Capítulo XI



El caso del testamento desaparecido

El problema presentado por la señorita Violeta Marsh representó un cambio muy agradable en nuestro trabajo rutinario. Poirot había recibido una nota breve y comercial de aquella dama, solicitando una entrevista, y él le contestó pidiéndole que fuera a verle a las once del día siguiente.

Ella llegó puntualmente. Era una joven alta, muy hermosa, sencilla pero pulcramente vestida, y de aire decidido.

—El asunto que me trae aquí es un tanto desacostumbrado, monsieur Poirot —comenzó a decir después de aceptar una silla—. Será mejor que empiece por el principio y le cuente toda la historia.

—Como usted guste, señorita.

—Soy huérfana. Mi padre era uno de los dos hijos de un modesto labrador de Devonshire. La granja era muy pobre, y el hermano mayor, Andrew, emigró a Australia, donde le fue muy bien, y gracias a una hábil especulación de terrenos se convirtió en un hombre muy rico. El hermano menor Roger (mi padre), no sentía inclinación hacia la vida del campo. Obtuvo un empleo en una empresa poco importante. Mi padre falleció cuando yo tenía seis años. A los catorce, mi madre le siguió, y el único pariente que me quedó con vida era mi tío Andrew, que hacía poco acababa de regresar de Australia. Compró una pequeña casa, Crabtree Manor, en su país natal, y se portó muy bien conmigo, llevándome a vivir con él y tratándome como si fuera su propia hija.

»Crabtree Manor, a pesar de su nombre, es en realidad una antigua granja. Mi tío llevaba en la sangre el amor a esa clase de trabajo y se interesó por diversos sistemas modernos de explotación de las granjas. Aunque siempre fue amable conmigo, tenía ciertas ideas muy peculiares profundamente arraigadas acerca de la educación de las mujeres. Él era un hombre de poquísima o ninguna educación, listo, y daba muy poca importancia a lo que él llamaba "ciencia de los libros", oponiéndose a que yo estudiara. En su opinión, las muchachas debían aprender las faenas de la casa, ser útiles en todo, y tener el menor contacto posible con los libros. Se propuso educarme según estos principios. Yo me rebelé abiertamente. Sabía que poseía un buen cerebro y ninguna disposición para las tareas domésticas. Mi tío y yo discutimos muchas veces por esa cuestión, y a pesar de querernos mucho, los dos éramos tozudos. Tuve la suerte de ganar una beca y hasta cierto punto pude salirme con la mía. La crisis surgió cuando decidí trasladarme a Girton. Tenía un poco de dinero mío, que me dejó mi madre, y estaba completamente resuelta a emplear lo mejor posible los talentos que Dios me había dado. Tuve una discusión final con mi tío, que me expuso los hechos con toda claridad. Él no tenía otros parientes y deseaba que yo fuera su única heredera. Como ya le he dicho, era un hombre muy rico. No obstante, si yo persistía en "aquellas novedades" no debía esperar nada de él. Me mantuve firme, aunque correcta. Le dije que siempre le apreciaría mucho, pero que debía dirigir mi propia vida. Nos separamos así: "Tú confías en tu cerebro", fueron sus últimas palabras. "Yo no tengo estudios, pero, a pesar de todo, apuesto mi inteligencia contra la tuya. Veremos quién gana."

»Eso ocurrió hace nueve años. Pasé con él algún fin de semana, y nuestras relaciones fueron siempre amistosas, aunque no cambió de modo de pensar. Desde hace tres años su salud comenzó a flaquear y falleció hace un mes.

»Ahora voy llegando al motivo de mi visita. Mi tío dejó un testamento extraordinario. Según sus condiciones, Crabtree Manor y todo lo que contiene estará a mi disposición durante un año a partir del día de su muerte... "Durante este tiempo mi sobrina debería probar su inteligencia", ésas son sus palabras exactas. Al finalizar este plazo, "si mi inteligencia ha resultado mejor que la suya", la casa y toda la inmensa fortuna de mi tío pasará a instituciones benéficas.

—Esto es un poco duro para usted, mademoiselle, ¿no le parece?

—Yo no lo veo así. Mi tío Andrew me advirtió lealmente y yo escogí mi camino. Puesto que no he cumplido sus deseos, tenía perfecto derecho a dejar su dinero a quien quisiera.

—¿El testamento de su tío fue redactado por un abogado?

—No; fue escrito en un formulario impreso y firmaron como testigos el matrimonio que vive en la casa y cuidaba de mi tío.

—¿Existe la posibilidad de impugnar ese testamento?

—Ni siquiera lo intentaría.

—Entonces, ¿lo considera un reto por parte de su tío?

—Eso es exactamente lo que opino de él.

—Se presta a esa interpretación, desde luego —dijo Poirot, pensativo—. En algún lugar de su casa de campo su tío ha escondido o bien una suma de dinero en billetes o tal vez su segundo testamento, y le da un año de plazo para ejercitar su imaginación y descubrirlo,

—Exacto, señor Poirot y le hago el honor de considerar que su ingenio es mejor que el mío.

—¡Eh, eh, es usted muy amable! Mis células grises están a su disposición. ¿No ha buscado usted todavía?

—Sólo muy por encima; siento demasiado respeto por la innegable habilidad de mi tío para suponer que ha de ser una tarea fácil.

—¿Tiene usted el testamento o una copia?

La señorita Marsh le entregó un documento, que Poirot leyó haciendo gestos de asentimiento.—Fue otorgado hace tres años. Lleva fecha del veinticinco de marzo, y también consta la hora, las once de la mañana... esto es muy sugestivo. Limita el campo en que hemos de buscar. Estoy seguro de que existe otro testamento, hecho media hora más tarde, que anulará éste. Eh bien, mademoiselle, el problema que acaba de plantearme es muy ingenioso, y tendré un gran placer en solucionarlo. Afortunadamente, de momento no tengo ningún asunto entre manos. Hastings y yo iremos a Crabtree Manor esta misma noche. Supongo que el matrimonio que cuidaba de su tío seguirá aún allí.

—Sí, se llama Baker.

A la mañana siguiente estábamos ya dispuestos a la búsqueda. Habíamos llegado la noche antes, y los señores Baker, que habían recibido un telegrama de la señorita Marsh, estaban esperando a que llegáramos.

Acabábamos de despachar un excelente desayuno y nos hallábamos sentados en una reducida habitación con paneles de madera que había sido el despacho y cuarto de estar del señor Marsh.

Eh bien, mon ami —dijo Poirot, encendiendo uno de sus diminutos cigarrillos—, debemos trazar nuestro plan de campaña. Ya he realizado una ligera inspección por toda la casa, pero soy de la opinión de que cualquier pista ha de encontrarse en esta habitación. Tendremos que revisar con sumo cuidado todos los documentos del escritorio. Claro que no espero encontrarlo entre ellos, pero es probable que en algún papel de apariencia inocente hallemos la pista del escondite. Pero antes hemos de conseguir alguna información. Haga sonar el timbre, se lo ruego.

Obedecí. Mientras esperábamos que contestasen, Poirot anduvo de un lado a otro mirando a su alrededor con aire de aprobación.

—Este señor Marsh era un hombre metódico. Vea qué ordenados están sus papeles; luego la llave de cada cajón tiene su etiqueta de marfil.... así como la de la vitrina de porcelanas que hay junto a la pared y fíjese con qué precisión está colocado cada objeto.

Se detuvo bruscamente, con los ojos fijos en la llave del escritorio, de la que colgaba un sobre sucio. Poirot, frunciendo el ceño, la quitó de la cerradura. En el sobre se leían las palabras: «Llave del escritorio», con la letra desigual muy distinta de las pulcras inscripciones de las otras llaves.

—Una nota discordante —dijo Poirot, con el entrecejo fruncido—. Juraría que esto no es propio de la personalidad del señor Marsh, pero ¿quién más ha estado en la casa? Sólo la señorita Marsh, y ella, si no me equivoco, también es una joven metódica y ordenada.

Baker acudió respondiendo a nuestra llamada.

—¿Quiere ir a buscar a su esposa para que responda a algunas preguntas?

Baker regresó a los pocos minutos con la señora Baker. En pocas palabras Poirot les puso al corriente y los Baker le expresaron su simpatía.

—Nosotros no queremos que la señorita Violeta se vea privada de lo que es suyo —declaró la mujer—. Sería una crueldad que todo fuese a parar a los hospitales.

Poirot comenzó a interrogarles. Sí, los señores Baker recordaban perfectamente haber firmado el testamento. Baker había sido enviado previamente a la ciudad vecina a recoger los dos impresos.

—¿Dos? —dijo Poirot extrañado.

—Sí, señor, supongo que para más seguridad, en caso de que se estropease uno.... y casi seguro que así fue. Habíamos firmado uno...

—¿A qué hora?

Baker se rascó la cabeza, pero su esposa fue más rápida en contestar.

—Pues para más exactitud, acababa de poner a hervir la leche para el cacao de las once. ¿No te acuerdas? —dijo a su esposo—. Se había derramado sobre el fogón cuando volvimos a la cocina.

—¿Y después?

—Sería una hora más tarde. Tuvimos que volver a firmar. «Me he equivocado —nos dijo el señor—, y he tenido que romperlo. Tendré que molestarles otra vez haciéndoles firmar de nuevo.» Y eso hicimos. Y después el señor nos dio una bonita cantidad de dinero a cada uno. «No os dejo nada en mi testamento», nos dijo, «pero cada año, mientras yo viva, os daré una cantidad como ésta para que la guardéis para cuando yo no esté»; y desde luego eso hizo,

Poirot reflexionó.

—Después de que ustedes firmaron por segunda vez, ¿qué hizo el señor Marsh? ¿Lo saben ustedes?

—Fue al pueblo a pagar a los tenderos. Aquello no parecía muy prometedor. Poirot empleó otra táctica, Les mostró la llave del escritorio.

—¿Es ésta la letra del señor Marsh?

Puede que yo lo imaginara, pero me pareció que transcurrían unos segundos antes de que Baker replicara:

—Sí, sí, señor.

«Miente — pensé—. Pero ¿por qué?»

—¿Se ausentó de la casa...? ¿Ha venido algún forastero durante los últimos tres años?

—No, señor.

—¿Ni visitas?

—Sólo la señorita Violeta.

—¿Ningún extraño ha penetrado en esta habitación?

—No, señor.

—Olvidas a los obreros, Jim —le recordó su esposa.

—¿Obreros? —Poirot volvióse en redondo hacia ella—. ¿Qué obreros?

La mujer explicó que dos años y medio atrás habían estado varios obreros en la casa para efectuar ciertas reparaciones. No pudo precisar de qué se trataba. En su opinión fue un capricho del amo, completamente innecesario. Los obreros pasaron parte del tiempo en el despacho, aunque no podía decir qué es lo que hicieron allí. Por desagracia no podía recordar el nombre de la empresa que efectuó los trabajos sólo que era de Plymouth.

—Vamos progresando, Hastings —dijo Poirot frotándose las manos cuando los Baker salieron de la estancia—. Evidentemente hizo otro testamento y luego esos obreros de Plymouth le construyeron un escondite adecuado. En vez de perder el tiempo levantando el suelo y golpeando las paredes, iremos a Plymouth.

Tras algunos trabajos conseguimos la información deseada, y después de un par de tentativas descubrimos la firma que contrató el señor Marsh.

Los obreros llevaban en ella muchos años, y fue fácil encontrar a los que trabajaron bajo las órdenes del señor Marsh. Recordaban su trabajo perfectamente. Entre otros arreglos insignificantes, sacaron uno de los ladrillos de la anticuada chimenea, hicieron una cavidad debajo de éste, y luego volvieron a colocarlo de modo que fuera imposible distinguir la unión. Para abrirlo era preciso presionar el segundo ladrillo contando desde el extremo. Había sido un trabajo complicado y el anciano caballero se mostró muy ilusionado con él. Nuestro informador era un hombre alto y delgado, llamado Cogham, y al parecer bastante inteligente.

Regresamos a Crabtree Manor muy optimistas, y cerrando la puerta del despacho nos dispusimos a comprobar nuestro descubrimiento. Era imposible distinguir señal alguna en los ladrillos, pero cuando presionamos en la forma indicada, apareció una profunda cavidad.

Poirot introdujo su mano con ansiedad, y de pronto su rostro pasó del optimismo a la consternación. Todo lo que extrajo fue un pedazo de papel; mas, aparte de esto, la cavidad estaba completamente vacía.—Sacré! —exclamó Poirot furioso—. Alguien ha llegado antes que nosotros.

Examinamos el papel con ansiedad. Desde luego se trataba de un fragmento de lo que buscábamos. Se veía en él parte de la firma de Baker, pero ninguna indicación de cuáles habían sido los términos del testamento.

—No lo entiendo —gruñó Poirot—. ¿Quién lo habrá destruido? ¿Y con qué objeto?

—¿Los Baker? —le sugerí.

Pourquoi? Ninguno de los testamentos les beneficia. ¿Por qué nadie iba a molestarse en destruir el testamento? Los hospitales se benefician... sí; pero no podemos sospechar de esas instituciones.

—Tal vez el viejo cambiara de opinión y lo destruyera él mismo —insinué.

—Es posible —admitió Poirot—. Ha sido una de sus observaciones más razonables, Hastings. Bueno, aquí no podemos hacer nada más. Hemos hecho todo lo humanamente posible. Hemos conseguido igualar en inteligencia al difunto Andrew Marsh, pero por desgracia su sobrina no sale ganando con nuestro éxito.

Fuimos a la estación en seguida y conseguimos tomar el tren de regreso a Londres, aunque no era un expreso. Poirot estaba triste y contrariado. En cuanto a mí, debido al cansancio permanecí semi-adormilado en un rincón. De pronto, cuando el tren comenzaba a salir de Taunton, Poirot me lanzó un grito apremiante.

—¡Vite, Hastings! ¡Despierte y salte del tren! ¡Le digo que se apee!

Antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría nos encontrábamos en el andén, sin sombrero y sin maletas en tanto que el tren desaparecía en la noche. Yo estaba furioso, mas Poirot no me prestaba atención.

—¡Qué imbécil he sido! —exclamó—. ¡Tres veces imbécil! ¡Nunca más volveré a pavonearme por mis células grises!

—Es una buena idea —dije enojado—. Pero, ¿qué es lo que pasa ahora?

—Los comerciantes... ¡Los he dejado completamente de lado! Sí, ¿pero dónde? No importa, no puedo equivocarme. Debemos regresar en seguida.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Conseguimos subirnos a un tren muy lento que nos trasladó a Exeter, y desde allí alquilamos un coche. Llegamos a Crabtree Manor a primeras horas de la mañana. Pasaré por alto el asombro de los Baker cuando al fin conseguimos despertarle. Sin hacer caso de nadie, Poirot fue directamente al despacho.

—No he sido tres veces imbécil, sino treinta y seis, amigo mío —se dignó a reconocer—. ¡Ahora, prepárese!

Yendo directamente al escritorio sacó la llave y le arrancó el sobre que llevaba atado. Yo le contemplaba estúpidamente. ¿Cómo era posible que esperase encontrar un impreso de los empleados para hacer testamento en un sobre tan diminuto? Con sumo cuidado fue cortándolo hasta dejarlo completamente abierto. Luego encendió el fuego y lo acercó a la llama. A los pocos minutos comenzaron a aparecer unos ligeros caracteres.—¡Mire, mon ami! —exclamó Poirot con aire triunfal.

Yo miré. Eran unas pocas líneas de escritura en las que declaraba brevemente que dejaba toda su fortuna a su sobrina, Violeta Marsh. Llevaba fecha del veinticinco de marzo, a las doce y media, siendo los testigos Alberto Pike, pastelero, y su esposa, Jessie Pike.

—¿Pero es legal? —pregunté conteniendo el aliento.

—Que yo sepa no existe ninguna ley que prohíba escribir un testamento con tinta simpática. La intención del testador está bien clara y el beneficiario es su único pariente vivo. ¡Pero qué inteligente era ese hombre! Él previó todos los pasos que se darían por encontrarlo... todos los que yo, imbécil de mí, he dado. Adquiere dos impresos, hace que sus criados los firmen, y luego redacta su testamento en el interior de un sobre sucio y con una pluma estilográfica que contiene tinta simpática. Con alguna excusa hace que el pastelero y su esposa firmen abajo su nombre y luego lo ata a la llave de su escritorio riéndose para sus adentros. Si su sobrina descubre su pequeño truco habrá justificado la vida que eligió y su complicada educación, y merecerá todo su dinero.

—Ella no ha sabido adivinarlo, ¿verdad? —dije despacio—. Parece injusto. En realidad ha ganado el viejo.

—Pero no, Hastings. Es usted quien se equivoca. La señorita Marsh demostró la agudeza de su inteligencia y el valor de su elevada educación en la mujer, al poner el asunto inmediatamente en mis manos. Siempre hay que confiar en los expertos. Ella ha demostrado ampliamente que tiene derecho a su dinero.

¡Me gustaría saber qué es lo que hubiera opinando de esto el viejo Andrew Marsh!

Загрузка...