Saint-Martin-de-Ré
1
Por la noche, Batton me pasa tres “Gauloises” y un papel en el que leo: Papillon, sé que te irás llevándote un buen recuerdo de mí. Soy cabo de vara, pero trato de hacer el menor daño posible a los castigados. He tomado el puesto porque tengo nueve hijos y me apremia que me indulten. Trataré, sin hacer demasiado daño, de ganarme el indulto. Adiós. Buena suerte. El convoy sale pasado mañana.
En efecto, al día siguiente nos reúnen por grupos de treinta en el pasillo del pabellón disciplinario. Enfermeros venidos de Caen nos vacunan contra las enfermedades tropicales. Para cada uno, tres vacunas y dos litros de leche. Dega está a mi lado, pensativo. Ya no se respeta ninguna regla de silencio, pues sabemos que no pueden meternos en el calabozo recién vacunados. Charlamos en voz baja ante las narices de los guardianes, quienes no se atreven a decir nada a causa de los enfermeros de la ciudad. Dega me pregunta:
– ¿Tendrán bastantes coches celulares para llevarnos a todos de una vez?
– Creo que no queda lejos, Saint-Martin-de-Ré, y si llevan a sesenta cada día, la cosa durará diez días, pues sólo aquí somos casi seiscientos.
– Lo esencial es que nos vacunen. Eso quiere decir que estamos en lista y que pronto nos encontraremos en los duros.' Animo, Dega, está a punto de empezar otra etapa. Cuenta conmigo como yo cuento contigo.
Me mira con sus ojos brillantes de satisfacción, me pone una mano en el brazo y repite:
– En la vida y en la muerte, Papi.
En el convoy, pocos incidentes dignos de mención, a no ser que nos ahogábamos, cada uno en su angosto compartimento del furgón celular. Los vigilantes se negaron a que pasase el aire, ni siquiera entreabriendo un poco las portezuelas. Al llegar a la Rochelle, dos de nuestros compañeros de furgón fueron encontrados muertos por asfixia.
Los curiosos que estaban apiñados en el muelle, pues Saint Martin-de-Ré es una isla y debíamos embarcarnos para cruzar el brazo de mar, presenciaron el descubrimiento de los dos pobre diablos. Pero no dijeron nada respecto a nosotros. Y como los gendarmes debían entregarnos en la Ciudadela, muertos o vivos cargaron los cadáveres con nosotros en el barco.
La travesía no fue larga, pero pudimos respirar un rato el aire marino. Le digo a Dega:
– Esto huele a fuga.
Se sonríe. Y Julot, que estaba a nuestro lado, nos dijo:
– Sí. Esto huele a pirárselas. Yo vuelvo allá, de donde me fugué hace cinco años. Me hice prender como un idiota cuando estaba a punto de cargarme al chivato que me había delatado hace diez años. Procuremos quedarnos juntos, pues en Saint-Martin nos meten a bulto en grupos de diez en cada celda.
Se equivocaba, el Julot. Al llegar allí, le llamaron, con otros dos, y les pusieron aparte. Eran tres evadidos del presidio, vueltos a prender en Francia, y que iban allá por segunda vez.
En celdas por grupos de a diez, comienza para nosotros una vida de espera. Tenemos derecho a hablar, a fumar, estamos muy bien alimentados. Este período sólo es peligroso para el estuche. Sin que se sepa por qué, de repente te llaman, te ponen en cueros y te registran minuciosamente. Primero, los recovecos del cuerpo hasta la planta de los pies; luego las ropas y enseres.
– ¡Vestíos!
Y nos vamos por donde hemos venido.
La celda, el refectorio, el patio donde pasamos largas horas caminando en fila. ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Un, dos! Caminamos por grupos de ciento cincuenta presos. La fila es larga, los zuecos restallan. Silencio absoluto obligatorio. Luego viene el “ ¡Rompan filas! “. Todos nos sentamos en el suelo, formamos grupos, por categorías sociales. Primero, los verdaderos hombres del hampa, para quienes el origen importa poco: corsos, marselleses, tolosanos, bretones, parisienses, etcétera. Hasta hay un ardechés, que soy yo. Y debo decir, a favor de Ardéche, que sólo hay dos en este convoy de mil novecientos hombres: un guarda rural que mató a su mujer, y yo. Conclusión, los ardecheses son buenas personas. Los otros grupos se forman de cualquier modo, pues al presidio suben más cabritos que chulos. Estos días de espera se denominan días de observación. Y, verdaderamente, nos observan desde todos los rincones.
Una tarde, estoy sentado tomando el sol cuando un hombre se me acerca. Lleva gafas, es bajito, flaco. Intento hacerme una idea de quién es, pero con nuestra ropa de uniforme resulta muy difícil.
– ¿Eres tú Papillon?
Tiene un acusado acento corso.
– Sí, yo soy. ¿Qué quieres de mí?
– Vente a los retretes -me dice.
Y se va.
– Ese es un cabrito corso -me dice Dega-. Seguramente, un bandido de las montañas. ¿Qué querrá de ti?
– Voy a enterarme.
Me dirijo a los retretes que están instalados en medio del patio y, una vez allí, finjo orinar. El hombre está a mi lado, en igual postura. Me dice, sin mirarme:
– Soy cuñado de Pascal Matra. En el locutorio, me dijo que si necesitaba ayuda, me dirigiese a ti de su parte.
– Sí, Pascal es amigo mío. ¿Qué quieres?
– Ya no puedo llevar el estuche: tengo disentería. No sé en quién confiar y tengo miedo de que me lo roben o que los guardianes lo encuentren. Te lo ruego, Papi, llévalo algunos días por mí.
Y me enseña un estuche mucho más; grande que el mío. Temo que me tienda un lazo y que me pida eso para saber si llevo alguno: si digo que no estoy seguro de poder llevar dos, se enterará.
Entonces, fríamente, le pregunto:
– ¿Cuánto hay dentro?
– Veinticinco mil francos.
Sin más, tomo el estuche, por otra parte muy limpio y delante de él, me lo introduzco en el ano, preguntándome si un hombre puede llevar dos. No lo sé. Me incorporo, me abrocho el pantalón… Todo va bien, no siento ninguna molestia.
– Me llamo Ignace Galgani -me dice antes de irse Gracias, Papillon.
Vuelvo al lado de Dega y, aparte, le cuento el asunto.
– ¿No te cuesta demasiado llevarlo?
– No.
– Entonces, no hablemos más.
Intentamos entrar en contacto con los exfugados, de ser posible Julot o el Guittou. Estamos sedientos de informaciones: cómo es aquello; cómo le tratan a uno; qué se puede hacer para estar junto con un amigo, etc. La casualidad hace que topemos con un tipo curioso, un caso raro. Es un corso nacido en presidio. Su padre era vigilante allí y vivía con su madre en las Islas de la Salvación. El nació en la isla Royale, una de las tres islas; las otras dos son San José y del Diablo e, ironías del destino, volvía allá no como hijo de vigilante, sino como presidiario.
Le esperaban diez años de trabajos forzados por un robo con fractura. Contaba diecinueve años y tenía un semblante abierto, de ojos claros y límpidos. Con Dega, no tardamos en ver que se trataba de un aficionado. Apenas sabe nada del hampa, pero nos será útil facilitándonos todos los informes posibles sobre lo que nos espera. Nos cuenta la vida en las Islas, donde él ha vivido catorce años. Nos enteramos, por ejemplo, de que su nodriza, en las Islas, era un presidiario, un famoso duro implicado en el caso de riña a navajazos en la Butte' por los ojos bonitos de Casque d'Or.
Nos da valiosos consejos: hay que darse el piro desde Tierra Firme, pues desde las Islas es imposible; además, procurar no ser catalogado como peligroso, pues con esa calificación, tan pronto desembarcado en Saint-Laurent-du-Maroni, puerto de arribada, le internan a uno por un tiempo o de por vida, según el grado de su calificación. Por lo general, menos del cinco por ciento de los transportados son internados en las Islas. Los demás se quedan en Tierra Firme. Las Islas son sanas, pero Tierra Firme, como ya me contara Dega, es una -porquería que chupa poco a poco al presidiario con toda clase de enfermedades, muertes diversas, asesinatos, etcétera.
Con Dega, esperamos no ser internados en las Islas. Pero se me hace un nudo en la garganta: ¿y si me califican de peligroso? Con mí perpetua, la historia de Tribouillard y la del director, estoy aviado.
Cierto día, cunde un rumor: no ir a la enfermería bajo ningún pretexto, pues, allí, los que están demasiado débiles o demasiado enfermos para soportar el viaje son envenenados. Debe tratarse de un bulo. En efecto, un parisiense, Frands la Passe, nos confirma que es un cuento. Sí, ha habido un envenenado, pero un hermano suyo, empleado en la enfermería, le ha explicado lo que pasó.
El individuo que se suicidó, gran especialista en cajas de caudales, al parecer había robado en la Embajada de Alemania, en Ginebra o Lausana, durante la guerra, por cuenta de los servicios franceses de espionaje. Se llevó documentos muy importantes que entregó a los agentes franceses. Para aquella operación, la bofia le sacó de la cárcel, donde purgaba una pena de cinco años. Y desde 1920, a razón de una o dos operaciones por año, vivía tranquilo. Cada vez que le prendían, hacía su pequeño chantaje al Deuxiéme Bureau [4], que se apresuraba a intervenir. Pero, aquella vez, la cosa no funcionó. Le cayeron veinte años y tenía que irse con nosotros. Para perder el convoy, fingió estar enfermo e ingresó en la enfermería. Una pastilla de cianuro -siempre según el hermano de Francis la Passe- acabó con el asunto. Las cajas de caudales y el Deuxiéme Bureau podían dormir tranquilos.
Por este patio corren multitud de historias, unas ciertas, otras falsas. De todas formas, las escuchamos; ayudan a pasar el tiempo.
Cuando voy al retrete, en el patio o en la celda, es menester que me acompañe Dega, a causa de los estuches. Mientras opero, se pone delante de mí, y me hurta a las miradas demasiado curiosas. Un estuche ya es toda una complicación, pero sigo llevando dos, pues Galgani está cada vez más enfermo. Y respecto a eso, un enigma: el estuche que introduzco en último lugar es siempre el último en salir, y el primero, siempre el primero. Cómo daban la vuelta en mi vientre no lo sé, pero así era.
Ayer, en la barbería, han intentado matar a Clousiot mientras le afeitaban. Dos cuchilladas en torno del corazón. Milagrosamente, no ha muerto. He sabido su historia por un amigo suyo. Es curiosa, y algún día la narraré. Aquel intento de homicidio era un ajuste de cuentas. Quien falló el golpe morirá seis años después, en Cayena, al engullir bicromato de potasa en sus lentejas. Murió en medio de espantosos dolores. El enfermero que ayudó al doctor en la autopsia nos trajo un trozo de intestino de unos diez centímetros. Tenía diecisiete perforaciones. Dos meses más tarde, su asesino fue encontrado estrangulado en su lecho de enfermo. Nunca se supo por quién.
Hace ya doce días que estamos en Saint-Martin-de-Ré La fortaleza está llena a rebosar. Día y noche, los centinelas montan guardia en el camino de ronda.
En las duchas ha estallado una reyerta entre dos hermanos. Se han peleado como perros, y a uno de ellos lo meten en nuestra celda. Se llama André Baillard. Me dice que no pueden castigarle porque la culpa es de la Administración: los vigilantes tienen orden de no permitir que los dos hermanos se junten, bajo ningún pretexto. Cuando se sabe su historia, se comprende por qué.
André había asesinado a una rentista, y su hermano, Emile, escondía la pasta. Emile es detenido por robo y le caen tres años. Un día, estando en el calabozo con otros castigados, encalabrinado contra su hermano porque no le ha mandado dinero para cigarrillos, desembucha y dice que André se las pagará: pues André es quien, explica, mató a la vieja, y el Emile, quien escondió el dinero. Por lo que, cuando salga, no le dará nada. Un preso corre a contar lo que ha oído al director de la prisión. El asunto no se demora. André es detenido y ambos hermanos condenados a muerte. En el pabellón de los condenados a muerte de la Santé, ocupan celdas contiguas. Cada uno ha presentado petición de indulto. El de Emile es aceptado a los cuarenta y tres días, pero el de André es rechazado. Entretanto, por una medida de humanidad para con André, Emile sigue en el pabellón de los condenados a muerte, y los dos hermanos dan cada día su paseo, uno detrás de otro, con los grilletes puestos.
A los cuarenta y seis días, a las cuatro y media, se abre la puerta de André. Todos están reunidos: el director, el escribano, el fiscal que ha pedido su cabeza. Es la ejecución. Pero cuando el director se dispone a hablar, llega corriendo el abogado defensor, seguido por otra persona que entrega un papel al fiscal. Todo el mundo se retira por el pasillo. A André se le ha hecho tal nudo en la garganta, que no puede tragar saliva. No es posible, jamás se suspende una ejecución en curso. Y, sin embargo, así es. Hasta el día siguiente, tras horas de angustia y de interrogación, no se enterará de que, la víspera de su ejecución, el presidente Doumer fue asesinado por Gorgulov. Pero Doumer no murió en el acto. Toda la noche, el abogado había montado guardia ante la clínica tras haber informado al ministro de justicia que si el presidente moría antes de la hora de la ejecución (de cuatro y media a cinco), solicitaba un aplazamiento por vacante de jefe de poder ejecutivo. Dotimer murió a las cuatro y dos minutos. El tiempo necesario para avisar a la Cancillería, de tomar un taxi acompañado por el portador de la orden de sobreseimiento. Aun así, llegó tres minutos demasiado tarde para impedir que abriesen la puerta de la celda de André. La pena de ambos hermanos fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad. Pues, en efecto, el día de la elección del nuevo presidente, el abogado fue a Versalles, y tan pronto fue elegido Albert Lebrun, el abogado le presentó su petición de indulto. Ningún presidente ha rechazado jamás el primer indulto que le es solicitado. “Lebrun firmó -terminó André-, y aquí me tienes, macho, vivito y coleando, camino de la Guayana.” Contemplo a este superviviente de la guillotina y me digo que, realmente, todo lo que yo he sufrido no puede compararse con el calvario por el que ha pasado él.
Sin embargo, no tengo tratos con él. Saber que ha matado a una pobre vieja para robarle me da náuseas. Por lo demás, tendrá toda la suerte del mundo. Más tarde, en la isla de San José, asesinará a su hermano. Varios presidiarios lo vieron. Emile pescaba con caña, de pie sobre una roca, pensando solamente en su pesca. El ruido del oleaje, muy fuerte, amortiguaba todos los demás ruidos. André se acercó a su hermano por detrás, con una gruesa caña de bambú de tres metros de largo en la mano y, de un empujón en la espalda, le hizo perder el equilibrio. El paraje estaba infestado de tiburones. Emile no tardó en servirles de plato del día. Ausente a la lista de la noche, fue dado por desaparecido en un intento de evasión. No se habló más de él. Sólo cuatro o cinco presidiarios que recogían cocos en las alturas de la isla habían presenciado la escena. Desde luego, todos los hombres se enteraron, salvo los guardianes. André Bainard nunca fue molestado.
Le sacaron del internamiento por “buena conducta” y, en Saint-Laurent-du-Maroni, gozaba de un régimen de favor. Tenía una celdita para él solo. Un día, tras una riña con otro presidiario, invitó solapadamente a éste a entrar en su celda y le mató de una cuchillada en medio del corazón. Considerando que lo había hecho en legítima defensa, fue absuelto. Cuando fue suprimido el presidio, siempre por su “buena conducta” le indultaron.
Saint-Martin-de-Ré está abarrotado de presos. Hay dos categorías muy diferentes: ochocientos o mil presidiarios y novecientos relegados. Para ser presidiario, hay que haber hecho algo grave o, por lo menos, haber sido acusado de haber cometido un delito importante. La pena menos fuerte es de siete años de trabajos forzados; el resto está escalonado hasta la cadena perpetua. Un indultado de la pena de muerte es condenado automáticamente a cadena perpetua. Con los relegados, es diferente. Con tres o más condenas, un hombre puede ser relegado. Es cierto que todos son ladrones incorregibles y se comprende que la sociedad deba defenderse de ellos. Sin embargo, es vergonzoso para un pueblo civilizado tener la pena accesoria de relegación. Hay ladronzuelos, bastante torpes, puesto que se hacen prender a menudo, que son relegados -lo cual equivalía, en mis tiempos, a ser condenado a perpetuidad- y que en toda su vida de ladrones no han robado diez mil francos. Ahí está el mayor contrasentido de la civilización francesa. Un pueblo no tiene derecho a vengarse ni a eliminar de una forma demasiado rápida a las personas que causan molestias a la sociedad. Estas personas son más merecedoras de cuidados que de un castigo inhumano. Hace ya diecisiete días que estamos en Saint-Martin-de-Ré. Sabemos el nombre del barco que nos llevará a presidio, es La Martinilre. Transportará a mil ochocientos setenta condenados. Esta mañana, los ochocientos o novecientos presidiarios están reunidos en el patio de la fortaleza. Hace casi una hora que estamos en pie en filas de a diez, ocupando el rectángulo del patio. Se abre una puerta y vemos aparecer a unos hombres vestidos de modo distinto a los vigilantes que hemos conocido. Llevan un traje de corte militar azul celeste, muy elegante. Es diferente de un gendarme y también de un soldado. Todos llevan su ancho cinto, del que pende una funda de pistola. Se ve la culata del arma. Aproximadamente, son ochenta. Algunos lucen galones. Todos tienen la piel tostada por el sol, son de varias edades, de treinta y cinco a cincuenta años. Los más viejos son más simpáticos que los jóvenes, que abomban el pecho con aire de superioridad e importancia. El estado mayor de esos hombres va acompañado por el director de Saint-Martín-de-Ré, un coronel de gendarmería, tres o cuatro galenos con ropas coloniales y dos curas con sotana blanca. El coronel de gendarmería coge un megáfono y se lo acerca a los labios. Esperamos que diga: “¡Firmes!”, pero no hay tal. Grita:
– Escuchad todos con atención. A partir de este momento, pasáis a depender de las autoridades del ministerio de justicia que representa a la Administración penitenciaria de la Guayana francesa cuyo centro administrativo es la ciudad de Cayena. Comandante Barrot, le hago entrega de los ochocientos dieciséis condenados aquí presentes, cuya lista es ésta. Le ruego que compruebe si están todos.
Inmediatamente, pasan lista: “Fulano, presente; Zutano, etc.” dura dos horas y todo está conforme. Luego asistimos al cambio de firmas entre las dos administraciones en una mesita traída ex profeso.
El comandante Barrot, que tiene tantos galones como el coronel, pero dorados y no plateados como en la gendarmería, toma, a su vez, el megáfono:
– Deportados, en adelante ésa es la palabra con la que seréis designados: deportado -Fulano de tal o deportado Zutano con el número correspondiente. A partir de ahora, estáis sujetos a las leyes especiales del presidio, a sus reglamentos, a sus tribunales internos, que tomarán, cuando sea necesario, las decisiones pertinentes. Esos tribunales autónomos pueden condenaros, por los diferentes delitos cometidos en el presidio, desde la simple prisión a la pena de muerte. Por supuesto, dichas penas disciplinarias, prisión y reclusión, se cumplen en diferentes locales que pertenecen a la Administración. Los agentes que tenéis delante son denominados vigilantes. Cuando os dirijáis a uno de ellos, diréis: “Señor vigilante.” Después del rancho, cada uno de vosotros recibirá un saco marinero con las ropas del presidio. Todo está previsto, no necesitaréis otras prendas. Mañana, embarcaréis a bordo de La Martiniére. Viajaremos juntos. No os desespere marcharos, estaréis mejor en el presidio que recluidos en Francia. Podréis hablar, jugar, cantar y fumar, no temáis ser maltratados si os portáis bien. Os pido que esperéis a estar en el presidio para solventar vuestras diferencias personales. La disciplina durante el viaje debe ser muy severa. Espero que lo comprendáis. Si entre vosotros hay hombres que no se sienten en condiciones físicas para hacer el viaje, que se presenten en la enfermería, donde serán visitados por los capitanes médicos que acompañan al convoy. Os deseo buen viaje.
Ha terminado la ceremonia.
– Dega,¿qué te parece eso?
– Papillon, amigo mío, veo que tenía razón cuando te dije que el mayor peligro son los otros presidiarios. Esa frase en la que ha dicho: “Esperad a estar en el presidio para solventar vuestras diferencias”, tiene mucho meollo. ¡La de homicidios y asesinatos que debe de haber allí!
– No te preocupes por eso, confía en mí.
Busco a Francis la Passe y le digo:
– ¿Tu hermano sigue siendo enfermero?
– Sí, el no es un duro, es un relegado.
– Ponte en contacto con él cuanto antes y pídele que te dé un bisturí. Si quiere cobrar por eso, dime cuánto. Pagaré lo que haga falta.
Dos horas después, estuve en posesión de un bisturí con mango, de acero muy fuerte. Su único defecto era su excesivo grosor, pero resultaba un arma temible.
Me he sentado muy cerca de los retretes del centro del patio y he mandado a buscar a Galgani para devolverle su estuche, pero debe costar encontrarle en ese tropel movedizo que es el inmenso patio lleno de ochocientos hombres. Ni Julot, ni el Guittou, ni Suzini han sido vistos desde nuestra llegada.
La ventaja de la vida en común es que se vive, se habla, se pertenece a una nueva sociedad, si es que a eso se le puede llamar sociedad. Hay tantas cosas que decir, que escuchar y que hacer, que no queda tiempo para pensar. Al comprobar cómo el tiempo se difumina y pasa a segundo término con relación a la vida cotidiana, pienso que una vez llegado a los duros casi debe olvidarse quién se ha sido, por qué se ha ido a parar allí y cómo, para pensar tan sólo en una cosa: evadirse. Me equivocaba, pues lo más absorbente e importante es, sobre todo, mantenerse con vida. ¿Dónde están la bofia, el jurado, la Audiencia, los magistrados, mi mujer, mi padre, mis amigos? Están todos aquí, muy vivos, cada uno ocupando su lugar en mi corazón, pero diríase que a causa de la fiebre de la marcha, del gran salto a lo desconocido, de esas nuevas amistades y de esos diferentes tratos, diríase que no tiene tanta importancia como antes. Pero eso no es más que una simple impresión. Cuando quiera, en el momento que mi cerebro se digne abrir el cajón que a cada uno le corresponde, están de nuevo todos presentes.
Ahí viene Galgani, me lo traen, pues ni siquiera con sus enormes lentes puede ver bien. Parece que está mejor de salud. Se acerca y, sin decirme palabra, me estrecha la mano. Le digo:
– Me gustaría devolverte tu estuche. Ahora, te encuentras mejor, puedes llevarlo y guardarlo. Es una responsabilidad demasiado grande para mí durante el viaje, y, además, ¿quién sabe sí estaremos cerca el uno del otro y si nos veremos en el presidio? Así, pues, vale más que te lo quedes.
Galgani me mira con expresión entristecida.
– Anda, vente al retrete y te devolveré tu estuche.
– No, no lo quiero, quédate con él, te lo regalo, es tuyo.
– ¿Por qué dices eso?
– No quiero que me maten por el estuche. Prefiero vivir sin dinero que espicharla por culpa de él. Te lo doy, pues, al fin y al cabo, no hay razón de que arriesgues la vida por guardarme la pasta. En todo caso, si la arriesgas, que sea en tu provecho.
– Tienes miedo, Galgani. ¿Te han amenazado ya? ¿Sospechan que vas cargado?
– Sí, tres árabes acechan constantemente. Por eso nunca he venido a verte, para que no sospechen que estamos en contacto. Cada vez que voy al retrete, tanto si es de noche como de día, uno de los tres chivos viene a ponerse a mi lado. Ostensiblemente les he hecho ver, como quien no quiere la cosa, que no voy cargado, pero ni aun así dejan de vigilarme. Piensan que el estuche debe tenerlo otro, pero no saben quién, y van detrás de mí para ver cuándo me es devuelto.
Miro a Galgani y me percato de que está aterrado, verdaderamente acosado. Le pregunto:
– ¿En qué lado del patio suelen estar?
– Hacia la cocina y los lavaderos -me dice.
– Está bien, quédate aquí, ahora vuelvo. Es decir, no, vente conmigo.
Me dirijo con él donde están los chivos. He sacado el bisturí del gorro y lo sostengo con la hoja metida en la manga derecha y el mango empuñado. En efecto, al llegar adonde él me había dicho los veo. Son cuatro: tres árabes y un corso, un tal Girando. He comprendido en seguida: es el corso quien, dejado de lado por los hombres del hampa, ha soplado el caso a los chivos. Debe saber que Galgani es cuñado de Pascal Matra y que es imposible que no tenga estuche.
– ¿Qué tal, Mokrane?
– Bien, Papillon. Y tú, ¿qué tal?
– Cabreado, porque esto no va como debiera. Vengo a veros para deciros que Galgani es amigo mío. Si le pasa algo, el primero en diñarla serás tú, Girando; los otros vendrán luego. Tomadlo como queráis.
Mokrane se levanta. Es tan alto como yo, metro setenta y cinco aproximadamente, y fornido por igual. La provocación le ha afectado y hace ademán de comenzar la pelea cuando, rápidamente, saco el bisturí, flamante, y empuñándolo bien, le digo:
– Si te mueves, te mato como a un perro.
Desorientado al verme armado en un sitio donde le cachean a uno constantemente, impresionado por mi actitud y por la longitud del arma, dice:
– Me he puesto en pie para discutir, no para pelearme.
Sé que no es verdad, pero me conviene hacerle quedar bien delante de sus amigos. Le hago un quite elegante:
– Está bien. Puesto que te has levantado para discutir…
– No sabía que Galgani fuese amigo tuyo. Creí que era un cabrito, y debes comprender, Papillon, que como estamos sin blanca, tendremos que hacernos con parné si queremos darnos el piro.
– Está bien, es normal. Tienes derecho, Mokrane, de luchar por tu vida. Pero ahora que ya sabes que aquí es lugar sagrado, busca en otro sitio.
Él me tiende la mano, se la estrecho. ¡Uf! La jugada me ha salido bien, pues, en el fondo, si mataba a ese individuo, mañana me quedaba en tierra. Aunque un poco tarde, me he dado cuenta de que había cometido un error. Galgani se va conmigo. Le digo. “No hables a nadie de ese incidente. No quiero que el viejo Dega me meta una bronca.” Trato de convencer a Galgani de que se quede con el estuche, pero me dice: “Mañana, antes de la salida.” El día siguiente se ocultó tan bien, que embarqué hacia los duros con los dos estuches.
Por la noche en esta celda donde estamos once hombres aproximadamente, nadie habla. Es porque todos, más o menos' piensan que éste es el último día que pasan en tierras de Francia. Cada uno de nosotros está más o menos conmovido por la nostalgia de dejar Francia para siempre por una tierra desconocida en un régimen desconocido por destino.
Dega no habla. Está sentado junto a mí, cerca de la puerta enrejada que da al pasillo y donde sopla un poco más de aire que en los otros sitios. Me siento literalmente desorientado. Tenemos informaciones tan contradictorias sobre lo que nos espera, que no sé si debo estar contento, triste o desesperado.
Los hombres que me rodean en esta celda son todos gente del hampa. Sólo el pequeño corso nacido en el presidio no es verdaderamente del hampa. Todos esos hombres se encuentran en un estado amorfo. La gravedad e importancia del momento les ha vuelto casi mudos. El humo de los cigarrillos sale de esta celda como una nube atraída por el aire del pasillo, y si uno no quiere que los ojos le piquen, hay que sentarse por debajo de los nubarrones de humo. Nadie duerme, salvo André Baifiard, lo cual se justifica porque él había perdido la vida. Para él, todo lo demás no puede ser sino un paraíso inesperado.
La película de mi vida se proyecta rápidamente ante mis ojos: mi infancia al lado de la familia llena de cariño, de educación, de buenas maneras y de nobleza; las flores de los campos, el murmullo de los arroyos, el sabor de las nueces, los melocotones y las ciruelas que nuestro huerto nos daba copiosamente; el perfume de la mimosa que, cada primavera, florecía delante de nuestra puerta; la fachada de nuestra casa y el interior con las actitudes de los míos; todo eso desfila rápidamente ante mis ojos. Esta película sonora en la que oigo la voz de mi pobre madre que tanto me quiso, y, luego la de mi padre, siempre tierno y acariciador, y los ladridos de Clara, la perra de caza de papá, que me llama desde el jardín para juguetear; las chicas, los chicos de mi infancia, compañeros de juegos de los mejores momentos de mi vida; esta película que veo sin haber decidido verla, esa proyección de una linterna mágica encendida contra mi voluntad por mi subconsciente, llena de una dulce emoción esta noche de espera para el salto hacia la gran incógnita de lo por venir.
Es hora de puntualizar. Vamos a ver: Tengo veintiséis años, me siento muy bien, en mi vientre llevo cinco mil quinientos francos míos y veinticinco mil de Galgani- Dega, que está a mi lado, tiene diez mil- Creo que puedo contar con cuarenta mil francos, pues si Galgani no es capaz de defender esa suma aquí, menos lo será a bordo del barco y en la Guayana. Por lo demás, él lo sabe, por eso no ha venido a buscar su estuche. Por lo tanto, puedo contar con ese dinero, claro está que llevándome conmigo a Galgani; él debe aprovecharlo, pues suyo es y no mío. Lo emplearé para su bien, pero, al mismo tiempo, también me aprovecharé yo. Cuarenta mil francos es mucho dinero, así es que podré comprar fácilmente cómplices, presidiarios que estén cumpliendo pena, liberados y vigilantes.
La puntualización resulta positiva. Nada más llegar, debo fugarme en compañía de Dega y Galgani: sólo eso debe preocuparme. Palpo el bisturí, satisfecho de sentir el frío de su mango de acero. Tener un arma tan temible conmigo me da aplomo. Ya he probado su utilidad en el incidente de los árabes. Sobre las tres de la mañana, unos reclusos han alineado delante de la reja de la celda once sacos de marinero de lona gruesa, llenos a rebosar, cada uno con una gran etiqueta. Puedo ver una que cuelga dentro de la reja. Leo “C… Pierre, treinta años, metro setenta y tres, talla 42, calzado 41, número X… “ Ese Pierre C… es Pierrot el Loco, un bordelés condenado por homicidio en París a veinte años de trabajos forzados.
Es un buen chico, un hombre del hampa recto y correcto, le conozco bien. La ficha, sin embargo, me muestra lo minuciosa y bien organizada que es la Administración que dirige el presidio. Es mejor que en el cuartel, donde te hacen probar las prendas a bulto. Aquí, todo está registrado y cada uno recibirá prendas de su talla. Por un trozo de traje de faena que asoma del saco, veo que es blanco, con listas verticales rosas. Con ese traje no se debe pasar inadvertido.
Deliberadamente, trato que mi mente recomponga las imágenes de la Audiencia, del jurado, del fiscal, etc. Pero se niega a obedecerme y sólo logro obtener de ella imágenes normales. Comprendo que para vivir intensamente, como las he vivido, las escenas de la Conciergerie o de Beaulieu, hay que estar solo, completamente solo. Siento alivio al comprobarlo, y comprendo que la vida en común que me espera provocará otras necesidades, otras reacciones, otros proyectos.
Pierot el Loco se acerca a la reja y me dice:
– ¿Qué tal, Pápi?
– ¿Y tú?
– Pues yo siempre he soñado con irme a las Américas; pero, como soy jugador, nunca he podido ahorrar lo necesario para pagarme el viaje. La bofia ha pensado en ofrecerme ese viaje gratuito. Está bien, no hay ningún mal en ello, ¿verdad, Papillon?
Habla con naturalidad, no hay ninguna baladronada en sus palabras. Se le nota verdaderamente seguro de sí mismo.
– Este viaje gratuito que me ha ofrecido la bofia para ir a las Américas tiene sus ventajas. Prefiero ir a presidio que tirarme quince años de reclusión en Francia.
Queda por saber el resultado final, Pierrot. ¿No crees? Volverse majareta en la celda, o morir de descomposición en el calabozo de una cárcel cualquiera de Francia, aún es peor que espicharla por culpa de la lepra o de la fiebre amarilla, me parece a mí.
– También a mí, dice el.
– Mira, Pierrot, esa ficha es la tuya.
Se asoma, la mira muy atentamente para leerla, la deletrea.
– Quisiera ponerme ese traje. Tengo ganas de abrir el saco y vestirme. No me dirán nada. Al fin y al cabo, esas prendas Me Pertenecen.
– No, aguarda la hora. Este no es el momento de buscarse líos, Pierre. Necesito tranquilidad.
Comprende y se aparta de la reja.
Louis Dega me mira y dice:
– Hijo, ésta es la última noche. Mañana, nos alejaremos de nuestro hermoso país.
– Nuestro hermosísimo país no tiene una hermosa justicia, Dega. Quizá conozcamos otros países que no serán tan bellos como el nuestro, pero que tendrán una manera más humana de tratar a los que han cometido una falta.
No creía hablar tan atinadamente, pero el futuro me enseñará que llevaba razón. De nuevo, el silencio.
Salida para el presidio
A las seis, zafarrancho. Unos presos nos traen el café y, luego, se presentan cuatro vigilantes. Van de blanco, hoy, siempre llevan la pistola al cinto. Los botones de sus guerreras impecablemente blancas son dorados. Uno de ellos luce tres galones de oro en forma de V en la bocamanga izquierda, pero nada en los hombros.
– Deportados, saldréis al pasillo de dos en dos. Cada cual buscará el saco que le corresponda, vuestro nombre figura en la etiqueta. Coged el saco y retiraos junto a la pared, de cara al pasillo, con vuestro saco delante de vosotros.
Tardamos unos veinte minutos en alinearnos todos con el saco delante.
– Desnudaos, haced un paquete con vuestras prendas y atadlas en la guerrera por las mangas… Muy bien. Tú, recoge los paquetes y mételos en la celda… Vestíos, poneos calzoncillos, camiseta, pantalón rayado de dril, blusa de dril, zapatos y calcetines… ¿Estáis todos vestidos?
– Sí, señor vigilante.
– Está bien. Guardad la guerrera de lana fuera del saco por si acaso llueve y para resguardaros del frío. ¡Saco al hombro derecho! En fila de a dos, seguidme.
Con el de los galones delante, dos vigilantes a un lado y el cuarto a la cola, nuestra pequeña columna se dirige hacia el patio. En menos de dos horas, ochocientos presidiarios están alineados. Llaman a cuarenta hombres, entre ellos yo, Louis Dega y los tres exfugados: Julot, Galgani y Santini. Esos cuarenta hombres forman de diez en diez. Al frente de la columna, cada fila tiene un vigilante al lado. Ni grilletes ni esposas. Delante de nosotros, a tres metros, diez gendarmes caminan de espaldas. Nos encaran empuñando el mosquetón y así recorren todo el trayecto, guiado cada uno por otro gendarme que le tira del tahalí.
La gran puerta de la Ciudadela se abre y la columna se pone en marcha lentamente. A medida que salimos de la fortaleza, más gendarmes, empuñando fusiles o metralletas, se agregan al convoy, aproximadamente a dos metros de éste, y lo siguen a esta distancia. Una gran multitud de curiosos es mantenida apartada por los gendarmes: han venido a presenciar la salida para el presidio. A la mitad del recorrido, en las ventanas de una casa, silban quedamente entre dientes. Levanto la cabeza y veo a mi mujer Nénette y a Antoine D… en una ventana; Paula, la mujer de Dega, y su amigo Antoine Giletti en la otra ventana. Dega también les ha visto, y caminamos con los ojos fijos en esa ventana todo el tiempo que podemos. Será la última vez que habré visto a mi mujer, y también a mi amigo Antoine, quien más tarde morirá durante un bombardeo en Marsella. Como nadie habla, el silencio es absoluto. Ni un preso, ni un vigilante, ni un gendarme, ni nadie entre el público turba este momento verdaderamente conmovedor en que todo el mundo comprende que esos ochocientos hombres van a desaparecer de la vida normal.
Subimos a bordo. Los cuarenta primeros somos conducidos a la bodega, a una jaula de gruesos barrotes. Hay un letrero. Leo: “Sala N.' 1, 40 hombres categoría muy especial. Vigilancia continua y estricta.” Cada uno de nosotros recibe un coy enrollado. Hay ganchos en cantidad para colgarlos. Alguien me abraza, es Julot. El ya conoce esto, pues este viaje ya lo había hecho diez años atrás. Sabe a qué atenerse. Me dice:
– Pronto, ven por aquí. Cuelga tu saco en el gancho del que colgarás el coy. Este sitio está cerca de dos ojos de buey cerrados, pero en alta mar los abrirán y siempre respiraremos mejor aquí que en cualquier otro sitio de la jaula.
Le presento a Dega. Estamos hablando, cuando se acerca un hombre. Julot le corta el paso con el brazo y le dice:
– No vengas nunca a este lado si quieres llegar vivo a los duros. ¿Has comprendido?
El otro responde:
– Sí.
– ¿Sabes por qué?
– Sí.
– Entonces, largo de aquí.
El tipo aquel se va. Dega se alegra de esta demostración de fuerza y no lo disimula:
– Con vosotros dos, podré dormir tranquilo dice.
Y Julot responde:
– Con nosotros, estás más seguro que en un chalet de la costa con la ventana abierta.
El viaje ha durado dieciocho días. Un solo incidente: una noche, un fuerte grito despierta a todo el mundo. Encuentran a un individuo con un gran cuchillo clavado entre los hombros. El cuchillo había sido hincado de abajo arriba y atravesado el coy antes de ensartarle a él. El cuchillo, arma temible, tenía más de veinte centímetros de hoja. Inmediatamente, veinticinco o treinta vigilantes nos apuntan con sus pistolas y sus mosquetones, gritando:
– ¡Todo el mundo en cueros, rápido!
Todo el mundo se pone en cueros. Comprendo que van a cachearnos. Me pongo el bisturí bajo el pie derecho descalzo, ›, apoyándome más en la pierna izquierda que en la derecha, pues el hierro me lastima. Pero mi pie tapa el bisturí. Entran cuatro vigilantes y se ponen a registrar calzado y ropas. Antes de entrar han dejado sus armas y cerrado tras de sí la puerta de la jaula,¡, pero desde fuera siguen vigilándonos, con las armas apuntadas sobre nosotros.
– El primero que se mueva es hombre muerto dice la voz de un jefe.
En el registro, descubren tres cuchillos, dos clavos afilados, un sacacorchos y un estuche de oro. Seis hombres salen de la [a jaula, desnudos aún. El jefe del convoy, comandante Barrot, llega acompañado de dos doctores de la infantería colonial y del comandante del barco. Cuando los guardianes han salido de nuestra jaula, todo el mundo se ha vuelto a vestir sin esperar la orden. He recuperado mi bisturí.
Los vigilantes se han retirado hasta el fondo de la bodega. En el centro, Barrot, los otros junto a la escalera. Frente a ellos alineados, los seis hombres en cueros, en posición de firmes.
– Esto es de ése dice el guardián que ha cacheado, cogiendo un cuchillo y designando al propietario.
– Es verdad, es mío.
– Muy bien ~-dice Barrot-. Hará el viaje en una celda sobre las máquinas.
Cada uno es designado, sea por los clavos, sea por el saca corchos, sea por los cuchillos, y cada uno reconoce ser el propietario de los objetos hallados. Cada uno de ellos, siempre en cueros, sube las escaleras, acompañado por dos guardianes. En el suelo queda un cuchillo y el estuche de oro; un hombre solo para los dos objetos. Es joven, de veintitrés o veinticinco años, bien proporcionado, metro ochenta por lo menos, de cuerpo atlético, ojos azules.
– Es tuyo eso, ¿verdad? -dice el guardián, señalándole el estuche de oro.
– Sí, es mío.
– ¿Qué contiene? -pregunta el comandante Barrot, que lo ha cogido.
– Trescientas libras inglesas, doscientos dólares y dos diamantes de cinco quilates.
– Bien, veámoslo.
Lo abre. Como el comandante está rodeado por los otros, no se ve nada, pero se le oye decir:
– Exacto. ¿Tu nombre?
– Salvidia Romeo.
– ¿Eres italiano?
– Sí, señor.
– No serás castigado por el estuche, pero sí por el cuchillo.
– Perdón, el cuchillo no es mío.
– Vamos, no digas eso, lo he encontrado en tus zapatos -dice el guardián.
– El cuchillo no es mío.
– ¿Así que soy un embustero?
– No, pero se equivoca usted.
– Entonces, ¿de quién es este cuchillo? -pregunta el comandante Barrot-. Si no es tuyo, de alguien será.
– No es mío, eso es todo.
– Si no quieres que te metamos en un calabozo, donde te cocerás, pues está situado sobre las calderas, di de quién es el cuchillo.
– No lo sé.
– ¿Me estás tomando el pelo? ¿Encuentran un cuchillo en tus zapatos y no sabes de quién es? ¿Crees que soy un imbécil? O es tuyo, o sabes quién lo ha puesto ahí. Contesta.
– No es mío, y no me toca a mí decir de quién es. No soy ningún chivato. ¿Acaso me ve usted con cara de cabo de vara, por casualidad?
– Vigilante, póngale las esposas a ese tipo. Pagarás cara esta manifestación de indisciplina.
Los dos comandantes, el del barco y el del convoy, hablan entre sí. El comandante del barco, da una orden a un contramaestre, que sube a cubierta. Algunos instantes después, llega un marino bretón, un verdadero coloso, con un cubo de madera seguramente lleno de agua de mar y una soga del grosor de un puño. Atan al hombre al último peldaño de la escalera, de rodillas. El marino moja la soga en el cubo y, luego, golpea despacio, con todas sus fuerzas, las nalgas, los riñones y la espalda del pobre diablo. Ni un grito sale de sus labios, pero la sangre le mana de nalgas y costillas. En este silencio sepulcral, se eleva un grito de protesta de nuestra jaula:
– ¡Hatajo de canallas!
Era todo lo que hacía falta para desencadenar los gritos de todo el mundo: “¡Asesinos! ¡Asquerosos! ¡Podridos!” Cuanto más nos amenazan con dispararnos si no callamos, más chiflamos, hasta que, de pronto, el comandante grita:
– ¡Dad el vapor!
Unos marineros giran unas ruedas y caen sobre nosotros unos chorros de vapor con tal potencia, que en un abrir y cerrar de ojos todo el mundo está cuerpo a tierra. Los chorros de vapor eran lanzados a la altura del pecho. Un miedo colectivo se apoderó de nosotros. Los quemados no se atrevían a quejarse. Aquello no duró ni siquiera un minuto, pero aterrorizó a todo el mundo.
– Espero que habréis comprendido, los que tenéis tantos arrestos. Al más pequeño incidente, haré que os echen vapor. ¿Entendido? ¡Levantaos!
Sólo tres hombres resultaron verdaderamente quemados. Los llevaron a la enfermería. El que había sido azotado volvió con nosotros. Seis años después, moriría en una fuga conmigo.
Durante los dieciocho días que dura el viaje, tenemos tiempo de informarnos o tratar de tener una idea del presidio. Nada será como lo habíamos creído y, sin embargo, Julot habrá hecho todo lo posible para informarnos. Por ejemplo, sabemos que Saint-Laurent-du-Maroni es una población que está a ciento veinte kilómetros del mar, junto al río Maroni. Julot nos explica:
– En esa población se encuentra la penitenciaría, el centro del presidio. En ese centro se efectúa la clasificación por categorías. Los relegados van directamente a ciento cincuenta kilómetros de allí, a una penitenciaría llamada Saint-Jean. Los presidiarios son clasificados inmediatamente en tres grupos:
“Los muy peligrosos, que serán llamados tan pronto lleguen y encerrados en celdas del cuartel disciplinario mientras esperan su traslado a las Islas de la Salvación. Son internados por un tiempo o de por vida. Estas islas están a quinientos kilómetros de Saint-Laurent y a cien kilómetros de Cayena. Se llaman: Royale; la mayor, San José, donde está la cárcel del presidio; y del Diablo, la más pequeña de todas. Los presidiarios no van a la isla del Diablo, salvo muy raras excepciones. Los hombres que están en la del Diablo son presidiarios políticos.
“Luego, los peligrosos de segunda categoría: se quedarán en el campo de Saint-Laurent y serán obligados a hacer trabajos de jardinería y a cultivar la tierra. Cada vez que se les necesita, son enviados a campos muy duros: Camp Forestier, Charvin, Cascade, Crique Rouge, Kílonikitre 42, llamado “Campo de la Muerte”.
“Después, la categoría normal: son empleados en la Administración, las cocinas, limpieza de la población o del campo, o en diferentes trabajos: taller, carpintería, pintura, herrería, electricidad, colchonería, sastrería, lavaderos, etcétera.
“Así, pues, la hora H es la de arribada: si uno es llamado y conducido a una celda, significa que será internado en las Islas, lo cual echa por tierra toda esperanza de evadirse. En todo caso, hay una sola posibilidad: herirse inmediatamente, rajarse las rodillas o el vientre para ir al hospital y, desde allí, fugarse. Es menester a toda costa procurar no ir a las Islas. Y una esperanza: si el barco que debe transportar a los internados a las Islas no está listo para zarpar, entonces hay que sacar dinero y ofrecérselo al enfermero. Este os pondrá una inyección de aguarrás en una articulación, o pasará un pelo empapado de orina por la carne para que se infecte. O te hará respirar azufre y luego dirá al doctor que tienes cuarenta de fiebre. Durante esos días de espera, es menester ir al hospital a toda costa.
“Si no se es llamado y dejado con los otros en barracones del campamento, se tiene tiempo de actuar. En tal caso no debe buscarse empleo dentro del campamento. Hay que dar dinero al contable para obtener un puesto de pocero, barrendero, o ser empleado en la serrería de un contratista civil. Al salir a trabajar fuera de la penitenciaría y volver cada noche al campamento, se tiene tiempo para establecer contacto con presidiarios liberados que viven en la población o con chinos, para que le preparen a uno la fuga. Evitad los campamentos que están en torno de la población: allí todo el mundo la espicha muy pronto; hay campamentos donde ningún hombre ha resistido tres meses. En plena selva, los hombres se ven obligados a cortar un metro cúbico de leña por día.
Todas estas informaciones son valiosas. Julot nos las ha remachado durante todo el viaje. El está preparado. Sabe que irá directamente al calabozo por ser un exfugado. Por lo cual lleva un cuchillo pequeño, más bien un cortaplumas, en su estuche. A la llegada, lo sacará y se abrirá una rodilla. Al bajar del barco, caerá de la escalerilla delante de todo el mundo. Piensa que, entonces, será llevado directamente del muelle al hospital. Por lo demás, es exactamente lo que pasará.
Saint-Laurent-du-Maroni
Los vigilantes se relevan para ir a cambiarse de ropa. Vuelven todos por turno vestidos de blanco con un casco colonial en vez de quepis. Julot dice: “Estamos llegando.” Hace un calor espantoso, pues los ojos de buey están cerrados. A través de ellos, se ve la selva. Estamos, pues, en el Maroni. El agua es cenagosa. La selva es verde e impresionante. Turbados por la sirena del barco, los pájaros echan a volar. Avanzamos muy despacio, lo cual permite fijarse holgadamente en la vegetación verde oscuro, exuberante y tupida. Se perciben las primeras casas de madera con sus tejados de chapa ondulada. Negros y negras están a sus puertas y contemplan el paso del barco. Están acostumbrados a verle descargar su alijo humano y por eso no hacen ningún ademán de bienvenida cuando pasa. Tres toques de sirena y ruidos de hélice nos indican que arribamos y, luego, todo ruido de maquinaria cesa. Podría oírse volar una mosca.
Nadie habla. Julot ha abierto su cuchillo y se. corta el pantalón en la rodilla, destrozando los bordes de las costuras. Hasta que esté en cubierta no debe rajársela, para no dejar rastros de sangre. Los vigilantes abren la puerta de la jaula y nos hacen formar de tres en tres. Estamos en la cuarta fila, Julot entre Dega y yo. Subimos a cubierta. Son las dos de la tarde y un sol de fuego me lastima la cabeza pelada y los ojos. Alineados en cubierta, nos conducen hacia la escalerilla. Aprovechando un titubeo de la columna, provocado por la entrada de los primeros en la escalerilla, sostengo el saco de Julot sobre su hombro y él, con ambas manos, arranca su rodillera, hinca el cuchillo y corta de un golpe siete u ocho centímetros de carne. Me pasa el cuchillo y aguanta solo el seco. En el, momento que bajamos la escalerilla, se deja caer y rueda hasta abajo. Le recogen y, al verle herido, llaman a los camilleros. Todo se ha realizado conforme lo había previsto: se lo llevan dos hombres en una camilla.
Un gentío abigarrado nos mira, curioso. Negros, mulatos, indios, chinos, guiñopos blancos (esos blancos deben de ser presidiarios liberados) examinan a cada uno de los que ponen pie en tierra y se alinean detrás de los demás. Al otro lado de los vigilantes, civiles bien vestidos, mujeres con ropas veraniegas, chiquillos, todos con el casco colonial en la cabeza. También ellos miran a los recién llegados. Cuando somos doscientos, el convoy arranca. Caminamos aproximadamente diez minutos y llegamos ante una puerta de tablones, muy alta, donde está escrito: “Penitenciería" de Saint-Laurent-du-Maroni. Capacidad 3000 hombres.” Abren la puerta y entramos por filas de a diez. “Un, dos; un, dos, ¡marchen!” Numerosos presidiarios nos miran llegar, encaramados a las ventanas o de pie sobre grandes pedruscos, para vernos mejor.
Cuando llegamos al centro del patio, alguien grita:
– ¡Alto! Dejad los sacos delante de vosotros. Y vosotros, distribuid los sombreros!
Nos dan un sombrero de paja a cada uno, lo necesitábamos: dos o tres, ya han caído a consecuencia de la insolación. Dega y yo nos miramos, pues un guardián con galones tiene una lista en la mano. Pensamos en lo que nos había dicho Julot. llaman al Guittou: “¡Por aquí!› Encuadrado por dos vigilantes, se va. Con Suzini ocurre igual, y lo mismo con Girasol.
– Jules Pignard!
Jules Pignard -Julat- se ha herido, está en el hospital.
– Bien.
Son los internados en Las Islas. Luego, el vigilante continúa:
– Escuchad con atención. Cada hombre que sea nombrado saldrá de filas con, su saco al hombro e irá a alinearse frente a ese barracón amarillo, el N.
Fulano, presente, etc. Dega, Carrier y yo nos encontramos entre los otros que forman ante el barracón. Nos abren la puerta y entramos en una sala rectangular de veinte metros aproximadamente. En medio, un pasillo de dos metros de ancho; a derecha e izquierda, una barra de hierro que va de un extremo a otro de la sala. Lonas que sirven de coys están tendidas entre la barra y la pared, cada 1~ con su manta. Cada cual se instala donde quiere. Dega, Pierrot el Loco, Santori, Grandet y yo nos ponemos juntos e, inmediatamente, se forman las chabolas. Voy al fondo de la sala: a la derecha, las duchas; a la izquierda, los retretes, sin agua corriente. Agarrados a los barrotes de las ventanas, presenciamos la distribución de los que han llegado después de nosotros. Louis Dega, Pierrot el Loco y yo estamos radiantes; no nos han internado, puesto que nos encontramos juntos en un barracón. Si no, ya estaríamos en una celda, según explicara Julot. Todo el mundo está contento, hasta que, cuando la distribución ha finalizado, sobre las cinco de la tarde, Grandet dice:
– ¡Qué raro que en ese convoy no hayan llamado a ningún internado! Es extraño. Tanto mejor a fe mía.
Grandet es el hombre que robó la caja de caudales de una central, un caso que hizo reír a toda Francia.
En los trópicos, la noche y el día llegan sin crepúsculo ni amanecer. Se pasa de una cosa a otra de golpe, todo el año a la misma hora. Y, a las seis y media, dos viejos presidiarios traen dos linternas de petróleo que cuelgan de un garfio del techo y alumbran poco. Tres cuartos de la sala están en plena oscuridad. A las nueve, todo el mundo duerme, pues, una vez pasada la excitación de la llegada, se está muerto de calor. Ni un soplo de aire, todo el mundo va en calzoncillos. Tumbado entre Dega y Pierrot el Loco, charlo quedamente con ellos y, luego, nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente, es oscuro aún cuando suena la corneta. Todos nos levantamos, lavamos, vestimos. Nos dan café y un chusco. En la pared, hay una tabla para poner el pan, la escudilla y demás trastos. A las nueve, entran dos vigilantes y un presidiario, joven él, vestido de blanco, sin listas. Los dos guardianes son corsos y hablan en corso con presidiarios de su tierra. Mientras tanto, el enfermero se pasea por la sala. Al llegar a mi altura, me dice:
– ¿Qué tal, Papi? ¿No me conoces?
– No.
– Soy Sierra el Argelino, te conocí en casa de Dante, en París.
– Ah, sí, ahora te reconozco. Pero tú subiste en el 29, y estamos en el 33. ¿Y sigues aquí?
– Sí, uno no se va tan de prisa como quiere. Hazte dar de baja por enfermo. Y ése, ¿quién es?
– Dega, un amigo.
– Le inscribo también para la visita. Tú, Papi, tienes disentería. Y tú, viejo, crisis de asma. Os veré en la visita de las once, tengo que hablaros.
Prosigue su camino y dice en voz alta:
– ¿Quién está enfermo aquí?
Va hacia los que levantan el dedo y los inscribe. Cuando pasa de nuevo ante nosotros, le acompaña uno de los vigilantes, un hombre curtido por el sol y muy viejo:
– Papillon, te presento a mi jefe, el vigilante enfermero Bartiloni. Monsieur Bartiloni, éstos son los amigos de quienes le he hablado.
– Está bien, Sierra, ya lo arreglaremos en la visita, contad conmigo.
A las once, vienen a buscarme. Somos nueve enfermos. Cruzamos el campamento a pie entre los barracones. Llegamos ante un barracón más nuevo, el único que está pintado de blanco y con una cruz roja, entramos y pasamos a una sala de espera donde aguardan unos sesenta hombres. En cada rincón de la sala, dos vigilantes. Aparece Sierra, vistiendo una inmaculada bata de médico. Dice: “Usted, usted y usted, pasen.” Entramos en una estancia que en seguida reconocemos como el despacho del doctor. Se dirige a uno de nosotros en español. A ese español, le reconozco en seguida: es Fernández, el que mató a tres argentinos en el “Café de Madrid”, en París. Una vez han cruzado algunas palabras, Sierra le hace pasar a un retrete que da a la sala, y, luego, viene hacia nosotros:
– Papi, deja que te abrace. Estoy muy contento de poder hacerte un favor a ti y a tu amigo: los dos estáis internados… ¡Oh! ¡Dejadme hablar! Tú, Papillon, de por vida, y tú, Dega, por cinco años. ¿Tenéis pasta?
– Sí.
– Entonces, dadme quinientos francos cada uno y, mañana por la mañana, estaréis hospitalizados. Tú por disentería. Y tú, Dega, esta noche llama a la puerta o, mejor, que cualquiera de vosotros llame al guardián y reclame al enfermero diciendo que Dega se está asfixiando. Del resto me encargo yo. Papillon, sólo te pido una cosa: si te das el piro, avísame con tiempo, que estaré en la cita. En el hospital, por cien francos cada uno a la semana, podrán teneros un mes. Hay que darse prisa.
Fernández sale del retrete y entrega delante de nosotros quinientos francos a Sierra. Luego, soy yo quien entra en el retrete y, cuando salgo, le entrego no mil, sino mil quinientos francos. Rehúsa los quinientos francos. No quiero insistir. Me dice:
– Esa pasta que me das es para el guardián. Para mí, no quiero nada. ¿Somos amigos, o qué?
El día siguiente, Dega, yo y Fernández estamos en una vasta celda del hospital. Dega ha sido hospitalizado en plena noche. El enfermero de la sala es un hombre de treinta y cinco años, le llaman Chatal. Tiene todas las instrucciones de Sierra para nosotros tres. Cuando pase el doctor, presentará un análisis de deposiciones en el que yo apareceré podrido de amibas. Para Dega, diez minutos antes de la visita, quema un poco de azufre que le han facilitado y le hace respirar los gases con una toalla en la cabeza. Fernández tiene una mejilla enorme: se ha pinchado la piel en el interior de la mejilla y ha soplado todo cuanto ha podido durante una hora. Lo ha hecho tan concienzudamente, se le ha hinchado tanto la mejilla, que le cierra un ojo. La celda está en el primer piso de un edificio, hay unos setenta enfermos muchos de disentería. Pregunto al enfermero dónde está Julot. él dice:
– En el barracón de enfrente mismo. ¿Quieres que le diga algo?
– Sí. Dile que Papillon y Dega están aquí, que se asome a la ventana.
El enfermero entra y sale cuando quiere de la sala. Para esto no tiene más que llamar a la puerta. Un marroquí le abre. Es un “llavero”, un presidiario que sirve de auxiliar a los vigilantes. En sillas, a ambos lados de la puerta, se sientan tres vigilantes, con el mosquetón sobre las rodillas. Los barrotes de las ventanas están hechos de carriles de ferrocarril, me pregunto cómo se las apañan para cortarlos. Me siento en la ventana.
Entre nuestro barracón y el de Julot hay un jardín repleto de bonitas flores. Julot se asoma a su ventana, con una pizarra en la mano en la que ha escrito con tiza: BRAVO. Una hora después, el enfermero me trae la carta de Julot. Me dice: Procuraré ir a tu sala. Si fracaso, tratad de venir a la mía. El motivo es que tenéis enemigos en la vuestra. Así, pues, ¿estáis internados? Animo, les podremos. El incidente de la Central de Beaulieu que sufrimos juntos nos ha unido mucho el uno al otro. Julot era especialista en el mazo de madera, por eso le apodaban el hombre del martillo. Llegaba en coche ante una joyería, en pleno día, cuando las alhajas más hermosas estaban en el escaparate dentro de sus estuches. El coche, conducido por otro, se paraba con el motor en marcha. El bajaba rápidamente, provisto de un gran mazo de madera, rompía el escaparate de un golpazo, cogía todos los estuches que podía y se subía de nuevo al coche, que arrancaba como una exhalación. Tras haber tenido éxitos en Lyon, Angers, Tours, El Havre, asaltó una gran joyería de París, a las tres de la tarde y se llevó casi un millón en joyas. Nunca me contó cómo ni por qué fue identificado. Le condenaron a veinte años y se fugó al cabo de cuatro. Y fue de vuelta en París, según nos contó, cuando lo detuvieron: buscaba a su encubridor para matarlo, pues éste nunca entregó a su hermana una fuerte suma de dinero que le adeudaba. El encubridor le vio merodear por la calle donde vivía y avisó a la Policía: Julot fue prendido y regresó al presidio con nosotros.
Hace casi una semana que estamos en el hospital. Ayer entregué doscientos francos a Chatal, es el precio por semana para seguir los dos en el hospital. Para granjearnos amistades, damos tabaco a todos los que no lo tienen. Un duro de sesenta años, un marsellés apellidado Carora. se ha hecho amigo de Dega. Es su consejero. Le dice varias veces al día que si tiene mucho dinero y lo saben en el pueblo (por los diarios que llegan de Francia se conocen los grandes casos), vale más que no se fugue, porque los liberados le matarán para robarle el estuche. El viejo Dega me pone al corriente de sus conversaciones con el viejo Carora. Por mucho que le diga que el viejo, seguramente, es un cascaciruelas, puesto que lleva veinte años aquí, no me hace caso. Dega está muy impresionado por las historias del viejo y me cuesta animarle lo mejor que puedo y con toda mi buena fe. He hecho pasar una nota a Sierra para que me mande a Galgani- No tarda. El día siguiente, Galgani está en el hospital, pero en una sala sin rejas. ¿Cómo entregarle su estuche? Pongo al corriente a Chatal de la imperiosa necesidad que tengo de hablar con Galgani, le doy a entender que se trata de una preparación de fuga. Me dice que puede traérmelo durante cinco minutos a las doce en punto. A la hora del cambio de guardia, le hará subir a la terraza y hablar conmigo por la ventana, sin que me cueste nada. Galgani me es traído a la ventana a mediodía. Le pongo inmediatamente el estuche en las manos. Se levanta, llora. Dos días después, recibía de él una revista ilustrada, con cinco billetes de mil francos y una sola palabra: Gracias.
Chatal, que me ha entregado la revista, ha visto el dinero. No dice nada, pero quiero regalarle algo, lo rehúsa. Le digo:
– Queremos irnos. ¿Quieres marcharte con nosotros?
– No, Papillon, tengo otro compromiso, no quiero intentar la evasión hasta dentro de cinco meses, cuando mi socio esté en libertad. La fuga estará mejor preparada y será más segura. Tú, como estás internado, comprendo que tengas prisa, pero desde aquí, con estas rejas, va a resultar difícil. No cuentes conmigo para ayudarte, no quiero arriesgar mí puesto. Aquí, aguardo tranquilo a que mi amigo salga.
– Muy bien, Chatal. Hay que ser franco en la vida, ya no te hablaré de nada.
– Pero, de todos modos -Dijo, te traeré las misivas y te haré los recados.
– Gracias, Chatal.
Por la noche, se han oído ráfagas de metralleta. Eran, lo supimos el día siguiente, a causa de el hombre del martillo, que se fugaba. Dios le ayude, era un buen amigo. Debió de habérsele presentado una ocasión y la aprovechó. Tanto mejor para él.
Quince años después, en 1948, estoy en Haití, donde, acompañado por un millonario venezolano, vengo a tratar con el presidente del Casino un contrato para regentar el juego. Una noche, cuando salgo de un cabaret donde se ha bebido champaña, una de las chicas que nos acompaña, negra como el carbón, pero educada como una provinciana de buena familia francesa, me dice:
– Mi abuela, que es sacerdotisa vudú, vive con un viejo francés, un evadido de Cayena. Hace quince años que está con ella, siempre anda borracho y se llama Jules Marteau.
Se me pasa la borrachera de golpe.
– Pequeña, llévame a casa de tu abuela en seguida.
Ella habla en dialecto haitiano con el chófer del taxi, quien va a toda velocidad. Pasamos frente a un bar nocturno resplandeciente:
– Para -digo.
Entro en el bar para comprar una botella de “Pernod”, dos botellas de champaña y dos botellas de ron del país.
– En marcha.
Llegamos a orillas del mar, ante una linda casita blanca con tejas rojas. El agua del mar llega casi a las escaleras. La chica llama, llama y, primero, sale una mujer negra alta, de pelo blanquísimo. Lleva un camisón que le llega hasta los tobillos. Las dos mujeres hablan en dialecto y la vieja me dice:
– Entre, señor, está usted en su casa.
Una lámpara de acetileno alumbra una sala muy limpia, llena de pájaros y de peces.
– ¿Quiere usted ver a Julot? Espere, ahora viene. ¡Jules, Jules! Hay alguien que quiere verte.
Vestido con un pijama a rayas azules que me recuerda el uniforme del presidio, llega descalzo un hombre viejo.
– Y bien, Bola de Nieve, ¿quién viene a verme a estas horas? ¡Papillon! ¡No, no es posible!
Me abraza, luego dice:
– Acerca la lámpara, Bola de Nieve, para que pueda ver bien la cara a mi amigo. ¡Claro que eres tú, macho! ¡Eres mismamente tú! ¡Bien venido! La barraca, la poca pasta que tengo, la nieta de mi mujer, todo es tuyo. Sólo tienes que pedirlo.
Nos bebemos el “Pernod”, el champaña, el ron y, de vez en cuando, Julot canta.
– Hemos podido con ellos, ¿verdad, amigo? Ves tú, no hay nada como la aventura. Yo he pasado por Colombia, Panamá, Costa Rica, Jamaica y, luego, hace quince años más o menos, me vine aquí, donde soy feliz con Bola de Nieve, que es la mejor mujer que puede encontrar un hombre. ¿Cuándo te vas? ¿Estarás aquí mucho tiempo?
– No, una semana.
– ¿Qué vienes a hacer?
– Quedarme con el juego del Casino por contrata, si me pongo de acuerdo con el presidente.
– Amigo mío, me gustaría que te quedases toda la vida a mi lado en esta tierra de carboneros, pero si has establecido contacto con el presidente, te aconsejo que no hagas nada con ese individuo, te hará asesinar si ve que tu negocio marcha.
– Gracias por el consejo.
– Y tú, Bola de Nieve, prepara el baile del vudú “no para turistas”. ¡Uno de verdad para mi amigo!
En otra ocasión, ya contaré ese famoso baile del vudú “no para turistas”.
Así, pues Julot se ha fugado y yo, Dega y Fernández seguimos en espera. De vez en cuando miro, disimuladamente, los barrotes de las ventanas. Son auténticos carriles de tren, no hay nada que hacer. Ahora, queda la puerta… Noche y día, la guardan tres vigilantes. Desde la evasión de Julot, la vigilancia se ha extremado. Las rondas se suceden menos espaciadamente, el doctor es menos amable. Chatal sólo viene dos veces al día a la sala, para poner inyecciones y tomar la temperatura. Pasa otra semana, vuelvo a pagar doscientos francos. Dega habla de todo, salvo de evasión. Ayer, vio mi bisturí y dijo:
– ¿Todavía lo tienes? ¿Para qué?
– Para defender mi pellejo, y el tuyo si es necesario.
Fernández no es español sino argentino. Es muy hombre, un auténtico aventurero, pero también ha quedado impresionado por las charlatanerías del viejo Carora. Un día, le oigo decir a Dega:
– Las Islas, al parecer, son muy saludables, no como aquí, y no hace calor. En esta sala se puede pillar la disentería, pues sólo con ir al retrete pueden pillarse los microbios.
Todos los días, uno o dos hombres, en esta sala de setenta, mueren de disentería. Cosa digna de destacar: todos mueren con la marea baja de la tarde o de la *noche. Por la mañana, nunca muere ningún enfermo. ¿Por qué? Enigmas de la naturaleza.
Esta noche, he tenido una discusión con Dega. Le he dicho que, a veces, por la noche, el llavero árabe comete la imprudencia de entrar en la sala y levantar las sábanas de los enfermos graves que tienen la cara tapada. Se le podría dejar sin sentido y ponerse sus ropas (todos vamos con camisa y sandalias, nada más). Una vez vestido, salgo y le quito por sorpresa el mosquetón a uno de los guardianes, les apunto a todos y les hago entrar en la celda, cuya puerta cierro. Después, salvamos el muro del hospital, por la parte del Maroni, nos arrojamos al agua y nos dejamos llevar por la corriente, a la deriva. Luego, ya veremos. Como tenemos dinero, compraremos una embarcación y víveres para hacernos a la mar. Los dos rechazan categóricamente este proyecto y hasta lo critican. Entonces, me doy cuenta de que están acoquinados, me siento muy decepcionado y los días pasan.
Hace tres semanas menos dos días que estamos aquí. Sólo quedan diez o quince días, a lo sumo, para probar suerte. Hoy, día memorable, 21 de noviembre de 1933, entra en la sala Joanes Clousiot, el hombre a quien intentaron asesinar en Saint-Martin, en la barbería. Tiene los ojos cerrados y está casi ciego, pues sus ojos están llenos de pus. Una vez se ha ido Chatal, voy a su lado. Rápidamente me dice que los otros internados salieron hacia las Islas hace más de quince días, pero que se olvidaron de él. Hace tres días, un responsable dio el aviso. Entonces se puso un grano de ricino en los ojos y los ojos purulentos han hecho que pudiese venir aquí. Está en plena forma para largarse. Me dice que está dispuesto a todo, hasta a matar si hace falta, pero quiere largarse. Tiene tres mil francos. Los ojos lavados con agua caliente le permiten ver en seguida con mucha claridad. Le explico mi proyecto de plan para evadirme. Le parece bueno, pero me dice que, para sorprender a los vigilantes, hay que ser dos, o mejor tres. Podríamos desmontar las patas de la cama y, cada uno con un hierro en la mano, dejarlos sin sentido. Pues, según él, ni siquiera empuñando sus mosquetones, pensarían que nos atreveríamos a disparar, y podrían llamar a los vigilantes de guardia en el otro pabellón, de donde se escapó Julot, y que se halla a menos de veinte metros del nuestro.