Capítulo VI



La aventura de la tumba egipcia

Siempre he considerado que una de las aventuras más emocionantes y dramáticas que he compartido con Poirot fue nuestra investigación de la extraña serie de muertes que siguieron al descubrimiento y apertura de la tumba del Rey Men-her-Ra.

Después del descubrimiento de la tumba de Tutankamón por lord Cariarpon, sir John Willard y el señor Bleibner, de Nueva York, prosiguiendo sus excavaciones no lejos de El Cairo, en las proximidades de las pirámides de Gizeh, llegaron inesperadamente a una serie de cámaras funerarias. Su descubrimiento despertó el mayor interés. La tumba parecía ser del Rey Men-her-Ra, uno de esos oscuros reyes de la Octava Dinastía, cuando el Antiguo Reino iba cayendo en la decadencia. Muy poco se conocía acerca de este período y los descubrimientos fueron ampliamente comentados por la Prensa.

No tardó en tener lugar un acontecimiento que causó profunda impresión. Sir John Willard falleció repentinamente de un ataque cardíaco.

Los periódicos más sensacionalistas aprovecharon inmediatamente la oportunidad para revivir todas las leyendas supersticiosas relacionadas con la mala suerte ocasionada por ciertos tesoros egipcios. La desgraciada momia del Museo Británico recobró actualidad, y aunque en el Museo negaban todo lo referente a ella, no obstante disfrutaba de su renovada y discutida popularidad.

Quince días más tarde falleció víctima de un envenenamiento de la sangre el señor Bleibner y pocos días después un sobrino suyo se pegó un tiro en Nueva York. La Maldición de «Men-her-Ra» era el tema del día, y el mágico poder del desaparecido egipcio fue elevado a su punto álgido.

Fue entonces cuando Poirot recibió una breve nota de lady Willard, viuda del fallecido arqueólogo, pidiéndole que fuera a verla a su casa de Kensington Square. Yo le acompañé.

Lady Willard era una mujer alta y delgada, e iba vestida de luto riguroso. Su rostro macilento era un testimonio elocuente de su pena reciente.

—Ha sido muy amable al venir tan pronto, monsieur Poirot.

—Estoy a su servicio, lady Willard. ¿Deseaba consultarme?

—Sé que es usted detective, pero no voy a consultarle sólo como detective. Es usted un hombre de opiniones originales y experiencia; dígame, monsieur Poirot, ¿qué opina usted de lo sobrenatural?

Poirot vaciló un momento antes de contestar. Al parecer estaba reflexionando, y al fin dijo:

—Hablemos claro, lady Willard. No se trata de una pregunta en general, sino personal, ¿no? ¿Usted se refiere a la muerte de su difunto esposo?

—Eso es —confesó.

—¿Desea que investigue las circunstancias de su fallecimiento?

—Quiero que se descubra lo que es sólo palabrería de la Prensa y lo que tiene de base cierta. Tres muertes, monsieur Poirot.... explicables consideradas aisladamente, pero que juntas constituyen una coincidencia demasiado increíble, y todo en el plazo de un mes de haber abierto esa tumba. Puede ser mera superstición, o una maldición del pasado que obra por medios desconocidos para la ciencia moderna. Pero la realidad son esas tres muertes. Y estoy asustada. Puede que éste no sea todavía el fin.

—¿Por quién teme usted?

—Por mi hijo. Cuando recibimos la noticia de la muerte de mi esposo, yo estaba enferma, y mi hijo, que acababa de llegar de Oxford, fue allí. Trajo a casa... el... cadáver; pero ahora ha vuelto a marcharse a pesar de todas mis súplicas y ruegos. Está tan fascinado por el trabajo que intenta ocupar el lugar de su padre y llevar adelante las excavaciones. Tal vez usted me crea una mujer tonta y crédula, pero tengo miedo, monsieur Poirot. ¿Supongamos que el espíritu del difunto Rey no se haya aplacado todavía? Quizá piense usted que lo que digo son tonterías...—No, en absoluto, lady Willard —repuso Poirot apresuradamente—. También yo creo en la fuerza de la superstición, una de las mayores que el mundo ha conocido.

Le miré sorprendido. Nunca hubiera creído que Poirot fuese supersticioso. Pero el hombrecillo hablaba con vehemencia.

—¿Lo que usted me pide en realidad es que proteja a su hijo? Haré cuanto me sea posible para preservarle de todo mal.

—Pero, ¿también a la vez contra una oculta influencia?

—En los libros de la Edad Media, lady Willard, encontrará usted muchos medios de contrarrestar la magia negra. Quizá sabían más que nosotros con toda nuestra ciencia tan cacareada. Ahora pasemos a los hechos que puedan servirnos de guía. Su esposo fue siempre un devoto egiptólogo, ¿no es cierto?

—Sí, desde su juventud. Era una de las personas de más autoridad sobre la materia.

—¿Y el señor Bleibner, según tengo entendido, era poco más o menos un aficionado?

—Oh, desde luego. Era un hombre muy rico. Se metía en cualquier negocio o asunto que le llamara la atención. Mi esposo consiguió interesarle por la egiptología, y gracias a su dinero pudo financiarse la expedición.

—¿Y su sobrino? ¿Sabe usted cuáles son sus gustos? ¿Fue también de la partida?

—No lo creo. La verdad es que no conocía su existencia hasta que leí en los periódicos la noticia de su fallecimiento. No creo que él y el señor Bleibner tuvieran gran intimidad. Nunca dijo que tuviera parientes.

—¿Quiénes eran los otros miembros de la expedición?

—Pues el doctor Tosswill, un funcionario relacionado con el Museo Británico; el señor Schneider, del Museo Metropolitano de Nueva York; un joven secretario americano; el doctor Ames, que acompañaba a la expedición gracias a su capacidad profesional, y Hassan, el fiel criado de mi esposo.

—¿Recuerda usted el nombre del secretario americano?

—Creo que era Harper, pero no estoy segura. No llevaba mucho tiempo con el señor Bleibner y era un joven muy agradable.

—Gracias, lady Willard.

—Si hay alguna cosa más...

—De momento nada. Déjelo en mis manos, y le aseguro que haré todo lo humanamente posible para proteger a su hijo.

No eran sus palabras muy tranquilizadoras; yo observé que lady Willard parpadeaba al oírlas. No obstante, al mismo tiempo, el solo hecho de que no se hubiera burlado de sus temores parecía haberla aliviado.

Por mi parte nunca había sospechado que Poirot poseyera una vena supersticiosa tan profunda, y mientras regresábamos a casa le hablé de ello. Su actitud fue seria y formal.

—Pues sí, Hastings. Yo creo en esas cosas. No debe menospreciarse la fuerza de la superstición.—¿Qué vamos a hacer?

Toujours Practique, mi buen Hastings. Eh bien, para empezar telegrafiaremos a Nueva York para pedir más detalles de la muerte de Bleibner.

Y fuimos a poner un cable. La respuesta fue completa y precisa. El joven Rupert Bleibner se encontraba apurado de dinero desde hacía varios días. Había sido colonista y gandul de profesión en diversas islas de los Mares del Sur, pero hace dos años que regresó a Nueva York, donde se fue hundiendo más y más. Lo más significativo, según mi parecer, era que recientemente se las había arreglado para que le prestasen el dinero suficiente para ir a Egipto. «Allí tengo un amigo que me prestará», había declarado. No obstante, sus planes fallaron y tuvo que regresar a Nueva York maldiciendo la avaricia de su tío, a quien importaban más los huesos de los reyes muertos y desaparecidos que su propia sangre. Fue durante su estancia en Egipto cuando se produjo la muerte de sir John Willard. Rupert volvió una vez más a su vida de disipación en Nueva York, y luego se suicidó, dejando una carta que contenía algunas frases curiosas. Parecía escrita en un momento de arrepentimiento. En ella decía que era un paria y un leproso y que los seres como él mejor estaban muertos.

Una teoría oscura fue tomando forma en mi cerebro. Yo nunca había creído realmente en la venganza de un antiguo rey egipcio. En todo ello yo veía un crimen moderno. Supongamos que aquel joven hubiera decidido deshacerse de su tío... utilizando un veneno, y por error fuese sir John Willard quien recibiera la dosis fatal. El joven regresa a Nueva York horrorizado de su crimen, y, una vez allí, recibe la noticia del fallecimiento de su tío, comprendiendo lo inútil que ha sido su crimen y, presa de remordimiento, decide suicidarse.

Exterioricé mis pensamientos a Poirot, que pareció interesado.

—Es muy ingenioso lo que usted ha pensado... muy ingenioso. Puede ser cierto, pero ha olvidado la fatal influencia de la tumba.

Me encogí de hombros.

—¿Sigue pensando que tiene algo que ver en todo esto?

—Tanto, mon ami, que mañana salimos para Egipto.

—¿Qué? —exclamé estupefacto.

—Lo que he dicho. —Una expresión de consciente heroísmo invadió el rostro de Poirot, que gimió—: ¡Pero oh, el mar! ¡El odioso mar!



Era una semana más tarde. Bajo nuestros, pies la arena dorada del desierto, y sobre nuestras cabezas el sol abrasador. Poirot, agotado y convertido en la imagen de la miseria, caminaba a mi lado. El menudo hombrecillo no era un buen viajero. Nuestros cuatro días de viaje desde Marsella fueron una larga agonía para él. Cuando desembarcó en Alejandría era la sombra de sí mismo, e incluso su habitual pulcritud le había abandonado. Llegamos a El Cairo y nos dirigimos inmediatamente al Hotel Mena, situado a la sombra de las Pirámides. El hechizo de Egipto se había apoderado de mí, pero no de Poirot. Vestido igual que en Londres, llevaba en su bolsillo un cepillo con el que libraba una batalla incesante con el polvo que se iba acumulando en sus ropas oscuras.

—Y mis zapatos —se lamentaba—. Mírelos, Hastings. Mis zapatos, del más fino charol, siempre tan elegantes y limpios. Observe, se llenan de arena, cosa muy dolorosa, y por fuera están hechos una desgracia. Y el calor hace que mi bigote se ponga lacio... ¡Lacio!

—Mire la Esfinge —le decía—. Incluso yo puedo percibir el misterio y encanto que exhala,

Poirot me contemplaba con disgusto.

—No tiene una expresión feliz —declaró—. ¿Cómo iba a tenerla estando semienterrada en la arena de forma tan incómoda? ¡Ah, esta maldita arena!

—Vamos, vamos, en Bélgica hay muchísima arena —le dije recordando unas vacaciones pasadas en Kno-che-sur-mer entre la niebla de «les dunes impeccables», como rezaba en la guía.

—En Bruselas, no —declaró Poirot, contemplando pensativo las Pirámides—. Es cierto que por lo menos son de hechura sólida y geométrica, pero su superficie es una desigualdad muy desagradable, y las palmeras no me gustan. ¡Ni siquiera cuando las plantan en hileras!

Corté sus lamentaciones insinuándole que debíamos salir para el campamento. Los camellos nos esperaban ya, arrodillados pacientemente, con una serie de muchachos pintorescos capitaneados por un dragomán.

Pasaré por alto el espectáculo de Poirot sobre su camello. Comenzó a gemir y a lamentarse y terminó invocando a la Virgen y a todos los santos del calendario. Al fin terminó su viaje sobre un borriquillo. Debo confesar que el trote del camello no es ninguna broma para los novatos. Las agujetas me duraron varios días.

Al fin nos aproximamos al escenario de las excavaciones. Un hombre de rostro atezado por el sol y barba gris, que vestía de blanco y se cubría con un salacot, salió a nuestro encuentro.

—¿Monsieur Poirot y el capitán Hastings? Hemos recibido su cable. Siento que no haya ido nadie a esperarles a El Cairo. Un acontecimiento imprevisto ha desbaratado por completo nuestros planes.

Poirot palideció. Su mano, que ya había asido el cepillo, cesó de moverse.

—¿Otra muerte? —pregunté sin aliento.

—Sí.

—¿Sir Guy Willard? —exclamé.

—No, capitán Hastings. Mi colega americano, el señor Schneider.

—¿Y la causa? —quiso saber Poirot.

—Tétanos.

Palidecí. Todo a mi alrededor pareció envuelto en una atmósfera de misterio y amenaza. Me asaltó un pensamiento terrible. ¿Y si yo fuera el siguiente?

Mon Dieu —dijo Poirot en voz muy baja—. No lo entiendo. Es horrible. Dígame, monsieur, ¿no existe la menor duda de que fue el tétanos?

—Creo que no, pero el doctor Ames podrá decírselo con más seguridad.

—Ah, claro, usted no es el médico.

—Mi nombre es Tosswill.

Era, pues, el experto descrito por lady Willard, el funcionario del Museo Británico. Tenía un aire grave y resuelto que me encantó.

—Si quieren acompañarme —continuó el doctor Tosswill— les llevaré hasta sir Guy Willard. Dio orden de que se le avisase en cuanto ustedes llegaran.

Fuimos conducidos a una enorme tienda. El doctor Tosswill nos hizo pasar y en su interior vimos a tres hombres sentados.

—Monsieur Poirot y el capitán Hastings acaban de llegar, sir Guy —dijo Tosswill.

El más joven de los tres se puso en pie para saludarnos. En sus ademanes había cierta espontaneidad que me recordó a su madre. No estaba tan bronceado como los otros, y esto, unido al cansancio que reflejaban sus ojos, le hacía parecer mayor, pese a sus veintidós años. Evidentemente trataba de soportar una terrible opresión mental.

Nos presentó a sus dos acompañantes: el doctor Ames, un hombre de unos treinta y tantos años, de aspecto inteligente y sienes ligeramente plateadas, y el señor Harper, el secretario, un joven agradable que usaba lentes con montura de concha.

Al cabo de unos minutos de conversación intrascendente, este último salió seguido del doctor Tosswill. Quedamos solos con sir Guy y el doctor Ames.

—Por favor, háganos las preguntas que desee, monsieur Poirot —dijo Willard—. Estamos confundidos por esta extraña serie de desgracias, pero no pueden ser otra cosa que coincidencias.

El nerviosismo de sus ademanes desmentía sus palabras. Vi que Poirot le estudiaba atentamente.

—¿Ha puesto usted interés en ese trabajo, sir Guy?

—Ya lo creo. No importa lo que ocurra, el trabajo continuará. Puede estar seguro de ello.

Poirot volvióse al otro individuo.

—¿Y qué me dice usted, monsieur le docteur?

—Bien —repuso el médico—. Yo tampoco renuncio.

Poirot exhibió una de sus expresivas sonrisas.

—Entonces, évidemment, debemos averiguar a qué hemos de hacer frente. ¿Cuándo ocurrió el fallecimiento del señor Schneider?

—Hace tres días.

—¿Está usted seguro de que murió del tétanos?

—Por completo.

—¿No podría tratarse de un caso de envenenamiento... con estricnina, por ejemplo?

—No, monsieur Poirot. Sé adónde quiere ir a parar. Pero fue un caso claro de tétanos.

—¿No le inyectó el anti-suero?

—Claro que sí —repuso el médico con tono seco—. Se hizo cuanto era posible.

—¿Tenía usted ya el anti-suero?

—No. Lo trajimos de El Cairo.—¿Ha habido otros casos de tétanos en el campamento?

—No, ninguno.

—¿Está usted bien seguro de que el fallecimiento del señor Bleibner fue debido al tétanos?

—Completamente seguro. Se hizo un rasguño en el pulgar y se le infectó, produciéndole una septicemia. Para un profano tal vez parezca lo mismo, pero son dos cosas distintas por completo.

—Entonces tenemos cuatro muertes... todas distintas.... una por un ataque al corazón, otra por envenenamiento de la sangre, un suicidio, y otra por el tétanos.

—Exacto, monsieur Poirot.

—¿Está seguro de que no hay nada que las relacione?

—No lo comprendo...

—Lo diré con otras palabras. ¿Esos cuatro hombres cometieron alguna acción que pudiera parecer irrespetuosa al espíritu de Men-her-Ra?

El doctor miró a Poirot asombrado.

—¿Habla en serio, monsieur Poirot? No es posible que le hayan hecho creer esas tonterías...

—Completamente absurdas... —musitó Willard, irritado.

Poirot permaneció inmutable mientras le brillaban sus ojos verdes de gato.

—¿De modo que usted no lo cree, monsieur le. docteur?

—No, señor, no lo creo —declaró el médico con énfasis—. Soy científico y sólo creo lo que me enseña la ciencia.—¿Es que acaso no la había en el antiguo Egipto? —preguntó Poirot en tono bajo. No aguardaba su respuesta, y desde luego el doctor Ames parecía bastante desconcertado de momento—. No, no me responda, pero dígame una cosa. ¿Qué opinan los obreros nativos?

—Supongo que cuando los blancos pierden la cabeza los nativos no se quedan muy atrás —replicó el doctor Ames—. Admito que están algo asustados... pero no tienen motivo para ello.

—Eso es lo que me pregunto... —dijo Poirot.

Sir Guy inclinóse hacia delante.

—Seguramente no creerá usted... en... ¡Oh, pero eso es absurdo! —exclamó en tono incrédulo—. No sabe usted nada del antiguo Egipto sino eso.

Como respuesta, Poirot extrajo de su bolsillo... un libro viejo y muy gastado. Vi su título: La Magia de los Egipcios y Caldeos.

Luego, dando media vuelta, salió de la tienda y el médico me miró preocupado.

—¿Cuál es su idea?

Aquella frase, tan familiar en labios de Poirot, me hizo sonreír al oírsela a otra persona.

—No lo sé exactamente —confesé—. Creo que tiene el plan de conjurar a los malos espíritus.

Fui en busca de Poirot y le encontré hablando con el joven de rostro enjuto que había sido secretario del difunto señor Bleibner.

—No —le decía el señor Harper—. Sólo hace seis meses que formo parte de la expedición. Sí, conocía los asuntos del señor Bleibner bastante bien.—¿Puede referirme lo que tenga relación con su sobrino?

—Un día apareció por aquí; no era mal parecido. No le conocía hasta entonces, pero algunos de los otros le conocieron antes... Ames, creo, y Schneider. El viejo no se alegró nada al verle. Y al poco estaban como el perro y el gato. «Ni un céntimo», gritaba el viejo. «No tendrás un céntimo ahora ni cuando me muera. Tengo intención de dejar mi dinero para que sirva de ayuda al esfuerzo de toda mi vida. Hoy he estado hablando de ello con el señor Schneider.» Y así poco más o menos. El joven Bleibner regresó a El Cairo en seguida.

—¿Gozó siempre de buena salud durante ese tiempo?

—¿El viejo?

—No, el joven.

—Creo haberle oído decir que no se encontraba bien pero no sería nada serio, o me acordaría.

—Una cosa más. ¿El señor Bleibner dejó testamento?

—Que nosotros sepamos, no.

—¿Se quedará usted en la expedición, señor Harper?

—No, señor. Me marcho a Nueva York en cuanto deje arregladas las cosas. Puede usted reírse cuanto guste, pero no quiero ser la próxima víctima de ese maldito Men-her-Ra. Y si me quedara, lo sería.

El joven se enjugó el sudor de la frente.

Poirot se volvió para marcharse, y le dijo por encima del hombro y con una sonrisa peculiar:

—Recuerde que una de las víctimas murió en Nueva York.

—¡Oh, al diablo! —replicó Harper, irritado.

—Este joven está nervioso —dijo Poirot, enigmático—. A punto de estallar.... a punto... a punto.

Le miré con curiosidad, pero su sonrisa enigmática no me dijo nada. Fuimos a visitar las excavaciones acompañados de sir Guy Willard y el doctor Tosswill. Los principales hallazgos habían sido trasladados a El Cairo, pero algunas de las decoraciones de la tumba eran en extremo interesantes. El entusiasmo del joven barón era evidente, aunque creía ver una sombra de inquietud en sus ademanes, como si no lograse escapar a la sensación de amenaza que flotaba en el ambiente. Cuando entramos en la tienda que se nos había asignado para asearnos antes de la cena, una figura oscura vestida de blanco se hizo a un lado para dejarnos paso con una gentil reverencia y murmurando un saludo en árabe. Poirot se detuvo.

—¿Es usted Hassan, el criado del difunto sir John Willard?

—Serví a milord sir John y ahora sirvo a su hijo. —Dio un paso hacia nosotros y bajó la voz—. Dicen que es usted un sabio que sabe tratar con los malos espíritus. Deje que mi joven amo se marche de aquí. Se respira el mal aire que nos rodea.

Y con gesto brusco y sin esperar una respuesta se marchó.

—El mal se respira por doquier —musitó Poirot—. Sí, lo percibo.

Nuestra cena no fue precisamente alegre. La voz cantante la llevó el doctor Tosswill, que disertó largamente sobre las antigüedades egipcias. Cuando nos disponíamos a retirarnos para descansar, sir Guy, cogiendo a Poirot por un brazo, le señaló una figura oscura que se movía entre las tiendas. No era humana; reconocí perfectamente la cabeza de perro que viera grabada en las paredes de la tumba.

Al verla se me heló la sangre.

Mon Dieu! —murmuró Poirot persignándose—. Es Anubis, el cabeza de chacal, el dios de los espíritus fallecidos.

—Alguien se está burlando de nosotros —exclamó el doctor Tosswill, poniéndose en pie indignado.

—Ha entrado en su tienda, Harper —musitó sir Guy con el rostro muy pálido.

—No —dijo Poirot sacudiendo la cabeza—, en la del doctor Ames.

El doctor me miró incrédulo; luego, repitiendo las palabras de Tosswill, exclamó:

—Alguien se está burlando de nosotros. Vamos, pronto le cogeremos.

Y se lanzó en persecución de la asombrosa aparición. Yo le seguí, pero por más que buscamos no encontramos ni rastro de ningún ser viviente que hubiera pasado por allí. Regresamos, un tanto confundidos, y encontré a Poirot tomando medidas enérgicas, a su manera, para asegurar su seguridad personal. Estaba muy atareado en la arena. Reconocí la estrella de cinco puntas o Pentágono, que repetía varias veces. Como era su costumbre, Poirot estaba improvisando una conferencia sobre brujerías y magia en general... La Magia Blanca enfrentándose con la Negra... con amplias referencias del Ra y el Libro de la Muerte.

Al parecer, todo aquello excitó el desprecio del doctor Tosswill, quien me apartó a un lado, rugiendo de furor.

—Tonterías, señor —exclamó irritado—. Simplezas. Ese hombre es un impostor. No conoce la diferencia entre las supersticiones de la Edad Media y las creencias del Antiguo Egipto. Nunca había oído tal mescolanza de ignorancia y credulidad.

Procuré apaciguar al excitado experto y fui a reunirme con Poirot en nuestra tienda. Mi amigo resplandecía de contento.

—Ahora podemos dormir en paz —declaró feliz—. Y lo necesito. Me duele mucho la cabeza. ¡Ah, no sé lo que daría por una buena tisane!

Como si fuera la respuesta a su plegaria, se abrió la tienda y apareció Hassan con una taza humeante que ofreció a Poirot. Resultó ser una infusión de manzanilla, a la que es muy aficionado. Después de darle las gracias y rechazar otra taza para mí, volvimos a quedarnos solos. Después de desnudarme permanecí algún tiempo contemplando el desierto desde la tienda.

—Es un lugar maravilloso —dije en voz alta—, y un trabajo maravilloso. Puedo percibir su fascinación. Esta vida en el desierto.... el sondear en el corazón de una civilización extinta. Poirot, usted también tiene que sentir su encanto.

No obtuve respuesta y me volví algo molesto. Al instante mi contrariedad había desaparecido, siendo reemplazada por la inquietud. Poirot yacía sobre el tosco lecho con el rostro horriblemente congestionado. A su lado estaba la taza vacía. Corrí a su lado, y luego a la tienda del doctor Ames.

—¡Doctor Ames! —grité—. Venga en seguida.

—¿Qué ocurre? —dijo el médico, apareciendo en pijama.

—Mi amigo. Está enfermo. Agonizante. Ha sido la manzanilla. No permitan que Hassan abandone el campamento.

Como un rayo el doctor corrió hasta nuestra tienda. Poirot yacía en la misma posición en que yo lo dejara.

—Es extraordinario —exclamó Ames—, parece un ataque... o... ¿qué dice usted que ha bebido? —y alzó la taza vacía.

—¡Sólo que no lo bebí! —dijo una voz tranquila.

Nos volvimos asombrados. Poirot se hallaba sentado en la cama y nos sonreía.

—No —dijo de nuevo—. No la bebí. Mientras mi buen amigo Hastings estaba apostrofando la belleza de la noche, aproveché la ocasión para verterla, no en mi garganta, sino en una botellita que irá a manos del analista. No... —dijo al ver que el doctor hacía un movimiento repentino— como hombre razonable comprenderá que toda resistencia sería inútil. Mientras Hastings iba en su busca he tenido tiempo para ponerle a salvo. ¡Ah, Hastings, de prisa, sujétele!

No supe comprender la ansiedad de Poirot. Deseoso de salvar a mi amigo, me coloqué ante él, pero el médico tenía otra intención. Llevándose la mano a la boca introdujo algo en ella que exhaló un olor a almendras amargas, y tambaleándose hacia delante, cayó.

—Otra víctima —dijo Poirot en tono grave—, pero la última. Tal vez haya sido el mejor medio. Es el responsable de tres muertes.

—¿El doctor Ames? —exclamé estupefacto—. Pero si yo creí que usted lo achacaba a alguna influencia oculta...

—No supo comprenderme, Hastings. Lo que yo quise decir es que creía en la terrible fuerza de la superstición. Una vez se ha establecido firmemente que una serie de muertes fueron sobrenaturales, se puede apuñalar a un hombre a la plena luz del día, y será atribuida su muerte a la maldición... tan arraigado lleva la naturaleza humana el instinto de lo sobrenatural. Desde el primer momento sospeché que ese hombre se estaba aprovechando de ese instinto. Supongo que se le ocurrió la idea al fallecer sir John Willard, y despertarse la superstición en el acto. Al parecer, nadie podía sacar ningún beneficio particular de la muerte de sir John. El señor Bleibner era un caso distinto. Era un hombre muy rico. La información recibida en Nueva York contenía algunos puntos sugestivos. Para empezar, el joven Bleibner había dicho que tenía un buen amigo en Egipto, quien podría prestarle dinero. Tácitamente se comprendía que hacía referencia a su tío, pero a mí me pareció que de ser así lo hubiera dicho sin rodeos. Sus palabras me sugirieron a algún compañero suyo que hubiera hecho fortuna. Otra cosa, consiguió el dinero suficiente para marchar a Egipto, su tío se negó a adelantarle un penique, y no obstante pudo pagarse el pasaje de regreso a Nueva York. Alguien debió prestárselo.

—Todo eso es muy ambiguo —objeté.

—Pero había más. Hastings, ocurre bastante a menudo que las palabras dichas metafóricamente se toman al pie de la letra, y también puede suceder lo contrario. En este caso, las palabras que fueron dichas lisa y llanamente fueron tomadas en metáfora. El joven Blebner escribió sencillamente: «soy un leproso», pero nadie supo ver que se suicidó porque creía haber contraído la terrible enfermedad de la lepra.

—¿Qué? —exclamé.

—Ésa fue la intención de una mente diabólica. El joven Bleibner sufría alguna infección cutánea sin importancia; había vivido en las islas de los Mares del Sur, donde es bastante corriente esa enfermedad. Ames era un antiguo amigo suyo, un médico conocido, y no soñó siquiera en dudar de su palabra. Cuando llegué aquí mis sospechas se repartían entre Harper y el doctor Ames, pero pronto comprendí que sólo el doctor pudo haber perpetrado y realizado los crímenes, y supe por Harper que ya conocía al joven Bleibner. Sin duda alguna este último debió de hacer testamento o asegurar su vida en favor del médico, y Ames vio la oportunidad de hacerse rico. Le fue fácil inculcar a Bleibner los gérmenes mortales. Luego su amigo, desesperado por las terribles noticias que su amigo le ha comunicado, se suicida. El señor Bleibner, a pesar de sus intenciones, no hizo testamento. Su fortuna pasaría a su sobrino y de éste al médico.

—¿Y el señor Schneider?

—No podemos estar seguros. Recuerde que también conocía al joven Bleibner, y puede que sospechara algo, o tal vez el doctor pensase que una muerte más fortalecería la superstición. Además existe un factor psicológico muy importante, Hastings. Un asesino siempre siente el deseo imperioso de repetir su crimen, de ahí mis temores por el joven Willard. La figura de Anubis que vio usted esta noche era Hassan, vestido según mis instrucciones. Quise ver si conseguía asustar al doctor. Pero se necesitaba algo más para cogerlo. Vi que no le convencían del todo mis fingidas creencias, y mi pequeña comedia no le engañó. Sospeché que intentaría convertirme en su próxima víctima. ¡Ah, pero a pesar de la mer maudite, el calor insoportable y las molestias de la arena, las pequeñas células grises todavía funcionaban!

Poirot probó que sus teorías eran ciertas. El joven Bleibner, años atrás, en un momento de euforia producida por la bebida, hizo testamento, dejando «mi pitillera que tanto admiráis y todo lo demás que posea, que serán principalmente deudas, a mi buen amigo Robert Ames que una vez me salvó de perecer ahogado».

El caso se silencio todo lo posible y a partir de aquel día todo el mundo habla de la considerable serie de muertes relacionadas con la tumba de Men-her-Ra como una prueba triunfal de la venganza de un antiguo rey sobre los profanadores de su tumba, creencia que según Poirot me hizo ver, es contraría al sentir y pensar de los egipcios.

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