Capítulo II



Tragedia en Marsdon Manor

Había tenido que ausentarme de la ciudad durante unos días y a mi regreso encontré a Poirot preparando su maleta.

A la bonne heure, Hastings. Temía que no llegara a tiempo de acompañarme.

—¿Ha sido llamado para encargarse de algún caso?

—Sí, aunque me veo obligado a reconocer que aparentemente no resulta muy prometedor. La Compañía de Seguros Unión del Norte me ha pedido que investigue la muerte de un tal señor Maltravers, que pocas semanas atrás aseguró su vida por la enorme suma de cincuenta mil libras.

—¿Sí? —dije muy interesado.

—Desde luego, en la póliza figuraba la cláusula acostumbrada referente al suicidio. En el caso de que se suicidara antes del año se perderían todos los derechos a cobrar la prima. El señor Maltravers fue examinado a conciencia por el propio médico de la Compañía, y a pesar de que era un hombre que había dejado atrás la primavera de su vida, gozaba de una salud perfecta. No obstante, el miércoles pasado o sea, anteayer... su cadáver fue encontrado en los alrededores de su casa de Essex, Marsdon Manor, y su muerte fue atribuida a una hemorragia interna. Eso no tendría nada de particular a no ser por los siniestros rumores que circulan con respecto a la posición económica del señor Maltravers en los últimos tiempos , y la Unión del Norte ha descubierto sin duda posible que el caballero estaba al borde de la ruina. Eso lo altera todo considerablemente. Maltravers tenía una esposa muy bonita y joven y se insinúa que recogió todo el dinero en efectivo que pudo para pagar la póliza del seguro de vida en favor de su esposa y luego se suicidó. Eso no es raro. Ha habido muchos casos semejantes. De todas formas, Alfred Wright, que es el director de la Unión del Norte, me ha pedido que investigue este caso; pero, como yo le he dicho, no tengo grandes esperanzas de lograr el éxito. Si la causa de la muerte hubiera sido un fallo del corazón, me sentiría más confiado. Muchas veces ése es el diagnóstico de los médicos rurales cuando no saben de qué murió en realidad su paciente, pero una hemorragia parece algo bastante definitivo. No obstante, podemos hacer algunas averiguaciones necesarias. Hastings, tiene usted cinco minutos para preparar su maleta y luego tomaremos un taxi hasta la calle Liverpool.

Una hora más tarde nos apeábamos del tren del Este en la pequeña estación de Marsdon Leigh. Al preguntar nos informaron de que Marsdon Manor estaba sólo a una milla de distancia. Poirot decidió que fuésemos andando, y emprendimos la marcha por la calle principal.

—¿Cuál es nuestro plan de campaña? —le pregunté.

—Primero iremos a ver al médico. Tengo entendido que sólo hay uno en Marsdon Leigh. El doctor Ralph Bernard. Ah, ahí está su casa.

La casa en cuestión era mayor que las otras y hallábase algo separada de la carretera. Una placa de metal ostentaba el nombre del doctor. Cruzamos el patio e hicimos sonar el timbre.

Tuvimos suerte. Era la hora de consulta y en aquel momento no había ningún enfermo esperando ser recibido por el doctor Bernard. Éste era un hombre de cierta edad, de hombros altos un tanto encorvados, y de modales agradables.

Poirot, tras presentarse, le puso al corriente del motivo de su visita, agregando que la Compañía de Seguros tenía que investigar a fondo los casos como aquél.

—Claro, claro —dijo el doctor Bernard—. Supongo que siendo un hombre tan rico tendría la vida asegurada por una gran suma...

—¿Le consideraba usted un hombre rico, doctor?

El médico pareció bastante sorprendido.

—¿No lo era? Tenía dos coches, y Marsdon Manor es una finca muy hermosa y debe costar mucho mantenerla, aunque creo que la compró muy barata.

—Tengo entendido que últimamente experimentó considerables pérdidas —dijo Poirot observando fijamente al doctor.

Sin embargo, este último limitóse a menear la cabeza tristemente.

—¿Ah, sí? Vaya. Entonces su esposa tiene suerte de que hubiera asegurado su vida. Es una joven muy hermosa y encantadora, aunque está muy postrada por ésta desgracia. La pobrecilla es un manojo de nervios. Yo he procurado simplificar las cosas todo lo posible, pero el golpe ha sido fuerte.

—¿Había usted atendido recientemente al señor Maltravers?

—Mi querido amigo, yo nunca le atendí.

—¿Qué?

—Tengo entendido que el señor Maltravers era un Christian Scientist[1] o algo parecido.

—¿Pero usted examinó su cadáver?

—Desde luego. Vino a buscarme uno de los jardineros.

—¿Y la causa de la muerte era clara?

—Sí. Tenía sangre en los labios, pero la mayor parte de la hemorragia debió ser interna.

—¿Le encontraron en el mismo lugar donde murió?

—Sí. El cadáver no había sido tocado. Se hallaba tendido en el borde de una plantación. Evidentemente había ido a cazar cornejas, porque junto a él había un pequeño rifle. La hemorragia debió sobrevenirle de repente. Úlcera gástrica seguramente.

—¿No cabe la posibilidad de que le disparasen?

—¡Mi querido amigo!

—Le ruego me perdone —replicó Poirot humildemente—. Pero si no me falla la memoria, en un reciente asesinato, el doctor primero diagnosticó un ataque cardíaco... y luego tuvo que rectificar cuando vieron que el cadáver tenía una herida en la cabeza.

—No encontrará heridas de bala en el cadáver del señor Maltravers —contestó el doctor Bernard secamente—. Ahora, señores, si no desean nada más.

Comprendimos la indirecta.

—Buenos días y muchísimas gracias, doctor, por haber contestado tan amablemente a nuestras preguntas. A propósito. ¿No ve usted necesidad de practicar la autopsia?

—Desde luego que no. La causa de la muerte está bien clara, y en mi profesión procuramos no molestar innecesariamente a los familiares de un paciente fallecido.

Y el doctor nos dio con la puerta en las narices.

—¿Qué opina usted del doctor Bernard, Hastings? —preguntó Poirot cuando emprendimos el camino del Manor.

—Que es bastante mula.

—Exacto. Sus juicios acerca del carácter de los demás son siempre profundos, amigo mío.

Le miré intranquilo, pero parecía hablar muy en serio. Sin embargo, sus ojos parpadearon al agregar:

—Es decir, ¡cuando no se trata de una mujer bonita!

Le miré fríamente.

Cuando llegamos a la finca, nos abrió la puerta una doncella de media edad. Poirot le entregó su tarjeta y una carta de la Compañía de Seguros para la señora Maltravers. Nos hizo pasar a una salita y se retiró para avisar a su señora. Transcurrieron unos diez minutos antes de que se abriera la puerta para dar paso a una figura esbelta vestida de luto.

—¿Monsieur Poirot? —dijo con desmayo.

—¡Madame! —Poirot, poniéndose galantemente de pie, apresuróse a acercarse a ella—. No puedo decirle cuánto lamento tener que molestarla. Pero qué quiere usted. Les affaires... no saben lo que es la compasión...

La señora Maltravers le permito que la acompañara hasta una silla. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto, pero ni esta alteración temporal conseguía empañar su extraordinaria belleza. Tendría unos veintisiete o veintiocho años, era muy rubia, de grandes ojos azules y boca infantil.

—Se trata de algo referente al seguro de mi marido, ¿no? Pero, ¿precisamente tienen que molestarme ahora tan pronto?

—Valor, mi querida señora. ¡Valor! Su difunto esposo aseguró su vida por una enorme suma, y en tales casos la Compañía siempre tiene que aclarar algunos detalles. Me han dado poderes para que les represente. Puede estar segura de que haré todo lo posible por evitarle molestias desagradables. ¿Querría referirme brevemente los tristes acontecimientos del miércoles?

—Me estaba cambiando para tomar el té cuando subió la doncella... uno de los jardineros acababa de llegar a la casa. Había encontrado...

Su voz se apagó y Poirot le acarició una mano.

—Comprendo. ¡Es suficiente! ¿Había visto usted a su esposo aquella tarde?

—Desde la hora de comer no volví a verle. Yo había ido al pueblo a comprar unos sellos, y creo que él estuvo cazando por estos alrededores.

—¿Tirando a las cornejas, no es eso?

—Sí, solía llevarse el rifle pequeño, y oí un par de disparos lejanos.

—¿Dónde está ahora el rifle?

—Creo que en el vestíbulo.

Nos guió hasta allí y entregó el arma a Poirot, que la examinó a conciencia.

—Veo que el rifle fue disparado dos veces —observó al devolvérselo—. Y ahora, madame, si me permitiera ver...

Se detuvo con suma delicadeza.

—La doncella le acompañará —murmuró, volviendo la cabeza.

Poirot y la doncella se dirigieron al piso de arriba. Yo permanecí con la bella e infortunada joven. No sabía si hablar o permanecer callado. Hice un par de comentarios, a los que ella contestó en tono ausente, y a los pocos minutos mi amigo se reunía con nosotros.

—Le doy las gracias por toda su gentileza, madame —dijo—. No creo que sea preciso volver a molestarla por este asunto. A propósito, ¿sabe usted algo de la posición económica de su esposo?

—Nada en absoluto. Soy muy tonta para los negocios.

—Ya. ¿Entonces no puede darnos ninguna pista acerca de por qué decidió asegurar su vida tan de repente? Tengo entendido que no lo había hecho nunca.

—Bueno, llevábamos casados poco más de un año. Pero, en cuanto el porqué aseguró su vida, fue porque estaba completamente convencido de que no viviría mucho. Tenía un invencible presentimiento sobre su propia muerte. Supongo que habría tenido alguna hemorragia, y sabría que otra podría ser fatal. Yo traté de disipar sus temores, pero sin resultado. ¡Cielos, cuánta razón tenía!

Y con lágrimas en los ojos nos despidió. Poirot hizo un gesto característico mientras echábamos a andar por el camino.

Eh bien, ¡eso es! Regresemos a Londres, amigo mío, parece que aquí no hay gato encerrado. Y no obstante...

—Y no obstante, ¿qué?

—¡Una ligera discrepancia, eso es todo! ¿Lo ha observado usted? ¿No? Sin embargo, la vida está llena de discrepancias y no cabe duda de que ese hombre no pudo suicidarse... no hay veneno capaz de llenar su boca de sangre. No, no; debo resignarme a pensar que todo está claro y libre de sospechas... pero.... ¿qué es esto?

Un héroe alto se acercaba por el camino. Pasó junto a nosotros sin inmutarse. Yo noté que era bien parecido, con un rostro limpio y bronceado que hablaba de una vida en un clima tropical. Un jardinero que estaba barriendo las hojas se detuvo unos instantes para descansar y Poirot se dirigió rápidamente hacia él.

—Dígame, por favor, ¿quién es ese caballero? ¿Le conoce?

—No recuerdo su nombre, señor, aunque alguna vez lo he oído.

—La semana pasada estuvo aquí una noche. El martes.

—De prisa, mon ami, sigámosle.

Nos apresuramos tras el hombre que se alejaba. Al ver una figura de negro en la terraza lateral de la casa avanzó hacia ella y nosotros tras él, de modo que fuimos claros testigos de aquel encuentro que nos salió al paso de improviso.

La señora Maltravers se quedó como clavada en el suelo y su rostro palideció intensamente.

—¿Tú? —exclamó—. Pensé que estabas navegando... camino de África...

—Recibí ciertas noticias de mis abogados que me han retenido —explicó el joven—. Mi anciano tío que vivía en Escocia falleció inesperadamente y me dejó algún dinero. Dadas las circunstancias creí conveniente cancelar mi pasaje. Luego leí la triste noticia en el periódico y he venido para ver si puedo ayudarte en algo. Tal vez desees que a alguien cuide de todo esto durante algún tiempo.

En aquel preciso instante advirtieron nuestra presencia. Poirot se adelantó y deshaciéndose en excusas explicó que había dejado su bastón en el vestíbulo. De bastante mala gana, o por lo menos así me lo pareció, la señora Maltravers hizo las presentaciones oportunas.

—Monsieur Poirot. El capitán Black.

Durante la breve charla, Poirot averiguó que el capitán Black se hospedaba en la Posada del Ancla. El bastón no había aparecido (lo cual no es de extrañar), y Poirot y yo nos marchamos tras nuevas disculpas.

Regresamos al pueblo a buen paso y Poirot quiso que fuéramos a la Posada del Ancla.

—Aquí nos instalamos hasta que vuelva el capitán —explicó—. ¿Se ha fijado usted en que puse de relieve que íbamos a regresar a Londres en el primer tren? Es posible que usted pensase que era así. Pues no... ¿Observó el rostro de la señora Maltravers al ver al joven Black? Evidentemente se sorprendió y él... eh bien, él estuvo muy cariñoso, ¿no le parece? Y vino aquí el martes por la noche... o sea, el día antes de que muriera el señor Maltravers. Tenemos que investigar las andanzas del capitán Black, Hastings.

Durante media hora espiamos la llegada de nuestro hombre a la posada. Poirot salió a su encuentro acosándole y al fin le trajo a la habitación que habíamos reservado.

—Le he estado explicando al capitán Black la misión que nos trae aquí —dijo Poirot—. Puede usted comprender, monsieur le capitaine, que deseo conocer el estado de ánimo del señor Maltravers antes de su muerte, y que al mismo tiempo no quisiera molestar a la señora Maltravers haciéndole preguntas dolorosas. Usted estuvo aquí el día antes de la desgracia, y puede darnos una información igualmente valiosa.

—Haré todo lo que me sea posible por ayudarles, se lo aseguro —replicó el joven militar—, pero no observé nada de extraordinario. Comprenda, aunque Maltravers era un amigo de mi familia, yo apenas le conocía.

—¿Cuándo vino usted?

—El martes por la tarde. Regresé a la ciudad a primera hora de la mañana del miércoles, ya que mi barco salía de Tilbury a eso de las doce. Pero ciertas noticias que recibí me hicieron variar mi plan, y me atrevo a asegurar que ustedes ya me oyeron explicárselo a la señora Maltravers.

—¿Tengo entendido que regresaba usted a África, capitán?

—Sí. He estado allí desde la guerra... un gran país.

—Exacto. ¿De qué hablaron durante la cena del martes?

—Oh, no lo sé. Se habló de los tópicos corrientes. Maltravers me preguntó por mi familia, luego discutimos la cuestión de la reconstrucción de Alemania, y la señora Maltravers me hizo muchas preguntas sobre África Oriental. Yo les conté un par de anécdotas... y creo que esto fue todo.

—Gracias.

Poirot guardó silencio unos instantes y al cabo dijo amablemente:

—Con su permiso, me agradaría ensayar un pequeño experimento. Usted nos ha dicho todo lo que sabe su consciente. Ahora deseo interrogar a su subconsciente.

—¿Qué? ¿Psicoanálisis? —exclamó Black, visiblemente alarmado.

—¡Oh, no! —repuso Poirot tranquilizándole—. Verá, se trata de lo siguiente: yo le digo una palabra, usted responde con otra, y así sucesivamente. Cualquier palabra, la primera que se le ocurra. ¿Quiere que empecemos?

—De acuerdo —repuso Black despacio, aunque intranquilo.

—Anote las palabras, haga el favor, Hastings —dijo Poirot. Luego sacó su enorme reloj de bolsillo y lo dejó encima de la mesa—. Vamos a empezar. Día.

Hubo una pausa momentánea y al fin Black replicó:

Noche.

Poco a poco sus respuestas fueron más rápidas.

—Nombre —dijo Poirot.

Lugar.

—Bernard.

Shaw.

—Martes.

Cena

—Viaje.

Barco.

—País.

Uganda.

—Historia.

Leones.

—Rifle corto.

Finca.

—Disparo.

Suicidio.

—Elefante.

Colmillos.

—Dinero.

Abogados.

—Gracias, capitán Black. Tal vez pueda usted concederme unos minutos dentro de media hora...

—¡Desde luego! —El militar le miró con curiosidad, secándose la frente mientras se levantaba.

—Y ahora, Hastings —me dijo Poirot sonriente cuando hubo cerrado la puerta tras él—. Lo comprende usted todo, ¿no es cierto?

—No sé a qué se refiere.

—¿Es que no le dice nada esa lista de palabras?

La repasé, pero me vi obligado a negar con la cabeza.

—Le ayudaré. Para empezar, Black contestó bien dentro del límite normal; sin pausas, de modo que podemos deducir que no tenía conciencia de culpabilidad y por lo tanto nada que ocultar. «Día» y «Noche», «Lugar» y «Nombre» son asociaciones normales. Empecé a trabajar con la palabra «Bernard», que pudo haberle sugerido el médico de la localidad de haber tenido contacto con él. Es evidente que no fue así. Después de nuestra reciente conversación dijo como respuesta «Cena» a mi «Martes», pero «Viaje» y «País» fueron contestados con «Barco» y «Uganda», demostrando claramente lo que le trajo aquí. «Historia» le recuerda una de las anécdotas sobre la caza del «León» que estuvo contando durante la cena. Seguí con la palabra «Rifle corto» y responde inesperadamente «Finca». Y cuando digo «Disparo» contesta sin dilación «Suicidio». La asociación parece clara. Un hombre que él conoce se ha suicidado con un rifle corto en una finca. Recuerde también que su mente sigue recordando las historietas que contó en la cena, y creo que estará de acuerdo conmigo en que no puedo andar muy lejos de la verdad si le pido al capitán Black que me repita esa historia sobre un suicidio particular que contó la noche del martes.

Black no tuvo el menor inconveniente. —Sí, ahora que lo pienso —dijo— les conté esa historia. Un individuo se suicidó en una finca pegándose un tiro. Lo hizo apuntando el rifle al paladar y la bala se alojó en su cerebro. Los médicos estaban intrigadísimos... no había nada que lo indicase excepto un poco de sangre en sus labios. Pero ¿qué...? —el capitán se detuvo.

—¿Qué tiene esto que ver con el señor Maltravers? Veo que ignora que había un rifle corto junto al cadáver.

—¡Quiere usted decir que mi historia le dio la idea... ah, es horrible!

—No se atormente... hubiera sido igual, de un modo u otro. Bien, tengo que telefonear a Londres cuanto antes.

Poirot sostuvo una larga conversación por teléfono, y regresó pensativo. Salió solo aquella tarde, y a las siete me anunció que no podía resisitr más y que iba a comunicar la noticia a la joven viuda, a quien yo había entregado toda mi simpatía sin la menor reserva. Quedarse sin un céntimo, y con el conocimiento de que su marido se había suicidado para asegurar su futuro, es una carga muy pesada para cualquier mujer. Sin embargo, yo abrigaba la secreta esperanza de que el joven Black pudiera consolarla después de pasados los primeros momentos de pesar. Era evidente que la admiraba muchísimo.

Nuestra entrevista con la dama fue muy dolorosa. Se negó a creer los hechos que Poirot le presentaba, y cuando al fin se convenció rompió a llorar amargamente. El examen del cadáver hizo que se confirmaran nuestras sospechas. Poirot lo lamentó muchísimo por la pobre señora, pero, al fin y al cabo, trabajaba para la Compañía de Seguros, y, ¿qué podía hacer? Cuando ya se disponía a marchar le dijo a la señora Maltravers con toda amabilidad:

—¡Madame!, ¡usted debía haber sabido que la muerte no fue natural!

—¿Qué quiere decir? —preguntó con los ojos muy abiertos.

—¿Ha tomado parte alguna vez en sesiones de espiritistas? Usted es una buena médium.

—Madame, he visto cosas muy extrañas. ¿Sabe usted que en el pueblo se dice que esta casa está encantada?

Ella asintió y en aquel momento la doncella anunció que la cena estaba servida.

—¿No quieren ustedes quedarse a tomar algo?

Aceptamos agradecidos y pensando que tal vez nuestra presencia distrajera un tanto sus tristes pensamientos.

Acabábamos de terminar la sopa cuando se oyó un grito detrás de la puerta y ruido de loza rota. Nos pusimos en pie de un salto al tiempo que aparecía la doncella con la mano sobre el corazón.

—Era un hombre... en mitad del pasillo.

Hércules Poirot corrió fuera del comedor regresando rápidamente.

—No hay nadie.

—¿No, señor? —dijo la doncella con voz débil—. ¡Oh, me he llevado un susto!

—¿Pero por qué?

—Creí... que era el señor... se parecía a él.

Vi que la señora Maltravers se sobresaltaba, y sin darme cuenta me acordé de la superstición que asegura que un suicida no puede descansar. Ella también debió pensarlo, estoy seguro, ya que un minuto más tarde cogió del brazo a Poirot lanzando un doloroso grito.

—¿Ha oído? ¿Esos golpes en la ventana? Así es cómo solía llamar cuando pasaba junto a la casa.

—Es la hiedra —dije yo—. El viento la hace golpear contra el marco.

Pero cierto nerviosismo se iba apoderando de todos nosotros. La doncella estaba descompuesta, y cuando la cena hubo terminado la señora Maltravers suplicó a Poirot que no se marchase en seguida. Temía quedarse sola, y permanecimos sentados en la salita. El viento iba aumentando y gemía alrededor de la casa de un modo aterrador. Por dos veces se abrió la puerta lentamente, y cada vez la viuda se agarraba a mí despavorida.

—¡Ah, pero esa puerta está embrujada! —exclamó Poirot irritado. Y levantándose la cerró una vez más, dando luego vuelta a la llave—. ¡La cerraré con llave, así!

—No lo haga —dijo la señora Maltravers—, si ahora volviera a abrirse...

Y mientras hablaba ocurrió lo imposible. La puerta volvió a abrirse, poco a poco. Yo no podía ver el pasillo desde donde estaba, pero Poirot y ella sí. Con un estremecimiento volvióse hacia él.

—¿Le ha visto... ahí en el pasillo? —exclamó impresionada.

Él la miraba con extrañeza y al fin meneó la cabeza.

—Le he visto era mi esposo tiene que haberle visto usted también.

—Madame, yo no vi nada. Usted no está bien... está alterada...

—Estoy perfectamente bien. Yo... ¡Oh, Dios mío!

De pronto, sin previo aviso, las luces oscilaron y se apagaron. En la oscuridad sonaron tres fuertes golpes, y pude oír un gemido de la señora Maltravers.

¡Y entonces... le vi!

El hombre que había visto en la cama de arriba estaba allí de pie, rodeado de una luz fantasmal. Tenía los labios manchados de sangre y la mano derecha extendida, señalando. De pronto una luz brillante pareció salir de su mano y pasando ante Poirot y ante mí cayó sobre la señora Maltravers. ¡Vi su rostro pálido de terror y algo más!

—¡Cielos, Poirot! —exclamé—. Mire su mano, su mano derecha. ¡Está roja!

Ella bajó los ojos para mirarla e inmediatamente cayó al suelo.

—Sangre —exclamó con voz histérica—. Sí, es sangre. Yo le maté. Yo lo hice. Puse mi mano en el gatillo y apreté. ¡Sálveme... sálveme! ¡Ya vuelve!

Su voz se apagó en un sollozo.

—Luces —dijo Poirot.

Y las luces se encendieron como por arte de magia.

—Eso es —continuó—. ¿Ha oído usted, Hastings? ¿Y usted, Everett? Oh, a propósito, éste es el señor Everett, un buen artista de teatro. Le telefoneé esta tarde, su caracterización es buena, ¿verdad? Idéntico al difunto, y con una linterna y el fósforo necesario ha dado la impresión adecuada. Yo que usted no le tocaría la mano derecha, Hastings. La pintura roja mancha mucho. Cuando se apagaron las luces cogí la mano de la señora Maltravers, ¿comprende? A propósito, no debemos perder nuestro tren. El inspector Japp está fuera, detrás de la ventana. Una mala noche... pero ha podido entretenerse golpeándola de vez en cuando.

«¿Comprende? —continuó Poirot mientras caminábamos contra el viento y la lluvia—, había una ligera discrepancia. El doctor creía que el difunto era un Christian Scientist, y ¿quién pudo habérselo dicho sino la señora Maltravers? Pero ante nosotros ésta simuló que su esposo estaba muy preocupado por su salud. ¿Y por qué le sorprendió tanto el regreso del joven Black? Y por último, aunque sé que los convencionalismos exigen que una mujer guarde luto riguroso por su marido, no creo que sea necesario pintarse tanto los párpados de oscuro. ¿No se fijó usted, Hastings? ¿No? Como siempre le he dicho, ¡usted no ve nada!

Bien, así fue. Caben dos posibilidades. ¿La historia de Black sugirió al señor Maltravers una idea ingeniosa para suicidarse, o bien su otro oyente, la esposa, vio un sistema igualmente original de cometer un crimen? Yo me inclino por lo último. Para disparar en la posición inclinada, probablemente hubiera tenido que apretar el gatillo con el pie... o por lo menos eso imagino. Ahora bien, si el señor Maltravers hubiera sido encontrado con un pie descalzo, es seguro que lo hubiéramos sabido. Un detalle así no pasa inadvertido.

—No, como le digo, me sentí inclinado a considerarlo un caso de asesinato y no un suicidio, pero comprendí que no tenía la menor prueba en qué basar mi teoría. De ahí la comedia que ha visto representar con gran detalle, esta noche.

—Incluso ahora no veo todos los detalles del crimen —dije.

—Empecemos por el principio. Aquí tenemos una mujer astuta y calculadora, que conociendo la débâcle económica de su esposo, con quien se casó por interés, le induce a que asegure su vida a su favor por una fuerte suma y luego busca el medio de quitarlo de en medio. Una casualidad se lo ofrece... la extraña historia del joven militar. A la tarde siguiente, cuando supone que monsieur le capitaine está ya en alta mar, pasea con su esposo por los alrededores. «¡Qué historia más curiosa la de ayer noche!” —comenta—, «¿Es posible que un hombre pueda matarse de ese modo? Demuéstramelo si es posible!» El pobre tonto... la complace. Mete el cañón del rifle en su boca. Ella se agacha y pone el dedo en el gatillo riendo. «Y ahora —le dice con gran desfachatez—, ¿supón que apretase el gatillo?»

»Y entonces... y entonces, Hastings... ¡lo apretó!

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