan. Repito:
– ¿Qué tal?
– Bien dice quedamente Maturette.
Me dan ganas de decirle que, una vez terminada la pena de reclusión, tenemos derecho a hablar. Beso a Clousiot en la mejilla. Me mira con ojos brillantes y sonríe.
– Adiós, Papillon -me dice.
– No, hombre, no.
– Ya está, eso se acabó.
Algunos días más tarde, morirá en el hospital de Royale. Tenía treinta y dos años y había sido encarcelado a los veinte por el robo de una bicicleta que no cometió. Llega el comandante:
– Hacedles pasar. Maturette y usted, Clousiot, se han portado bien. Por lo tanto, en sus fichas pongo: “Buena conducta.” Usted, Charriére, como ha cometido una falta grave, le pongo lo que se ha merecido: “Mala conducta. “
_Perdón, mi comandante, ¿qué falta he cometido?
– ¿De verdad que no se acuerda usted del hallazgo de los cigarrillos y el coco?
– No, sinceramente.
– Vamos a ver, ¿qué régimen ha seguido durante cuatro meses?
– ¿Desde qué punto de vista? ¿Desde el punto de vista de la comida? Siempre el mismo desde que llegué.
– ¡Ah! ¡Esto es el colmo! ¿Qué comió anoche?
– Como de costumbre, lo que me dieron. ¡Yo qué sé! No me acuerdo. Quizá judías o arroz con tocino, u otra legumbre.
– Entonces, ¿por la noche come?
– ¡Caray! ¿Cree usted que tiro mi escudilla?
– No, no es eso, renuncio. Bien, retiro lo de “mala conducta”. Hágale otra ficha de salida, Monsieur X… Te pongo “buena conducta”, ¿te vale?
– Es lo justo. No he hecho nada para desmerecerla.
Y con esta frase nos vamos de la oficina.
La gran puerta de la Reclusión se abre para darnos paso. Escoltados por un solo vigilante, bajamos despacio el camino que va al campamento. Desde lo alto, se domina el mar brillante de reflejos plateados y de espuma. La isla de Royale, enfrente, llena de verdor y de tejados rojos. La del Diablo, austera y salvaje. Pido permiso al vigilante para sentarme unos minutos. Me lo concede. Nos sentamos, uno a la derecha y otro a la izquierda de Clousiot, y nos cogemos de las manos, sin siquiera darnos cuenta. Este contacto nos produce una extraña emoción y, sin decir nada, nos abrazamos. El vigilante dice:
– Venga, muchachos. Hay que bajar.
Y despacio, muy despacio, bajamos hasta el campamento, en el que yo y Maturette entramos de frente, cogidos todavía de la mano, seguidos de los dos camilleros que llevan a nuestro amigo agonizante.
La vida en Royale
Apenas entramos en el patio del campamento, nos rodea la benévola atención de todos los presidiarios. Encuentro a Pierroo el Loco, Jean Sartrou, Colondini, Chissilia. Hemos de ir a 1 enfermería los tres, nos dice el vigilante. Y, escoltados por una veintena de hombres, cruzamos el patio para entrar en la enfermería. En unos minutos, Maturette y yo tenemos delante una docena de paquetes de cigarrillos y de tabaco, café con leche muy caliente, chocolate hecho con cacao puro. Todo el mundo quiere darnos algo. A Clousiot, el enfermero le pone una inyección de aceite alcanforado y otra de adrenalina para el corazón. Un negro muy flaco dice:
– Enfermero, dale mis vitaminas, las necesita más que yo.
– Es en verdad conmovedora esa prueba de solidaridad.
– ¿Quieres parné? Antes de que vayas a Royale, tengo tiempo de hacer una colecta.
– No, muchas gracias, ya tengo. Pero, ¿cómo sabes que a Royale?
– Nos lo ha dicho el contable. Los tres. Creo, incluso que iréis al hospital.
El enfermero es un bandido corso del maquis. Se llama Essari Posteriormente, habría de conocerlo mucho, ya contaré su historia completa, es interesante de veras. Las dos horas en la enfermería han pasado muy de prisa. Hemos comido y bebido bien Saciados y contentos, nos vamos hacia Royale. Clousiot ha mantenido casi todo el rato los ojos cerrados, salvo cuando me acercaba a él y le ponía la mano sobre la frente. Entonces, abría los ojos, velados ya, y me decía:
– Papi, somos amigos de verdad.
– Más que eso, somos hermanos -le respondía.
Todavía con un solo vigilante, bajamos. En medio, la camilla de Clousiot y, a ambos lados, Maturette y yo, En la puerta del campo, todos los presidiarios nos dicen adiós y nos desean buena suerte. Les damos las gracias, pese a sus protestas. Pierrot el Loco me ha pasado al cuello un macuto lleno de tabaco, cigarrillos, chocolate y botes de leche “Nestlé”. Maturette también ha recibido uno. No sabe quién se lo ha dado. Tan sólo el enfermero Fernández y un vigilante nos acompañan al muelle. Nos entrega una ficha para el hospital de Royale a cada uno. Comprendo que son los presidiarios enfermeros Essarí y Fernández quienes, sin consultar al galeno, nos hospitalizan. Ya está ahí la lancha. Seis remeros, dos vigilantes a popa armados de mosquetones y otro al timón. Uno de los remeros es Chapar, el del caso de la Bolsa de Marsella. Bueno, en marcha. Los remos se hunden en el mar y, mientras boga, Chapar me dice:
– ¿Qué tal, Papi? ¿Recibiste siempre el coco?
– No, los últimos cuatro meses, no.
– Ya sé, hubo un percance. El hombre se portó bien. Sólo me conocía a mí, pero no se chivó.
– ¿Qué ha sido de él?
– Murió.
– No es posible. ¿De qué?
– Al parecer, según un enfermero, le reventaron el hígado de tuna patada.
Desembarcamos en el muelle de Royale, la más importante de las tres islas. En el reloj de la panadería, son las tres. Este sol de la tarde es verdaderamente fuerte, me deslumbra y me calienta demasiado. Un vigilante pide dos camilleros. Dos presidiarios, forzudos ellos, impecablemente vestidos de blanco, cada cual con una muñequera de cuero negro, levantan como una pluma a Clousiot. Maturette y yo seguimos a éste. Un vigilante, con unos papeles en la mano, camina detrás de nosotros.
El camino, de más de cuatro metros de anchura, está hecho de cantos rodados. La subida es dura. Afortunadamente, los dos camilleros se paran de vez en cuando y esperan que les alcancemos. Entonces, me siento en el brazo de la camilla, junto a la cabeza de Clousiot, y le paso suavemente la mano por la frente y la cabeza. Cada vez que lo hago, me sonríe, abre los ojos y dice:
– ¡Mi, amigo Papi!
Maturette le coge la mano.
– ¿Eres tú, pequeño? -murmura Clousiot.
Parece inefablemente feliz de sentirnos a su lado. Durante un alto, cerca de la llegada, encontramos un grupo que va al trabajo. Casi todos son presidiarios de mi convoy. Todos, al pasar, nos dicen una palabra amable. Al llegar arriba, frente a un edificio cuadrado y blanco, vemos, sentadas a la sombra, a las más altas autoridades de las Islas. Nos acercamos al comandante Barrot, apodado Coco seco, y a otros jefes del penal. Sin levantarse y sin ceremonias, el comandante nos dice:
– Así, pues, ¿no ha sido demasiado dura la Reclusión? Y ese de la camilla, ¿quién es?
– Es Clousiot.
Le mira y, luego dice:
– Llevadles al hospital. Cuando salgan, haced el favor de avisarme para que me sean presentados antes de ingresar en el campamento.
En el hospital, en una gran sala muy bien iluminada, nos acomodan en camas muy limpias, con sábanas y almohadas. El primer enfermero que veo es Chatal, el enfermero de la sala de alta vigilancia de Saint-Laurent-du-Maroni. Se ocupa en seguida de Clousiot y da orden a un vigilante de llamar al doctor. Este llega sobre las cinco. Tras un examen largo y minucioso, le veo mover la cabeza, con expresión descontenta. Extiende su receta y luego se dirige hacia mí.
– No somos buenos amigos, Papillon y yo -le dice a Chatal.
– Me extraña, pues es un buen chico, doctor.
– Quizá, pero es reacio.
– ¿Por qué motivo?
– Por una visita que le hice en la Reclusión.
– Doctor -le digo-, ¿llama usted una visita a eso de auscultarme a través de una ventanilla?
– Está prescrito por la Administración que no se abra la puerta de un condenado.
– De acuerdo, doctor, pero en bien de usted espero que sólo colabore en la Administración y que no forme parte de ella.
– De eso hablaremos en otra ocasión. Voy a tratar de reanimarles, tanto a su amigo como a usted. En cuanto al otro, temo que sea demasiado tarde.
Chatal me cuenta que el doctor, sospechoso de preparar una evasión, fue internado en las Islas. Me informa también de que Jésus, aquel que me engañó en mi fuga, ha sido asesinado por un leproso. No sabe el nombre del leproso y me pregunto si no será uno de los que tan generosamente nos ayudaron.
La vida de los presidiarios en las islas de la Salvación es completamente distinta de lo que pueda imaginarse. La mayor parte de los hombres son muy peligrosos, por varias razones. Principalmente, porque todo el mundo come bien, pues se trafica con todo: alcohol, cigarrillos, café, chocolate, azúcar, carne, legumbres frescas, pescado, langostinos, cocos, etc. Así es que todos gozan de perfecta salud, en un clima muy sano. Sólo los condenados temporales tienen la esperanza de ser liberados, pero los condenados a perpetuidad -¡perdido por perdido!- son peligrosos sin excepción. Todo el mundo está comprometido en el tráfico cotidiano, presidiarios y vigilantes. Es una mezcolanza fácil de comprender. Mujeres de vigilantes buscan jóvenes presidiarios para las faenas caseras (y, muy a menudo, los toman por amantes). Los llaman “mozos de familia”. Algunos son jardineros, otros cocineros. Esta categoría de deportados es la que sirve de enlace entre el campamento y las casas de los guardianes. Los “mozos de familia” no son mal vistos por los demás presidiarios, pues gracias a ellos puede traficarse con todo. Pero no son considerados como puros. Ningún hombre del auténtico hampa acepta rebajarse a desempeñar esas tareas. Ni ser llavero, ni trabajar en el comedor de los vigilantes. Por el contrario, pagan muy caro los empleos que no tienen ninguna relación con los guardianes: poceros, barrenderos, conductores de búfalos, enfermeros, jardineros del penal, carniceros, panaderos, barqueros, carteros, guardas del faro. Todos estos empleos son desempeñados por los verdaderos duros. Un verdadero duro nunca trabaja en las faenas de mantenimiento de muros de contención, carreteras, escaleras, plantación de cocos; es decir, en las faenas a pleno sol o bajo la vigilancia de los guardianes. Se trabaja de siete a doce y de dos a seis. Esto da una idea del ambiente de esa mezcla de gentes tan diferentes que viven en común, presos y guardianes, verdadera aldea donde todo se comenta, todo se enjuicia, donde todo el mundo se ve vivir y se observa.
Dega y Galgani han venido a pasar el domingo conmigo en el hospital. Hemos comido pescado con ajiaceite, patatas, queso, café, vino blanco. Este yantar lo hemos hecho en la habitación de Chatal; estaban presentes él, Dega y Galgani, Maturette, Grandet y yo. Me han pedido que les contase toda mí fuga en sus más pequeños detalles. Dega ha decidido no volver a intentar nada para evadirse. Espera que le llegue de Francia un indulto de cinco años. Con los tres años cumplidos en Francia y los tres de aquí, sólo le quedarían cuatro años. Está resignado a cumplirlos. En cuanto a Galgani, pretende que un senador corso se ocupe de su caso.
Luego, llega mi turno. Les pregunto por los sitios más propicios, aquí, para una evasión. Se produce una algarabía general. Para Dega, es una cuestión que ni siquiera se le ha ocurrido, como tampoco a Galgani. Por su parte, Chatal supone que un huerto debe tener sus ventajas para preparar una balsa. En cuanto a Grandet, me informa que es herrero en las “Obras”. Es un taller donde, me dice, hay de todo: pintores, carpinteros, herreros, albañiles, fontaneros (casi ciento veinte hombres). Sirve para el mantenimiento de los edificios de la Administración. Dega, que es contable general, me conseguirá el puesto que quiera. A mí me toca escogerlo. Grandet me ofrece la mitad de su empleo de director de juegos, de forma que con lo que gane, sobre los jugadores, podré vivir bien sin gastar el dinero de mi estuche. Más adelante, comprobaré que es un empleo muy interesante, pero sumamente peligroso.
El domingo ha pasado con una rapidez asombrosa.
– Las cinco ya dice Dega, que luce un hermoso reloj-, hay que volver al campamento.
Al irnos, Dega me da quinientos francos para jugar al póquer pues, a veces, se hacen buenas partidas en nuestra sala. Grandet me da una magnífica navaja con muelle, cuyo acero ha templado él mismo. Es un arma temible.
– Anda armado siempre, noche y día.
– ¿Y los cacheos?
– La mayoría de vigilantes que los hacen son llaveros árabes. Cuando un hombre es considerado peligroso, nunca le encuentran arma alguna, aunque la palpen.
– Nos volveremos a ver en el campamento -me dice Grandet.
Antes de irnos, Galgani me dice que ya me ha reservado un sitio en su rincón y que haremos chabola juntos (los miembros, de una chabola comen juntos y el dinero de uno es de todos). En cuanto a Dega, no duerme en el campamento, sino en un cuarto del edificio de la Administración.
Hace ya tres días que estamos aquí, pero como me paso las noches al lado de Clousiot, no me he dado perfecta cuenta de la vida en esta sala del hospital donde somos casi sesenta. Además,, como Clousiot está muy mal, le aíslan en una pieza donde ya ~ hay un enfermo grave. Chatal le ha atiborrado de morfina. Teme, que no pase de esta noche.
En la sala, treinta camas a cada lado de un pasillo de tres metros de ancho, casi todas ocupadas. Dos lámparas de petróleo, alumbran el conjunto. Maturette me dice:
– Allí juegan al póquer.
Voy a ver a los jugadores. Son cuatro.
– ¿Puedo hacer el quinto?
– Sí. Siéntate. Cada cartulina vale un mínimo de cien francos. Para jugar, son precisas tres cartulinas, o sea, trescientos francos. Ahí tienes trescientos francos en fichas.
Doy a guardar doscientos a Maturette. Un parisiense, llamado Dupont, me dice:
– Jugamos a la inglesa, sin comodín. ¿Lo sabes?
– Sí.
– Entonces, te concedemos el honor de dar las cartas.
La velocidad con que juegan esos hombres es increíble, El envite debe ser muy rápido, de lo contrario el director de juegos dice: “Envite tardío”, y hay que joderse. En eso, descubro una nueva clase de presidiarios: los jugadores. Viven del juego, para el juego, en el juego. Sólo les interesa jugar. Entonces, se olvidan de todo: lo que han sido, su condena, lo que podrían hacer para modificar su vida. El compañero de juego puede ser un buen tipo o no, pero sólo le interesa una cosa: jugar.
Hemos jugado toda la noche. A la hora del café, nos paramos He ganado mil trescientos francos. Me voy hacia la cama cuando Paulo se me acerca y me pide que le preste doscientos francos para jugar a la belote de Cos. Necesita trescientos francos y sólo tiene cien.
– Toma, ahí tienes trescientos. Vamos a medias -le digo.
– Gracias, Papillon, eres de veras el tipo del que he oído hablar. Seremos amigos.
Me tiende la mano, se la estrecho y se va muy contento.
Clousiot ha muerto esta mañana. En un momento de lucidez, la víspera había dicho a Chatal que no le pusiese más morfina:
Quiero morir consciente del trance, sentado en mi cama con mis amigos al lado.
Está rigurosamente prohibido entrar en las habitaciones de aislamiento, pero Chatal ha cargado con la responsabilidad y nuestro amigo ha podido morir en nuestros brazos. Le he cerrado los ojos. Maturette estaba descompuesto por el dolor.
– Se ha ido el compañero de nuestra hermosa aventura. Lo han arrojado a los tiburones.
Cuando he oído estas palabras: “Lo han arrojado a los tiburones”, me he quedado helado. En efecto, en las Islas no hay cementerio para los presidiarios. Cuando un condenado muere, es arrojado al mar a las seis, a la puesta del sol, entre San José y Royale, en un paraje infestado de tiburones.
La muerte de mi amigo me hace insoportable el hospital. Mando decir a Dega que voy a salir pasado mañana. Me envía unas letras: “Pide a Chatal que te haga conceder quince días de reposo en el campamento, así tendrás tiempo de escoger el empleo que te guste.” Maturette se quedará algún tiempo más. Chatal quizá lo tome como ayudante de enfermero.
En cuanto salgo del hospital, me conducen al edificio de la Administración, ante el comandante Barrot, llamado Coco seco.
– Papillon -me dice-, antes de ingresarle en el campamento, he tenido interés en charlar un poco con usted. Aquí, tiene un amigo valioso, mi contable general, Louis Dega. Pretende que usted no es merecedor de las notas que nos vienen de Francia, y que, al considerarse usted como un condenado inocente, es normal que esté en permanente rebeldía. Le diré que no estoy muy de acuerdo con él al respecto. Lo que me gustaría saber es en qué estado de ánimo se halla usted actualmente.
– En primer lugar, mi comandante, para poder contestarle, ¿puede usted decirme cuáles son las notas de mi expediente?
– Véalas usted mismo.
Y me tiende una cartulina amarilla en la que leo, más o menos, lo siguiente:
Henri Charriére alias Papillon, nacido el 16 de noviembre de 1906, en… Ardéche, condenado por homicidio premeditado a trabajos forzados a perpetuidad por los Tribunales del Sena. Peligroso desde todos los puntos de vista. Vigilar estrechamente. No podrá disfrutar de empleos de favor.
Central de Caen: Condenado incorregible. Susceptible de fomentar y dirigir una revuelta. Mantener en constante observación.
Saint-Martin-de-Ré: Individuo disciplinado, pero muy influyente en sus camaradas. Intentará evadirse en cualquier sitio.
Saint-Laurent-du-Maroni: Ha cometido una salvaje agresión contra tres vigilantes y un llavero para evadirse del hospital. Regresa de Colombia. Buen comportamiento en su prevención. Condenado a una pena leve de dos años de reclusión.
Reclusión de San José: Buena conducta hasta su liberación.
– Con eso, amigo Papillon -dice el director, cuando le devuelvo la ficha-, no estamos tranquilos de tenerle como pensionado. ¿Quiere usted hacer un pacto conmigo?
_¿Por qué no? Depende del pacto.
– Es usted un hombre que, sin duda, hará todo lo posible para evadirse de las Islas, pese a las grandes dificultades que ello entraña. Quizás incluso lo consiga. Ahora bien, yo todavía estaré cinco meses en la dirección de las Islas. ¿Sabe usted cuánto cuesta una evasión a un comandante de las Islas? Un año de sueldo normal. Es decir, la pérdida completa de los haberes coloniales, retraso del permiso durante seis meses y su reducción a tres. Y, según las conclusiones de la indagación, si se reconoce negligencia por parte del comandante, posible pérdida de galón. Ya ve usted que es serio. Ahora bien, si quiero hacer mi labor honradamente, no porque sea usted capaz de evadirse tengo derecho a encerrarle en una celda o un calabozo. A menos que invente faltas imaginarias. Y eso no quiero hacerlo. Entonces, me gustaría que me diese usted su palabra de que no intentará la evasión hasta que me haya marchado de las Islas. Cinco meses.
– Comandante, le doy mí palabra de honor de que no me iré mientras esté usted aquí, si no tarda más de seis meses.
– Me voy dentro de menos de cinco meses, es absolutamente seguro.
– Muy bien, pregunte a Dega, le dirá que tengo palabra.
– Le creo.
– Pero, en compensación, pido otra cosa.
– ¿Qué?
– Que durante los cinco meses que debo pasar aquí, pueda tener ya los empleos de los que podría beneficiarme más tarde y, quizás, incluso, cambiar de isla.
– Bien, conforme. Pero que eso quede entre nosotros.
– Sí, mí comandante.
Manda llamar a Dega, quien le convence de que mi sitio no está con los hombres de buena conducta, sino con los del hampa, en el edificio de los peligrosos, donde se encuentran todos mis amigos. Me entregan mi saco completo de efectos de presidiario y el comandante hace añadir algunos pantalones y chaquetas blancas incautadas a los sastres.
Y con dos pantalones impecablemente blancos, nuevos, flamantes, tres guerreras y un sombrero de paja de arroz, me encamino, acompañado por un guardián, hacia el campamento central. Para ir del pequeño edificio de la Administración al campamento, hay que cruzar toda la explanada. Pasamos por delante del hospital de los vigilantes, bordeando una tapia de cuatro metros que rodea toda la penitenciaría. Tras haber dado casi la vuelta a ese inmenso rectángulo, llegamos a la puerta principal. “Penitenciaría de las Islas – Sección Royale.” La inmensa puerta es de madera y está abierta de par en par. Debe medir casi seis metros de alto. Dos puestos de guardia con cuatro vigilantes en cada una. Sentado en una silla, un oficial. Nada de mosquetones; todos llevan pistola. Veo también cuatro o cinco llaveros árabes.
Cuando llego debajo del pórtico, salen todos los guardianes. El jefe, un corso, dice:
– Ahí viene un novato, y de categoría.
Los llaveros se disponen a cachearme, pero él les detiene:
– No le fastidiéis haciéndole sacar toda su impedimenta. Hala y pasa, Papillon. En el edificio especial, seguramente, te esperan muchos amigos. Me llamo Sofrani. Buena suerte en las Islas.
– Gracias, jefe.
Y entro en un inmenso patio donde se alzan tres grandes edificaciones. Sigo al vigilante que me conduce a una de ellas. Sobre la puerta, una inscripción: “Edificio A – Grupo especial.” Frente a la puerta abierta, el vigilante grita:
– ¡Guardián de cabaña! -Entonces, aparece un viejo presidiario-. Aquí tienes un novato -dice el jefe, y se va.
Penetro en una sala rectangular muy grande donde viven ciento veinte hombres. Como en el primer barracón, en Saint-Laurent-du-Maroni, una barra de hierro discurre por uno de sus lados más largos, interrumpida tan sólo por el emplazamiento de la puerta, una reja que se cierra durante la noche. Entre la pared y esa barra, están tendidas, muy rígidas, lonas que sirven de cama y que se llaman hamacas aunque no lo sean. Esas “hamacas* son muy cómodas e higiénicas. Encima de cada una hay dos tablas donde se puede dejar los trastos: una para la ropa blanca, otra, para los víveres, la escudilla, etc. Entre las hileras de hamacas, un pasadizo de tres metros de ancho, el coursier. Los hombres viven aquí también en pequeñas comunidades, las chabolas. Las hay que son sólo de dos hombres, pero también las hay de diez.
Apenas hemos entrado, cuando de todos lados llegan presidiarios vestidos de blanco:
– Papi, ven por aquí.
– No, vente con nosotros.
Grandet coge mi saco y dice:
– Hará chabola conmigo.
Le sigo. Colocamos la lona, bien estirada, que me servirá de cama.
– Toma, ahí tienes una almohada de plumas de gallinas, macho dice Grandet.
Encuentro un montón de amigos. Muchos corsos y marselleses, algunos parisienses, todos amigos de Francia o sujetos que conocí en la Santé, la Conciergerie o en el convoy. Pero, extrañado de verles aquí, les pregunto:
– ¿No estáis en el trabajo, a estas horas?
Entonces, todos se guasean.
– ¡Ah! ¡Esta sí que es buena! En este edificio, el que trabaja no lo hace más de una hora diaria. Después, vuelve a la chabola.
Este recibimiento es caluroso de veras. Esperemos que dure.
Pero no tardo en percatarme de algo que no había previsto: después de los varios días pasados en el hospital, debo aprender a vivir de nuevo en comunidad.
Presencio algo que nunca hubiese imaginado. Entra un tío, vestido de blanco, que trae una bandeja cubierta con un trapo blanco impecable, y grita:
– Bistec, bistec, ¿quién quiere bistecs?
Poco a poco, llega a nuestra altura, se para, levanta el trapo blanco y aparece, bien apilados, como en una carnicería de Francia, toda una bandeja llena de bistecs. Se ve que Grandet es un cliente habitual, pues no le pregunta si quiere bistecs, sino cuántos quiere que le ponga.
– Cinco.
– ¿Solomillo o lomo?
– Solomillo. ¿Qué te debo? Dame la cuenta, porque, ahora que somos uno-más, no subirá lo mismo.
El vendedor de bistecs saca una agenda y se pone a calcular:
– Son ciento treinta y cinco francos, todo incluido.
– Cóbrate y empezamos de nuevo a cero.
Cuando el hombre se va, Grandet me dice:
– Aquí, si no tienes pasta, la espichas. Pero hay un sistema para tenerla siempre: la apañadura.
Entre los duros, “la apañadura” es la manera que cada uno tiene de apañárselas para hacerse con dinero. El cocinero del campo vende en bistecs la misma carne destinada a los presos. Cuando la recibe en la cocina, corta aproximadamente la mitad. Según los trozos, prepara bistecs, carne para estofado o para hervir. Una parte es vendida a los vigilantes a través de sus mujeres, y otra parte a los presidiarios que tienen medios para comprarla. Desde luego, el cocinero da una parte de lo que gana así al vigilante encargado de la cocina. El primer edificio donde se presenta con su mercancía siempre es el del grupo Especial, edificio A, el nuestro.
Así, pues, la apañadura es lo que hace el cocinero que vende la carne y la grasa; el panadero que vende pan de lujo y pan blanco en barritas destinado a los vigilantes; el carnicero de la carnicería que vende la carne; el enfermero que vende inyecciones; el contable que acepta dinero para hacer que te den tal o cual puesto, o, sencillamente, para eximirte de un trabajo; el horticultor que vende legumbres frescas y fruta; el presidiario empleado en el laboratorio que vende resultados de análisis y llega hasta a fabricar falsos tuberculosos, falsos leprosos, enteritis, etcétera; los especialistas de robo en el corral de las casas de los vigilantes que venden huevos, gallinas, jabón; los “mozos de familia” que trafican con el ama de la casa donde trabajan y traen lo que se les pide: mantequilla, leche condensada, leche en polvo, latas de atún, de sardinas, quesos y, por supuesto, vinos y licores (así, en mi chabola, siempre hay una botella de “Ricard” y cigarrillos ingleses o americanos); igualmente, los que tienen derecho a pescar y vender su pescado y sus langostinos.
Pero la mejor “apañadura”, la más peligrosa también, es ser director de juegos. La regla es que nunca pueda haber más de tres o cuatro directores de juegos por edificio de ciento veinte hombres. El que se decide a encargarse de los juegos, se presenta una noche, en el momento de la partida, y dice:
– Quiero un puesto de director de juego.
Le contestan:
– No.
– ¿Todos decís no?
– Todos.
– Entonces, escojo a Fulano, para tomar su puesto.
El designado ha comprendido. Se levanta, va al centro de la sala y ambos se desafían a navaja. El que gana, se queda con los juegos. Los directores de juegos se quedan con el cinco por ciento de cada jugada ganadora.
Los juegos dan pie a otras pequeñas apañaduras. Hay el que, prepara las mantas bien tendidas en el suelo, el que alquila banquetas a los jugadores que no pueden sentarse a la moruna, el vendedor de cigarrillos. Este coloca sobre la manta varias cajas de cigarros vacías, llenas de cigarrillos franceses, ingleses, americanos y hasta liados a mano. Cada uno tiene un precio y el jugador se sirve él mismo y echa escrupulosamente en la caja el) precio fijado. Hay también el que prepara las lámparas de petróleo y cuida de que no humeen demasiado. Son lámparas hechas con botes de leche cuya tapa superior ha sido horadada para pasar una mecha que se empapa de petróleo y que, a menudo, hay que despabilar. Para los que no fuman, hay bombones y pasteles hechos mediante apañadura especial. Cada edificio posee uno o dos cafeteros. En su puesto, cubierto por dos sacos de yute y confeccionado a la manera árabe, toda la noche hay café caliente. De vez en cuando, el cafetero pasa a la sala y ofrece café o cacao mantenido caliente en una especie de marmita noruega de fabricación casera.
Por último, hay la pacotilla. Es una especie de apañadura artesana. Algunos trabajan el carey de las tortugas capturadas por los pescadores. Una tortuga de carey tiene trece placas que pueden pesar hasta dos kilos. El artista hace con ellas brazaletes, zarcillos, collares, boquillas, peines y armazones de cepillos. Hasta he visto un cofrecito de carey rubio, una verdadera maravilla. Otros esculpen cocos, astas de buey, de búfalo, ébano y madera de las Islas, en forma de serpientes. Otros hacen trabajos de marquetería de alta precisión, sin un clavo, todo a base de entalladuras. Los más hábiles trabajan el bronce. Sin olvidar los artistas pintores.
A veces, se asocian varios talentos para realizar un solo objeto. Por ejemplo, un pescador captura un tiburón. Prepara su mandíbula abierta, con todos sus dientes bien pulidos y bien rectos. Un ebanista confecciona un modelo reducido de ancla, con madera lisa y grano apretado, bastante ancha en medio para que se pueda pintar. Se fija la mandíbula abierta a esta ancla en la cual un pintor pinta las Islas de la Salvación rodeadas por el mar. El tema más a menudo utilizado es el siguiente: se ve la punta de la isla Royale, el canal y la isla de San José. Sobre el mar azul, el sol poniente lanza todas sus luces. En el agua, una embarcación con seis presidiarios de pie, con el torso desnudo, los remos alzados verticalmente y tres guardianes, empuñando metralletas, a popa. A proa, dos hombres levantan un féretro del que se desliza, envuelto en un saco de harina, el cadáver de un presidiario. En la superficie del agua, se ven tiburones que esperan el cadáver con las fauces abiertas. Abajo, a la derecha del cuadro, está escrito: “Entierro en Royale”, y la fecha.
Todas esas diversas “pacotillas” se venden en las casas de los vigilantes. Las mejores piezas se pagan a menudo por adelantado o son hechas por encargo. El resto se vende a bordo de los barcos que recalan en las Islas. Es el feudo de los barqueros. Hay también los guasones, los que cogen un vaso de metal abollado y graban en él: “Este vaso perteneció a Dreyfus -isla del Diablo- fecha.” Lo mismo hacen con cucharas o escudillas. Los marinos bretones tienen un truco infalible: grabar en cualquier objeto el nombre de “Sezertec”.
Ese tráfico permanente hace entrar mucho dinero en las Islas y, por tanto, los vigilantes tienen interés en que se haga. Entregados a sus combinas, los hombres resultan más fáciles de manejar y se hacen a su nueva vida.
La pederastia cobra carácter oficial. Hasta el comandante, todo el mundo sabe que Fulano es la mujer de Zutano y, cuando se manda a uno de ellos a otra isla, se procura que el otro se reúna pronto con él, si no se pensó en trasladarles juntos.
De todos esos hombres, no hay tres de cada cien que traten de fugarse de las Islas. Ni siquiera los que sufren cadena perpetua. La única manera es tratar por todos los medios de ser desinternado y enviado a Tierra Grande, Saint-Laurent, Kourou o Cayena, lo que sólo es posible para los internados temporales. Para los internados de por vida es imposible, aparte del homicidio. En efecto, cuando se ha matado a alguien, se es enviado a Saint-Laurent para comparecer ante el tribunal. Pero como para ir allí antes hay que confesar, se arriesgan cinco años de reclusión homicidio, sin saber si se podrá aprovechar la breve estancia en el cuartel disciplinario de Saint-Laurent -tres meses a lo sumo para tratar de evadirse.
También se puede probar el desinternamiento por razones médicas. Si se es reconocido tuberculoso, se es enviado al campamento para tuberculosos llamado “Nouveau Camp”, a ochenta kilómetros de Saint-Laurent.
Está también la lepra o la enteritis disentérica crónica. Es relativamente fácil llegar a ese resultado, pero entraña un terrible peligro: la cohabitación en un pabellón especial, aislado, durante casi dos años, con los enfermos de verdad. De ahí a pretenderse leproso y pillar la lepra, a tener pulmones estupendos y salir tuberculoso, a menudo no hay más que un paso. En cuanto a 1 disentería, es más difícil aún escapar al contagio. eme aquí, pues, instalado en el edificio A, con mis ciento veinte camaradas. Hay que aprender a vivir en esta comunidad donde no se tarda en ser catalogado. Primero, es menester que todo el mundo sepa que no se os puede atacar sin peligro. Una vez has conseguido hacerte temer hay que ser respetado por la manera de comportarse con los guardianes, no aceptar determinados puestos, rehusar determinadas faenas, no reconocer ninguna autoridad a los llaveros, no obedecer, ni siquiera a costa de un incidente, a un vigilante. Si se ha jugado toda la noche, ni siquiera se sale a pasar lista. El guardián de cabaña, (a este edificio le llaman “la cabaña”), grita: “Enfermo acostado.” En las otras dos “cabañas”, los vigilantes, a veces, van a buscar al, “enfermo” llamado y le obligan a pasar lista. Pero nunca en el edificio de los destacados. En conclusión, lo que buscan ante todo, del pez más grande al más pequeño, es la tranquilidad de presidio.
Mi amigo Grandet, con quien hago chabola, es un marsellés de treinta y cinco años. Muy alto y flaco como un clavo, pero muy fuerte. Somos amigos desde Francia. Nos frecuentábamos en Tolón, en Marsella y en París.
Es un célebre reventador de cajas de caudales. Es bueno, pero, quizá muy peligroso. Hoy estoy casi solo en esta sala inmensa. El jefe de cabaña barre y pasa el rastrillo por el suelo de cemento. Veo a un hombre que está arreglando un reloj, con un chirimbolo de madera en el ojo izquierdo. Sobre su hamaca, una tabla con unos treinta relojes colgados. Ese tipo, que tiene los rasgos de un hombre de treinta años, tiene el pelo completamente blanco. Me acerco a él y le miro trabajar. Luego, intento entablar conversación con él. No levanta siquiera la cabeza y sigue callado. Me aparto, un poco molesto, y salgo al patio para sentarme en el lavadero. Encuentro a Titi la Belote, quien se está adiestrando con unos naipes nuevos. Sus dedos ágiles barajan y vuelven a barajar las treinta y ocho cartas con una rapidez inaudita. Sin dejar de mover sus manos como un prestidigitador, me dice:
– Hola, compañero, ¿qué tal te va? ¿Estás bien en Royale?
– Sí, pero hoy me aburro. Voy a trabajar un poco, así saldré del campamento. He querido charlar un momento con un tipo que hace de relojero, pero ni siquiera me ha contestado.
– Ya sé, Papi, ese tipo se ríe de todo el mundo. Sólo vive para sus relojes. Todo lo demás le importa un bledo. Claro que, después de lo que le pasó, tiene derecho a estar majareta. Por menos nos hubiésemos trastornado nosotros. Figúrate que ese joven (se le puede llamar joven, pues no tiene treinta años) fue condenado a muerte, el año pasado, por haber violado, al parecer, a la mujer de un guardián. Pura mentira. Hacía tiempo que se cepillaba a su patrona, la legítima de un jefe de vigilantes bretón. Como trabajaba en casa de ellos como “mozo, de familia”, cada vez que el bretón estaba de servicio diurno, el relojero se tiraba a la mujer. Sólo que cometieron un error: la tía ya no le dejaba lavar y planchar la ropa. Lo hacía ella misma, y el cornudo de su marido, que la sabía holgazana, encontró el hecho curioso y empezó a sospechar. Pero no tenía pruebas de su infortunio. Entonces, combinó un golpe para sorprenderles en flagrante delito y matarles a los dos. No contaba con la reacción de la parienta. Un día, abandonó la guardia dos horas después de haber entrado y pidió a un vigilante que le acompañase a su casa, so pretexto de regalarle un jamón que había recibido de su tierra. Sigilosamente, traspone la entrada, pero apenas abre la puerta de la casita, cuando un loro se pone a berrear: “ ¡Ahí viene el amo!”, como solía hacer cuando el guardián volvía a casa. Acto seguido, la mujer grita: “¡Que me violan! ¡Socorro!” Los dos guardianes entran en la habitación en el momento que la mujer se escapa de los brazos del presidiario, quien sorprendido, salta por la ventana, mientras el cornudo le dispara. El relojero atrapa un balazo en el hombro, en tanto que, por su lado, la parienta se araña tetas y mejillas y se rasga la bata. El relojero cae, y cuando el bretón va a rematarle, el otro guardián lo desarma. Debo decirte que el otro guardián era corso y que en seguida había comprendido que su jefe le había contado un cuento y que ni había violación ni niño muerto. Pero el corso no podía decirle lo que pensaba al bretón e hizo como si creyese en el cuento de la violación. El relojero fue condenado a muerte. Hasta aquí, compañero, no hay nada extraordinario. Es después cuando el asunto se pone interesante.
“En la Royale, en el cuartel de los castigados, hay una guillotina. Cada pieza está bien guardada en un local especial. En el patio, las cinco losas sobre las que la levantan, bien juntas y niveladas. Cada semana, el verdugo y sus ayudantes, dos presidiarios, montan la guillotina con la cuchilla y toda la pesca y cortan uno o dos troncos de banano. Así, están seguros de que siempre está en buen estado su funcionamiento.
“El relojero saboyano se encontraba, pues, en una celda de condenado a muerte con otros cuatro condenados, tres árabes y un siciliano. Los cinco esperaban la respuesta a su petición de indulto hecha por los vigilantes que les habían defendido.
“Una mañana, montan la guillotina y abren bruscamente la puerta del saboyano. Los verdugos se echan sobre él, le traban los pies con una cuerda y le atan las muñecas con la misma cuerda que queda atada al nudo de los pies. Le ensanchan el cuello de la camisa con sus tijeras y, luego, despacito, recorren en la penumbra del amanecer una veintena de metros. Has de saber, Papillon, que cuando llegas ante la guillotina, te encuentras de cara con una tabla perpendicular sobre la que te atan con correas sujetas encima. Así, pues, le atan y, cuando se disponen a hacer bascular la tabla de la que sobresale su cabeza, llega el actual comandante Coco seco, quien, obligatoriamente, debe asistir a la ejecución. En la mano lleva una gran linterna sorda y, en el momento que alumbra la escena, se da cuenta de que los imbéciles de guardianes se han equivocado: iban a cortar la cabeza del relojero quien, aquel día, nada tenía que ver con la ceremonia.
“-¡Alto! ¡Alto! -grita Barrot.
“Está tan emocionado que, al parecer, ha perdido el habla Deja caer su linterna sorda, atropella a todo el mundo, guardianes y verdugos, y personalmente, desata al saboyano. Por fin, logra ordenar:
“-Acompáñale a su calabozo, enfermero. Ocúpese de él, quédese con él, déle ron. Y vosotros, so cretinos, id a buscar a Rencasseu. ¡Es a él a quien se ejecuta hoy y no a otro!
“El día siguiente, el saboyano tenía el pelo completamente blanco, tal como lo has visto hoy. Su abogado, un guardián de Calvi, escribió una nueva solicitud de indulto al ministro de justicia contándole el incidente. El relojero fue indultado y condenado a cadena perpetua. Desde entonces, se pasa el tiempo componiendo los relojes de los guardianes. Es su pasión. Los observa mucho tiempo, de ahí esos relojes colgados de su tabla. Ahora, seguramente, comprenderás que el tipo ese tenga derecho a estar un poco orate, ¿o no?
– Claro que sí, Titi, después de un choque semejante, tiene perfecto derecho a no ser demasiado sociable. Le compadezco sinceramente.
Cada día sé algo más acerca de esa nueva vida. La “cabaña A” es, en verdad, una concentración de hombres temibles tanto por su pasado como por su modo de reaccionar en la vida cotidiana. Sigo sin trabajar: espero un puesto de pocero que, después de tres cuartos de hora de trabajo, me dejará libre en la isla con derecho a ir de pesca.
Esta mañana, al pasar lista para ir a la plantación de cocoteros, designan a Jean Castelli. Este sale de la fila y pregunta:
– ¿Pero eso qué es? ¿Me mandan a trabajar a mí?
– Sí, a usted dice el guardián de servicio- Tome, coja este pico.
Fríamente, Castelli le mira y dice:
– Oye tú, auvernés, ¿no ves que hace falta venir de tu tierra para saber manejar ese extraño instrumento? Yo soy corso marsellés. En Córcega, tiramos muy lejos los utensilios de trabajo, y en Marsella, ni siquiera se sabe que existan. Guarda tu pico y déjame en paz.
El joven guardián, que todavía no está muy al corriente, según supe más tarde, levanta el pico sobre Castelli, con el mango para arriba. Al unísono, los ciento veinte hombres berrean:
– ¡Carroña, no lo toques o eres hombre muerto!
– ¡Rompan filas! -grita Grandet y, sin preocuparse de las posiciones de ataque que han tomado todos los guardianes, entramos en la cabaña.
La “cabaña B” desfila para ir al trabajo. La “cabaña C”, también. Una docena de guardianes se presentan y, cosa rara, cierran la puerta enrejada. Una hora después, cuarenta guardianes están a ambos lados de la puerta, empuñando metralletas. Segundo comandante, jefe de guardianes, jefe de vigilantes, vigilantes, todos están ahí, salvo el comandante, que ha salido a las seis, antes del incidente, de inspección en la isla del Diablo.
El segundo comandante dice:
– Dacelli, haga el favor de llamar a los hombres, uno a uno.
– Grandet.
– Presente.
– Salga.
Sale, entre los cuarenta guardianes. Dacelli le dice:
– Vaya a su trabajo.
– No puedo.
– ¿Se niega usted?
– No, no me niego, estoy enfermo.
– ¿Desde cuándo? No se ha declarado usted enfermo, cuando se pasó lista por primera vez.
– Esta mañana no estaba enfermo, pero ahora sí lo estoy.
Los primeros sesenta llamados responden exactamente lo mismo, uno detrás de otro. Sólo uno desobedece francamente. Sin duda, tenía intención de hacerse mandar a Saint-Laurent para comparecer ante el Consejo de Guerra. Cuando le dicen: “¿ Se niega usted? “, contesta:
– Sí, me niego, por tres veces.
– Por tres veces, ¿por qué?
– Porque me da usted asco. Me niego categóricamente a trabajar para tipos tan imbéciles como usted.
La tensión era alta. Los guardianes, sobre todo los jóvenes, no soportaban que los presidiarios les humillasen de tal modo. Sólo esperaban una cosa: un gesto de amenaza que les permitiese entrar en acción con sus mosquetones, por lo demás apuntados al suelo.
– ¡Todos los llamados en cueros! Y en marcha para las celdas.
A medida que las ropas caían, de vez en cuando se oía el ruido de un cuchillo que resonaba sobre el macadán del patio. En este momento, llega el doctor.
– ¡Bien, alto! Ahí viene el médico. ¿Quiere usted, doctor, reconocer a esos hombres? Los que no sean declarados enfermos, irán a los calabozos. Los demás, se quedarán en la cabaña.
– ¿Hay sesenta enfermos?
– Sí, doctor, salvo ése, que se ha negado a trabajar.
– Que venga el primero dice el doctor-. Grandet, ¿qué tiene?
– Una indigestión de cabo de vara, doctor. Todos somos hombres condenados a largas penas y la mayoría a perpetuidad, doctor. En las Islas, no hay esperanza de evadirse. No podemos aguantar esta vida si no hay cierta elasticidad y comprensión en el reglamento. Ahora bien, esta mañana, un vigilante se ha permitido, delante de nosotros, querer desnucar de un porrazo con el mango de un pico a un camarada apreciado por todos. No era un gesto de defensa, pues ese hombre no había amenazado a nadie. Sólo dijo que no quería trabajar a pico y pala. Esta es la verdadera causa de nuestra epidemia colectiva. juzgue usted mismo.
El doctor baja la cabeza, reflexiona un largo minuto, y luego, dice:
– Enfermero, anote: “Por razón de una intoxicación alimenticia colectiva, el enfermero vigilante Fulano tomará las medidas necesarias para purgar con veinte gramos de sulfato sódico a todos los deportados que se han declarado enfermos en el día de hoy. En cuanto al deportado, X ruego le pongan en observación en el hospital para que sepamos si su negativa a trabajar ha sido expuesta en plena posesión de sus facultades.”
Vuelve la espalda y se va.
– ¡Todo el mundo adentro! -grita el segundo comandante-. Recoged vuestras ropas y no os olvidéis de los cuchillos.
Aquel día, todos se quedaron en la cabaña. Nadie pudo salir, ni siquiera el repartidor de pan. hacia mediodía, en vez de sopa, el vigilante enfermero, acompañado de dos presidiarios-enfermeros, se presentó con un cubo de madera, lleno de purgante de sulfato sódico. Sólo tres pudieron ser obligados a tragar la purga. El cuarto se cayó encima del cubo simulando una ataque epiléptico perfectamente remedado, y echó purga, cubo y cazo por los suelos.
He pasado la tarde charlando con Jean Castelli. Ha venido a comer con nosotros. Hace chabola con un tolonés, Louis Gravon, condenado por un robo de pieles. Cuando le he hablado de pirarse, sus ojos han brillado. Me dice:
– El año pasado estuve a punto de evadirme, pero la operación se fue al traste. Ya me sospechaba que no eras tú hombre para quedarte tranquilo aquí. Sólo que hablar de pirárselas en las Islas es hablar en chino. Por otra parte, me doy cuenta de que aún no has comprendido a los presidiarios de las Islas. Así como los ves, el noventa por ciento se encuentran relativamente felices aquí. Nadie te denunciará nunca, hagas lo que hagas. Si se mata a alguien, nunca hay testigos; si se roba, ídem – Haga lo que haga quien sea, todos se juntan para defenderle. Los presidiarios de las Islas sólo temen una cosa, que una evasión tenga éxito. Pues, entonces, toda su relativa tranquilidad queda trastornada: registros continuos, se acabaron los juegos de cartas, la música (los instrumentos son destruidos durante los registros), se acabaron los juegos de ajedrez y de damas, ¡todo sanseacabó, vaya! Nada de pacotilla, tampoco. Todo, absolutamente todo queda suprimido. Registran sin parar. Azúcar, aceite, bistecs, mantequilla, todo desaparece. Cada vez, los fugados que han logrado dejar las Islas son detenidos en Tierra Grande, en los alrededores de Kourou. Pero para las Islas, la fuga ha tenido éxito: los audaces han conseguido salir de la isla. De ahí que se sancione a los guardianes, quienes luego se vengan con todo el mundo.
Escucho con toda mi atención. Estoy asombrado. Nunca había visto la cuestión bajo ese aspecto.
– Conclusión-dice Castelli-, el día que te metas en la mollera preparar una fuga, anda con pies de plomo. Antes de tratar con un tipo, si no es un íntimo amigo tuyo, piénsalo diez veces.
Jean Castelli, ladrón profesional, tiene una voluntad y una inteligencia poco comunes. Detesta la violencia. Le apodan El Antiguo. Por ejemplo, sólo se lava con jabón de Marsella, y si me lavo con “Palmolive”, me dice:
– ¡Pero si hueles a marica, palabra! Te has lavado con jabón de mujer!
Desgraciadamente, tiene cincuenta y dos años, pero su energía férrea da gusto de ver. Me dice:
– Tú, Papillon, diríase que eres mi hijo. La vida de las Islas no te interesa. Comes bien porque es necesario para estar en forma, pero nunca te acomodarás para vivir tu vida en las Islas. Te felicito. De todos los presidiarios, no llegamos a media docena los que pensamos así. Sobre todo, en evadirse. Hay, es verdad, muchos hombres que pagan fortunas para hacerse desinternar y, así, ir a Tierra Grande para tratar de evadirse. Pero, aquí, nadie cree en eso de darse el piro.
El viejo Casteíli me da consejos: aprender el inglés y, cada vez que pueda, hablar español con un español. Me ha prestado un libro para aprender el español en veinticuatro lecciones. Un diccionario francés-inglés. Es muy amigo de un marsellés, Gardés, que sabe mucho de fugas. Se ha evadido dos veces. La primera, del presidio portugués; la segunda, de Tierra Grande. Tiene su punto de vista sobre la evasión de las Islas; Jean Castelli, también. Gravon, el tolonés, también tiene su manera de ver las cosas. Ninguna de esas opiniones concuerda. A partir de hoy, tomo la decisión de darme cuenta por mí mismo y de no hablar más de pirármelas.
Es duro, pero así es. El único punto sobre el cual están todos de acuerdo es que el juego sólo interesa para ganar dinero, y que resulta muy peligroso. En cualquier momento puedes verte obligado a liarte a navajazos con el primer matasiete que llegue. Los tres son hombres de acción y están en verdad formidables, teniendo en cuenta su edad: Louis Gravon tiene cuarenta y cinco años y Gardés, casi cincuenta.
Anoche, tuve ocasión de dar a conocer mi modo de ver y de actuar a casi toda nuestra sala. Un cabrito de Toulouse es desafiado a navajazos por uno de Nimes. El cabrito de Toulouse es apodado Sardina y el matasiete de Nimes, Carnero. Carnero, con el torso desnudo, está en medio del coursier, empuñando la navaja:
– O me pagas veinticinco francos por partida de póquer o no juegas más.
Sardina responde:
– Nunca se ha pagado nada a nadie por jugar al póquer. ¿Por qué te metes conmigo y no con los directores de juego de la marsellesa?
– No tienes por qué saberlo. O pagas, o no juegas más, o te peleas.
– No, no me pelearé.
– ¿Te rajas?
– Sí. Porque corro el riesgo de ganarme un navajazo o hacerme matar por un matón como tú que nunca se ha dado el piro. Yo soy hombre de evasión, no estoy aquí para matar o hacer que me maten.
Todos, sin excepción, estamos a la espera de lo que va a pasar. Grandet me dice:
– En verdad que es bravo, el cabrito, y, además, hombre de fuga. Lástima que no se pueda decir nada.
Abro mi navaja y me la pongo bajo el muslo. Estoy sentado en la hamaca de Grandet.
– Así, pues, rajado, ¿pagas o dejas de jugar? Contesta.
Y da un paso hacia el Sardina. Entonces grito:
– ¡Cierra el pico, Carnero, y deja tranquilo a ese tipo!
– ¿Estás loco, Papillon? -me dice Grandet.
Sin moverme del sitio, sentado con mi cuchillo abierto bajo la pierna izquierda, y la mano sobre el mango, digo:
– No, no estoy loco, y escuchad todos lo que voy a deciros. Carnero, antes de pelearme contigo, lo cual haré si así lo exiges, aun después de haber hablado, deja que te diga a ti y a todos que, desde mi llegada a esta cabaña donde somos más de cien, todos del hampa, me he percatado con sonrojo de que la cosa más hermosa, la más meritoria, la única que de verdad importa, la fuga, no es respetada. Ahora bien, todo hombre que haya demostrado ser hombre de fuga, que tiene suficientes redaños para arriesgar su vida en una evasión debe ser respetado por todos al margen de cualquier otra cuestión. ¿Quién dice lo contrario? Silencio-. En todas vuestras leyes, falta una, por lo demás primordial: la obligación válida para todos de no sólo respetar, sino de ayudar y apoyar a los hombres de fuga. Nadie está obligado a irse y admito que casi todos hayáis decidido pasar la vida aquí. Pero si no tenéis el valor de intentar revivir, tened al menos el respeto que merecen los hombres de fuga. Y quien olvide esa ley de hombre, que se disponga a sufrir graves consecuencias. Ahora, Carnero, si sigues queriendo pelearte, en guardia.
Y, de un salto, me pongo en medio de la sala, empuñando la navaja. Carnero tira la suya y dice:
– Tienes razón, Papillon. No quiero desafiarme a navaja contigo pero sí a puñetazos, para que veas que no soy un rajado.
Entrego mi navaja a Grandet. Nos hemos pegado como perros durante casi veinte minutos. Al final, con un cabezazo afortunado, he conseguido tumbarle. Juntos, en los retretes, nos lavamos la sangre que nos brota de la cara. Carnero me dice:
– Es verdad, en estas Islas nos embrutecemos. Llevo quince años aquí y no he gastado siquiera mil francos para tratar de hacerme desinternar. Es una vergüenza.
Cuando vuelvo a la chabola, Grandet y Galgani me pegan bronca.
– ¿Te has vuelto loco? ¿A qué viene eso de provocar e instar a todo el mundo? No sé por qué milagro nadie ha saltado al coursier para pelear a navajazos contigo.
– No, amigos míos, nada tiene de extraño. Todo hombre en nuestro ambiente, cuando alguien tiene de veras razón reacciona dándole precisamente, la razón.
– Está bien -dice Galgani-. Pero, ¿sabes?, no te diviertas demasiado jugando con ese volcán.
Durante toda la velada han venido hombres a hablar conmigo. Se acercan como por azar, hablan de cualquier cosa y luego, antes de irse, añaden:
– Estoy de acuerdo con lo que dijiste, Papi.
Este incidente de la navaja me ha situado bien con los hombres.
A partir de ahora, seguramente estoy considerado por mis camaradas como un hombre de su ambiente, pero que no se doblega ante las cosas admitidas sin analizarlas y discutirlas. Me doy cuenta de que cuando soy yo quien lleva el juego, hay menos disputas y que, si doy una orden, obedecen en seguida.
El director de juegos, como ya he dicho, se lleva el cinco por ciento de cada apuesta ganadora. Está sentado en su banqueta, adosado a la pared para resguardarse de un asesino siempre Posible. Una manta sobre las rodillas tapa una navaja abierta. Alrededor de él, en círculo, treinta, cuarenta y a veces hasta cincuenta jugadores de todas las regiones de Francia, muchos extranjeros, árabes incluidos. El juego es muy fácil. Hay el que tiene la banca y el que talla. Cada vez que el que tiene la banca pierde, pasa las cartas a su vecino. Se juega con cincuenta y dos cartas. El que talla, reparte la baraja y se guarda un naipe tapado. El que tiene la banca saca una carta y la pone boca arriba sobre la manta. Entonces, se hacen las apuestas. Se juega sea por la talla, sea por la banca. Cuando las apuestas están colocadas en montoncitos, se empiezan a echar cartas una por una. La carta que es de igual valor que una de las dos que están en el tapete pierde. Por ejemplo, el que talla ha tapado una dama y el que tiene la banca pone boca arriba un cinco. Si saca una dama antes que un cinco, la talla pierde. Si es el contrario, o sea, si sale un cinco, pierde la banca. El director de juegos debe saber la cuantía de cada apuesta y recordar quién talla o quién tiene la banca para saber a quién corresponde el dinero. No es fácil. Hay que defender a los débiles contra los fuertes, que siempre tratan de abusar de su prestigio. Cuando el director de juegos toma una decisión en un caso dudoso, esa decisión debe ser aceptada sin rechistar.
Esta noche, han asesinado a un italiano llamado Carlino. Vivía con un joven que le servía de mujer. Los dos trabajaban en un huerto. Debía saber que su vida corría peligro, pues cuando dormía, el joven velaba, y viceversa. Bajo su lona-hamaca, habían puesto latas vacías para que nadie pudiese deslizarse hasta ellos sin hacer ruido. Y, sin embargo, ha sido asesinado por debajo. Su grito fue seguido inmediatamente de un espantoso estrépito de latas vacías derribadas por el asesino.
Grandet estaba dirigiendo una partida de marsellesa con más de treinta jugadores a su alrededor. Yo charlaba de pie cerca del fuego. El grito y el ruido de las latas vacías detuvieron la partida. Cada cual se levanta y pregunta qué ha pasado. El chico de Carlino no ha visto nada y Carlino ya no respira. El jefe de la cabaña pregunta si debe llamar a los vigilantes. No. Mañana, al pasar lista, será el momento de avisarles; dado que ha muerto, no se puede hacer nada por él. Grandet toma la palabra.
– Nadie ha oído nada. Tú tampoco, pequeño dice al amiguito de Carlino-. Mañana, al despertar, ya te darás cuenta de que ha muerto.
Y sanseacabó, el juego vuelve a empezar. Y los jugadores, como si nada hubiese ocurrido, gritan de nuevo: -Talla! ¡No, banca!
Etcétera.
Espero con impaciencia ver lo que pasará cuando los guardianes descubran el homicidio. A las cinco y media, primer toque de campana. A las seis, segundo toque y café. A las seis y media, tercer toque y salida para pasar lista, como todos los días. Pero hoy es diferente. Al segundo toque, el jefe de cabaña dice al guardián que acompaña al repartidor de café:
– Jefe, han matado a un hombre.
– ¿A quién?
– A Carlino.
– Está bien.
Diez minutos más tarde, llegan seis gendarmes.
– ¿Dónde está el muerto? -preguntan.
– Ahí.
Ven el puñal hincado en la espalda de Carlino a través de 1 lona. Se lo sacan.
– ¡Camilleros, llévenselo!
Dos hombres se lo llevan en una camilla. Sale el sol. Suena la tercera campanada. Con el cuchillo ensangrentado en la mano el jefe de vigilantes ordena:
– Todo el mundo fuera en formación para pasar lista. No se admiten enfermos.
Todos salimos. Al pase de la lista de la mañana están siempre presentes los comandantes y los jefes de guardianes. Pasan lista., Al llegar a Carlino, el jefe de cabaña contesta:
– Muerto esta noche. Ha sido llevado al depósito de cadáveres.
– Bien -dice el guardián que pasa lista.
Cuando todo el mundo ha contestado presente, el jefe del campamento levanta el cuchillo y pregunta:
– ¿Alguien conoce este cuchillo? -No contesta nadie-~ ¿Alguien ha visto al asesino? -Silencio absoluto-. Entonces nadie sabe nada, como de costumbre. Pasad con las manos tendidas, uno después de otro, delante de mí, y luego, que cada cual vaya a su trabajo. Siempre ocurre lo mismo, mi comandante. nada permite saber quién lo ha hecho.
– Asunto archivado -dice el comandante-. Guarde el cuchillo. Hágale tan sólo una ficha indicando que ha servido para matar a Carlino.
Esto es todo. Vuelvo a la cabaña y me acuesto, pues no he pegado ojo en toda la noche. A punto de quedarme dormido, me digo que un presidiario no es nada. Aunque sea cobardemente asesinado, rehúsan molestarse en intentar saber quién fue el que lo mató. Para la Administración, un presidiario no es, en verdad, nada en absoluto. Menos que un perro.
He decidido empezar mi trabajo de pocero el lunes. A las cuatro y media, saldré con otro para vaciar los cubos del edificio A, los nuestros. El reglamento exige que para vaciarlos, se bajen hasta el mar. Pero pagando al conductor de búfalos, éste nos espera en un sitio de la meseta donde un angosto canal de cemento baja hasta el mar. Entonces, rápidamente, en menos de veinte minutos, se vacían todos los baldes en ese canal y, para empujarlo todo, se echan tres mil litros de agua de mar, traídos en un enorme tonel. El acarreo de agua se paga a veinte francos por día al boyero, un simpático negro martiniqués. Se ayuda a que todo baje con una escoba muy dura. Como es mi primer día de trabajo, acarrear los baldes con dos varas me ha entumecido las muñecas. Pero no tardaré en acostumbrarme.
Mi nuevo camarada es muy servicial y, sin embargo, Galgani me dijo que era un hombre sumamente peligroso. Al parecer había cometido siete homicidios en la isla. Su apañadura personal es vender mierda. En efecto, cada horticultor debe hacer su estercolero. Para ello, cava un foso, mete dentro hojas secas y hierba y mi martiniqués lleva clandestinamente uno o dos baldes de detritus al huerto indicado. Por supuesto, eso no puede hacerlo solo y estoy obligado a ayudarle. Pero sé que es una falta muy grave, pues tal cosa puede, por la contaminación de las legumbres, extender la disentería tanto entre los vigilantes como entre los deportados. Decido que un día, cuando le conozca mejor, le impediré que lo haga. Desde luego, le pagaré lo que pierda para paralizar su comercio. Por lo demás, graba cuernos de buey. En cuanto a la pesca, me dice que no puede enseñarme nada, pero que en el muelle, Chapar u otro pueden ayudarme.
He aquí, pues, que soy pocero. Una vez terminado el trabajo, me tomo una buena ducha, me pongo el short y me voy a pasear todos los días libremente donde me viene en gana. Sólo tengo una obligación: estar a mediodía en el campo. Gracias a Chapar, no me faltan ni cañas ni anzuelos. Cuando vuelvo con un espetón de salmonetes ensartados por las agallas a un alambre, es raro que no me llamen desde las casitas algunas mujeres de vigilantes. Todas saben cómo me llamo.
– Papillon, véndame dos kilos de salmonetes.
– ¿Está usted enferma?
– No.
– ¿Tiene algún chico enfermo?
– No.
– Entonces, no le vendo mi pescado.
Capturo cantidades bastante grandes que doy a los amigos del campamento. Los trueco por barras de pan, legumbres o fruta. En mi chabola, comemos pescado por lo menos una vez al día. Un día que subía con una docena de grandes langostinos y siete u ocho kilos de salmonetes, pasé por delante de la casa del comandante Barrot. Una mujer bastante gorda me dijo:
– Buena pesca ha hecho hoy, Papillon. Sin embargo, hace mala mar y nadie sale a pescar. Hace por lo menos quince días que no pruebo el pescado. Lástima que no venda usted el suyo. Sé por mi marido que se niega usted a venderlo a las mujeres de los vigilantes.
– Es verdad, señora. Pero con usted tal vez pueda hacer una excepción.
– ¿Por qué?
– Porque usted está gorda, y la carne puede hacerle daño.
– Es verdad, me han dicho que sólo debería comer legumbres y pescado hervido. Pero aquí no es posible.
– Tome, señora, quédese con estos langostinos y esos salmonetes.
Desde aquel. día, cada vez que hago una buena pesca, le doy con qué seguir un buen régimen. Ella, que sabe que en las Islas todo se vende, nunca me ha dicho más que “gracias”. Hace bien, pues se habrá dado cuenta de que si me ofrecía dinero, me lo tomaría a mal. Pero a menudo me invita a entrar en su casa. Me sirve personalmente un pastís o un vaso de vino blanco. Si recibe figatelli de Córcega, me da. Madame Barrot nunca me ha preguntado nada sobre mi pasado. Sólo un día se le escapó una frase:
– Es cierto que resulta imposible fugarse de las Islas, pero vale más estar aquí, en un clima sano, que pudrirse como un animal en Tierra Grande.
Ella es quien me ha explicado el origen del nombre de las Islas. Durante una epidemia de fiebre amarilla de Cayena, los Padres Blancos y las hermanas de un convento se refugiaron en ellas y se salvaron todos. De ahí el nombre de Islas de la Salvación.
Gracias a la pesca, voy a todas partes. Hace tres meses que soy pocero y conozco la isla mejor que nadie. Voy a fisgar en los huertos so pretexto de ofrecer mi pescado a cambio de legumbres y frutas. El horticultor de un huerto situado junto el cementerio de los vigilantes es Matthieu Carbonieri, quien hace chabola conmigo. Trabaja solo allí y me ha dicho que, más adelante, se podría enterrar o preparar una balsa en su huerto. Dentro de dos meses, el comandante se va. Entonces tendré libertad de acción.
Me he organizado; pocero titular, salgo como para vaciar los cubos, pero es el martiniqués quien lo hace en mi lugar, a cambio de dinero, claro está. He entablado amistad con dos cuñados condenados a perpetuidad, Naric y Quenier. Les llaman los cuñados de la Carretilla. Se cuenta que fueron acusados de haber transformado en bloque de cemento a un cobrador que habían asesinado. Al parecer, hubo testigos que les vieron transportar en una carretilla un bloque de cemento que arrojaron al Mame o al Sena. La indagación determinó que el cobrador se había personado en su casa para liquidar una letra y que, desde entonces, no se había vuelto a ver. Ellos negaron siempre. Hasta en el presidio, decían que eran inocentes. Sin embargo, si bien nunca encontraron el cuerpo, sí la cabeza, envuelta en un pañuelo. Ahora bien, en casa de ellos había pañuelos de igual dibujo e igual hilo- “~ los expertos”. Pero los abogados y ellos mismos demostraron que miles de metros de aquel tejido habían sido transformados en pañuelos. Todo el mundo tenía. Finalmente, a los dos cuñados les endilgaron cadena perpetua y a la mujer de uno, hermana del otro, veinte años de reclusión.
He logrado intimar con ellos. Como son albañiles, pueden entrar y salir del taller de obras. Podrían, quizá, pieza tras pieza, sacarme material para hacer una balsa. Sólo es necesario convencerlos.
Ayer, encontré al doctor. Yo llevaba un pescado de, por lo menos, veinte kilos, muy fino, un mero. Subimos juntos hacia la meseta. A media cuesta, nos sentamos en un murete. Me dice que con la cabeza de ese pescado se puede hacer una sopa deliciosa.
Se la ofrezco, con un buen pedazo del pescado. Se queda extrañado de mi rasgo y dice:
– No es usted rencoroso, Papillon.
– Sepa, doctor, que eso no lo hago solamente por mí. Se lo debo porque usted hizo lo imposible por salvar a mi amigo Clousiot.
Hablamos un poco y, luego me dice:
– Te gustaría evadirte, ¿verdad? Tú no eres un presidiario. Das la impresión de ser otra cosa.
– Tiene usted razón, doctor, no pertenezco al presidio, tan sólo estoy de visita, aquí.
Se echa a reír. Entonces, ataco:
– Doctor, ¿cree usted que un hombre puede regenerarse?
– Sí.
– ¿Aceptaría usted suponer que puedo servir en la sociedad sin ser un peligro para ella y convertirme en un honrado ciudadano?
– Creo, sinceramente, que sí.
– Entonces, ¿por qué no me ayuda usted a conseguirlo?
– ¿Cómo?
– Desinternándome por tuberculoso.
Entonces, él me confirma algo de lo que yo ya había oído hablar.
– No es posible, y te aconsejo que no hagas nunca eso. Es demasiado peligroso. La Administración sólo desinterna a un hombre por enfermedad después de una estancia de un año en un pabellón destinado a su enfermedad, por lo menos.
– ¿Por qué?
– Me da un poco de vergüenza decírtelo. Creo que es para que el hombre en cuestión, si es un simulador, sepa que tiene todas las probabilidades de ser contaminado por la cohabitación con los otros enfermos y que eso ocurra. No puedo, pues, hacer nada por ti.
A partir de entonces fuimos bastante amigos, el galeno y yo. Hasta un día en que estuvo a punto de hacer matar a mi amigo Carbonieri. En efecto Matrhieu Carbonieri, de común acuerdo conmigo, había aceptado ser el ranchero de los jefes de vigilantes. Era para estudiar si había posibilidad, entre el vino, el aceite y el vinagre, de robar tres toneles y encontrar el medio de ¡untarlos y hacerse a la mar. Naturalmente, cuando se hubiese marchado Barrot. Las dificultades eran grandes, pues la misma noche, hacía falta robar los toneles, llevarlos hasta el mar sin ser vistos ni oídos y juntarlos con cables. Sólo sería factible en una noche de tempestad, con viento y lluvia. Pero con viento y lluvia, lo más difícil sería poner la balsa en el mar, que, necesariamente, sería muy mala.
Así, pues, Carbonieri es cocinero. El jefe ranchero le da tres conejos para preparar para el día siguiente, domingo. Carbonieri manda, afortunadamente despellejados, un conejo a su hermano, › que está en el muelle, y dos a nosotros. Después, mata tres grandes gatos y hace con ellos un filete estupendo.
Desgraciadamente para él, el día siguiente, invitan al doctor a compartir la comida y, cuando éste saborea el conejo, dice:
– Monsieur Filidori, le felicito por su yantar. Este gato es delicioso.
– No se burle usted de mí, doctor, nos estamos comiendo tres hermosos conejos.
– No -dice el doctor, terco como una mula-. Es gato. ¿Ve usted las costillas que me estoy comiendo? Son aplastadas, y los conejos las tienen redondas. Así, pues, no cabe duda: estamos comiendo gato.
– ¡Maldita sea, Cristacho! dijo el corso-. ¡Llevo gato en la barriga!
Y sale corriendo hacia la cocina, pone su pistola bajo la nariz de Matthieu y le dice:
– Por muy napoleonista que seas como yo, te mataré por haberme hecho comer gato.
Tenía los ojos de loco y Carbonieri, sin comprender cómo había podido saberse aquello, le dijo:
– Si llama usted gatos a lo que me ha dado, no es culpa mía.
– Te di conejos.
– Bueno, pues es lo que he guisado. Fíjese, las pieles y las cabezas todavía están ahí.
Desconcertado, el guardián ve las pieles y las cabezas de los conejos.
– Entonces, ¿el doctor no sabe lo que se dice?
¿El doctor ha dicho eso? -pregunta Carbonieri, respirando-. Le está tomando el pelo. Dígale que no le venga con bromas de mal gusto.
Calmado, convencido, Filidori vuelve al comedor y dice:
– Hable, diga usted lo que quiera, doctor. Pero el vino se le ha subido a la cabeza. Sean aplastadas o redondas sus costillas yo sé que lo que he comido es conejo. Acabo de ver sus tres pieles y sus tres cabezas
De buena se había librado Matthieu. Pero prefirió presentar la dimisión de cocinero algunos días después.
Se avecina el día en que podré actuar libremente. Sólo algunas semanas y Barrot se va. Ayer, fui a ver a su mujer quien, dicho sea de paso, ha adelgazado mucho gracias al régimen de pescado hervido y legumbres frescas. Esa mujer me hizo entrar en su casa para ofrecerme una botella de quina. En la sala están los baúles que van siendo llenados. Preparan la marcha. La comandanta como la llama todo el mundo, me dice:
– Papillon, no sé cómo agradecerle las atenciones que ha tenido para conmigo todos estos meses. Sé que, algunos días de mala pesca, me ha dado usted todo lo que había capturado. Se lo agradezco mucho. Gracias a usted me siento mucho mejor, he adelgazado catorce kilos. ¿Qué podría hacer para testimoniarle mi agradecimiento?
– Una cosa muy difícil para usted, señora. Facilitarme una buena brújula. Precisa, pero pequeña.
– No es gran cosa, y al mismo tiempo, mucho lo que me pide, Papillon. Y en tres semanas, me va a ser difícil.
Ocho días antes de su marcha, esa noble mujer, contrariada por no haber logrado procurarse una buena brújula, tuvo el rasgo de tomar el barco de cabotaje e ir a Cayena. Cuatro días después, volvía con una magnífica brújula antimagnética.
El comandante y la comandanta Barrot se han ido esta mañana. Ayer, él transfirió el mando a un vigilante de igual graduación, oriundo de Túnez, llamado Prouiflet. Una buena noticia: el nuevo comandante ha confirmado a Dega en su puesto de contable general. Es algo muy interesante para todo el mundo, sobre todo para mí. En el discurso que dirigió a los presidiarios reunidos en cuadro en el patio grande el nuevo comandante ha dado la impresión de ser un hombre muy enérgico, pero inteligente. Entre otras cosas, nos dice.
– A partir de hoy, tomo el mando de las Islas de la Salvación. Habiendo comprobado que los métodos de mi antecesor han dado resultados positivos, no veo razón para cambiarlos. Si por vuestra conducta no me obligáis a ello, no veo, pues, la necesidad de modificar vuestra forma de vida.
He visto marchar a la comandanta y a su marido con alegría muy explicable, aunque estos meses de espera forzosa se hayan pasado con una rapidez inaudita. Esta falsa libertad de que gozan casi todos los presidiarios de las Islas, los juegos, la pesca, las conversaciones, las nuevas relaciones, las disputas, las peleas son derivativos poderosos y no se tiene tiempo de aburrirse.
Sin embargo, no me he dejado absorber por el ambiente. Cada vez que me hago un nuevo amigo, me pregunto: “¿Podría ser un candidato a la evasión? ¿Es acertado ayudar a otro a preparar una fuga si éste no quiere irse?“
Sólo vivo para esto: evadirme, evadirme sólo o acompañado, pero, como sea, darme el piro. Es una idea fija, de la cual no hablo a nadie, como me lo aconsejó Jean Castelli, pero que me tiene obsesionado. Y, sin desfallecer, llevaré a cabo mi ideal: pirármelas de aquí.