DUODÉCIMO CUADERNO. GEORGETOWN

La vida en Georgetown


Por la tarde, tras haber recibido diferentes vacunas, somos trasladados al puesto de Policía de la ciudad, una especie de Comisaría gigantesca donde centenares de policías entran y salen sin cesar. El superintendente de la Policía de Georgetown, primera autoridad policial responsable de la tranquilidad de este importante puerto, nos recibe inmediatamente en su despacho. A su alrededor, oficiales ingleses vestidos de caqui, impecables en sus shorts y sus calcetines blancos. El coronel nos hace seña de que nos sentemos ante el y, en perfecto francés, nos pregunta:

– ¿De dónde venían ustedes cuando les localizaron en el mar? -Del presidio de la guayana francesa.

– Haga el favor de decirme los puntos exactos de donde se han evadido ustedes.

– Yo, de la isla del Diablo. Los otros, de un campo semipolítico de Inini, cerca de Kourou, Guayana francesa.

– ¿A cuánto le condenaron?

– A perpetuidad.

– ¿Motivo?

– Asesinato.

– ¿Y los chinos?

– Asesinato también.

– ¿Condena?

– Perpetuidad.

– ¿Profesión?

– Electricista.

– ¿Y ellos?

– ¿Es usted partidario de De Gaulle o de Pétain?

– Nosotros no sabemos nada de eso. Somos prisioneros que tratamos de volver a vivir honradamente en libertad.

– Les asignaremos una celda que está abierta día y noche. Les pondremos en libertad cuando hayamos examinado sus declaraciones. Si han dicho ustedes la verdad, no tienen nada que temer. Comprendan que estamos en guerra y, por lo tanto, obligados a tomar aún más precauciones que en tiempo normal.

En suma, que al cabo de ocho días estamos en libertad. Nos hemos aprovechado de esos ocho días en el puesto de Policía para procurarnos efectos decentes. Correctamente vestidos, mis dos chinos y yo nos encontramos a las nueve de la mañana en la calle, provistos de una tarjeta de identidad con nuestras fotografías.

La ciudad, de 250 000 habitantes, es casi toda de madera, edificada a la inglesa: la planta baja, de cemento, y el resto, de madera. Las calles y avenidas bullen de público de todas las razas: blancos, achocolatados, negros, hindúes, coolíes, marinos ingleses y americanos y nórdicos. Estamos un poco abrumados por encontrarnos ante esta muchedumbre abigarrada. Nos invade un gozo desbordante tan grande en nuestros corazones, que hasta debe de verse en nuestras caras, incluso en las de los indochinos, pues muchas personas nos miran y nos sonríen amablemente.

– ¿Adónde vamos? -pregunta Cuic.

– Tengo una dirección aproximada. Un policía negro me ha dado las señas de dos franceses en Penitence River's.

Una vez informados, resulta ser un barrio donde viven exclusivamente hindúes. Me dirijo a un policía vestido de blanco, impecable. Le muestro la dirección. Antes de responder, nos pide nuestras tarjetas de identidad. Orgullosamente, se la doy.

– Muy bien; gracias.

Entonces, se toma la molestia de meternos en un tranvía, después de haber hablado con el conductor. Salimos del centro de la ciudad y, veinte minutos después, el conductor nos hace bajar. Debe ser aquí. Por la calle, preguntamos:

– ¿Frencbmen?

Un joven nos hace señal de que le sigamos. Todo derecho, nos conduce a una casita baja. Apenas me aproximo, cuando tres hombres salen de ella haciendo ademanes acogedores.

– ¿Cómo? ¿Estás aquí, Papi?

– ¡No es posible! dice el mayor, de cabellos completamente blancos-. Entra. Esta es mi casa. ¿Van contigo los chinos?

– Sí.

– Entrad y sed bien venidos.

Este viejo forzado se llama Guittou Auguste, llamado el Guittou. Es un marsellés de pura cepa que vino en el mismo convoy que yo, en el La Martiniére, en 1933, hace nueve años. Tras una fuga malograda, fue liberado de su pena principal y, en calidad de liberado, se evadió hace tres años, me dice. Los otros dos son Petit-Louis, un tipo de Arlés, y un tolonés, Julot. También ellos partieron después de haber concluido su condena, pero hubieran debido quedarse en la Guayana francesa el mismo número de años a que habían sido condenados: diez y quince respectivamente (esta segunda condena se llama doblaje).

La casa tiene cuatro piezas: dos habitaciones, una cocina-comedor y un taller. Hacen calzado de balata, especie de caucho natural que se recoge en la selva y que se puede, con agua caliente, trabajar y modelar muy bien. El único inconveniente es que sí se expone mucho al sol, se funde, pues ese caucho no está vulcanizado. Esto se remedia intercalando láminas de tejido entre – las capas de balata.

Maravillosamente recibidos, con el corazón ennoblecido por el sufrimiento, Guittou nos prepara una habitación para nosotros tres y nos instala en su casa sin dudarlo. Sólo hay un problema: el cerdo de Cuic, pero Cuic pretende que no ensuciará la casa, que es seguro que irá a hacer sus necesidades él solo afuera.

Guítou dice:

– Bueno, ya veremos; por el momento, quédatelo.

Provisionalmente, hemos preparado tres camas en el suelo con viejos capotes de soldado.

Sentados ante la puerta, fumando los seis algunos cigarrillos, le cuento a Guittou todas mis aventuras de nueve años. Sus dos amigos y él escuchan todo oídos, y viven con intensidad mis aventuras, pues las sienten en su propia experiencia. Dos de ellos conocieron a Sylvain y se lamentan sinceramente de su horrible muerte. Ante nosotros, pasan y traspasan gentes de todas las razas. De vez en cuando, entra alguien que compra zapatos o una escoba, pues Guittou y sus amigos fabrican también escobas para ganarse la vida. Me entero por ellos de que, entre presidiarios y relegados, hay una treintena de evadidos en Georgetown. Por la noche se reúnen en un bar del centro, donde beben juntos ron o cerveza. Todos trabajan para subvenir a sus necesidades, cuenta Julot, y en su mayoría se portan bien.

Mientras tomamos el fresco a la sombra, a la puerta de la casita, pasa un chino a quien Cuic interpela. Sin decirme nada, Cuic se va con él, y también el manco. No deben de ir lejos) pues el cerdo los sigue. Dos horas después, Cuic regresa con un asno que tira de una pequeña carreta. Orgulloso como Artabánín detiene su borrico, al que habla en chino. El asno parece comprender esa lengua. En la carreta, hay tres camas de hierro desmontables, tres colchones, almohadas y tres maletas. La que me da está llena de camisas, calzoncillos, jerséis de piel, más dos pares de zapatos, corbatas, etcétera.

– ¿Dónde has encontrado esto, Cuíc?

– Me lo han dado mis compatriotas. Mañana iremos a visitarlos, ¿quieres?

– De acuerdo.

Esperábamos que Cuíc volviera a marcharse con el asno y la carreta, pero no ocurre nada de eso. Desunce el asno y lo ata en el patio.

– También me han regalado la carreta y el asno. Con esto, puedo ganarme la vida fácilmente. Mañana por la mañana, un paisano mío vendrá a adiestrarme.

– Se dan prisa, los chinos.

Guittou acepta que el vehículo y el asno estén, provisionalmente, en el patio. Todo va bien en nuestro primer día libre Por la noche, los seis, alrededor de la mesa de trabajo, comemos una buena sopa de legumbres hecha por Julot, y un buen plato de spaghetti.

– Cada cual, por turno, se encargará de la vajilla y de la limpieza de la casa -dice Guíttou.

Esta comida en común es el símbolo de una primera pequeña comunidad llena de calor. Esta sensación de saberse ayudado en los primeros pasos en la vida libre es muy reconfortante. Cuic, el manco y yo nos sentimos verdadera y plenamente felices. Tenemos un techo, una cama y amigos generosos que, en su pobreza, nos han ayudado noblemente.

– ¿Qué querrías hacer esta noche, Papillon? -me pregunta Guittou-. ¿Quieres que bajemos al centro, a ese bar al que van todos los evadidos?

– Esta noche preferiría quedarme aquí. Baja tú, si quieres; no te molestes por mí.

_Sí, voy a bajar porque debo ver a alguien.

– Me quedaré con Cuíc y el manco.

Petit-Louis y Guittou se han vestido y puesto corbata y se han ido al centro. Tan sólo Julot se ha quedado para terminar algunos pares de zapatos. Mis camaradas y yo nos damos una vuelta por las calles adyacentes, para conocer el barrio. Todo aquí es hindú. Muy pocos negros, casi ningún blanco y algunos raros restaurantes chinos.

Penítence River's, que es el nombre del barrio, es un rincón de la India o de Java. Las mujeres jóvenes son admirablemente bellas, y los ancianos llevan largas túnicas blancas. Muchos caminan descalzos. Es un barrio pobre, pero todo el mundo va vestido con pulcritud. Las calles están mal iluminadas, los bares donde se bebe y se come están llenos de gente, y en todas partes suena música hindú.

Un negro betún vestido de blanco y con corbata me para.

– ¿Es usted francés, señor?

– Sí.

– Me complace encontrar a un compatriota. ¿Quiere usted aceptar un vaso?

– Comoquiera, pero estoy con dos amigos.

– No importa. ¿Hablan francés?

Henos aquí instalados, los cuatro, en la mesa de un bar contiguo a la acera. Este negro de Martinica habla un francés más selecto que el nuestro. Nos dice que tengamos cuidado con los negros ingleses pues, dice, todos son unos embusteros.

– No son como nosotros, los franceses; nosotros tenemos palabra, y ellos, no.

Sonrío para mis adentros al oír a este negro de Tombuctú decir “nosotros, los franceses” y, luego, quedo turbado de veras. Perfectamente, este señor es un francés, más puro que yo, pienso, pues reivindica su nacionalidad con calor y fe. El es capaz de dejarse matar por Francia; yo, no. Así, pues, él es más francés que yo. Así, estoy al corriente.

– Me complace encontrar a un compatriota y hablar mí lengua, pues hablo muy mal el inglés.

– Yo si me expreso corriente y gramaticalmente en inglés. Si puedo serle útil, estoy a su disposición. ¿Hace tiempo que está usted en Georgetown? -Ocho días nada más. -¿De dónde viene?

– De la Guayana francesa.

– No es posible. ¿Es usted un evadido o un guardián del presidio que quiere pasarse a De Gaulle?

– No, soy un evadido.

– ¿Y sus amigos?

– También.

– Monsieur Henri, no quiero conocer su pasado, pero ahora es el momento de ayudar a Francia y de redimirse. Yo estoy con De Gaulle y espero embarcarme para Inglaterra. Venga a verme mañana al “Martíner Club”; aquí está la dirección. Me sentiría feliz de que se uniera a nosotros. -¿Cómo se llama usted? -Homére.

– Monsieur Homére, no puedo decidirme en seguida. Primero, debo informarme sobre mi familia y, también, antes de tomar una decisión tan grave, analizarla. Fríamente, ya ve usted, Monsieur Homére, Francia me ha hecho sufrir mucho, me ha tratado de un modo inhumano.

El martiniqués, con su apasionamiento y un calor admirable, trata de convencerme con todo su corazón. Era en verdad emotivo escuchar los argumentos de este hombre en favor de nuestra Francia martirizada.

Muy tarde, regresamos a casa y, acostado, pienso en todo lo que me ha dicho ese gran francés. Debo reflexionar seriamente su proposición. Después de todo, la bofia, los magistrados y la Administración penitenciaria no son Francia. Dentro de mí siento que no he dejado de amarla. ¡Y pensar que hay boches en toda Francia! ¡Dios mío, cuánto deben sufrir los míos y qué vergüenza para todos los franceses!

Cuando me despierto, el asno, la carreta, el cerdo, Cuic y el manco han desaparecido.

– ¿Qué, macho, has dormido bien? -me preguntan Guittou y sus amigos.

– Sí, gracias.

– ¿Quieres café con leche o té? ¿Café y rebanadas de pan con mantequilla, tal vez?

Como de todo mientras les miro trabajar.

Julot prepara la masa de balata a medida de sus necesidades, y añade fragmentos duros al agua caliente, que mezcla con la masa blanda.

Petit-Louis prepara los trozos de tela y Guíttou hace el zapato.

– ¿Producís mucho?

– No. Trabajamos para ganar veinte dólares al día. Con cinco, pagamos el alquiler y la comida. El resto, a cinco cada uno, para gastos, el vestir y lavar la ropa.

– ¿Lo vendéis todo?

– No. Algunas veces, es preciso que uno de nosotros vaya a vender los zapatos por las calles de Georgetown. La venta a pie, a pleno sol, es dura.

– Si es preciso, yo lo haría con sumo gusto. No quiero ser un parásito. Debo contribuir también a ganarme el pienso.

– Está bien, Papi.

Me he paseado todo el día por el barrio hindú de Georgetown. Veo un gran anuncio de cine y siento un deseo loco de ver y oír por vez primera en mi vida, una película hablada y en color.

Le pediré a Guittou que me lleve esta noche. He caminado por las calles de Penitence River's todo el día. La cortesía de estas gentes me gusta enormemente. Poseen dos cualidades: son pulcras y muy educadas. Esta jornada que he pasado solo por las calles de este barrio de Georgetown es, para mí, más grandiosa que mi anterior llegada a Trinidad.

En Trinidad, en medio de todas aquellas maravillosas sensaciones que nacían de mezclarme con la muchedumbre, me planteaba una pregunta constante: un día, antes de dos semanas, máximo tres, tendré que hacerme de nuevo a la mar. ¿Qué país querrá aceptarme? ¿Habrá una nación que me dé asilo? ¿Cuál será mi porvenir? Aquí, es diferente. Soy definitivamente libre. Puedo, incluso, irme a Inglaterra y alistarme en las Fuerzas francesas libres. ¿Qué debo hacer? Si me decido a ir con De Gaulle, ¿no dirán que lo he hecho porque no sabía dónde meterme? En medio de gente honesta, ¿no me tratarán como a un presidiario que no ha encontrado otro refugio y que, por eso, está con ella? Dicen que Francia se ha dividido en dos, Pétain y De Gaulle. ¿Cómo todo un mariscal de Francia no va a saber de qué parte están el honor y el interés del país? ¿Si un día ingreso en las Fuerzas libres, no me veré obligado más tarde a disparar contra franceses?

Aquí será duro, muy duro, conseguir una situación aceptable. Guittou, Julot y Petit-Louis están lejos de ser imbéciles, y trabajan por cinco dólares al día. En primer lugar, debo aprender a vivir en libertad. Desde 1931 -y estamos en 1942- soy un prisionero. No puedo, el primer día de mi libertad, resolver todas estas incógnitas. Ni siquiera conozco los primeros problemas que se plantean a un hombre para conseguir un puesto en la vida. Nunca he hecho trabajos manuales. Quizás un poco, como electricista. Pero cualquier aprendiz de electricista sabe más que yo. Debo prometerme una sola cosa: vivir con limpieza, al menos según mi propia moral.

A las cuatro de la tarde regreso a casa.

– ¿Qué, Papi, es bueno saborear las primeras bocanadas del aire de la libertad? ¿Te has paseado a gusto?

– Sí, Guittou; he ido y venido por todas las calles de este gran barrio.

– ¿Has visto a tus chinos?

– No.

– Están en el patio. Son mañosos tus compañeros. Se han ganado ya cuarenta dólares, y querían a toda costa que yo tomara veinte. Naturalmente, me he negado. Ve a verlos.

Cuic está cortando un repollo para su cerdo. El manco lava el asno que, feliz, se deja hacer.

– ¿Qué tal, Papillon?

– Bien, ¿y vosotros?

– Estamos muy contentos; hemos ganado cuarenta dólares -¿Qué habéis hecho?

– Hemos ido a las tres de la madrugada al campo, acompañados por un paisano nuestro, para que nos adiestrara. Había traído doscientos dólares. Con eso, hemos comprado tomates, ensaladas, berenjenas y, en fin, toda clase de legumbres verdes y frescas. También algunas gallinas, huevos y leche de cabra. Nos hemos ido al mercado, cerca del puerto de la ciudad, y lo hemos vendido todo, primero un poco a gentes del país, y, luego, a marinos americanos. Han quedado tan contentos de los precios, que mañana no debo entrar en el mercado: me han dicho que los espere frente a la puerta del muelle. Me lo comprarán todo. Toma, aquí está el dinero. Tú, que sigues siendo el jefe, debes guardar el dinero.

– Sabes muy bien, Cuic, que tengo dinero y no preciso de él.

– Guarda el dinero o no trabajamos.

– Escucha: los franceses viven casi con cinco dólares. Nosotros vamos a tomar cinco dólares cada uno y a dar otros cinco a la casa para la manutención. Los demás, los apartamos para devolver a tus paisanos los doscientos dólares que te han prestado.

– Comprendido.

– Mañana quiero ir con vosotros.

– No, no, tú duerme. Si quieres, reúnete con nosotros a las siete ante la puerta del muelle.

– De acuerdo.

Todo el mundo es feliz. En primer lugar, nosotros, por saber que podemos ganarnos la vida y no ser una carga para nuestros amigos. Por lo demás, Guittou y los otros dos, pese a su buen corazón, debían de preguntarse cuánto tiempo íbamos a tardar en ganarnos la vida.

– Para festejar este extraordinario esfuerzo de tus amigos, Papillon, vamos a por dos litros de pastís.

Julot se va y regresa con alcohol blanco de caña de azúcar y los productos necesarios. Una hora después, bebemos el pastís como en Marsella. Con la ayuda del alcohol, las voces suben de tono y las risas por la alegría de vivir son más fuertes que de costumbre. Unos vecinos hindúes, tres hombres y dos muchachas, al oír que en casa de los franceses hay fiesta, vienen sin cumplidos para que los invitemos. Traen espetones de carne de pollo y de cerdo muy sazonados. Las dos muchachas son de una belleza poco frecuente. Todas vestidas de blanco, descalzas, con brazaletes de plata en el tobillo izquierdo. Guittou me dice:

– No te vayas a creer, son verdaderas muchachas. Y que no se te escape ninguna palabra demasiado atrevida porque lleven los pechos descubiertos bajo su velo transparente. Para ellas, es algo natural. Yo soy demasiado viejo. Pero Julot y Petit-Louis probaron al principio de estar aquí y fracasaron. Las muchachas estuvieron mucho tiempo sin venir.

Estas dos hindúes son de una belleza maravillosa. Un punto tatuado en mitad de la frente les da un aspecto extraño. Nos hablan cortésmente, y el poco inglés que sé me permite comprender que nos desean la bienvenida a Georgetown.

Esta noche, Guittou y yo hemos ido al centro de la ciudad. Parece como si fuera otra civilización, completamente distinta de aquella en la que vivimos. Esta ciudad bulle de gentes. Blancos, negros, hindúes, chinos, soldados y marinos de uniforme, y gran cantidad de marinos vestidos de civil. Numerosos bares, restaurantes, cabarets y boites iluminan las calles con sus luces que brillan como en pleno día.

Después de asistir por primera vez en mi vida a la proyección de una película en color y hablada, aún completamente anonadado por esta nueva experiencia, sigo a Guittou, que me lleva a un bar enorme. Más de veinte franceses ocupan un rincón de la sala. La bebida: cuba-libres.

Todos los hombres son evadidos, duros. Unos partieron después de haber sido liberados, pues habían terminado su condena y debían cumplir el “doblaje” en libertad. Muertos de hambre, sin trabajo, mal vistos por la población oficial y también por los civiles guayanos, prefirieron marcharse a un país donde creían que iban a vivir mejor. Pero, según me cuentan, es duro.

– Yo corto madera en la selva por dos dólares cincuenta al día, en casa de John Fernandes. Bajo cada mes a Georgetown a pasar ocho días. Estoy desesperado.

– ¿Y tú?

– Hago colecciones de mariposas. Voy a cazar a la selva, y cuando tengo una buena cantidad de mariposas diversas, las dispongo en una caja con tapa de cristal y vendo la colección.

Otros hacen de descargadores de muelle. Todos trabajan, pero ganan lo justo para vivir.

– Es duro, pero se es libre -dicen-. ¡Y es algo tan bueno la libertad!

Esta noche, viene a vernos un relegado, Faussard. Invita a todo el mundo. Estaba a bordo de un barco canadiense que, cargado de bauxita, fue torpedeado a la salida del río Demerara. Es survivor (superviviente) y ha recibido dinero por haber naufragado. Casi toda la tripulación se ahogó. El tuvo la suerte de poder embarcar en una chalupa de salvamento. Cuenta que el submarino alemán emergió y alguien les habló. Les preguntó cuántos barcos había en el puerto en espera de salir llenos de bauxita. Le contestaron que no lo sabían. El hombre que los interrogaba se echó a reír: “Ayer -dijo-, estuve en el cine tal de Georgetown. Mirad la mitad de mi entrada.” Y, abriendo su chaqueta, les dijo: “Este traje es de Georgetown.” Los incrédulos dicen que es mentira, pero Faussard insiste y, seguramente, es verdad. Desde el submarino se les dijo, incluso, el barco que los iba a recoger. En efecto, fueron salvados por el barco indicado.

Cada cual cuenta su historia. Estoy sentado con Guittou al lado de un viejo parisiense de las Halles. Petit-Louís, de la rue des Lombards, nos dice:

– Mi buen Papillon, yo había encontrado una combina para vivir sin dar golpe. Cuando aparecía en el periódico el nombre de un francés en la sección “muerto por el rey o la reina”, no lo sé a ciencia cierta, iba a casa de un marmolista y encargaba la foto de una lápida en la que había pintado el nombre del barco, la fecha en que había sido torpedeado y el nombre del francés. Luego, me presentaba en las ricas villas de los ingleses y les decía que debían contribuir a comprar una estela para el francés muerto por Inglaterra, a fin de que en el cementerio hubiera un recuerdo suyo. Eso duró hasta la semana pasada, en que un cochino, bretón que había sido dado por muerto en un torpedeamiento, apareció tan fresco vivito y coleando. Visitó a algunas buenas mujeres a las que yo, precisamente, había pedido cinco dólares a cada una para la tumba de este muerto, que pregonaba por todas partes que estaba bien vivo y que nunca en mi vida había comprado una tumba al marmolista. Será preciso encontrar otra cosa para vivir, pues, a mi edad, ya no puedo trabajar.

Ayudado por los cuba-libres, cada cual exteriorizaba en voz alta, convencido de que sólo nosotros entendemos el francés, las más inesperadas historias.

– Yo hago muñecas de balata -dice otro-, y puños de bicicleta. Por desgracia, cuando las niñas se olvidan las muñecas al sol en el jardín, se funden o se deforman. Y no quieras saber lo que pasa, cuando me olvido de que he hecho ventas en tal o cual calle. Desde hace un mes, de día no puedo pasar por más de medio Georgetown. Con las bicicletas ocurre lo mismo. Al que deja la suya al sol, cuando vuelve a por ella, se le quedan pegadas las manos a los puños de balata que le he vendido.

– Yo -dice otro- hago fustas de montar con cabeza de negra, también de balata. A los marinos les digo que soy un evadido de Mers-elKébir y que están obligados a comprarme algo, pues no es culpa suya si continúo viviendo. Ocho de cada diez caen en el lazo.

Esta “corte de los milagros” moderna me divierte y, al mismo tiempo, me demuestra que, en efecto, no es fácil ganarse el pan.

Un tipo enciende la radio del bar. Se oye un llamamiento de De Gaulle. Todo el mundo escucha esa voz francesa que, desde Londres, arenga a los franceses de las colonias y de ultramar La llamada de De Gaulle es patética, y nadie en absoluto abre la boca. De súbito, uno de los presidiarios, que ha bebido demasiados cuba-libres, se levanta y dice:

– ¡Mierda, compañeros! ¡No está mal. ¡De golpe, he aprendido inglés y comprendo todo lo que dice Churchill!

Todo el mundo estalla en risas, y nadie se toma la molestia de disuadirle de su error de borracho.

Sí, tengo que hacer los primeros intentos de ganarme la vida y, según veo por los demás, no va a ser fácil. No soy demasiado cuidadoso. De 1930 a 1942, he perdido por completo la responsabilidad y el saber hacer para conducirme como es debido. Un ser que ha estado preso tanto tiempo sin tener que ocuparse de comer, de un piso, de vestirse; un hombre a quien han manejado, traído y llevado, a quien han acostumbrado a no hacer nada por sí mismo y a ejecutar automáticamente las órdenes más diversas sin analizarlas; ese hombre que, en unas semanas, se encuentra de golpe en una gran ciudad, que tiene que volver a aprender a andar por las aceras sin tropezar con nadie, a atravesar una calle sin que lo atropellen, a encontrar natural que, si lo manda, le sirvan de beber o de comer; ese hombre debe volver a aprender a vivir. Por ejemplo, hay reacciones inesperadas. En medio de todos esos presidiarios, liberados, relegados o fugados, que mezclan en su francés palabras inglesas o españolas, escucho todo oídos sus historias, y he aquí que, de repente, en este rincón de un bar inglés, tengo necesidad de ir al retrete. Pues bien, casi no se puede creer, pero, durante un cuarto de segundo, he buscado al vigilante al que debía pedir autorización. Ha sido un sentimiento muy fugaz, pero también muy extraño, hasta que he tenido conciencia de la realidad. Papillon, ahora no tienes que pedir autorización a nadie si quieres mear o hacer otra cosa.

También en el cine, en el momento en que la acomodadora nos buscaba una butaca desocupada, he sentido, como en un relámpago, deseos de decirle: “Por favor, no se moleste por mí, no soy más que un pobre condenado que no merece ninguna atención.”

Mientras camino por la calle, me vuelvo muchas veces durante el trayecto del cine hasta el bar. Guittou, que se da cuenta de esta tendencia, me dice:

– ¿Por qué te vuelves tan a menudo para mirar atrás? ¿Miras si te sigue el guardián? Aquí no hay guardianes, amigo Papi, se los has dejado a los duros.

En el lenguaje rico en imágenes de los duros, se dice que es preciso despojarse de la casaca de los forzados. Pero es más que eso, pues el uniforme de un presidiario sólo es un símbolo. Es preciso no sólo despojarse de la casaca, sino que también hay que arrancarse del alma y del cerebro la marca a fuego de una señal infamante.

Una patrulla de policías negros ingleses, impecables, acaba de entrar en el bar. Mesa por mesa, va exigiendo las tarjetas de identidad. Cuando llegan a nuestro rincón, el jefe escruta todos los rostros. Encuentra uno que no conoce, el mío.

– Su tarjeta de identidad, por favor, señor.

Se la doy, me echa una ojeada, me la devuelve y añade:

– Perdone, no le conocía. Bienvenido a Georgetown. Y se retira.

Cuando el policía se ha marchado, Paul el Saboyano observa:

– Estos rosbífs son maravillosos. A los únicos extranjeros a quienes tienen total confianza es a los presos evadidos. Poder demostrar a las autoridades inglesas que te has escapado del penal es obtener inmediatamente tu libertad.

Aunque hemos regresado tarde a casa, a las siete de la mañana estoy en la puerta principal del muelle. Menos de media hora después, Cuic y el manco llegan con la carreta llena de legumbres frescas, recogidas por la mañana, huevos y algunos pollos. Van solos. Les pregunto dónde está su paisano, el que debía enseñarles como operar. Cuic responde:

– Nos enseñó ayer. Ya es suficiente. Ahora, ya no necesitamos a nadie.

– ¿Has ido muy lejos a buscar todo esto?

– Sí, a más de dos horas y media de distancia. Hemos partido a las tres de la madrugada y llegamos ahora.

Como si estuviera aquí desde hace veinte años, Cuic encuentra té caliente y, luego, galletas.

Sentados en la acera, cerca de la carretera, bebemos y comemos en espera de los clientes.

– ¿Crees que vendrán los americanos de ayer?

– Así lo espero, pero si no vienen, ya venderemos a otros la mercancía.

– ¿Y los precios? ¿Cómo te las arreglas?

– Yo no les digo: “esto vale tanto”, sino: “ ¿Cuánto ofreces? “

– Pero tú no sabes hablar inglés.

– Es verdad, pero sé mover los dedos y las manos. Así, es fácil… -Y Cuic, después de una pequeña pausa, añade sonriente-: Pero tú sí hablas lo bastante como para vender y comprar.

– Sí, pero antes quisiera verte hacerlo solo.

La espera no es larga, pues llega una especie de jeep enorme llamado commandcar. El chófer, un suboficial y dos marinos descienden de él. El suboficial monta en la carreta y lo examina todo: ensaladas, berenjenas, etc. Cada bulto es inspeccionado. También tienta los pollos.

– ¿Cuánto es todo?

Y la discusión empieza.

El marino americano habla con la nariz. No comprendo nada de lo que dice, y Cuic chapurrea en chino y en francés. En vista de que no llegan a entenderse, llamo aparte a Cuic.

– ¿Cuánto has gastado en total?

Registra sus bolsillos y encuentra diecisiete dólares.

– Ciento veinticuatro dólares -me dice Cuic.

– ¿Cuánto te ofrece?

– Creo que doscientos diez. No es bastante.

Me adelanto hacia el oficial. Me pregunta si hablo inglés. Un poquito.

– Hable despacio.

– O.K.

– ¿Cuánto paga usted? No, doscientos diez dólares es poco. Doscientos cuarenta.

No quiere.

Hace como que se va y, luego, vuelve; se marcha de nuevo y monta en su jeep, pero me parece una comedia. En el momento en que se apea otra vez, llegan mis dos bellas vecinas, las hindúes, medio veladas. Sin duda, han observado la escena, pues hacen ver que no nos conocen. Una de ellas monta en la carreta, examina la mercancía y se dirige a nosotros:

– ¿Cuánto es todo?

– Doscientos cuarenta dólares -le respondo.

– De acuerdo -dice.

Pero el americano saca doscientos cuarenta dólares y se los da a Cuic, diciéndoles a las hindúes que él lo había comprado antes. Mis vecinas no se retiran y miran a los americanos descargar la carreta y cargar, a continuación, el commandcar. En el último momento, un marino toma el cerdo pensando que forma parte de la mercancía adquirida. Por supuesto, Cuic no quiere que se lleven el cerdo, y empieza una discusión en la que no conseguimos explicar que el animal no estaba incluido en la operación.

Trato de hacer comprender a las hindúes, pero es muy difícil. Ellas tampoco comprenden. Los marinos americanos no quieren soltar el cerdo, Cuic no quiere devolver el dinero, y la cosa va a degenerar en pelea. El manco ha agarrado ya una madera de la carreta, cuando pasa un jeep de la Policía militar americana. El suboficial silba. La Milítary Police se acerca. Le digo a Cuic que devuelva el dinero, pero él no se atiene a razones. Los marinos tienen el cerdo y tampoco quieren devolverlo. Cuic se ha plantado delante del jeep, impidiendo que se vayan. Un grupo bastante numeroso de curiosos se ha formado alrededor de la bulliciosa escena. La Policía Militar da la razón a los americanos y, por supuesto, tampoco comprende nada nuestra jerga. Cree, sinceramente, que hemos querido engañar a los marinos.

Yo no sé qué hacer, cuando recuerdo que tengo un número de teléfono del “Mariner Club” con el nombre del martiniqués. Se lo doy al oficial de Policía diciéndole:

– Intérprete.

Me lleva a un teléfono. Llamo y tengo la suerte de encontrar a mi amigo gauWsta. Le digo que explique al policía que el cochino no entraba en el negocio, que está amaestrado, que es como un perro para Cuic y que nos habíamos olvidado de decir a los marinos que no entraba en el trato. Luego, le paso el teléfono al policía. Tres minutos bastan para que lo comprenda todo. El mismo toma el cerdo y se lo devuelve a Cuic quien, muy feliz, lo coge en sus brazos y lo pone rápidamente en la carreta. El incidente termina bien, y los yanquis se ríen como niños. Todo el mundo se va y todo ha terminado bien.

Por la noche, en casa, damos las gracias a las hindúes, que ríen a más y mejor con esa historia.

Hace ya tres meses que estamos en Georgetown. Hoy, nos instalamos en la mitad de la casa de nuestros amigos hindúes. Dos habitaciones claras y espaciosas, un comedor, una cocinita de carbón vegetal y un patio inmenso con un rincón cubierto de chapa a guisa de establo. La carreta y el asno están al abrigo. Voy a dormir solo en una gran cama comprada de ocasión, con un buen colchón. En la habitación de al lado, cada cual en su lecho, mis dos amigos chinos. También tenemos una mesa y seis sillas, más cuatro taburetes. En la cocina, todos los utensilios necesarios para guisar. Después de haber dado las gracias a Guittou y a sus amigos por su hospitalidad, tomamos posesión de nuestra casa, como dice Cuic.

Delante de la ventana del comedor, que da a la calle, hay un sillón de junco, en forma de trono, regalo de las hindúes. En la mesa del comedor, en un recipiente de cristal, algunas flores traídas por Cuic.

Esta impresión de mi primer hogar, humilde, pero limpio, esta casa clara y pulcra que me rodea, primer resultado de tres meses de trabajo en equipo, me da confianza en mí y en el porvenir.

Mañana es domingo y no hay mercado, así que tenemos todo el día libre. Los tres hemos decidido invitar a comer en nuestra casa a Guitou y a sus amigos, así como a las hindúes y sus hermanos. El invitado de honor será el chino que ayudó a Cuic y al manco, el que les regaló el asno y la carreta y nos prestó los doscientos dólares para poner en marcha nuestra primera operación. En su sitio, encontrará un envoltorio con doscientos dólares y una nota dándole las gracias escrita en chino.

Después del cochino, al que adora, es a mí a quien Cuíc estima más. Me prodiga atenciones constantemente, y, así soy el que va mejor vestido de los tres, y, a menudo, llega a casa con una camisa, una corbata o un pantalón para mí. Todo eso lo compra de su peculio. Cuic no fuma, casi no bebe y su único vicio es el juego. Sólo sueña con tener los ahorros suficientes como para ir a jugar al club de los chinos.

Para vender nuestros productos comprados por la mañana, no tenemos ninguna seria dificultad. Hablo ya suficientemente el inglés para comprar y vender. Cada día, ganamos de veinticinco a treinta y cinco dólares entre los tres. Es poco, pero estamos muy satisfechos de haber encontrado con tanta rapidez un medio de ganarnos la vida. Yo no les acompaño todos los días a comprar, a pesar de que obtenga mejores precios que ellos, pero ahora soy yo siempre quien vende. Muchos marinos americanos e ingleses que han desembarcado para comprar provisiones para su barco me conocen. Discutimos cortésmente la venta, sin poner en ello mucho ardor. Hay un diablo de cantinero de un comedor de oficiales americano, un italoamericano, que me habla siempre en italiano. Se siente muy feliz de que yo le responda en su lengua, y sólo discute para divertirse. Al final, compra al precio que le he pedido al principio de la discusión.

De las ocho y media a las nueve de la mañana, estamos en casa. El manco y Cuic se acuestan después de que hayamos comido los tres una ligera colación. Yo me voy a ver a Guittou, cuando mis vecinas no vienen a casa. No hay gran trabajo doméstico que hacer: barrer, lavar la ropa, hacer las camas, conservar limpia la casa. Las dos hermanas nos hacen muy bien todo eso casi por nada: dos dólares diarios. Aprecio plenamente lo que significa ser libre y no temer por el porvenir.


Mi familia hindú


El medio de locomoción más empleado en esta ciudad es la bicicleta. Así, pues, me he comprado una para ir a cualquier parte sin dificultades. Como la ciudad es llana, y también los alrededores, pueden hacerse sin esfuerzo grandes distancias. En la bicicleta hay dos portaequipajes muy sólidos, uno delante y otro detrás, así que puedo, como muchos nativos, llevar fácilmente a dos personas.

Al menos dos veces por semana, damos un paseo de una hora o dos con mis amigas hindúes. Están locas de alegría y comienzo a comprender que una de ellas, la más joven, está a punto de enamorarse de mí.

Su padre, a quien nunca había visto, vino ayer. No vive lejos de mi casa, pero jamás había venido a vernos, y yo sólo conocía a los hermanos. Es un anciano alto, con una barba muy larga, blanca como la nieve. También sus cabellos están plateados y descubren una frente inteligente y noble. Sólo habla hindú, y su hija traduce. Me invita a ir a verle a su casa. En bicicleta no está lejos, me hace decir por medio de la princesita, como llamo yo a su hija. Le prometo visitarle dentro de poco.

Después de haber comido algunos pasteles con el té, se va, no sin que yo haya notado que ha examinado los menores detalles de la casa. La princesita está muy feliz de ver a su padre marcharse satisfecho por su vida y de nosotros.

Tengo treinta y seis años y muy buena salud; me siento joven aún y todo el mundo, por suerte, me considera así: no represento más de treinta años, me dicen todos mis amigos. Y esta pequeña tiene diecinueve años y la belleza de su raza, serena y llena de fatalismo en su manera de pensar. Sería para mí un regalo del cielo amar y ser amado por esta espléndida criatura.

Cuando salimos los tres, ella monta siempre en el portaequipajes de delante, y sabe muy bien que, cuando se mantiene bien sentada, con el busto erguido y, para hacer fuerza en los pedales, adelanto un poco la cabeza, estoy muy cerca de su cara. Si echa su cabeza hacia atrás veo, mejor que si no estuvieran cubiertos de gasa, toda la belleza de sus senos desnudos bajo el velo. Sus grandes ojos negros arden con todos sus fuegos cuando se producen esos semicontactos, y su boca roja oscura, en contraste con su piel de té, se abre de deseo de dejarse abrazar. Unos dientes admirables y de una esplendorosa belleza adornan esa boca maravillosa. Tiene una manera de pronunciar ciertas palabras y de hacer aparecer una puntita de lengua rosada en su boca entreabierta, que convertiría en libertino al santo más santo.

Esta noche, debemos ir al cine los dos solos, pues su hermano sufre, al parecer, una jaqueca, jaqueca que creo simulada para dejarnos solos. Se presenta con una túnica de muselina blanca que le llega hasta los tobillos y que, cuando camina, aparecen desnudos, rodeados por tres brazaletes de plata. Va calzada con sandalias cuyas tiras doradas le pasan por el dedo gordo. Eso le hace un pie muy elegante. En la aleta derecha de la nariz ha incrustado una pequeñísima concha de oro. El velo de muselina que lleva en la cabeza es corto y le cae un poco más abajo de los hombros. Una cinta dorada lo mantiene ajustado alrededor de la cabeza. Desde la cinta hasta la mitad de la frente, penden tres hilos adornados de piedras de todos los colores. Hermosa fantasía, por supuesto, que cuando se balancea deja ver el tatuaje demasiado azul de su frente.

Toda la familia hindú y la mía, representada por Cuic y el manco, nos contempla partir a los dos con caras felices por vernos exteriorizar nuestra felicidad. Todos parecen saber que volveremos del cine siendo novios.

Bien sentada en el cojín del portaequipajes de mi bicicleta, rodamos hacia el centro. En un largo trecho en que avanzo con el piñón libre, en un trecho de una avenida mal iluminada, esta muchacha espléndida, por su propia iniciativa, me roza la boca con un ligero y furtivo beso. Ha sido tan inesperado que tomara ella la iniciativa, que he estado a punto de caerme de la bicicleta.

Con las manos entrelazadas, sentados al fondo de la sala, le hablo con los dedos y ella me responde. Nuestro primer dúo de amor en esta sala de cine, donde se proyectaba una película que ni -siquiera hemos mirado, ha sido completamente mudo. Sus dedos, sus uñas largas, tan bien cuidadas y barnizadas, las presiones de los huecos de la mano cantan y me comunican mucho mejor que si hablara todo el amor que siente por mí y su deseo de ser mía. Ha apoyado su cabeza en mi hombro, lo que me permite besar su rostro.

Este amor tan tímido, tan difícil de manifestarse plenamente, no tarda en convertirse en una verdadera pasión. Antes de que sea mía, le he explicado que no podía casarme con ella porque ya estaba casado en Francia. Eso apenas si la ha contrariado un día. Una noche, se ha quedado en mi casa. Por sus hermanos, me dice, y por ciertos vecinos y vecinas hindúes, preferiría que yo me fuera a vivir con ella a casa de su padre. He aceptado, y nos hemos instalado en la casa de su padre, quien vive solo con una joven hindú, pariente lejana, que le sirve y le hace todos los trabajos domésticos. No está muy lejos de donde vive Cuic; unos quinientos metros aproximadamente. Y, así, mis dos amigos vienen cada día a verme por la noche y pasan no menos de una hora con nosotros. Muy a menudo, comen en casa.

Continuamos vendiendo legumbres en el puerto. Me voy a las seis y media y, casi siempre, me acompaña mi pequeña hindú. Un gran termo lleno de té, un bote de confitura y pan tostado en un gran saco de cuero aguardan a Cuic y al manco para que bebamos té juntos. Ella misma prepara este desayuno, y observa minuciosamente el rito de tomar los cuatro la primera comida del día. En su saco hay de todo cuanto hace falta: una pequeñísima estera bordada de encaje que, muy ceremoniosamente, extiende sobre la acera que ha barrido antes con una rama, y las cuatro tazas de porcelana con sus platillos. Y, sentados en la acera, con gran seriedad, nos desayunamos.

Resulta chocante estar en una acera bebiendo té como si estuviéramos en una sala, pero ella encuentra esto natural y Cuic, también. Por otra parte, no hacen ningún caso de la gente que pasa, y encuentran normal actuar así. Yo no quiero contrariarla. Está tan contenta de servirnos y de extender la mermelada encima de las tostadas, que si yo no quisiera, le produciría una gran pena.

El sábado pasado sucedió una cosa que me ha dado la clave de un misterio. En efecto, hace dos meses que vivimos juntos, y, muy a menudo, ella me entrega pequeñas cantidades de oro.

Son siempre trozos de joyas rotas: la mitad de un anillo de oro, un solo pendiente, un extremo de cadena, un cuarto o la mitad de una medalla o de una moneda. Como no tengo necesidad de ello para vivir, aunque ella me dice que lo venda, lo voy guardando en una caja. Tengo casi cuatrocientos gramos cuando le pregunto de dónde procede todo eso, me agarra, me abraza, se ríe, pero nunca me da ninguna explicación.

Así, pues, el sábado, hacia las diez de la mañana, mi pequeña hindú me pide que lleve a su padre en mi bicicleta no sé dónde.

– Mi papá -me dice- te indicará el camino. Yo me quedaré en casa cosiendo.

Intrigado, pienso que el viejo quiere hacer una visita bastante lejos, y, de buen grado, acepto llevarlo.

Con el viejo sentado en el portaequipajes delantero, sin hablar, pues sólo conoce el hindú, tomo las direcciones que él me indica con el brazo. Es lejos. Hace casi una hora que pedaleo. Llegamos a un barrio rico, a orillas del mar. Tan sólo hay hermosas villas. A una señal de mi “suegro”, me detengo y observo. Saca una piedra redonda y blanca de debajo de su túnica y se arrodilla en el primer peldaño de una casa. Mientras hace rodar la piedra por el escalón, cuenta. Pasan algunos minutos, y una mujer vestida de hindú sale de la villa, se le acerca y le entrega algo sin decir palabra.

De casa en casa, repite la escena hasta las cuatro de la tarde. La cosa es larga y yo no acabo de entenderla. En la última villa, se le acerca un hombre vestido de blanco. Le hace levantarse y, pasándole un brazo bajo el suyo, le conduce a su casa. Permanece allí más de un cuarto de hora y sale, siempre acompañado del señor, quien, antes de dejarlo, le besa la frente o, más bien, sus cabellos blancos. Regresamos a casa. Pedaleo cuanto puedo para llegar pronto, pues son más de las cuatro y media.

Antes de la noche, por suerte, estamos de regreso. Mi linda hindú, Indara, acompaña primero a su padre y, luego me salta al cuello y me cubre de besos mientras me arrastra hacia la ducha para que me bañe. Me espera ropa limpia y fresca y, una vez lavado, afeitado y mudado, me siento a la mesa. Ella misma me sirve, como de costumbre. Deseo interrogarla, pero ella va y viene, haciendo como que está ocupada, para eludir el mayor tiempo posible el momento de las preguntas. Ardo en curiosidad. Lo único que sé es que nunca hay que forzar a un hindú o a un chino a que diga algo. Se debe aguardar siempre un tiempo antes de interrogar. Entonces, hablan solos porque adivinan y saben que se espera de ellos una confidencia y, si te consideran digno de ella, te la hacen. Esto es, por supuesto, lo que ha sucedido con Indara.

Una vez que, acostados, hemos hecho el amor largo rato y ella, saciada, ha apoyado en el hueco de mi axila desnuda su mejilla aún ardiente, me habla sin mirarme.

Cariño, cuando mi papá va en busca de oro no hace ningún mal, al contrario. Invoca a los espíritus para que protejan la casa por la que hace rodar su piedra. Para darle las gracias, le dan un pedazo de oro. Es una costumbre muy antigua de nuestro país, de Java.

Eso me cuenta mi princesa. Pero, un día, una de sus amigas conversa conmigo en el mercado. Esta mañana, ni ella ni los chinos han llegado aún. Así que la linda muchacha, también de Java, me cuenta otra cosa.

– ¿Por qué trabajas, viviendo con la hija del hechicero? ¿No le da vergüenza hacerte levantar tan temprano hasta cuando llueve? Con el oro que gana su padre, podrías vivir sin trabajar. Ella no sabe amarte, pues no debería dejarte madrugar tanto.

– ¿Y qué hace su padre? Explícamelo, porque yo no sé nada.

– Su padre es un hechicero de Java. Si quiere, atrae la muerte sobre ti o tu familia. La única manera de escapar al sortilegio que te hace con su piedra mágica es darle el oro suficiente para que la haga rodar en sentido contrario del que invoca la muerte. Entonces, deshace todos los maleficios y por el contrario, invoca la salud y la vida para ti y todos los tuyos que vivan en la casa.

– Eso no es lo mismo que me ha contado Indara.

Me prometo estudiar la cuestión a fondo para ver quién de las dos tiene razón. Algunos días después, estaba yo con mi “suegro” de larga barba blanca al borde de un riachuelo que atraviesa Penitence River's y desemboca en el Demerara. La actitud de los pescadores hindúes me ilustró ampliamente. Cada uno de ellos le ofrecía un pescado y se apartaba de la orilla lo más de prisa posible. Comprendí. Ya no había necesidad de preguntarle nada a nadie más.

A mí, un suegro hechicero no me molesta para nada. No me habla más que en hindú y supone que lo comprendo un poco. Nunca llego a captar lo que quiere decir. Eso tiene su lado bueno, porque no podemos dejar de estar de acuerdo. Pese a todo, me ha encontrado trabajo: tatúo la frente de todas las muchachas de trece a quince años. Algunas veces, él mismo me descubre los senos de las muchachas y yo los tatúo con hojas o pétalos de flores de color verde, rosa o azul, dejando surgir el pezón como el pistilo de una flor. Las valientes, pues es muy doloroso, se hacen tatuar de amarillo canario la auréola y algunas, incluso, aunque más raramente, el pezón de amarillo.

Delante de la casa, ha colocado un letrero escrito en hindú en el que, al parecer, se anuncia: “Artista tatuador -Precio moderado- Trabajo garantizado.” Este trabajo está bien pagado y, así pues, tengo dos satisfacciones: admirar los hermosos pechos de las javanesas y ganar dinero.

Cuic ha encontrado cerca del puerto un restaurante en venta. Me trae muy orgulloso la noticia y me propone que lo compremos. El precio es aceptable: ochocientos dólares. Vendiendo el oro del hechicero, más nuestros ahorros, podemos comprar el restaurante. Voy a verlo. Está en una callejuela, pero muy cerca del puerto. Hierve de gente a todas horas. Una sala bastante grande embaldosada de blanco y negro, ocho mesas a la izquierda ocho a la derecha y, en medio, una mesa redonda donde puede exponerse los entremeses y la fruta. La cocina es grande, espaciosa, bien iluminada. Dos grandes hornos y dos fogones inmensos.


Restaurante y mariposas


Hemos cerrado el trato. La misma Indara se ha encargado de vender todo el oro que poseíamos. El papá, por otra parte, estaba sorprendido de que yo no hubiera tocado nunca los trozos de oro que entregaba a su hija para nosotros dos. Ha dicho:

– Os los he dado para que los disfrutarais. Son vuestros, no tenéis que preguntarme si podéis disponer de ellos. Haced con ellos lo que queráis.

No está tan mal mi “suegro hechicero”. Y ella es algo fuera de serie como amante, como mujer y como amiga. No corremos peligro de regañar, pues ella siempre responde sí a todo cuanto yo digo. Sólo refunfuña un poco cuando les tatúo las tetas a sus compatriotas.

Así pues, heme aquí dueño del restaurante “Victory”, en Water Street, en pleno centro del puerto de la ciudad de Georgetown. Cuic hace de cocinero y le gusta, pues es su oficio. El manco irá a la compra y guisará el Chow Mein, especie de spaghetti chino. Se hacen de la manera siguiente: la flor de la harina se mezcla y se amasa con varias yemas de huevo. Sin agua, esta masa se trabaja dura y largamente. Esta pasta es muy dura de amasar, hasta el punto de que la trabaja saltando encima de ella, con el muslo apoyado en un bastón muy pulimentado fijado en el centro de la mesa. Con una pierna a caballo del bastón y aguantándolo con su única mano, gira saltando con un pie alrededor de la mesa, amasando así la pasta que, trabajada con semejante fuerza, no tarda en convertirse en una masa ligera y deliciosa. Al final, un poco de manteca acaba de darle un gusto exquisito.

Este restaurante, que había quebrado, pronto alcanza gran nombradía. Ayudada por una hindú joven y muy bonita, llamada Daya, Indara sirve a los numerosos clientes que acuden a nuestra casa a saborear la cocina china. Todos los presos fugados vienen. Los que tienen dinero pagan, y los otros comen gratuitamente.

– Proporciona felicidad dar de comer a los que tienen hambre -dice Cuic.

Hay un solo inconveniente: el atractivo de las dos camareras, una de las cuales es Indara. Las dos exhiben sus tetas desnudas bajo el ligero velo de la túnica. Además, las llevan abiertas por el costado desde el tobillo hasta la cadera. Al efectuar ciertos movimientos, descubren toda la pierna y el muslo, hasta muy arriba. Los marinos americanos, ingleses, suecos, canadienses y noruegos comen, en ocasiones, dos veces al día para disfrutar del espectáculo. Mis amigos llaman a mi establecimiento el restaurante de los mirones. Yo hago el papel de dueño. Para todo el mundo, soy el boss. No hay caja registradora, y los sirvientes me traen el dinero, que me meto en el bolsillo, y devuelvo el cambio cuando es necesario.

El restaurante abre desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada. Ni que decir tiene que, hacia las tres de la madrugada, todas las putas del barrio que han tenido una buena noche vienen a comer con su macarra o un cliente un Pollo al curry o una ensalada de germen de alubias. También toman cerveza, sobre todo inglesa, y whisky, un ron de caña de azúcar del país, muy bueno, con soda o “Coca-Cola”. Como se ha convertido en el punto de cita de los prófugos franceses, yo soy el refugio, el consejero, el juez y el confidente de toda la colonia de duros y de relegados.

Por supuesto que esto, algunas veces, me procura molestias. Un coleccionista de mariposas me explica su manera de cazar en la selva. Recorta un cartón en forma de mariposa y, luego, pega encima las alas de la mariposa que quiere cazar. Este cartón se fija en la punta de un bastón de un metro. Cuando caza, sostiene el bastón en la mano derecha y hace movimientos de manera que la falsa mariposa parezca que vuela. Va siempre, en la selva, a los claros donde penetra el sol. Sabe las horas de eclosión para cada especie. Hay especies que sólo viven cuarenta y ocho horas Entonces, cuando el sol baña el claro, las mariposas que acaban de salir del capullo se precipitan a esa luz, tratando de hacer lo antes posible el amor. Cuando divisan el reclamo, acuden desde muy lejos a precipitarse encima de él. Si la falsa mariposa es un macho, es un macho el que va a batirse con ella. Con la mano izquierda, que sostiene la redecilla, el cazador lo atrapa rápida mente.

La bolsa posee un estrangulamiento, lo que hace que el cazador pueda continuar atrapando mariposas sin temer que las otras se escapen.

Si el reclamo está hecho con alas de hembra, los machos acuden para hacerle el amor, y el resultado es el mismo.

Las mariposas más bellas son las nocturnas, pero a menudo, como chocan contra obstáculos, es muy difícil encontrar una cuyas alas estén intactas. Casi todas las tienen destrozadas. Para estas mariposas nocturnas, el cazador se encarama a lo más alto de un gran árbol y hace un cuadrado con un trapo blanco que ilumina por detrás con una lámpara de carburo. Las grandes mariposas nocturnas, de quince a veinte centímetros de envergadura, van a topar con el trapo blanco. No queda sino asfixiarlas comprimiéndoles muy rápida y fuertemente el tórax sin aplastarlas. No deben debatirse, porque de lo contrario se rompen las alas y pierden valor.

En una vitrina tengo siempre pequeñas colecciones de mariposas, de moscas, de pequeñas serpientes y de vampiros. Hay más compradores que mercancía. Así que los precios son altos.

Un americano me ha señalado una mariposa que tiene las alas traseras azul acero y las superiores azul claro. Me ha ofrecido quinientos dólares si encontraba una mariposa de esta especie que sea hermafrodita.

Hablando con el cazador, me dice que, una vez, tuvo una en las manos, muy linda, que le pagaron cincuenta dólares y que supo después, por un coleccionista honrado, que este espécimen valía casi dos mil dólares.

– Quiere pegártela el gringo, Papillon -me dice el cazador-. Te toma por un imbécil. Aunque la pieza rara valiera mil quinientos dólares, se aprovecharía descaradamente de tu ignorancia.

– Tienes razón, es un cerdo. ¿Y si se la pegáramos nosotros a él?

– ¿Cómo?

– Sería preciso fijar sobre una mariposa hembra por ejemplo, dos alas de macho o viceversa. Lo difícil es encontrar el medio de pegarlas sin que se vea.

Al cabo de muchos intentos desdichados, hemos llegado a pegar a la perfección, sin que se note, dos alas de un macho a un magnífico ejemplar de hembra. Hemos introducido las puntas en una minúscula incisión y, luego, las hemos unido con leche de balata. Aguantan bien, hasta el punto de que se puede agarrar la mariposa por las alas pegadas. Se mete la mariposa bajo un vidrio junto con otras, en una colección cualquiera de veinte dólares, como si yo no la hubiera visto. La cosa no falla. Apenas la ve el americano, tiene el tupé de venir con un billete de veinte dólares en la mano para comprarme la colección. Le digo que está comprometida, que un sueco me ha pedido una caja, y que es para él.

En dos días, el americano ha tomado lo menos diez veces en sus manos la caja. Al final, no aguanta más y me llama.

– Compro la mariposa de en medio por veinte dólares, y te quedas con las demás.

– ¿Y qué tiene de extraordinario esa mariposa? -Y me pongo a examinarla. Luego, exclamo-: Pero, ¡si es una hermafrodita!

– ¿Qué dice? Sí, es verdad. Antes, no estaba muy seguro -dice el gringo-. A través del cristal no se veía muy bien. ¿Me permite? -Examina la mariposa de arriba a abajo y dice-: ¿Cuánto quiere usted por ella?

– ¿No me dijo un día que un espécimen tan raro valía quinientos dólares?

– Se lo he repetido a muchos cazadores de mariposas; no quiero aprovecharme de la ignorancia de quien ha atrapado ésta.

– Pues son quinientos dólares o nada.

– La compro; resérvemela. Tenga, aquí tiene sesenta dólares que llevo encima como señal de que la venta está hecha. Déme un recibo y mañana traeré el resto. Y, sobre todo, sáquela de esa caja.

– Muy bien; la llevaré a otra parte. Aquí tiene su recibo.

Justo a la hora de abrir, el descendiente de Lincoln está aquí. Vuelve' a examinar la mariposa, esta vez con una lupa pequeña. Siento un sobresalto terrible cuando la vuelve del revés. Satisfecho, paga, coloca la mariposa en una caja que ha traído, me pide otro recibo y se va.

Dos meses más tarde, me agarra la bofia. Al llegar a la Comisaría, el superintendente de Policía me explica en francés que he sido detenido por haber sido acusado de estafa por un americano.

– Es sobre una mariposa a la que usted pegó las alas -me dice el comisario-. Gracias a esa superchería, usted la vendió por quinientos dólares.

Dos horas después, Cuic e Indara están allí con un abogado. Habla muy bien francés. Le explico que yo no sé nada de mariposas, que yo no soy cazador ni coleccionista. Vendo las cajas para ayudar a los cazadores, que son mis clientes, que es el gringo quien ofreció los quinientos dólares, y no yo quien se los pidió, y que, de haber sido auténtico el ejemplar como él creía, el ladrón hubiera sido él, puesto que entonces la mariposa hubiera tenido un valor de unos dos mil dólares.

Dos días después, comparezco ante el Tribunal. El abogado me sirve también de intérprete. Repito mi tesis. En su favor, mi abogado tiene un catálogo con los precios de las mariposas. Semejante espécimen se cotiza en el libro por encima de los mil quinientos dólares. El americano deberá pagar las costas del juicio y, por añadidura, los honorarios de mi abogado más doscientos dólares.

Reunidos todos los duros y los hindúes se festeja mi liberación con un pastís de la casa. Toda la familia de Indara había acudido al juicio, muy orgullosos todos de tener entre ellos después de la absolución- a un superhombre. Pues ellos no son tontos, y dudaban de que no hubiera sido yo quien pegara las alas.

Ya ha sucedido. Nos hemos visto obligados a vender el restaurante. Tenía que pasar. Indara y Daya eran demasiado hermosas, y su especie de striptease, siempre ligeramente insinuado, sin llegar nunca más lejos, incitaba más aún a aquellos marinos de sangre ardiente, que si hubiera sido un desnudo completo. Al advertir que cuando más ponía las tetas desnudas apenas veladas ante las narices de los marineros, más propinas les caían, bien inclinadas sobre la mesa nunca acababan de dar la cuenta o el cambio justo. Tras este tiempo de exposición bien calculado, con el marino con los ojos fuera de las órbitas para ver mejor, ellas se incorporaban y preguntaban: “¿Y mi propina?” “¡Ah!” Aquellos pobres tipos eran generosos, y estos enamorados enardecidos, pero nunca satisfechos, ya no sabían lo que se hacían.

Un día, sucedió lo que yo imaginaba. Un tipo alto, ~¡o, lleno de pecas, no se ha contentado con ver todo el muslo descubierto: a la aparición fugitiva del slip, se le fue la mano y, con sus dedos de animal, atenazó fuertemente a mi Javanesa. Como ella tenía una jarra de cristal llena de agua en la mano, no le ha costado mucho rompérsela en la cabeza. Bajo el golpe, se cae al suelo. Me precipito para ayudarle a levantarse, cuando unos amigos suyos creen que le voy a pegar y, antes de que pueda decir uf, recibo un puñetazo magistral en pleno ojo. ¿Quizás este marino boxeador ha querido de veras defender a su compañero o arrearle un porrazo al marido de la bella hindú responsable de que no se pueda llegar a ella? ¡Cualquiera sabe! En todo caso, mi ojo ha recibido un directo de frente. Sin embargo, el hombre aquel había contado demasiado de prisa con su victoria, porque se pone en guardia de boxeo ante mí y me grita. Boxe, boxe, man! De un gran puntapié en las partes, seguido de un cabezazo al estilo Papillon, el boxeador cae en el suelo tan largo como es.

La pelea se hace general. El manco ha salido en mi ayuda desde la cocina y distribuye golpes con el bastón con el que hace su spaghetti especial. Cuic llega con un largo tenedor de dos dientes y lo clava aquí y allá. Un granuja parisiense retirado de los bailes con gaita de la rue de Lappe se sirve de una silla como maza. Violentada, sin duda, por la pérdida de sus bragas, Indara se ha retirado de la riña.

Conclusión: cinco gringos han sido seriamente heridos en la cabeza, otros llevan dos agujeros producidos por el tenedor de Cuic en diversas partes del cuerpo. Hay sangre por todas partes. Un policía negro se ha puesto en la puerta para que nadie salga. Afortunadamente, porque llega un jeep de la Military Police. Con polainas blancas y la porra levantada, quieren entrar a la fuerza, y en vista de que todos sus -marinos están llenos de sangre, seguramente tienen intención de vengarlos. El policía negro los rechaza, luego pone el brazo con su porra a través de la puerta y dice:

– Majesty Police (Policía de Su Majestad).

Sólo cuando llegan los policías ingleses se nos hace salir y montar en el camión. Nos conducen a la Comisaría. Aparte de mi ojo tumefacto, ninguno de nosotros está herido, lo que hace que no quieran creer en nuestra legítima defensa.

Ocho días después, en el Tribunal, el presidente acepta nuestra tesis y nos pone en libertad a todos excepto a Cuic, a quien le caen tres meses por golpes y heridas. Era difícil encontrar una explicación a los múltiples dos agujeros repartidos profusamente por Cuic.

Como a continuación, en menos de quince días ha habido seis peleas, nos damos cuenta de que no podemos seguir así. Los marinos han decidido no dar esta historia por terminada, y como los que vienen tienen siempre pinta nueva, ¿cómo saber si son amigos o enemigos?

Así, pues, hemos vendido el restaurante, pero no al precio que lo habíamos comprado. La verdad es que, con la fama que había cobrado, los compradores no hacían cola.

– ¿Qué vamos a hacer, manco?

– Mientras esperamos a que salga Cuic, descansaremos. No podemos volver a lo de la carreta y el asno, pues los vendimos junto con la clientela. Lo mejor es no hacer nada, reposar. Ya veremos después.

Cuic ha salido. Nos dice que lo han tratado bien. El único inconveniente ~-cuenta- es que estaba cerca de dos condenados a muerte. Los ingleses tienen una cochina costumbre: advierten a un condenado cuarenta y cinco días antes de la ejecución de que será colgado alto y corto tal día a tal hora, que la reina ha rechazado su petición de clemencia. “Entonces -nos cuenta Cuic-, todas las mañanas, los dos condenados a muerte se gritaban uno a otro: “Un día menos, Johnny, ¡no quedan más que tantos días! “ Y el otro no paraba de insultar a su cómplice toda la mañana.” Aparte de eso, Cuic estaba tranquilo y bien considerado.


La Cabaña de Bambú


Pascal Fosco ha bajado de las minas de bauxita. Es uno de los hombres que habían intentado un atraco a mano armada contra la oficina de Correos de Marsella. Su cómplice fue guillotinado. Pascal es el mejor de todos nosotros. Buen mecánico, sólo gana cuatro dólares diarios y, con eso, siempre encuentra el medio de alimentar a uno o dos forzados en dificultades.

Esa mina de tierra de aluminio está muy adentro de la selva. Se ha formado una aldea alrededor del campamento, donde viven los obreros y los ingenieros. En el puerto, se carga sin cesar el mineral en numerosos barcos de carga. Se me ocurre una idea: ¿por qué no vamos a montar un cabaret en ese rincón perdido en la selva? La gente debe de aburrirse mortalmente por la noche.

– Es verdad -me dice Fosco-, aquello no es jauja en cuanto a distracciones. No hay nada.

Indara, Cuic, el manco y yo ya estamos, algunos días después, a bordo de un cascarón que, en dos días de navegación, nos lleva por el río a “Mackenzie”, nombre de la Í *

El campamento de los ingenieros, los jefes y los obreros especializados es limpio, claro, con casitas confortables, todas provistas de tela metálica para protegerse de los mosquitos. La aldea, por su parte, es un asco. No tiene ninguna casa de ladrillo, piedra o cemento. Nada más que barracas hechas de arcilla y bambúes, con los techos de hojas de palmera silvestre o, las más modernas, de chapas de cinc. Cuatro bares-restaurantes llenos de clientes. Los marinos se dan de bofetadas por una cerveza caliente. Ningún comercio posee un frigorífico.

Tenía razón Pascal, hay mucho que hacer en este rincón. Al fin y al cabo, soy un fugado, y eso significa la aventura, no puedo vivir normalmente como mis camaradas. Trabajar para ganar justo con que vivir no me interesa.

Como las calles están pegajosas de lodo cuando llueve, escojo, un poco apartado del centro de la aldea, un lugar más elevado. Estoy seguro de que, incluso cuando nueva, no me veré inundado ni en el interior ni en torno de la construcción que pienso levantar.

En diez días, ayudados por carpinteros negros que trabajan en la mina, edificamos una sala rectangular de veinte metros de largo por ocho de ancho. Treinta mesas de cuatro sitios permitirán a ciento veinte personas sentarse cómodamente. Un estrado por el que pasarán las artistas, un bar de la anchura de la sala y una docena de taburetes altos. Al lado del cabaret, otra construcción con ocho habitaciones donde podrán vivir cómodamente dieciséis personas.

Cuando he bajado a Georgetown a comprar el material, sillas, mesas, etc., he contratado a cuatro jóvenes negras espléndidas para servir a los clientes. Daya, que trabajaba en el restaurante, ha decidido venir con nosotros. Un coolí aporreará el viejo piano que he alquilado. Falta el espectáculo.

Después de muchas dificultades y mucho bla-bla-bla, he conseguido convencer a dos javanesas, una portuguesa, una china y dos morenas para que abandonen la prostitución y se conviertan en artistas del desnudo. Un viejo telón rojo comprado en casa de un chamarilero servirá para abrir y cerrar el espectáculo.

Regreso con toda mi gente en un viaje especial que me hace un pescador chino con su bongo. Una casa de licores me ha proporcionado todas las bebidas imaginables a crédito. Tiene confianza en que pagaré cada treinta días lo que haya vendido, previo inventario. A medida que se vayan terminando, me proporcionará los licores que me sean necesarios. Un viejo fonógrafo y discos gastados difundirán música cuando el pianista cese de martirizar el piano. Toda clase de vestidos, enaguas, medias negras y de color, ligas y sostenes aún en muy buen estado y que he escogido por sus colores vistosos en casa de un hindú que había recogido los despojos de un teatro ambulante, serán el “guardarropa” de mis futuras “artistas”.

Cuic ha comprado el mobiliario y las camas. Indara, los vasos y todo lo necesario para un bar. Yo, los licores, y también me ocupo de la cuestión artística. Para poner en marcha todo eso en una semana, ha sido preciso trabajar duro. Al final, ya está, y material y personal ocupan toda la embarcación.

Dos días después, llegamos a la aldea. Las diez muchachas producen una verdadera revolución en este lugar perdido en medio de la selva. Cada uno cargado con un paquete sube a “La Cabaña de Bambú”, nombre que hemos dado a nuestra boite de nuit. Los ensayos han comenzado. Enseñar a mis “artistas” a quedarse en cueros no es fácil. En primer lugar, porque hablo muy mal el inglés y no comprenden muy bien mis explicaciones, y en segundo lugar porque, durante toda su vida, se han desnudado a toda velocidad para despachar cuanto antes al cliente. Mientras que, ahora, es todo lo contrario: cuanto más lentamente van, resulta más sexy. Para cada chica hay que emplear una táctica diferente. Esta manera de hacer debe armonizar con los vestidos.

La Marquesa de corsé rosado y vestido de crinolina, de grandes pantalones de encaje blanco, se desnuda lentamente, escondida tras un biombo ante un gran espejo por el que el público puede admirar poco a poco cada porción de carne que descubre.

Luego, está la Rápida, una muchacha de vientre liso, morena, de color café con leche muy claro, magnífico ejemplar de sangre mezclada, seguramente de blanco con negra ya clara. Su tono de grano de café apenas tostado hace resaltar sus formas perfectamente bien equilibradas. Unos largos cabellos negros caen naturalmente ondulados sobre sus hombros divinamente redondos. Unos senos henchidos, erguidos y arrogantes aun siendo pesados, disparan sus pezones magníficos apenas más oscuros que la carne. Ella es La Rápida. Todas las piezas de su vestuario se abren con cremallera. Se presenta con pantalón de vaquero, un sombrero muy ancho y una blusa blanca cuyos Puños terminan en franjas de cuero. Al son de una marcha guerrera, aparece en escena y se descalza, tirando de un puntapié cada zapato. El pantalón se abre por el costado de las dos piernas y cae de un solo golpe a sus pies. El corsé se abre en dos piezas mediante un cierre de cremallera en cada brazo.

Para el público, la impresión es violenta, pues las tetas desnudas surgen como rabiosas por haber estado encerradas tanto tiempo. Con los muslos y el busto desnudos, separadas las piernas, y con las manos en las caderas, mira al público descaradamente de frente, se quita el sombrero y lo tira a una de las primeras mesas, cerca del escenario.

La Rápida tampoco se anda con actitudes o gestos de pudor para despojarse del slip. Desabrocha los dos lados de la piececita al mismo tiempo y, más que quitárselos, se los arranca. Al instante, otra muchacha le pasa un enorme abanico de plumas blancas con el cual, abierto del todo, se cubre.

El día de la inauguración, “La Cabaña de Bambú” está llena a rebosar. El estado mayor de la mina está allí en pleno. La noche termina bailando y el día ha amanecido ya cuando los últimos clientes se van. Es un verdadero éxito, no podía esperarse que fuera mejor. Hay gastos, pero los precios son muy elevados y eso compensa, y este cabaret en plena selva, lo creo sinceramente, muchas noches tendrá más clientes que espacio disponible.

Mis cuatro camareras negras no dan abasto. Vestidas muy de corto, con el corpiño bien escotado y un madrás en la cabeza, han impresionado grandemente a la clientela. Indara y Daya vigilan, cada una, una parte de la sala. El manco y Cuic están en el bar, para preparar los servidos de la sala. Y yo, en todas partes, poniendo arreglo a lo que va mal o ayudando a quien está en un apuro.

– Éxito seguro -dice Cuic, cuando camareras, artistas y patrón se hallan solos en la gran sala.

Comemos todos juntos, en familia, amo y empleados, rendidos de fatiga, pero felices por el resultado. Todo el mundo va a acostarse.

– Bien, Papillon, ¿no vas a levantarte?

– ¿Qué hora es?

– Las seis de la tarde, -me dice Cuic-. Tu princesa nos ha ayudado. Se ha levantado a las dos. Todo está en orden dispuesto para empezar de nuevo esta noche.

Indara llega con un jarro de agua caliente. Afeitado, bañado, refrescado y dispuesto, la tomo por la cintura y entramos en “La Cabaña de Bambú”, donde soy acogido con mil preguntas.

– ¿Ha ido bien, boss?

– ¿Me he desnudado bien? ¿Qué va mal, según usted?

– ¿He cantado casi bien? Claro que, por suerte, el público no es difícil.

Este nuevo equipo es simpático de veras. Estas putas transformadas en artistas se toman el trabajo en serio y parecen felices de haber abandonado su oficio anterior. El negocio no puede ir mejor. Hay una sola dificultad: para tantos hombres solos, muy pocas mujeres. Todos los clientes quisieran ser acompañados, si no toda la noche, sí más tiempo por una muchacha, sobre todo por una artista. Eso les pone celosos. De vez en cuando, si por casualidad hay. dos mujeres en la misma mesa, los clientes protestan.

Las negritas también están muy solicitadas, primero porque son hermosas y, sobre todo, porque en esta selva no hay mujeres. Algunas veces, Daya sale de detrás de la barra para servir y habla con todos. Casi una veintena de hombres disfrutan de la presencia de la hindú, quien, en verdad, es una rara belleza.

Para evitar los celos y las reclamaciones de los clientes por tener en su mesa a una artista, he instituido una lotería. Después de cada número de desnudo o de canto, una gran rueda numerada del 1 al 32, un número por mesa y dos números para el bar, decide a dónde debe ir la chica. Para participar en la lotería, es preciso tomar un billete que cuesta el precio de una botella de whisky o de champaña.

Esta idea (así lo creía yo) tiene dos ventajas. En primer lugar, evita toda reclamación. El que gana disfruta de su chavala en su mesa durante una hora por el precio de la botella, y se le sirve de la manera siguiente: mientras que, completamente desnuda, la artista está oculta por el inmenso abanico, se hace girar la rueda. Cuando sale el número, la chica sube a un gran plato de madera pintado de plata, cuatro mozos la levantan en vilo y la llevan a la feliz mesa ganadora. Ella misma descorcha el champaña, hace un brindis, siempre en cueros, se excusa y, cinco minutos después, regresa a sentarse vestida de nuevo.

Durante seis meses, todo ha marchado bien, pero, pasada la estación de las lluvias, ha venido una clientela nueva. Son los buscadores de oro y diamantes que hacen prospecciones libremente por la selva, en esta tierra tan rica en aluviones. Buscar oro y brillantes con medios arcaicos es excesivamente duro. Muy a menudo, los mineros se matan o se roban entre sí. Así que toda esta gente va armada, y cuando tienen un saquito de oro o un puñado de brillantes no resisten la tentación de gastarlo locamente. Las chicas, por cada botella, reciben un crecido porcentaje. Y no les cuesta nada, mientras abrazan al cliente, verter el champaña o el whisky en el cubo de hielo, para que la botella se termine antes. Algunos, pese al alcohol bebido, se dan cuenta, y sus reacciones son tan brutales que me he visto obligado a clavar las mesas y las sillas.

Con esta nueva clientela, lo que tenía que pasar pasó. La llamaban Flor de Canela. En efecto, su piel tenía el color de la canela. Esta nueva chavala' que había yo sacado de los bajos fondos de Georgetown, volvía literalmente locos a los clientes por su manera de desnudarse.

Como era muy interesada, había exigido que, para participar en su lotería, los jugadores deberían pagar el precio de dos botellas de champaña, y no una, como para las otras. Después de haber corrido varias veces, aunque en vano, su suerte de ganar a Flor de Canela, un minero corpulento, que lleva una barba negra muy poblada, no encuentra otra cosa mejor, cuando pasa mi hindú vendiendo los números del último desnudo de Flor de Canela, que comprar los treinta de la sala. No quedan, pues, más que los dos números del bar.

Seguro de ganar después de haber pagado las sesenta botellas de champaña, mi barbudo esperaba, confiado, el desnudo de Flor de Canela y el sorteo de la lotería. Flor de Canela estaba muy excitada por todo lo que había bebido aquella noche. Eran las cuatro de la madrugada cuando comenzó su última representación. Ayudada por el alcohol, estuvo más sexual que nunca, y sus gestos fueron más osados aún que de costumbre. ¡Rrran! Se hace girar la ruleta que, con su pequeño indicador de cuerno, va a señalar al ganador. El barbudo babea de excitación tras haber presenciado la exhibición de Flor de Canela. Espera, está seguro de que se la van a servir en cueros en su bandeja plateada, cubierta por el famoso abanico de plumas y, entre sus dos magníficos muslos, las dos botellas de champaña. ¡Qué catástrofe! El tipo de los treinta números pierde. Gana el 31, o sea, el bar. Al principio, sólo comprende a medias, y no se da cuenta por completo de lo que ha sucedido hasta que ve que la artista es levantada y depositada en el bar. Entonces, aquel estúpido se vuelve loco, aparta la mesa de sí y en tres brincos se planta en el bar. No ha empleado más que tres segundos en sacar su revólver y disparar tres tiros sobre la muchacha.

Flor de Canela ha muerto en mis brazos. La recogí después de haberme cargado a aquel animal de un golpe de black-jack de la Policía americana que siempre llevo conmigo. Por haber tropezado yo con una camarera y su bandeja, lo que ha retrasado mi intervención, ese bruto ha tenido tiempo de cometer semejante locura. Resultado: la Policía ha cerrado “La Cabaña de Bambú” y nosotros hemos vuelto a Georgetown.

Henos de nuevo en nuestra casa. Indara, como una verdadera hindú fatalista, no cambia de carácter. Para ella, esta ruina no tiene ninguna importancia. Nos dedicaremos a otra cosa, eso es todo. Los chinos, igual. Nada cambia en nuestro armonioso equipo. Ni un reproche por mi extravagante idea de echar a suertes a las chicas, idea que, sin embargo, es la causa de nuestro fracaso. Con nuestros ahorros, después de haber pagado escrupulosamente todas nuestras deudas, hemos entregado una suma a la mamá de Flor de Canela. No nos hacemos mala sangre. Todas las noches vamos al bar donde se reúnen los evadidos. Pasamos veladas encantadoras, pero Georgetown, en razón de las restricciones de la guerra, empieza a fatigarme. Además, mi princesa nunca había sido celosa y yo siempre había conservado toda mi libertad. Ahora, no me deja ni a sol ni a sombra, y se queda durante horas sentada a mi lado, cualquiera que sea el lugar donde me encuentre.

Las probabilidades de dedicarme al comercio en Georgetown se complican. Así, un buen día, me entran ganas de irme de la Guayana inglesa y trasladarme a otro país. No corremos ningún riesgo, es la guerra. Ningún país nos devolverá. Al menos, así lo supongo.


Fuga de Georgetown


Guittou está de acuerdo. También él piensa que debe de haber países mejores y donde sea más fácil vivir que en la Guayana inglesa. Comenzaremos a preparar una fuga. En efecto, salir de la Guayana inglesa es un grave delito. Estamos en tiempo de guerra y ninguno de nosotros tiene pasaporte.

Chapar, que se evadió de Cayena después de haber sido desinternado, está aquí desde hace tres meses. Trabaja por un dólar cincuenta diario haciendo hielo en una pastelería china. También él quiere partir de Georgetown. Un prófugo de Dijon, Deplanque, y un bordelés son también candidatos a la fuga. Cuic y el manco prefieren quedarse. Se encuentran bien aquí.

Como la salida del Demerara está muy vigilada y bajo el fuego de nidos de ametralladoras, lanzatorpedos y cañones, copiaremos exactamente una embarcación de pesca matriculada en Georgetown y saldremos haciéndonos pasar por ella. Me recrimino por no guardarle agradecimiento a Indara y por no corresponder como debiera a su amor total. Pero nada puedo hacer, se me pega tanto, que ahora me saca los nervios de quicio, me exaspera. Los seres sencillos, puros, no retienen sus deseos y no esperan que aquel a quien aman los solicite para hacer el amor. Esta hindú reacciona exactamente como las hermanas indias de la Guajira. En el momento en que sus sentidos tienen deseos de expansionarse, se ofrecen, y si no se las toma, la cosa es muy grave. Un dolor verdadero y tenaz germina en lo más profundo de su yo, y eso me irrita, pues como con las hermanas indias, no quiero hacer sufrir a Indara y debo esforzarme para que, en mis brazos, goce lo más posible.

Ayer, he asistido a la cosa más linda que puede verse en materia de mímica para expresar lo que se siente. En la Guayana inglesa, existe una especie de esclavitud moderna. Los javaneses vienen a trabajar en las plantaciones de algodón, de caña de azúcar o de cacao con contratos de cinco y diez años. Marido y mujer se ven obligados a salir todos los días al trabajo' salvo cuando están enfermos. Pero si el doctor no los reconoce, tienen que efectuar como castigo un mes de trabajo suplementario al final del contrato. Y se añaden otros meses por otros delitos menores. Como todos son jugadores, contraen deudas con la plantación y, para pagar sus deudas, firman, a fin de conseguir una prima, un enganche de uno o varios años.

Prácticamente, no salen nunca. Para ellos, que son capaces de jugarse a su mujer y mantener escrupulosamente su palabra, una sola cosa es sagrada: sus hijos. Hacen todo para conservarlos free (libres). Vencen las mayores dificultades y pasan privaciones, pero muy raramente uno de sus niños firma un contrato con la plantación.

Hoy, se celebra una boda de una muchacha hindú. Todo el mundo va vestido con largas túnicas: las mujeres con velo blanco y los hombres, con túnicas blancas que les llegan hasta los pies. Muchas flores de azahar. La escena, después de muchas ceremonias religiosas, se desarrolla en el momento en que el novio se va a llevar a su mujer. Los invitados están a derecha e izquierda de la puerta de la casa. A un lado, las mujeres; al otro, los hombres. Sentados en el umbral de la casa, con la puerta abierta, el padre y la madre. Los recién casados abrazan a los miembros de la familia y pasan entre las dos hileras de varios metros de largo. De súbito, la novia se escapa de los brazos de su marido y corre hacia su madre. La madre se tapa los ojos con una mano y, con la otra, se la devuelve al marido.

Este tiende los brazos y la llama. Ella gesticula o expresa que no sabe qué hacer. Su madre le ha dado la vida y, muy bien, hace ver como que del vientre de su mamá sale una cosita. Luego su madre le ha dado el pecho. ¿Va a olvidarse de todo eso para seguir al hombre que ama? Quizá, pero no tengas prisa, le dice mediante gestos y ademanes; espera un poco todavía, déjame contemplar otra vez a estos padres tan buenos que, hasta que te he encontrado, han sido la única razón de mi vida.

Entonces, también él gesticula dando a entender que la vida exige de ella que también sea esposa y madre. Todo esto al son de los cánticos de las muchachas y de los muchachos que les responden. Al final, después de haberse vuelto a escapar de los brazos de su marido, después de haber abrazado a sus padres, da unos pasos corriendo y salta a los brazos de su marido, que se la lleva rápidamente hasta la carreta adornada con guirnaldas de flores que los espera.

La fuga se prepara minuciosamente. Una canoa ancha y larga, con una buena vela, un foque y un gobernalle de primera calidad son preparados tomando precauciones para que la Policía no se dé cuenta.

Escondemos la embarcación en Penitence River, el riachuelo que desemboca en el gran río, el Demerara, pero más abajo de nuestro barrio. Está pintada y numerada exactamente como una barca de pesca de chinos matriculada en Georgetown. Iluminada por los focos, sólo la tripulación es distinta. Para disimular mejor, no podremos estar de pie, pues los chinos de la embarcación copiada son pequeños y enjutos, y nosotros, altos y fuertes.

Todo transcurre sin complicaciones y salimos flamantes del Demerara para hacernos a la mar. A pesar de la alegría por haber salido y evitado el peligro de ser descubiertos, una sola cosa me impide saborear por completo este éxito, y es el hecho de haber partido como un ladrón, sin habérselo dicho a mi princesita hindú. No estoy contento de mí. Ella, su padre y su raza no me han hecho más que bien y, en cambio, yo les he pagado mal. No trato de buscar argumentos para justificar mi conducta. Considero que es poco elegante lo que he hecho, y no estoy del todo contento de mí. Sobre la mesa he dejado ostensiblemente seiscientos dólares, pero el dinero no paga las atenciones recibidas.

Debíamos tomar rumbo Norte durante cuarenta y ocho horas. Pensando de nuevo en mi antigua idea, quiero ir a Honduras británica. Y para eso debemos estar más de dos días en alta mar.

La expedición fugitiva está formada por cinco hombres: Guittou, Chapar, Barriére, un bordelés, Deplanque, un tipo de Dijon y yo, Papillon, capitán responsable de la navegación.

Apenas llevamos treinta horas en el mar, cuando nos vemos envueltos en una tempestad espantosa seguida de una especie de tifón o ciclón. Relámpagos, truenos, lluvia, olas enormes y desordenadas, viento huracanado que forma torbellinos en el mar nos arrastran, sin que podamos resistirnos a una dramática carrera por un mar como nunca lo había visto y ni siquiera lo había imaginado. Por primera vez, según mi experiencia, los vientos soplan cambiando de dirección, hasta el punto de que los alisos se han borrado completamente y la tormenta nos hace dar vueltas en dirección opuesta. Si esto hubiera durado ocho días, nos devolvía a los duros.

Este tifón, por otra parte, ha sido memorable, según he sabido después en Trinidad por Monsíeur Agostini, el cónsul francés. Le costó más de seis mil cocoteros de su plantación. Este tifón en forma de tijera ha aserrado literalmente todos esos cocoteros a la altura de un hombre. Han sido arrancadas casas y llevadas por los aires muy lejos, volviendo a caer en tierra o en el mar. Nosotros lo hemos perdido todo: víveres y equipaje, así como los barriles de agua. El mástil se ha partido a menos de dos metros, adiós vela y, lo que es más grave, el gobernalle se ha roto. Por milagro, Chapar ha salvado una pequeña pagaya, y con ella trato de conducir la canoa. Mientras todo el mundo se ha quedado en cueros para confeccionar una especie de vela. Lo hemos utilizado todo, chaquetas, pantalones y camisas. Los cinco vamos en stíp. Esta vela, fabricada con nuestros vestidos y cosida con un canutillo de hilo que estaba a bordo, nos permite casi navegar con nuestro mástil tronchado.

Los vientos alisos han vuelto a soplar, y yo me aprovecho de ello para tratar de poner rumbo al Sur para alcanzar cualquier tierra, aunque sea la Guayana inglesa. Mis camaradas se han comportado todos dignamente durante y después de esta no diré tempestad, porque no sería bastante sino de este cataclismo, de este diluvio, de este ciclón más bien.

Tan sólo al cabo de seis días, dos de ellos de calma absoluta, vemos tierra. Con este trozo de vela que el viento empuja pese a sus agujeros no podemos navegar exactamente como quisiéramos. La pequeña pagaya ya no basta para dirigir con firmeza y seguridad la embarcación. Como estamos todos en cueros, tenemos vivas quemaduras en todo el cuerpo, lo que disminuye nuestras fuerzas para luchar. Ninguno de nosotros tiene ya piel en la nariz, está en carne viva. Los labios, los pies, la entrepierna y los muslos están también en carne viva. La sed nos atormenta hasta tal punto que Deplanque y Chapar han llegado a beber agua salada. Después de esa experiencia, aún sufren más. Pese a la sed y al hambre que nos atenazan, hay algo que sí marcha bien: nadie, absolutamente nadie se queja. El que quiere beber agua salada, y el que se echa agua de mar por encima diciendo que refresca, se da cuenta por sí solo de que el agua salada ahonda sus llagas y le quema aún más a causa de la evaporación.

Soy el único que tiene un ojo completamente abierto y sano, pues todos mis camaradas tienen los ojos llenos de pus y se les pegan constantemente. Los ojos obligan a lavarse cueste lo que cueste, pese al dolor, porque hay que abrir los ojos y ver claro. Un sol de plomo ataca nuestras quemaduras con tan intensidad, que es casi irresistible. Deplanque, medio loco, habla de arrojarse al agua.

Hace casi una hora me parecía distinguir tierra por el horizonte. Por supuesto, me he dirigido en seguida hacia ella sin decir nada, pues no estaba muy seguro. Unas aves llegan y vuelan alrededor de nosotros, así pues no me he equivocado. Sus gritos advierten a mis camaradas que, entontecidos por el sol y la fatiga, se han acostado en el fondo de la canoa, protegiéndose el rostro del sol con sus brazos.

Guittou, después de haberse enjuagado la boca para poder emitir un sonido, me dice:

– ¿Ves tierra, Papi?

– Sí.

– ¿En cuánto tiempo crees que podremos llegar?

– En cinco o siete horas. Escuchad, amigos, yo ya no puedo más. Además de las mismas quemaduras que vosotros, tengo las nalgas en carne viva por el roce con la madera de mi banco y por el agua de mar. El viento no es muy fuerte, avanzamos lentamente y mis brazos tienen constantes calambres, así como mis manos, que están cansadas de agarrarse desde hace tanto tiempo a la pagaya que me sirve de gobernalle. ¿Queréis aceptar una cosa? Quitamos la vela y la tendemos sobre la canoa, como un techo para abrigarnos de este sol de fuego, hasta la noche. La embarcación irá a la deriva por sí sola hacia tierra. Esto es necesario, a menos que uno de vosotros quiera ocupar mi puesto al gobernalle.

– No, no, Papi. Hagamos eso y durmamos todos menos uno a la sombra de la vela.

Al sol, hacia la una de la tarde, hago que se tome esta decisión.

Con una satisfacción animal, me tiendo en el fondo de la canoa, por fin a la sombra. Mis camaradas me han cedido el sitio mejor para que, desde la proa, pueda recibir aire del exterior.

El que está de guardia permanece sentado, pero abrigado a la sombra de la vela. Todo el mundo, hasta el de guardia, cae en seguida en la inconsciencia. Rendidos de fatiga y gozando de esta sombra que, al fin, nos permite escapar a este sol inexorable, nos hemos quedado dormidos.

Un aullido de sirena despierta de golpe a todo el mundo. Aparto la vela. Fuera, es de noche. ¿Qué hora puede ser? Cuando me siento en mí sitio, al gobernalle, una brisa fresca me acaricia todo mi pobre cuerpo, con su piel arrancada, e inmediatamente tengo frío. Pero, ¡qué sensación de bienestar al no sentir quemaduras!

Quitamos la vela. Después de haberme limpiado los ojos con agua de mar -por suerte sólo tengo uno que escuece y supura-, veo tierra muy claramente a mi derecha y a mí izquierda. ¿Dónde estamos? ¿Hacia qué lado debo dirigirme? Se oye de nuevo el aullido de la sirena. Comprendo que la señal viene de la tierra de la derecha. ¿Qué diablos quieren decirnos?

– ¿Dónde crees que estamos, Papi? -pregunta Chapar.

– Francamente, no lo sé. Si esta tierra no está aislada y es un golfo, quizá estemos en el extremo de la punta de la Guayana inglesa, en la parte que va hasta el Orinoco (gran río de Venezuela que hace frontera). Pero si la tierra de la derecha está separada de la de la izquierda por un espacio bastante grande, entonces esta península es una isla, y es Trinidad. A la izquierda, sería Venezuela, o sea, que nos encontraríamos en el golfo de Paria.

Mis recuerdos de las cartas marinas que he tenido ocasión de estudiar me brindan esta alternativa. Si Trinidad está a la derecha y Venezuela a la izquierda, ¿qué escogeremos? Esta decisión pone en juego nuestro destino. No será demasiado difícil, con esta buena brisa, dirigirme a la costa. Por el momento, no vamos ni hacia una ni hacia otra. En Trinidad están los rosbits, el mismo Gobierno que en la Guayana inglesa.

– Estamos seguros de que seremos bien tratados -, dice Guittou.

– Sí, pero ¿qué decisión tomarán por haber abandonado en tiempo de guerra su territorio sin autorización y clandestinamente?

_¿Y Venezuela?

– No se sabe qué tal se pasa -dice Deplanque-. En la época del presidente Gómez, los duros eran obligados a trabajar en las carreteras, en condiciones extremadamente penosas, y luego devolvían a Francia a los cayeneses, como llaman allí a los duros.

– Sí, pero ahora no es lo mismo, estamos en guerra.

– Ellos, por lo que he oído en Georgetown, no están en guerra, son neutrales.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Entonces, es peligrosa para nosotros.

Se distinguen luces en tierra, a la derecha, y también a la izquierda. Otra vez la sirena que, esta vez, aúlla tres veces seguidas. Nos llegan señales luminosas de la derecha. Acaba de salir la luna, está bastante lejos, pero en nuestra trayectoria. Delante, dos inmensas rocas puntiagudas y negras emergen arriba del mar. Debe ser la razón de la sirena: nos advierten que hay peligro.

– ¡Toma, boyas flotantes! Hay todo un rosario de ellas. ¿Por qué no esperamos que se haga de día amarrados a una de ellas? Arría la vela, Chapar.

De un tirón descuelga esos trozos de pantalones y de camisas que, pretenciosamente, llamo vela. Frenando con mi pagaya, pongo proa a una de las “boyas”. Por suerte, la canoa ha conservado un gran trozo de cuerda tan bien atado a su anillo, que el tifón no ha podido arrancarlo. Ya está, ya hemos amarrado. No directamente a esa extraña boya, porque no hay nada en ella para atar la cuerda, sino al cable que la une a otra boya. Estamos bien amarrados al cable de esta delimitación de un canal, sin duda. Sin preocuparnos de los aullidos que continúa emitiendo la costa de la derecha, nos acostamos todos en el fondo de la canoa, cubiertos por la vela para protegernos del viento. Un calor dulce invade mi cuerpo, transido por el viento y el fresco de la noche, y soy, ciertamente, uno de los primeros en roncar a pierna suelta.

El día es limpio y claro cuando me despierto. El sol está saliendo de su lecho, el mar está un poco revuelto y su azul verdoso indica que el fondo es de coral.

– ¿Qué hacemos? ¿Nos decidimos a ir a tierra? Reviento de hambre y sed.

Es la primera vez que alguien se queja tras estos días de ayuno, hoy hace exactamente siete días.

– Estamos tan cerca de tierra, que no es un pecado grave hacerlo -,dice Chapar.

Sentado en mi puesto, veo con claridad a lo lejos, delante de mí, más allá de las dos inmensas rocas que emergen del mar, la ruptura de la tierra. A la derecha, pues, está Trinidad, y a la izquierda, Venezuela. Sin ninguna duda, estamos en el golfo de Paria, y si el agua es azul y no amarillenta a causa de los aluviones del Orinoco, es que estamos en la corriente del canal que pasa entre los dos países y se dirige hacia mar abierto.

– ¿Qué hacemos? Mejor votar, ¿no? Esto es demasiado grave para que yo tome solo la decisión. A la derecha, la isla inglesa de Trinidad; a la izquierda, Venezuela. ¿Adónde queréis ir? Dadas las condiciones de nuestra embarcación y nuestro estado físico, debemos ir a tierra lo antes posible. Entre nosotros hay dos liberados: Guitou y Corbiére. Nosotros tres: Chapar, Deplanque y yo corremos mayor peligro. A nosotros nos toca decidir. ¿Qué decís vosotros?

– Lo más inteligente es ir a Trinidad. Venezuela significa lo desconocido.

– No hay necesidad de tomar una decisión. Esa canoa de vigilancia lo hará por nosotros -dice Deplanque.

En efecto, una canoa de vigilancia avanza con rapidez hacia nosotros. Se detiene a más de cincuenta metros. Un hombre toma un megáfono. Diviso una bandera que no es inglesa. Llena de estrellas, muy hermosa, nunca en mi vida la había visto. Debe ser venezolana. Más tarde, será “mi bandera”, la de mi nueva patria, el símbolo, para mí, más emotivo, el de tener, como todo. hombre normal, reunidas en un trozo de tela las cualidades más nobles de un gran pueblo: mi pueblo.

– ¿Quién son vosotros? (sic)?

– Somos franceses.

– ¿Están locos?

– ¿Por qué?

– Porque son amarrados a minas (sic).

– ¿Por eso no se acercan ustedes?

– Sí. Desátense pronto.

– Ya está.

En tres segundos, Chapar ha desatado la cuerda. Estamos, ni más ni menos, atados a una cadena de minas flotantes. Es un milagro que no hayamos saltado, me explica el comandante de la lancha guardacostas a la que nos hemos amarrado. Sin subir a bordo, la tripulación nos pasa café, leche caliente bien azucarada y cigarrillos.

– Vayan a Venezuela, serán bien tratados, se lo aseguro. No podemos remolcarlos a tierra porque tenemos que ir a recoger un hombre gravemente herido al faro de Barinas. Sobre todo, no traten de desembarcar en Trinidad, porque tienen nueve probabilidades entre diez de chocar con una mina, entonces…

Después de un “Adiós, buena suerte”, la lancha se va. Nos ha dejado dos litros de leche. Arreglamos la vela. A las diez de la mañana, con el estómago a punto de restablecerse gracias al café y la leche, con un cigarrillo en la boca, desembarco sin tomar ninguna precaución en la arena fina de una playa en la que cincuenta personas esperaban para ver quién llegaba en una embarcación tan extraña, rematada por un mástil tronchado y una vela hecha de camisas, pantalones y chaquetas.

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