Capítulo VIII



El rapto del primer ministro

Ahora que la guerra y sus problemas son cosas del pasado creo poder aventurarme a revelar al mundo la parte que mi amigo Poirot representó en un momento de crisis nacional. El secreto había sido bien guardado. Ni el menor rumor llegó a la prensa. Ahora que la necesidad de mantenerlo secreto ha desaparecido, creo que es de justicia que Inglaterra conozca la deuda que tienen con mi pequeño amigo, cuyo cerebro maravilloso tan hábilmente supo evitar una gran catástrofe.

Una noche después de cenar.... no precisaré la fecha, basta decir que era durante la época en que el grito de los enemigos de Inglaterra era: «Paz por negociaciones...», mi amigo y yo nos encontrábamos sentados en una de las habitaciones de su residencia. Después de haber quedado inválido en el Ejército, me dieron un empleo en la oficina de Reclutamiento y había adquirido la costumbre de ir por las noches a ver a Poirot para discutir con él los casos de interés que él tuviera entre manos.

Tenía intención de comentar la noticia del día... nada menos que el atentado contra David MacAdam, Primer Ministro de Inglaterra. Los periódicos habían sido censurados cuidadosamente. No se conocían detalles, salvo que el Primer Ministro había escapado de milagro y que la bala había rozado apenas su mejilla.

Yo consideraba que nuestra policía debe haberse descuidado vergonzosamente para que semejante atentado se hubiese producido. Comprendía que los agentes alemanes en Inglaterra estaban dispuestos a arriesgar mucho. «MacAdam el Luchador», como le apodaba su propio partido, había combatido con todas sus fuerzas la influencia pacifista que se iba haciendo tan manifiesta.

Era más que Primer Ministro de Inglaterra.... él era Inglaterra; y el haberle inutilizado hubiera constituido un golpe terrible para la Gran Bretaña.

Poirot se hallaba muy atareado limpiando un traje gris con una esponja diminuta. Nunca ha existido un hombre pulcro como Hércules Poirot. Su pasión era el orden y la limpieza. Ahora, con el olor a bencina impregnando el aire, era incapaz de prestarme toda su atención.

—Dentro de un momento hablaremos, amigo mío. Estoy casi terminando. ¡Esa mancha de grasa... era muy fea... y había que quitarla... así! —blandió la esponja.

Sonriendo encendí un cigarrillo.

—Estoy ayudando a una... ¿cómo la llaman ustedes...?, «ama de casa» a buscar a su esposo. Un asunto difícil que requiere mucho tacto. Porque tengo la ligera impresión de que cuando le encontremos no va a hacerle mucha gracia. ¿Qué quiere usted? A mí me inspira simpatía. Ha sido muy listo al perderse.

Me reí.

—¡Al fin! ¡La mancha ha desaparecido! Estoy a su disposición.

—Le preguntaba qué opinaba usted del atentado contra MacAdam.

Enfantillage! —replicó Poirot en el acto—. Uno apenas puede tomarlo en serio. El disparar con rifle... nunca da buen resultado. Es un arma del pasado.

—Pues esta vez estuvo a punto de darle —le recordé.

Poirot iba a replicarme cuando la patrona, asomando la cabeza por la puerta, le informó de que abajo había dos caballeros que deseaban verle.

—No han querido darme sus nombres, señor, pero dicen que es muy importante.

—Hágales subir —dijo Poirot, doblando cuidadosamente sus pantalones limpios.

A los pocos minutos los dos visitantes eran introducidos en la habitación, y el corazón me dio un vuelco al reconocer en uno de ellos nada menos que a lord Estair, el lord Mayor de la Cámara de los Comunes; en tanto que su compañero, Bernard Dodge, era miembro del Departamento de Guerra, y como yo sabía amigo íntimo del Primer Ministro.

—¿Monsieur Poirot? —dijo lord Estair interrogadoramente. Mi amigo se inclinó, y el gran hombre, dirigiéndome una mirada, pareció vacilar—. El asunto que me trae aquí es reservadamente particular.

—Puede usted hablar libremente en presencia del capitán Hastings —dijo mi amigo haciéndome seña de que me quedara—. ¡No posee todas las cualidades, no! Pero respondo de su discreción.

Lord Estair seguía dudando, mas el señor Dodge intervino bruscamente:

—¡Vamos.... no nos andemos por las ramas! Toda Inglaterra conocerá a no tardar el apuro en que nos encontramos. El tiempo lo es todo.

—Siéntese, por favor, monsieur —dijo Poirot amablemente—. En esa butaca, milord.

Lord Estair se sobresaltó ligeramente.

—¿Me conoce usted? —preguntó.

—Desde luego —Poirot sonrió—. Leo los periódicos y a menudo aparece su fotografía. ¿Cómo no iba a conocerle?

—Monsieur Poirot, he venido a consultarle un asunto de la mayor urgencia. Debo pedirle que guarde la más absoluta reserva.

—¡Tiene usted la palabra de Hércules Poirot.... no puedo darle más! —dijo mi amigo.

—Se trata del Primer Ministro. Estamos en un grave apuro. ¡Pendientes de un hilo!

—Entonces, ¿el mal ha sido grave? —pregunté.

—¿Qué mal?

—La herida.

—¡Oh, eso! —exclamó el señor Dodge en tono de menosprecio—. Eso es una vieja historia.

—Como dice mi colega —continuó lord Estair—, ese asunto está terminado y olvidado. Afortunadamente, fracasó. Ojalá pudiera decir lo mismo del segundo atentado.

—¿Ha habido, pues, un segundo atentado?

—Sí, aunque no de la misma naturaleza. El Primer Ministro ha desaparecido.

—¿Qué?

—¡Ha sido secuestrado!

—¡Imposible! —exclamé estupefacto.

Poirot me dirigió una mirada aplastante, invitándome a mantener la boca cerrada.

—Desgraciadamente, por imposible que pueda parecerle, es bien cierto —prosiguió Dodge.

Poirot miró al señor Dodge.

—Usted acaba de expresar que el tiempo lo era todo, monsieur, ¿qué quiso usted decir con ello?

Los dos hombres intercambiaron una mirada, y luego lord Estair dijo:

—¿Ha oído hablar, monsieur Poirot, de la próxima Conferencia de los Aliados?

Mi amigo asintió.

—Por razones evidentes, no se han dado detalles de dónde iba a celebrarse. Pero aunque ha podido ocultarse a la Prensa, desde luego la fecha se conoce en los círculos diplomáticos. La Conferencia debe celebrarse mañana... jueves... por la noche, en Versalles. ¿Comprende usted ahora la terrible gravedad de la situación? No debo ocultarle que la presencia del Primer Ministro en esa Conferencia es de vital importancia. La propaganda pacifista, comenzada y mantenida por los agentes alemanes, ha sido muy activa. Es opinión universal que el punto culminante en la Conferencia será la fuerte personalidad del Primer Ministro. Su ausencia podría tener serias consecuencias.... posiblemente una paz prematura y desastrosa. Y no tenemos a nadie a quien enviar en su lugar. Él sólo puede representar a Inglaterra.

El rostro de Poirot se había puesto grave.

—¿Entonces ustedes consideran el secuestro del Primer Ministro como un atentado para impedir que asista a la Conferencia?

—Desde luego. En realidad estaba ya camino de Francia.

—¿Y la Conferencia ha de celebrarse...?

—Mañana, a las nueve de la noche.

Poirot extrajo de su bolsillo un enorme reloj.

—Ahora son las nueve menos cuarto.

—Dentro de veinticuatro horas —dijo el señor Dodge, pensativo.

—Y quince minutos —corrigió Poirot—. No olvide esos quince minutos, monsieur... pueden ser muy útiles. Ahora pasemos a los detalles... del secuestro... ¿Tuvo lugar en Inglaterra o en Francia?

—En Francia. El señor MacAdam cruzó la frontera francesa esta mañana. Esta noche debía ser huésped del Comandante en Jefe, y mañana continuar hasta París. Cruzó el Canal en un destructor. En Boulogne le esperaba un automóvil de la Comandancia y otro del ayudante de Campo del Comandante en Jefe.

Eh bien?

—Pues salieron de Boulogne.... pero no llegaron a su destino.

—¿Qué?

—Monsieur Poirot, era un automóvil falso y un falso A.D.E. El coche auténtico fue encontrado en una carretera de segundo orden con el chófer y ayudante seriamente heridos.

—¿Y el automóvil falso?

—Aún no ha sido encontrado.

Poirot durante unos instantes guardó silencio e hizo un gesto de impaciencia.

—¡Increíble! Seguramente no podrá escapar por mucho tiempo.

—Eso pensamos. Parecía sólo cuestión de buscar a conciencia. Esa parte de Francia está bajo la ley marcial, y estábamos convencidos de que el coche no podría pasar mucho tiempo inadvertido. La policía francesa y nuestros hombres de Scotland Yard y los militares han pulsado todos los resortes. Es increíble, como usted dice.... pero aún no ha sido descubierto.

En aquel momento llamaron a la puerta, y un joven oficial entró para entregar a lord Estair un sobre sellado.

—Acaba de llegar de Francia, señor. Lo he traído directamente aquí, como usted ordenó.

El ministro lo abrió con ansiedad y musitó una exclamación. El oficial se retiró.

—¡Al fin tenemos noticias! Han encontrado el otro automóvil y también al secretario Daniels, cloroformizado, amordazado y herido, en una granja abandonada cerca de C... no recuerda nada, excepto que le aplicaron algo en la boca y nariz y que luchó por libertarse... La policía considera veraz su declaración.—¿Y no han encontrado nada más?

—No.

—¿Ni el cadáver del Primer Ministro? Entonces, hay una esperanza. Pero es extraño. Porque, después de tratar de asesinarle esta mañana, ¿van ahora a tomarse la molestia de conservarle vivo?

Dodge meneó la cabeza.

—Una cosa es segura. Están decididos a impedir a toda costa que asista a la Conferencia.

—Si es humanamente posible, el Primer Ministro estará allí. Dios quiera que no sea demasiado tarde. Ahora, messieurs cuéntenmelo todo.... desde el principio. Debo conocer también minuciosamente lo referente al primer atentado.

—Ayer noche, el Primer Ministro, acompañado de su secretario, el capitán Daniels...

—¿El mismo que le acompañó a Francia?

—Sí. Como iba diciendo, fueron a Windsor en automóvil, donde el Primer Ministro tenía una audiencia. Esta mañana regresó a la ciudad, y durante el trayecto tuvo lugar el atentado.

—Un momento, por favor. ¿Quién es el capitán Daniels?

Lord Estair sonrió.

—Pensé que me lo preguntaría. No sabemos gran cosa de él. Ha servido en el ejército inglés y es un secretario muy capaz, y un políglota excepcional. Creo que habla siete idiomas. Por esta razón el Primer Ministro le eligió para que le acompañase a Francia.

—¿Tiene parientes en Inglaterra?

—Dos tías. Una tal señora Everhard, que vive en Hampstead, y la señora Daniels, que vive cerca de Ascot.

—¿Ascot? Eso está cerca de Windsor, ¿no?

—Ese lugar ya ha sido registrado infructuosamente.

—¿Usted considera al capitán Daniels fuera de toda sospecha?

Un ligero matiz de amargura empañó la voz de lord Estair al replicar:

—No, monsieur Poirot. En estos días me guardaré bien de considerar a nadie por encima de toda sospecha.

Très bien. Ahora, milord, doy por supuesto que el Primer Ministro se hallaba bajo la protección de la Policía, para que todo intento de asalto resultara imposible.

Lord Estair inclinó la cabeza.

—Eso es. El automóvil del Primer Ministro iba seguido de cerca por otro en el que viajaban varios detectives vestidos de paisano. El señor MacAdam desconocía estas precauciones. Es un hombre que no teme a nada y se hubiera sentido impulsado a despedirlos sin contemplaciones. Pero, naturalmente, la policía hizo sus arreglos. La verdad es que el chófer del Premier, O'Murphy, es un hombre de la C.I.D.[2] .

—¿O'Murphy? Ese nombre es irlandés, ¿no?

—Sí, es irlandés.

—¿De qué parte de Irlanda?

—Creo que de Country Lane.

Tiens! Pero continúe, milord.

—El Premier salió para Londres en un automóvil cerrado. Le acompañaba el capitán Daniels. El otro coche le seguía como de costumbre, pero desgraciadamente, y por alguna razón desconocida, el automóvil del Primer Ministro se desvió de la carretera.

—¿Es un punto donde la carretera forma una gran curva? —le interrumpió Poirot.

—Sí... pero, ¿cómo lo sabe?

—¡Oh, c'est evident! ¡Continúe!

—Por alguna razón desconocida —prosiguió lord Estair—, el coche del Primer Ministro dejó la carretera principal, y el de la policía, sin percatarse de su desviación, continuó su camino. A poca distancia, en un lugar poco frecuentado, el automóvil del Primer Ministro fue detenido de pronto por una banda de enmascarados. El chófer...

—¡El valiente O'Murphy! —murmuró Poirot pensativo.

—El chófer, sorprendido, detuvo el coche. El Primer Ministro asomó la cabeza por la ventanilla e inmediatamente sonó un disparo y luego otro. El primero le rozó la mejilla. El segundo, afortunadamente, no le alcanzó. El chófer, comprendiendo el peligro, continuó la marcha al instante dispersando a la banda a toda velocidad.

—Escapó de milagro —musité estremeciéndome.

—El señor MacAdam rehusó que se mencionara la ligera herida sufrida en la mejilla, declarando que sólo era un rasguño. Se detuvo en un hospital local donde le curaron y desde luego... sin revelar su identidad. Entonces continuaron hasta la estación de Charing Cross, donde le esperaba un tren especial para dirigirse a Dover, y tras referir brevemente lo ocurrido a la policía, el capitán Daniels salió con él para Francia. En Dover, subieron a bordo del destructor que les aguardaba. En Boulogne, como ya sabe usted, el automóvil falso le esperaba con la Unión Jack[3] y sin que le faltase el menor detalle.

—¿Es todo lo que puede decirme? .

—Sí.

—¿No existen otras circunstancias que haya omitido, milord?

—Pues sí; hay algo bastante peculiar.

—Explíquese, por favor.

—El automóvil del Primer Ministro no regresó a la casa de éste después de dejarle en Charing Cross. La policía estaba deseosa de interrogar a O'Murphy, de modo que empezaron a buscarle inmediatamente. El coche fue encontrado ante cierto restaurante del Soho, que es conocido como lugar de reunión de los fichados como agentes alemanes.

—¿Y el chófer?

—No han podido hallarlo. También ha desaparecido.

—De modo —dijo Poirot pensativo—, que ha habido dos desapariciones: la del Primer Ministro de Francia, y la de O'Murphy en Londres.

Miró de hito en hito a lord Estair, que hizo un gesto de desaliento.

—Sólo puedo decirle, monsieur Poirot, que si ayer alguien me hubiera insinuado que O'Murphy era un traidor me hubiera reído en sus propias narices.

—¿Y hoy?

—Hoy no sé qué pensar.

Poirot asintió gravemente, volviendo a mirar su enorme reloj.

—Entiendo que se me da carte blanche, messieurs... en todos los sentidos. Tengo que poder ir donde quiera y como quiera.

—Perfectamente. Hay un tren especial que saldrá de Dover dentro de una hora, con un nuevo contingente de Scotland Yard. Irá usted acompañado de un oficial militar y un hombre de la C.I.D. que se pondrán por entero a su disposición. ¿Le parece bien?

—Muy bien. Una pregunta más antes de que se marchen, messieurs. ¿Qué les hizo acudir a mí? No soy conocido en Londres.

—Le buscamos por expresa recomendación y deseo de un gran hombre de su país.

Comment? ¿Mi viejo amigo el Préfet...?

Lord Estair meneó la cabeza.

—Uno que está por encima del Préfet. ¡Uno cuya palabra fue una vez ley en Bélgica... y volverá a serlo! ¡Eso lo ha jurado Inglaterra!

Poirot alzó la mano con un saludo dramático.

—¡Así es! Ah, veo que no me ha olvidado... Messieurs, yo, Hércules Poirot, les serviré fielmente. Pido al cielo que estemos todavía a tiempo. Pero está oscuro... muy oscuro... No veo nada.

—Bueno, Poirot —exclamé con impaciencia cuando la puerta se hubo cerrado tras los dos ministros—, ¿qué opina usted?

Mi amigo estaba muy atareado preparando un maletín, con movimientos rápidos y precisos.

—No sé qué pensar. Mi cerebro me está fallando.

—¿Para qué raptarle, como usted ha dicho, cuando le bastaba con darle un buen golpe en la cabeza?

—Perdóneme, mon ami, pero no he dicho eso precisamente. A ellos quizá les convenga mucho secuestrarle.

—Pero ¿por qué?

—Porque la incertidumbre crea el pánico. Ésa es una de las razones. La muerte del Primer Ministro sería una calamidad terrible, pero habría que hacer frente a la situación. En cambio, ahora estamos paralizados. ¿Aparecerá o no el Primer Ministro? ¿Está vivo o muerto? Nadie lo sabe, y hasta que no se averigüe no podrá hacerse nada definitivo. Y, como le digo, la incertidumbre crea el pánico, que es lo que buscan los Boches[4]. Y si sus raptores le han escondido en algún sitio, tienen la ventaja de poder negociar con ambas partes. El Gobierno alemán no es muy liberal pagando, por lo general, pero sin duda estará dispuesto a desembolsar buenas cantidades en un caso como éste. Y en tercer lugar, no corren el riesgo de la soga del verdugo. O, decididamente, les interesa más secuestrarle.

—Entonces, si es así, ¿por qué primero intentaron matarle?

—¡Ah, eso es precisamente lo que no entiendo! ¡Es inexplicable.... estúpido! Tienen todo preparado (¡y muy bien por cierto!) para el secuestro, y sin embargo, ponen en peligro el asunto con un ataque melodramático, digno de una película. Casi resulta imposible creerlo... ¡una banda de hombres enmascarados a menos de veinte millas de Londres!

—Tal vez fuesen dos atentados completamente distintos —sugerí.

—¡Ah, no es posible tanta coincidencia! En ese caso... ¿quién es el traidor? Tiene que haberlo... en el primer atentado. Pero quién fue... ¿Daniels? ¿O'Murphy? Tuvo que ser uno de los dos, o si no, ¿por qué iba el automóvil a abandonar la carretera principal? ¡No vamos a suponer que el Primer Ministro preparase su propio asesinato! ¿O'Murphy tomó la desviación por iniciativa propia o fue Daniels quien le dio la orden?

—Seguramente sería cosa de O'Murphy.

—Sí, porque de haberlo hecho Daniels, el Primer Ministro lo hubiese oído, y hubiese preguntado la razón. Pero hay demasiados «por qués» en este asunto, y se contradicen unos a otros. Si O'Murphy es un hombre íntegro, ¿por qué volvió a poner el coche en marcha cuando sólo habían sonado dos disparos, salvando la vida del Primer Ministro? Y también, si era honrado, ¿por qué, inmediatamente después de abandonar Charing Cross se dirige a un centro de reunión de espías alemanes de todos conocido?

—Eso tiene mal aspecto —dije yo.

—Repasemos el caso con método. ¿Qué tenemos en pro y en contra de esos dos hombres? Consideremos primero a O'Murphy. Contra: que su conducta al abandonar la carretera principal fue sospechosa; que es irlandés oriundo de Country Lane; y que ha desaparecido de forma altamente sugestiva. A su favor: su rapidez en volver a poner en marcha el automóvil salvó la vida del Primer Ministro, que es un hombre de Scotland Yard y evidentemente por el cargo alcanzado un detective de toda confianza. Ahora pasemos a Daniels. No tenemos gran cosa contra él excepto el hecho de que nada se sabe de sus antecedentes, y que habla demasiados idiomas para ser un buen inglés. (Perdóneme, mon ami, pero ustedes son un desastre para los idiomas.) Ahora bien, a su favor tenemos el que haya sido encontrado amordazado, herido y cloroformizado... con lo cual parece que nada tenía que ver con este asunto.

Poirot sacudió la cabeza.

—Pudo hacerlo para alejar sospechas.

—La policía francesa no cometería una equivocación de esta clase. Además, una vez conseguido su objetivo, y estando a salvo el Primer Ministro, no tenía por qué quedarse atrás. Claro que sus cómplices pudieron amordazarle, pero no veo qué iban a conseguir con ello. Ahora va a servirles de muy poco, pues hasta que se hayan aclarado las circunstancias relativas a la desaparición del Primer Ministro, le vigilarán muy estrechamente.

—Tal vez esperase poner a la policía sobre una pista falsa,..

—¿Entonces por qué no lo hizo? Se limita a decir que le aplicaron algo en la boca y nariz, y que no recuerda nada más. Ahí no hay ninguna pista falsa. Parece inverosímil.

—Bien —dije mirando el reloj—. Creo que será mejor que vayamos a la estación. Es posible que en Francia encuentre usted más pistas.

—Posiblemente, mon ami, pero lo dudo. Me parece increíble que el Primer Ministro no haya sido encontrado en esta área tan limitada, donde debe ser dificilísimo esconderle. Si los militares y la policía de dos países no le han encontrado, ¿cómo voy a encontrarle yo?

En Charing Cross fuimos recibidos por el señor Dodge.

—Éste es el detective Barnes, de Scotland Yard, y el mayor Norman. Están enteramente a su disposición. Es un mal asunto, pero no he perdido todas las esperanzas. Ahora debo marcharme —y dicho esto, el ministro se despidió de nosotros.

Charlamos de nimiedades con el mayor Norman. En el centro de un grupo de hombres que estaban en el andén reconocí a un individuo menudo, de rostro de hurón, que hablaba con un hombre rubio y alto. Era un antiguo conocido de Poirot... el detective-inspector Japp, uno de los mejores oficiales de Scotland Yard. Se acercó a saludar a mi amigo alegremente.

—Me he enterado de que usted también interviene en este asunto. Hasta ahora no hemos podido dar con ellos, pero no creo que consigan tenerle escondido mucho tiempo. Nuestros hombres están pasando toda Francia por su tamiz. Y lo mismo hacen los franceses. Tengo la impresión de que sólo es cuestión de unas horas.

—Es decir... si todavía vive —observó el detective alto, en tono lúgubre.

El rostro de Japp se ensombreció.

—Sí.... pero no sé por qué tengo el presentimiento de que está vivo.

Poirot asintió.

—Sí, sí; está vivo. ¿Pero lo encontraremos a tiempo? Yo, al igual que usted, no puedo creer que continúe escondido por mucho tiempo. Eso lo veo claro.

Sonó el silbato de la locomotora, y todos subimos al coche «Pullman». Y con una sacudida, el tren arrancó.

Fue un viaje curioso. Los hombres de Scotland Yard se reunieron ante un mapa del norte de Francia y fueron trazando ansiosamente las líneas de las carreteras y pueblecitos. Cada uno tenía su teoría. Poirot no demostró su habitual locuacidad y permaneció sentado mirando al vacío con una expresión que me recordaba la de un niño intrigado. Yo charlaba con Norman, a quien encontraba muy divertido. Al llegar a Dover, el comportamiento de Poirot me causó un inmenso regocijo. El hombrecillo, en cuanto embarcamos, se asió desesperadamente de mi brazo. El viento soplaba con gran fuerza.

Mon Dieu! —murmuró—. ¡Esto es terrible!

—Valor, Poirot —exclamé—. Tendrá éxito. Usted le encontrará. Estoy seguro.

—Ah, mon ami, usted no comprende mi emoción.¡Es este mar traidor lo que me preocupa! ¡El mal de mer... es un sufrimiento terrible!

—¡Oh! —dije bastante sorprendido.

Se oyó el ruido de las máquinas y Poirot cerró los ojos lanzando un gemido.

—El mayor Norman tiene un mapa del norte de Francia, ¿no le gustaría estudiarlo?

Poirot meneó la cabeza con impaciencia.

—¡No, no! Déjeme, amigo mío. Para pensar, el estómago y el cerebro deben estar en buena armonía. Laverguier tenía un método excelente para evitar el mal de mer. Respirar lentamente.... así, volviendo la cabeza de izquierda a derecha suavemente y contando seis entre cada respiración.

Le dejé entregado a sus ejercicios respiratorios y subí a cubierta.

Cuando entrábamos lentamente en el puerto de Boulogne reapareció Poirot, pulcro y sonriente, anunciándome que el sistema de Laverguier había tenido un éxito «de maravilla».

El índice de Japp seguía trazando rutas imaginarias sobre el mapa.

—¡Tonterías! El automóvil salió de Boulogne.... de aquí. Ahora bien, mi idea es que trasladaron al Primer Ministro a otro coche. ¿Comprenden ustedes?

—Bien —dijo el detective alto—. Yo registraré los puertos de mar. Apuesto diez contra uno a que lo han llevado a bordo de un barco.

Japp meneó la cabeza.

—Demasiado evidente. Se dio orden en seguida de que cerrasen todos los puertos. Estaba amaneciendo cuando desembarcamos. El mayor Norman avisó a Poirot.

—Hay un coche militar esperándole, señor.

—Gracias, monsieur, pero, de momento, no tengo intención de salir de Boulogne.

—¿Qué?

—No, nos quedamos en este hotel de aquí, junto al muelle.

Los tres le seguimos, intrigados y sin comprender nada.

—Una vez alojados, nos dirigió una larga mirada.

—No es así como debiera actuar un buen detective, ¿eh? Adivino lo que están pensando. Debiera estar lleno de energías y correr de un lado a otro... arrodillarse sobre la carretera polvorienta y examinar las huellas de los neumáticos con su lupa... y recoger una colilla... o una cerilla... Ésa es su idea, ¿no?

Sus ojos nos miraron retadores.

—Pero yo.... Hércules Poirot, les digo que sé perfectamente lo que hago. ¡Las pistas verdaderas están... aquí! —se golpeó la frente—. No necesito haber salido de Londres. Me hubiera bastado quedarme sentado tranquilamente en mi despacho. Lo importante son las celulillas grises. Secreta y silenciosamente realizan su tarea, hasta que de pronto yo pido un mapa, y apoyo mi índice sobre un punto... así... y digo: ¡el Primer Ministro está ahí! Esta apresurada venida a Francia fue un error. Pero ahora, aunque puede que sea demasiado tarde, empezaré a trabajar como es debido, desde dentro. Silencio, amigos míos, se lo ruego.

Y por espacio de cinco largas horas, el hombrecillo permaneció sentado, parpadeando como un gato, mientras sus ojos verdes iban adquiriendo una tonalidad cada vez más intensa. Era evidente que el hombre de Scotland Yard le miraba con desprecio, que el mayor Norman estaba impaciente, y a mí me parecía que el tiempo transcurría con una lentitud insoportable.

Finalmente, me puse en pie y anduve sin hacer ruido, hasta la ventana. Aquel asunto se estaba convirtiendo en una farsa. Y empecé a preocuparme por mi amigo. Si había de fracasar, hubiese preferido que fuera de una manera menos ridícula. Desde la ventana contemplé el vaporcito correo, que lanzaba columnas de humo mientras se deslizaba junto al muelle.

De pronto me sobresaltó la voz inconfundible de mi amigo Poirot.

Mes amis! ¡Empecemos ya!

Me volví. En mi amigo se había verificado una gran transformación. Sus ojos brillaban excitados y su pecho estaba hinchado hasta el máximo.

—¡He sido un imbécil, amigos míos! Pero al fin he visto la luz del día.

El mayor Norman se apresuró a correr hacia la puerta.

—Pediré el coche.

—No hay necesidad. No voy a utilizarlo. Gracias a Dios que ha cesado el viento.

—¿Quiere decir que irá andando, señor?

—No, mi joven amigo. No soy San Pedro. Prefiero cruzar el mar en barco.

—¿Cruzar el mar?

—Sí. Para trabajar con método hay que comenzar por el principio. Y el principio de este asunto tuvo lugar en Inglaterra. Por lo tanto, regresemos a Inglaterra rápidamente.

A las tres estábamos de nuevo en el andén de la estación de Charing Cross. A todas nuestras protestas, Poirot contestaba una y otra vez que el empezar por el principio no era perder el tiempo, sino el único camino a seguir. Durante el viaje de regreso, había conferenciado con Norman en voz baja, y este último despachó un montón de telegramas desde Dover.

Debido a los pases especiales que llevaba Norman, llegamos a todas partes en un tiempo récord. En Londres nos esperaba un gran coche de la policía con algunos agentes de paisano, uno de los cuales entregó una hoja de papel escrita a máquina a mi amigo, que contestó a mi mirada interrogadora:

—Es una lista de los hospitales de los pueblecitos situados en cierto radio del oeste de Londres. La pedí desde Dover.

Atravesamos rápidamente las calles de Londres, seguimos la carretera de Bath y continuamos por Hammersmith Chihroick y Bentford. Comencé a vislumbrar nuestro objetivo. Pasamos Windsor y nos dirigimos hacia Ascot. El corazón me dio un vuelco. En Ascot vivía una tía de Daniels. Íbamos en su busca y no tras O'Murphy.

Nos detuvimos ante la verja de una villa muy bonita. Poirot se apeó, yendo a pulsar el timbre. Perplejo observé que un ligero ceño ensombrecía su expresión radiante. Era evidente que no estaba satisfecho. Abrieron la puerta, penetró en la casa y a los pocos minutos reapareció, subiendo al coche y haciendo al chófer una señal con la cabeza.

Nuestro viaje de regreso a Londres fue bastante accidentado. Nos desviamos varias veces de la carretera principal, y de vez en cuando nos deteníamos ante pequeños edificios, que fácilmente se adivinaba eran hospitales locales. Poirot sólo pasaba en ellos unos pocos minutos, pero a cada parada iba recuperando su radiante seguridad.

Susurró unas palabras a Norman, a las que éste replicó:

—Sí, si tuerce a la izquierda los encontrará esperando junto al puente.

Enfilamos una carretera secundaria y a la escasa luz del crepúsculo descubrí un automóvil que aguardaba junto a la cuneta, ocupado por dos hombres vestidos de paisano. Poirot se apeó para hablar con ellos, y luego tomamos la dirección norte, seguidos muy de cerca por el otro automóvil.

Continuamos avanzando; por lo visto nuestro objetivo era uno de los suburbios del norte de Londres. Al fin hicimos alto ante la puerta de una casa algo apartada de la carretera.

Norman y yo nos quedamos en el automóvil y Poirot, con uno de los detectives, fue hasta la casa y llamó. Le abrió la puerta una doncella, y el detective le dijo:

—Soy policía y tengo orden de registrar esta casa.

La muchacha lanzó un grito y una mujer alta y hermosa apareció tras ella en el recibidor.

—Cierra la puerta inmediatamente, Edith. Deben de ser ladrones.

Mas Poirot apresuróse a introducir el pie entre la hoja de la puerta y el marco al tiempo que lanzaba un silbido.

Norman y yo pasamos cinco minutos maldiciendo nuestra forzada inactividad. Al fin la puerta volvió a abrirse, y nuestros hombres salieron escoltando a tres personas.... una mujer y dos hombres. La mujer y uno de los hombres fueron llevados en seguida al otro automóvil.

—Amigo mío —dijo Poirot haciendo subir a nuestro coche al otro detenido—, cuida muy bien a este caballero. Le conoce ya, ¿no? Eh bien, permítame que le presente a monsieur O'Murphy.

¡O'Murphy! Le contemplé boquiabierto mientras el coche volvía a reemprender la marcha. No iba esposado, pero no imaginé que tratara de escapar, sería imposible.

Ante mi sorpresa, seguimos en dirección norte. ¡No regresábamos, pues, a Londres! De pronto, cuando el automóvil aminoró la marcha, vi que nos encontrábamos cerca del aeródromo Hendon. E inmediatamente comprendí la idea de Poirot. Se proponía ir a Francia en avión.

Era buena la idea. Pero, al parecer, impracticable. Un telegrama hubiera sido mucho más rápido. El tiempo lo era todo.

Al detenernos se apeó el mayor Norman y su puesto fue ocupado por un hombre vestido de paisano. Estuvo conferenciando con Poirot por espacio de unos minutos, y luego partió a toda prisa.

Yo también me apeé del automóvil y agarré a Poirot por un brazo.

—¡Le felicito! ¿Le han dicho dónde lo tienen escondido? Pero, escuche, debe telegrafiar a Francia en seguida. Si va usted personalmente será demasiado tarde.

Poirot me contempló con curiosidad por espacio de un minuto.

—Por desgracia, amigo mío, hay algunas cosas que no puede resolverlas un telegrama.

En aquel momento regresaba el mayor Norman acompañado de un joven oficial con el uniforme del Cuerpo de Aviación.

—Éste es el capitán Lyall, quien le llevará a Francia. Puede partir en seguida.

—Abríguese bien, señor —dijo el joven piloto—. Puedo prestarle un abrigo si quiere.

Poirot estaba consultando un enorme reloj mientras murmuraba para sí:

—Sí, hay tiempo.... el tiempo preciso. —Luego, alzando los ojos, se inclinó cortésmente ante el oficial—. Gracias, monsieur. Pero no soy su pasajero, sino ese caballero que está ahí.

Al hablar se hizo a un lado y de la oscuridad salió una figura...; el otro detenido que había ido en el otro coche y cuando contemplé su rostro lancé una exclamación de sorpresa.

¡Era el Primer Ministro!

—Por amor de Dios, ¡cuéntemelo todo! —exclamé impaciente, cuando Poirot, Norman y yo regresamos a Londres—. ¿Cómo diablos se las arreglaron para volverle a Inglaterra?

—No hubo necesidad de ello —replicó Poirot secamente—. El Primer Ministro nunca abandonó Inglaterra. Le secuestraron cuando regresaba a Londres desde Windsor.

¿Qué...?

—Lo explicaré. El Primer Ministro se hallaba en su automóvil, y junto a él su secretario. De pronto le acercaron al rostro un trozo de algodón empapado en cloroformo.

—Pero, ¿quién?

—El inteligente políglota capitán Daniels. Tan pronto como el Primer Ministro quedó inconsciente, Daniels, cogiendo el tubo acústico, ordenó a O'Murphy que torciese a la derecha, cosa que éste hizo sin sospechar nada. Unos metros más allá aguardaba un coche que al parecer ha sufrido una avería. El conductor hace señas a O'Murphy para que se detenga. O'Murphy aminora la marcha y el desconocido se aproxima. Daniels se asoma por la ventana y probablemente con la ayuda de un anestésico fulminante, tal como cloruro de etilo, repiten el truco del cloroformo. A los pocos segundos los dos hombres indefensos son trasladados a otro automóvil y un par de sustitutos ocupan su puesto.

—¡Imposible!

Pas de tout! ¿No ha visto usted las imitaciones de celebridades que se realizan en los music-hall con maravillosa fidelidad? Nada más fácil que personificar a un personaje público. El Primer Ministro de Inglaterra es más fácil de imitar que un tal señor John Smith de Clapaham, pongo por ejemplo. Y en cuanto al «doble» de O'Murphy, nadie iba a reparar mucho en él hasta después de la partida del Primer Ministro, y entonces ya habrían procurado no dejarse ver. Y directamente desde Charing-Cross se dirige al lugar de reunión de sus amigos. Penetra en él como O'Murphy, pero sale completamente distinto. O'Murphy ha desaparecido, dejando tras sí una estela de sospechas muy conveniente.

—¡Pero el hombre que representaba al Primer Ministro fue visto por todo el mundo!

—No fue visto por nadie que le conociera íntimamente. Y Daniels procuró que tuviera el menor contacto posible con todo el mundo. Además, llevaba el rostro vendado, y cualquier anomalía en sus ademanes se hubiera atribuido al shock producido por el reciente atentado contra su vida. El señor MacAdam tiene la garganta muy sensible y antes de pronunciar un discurso procuraba hablar lo menos posible. Allí hubiera sido prácticamente imposible.... de modo que el Primer Ministro desaparece. La policía de este país se apresura a cruzar el Canal y nadie se preocupa por conocer los detalles del primer atentado. Y para mantener la ilusión de que el secuestro ha tenido lugar en Francia, Daniels es amordazado y cloroformizado a un tiempo de manera convincente.

—¿Y el hombre que ha representado el papel de Primer Ministro?

—Se libra de su disfraz. Él y el falso chófer pueden ser detenidos como sospechosos, pero nadie puede soñar siquiera el verdadero papel que han representado en el drama, y habrán de libertarlos por falta de pruebas.

—¿Y el verdadero Primer Ministro?

—ÉI y O'Murphy fueron conducidos directamente a la casa de la «señora Everard», en Hampstead, la supuesta tía de Daniels. En realidad, es frau Bertha Ebenthal, a la que la policía andaba buscando desde hacía tiempo. Es un valioso regalo que tengo que hacerles... para no mencionar a Daniels. ¡Ah, fue un plan muy inteligente, pero no contaron con la clarividencia de Hércules Poirot!

Creo que mi amigo podía haberse ahorrado aquella expansión de vanidad.

—¿Cuándo empezó a sospechar la verdad sobre la cuestión?

—Cuando empecé a trabajar como es debido... desde dentro. ¡No podía comprender qué relación tenía el primer atentado.... pero cuando vi el resultado fue que el Primer Ministro tuvo que ir a Francia con el rostro vendado... empecé a ver claro! Y cuando visité todos los hospitales situados entre Windsor y Londres y descubrí que nadie que respondiera a mi descripción había sido curado y vendado en ellos, no tuve la menor duda. ¡Al fin y al cabo fue un juego de niños para una inteligencia como la mía!

A la mañana siguiente Poirot me enseñó un telegrama que acababa de recibir. No llevaba referencias de origen ni firma alguna. Decía así:

«A tiempo.»

A última hora de la tarde los periódicos publicaron un resumen de la Conferencia de los Aliados, haciendo resaltar la importancia de la magnífica ovación dedicada al señor David MacAdam, cuyo inspirado discurso había producido una profunda impresión.

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