Capítulo X
La aventura del noble italiano
Poirot y yo teníamos muchos amigos y conocidos de confianza. Entre ellos he de mencionar al doctor Hawker, un vecino nuestro, perteneciente a la profesión médica. El doctor Hawker tenía la costumbre de venir algunas veces a charlar con Poirot, de cuyo genio era un ferviente admirador, ya que siendo franco y confiado hasta un grado máximo apreciaba en el detective los talentos que a él le faltaban.
Una noche, a principios de junio, llegó a eso de las ocho y media y entabló una discusión sobre el alegre tema de la frecuencia del envenenamiento con arsénico en los crímenes. Debió ser cosa de una hora más tarde cuando se abrió la puerta de nuestro saloncito, dando paso a una mujer descompuesta que se precipitó hacia nosotros.
—¡Oh, doctor, le necesitan! ¡Qué voz tan terrible! ¡Vaya un susto que me ha dado!
Reconocí en nuestra nueva visitante al ama de llaves del doctor Hawker, la señorita Rider. El doctor era un solterón que vivía en una lúgubre casa antigua unas calles más abajo. La señorita Rider, tan apacible por lo general, estaba ahora en un estado que rayaba en la incoherencia.
—¿Qué voz terrible? ¿De quién es y qué ocurre?
—Fue por teléfono, señor. Yo contesté... y me habló una voz. «Socorro», dijo. «Doctor... ¡socorro! ¡Me han asesinado!” ¿Quien habla?, dije yo. ¿Quién habla? Entonces percibí una respuesta... un mero susurro. Me pareció que decía: «Foscatine...» o algo por el estilo... «Regent's Court».
El doctor lanzó una exclamación.
—El conde Foscatini. Tiene un piso en Regent's Court. Debo ir en seguida. ¿Qué puede haber ocurrido?
—¿Es un paciente suyo? —preguntó Poirot.
—Hace algunas semanas que le atendí por causa de una ligera indisposición. Es italiano, pero habla el inglés a la perfección. Bueno, debo despedirme ya, monsieur Poirot, a menos... —vaciló.
—Creo adivinar lo que está pensando —dijo Poirot con una sonrisa—. Le acompañaré encantado. Hastings, baje a llamar un taxi.
Los taxis siempre desaparecen en cuanto uno anda un tanto apurado de tiempo, pero al fin conseguí capturar uno y no tardamos en encontrarnos camino de Regent's Court. Éste era un nuevo bloque de pisos situado junto a la carretera de St. John Wood. Habían sido recientemente construidos y con gran lujo.
No había nadie en el portal. El doctor presionó el botón del ascensor con impaciencia y cuando éste descendió ordenó al botones uniformado:
—Apartamento 11. Conde Foscatini. Tengo entendido que acaba de ocurrir un accidente.
El hombre le miró extrañado.
—Es la primera noticia. El señor Graves... el criado del conde Foscatini... salió hará una media hora y no dijo nada.
—¿Está el conde solo en el piso?
—No, señor; dos caballeros están cenando con él.
—¿Qué aspecto tienen? —pregunté ansiosamente.
—Yo no les vi, señor, pero tengo entendido que eran extranjeros.
Abrió la puerta de hierro y salimos al descansillo. El número 11 estaba ante nosotros. El doctor hizo sonar el timbre. No hubo respuesta. El doctor insistió una y otra vez; pero nadie dio señales de vida.
—Esto se está poniendo serio —musitó el doctor volviéndose hacia el encargado del ascensor—. ¿Hay alguna llave que abra esta puerta?
—El portero tiene una en la oficina de abajo.
—Vaya a buscarla. Escuche, será mejor que avise a la policía.
El hombre regresó al poco rato acompañado del portero.
—Caballeros, ¿quieren decirme qué significa todo esto?
—Desde luego. He recibido un mensaje telefónico del conde Foscatini declarando que había sido atacado y que se moría, Comprenderá usted que no debemos perder tiempo... si es que no es ya demasiado tarde.
El portero le entregó la llave y penetramos en el piso.
Primero nos encontramos en un recibidor cuadrado muy reducido. A la derecha había una puerta entreabierta y que el portero indicó con un gesto ambiguo.
—El comedor.
El doctor Hawker abrió la puerta y le seguimos pegados a sus talones. Al entrar en la habitación contuve el aliento. La mesa redonda del centro conservaba aún los restos de una comida; las tres sillas estaban un tanto retiradas, como si sus ocupantes acabaran de levantarse. En un rincón, a la derecha de la chimenea, había una mesa escritorio y tras ella un hombre. Su mano derecha seguía sujetando la base del teléfono, pero había caído hacia delante a causa del terrible golpe recibido en la cabeza y por la espalda. El arma no estaba muy lejos. Una gran figura de mármol había sido devuelta apresuradamente a su sitio de costumbre con el pedestal manchado de sangre.
El examen del médico no duró ni un minuto.
—Está muerto. Debe haber sido casi instantáneo. Me pregunto cómo habrá podido telefonear. Es mejor no tocarlo hasta que se presente la policía.
A una sugerencia del portero registramos el piso, pero el resultado nos llevó a una conclusión ya prevista. No era probable que los asesinos se hubieran escondido allí.
Regresamos al comedor. Poirot no nos había acompañado y le encontré estudiando el centro de la mesa con gran atención. Me uní a él. Era una mesa redonda de caoba, muy bien barnizada. Un jarrón con rosas decoraba su centro. Había una fuente con frutas, pero los platos de postre no habían sido tocados... tres tacitas con restos de café, puro en dos de ellas y con leche en la otra. Los tres hombres habían bebido oporto, y la botella aparecía mediada. Uno de ellos había fumado un cigarro puro, y los otros dos cigarros. Una caja de plata y carey conteniendo cigarros y cigarrillos estaba abierta sobre la mesa.
Fui enumerando todos estos factores para mis adentros, viéndome forzado a admitir que no arrojaban ninguna luz sobre la situación. Me pregunté qué es lo que miraba mi amigo Poirot con tanta atención y se lo pregunté.
—Mon ami —replicó—, se equivoca usted. Estoy buscando algo que no veo.
—¿Y qué es ello?
—Un error... aunque sea insignificante.... pero un error cometido por el asesino.
Dirigióse a la pequeña cocina adyacente, y luego de inspeccionarla meneó la cabeza.
—Monsieur —dijo al portero—, ¿quiere explicarme el sistema que emplean aquí para servir las comidas?
El portero abrió una puertecita que había en la pared.—Éste es el montacargas del servicio —explicó—. Va hasta las cocinas situadas en la parte alta del edificio. Se pide lo que se desea por teléfono, y los platos se bajan en el ascensor de uno en uno. Los platos y fuentes sucios se suben de la misma manera. No hay preocupaciones domésticas, ¿comprende?, y al mismo tiempo se evita la molestia de comer siempre en el restaurante.
Poirot asintió.
—Entonces los platos y fuentes utilizados esta noche están arriba, en la cocina. ¿Me permite que suba?
—¡Oh, desde luego, si usted quiere! Robert, el encargado del ascensor, le acompañará para presentarle; pero me temo que no encontrará nada. Allí se manejan cientos de platos y fuentes y estarán todos revueltos.
No obstante, Poirot no desistió y juntos visitamos las cocinas interrogando al hombre que había recibido el encargo del apartamento 11.
—El encargo fue hecho à la carte menu... para tres —explicó—. Sopa julienne, filete de lenguado a la normanda, tournedos de ternera y arroz soufflé. ¿A qué hora? A las ocho, poco más o menos. No, me temo que ahora los platos estarán ya lavados. Supongo que usted esperaría encontrar huellas dactilares.
—No era eso precisamente —dijo Poirot con una sonrisa enigmática—. Me interesaba más conocer el apetito del conde Foscatini. ¿Comió de todos los platos?
—Sí; aunque, claro, no puedo decirle qué cantidad. Los platos estaban todos sucios y las fuentes vacías... es decir, excepto el soufflé de arroz. Dejaron bastante.
—¡Ah! —exclamó Poirot, al parecer satisfecho por aquel detalle.
Mientras volvíamos a bajar observó en voz baja:
—Decididamente tenemos que habérnoslas con un hombre metódico.
—¿Se refiere al asesino o al conde Foscatini?
—Desde luego, este último era un caballero muy ordenado. Después de implorar ayuda y anunciar su próxima defunción, tuvo el cuidado de colgar el teléfono.
Miré a Poirot. Sus palabras me dieron una idea.
—¿Sospecha de algún veneno? —susurré—. El golpe en la cabeza fue para despistar...
Poirot limitóse a sonreír.
Cuando entramos en el apartamento descubrimos que el inspector de policía local había llegado con dos agentes, y pareció molestarle nuestra presencia hasta que Poirot le calmó mencionando a nuestro amigo el inspector Japp de Scotland Yard, y de este modo conseguimos autorización para quedarnos. Fue una suerte, porque no habían transcurrido ni cinco minutos cuando un hombre de mediana edad entró corriendo en la habitación.
Se trataba de Grave, el criado-mayordomo del finado conde Foscatini, y la historia que tenía que contar era sensacional.
La mañana anterior dos caballeros habían ido a visitar a su amo. Eran italianos, y el mayor de los dos, un hombre de unos cuarenta años, dijo llamarse signor Ascanio. El más joven iba bien vestido y tendría unos veinticuatro años.
Evidentemente, el conde Foscatini esperaba su visita y en seguida envió a Graves a hacer algún recado intrascendente. Al llegar a este punto, el criado vaciló e hizo un alto en su relato. No obstante, al fin confesó que, intrigado por el motivo de aquella entrevista, no había obedecido inmediatamente, sino que se entretuvo con la esperanza de oír algo de lo que trataran.
Sostenían la conversación en voz tan baja que no tuvo el éxito esperado, pero sí entendió lo bastante para comprender que estaban discutiendo alguna proposición monetaria y que la base era la amenaza. La discusión no pasó del tono amistoso. Al final, el conde Foscatini, elevando la voz de modo que sus palabras llegaron hasta Graves, que las oyó, dijo claramente:
—Ahora no tengo tiempo para seguir discutiendo, caballeros. Si quieren cenar conmigo mañana a las ocho, continuaremos la discusión.
Temeroso de ser sorprendido escuchando, Graves apresuróse a cumplir el encargo de su amo. Aquella noche los dos hombres llegaron puntualmente a las ocho. Durante la cena se habló de diversos temas.... de política, del tiempo y del mundo teatral. Cuando Graves hubo colocado el oporto sobre la mesa y servido el café, su amo le dijo que podía salir aquella noche.
—¿Era lo que acostumbraba a hacer cuando tenía invitados? —preguntó el inspector.
—No, señor. Eso es lo que me hizo pensar que debían tener que discutir un asunto muy particular.
Ahí terminaba la historia de Graves. Se había marchado con su amigo a las ocho y media y estuvieron en el Metropolitan Music Hall de Edward Road.
Nadie había visto salir a los dos hombres, pero la hora del crimen se fijó con bastante precisión. Las ocho cuarenta y siete. Un pequeño reloj que había sobre el escritorio había caído al suelo arrastrado por el brazo de Foscatini y se había parado a esa hora, que coincidía aproximadamente con la llamada telefónica recibida por la señorita Rider.
El médico de la policía había examinado el cadáver, que ahora yacía en el diván. Por primera vez miré aquel rostro... cutis aceitunado, nariz larga, bigote exuberante y labios carnosos, dejando ver los dientes blanquísimos. No era un rostro agradable.
—Bien —dijo el inspector cerrando la libreta—. El caso parece bastante claro. La única dificultad estará en poder echarle mano al signor Ascanio. Supongo que su dirección no estará en la agenda del difunto, por casualidad.
Como Poirot había dicho, el difunto Foscatini fue un hombre ordenado y encontraron cuidadosamente escrito con su letra precisa y menuda lo siguiente: «Signor Paolo Ascanio, Hotel Grosvenor».
El inspector estuvo unos momentos llamando por teléfono, y al fin volvióse hacia nosotros con una sonrisa.—Llegamos a tiempo. Nuestro hombre acaba de tomar el tren-barco para el Continente. Bien, caballeros, ya no tenemos nada que hacer aquí. Es un mal asunto, pero bastante claro. Probablemente se trata de una de esas venganzas personales italianas.
Mientras bajábamos la escalera, el doctor Hawer dijo:
—Es como el principio de una novela, ¿eh? Realmente excitante. De esas cosas que si se leen no se creen.
Poirot nada dijo; estaba muy pensativo y durante toda la noche apenas despegó los labios.
—¿Qué dice el maestro de los detectives? —preguntóle Hawker dándole una palmada en la espalda—. Esta vez no tiene por qué hacer trabajar a sus células grises.
—¿Usted cree que no?
—¿Qué podría hacer?
—Pues, por ejemplo... hay que tener en cuenta la ventana.
—¿La ventana? Pero si estaba cerrada... Nadie pudo entrar o salir por ella. Me fijé y la observé detenidamente.
—¿Y por qué se fijó usted?
El doctor pareció extrañado y Poirot apresuróse a explicarse.
—Me refiero a las cortinas. No estaban corridas, y eso es un poco extraño. Y luego el color del café. Era muy negro.
—Bien, ¿y qué tiene de particular?
—Era muy negro —replicó Poirot—, y si recordamos que comieron muy poco souffle de arroz llegaremos... ¿a qué conclusión?
—A cualquier desatino —rió el médico—. Me está usted tomando el pelo.
—Yo nunca tomo el pelo, Hastings me conoce y sabe que habla en serio.
—De todas formas no sé adónde quiere usted ir a parar —confesé—. No sospechará del criado, ¿verdad? Podría estar en combinación con la banda y haber echado alguna droga en el café. Supongo que habrán comprobado la coartada.
—Sin duda alguna, amigo mío; pero es la del signor Ascanio la que me interesa. Esa coartada me gustaría conocer.
—¿Usted cree que la tiene?
—Eso es precisamente lo que me preocupa, y no me cabe duda de que pronto lo sabremos.
El Daily Mewsmonger nos permitió comentar otros acontecimientos.
El signor Ascanio fue detenido acusado del asesinato del conde Foscatini, y una vez arrestado negó conocer al conde, declarando que no había estado por los alrededores de Regent's Court ni la noche del crimen ni la mañana anterior. El más joven había desaparecido completamente. El signor Ascanio había llegado al Hotel Grosvenor, procedente del Continente, dos días antes del crimen, y todos los esfuerzos realizados por encontrar al otro hombre fracasaron.
Sin embargo, Ascanio no fue encarcelado. Nada menos que el embajador italiano en persona se había presentado para testificar que Ascanio había estado con él en la Embajada, de ocho a nueve de aquella noche. El detenido quedó en libertad. Claro que mucha gente pensó que se trataba de un crimen político, y que deliberadamente echaron tierra encima.
Poirot se interesó por todos los acontecimientos. No obstante quedé un poco sorprendido cuando me anunció de pronto una mañana que esperaba una visita a las once, y que se trataba nada menos que del propio Ascanio.
—¿Viene a consultarle?
—Du tout, Hastings. Yo quiero consultarle a él.
—¿Sobre qué?
—Sobre el asesinato de Regent's Court.
—¿Va usted a probar que fue él?
—Un hombre no puede ser juzgado dos veces por el mismo crimen, Hastings. Procure tener sentido común. Ah, ésa es la llamada de nuestro hombre.
Pocos minutos después el signor Ascanio era introducido en la estancia,..; un hombre menudo, delgado, de mirada furtiva y recelosa. Permaneció en pie dirigiéndonos miradas furtivas, ora a Poirot, ora a mí.
—¿Monsieur Poirot?
Mi pequeño amigo se señaló el pecho con la mano.
—Siéntese, señor. Ya ha recibido usted mi nota. Estoy decidido a llegar al fondo de este misterio y usted puede ayudarme. Empecemos. Usted... acompañado de un amigo... visitó al difunto conde Foscatini la mañana del martes día nueve...El italiano hizo un gesto de contrariedad.
—Yo no hice nada de eso. He jurado ante el juez...
—Précisement... y tengo la ligera impresión de que ha jurado en falso.
—¿Me amenaza usted? ¡Bah! No tengo nada que temer de usted. He sido absuelto.
—Exacto; y no soy tan imbécil como para amenazarle con la cárcel.... sino con la publicidad. ¡Publicidad! Veo que no le agrada esa palabra. Lo suponía. Mis pequeñas ideas me son muy valiosas. Vamos, signor, su única oportunidad es ser franco conmigo. No le voy a preguntar qué es lo que le trajo a Inglaterra. Ya lo sé: usted vino con el propósito expreso y decidido de ver al conde Foscatini.
—No era conde —gruñó el italiano.
—Ya he observado que su nombre no consta en el Almanach de Gotha. No importa, el título de conde suele ser útil en la profesión de chantajista.
—Creo que lo mejor será hablar claro. Al parecer, sabe usted muchas cosas.
—He utilizado mis células grises. Vamos, signor Ascanio, usted visitó al difunto el martes por la mañana... ¿Es o no cierto?
—Sí, pero no fui allí a la noche siguiente. No hubo necesidad. Se lo contaré todo. Cierta información referente a un hombre de gran posición en Italia llegó a conocimiento de ese canalla, que exigió una gran suma de dinero a cambio de esos papeles. Yo vine a Inglaterra para arreglar este asunto y fui a verle aquella mañana acompañado de uno de los secretarios jóvenes de la Embajada. El conde mostróse más razonable de lo que esperaba, aunque la suma que le entregué era muy crecida.
—Perdone, ¿cómo le fue pagada?
—En billetes de Banco italianos. Se los entregué entonces y él a cambio me dio los papeles. No volví a verle.
—¿Por qué no lo dijo cuando lo detuvieron?
—En mi delicada situación me vi obligado a negar toda relación con ese hombre.
—¿Y qué opina entonces de los acontecimientos de aquella noche?
—Sólo puedo pensar que alguien me suplantó deliberamente. Tengo entendido que en el apartamento no fue encontrado dinero alguno.
Poirot miró meneando la cabeza.
—Es curioso —murmuró—. Todos nosotros poseemos células grises y qué pocos sabemos utilizarlas. Buenos días, signor Ascanio. Creo su historia. Es poco más o menos lo que había imaginado, pero tenía que asegurarme.
Tras acompañar a su visitante hasta la puerta, Poirot volvió a ocupar su butaca, sonriéndome.
—Oigamos lo que opina del caso monsieur le Capitaine Hastings.
—Pero supongo que Ascanio tiene razón.... alguien le suplantó.
—Nunca, pero nunca, aprenderá usted a utilizar la inteligencia que Dios le ha dado. Recuerde alguna de las palabras que pronuncié al salir del apartamento aquella noche. Se referían a las cortinas de la ventana, que no habían sido corridas. Estamos en el mes de junio y a las ocho y media. Ça vous dit quelque chose? Tengo la vaga impresión de que algún día llegará a comprenderlo. Ahora pasamos adelante. El café, como le dije, era muy negro, y el conde Foscatini tenía una dentadura blanquísima. El café mancha los dientes. De ello deducimos que no lo probó. No obstante, había resto de café en las tres tazas. ¿Por qué habían de querer simular que el conde Foscatini había tomado café cuando no era cierto?
Meneé la cabeza, muy sorprendido.
—Vamos, le ayudaré. ¿Qué pruebas tenemos de que Ascanio y su amigo, o dos hombres que los suplantaron, hubieran estado en el departamento aquella noche? Nadie les vio entrar, ni nadie les vio salir. La declaración de un hombre y de una serie de objetos inanimados.
—¿Qué quiere usted decir,..?
—Me refiero a los cuchillos, tenedores, platos y fuentes vacías. ¡Ah, pero fue una idea inteligente! ¡Graves es un ladrón y un granuja, pero un hombre de método! Oye parte de la conversación sostenida aquella mañana... lo bastante para comprender que Ascanio estará en una situación difícil para defenderse, y la noche siguiente, a eso de las ocho, dice a su amo que le llaman al teléfono. Foscatini se sienta, alarga la mano para coger el aparato, y en aquel momento Graves le propina un fuerte golpe con la figura de mármol. Luego acude a toda prisa al teléfono interior y encarga cena... ¡para tres! Prepara la mesa, ensucia los platos, cuchillos, tenedores, etc... Pero también ha de deshacerse de la comida. No sólo es un hombre inteligente, sino que además posee un estómago de gran capacidad. Pero después de comerse tres tournedos, ya no puede con el soufflé de arroz. Incluso se fuma un cigarro puro y dos cigarrillos para que la impresión sea completa. ¡Ah, todo estaba magníficamente planeado! Luego coloca las manecillas del reloj a las ocho cuarenta y siete y lo tiró al suelo para pararlo. Lo único que no hizo fue correr las cortinas. Pero si los tres hubiesen cenado realmente, las cortinas hubiesen sido corridas en cuanto hubiera empezado a anochecer. Después se apresura a mencionar la presencia de los invitados al encargado del ascensor. Corre hasta un teléfono público y lo más cerca posible de las ocho cuarenta y siete telefonea al médico imitando la voz de su amo. Tan acertada fue su idea que nadie se preocupa por comprobar si la llamada fue hecha desde el apartamento número 11.
—Excepto Hércules Poirot, ¿supongo? —dije.
—Ni siquiera Hércules Poirot —dijo mi amigo, sonriendo—. Ahora voy a comprobarlo. Primero tenía que probar mi teoría ante usted. Pero ya verá cómo tengo razón; y luego, Japp, a quien ya he insinuado algo, podrá detener al respetable Graves. Me pregunto cuánto dinero habrá gastado ya.
Poirot tuvo razón.... como siempre, ¡maldita sea!