A partir de este punto, y por cierto espacio de tiempo, tenemos que volver en nuestro relato a un reencuentro, que tendría lugar entre aquel joven de bellos ojos y cara perruna y el pintor Kizu; quince años después de haberse visto ambos por primera vez. Entretanto se supone que el inocente muchacho que era Ogi, tan trabajador que jamás se perdona esfuerzos en su tarea, seguirá aplicado, en compañía de Bailarina, a la labor que les encomendara Patrón. Así pues, la historia marginal en que ahora entramos vendrá a desembocar, en nada de tiempo, hacia el nuevo lugar de trabajo del joven Ogi. Ambas historias confluirán, y de nuevo tendrán que avanzar, ya unidas.
Kizu se volvió a encontrar en persona, y por pura casualidad, con aquel muchacho de años atrás, cuyo proceso de crecimiento lo había obsesionado tanto. Sin embargo, no fue hasta bastante después de haberlo tratado amigablemente cuando por fin se dio cuenta de que el muchacho en cuestión era la misma persona que tenía ante sí, hecho ya un joven veinteañero.
Kizu estaba de vuelta en Japón, gracias al año sabático de su universidad, y empezó a vivir en un apartamento del barrio de Akasaka. Un antiguo alumno de su seminario sobre didáctica de las artes, que también había vuelto a Japón, lo introdujo en un club de atletismo situado en Nakano, donde Kizu se inscribió, para asistir al centro dos veces por semana. Tal vez no parezca normal tal comportamiento en alguien que es consciente de su recaída en el cáncer, pero en ese caso se diría más bien que él se sintió espoleado a ello precisamente por ser consciente de su condición. Sea como fuese, el caso es que Kizu no tardó en interesarse por un joven del club al que conocía sólo por azar y de vista, sin haber aún hablado con él, y sin que nadie le hubiera hablado tampoco de él. Era un joven de veinticuatro o veinticinco años, de gran belleza física, la cual, realzada por su estilo personal de natación, atrajo verdaderamente a Kizu. Por añadir alguna explicación a este punto, diríamos que el tema lo veía Kizu en relación con el programa que se había trazado, para su estancia en Tokio, de retomar la pintura al óleo. Desde que asumió la dirección de su departamento universitario, en América, su trabajo había sido incesante, no sólo por las conferencias y seminarios, sino por la multitud de asuntos inherentes a la complejidad de su cargo; de tal manera que se había alejado del trabajo verdaderamente creativo. Puesto a recuperar la pintura al óleo, Kizu no se había hecho un esquema mental satisfactorio sobre el tema concreto en que centrarse, pero más que ponerse a pintar desnudos femeninos, él sentía preferencia desde luego por la idea de retratar del natural a algún joven desnudo.
Kizu observó al joven mientras instruía como monitor a niños de escuela primaria en ejercicios de calentamiento al borde de la piscina, y luego viendo cómo corregía las brazadas de los pequeños nadadores una vez ya en el agua. Pero, sobre todo, cuando el joven mismo se entrenaba nadando, hubo una escena que le dejó una viva impresión. Un día laborable, a horas tempranas de la tarde, en la piscina de la planta baja del club de atletismo se estaban dando dos clases infantiles, y otra de entrenamiento para adultos -que de hecho eran sobre todo mujeres, con algún que otro hombre mayor metido en el grupo-. En la zona reservada para socios numerarios del club había algunas calles marcadas para hacer largos, y en ellas dos o tres nadadores; el agua estaba muy transparente y se notaba algo más fría que de costumbre. Uno de los nadadores era Kizu.
Entretanto llegó la hora de otro turno de clase, y en el amplio espacio abierto entre la piscina principal y otra dedicada a prácticas de natación sincronizada se daba una clase a muchos niños, que en ese momento empezaban su gimnasia preparatoria de calentamiento. Kizu, una vez realizada su práctica natatoria del día, se disponía a levantar el campo, cuando -por entre el grupo de los jóvenes monitores, contratados por horas, que allí departían amigablemente- tuvo ocasión de ver una escena singular. Al pie de la escalera, en una zona dedicada a duchas y surtidores para lavarse los ojos, había un profundo estanque de agua de un par de metros cuadrados, que en principio le había parecido ser nada más que una pileta algo especial, pero que en realidad era una piscina para prácticas de buceo. Al lado estaban tres chicas en traje de baño, luciendo unos poderosos muslos que sobresalían desde el corte alto del bañador; apoyando los brazos en la barandilla metálica, miraban hacia abajo. Kizu se detuvo cerca de ellas.
Allí apareció una cabeza cubierta con un gorro de goma blanco que emergía recta de la superficie; y tras ella, el movimiento de unos hombros, imponente y calmoso al mismo tiempo. Agarrándose con una mano a la hendidura de la pared que había casi al ras del agua, el buceador tomó aire con energía, profundamente. El cuerpo que así destacaba a cierta altura de la superficie era el de un joven sin exceso alguno de grasa, de piel tensa y dura. Kizu vio atraída su atención por el aspecto natural de aquel cuerpo, que no parecía resultado de haberse fortalecido a base de entrenamiento. El gorro de goma que llevaba puesto era el distintivo normal de los monitores de natación; y en cuanto el joven irrumpió en la superficie desde el profundo suelo de la piscina, Kizu lo reconoció: "¡Ah, es aquél!", se dijo, pues entre los que trabajaban allí no era corriente esa musculatura. En verdad, las tres chicas altas que estaban mirando hacia la piscina también tenían un arranque de cuello imponente, en forma de abanico, marcándoles un punto de distorsión en la línea de los hombros. De nuevo el joven se sumergía derechamente en el agua: Sin tomar impulso, soltó el agarre que había hecho en la ranura de la pared y bajó la cabeza; luego pegó los brazos a los costados, y sin más se alejó, dejando apenas que unas suaves ondulaciones se esparcieran sobre la superficie. A continuación transcurrió un rato, más largo de lo que espontáneamente se hubiera esperado, y el joven emergió, lleno de vigor, pero quedamente, sobre el agua. Asomando su torso por encima de la superficie, él emitió un agudo sonido mientras inhalaba aire.
Acto seguido el joven se agarró al canalito que circundaba la piscina y orientó su cara hacia Kizu, levantándola enseguida; no llevaba gafas protectoras, ni tampoco -por cierto- aquel rostro acusaba la intensidad del esfuerzo realizado. No prestó la más mínima atención a las chicas. Su frente era como de tortuga, las cuencas oculares rehundidas, el puente de la nariz ancho y los labios gruesos. Su cutis, a partir de las orejas, y pasando por las mejillas hasta el mentón, parecía tensado como por un cinturón ceñido de cuero. Su mandíbula era poderosa. Kizu pensaba que nunca antes había visto un japonés así. Parecía sin duda alguna de raza mongólica. Un rostro fiero, pero transmitiendo al mismo tiempo cierto aire de refinamiento. Y aun con todo, de esa cara tan masculina afloraban unos grandes ojos, de mirada fija, que hacían a uno pensar que eran los ojos obstinados de una mujer sin corazón los que tenía ante sí.
Mientras Kizu echaba a andar para alejarse de allí, se sintió interiormente conmocionado. Pero, tal vez por el saber que dan los años, estaba persuadido de que, ante una inquietud que se presenta así de pronto, más que tratar de dictaminar sobre ella, merece la pena distraer el ánimo para dejarla pasar. A partir de ese momento, cuandoquiera que aquel joven dirigía una clase de socios adultos, y él le ponía la vista encima, una ligera inquietud lo turbaba, y tenía que acabar desviando la mirada. La primera vez que Kizu tuvo ocasión de hablar con el joven fue en el lugar llamado "Sala de Secado" del club de atletismo.
En los primeros seis meses tras su incorporación al club, la tercera parte del utillaje usado para entrenamientos se había renovado; hasta ese punto se hacía sentir el dinamismo que presidía la vida del club. Pero en medio de eso había un único elemento que, incluso por su construcción, daba muestras claras de su vejez, un lugar especialmente sombrío: una salita de quince tatamis, con una única puertecilla de entrada y salida; en su zona central había algo que estaba reñido -como el fuego y el agua- con la modernidad de las instalaciones de otras dependencias del club, a saber: un recinto elíptico construido en madera, como un cercado; dentro había un rimero de piedras ennegrecidas, que se calentaban para conseguir un efecto de sauna. En resumidas cuentas, hacía las veces de sauna del club, pero su temperatura ambiental era más baja que la de la sauna aneja a ciertos baños públicos, y desde luego sin la modernidad de las instalaciones de hoy día.
Los socios del club solían sentarse en unas amplias gradas de madera construidas a dos niveles, teniendo como respaldo una pared de madera envejecida y sin pintar; allí se secaban de la fría humedad que traían de la piscina. Ni que decir tiene que los niños y niñas utilizaban habitualmente este servicio de la Sala de Secado; pero también los socios asiduos mayores, como un sustitutivo de la gimnasia que solía hacerse antes de entrar en la piscina para relajar los músculos, se echaban sobre grandes toallas amarillas en aquella sauna de moderada temperatura, para echar fuera el sudor.
Así las cosas, la primera vez que alguien le dirigió la palabra a Kizu fue en cierta ocasión en que tanto él como aquel joven llevaban largo rato sentados en la penumbrosa Sala de Secado, según la costumbre de los socios mayores. No obstante, a la escasa y única luz de la habitación, Kizu no advirtió que el hombre que se tendía a ratos en un remoto rincón era aquel chico. Y esto, motivado también porque el hombre en cuestión, sin duda para incrementar el efecto de sudoración, se había echado la toalla de baño por la cabeza, cubriéndose el torso, envolviéndose en ella y dejando al aire sólo la caña de sus piernas, de las rodillas a los pies.
Desde que Kizu entrara en la Sala de Secado había transcurrido un tiempo considerable, y en ese rato habían llegado siete u ocho chicas de algo más de quince años, que habían ocupado las gradas superiores e inferiores del lado derecho, justo enfrente de la puerta. Las chicas se pusieron a charlar animada y estentóreamente entre ellas, y Kizu supo pronto que eran miembros del equipo de natación de un colegio femenino católico, alumnas de segundo ciclo de Grado Medio. Hablaban del número que les había tocado representar -como equipo de natación- en las fiestas del colegio, relativo al Libro de Jonás. Con viva energía, como corresponde a la preparación de un festival, ellas se quejaban -sin embargo- por su mala suerte y su insatisfacción, intercambiando voces que rayaban en griterío. Kizu estaba a la escucha, y comprobó que una chica bajita, al parecer de una clase inferior a las demás, destacaba del resto por su manera de hablar.
– Somos del equipo de natación -decía- y por eso lo que nos gustaría hacer es la escena en que arrojan al mar a Jonás, o bien la escena en que él es echado de nuevo al mar desde el vientre de la ballena, y luego tiene que nadar hasta dar con tierra. Pero, según el guión que ha hecho la, Hermana, tendremos que representar la escena del barco, cuando en plena tormenta el capitán y la tripulación, irritados, lo fríen a preguntas airadas; y luego, cuando en las afueras de Nínive él se construye una choza donde se pone a balbucir sus lamentos a Dios. Y eso es todo. A propósito, ¿qué rayos será ese arbusto que por lo visto crecía por allí, el de "ricino" que llaman? Por dondequiera que se mire, ¡qué rareza de planta! Y a pesar de no conocerlo, nosotras somos las que tenemos la responsabilidad de poner en pie los decorados.
Kizu por fin se lanzó a hablar. Pues él precisamente había conseguido el carnet de socio del club por un año gracias a los buenos servicios del monitor responsable del equipo de natación de las chicas, que ejercía a su vez como profesor de dibujo y pintura. Seguramente, las chicas, a través de este profesor suyo, ya habían recibido información de la actividad de Kizu en América.
Kizu había hecho la Biblia en imágenes, aportando sus ilustraciones para un libro infantil -según él mismo les dijo-. Con ocasión de ello había realizado un viaje a Oriente Medio para documentarse, y había visto allí los arbustos de ricino.
– De aquí a una semana, tal día como hoy, os traeré un dibujo en color de ese árbol. El árbol de ricino, en el Libro de Jonás, es un pequeño motivo que expresa el amor de Dios, y de ahí su importancia. Mejor dicho, es un gran motivo, sin duda -añadió el pintor; y aquellas jóvenes acogieron encantadas la propuesta.
Una vez de acuerdo, las chicas, que habían entrado ocupando la Sala de Secado, pero no se habían mostrado hábiles en lo de conseguir la sudo-ración, lanzaron un saludo de despedida, más apropiado para un encuentro de atletismo, y se fueron. A través de la ventana, con sus cristales a prueba de calor empañados, se percibía el movimiento clamoroso de aquellas piernas bien musculadas.
En éstas, se dejó oír la voz de aquel joven, con un tono distinto del que Kizu le había escuchado cuando pescó sus conversaciones en el club. El chico llevaba la enorme toalla alrededor de la cintura, ya que con el sudor se había vuelto pesada y se le había deslizado hasta allí.
– Por lo que se ve, profesor, es usted buen conocedor de la Biblia.
Kizu se encontraba hacia un extremo del lado izquierdo de la Sala de Secado, en la grada baja. El joven estaba sentado justo en posición encontrada con la suya: en la grada alta del lado opuesto. Sintiendo tal vez reparo en tener que mirar a Kizu hacia abajo desde su puesto superior, se cambió a la grada baja. Y orientó a Kizu su cara, de facciones y brillo semejantes al caparazón de un cangrejo cocido.
– Nada de eso -replicó Kizu-. ¡Sólo por lo que les he dicho a esas chicas…! La cosa no pasa de ahí. Ni se da el caso de que yo vaya a la iglesia.
– Yo por mi parte, hace un momento tan sólo, iba a indicarles algo a esas chicas. Y es que en el segundo piso del club, en el Salón de los Socios, está su libro ilustrado, profesor, en una estantería. Porque la comisión de cultura del centro se ocupa en reunir los libros de los miembros que se han incorporado al club y de exponerlos, a disposición del público. Cuando era niño…, o por decir mejor, hasta mucho más tarde, me he sentido admirado al ver cómo la manera de representar personajes y objetos en la pintura renacentista es de tal realismo que reproduce todo tal como era. El libro ilustrado por usted usa esa técnica, ¿verdad? Creo que los niños en especial se quedarán fascinados al verlo. Yo también, al leer el libro, he comprendido bien las proporciones que tendría la ciudad de Nínive, y la forma de las naves que viajaban a Tarsis.
El pintor se sintió interesado por las impresiones casi infantiles del joven -pues su propia concepción de los dibujos era algo que le había supuesto a Kizu una gran concienciación desde su juventud, y al llevarla a la práctica había condescendido con cierto anacronismo-, pero por encima de todo le atrajo la manera de hablar del joven. Pues ocurría que Kizu conservaba el recuerdo de un actor mejicano de teatro dotado de unas facciones nada comunes; y se diría que, a raíz de la propia conciencia de esa expresividad tan destacada de lo cotidiano que comporta una cara así, tal persona debe ser un punto más reservada de cara a los demás, en condiciones normales.
Kizu seguía en silencio, escuchando.
– Tampoco yo soy cristiano -continuó el joven-. Sólo que, desde mi infancia, el Libro de Jonás me ha venido inquietando.
– Como en realidad has leído mi libro ilustrado, no tengo ya que explicarte nada; pero también yo creo que he puesto mucho énfasis en la parte correspondiente al Libro de Jonás, dentro de mi obra.
– Si yo fuera a una iglesia, tendría ocasión de oír detalladas explicaciones sobre la Biblia. Pero el clero no me da buena espina; y así, las cosas que me preocupan siguen intactas, tal como estaban.
– Tal vez no sea lo más adecuado por mi parte preguntarte de este modo, pero… ¿qué es lo que te preocupa?
A pesar de haberse expresado así, Kizu en realidad no pensaba que de la boca del joven -la cual le había dado una impresión de brutalidad- fuera a brotar una pregunta concreta; pero al punto le llegó la réplica de él, con palabras que se dirían preparadas para el caso.
– A mí, ¿sabe?, me inquieta saber si el Libro de Jonás realmente acaba donde dice, o no. Sin duda es una pregunta infantil, pero se trata de saber si con el Libro de Jonás tal como existe hoy tenemos la obra completa, si era todo y sólo eso lo que había originalmente. Me preocupa.
– Ya veo -respondió Kizu, con esta frase vaga-. Puesto a pensarlo, a mí también me da la sensación de que ahí hay algo que no acaba de encajar. Pero conversando así, con estas palabras tan ambiguas, no vamos a llegar a ninguna parte.
En tal punto el joven cortó por lo sano, y dijo:
– ¿No sería posible que yo fuera a visitarle a su casa, para conversar de todo esto con más calma, profesor? El gerente del club me ha dicho que usted tiene la ciudadanía americana y vive en un lugar de régimen extraterritorial.
– No tiene nada de extraterritorial. Pues yo no pertenezco al cuerpo diplomático. Sin embargo, si te interesa el Libro de Jonás, tengo algunas obras de referencia; así que ven a verme con toda libertad. Vengo aquí los martes y los viernes, de modo que los demás días de la semana suelo tener la tarde libre. Infórmate de mi dirección en la oficina, y pide allí de mi parte que te faciliten también mi número de teléfono.
El joven dio evidentes muestras de alegría.
– Me he precipitado mucho en la conversación -dijo-; me preocupa que usted me pueda considerar un imprudente. Pero me voy a permitir tomarle la palabra; así que la semana próxima lo llamo.
Aquella sauna era de baja temperatura, y como Kizu ya había consumido un buen rato allí, decidió salir de la Sala de Secado. Dio una vuelta bordeando la cerca de madera ubicada en torno al foco de calor, empujó la puerta sin pintar de la sala y salió al exterior. A través de los cristales resistentes al calor, aún pudo cruzar su mirada con la del joven, que inclinaba el torso hacia él en ademán de iniciar un saludo. Kizu inclinó, a su vez, la cabeza, y en su rostro afloró una sonrisa, luego bajó hacia la zona de la piscina, y se marchó.
Ya he dejado explicado más atrás por qué Kizu -quien como docente del Departamento de Bellas Artes de una Universidad de la costa Este estadounidense gozaba cada ciertos años de un descanso sabático- había optado, ese año, por pasarlo en Japón. Espero que al lector le quedará claro lo siguiente: que, por las mismas razones, Kizu se había propuesto un programa de actividades algo distendido para ese período de tiempo. Su universidad le había facilitado un apartamento en cierto conjunto residencial que había adquirido en tiempos de la ocupación aliada posterior a la segunda guerra mundial, y que, tras pasar por varios cambios de administración e incluso tras haberse reedificado el bloque, seguía siendo propiedad de la universidad. Ese conjunto residencial no estaba exclusivamente destinado al personal que enviara la misma universidad, sino que se ponía igualmente a disposición de los japonólogos de otras muchas; si bien en el caso de Kizu, tratándose de un profesor numerario de la misma universidad, se le asignó como muestra de cordial acogida un apartamento en la planta más alta, de amplia distribución, con cuatro habitaciones en total, incluidos dos dormitorios. Él hizo un gran salón unificando la amplia zona de estar y la de comedor-cocina, disponiendo en el lado opuesto al ocupado por la mesa de comedor un espacio habilitado como taller. En la divisoria colocó el sofá, una butaca y una mesita, y allí era donde pasaba la mayor parte del tiempo.
Pasados tres días, recibió durante la mañana una llamada telefónica del joven, y en ese momento Kizu no conservaba recuerdo alguno del nombre y apellido del mismo; por un instante tan sólo, se quedó en suspenso. Al oírlo hablar en el club de atletismo había advertido que su manera de hablar y cuanto decía denotaban inteligencia; y que al mirarlo -con su físico tan musculoso- mientras hablaba, daba la impresión de que su asertiva presencia corporal hacía de puente entre su voz y su cara. Pero por teléfono transmitía una resonancia clara y sosegada.
Kizu recibió al joven visitante, y lo hizo sentar en el sofá que lindaba con la zona de taller. Sobre la mesita cercana había colocado el material de consulta, en tanto que él mismo se sentó en la butaca a juego con el sofá. El joven -llamado Ikúo- vestía pantalones vaqueros, una camiseta blanca de manga corta y encima una camisa de algodón de diario, con las mangas remangadas. En comparación con su aspecto desnudo de la Sala de Secado, parecía ahora bastante más joven. No obstante, a juzgar por el aire intranquilo que traslucía el joven desde que entrara en el apartamento, era fácil intuir que esa ropa tan común le venía al cuerpo como cosa prestada, y que la escena presente de la vida real desentonaba básicamente de sus costumbres. Algo más tarde, cuando Ikúo empezó a ir allí regularmente para posar como modelo del natural, explicaría a Kizu por qué ese primer día había mirado todo a su alrededor con tanta atención: empezando por los techos, pues éstos eran altísimos en comparación con los de los pisos amplios de Tokio. Y no se trataba sólo del interior del apartamento: la zona de acceso a los ascensores y el vestíbulo de la planta baja, donde los residentes recogían la correspondencia, estaban hechos con un tosco pragmatismo, sin hablar de sus exageradas dimensiones. Al escucharle a Ikúo por qué se sentía tan fuera de lugar allí, Kizu comprendió por contraste cómo, en su propio caso, él se había acostumbrado tan pronto a ese edificio, ya que estaba edificado siguiendo el mismo estilo que la residencia de su facultad en Nueva Jersey, donde él había entrado como nuevo profesor numerario, para quedarse allí por siete u ocho años.
Pues bien: a medida que Ikúo le hacía preguntas, Kizu le iba mostrando el material prometido, y le hablaba de todo lo que había investigado sobre el Libro de Jonás con ocasión de haber ilustrado aquella serie de relatos infantiles centrada en el Antiguo Testamento.
– Éstas son las notas que tomé de un libro de J. M. Meyers, a partir de su traducción japonesa -explicó Kizu-. Nínive era la capital de Asiria, una gran ciudad, aunque lo que ahí se dice de que "recorrerla por fuera dándole una vuelta alrededor llevaba tres días" es una exageración. Su población se estima que era de 174.000 habitantes; y, a propósito, esa frase de que "más de 120.000 eran: seres incapaces de distinguir su derecha de su izquierda, e incontables cabezas de ganado además", la entiendo así: dejando aparte las cabezas de ganado, el foco de atención está puesto en los niños. Tal vez para un especialista en el tema, esto no signifique nada, pero lo que viene a decir el texto es que Dios se compadece especialmente de los niños y del ganado: los inocentes, así como suena. Pues quienes cometen pecados son las personas adultas.
"Y hay algo más: la condición de paganos de los ciudadanos de Nínive. Siendo tal el caso, el hecho de que Dios se retrajera de acarrear la ruina sobre los ninivitas se debe ni más ni menos a que, a pesar de ser ellos paganos, se arrepintieron de corazón ante la palabra de Dios predicada por Jonás. Meyers escribe que para los altivos israelitas esto debió de suponer un fuerte trauma, ya que se tenían creído que eran el pueblo elegido de Dios. Israel fue obstinado; y los ninivitas, dóciles.
"Jonás, para escapar de Dios, monta en un barco que parte de Joppe con destino a Tarsis, seguramente a un puerto de Cerdeña donde había una gran fundición: como punto de destino para un barco que zarpaba de Palestina, era en aquellos tiempos un lugar muy remoto. Se cuenta que Jonás se embarcó en una nave que transportaba hierro y objetos de hierro. Ese Jonás que iba huyendo albergaba en su interior la idea de que el poder divino tenía que limitarse al territorio de Israel. Todo eso dice. Y parece tener sentido, ¿verdad? El barco es alcanzado por la tormenta, y Jonás es el único allí que sigue impertérrito, hasta el punto de que el capitán se extraña: "¿Cómo es que puedes dormir?", le pregunta. Este hombre, como pagano que es, no va a entenderlo, pero en la mente de Jonás está la convicción de que más temible que la tempestad es la ira de Dios, de la que ha logrado escapar y ponerse a salvo; por eso es tan natural que él pueda dormir.
"Luego viene el relato de cómo Jonás es arrojado al mar, cómo llega al vientre de la ballena, y cómo por fin arriba a Nínive. Allí tiene que explicar la ira de Dios, pero a fin de cuentas, según comenta Meyers en una nota: "Jonás deseaba en su interior que Dios y su amor de salvación se limitaran su pueblo exclusivamente. Jonás pensaba que él era un fracasado había convertido en motivo de irrisión para la gente".
– La observación sobre los niños es muy interesante, ¿verdad? -exclamó Ikúo con extrañeza, como si estuviera viendo visiones. Y el recuerdo de estas mismas palabras, al ser pronunciadas el primer día, quedó grabado hondamente en la memoria de Kizu-. Y aunque sea apartarnos de su tema, profesor, eso de destruir enteramente la ciudad de Nínive, con tal multitud de niños y de ganado incluidos en ella, debía de ser algo escalofriante, ¿no cree? Considerando que se trata de la época de Jonás, equivaldría ahora a la destrucción de una urbe del tamaño de Tokio, ¿no?
Sin embargo, no siguieron desarrollando más este tema. Kizu no se vio motivado a compartir la emoción del joven imaginando que Tokio, con niños y cabezas de ganado incluidos, aparte naturalmente de los adultos, fuera a sufrir una total destrucción. En parte porque, después de hablar sobre aquella obra que comentaba el Libro de Jonás, él no alcanzaba a responder a la pregunta que Ikúo le había hecho en la Sala de Secado, a saber: si el Libro de Jonás, tal como ahora se conserva en la Biblia, es un texto truncado, o está completo.
Ikúo entonces, al percatarse sagazmente de la turbación de Kizu, se aprestó a cambiar de tema sin reparo alguno, dejando de lado el Libro de Jonás. Al punto se dio una vuelta por la zona de taller que Kizu había establecido en su vivienda, y donde estaban expuestos los dibujos y óleos que éste había hecho al retomar su labor creativa, tras su regreso a Tokio. Ikúo manifestó su satisfacción al comprobar que el estilo de las obras de Kizu se correspondía cabalmente con la maravillosa sensación experimentada al ver aquel libro de dibujos bíblicos. Añadió, sin embargo, que, al ver obras originales, el color era aún más brillante, y que le recordaba el color de la pintura costumbrista contemporánea de América; observaciones que -para Kizu- precisamente daban en el blanco. Con ocasión de esto la charla derivó hacia una propuesta de Ikúo: si Kizu necesitaba un modelo para pintar, y concretamente para pintar el desnudo masculino, podía contratarlo a él; lo cual sería muy gratificante, ya que mientras él mismo posaba podía aprender mucho de la conversación del profesor, y así sería posible "matar dos pájaros de un tiro", y todo eso.
Una vez que acordaron este plan, Kizu acompañó a Ikúo a la puerta, y enseguida pensó que el joven había venido con la idea preconcebida de antemano de hacerle aquella propuesta de posar, ahora ya aceptada. Con todo y con eso, Kizu descubrió que volvía a aflorar a su propia cara la misma sonrisa que antes experimentara, cuando salía de la Sala de Secado.
Ese fin de semana, Kizu se despertó temprano una mañana, cuando aún estaba oscuro. En esto, tuvo ocasión de apercibirse de su propia postura en la cama. Ante el temor de que posiblemente el cáncer le hubiera invadido el hígado, solía dormir echándose sobre el costado izquierdo, con el brazo como almohada; una postura que tenía cierta base en el ámbito de su memoria remota: era la imagen que conservaba de sí mismo a los diecisiete o dieciocho años, echado sobre la ladera de una colina, en un valle de aquellos bosques por donde había nacido y se había criado. Hasta el presente esa imagen suya se le venía representando a veces en sus sueños, ante los cuales Kizu se sentía como quien ve visiones: siempre dibujándose con una gran sensación de realidad -por la riqueza del color- esa postura suya que él asumía como de "su eterno presente". Y en este momento del amanecer, en el sueño inmediatamente previo al despertar, Kizu se encontraba pues de vuelta en "su eterno presente".
Kizu se hallaba en una edad en que, por usar la expresión americana, su cabeza tenía aspecto de 'salt and pepper' o 'pelo entrecano' y corto, en tanto que la imagen que él se hacía de sí mismo era la de un joven de diecisiete o dieciocho años. Pues al tomarse mentalmente el pulso advertía que su ritmo emocional no había cambiado gran cosa desde la época en que tenía los diecisiete o los dieciocho. Aunque era consciente, con toda la crudeza del caso, de que se daba en él la grotesca confluencia de un hombre en el último tramo de la década de su cincuentena con la inquietud de espíritu de un muchacho a los diecisiete o dieciocho años. Kizu se imaginaba el episodio narrado en el canto trece de la Divina Comedia, correspondiente al infierno: donde un alma que acaba de entrar en la antesala de la vejez agarra su propio cuerpo, adolescente, y lo cuelga de unas zarzas.
A partir de la semana siguiente, Kizu acometió la obra de varios cuadros seriados, cuya concepción aún tenía imprecisa, e Ikúo le ayudó asumiendo el papel de modelo, que era clave para la serie. Cuando en realidad estaba aplicado a su dibujo, Kizu adoptó la táctica que solía usar en sus clases: hablar mientras ejercía su tarea; en parte también influenciado por lo que Ikúo había dicho el primer día que fue a su apartamento. Aunque, por cierto, en los seminarios de las universidades americanas, si un profesor en ejercicio se pasaba de la raya hablando, en las evaluaciones al final del período lectivo recibía un tratamiento severo por parte de algunos alumnos. Kizu solía responder a las cuestiones que Ikúo le hacía espontáneamente mientras posaba, a veces dejando pendiente la respuesta para darla la se* mana siguiente, tras dedicarle la reflexión oportuna. Kizu guardaba un vivido recuerdo de la época inicial de esas preguntas y respuestas:
– La semana pasada me preguntaste en qué consiste la libertad personal, ¿te acuerdas? Puesto a pensarlo, me he dado cuenta de que a mí también, desde joven, me ha atormentado esa cuestión. Es decir: ¿qué es para mí una persona libre? El tema me ha dado que pensar. Me viene a la mente una anécdota relativa a cierto pintor, que leí no sé cuándo.
"Para decirte cómo interpreto el asunto, tengo que recurrir a otra cita, pero esta vez no se trata de que me haya leído un libro entero, sino que es una frase escuchada a un compañero que enseña filosofía, así que tengo que recurrir a fuentes secundarias. El círculo que existe en la naturaleza y el círculo que existe en la mente de Dios son la misma cosa; sólo que se manifiestan de forma distinta, al estar revestidos de distinto aspecto. Así es, pues.
"La anécdota tuvo lugar en la época del Renacimiento, cuando cierto pintor fue requerido por un personaje encargado de elegir a alguien que fuera capaz de pintar al fresco un gran mural (en mi juventud, yo estaba fascinado por dicho artista). Se le pidió que presentara una obra capaz de testimoniar su arte. Entonces el pintor dibujó un círculo y lo envió. Es una famosa anécdota.
"Un pintor dibuja a lápiz un círculo sobre el papel. Ese círculo coincide a la perfección con el círculo que Dios ha concebido en su mente. La persona que tiene en su mano conseguir eso, es una persona totalmente libre. Como camino para llegar a esa tal libertad, el artista tiene que ejercitarse, acumulando arte sobre arte. Puesto a pensarlo, parece que el trabajo soñado como el gran quehacer de mi vida se me manifiesta al fin. Me refiero a cosas de mi juventud.
Ikúo seguía posando, sin mover para nada su cuerpo, ni siquiera la expresión facial. Su cara precisamente estaba seria, y le recordaba a Kizu la imagen creada por Blake del joven Los, a quien se comparaba con el sol. Kizu captaba la impresión de que Ikúo al desnudo llevaba sobre sí las sombras propias de un grabado a color en madera de Blake, y la impresión también de que él mismo con su lápiz Conté iba dispersando esas sombras. Ikúo miraba fijamente al espacio vacío que tenía ante sí, y su capacidad de atención la había volcado en sus propias orejas; así es como lo captaba Kizu. Encontrándose Ikúo guardando silencio de ese modo, aprovechó el siguiente momento de descanso para decir:
– Creo que yo también he pensado algo en cierto modo parecido a lo que usted ha dicho, profesor. Suele decirse que los niños pequeños son libres, ¿no? Admitiendo que eso sea realmente cierto, basta con que adquieran un poco de conciencia para que ese ser que dos o tres años antes era libre, no pueda ya actuar libremente. Yo, por mi parte, cuando dejé atrás mi infancia, aun en tales circunstancias creo que soñé con esa libertad como algo real que estaba a mi alcance. Y no se trataba de darle vueltas a un concepto.
"Entonces pensé en el caso de Jonás: intenta escapar lejos de Dios, pero no hay para él modo alguno de lograrlo. Eso tiene que aprenderlo a base de sufrimientos que casi lo llevan a la muerte. Todo eso que se relata de que estuvo en el vientre de la ballena y demás… me ha hecho pensar en la peste que haría allí dentro…
En este punto, Kizu no pudo refrenar una sonrisa.
– Pasado todo eso, Jonás se da por vencido y se dispone a hacer lo que Dios le manda. Y una vez que toma esa decisión, él se vuelve obstinado. Y a ese Dios que ha cambiado de planes, le dirige su queja: "El rumbo que habías tomado desde el principio, ¿no tenías que seguirlo hasta el final?" -le reprueba. ¿No es éste precisamente el proceder de alguien que es libre? Aunque tal libertad puede darse únicamente en el supuesto de que Dios existe. Es posible que me equivoque, pero si Dios, por su parte, no da lugar en su mente a que haya alguien con esa libertad para objetarle, ¿no es cierto que esa libertad inmensa y sin restricciones no hay quien pueda asegurarla? Si yo he deseado leer la continuación del Libro de Jonás, ha sido justamente por eso.
Kizu no replicó nada sobre la marcha. Aunque le respondió con una sonrisa significativa, dando a entender que comprendía lo que el joven quería decirle.
Estaba entrando el otoño en Tokio. Cuando Kizu vivía en la residencia de su facultad en Nueva Jersey, había por allí una extensa lengua de agua -aunque solían llamarla "el lago"-, siempre con el agua fangosa y turbia, que en realidad no era más que un canal artificial para hacer allí prácticas de remo en canoa. Desde su orilla opuesta, con cada llegada del otoño venía hasta los oídos de Kizu una voz animal semejante al chirriar de las cigarras. El compañero de habitación de Kizu -un alumno africano de Historia del Arte- aseveraba, sin dar su brazo a torcer, que era el grito de un pájaro salvaje. Ante el apartamento donde ahora vivía Kizu en Tokio, mirando desde la terraza, orientada al Sur, se alzaba un enorme árbol, a una distancia de cinco metros, de la especie llamada ñire u olmo japonés. Con sus amplias hojas blandas y redondeadas, le recordaba a Kizu la línea de arbolado que bordeaba el campus universitario de Nueva Jersey, y por ahí dedujo él que el ñire era una variedad del olmo. Nunca se había detenido a pensar -por cierto- que ese tipo de árbol era etiquetado en Japón como ñire. Pero cuando Ikúo posó desnudo para él la primera vez, al quitarse la ropa interior dirigió su mirada a los remotos edificios que quedaban más allá del árbol, a través del frondoso ramaje de éste, y comentó:
– Ese akadamo nos sirve de mampara, ¿eh? Aunque cuando caiga la hoja no podremos decir lo mismo.
– ¿Akadamo, dices?
– Así oí que lo llamaban en Hokkaido cuando yo correteaba por allí -dijo Ikúo-. La gente lo suele llamar harunire o ñire de primavera, por la época de su floración: un olmo escocés, por otro nombre. Creo que a éste le toca florecer pronto, ¿no? En mi niñez me enseñaron a diferenciar entre esta especie y el auténtico harunire por la época en que florece cada año. Oí decir a mi padre que…
Entretanto el rostro de Ikúo, que hacía pensar en el hocico de un animal carnívoro, por más que trasluciera un tranquilo aire de remembranza, trajo un desvaído recuerdo a la mente de Kizu. Ikúo nunca se había referido antes al hogar donde se había criado, y lo único que había dicho alguna vez era que desde hacía bastante tiempo no mantenía contacto con su familia. La cara del joven era tan obviamente singular que en su infancia debía de haber tenido un encanto muy gracioso, que lo haría ser el personaje más célebre de su casa. Ese niño, al hacerse joven y empezar sus correrías a pie por Hokkaido, y luego por otras regiones, para acabar no regresando al hogar, a la fuerza tuvo que provocar en su familia un sentimiento de pérdida.
Ante el árbol, a propósito del cual le había enseñado Ikúo el nombre de harunire, Kizu empezó a albergar en su interior sensaciones eróticas. Él mismo advirtió el desarrollo insospechado de dichos sentimientos gracias al episodio siguiente:
Una mañana, la mirada de Kizu se vio cautivada por el harunire cercano a su terraza, que ese día agitaba su lujurioso ramaje con una fuerza nunca vista. En esto, sobre una rama desnuda de follaje, vio una pareja de ardillas saltando llenas de vida, que enseguida desaparecieron entre la espesura de las frondas: el desbordante y enérgico poderío que desplegaban se concentraba en la base de sus colas. En el entorno del harunire había otros árboles más bajos, como robles de hoja perenne y de otras variedades, cargados de frutos en forma de bellotas. En el caso de harunire, por más que Kizu miró en torno a la base del tronco -cubierto por una corteza de duros surcos sinuosos- no parecían haber caído frutos al pie del árbol. Como había dicho Ikúo que "a partir de ahora va a florecer", en ese supuesto los frutos vendrían más tarde.
Volviendo a lo anterior, las ardillas que se habían perdido entre el follaje tenían que ir animadas únicamente por el afán de aparearse; y así lo había sabido Kizu directamente por intuición. Pues ante los movimientos exagerados del ramaje motivados por las ardillas, él experimentaba una sensación en lo más íntimo de su vientre que era inequívocamente una incitación. Allí, adentrándose con la mente en la profunda sombra verdosa del harunire, le parecía estar viendo la estrecha zona lumbar de Ikúo, y sus nalgas, con los músculos flexionados suavemente bajo su recia piel. Y le pasó lo que en mucho tiempo no experimentaba: el pene se le puso erecto hasta dolerle.
Kizu se quedó mirando atentamente la copa del árbol, en tanto llegaba a atenuarse y calmarse el proceso desarrollado en su entrepierna. Él se encontraba en la terraza tomando un baño de sol, enteramente desnudo, al amparo del harunire, cuyo follaje cubría un amplio espacio. Eran las nueve de la mañana; el sol empezaba a desplazarse por detrás de las ramitas cimeras del árbol, pero ya Kizu había tomado su baño de sol por más de una hora. Echando previamente un cobertor de la cama en el suelo, se había acostado encima, en forma despatarrada, sus piernas abiertas orientadas a la ventana. Era ésta una nueva costumbre suya, adoptada con la idea de exponer en lo posible al calor de los rayos solares aquellos de sus órganos que debían de estar invadidos por el cáncer. Una idea sentimental, sin duda, pero que tenía visos de ser eficiente.
Hoy, sin embargo, viéndose en esa postura, orientado a la luz del sol, con el bajo vientre expuesto al aire, se le evocaba el recuerdo de un bebé que aguarda, orientado hacia su madre, el cambio de pañales. Y todavía le vino otro pensamiento, aún más cómico: cuando él posiblemente existía dentro de un remoto antepasado, un mono, como gen hereditario; y ese mono -que se superponía con Kizu mismo- exponía su ano al sol como quien presenta un obsequio: tal era la ocurrencia. Puesto a pensarlo, dentro de ese plácido baño de sol ya estaba gestándose un clima de sexualidad…
Entretanto, en la parte umbrosa del harunire, y con mayor cercanía que antes respecto a la terraza, surgió otro movimiento de tinte erótico, mas abiertamente erótico aún que el anterior. Sobre el lienzo entretejido de claroscuros de verdes y delicadas sinuosidades, Kizu alargó un lápiz imaginario, y fue trazando apenas los muslos abiertos de Ikúo y su unión, de los costados a los glúteos, con un ángulo de visión algo elevado y en diagonal desde atrás. De nuevo Kizu sintió vivamente que le brotaba una corriente de sangre cálida desde el abdomen a las ingles, provocándole una fuerte erección en el pene. Con la mano izquierda se echó mano al sexo para sobarlo mientras seguía trazando su esbozo en el aire. Cuando alcanzó la eyaculación, llegó a sus oídos algo como un fuerte suspiro, que era su propia voz clamando:
– ¡Ikúo! ¡Ikúo! ¡Aaah! ¡Ikúo!
De este modo Kizu se fue apercibiendo poco a poco y con toda franqueza de qué cosa estaba él buscando en Ikúo, desde el día en que se lo encontró en la sala de secado del club. Despertada su homosexualidad en el tramo final de la cincuentena, lo que estaba buscando era nada más y nada menos que consumar el acto sexual con este joven, de bello y duro cuerpo. A partir de este día, las sesiones en que Ikúo posaba para él se le convertían a Kizu en algo especial. Sin embargo, no hubo nada nuevo, y los días se sucedían uno tras otro. Cuando se encontraba solo, Kizu no acertaba a concebir cómo hacer realidad concreta sus sueños de cada día. Ikúo por su parte se mantenía insensible a cuanto pasaba por el interior de Kizu, e incluso llegaba a contarle impresiones suyas, que a su interlocutor le resultaban crueles:
– Este estudio de vez en cuando huele como si un soltero de mi edad viviera aquí. Al posar como modelo he enrojecido de vergüenza, pues hace dos o tres días que no me baño en el furo; y a la piscina, como he tenido una tregua de descanso, tampoco voy.
Kizu pudo arreglárselas para no enrojecer de vergüenza; pero, acordándose de que estaba retomando la costumbre de masturbarse después de años de no hacerlo, se sintió confundido. Y en estas circunstancias le dijo a Ikúo, por no callar, algo que no era interpretable como un cumplido:
– Un artista, mientras practica su creación, dicen que se rejuvenece. Ya se ve que es así.
Ese día desde por la mañana se oscureció el cielo, como si el sol hubiera llegado a su ocaso, y soplaba el frío viento del Norte. Kizu seguía por su propia cuenta con la peculiar "higiene terapéutica" para combatir el cáncer que había iniciado desde mediados de julio, o por mejor decir: los baños de sol -la denominación misma, de aire tan anticuado, "higiene terapéutica" le provocaba un sobresalto a Kizu-; pero ese día no había lugar a tales baños. Con la frente apoyada en la frialdad de la puerta de cristal que daba acceso a la tenaza, Kizu miraba al harunire, cuyas frondas sacudía el fuerte viento. Las hojas, en la medida en que podían verse, aparecían secas y sin brillo, y algunas que volvía el viento mostraban su envés blancuzco y aún más seco. Hasta el momento le habían llamado la atención unas pocas hojas amarillentas, pero solía ser porque las ardillas o el viento hubieran roto allí las ramitas, pero ahora se fijó en que había numerosas ramas en en que la mitad de sus hojas se había vuelto de un amarillo limón. Kizu pasó así el tiempo ese día hasta más tarde de las doce, en un estado de ánimo alterado, incapaz de tranquilizarse. Ikúo, que tenía que haber ido durante la mañana, no apareció. El lunes de dos semanas atrás, que ya había sido prefijado para una sesión de pintura, Ikúo llamó por teléfono diciendo que se tomaría ese día de descanso como modelo. El jueves siguiente también faltó, esta vez sin previo aviso. Y la semana anterior también se tomó vacaciones por el mismo procedimiento los dos días convenidos. Por fin, ese día, Kizu llamó por teléfono al club de atletismo. Le respondieron que no había tal cosa como ausencia por enfermedad, ya que en ese mismo momento Ikúo se hallaba actuando como monitor en una clase de nadadores aficionados. Kizu rogó que le comunicaran simplemente que él había llamado. Sería el jueves de esa misma semana, en una mañana clara, cuando Ikúo se le iba a presentar por fin en la puerta.
Pero a todo esto Ikúo no se disculpó especialmente ante Kizu por las pasadas dos semanas y media de ausencia. No parecía deberse eso a una inmadurez derivada de cierto egocentrismo, sino más bien a una actitud consciente por su parte de guardarse dentro lo que debía decir, lo cual preocupaba tanto más a Kizu. Y, por si fuera poco, había una sensación abiertamente extraña en torno al cuerpo desnudo de Ikúo. Con un proceder muy típico de los artistas, Kizu, al mirar a su modelo, lo hacía con una expresión alerta, semejante a la de quien aguza el oído ante un ruido raro; y eso tenían que delatarlo sus ojos. Ikúo, en diametral contraste con la actitud que adoptaba cuando empezó a ir al apartamento, se mostraba ahora con una sensibilidad muy pronta a reaccionar. Con el espeso follaje de la copa del harunire por detrás de su hombro derecho, y posando mientras aguantaba los fuertes rayos del sol -no habituales por cierto tiempo-, Ikúo se masajeaba con la punta de los dedos la escasa carnosidad que circundaba sus músculos abdominales, tensos como una tabla de lavar ropa.
– Durante estas dos semanas -dijo-, algo me he metido, y bien, en entrenamientos, como para matar a un caballo. Porque sólo con hacer de monitor de nadadores aficionados no me mantengo nada en forma. Y me estoy dando cuenta de que las carnes se me van espesando por esta zona, y me temo que la línea ya no sea la misma para usted que la última vez que estuve posando.
– Eso no es mayor problema -respondió Kizu-. Pues ahora estoy dibujando más que nada los salientes de tu espalda. Aunque, por supuesto, tu cuerpo entero se ve en forma, ¿en?
De todas maneras, Ikúo mostraba un aire de preocupación; y con la palma de la mano se puso a frotarse la parte sebosa de su abdomen, estirándola hacia el ombligo. Con ese frotamiento se destacaba de la espesa y oscura pelambre de su ingle el pene, que se notaba blando pero pesado, y se le iba hacia el muslo más próximo a Kizu, que lo estaba mirando actuar de este modo. Al sentir sobre sí los ojos de Kizu, el joven se manoseó los glúteos y trató de escudar sus genitales al amparo de sus gruesos muslos, pero no le salió bien el intento. Entretanto el pene se le curvaba hacia la derecha, a ojos vistas: apuntando al harunire, que estaba tras el cristal, aumentó vivamente de tamaño. Eso para Kizu no era comparable a sus erecciones de ahora; más bien le recordaba las que había tenido de joven, incontrolables y a su propio ritmo.
Ikúo acabó relajando la pose y se tapó el pene con las dos manos; con gesto decidido orientó su cara, enrojecida y seria, hacia Kizu. En ese día se daba por primera vez el caso, desde que tenía a Ikúo ante sí, de que éste lo mirara de frente.
– En realidad, profesor, hay algo que tengo que decirle hoy; y mientras lo pensaba se me ha ido la mente a mis emociones personales, y esto es lo que ha pasado. Perdone mi torpeza. También yo estoy confundido. Incluso me suena raro eso de "emociones personales", pero cuando recuerdo lo amable que ha sido siempre usted conmigo…
"Usted ha querido conversar conmigo de varios temas; y a mí casi me resulta increíble pensar con qué afecto me ha acogido en su casa. La soledad con que he vivido durante años no la he sentido ya estos últimos meses. Si no le diera las gracias sería un completo desagradecido, pero ahora, en realidad, y después de pensarlo mucho, creo que voy a dejar mi trabajo de Tokio.
"Es algo que ya había empezado a pensar cuando nos encontramos en aquella ocasión en la Sala de Secado del club, pues ya llevo trabajando allí dos años enteros. Gracias a eso me ha sido posible conocerlo a usted, profesor, así como conseguir este trabajo de modelo a raíz de ofrecerme a usted para ello, y enriquecerme con su conversación. Es muy de agradecer todo; pero creo que si sigo como monitor de natación, así no voy a ser capaz de enfrentarme con mis problemas personales. Tema éste que está en relación con lo que hemos hablado, de lo que significa la libertad personal…
"Así que mientras reflexionaba sobre todo eso, la semana pasada y la anterior me he dedicado a ponerme en forma, y por el momento, mientras aún me conservo fuerte, he llegado a una conclusión, y es que voy a marcharme. Ayer presenté mi dimisión en el club de atletismo. Según ha establecido el centro, en este caso no me gratifican al irme, pero en fin…
Kizu sintió vivamente en su interior como si un cuerpo extraño estuviese invadiéndole las células que se encontrara en su camino, y fuese creciendo a costa de ellas… como si un sufrimiento extrañamente físico lo sofocase. En tanto que se quedaba confundido sobre qué hacer, trató de autoconvencerse de que "así es como la gente sufre alguna vez el abandono de los demás". Ahora que él había rebasado en su vida la mitad de la cincuentena, éste era un nuevo revés que le reservaba la vida.
– Claro está, desde luego. Tú lo has pensado a tu modo, llegando a tu propia conclusión. También eso define a quien se va haciendo su personalidad concreta. Creo que no conduciría a nada que siguieras toda la vida como monitor de natación. Y vale decir lo mismo, con más razón aún, si se trata de posar como modelo. El irte por fin despegando de eso para marcharte por ahí a algún sitio es muy natural en tu caso. Eso no impide que yo sienta la añoranza de tu partida, digamos; o que me sienta apenado.
Mientras así hablaba, Kizu podía oír con sus propios oídos cómo un apasionado resentimiento por sus errores pasados resonaba al mezclarse con la corriente de su sangre. Ikúo entonces se volvió a él -una fuerte emoción embargándole la mirada- para venir a pedirle algo inesperado, algo que Kizu había pensado y soñado hasta el presente, y que ahora por el mismo desarrollo de los acontecimientos quedaba ya al descubierto; algo tan sorpresivo como desenfadado.
– Profesor, ¿es usted homosexual? A veces me he preguntado si no estaría usted preparando una relación conmigo de ese tipo, y, suponiendo que con esa intención me hubiera tratado tan amablemente, acabaríamos llegando a las manos de mala manera, zurrándole yo bien por mi parte.
Pero ya no tengo esas ideas tan hostiles. Y como hoy es el último día, si quiere hacer algo conmigo en la línea homosexual, no por eso voy a guardarle rencor… esto es lo que he pensado; y aquí tiene mi cuerpo, tal como usted me ve…
Kizu sintió que de súbito lo invadía una conmoción equivalente a la del viejo dicho del país: "un lamento que te destroza las entrañas". Se puso de pie. Ante ese movimiento suya, el joven, que estaba en pie protegiendo sus genitales con ambas manos, se vio aún más movido a la actitud de autodefensa; y esto a su vez hirió a Kizu en su orgullo. Kizu logró lanzar esta voz desde su garganta reseca:
– ¡No hay nada de eso! Ni yo sé nada, ni tengo práctica de amar a los de mi mismo sexo. Sin embargo, y hablando de tu cuerpo, es verdaderamente de una gran belleza, y yo he venido experimentando cierto movimiento de atracción por él. No es que tenga plan alguno en perspectiva, pero aunque sea lastimoso confesarlo, desde el fondo de mí mismo estaba esperando algo. Quizás sea porque estoy en esa época crítica de la vida. Y eso viene a ser todo.
"A propósito, puede que esto suene a que me resisto a ser un perdedor, pero… ¿por fuerza tienes tú que marcharte a algún sitio? ¿No vas a poder volver por aquí? ¿Acaso, en vez de irte a donde sea, no podrías tomarme como compañero de búsqueda para perseguir tu libertad personal?
Kizu dijo esto como aullando, y no teniendo nada preconcebido que añadir concretamente, se desplomó en la butaca, y hundió la cara entre sus manos. Estaba llorando. A través del enrejado de sus dedos llegó a ver cómo Ikúo se bajaba de la tarima de posar, y, mientras con una mano refrenaba el movimiento saltarín de su pene, se le plantó a él mismo justo delante. Proyectó un poco su cintura hacia él, rozándole, y se quedó allí parado como buscando arrimo. Entonces Kizu, para su propia sorpresa, liberó sus manos húmedas de llanto, alargó los brazos por los costados de Ikúo hacia su trasero y, apuntando al pene, que se movía anárquicamente, como objetivo, consiguió atraparlo metiéndoselo en la boca. Abrió la misma ampliamente, ante el temor de poder herir el pene con sus dientes postizos -esos de sensibilidad muerta, con los que no se sabe hasta qué punto apretar-. Por fin inmovilizó el pene, haciéndolo descansar contra el paladar. Luego le pasó la lengua alrededor. Las manos de Ikúo se sujetaban entretanto a su cabeza.
En resumen, ¿no podría decirse que Kizu actuó como un veterano con mucho arte a cuestas? Cuando Ikúo eyaculó, aquello duraba sin que pareciera tener fin, y Kizu no podía más de contento. Cuando soltó sus dedos, antes aprisionados entre la hendidura de los glúteos de Ikúo, éste dejó suspendido su pene, aún demasiado grande para poder abarcarlo en una mano, junto a los labios de Kizu. Y con unas confusas palabras preguntó:
– ¿Qué puedo hacer yo, a mi vez, para corresponderle?
Kizu movió dócilmente la cabeza, en un gesto que esperaba fuese significativo de: "Con esto ha sido bastante". Con el dorso de la mano llegó incluso a secarse el exceso de semen que le goteaba, desbordante, por la comisura de los labios.
Kizu e Ikúo se echaron en unas tumbonas de mimbre, puestas juntas, mirando hacia el harunire, cuyo contorno se recortaba tersamente contra aquel cielo claro de otoño. La luz del sol era tan fuerte que para escudarse frente a ella habían echado las persianillas de gradulux hasta la mitad. Ambos estaban conversando sobre las próximas condiciones de su vida en Tokio, con idea de que Ikúo pudiera seguir haciendo de modelo de Kizu, toda vez que había dejado su trabajo del club de atletismo. Se habían propuesto, ante todo, no precipitarse especialmente en decidir un programa concreto respecto a todos sus pormenores. De vez en cuando se quedaban callados, compartiendo simplemente su sensación de intimidad. Kizu alargó el brazo hacia Ikúo -echado éste cuan largo era a su lado- para dibujar con el borde de una uña sobre la piel del joven -como si se tratara de un papel de gran calidad, y descendiendo de un solo trazo desde la zona baja de las costillas de Ikúo hasta la concavidad de su vientre-, un esbozo parecido a una red de distribución de cables en un circuito eléctrico. Ikúo se miraba hacia abajo viendo aquello como quien contempla el desarrollo de un croquis. Kizu veía a su vez cómo el movimiento de su uña hacía que el pene de Ikúo, algo alejado del muslo, llegara a montarse sobre éste, rozándolo. Aunque la "cabeza de tortuga" del pene estaba en realidad seca, mostraba pequeñas ondulaciones rojizas, como de crepé, que la hacían parecer húmeda. La mano negruzca y lustrosa del joven se echó sobre el pene para cubrirlo, habiendo él advertido que empezaba llamativamente a brillarle de nuevo; entonces Kizu montó su mano, cargada de visibles arrugas, sobre la de Ikúo.
Kizu se quedó un rato dormido, y se despertó al nivel consciente como si reaccionara ante la sacudida de un anzuelo de pescador. Se encontró con que Ikúo le daba ahora la espalda, aunque seguía tendido junto a él. Kizu vio aquella espalda musculosa, con diversas prominencias escalonadas como si fueran piezas de una armadura, aquellos lomos y aquel culo: toda su piel dejaba aflorar abundantes gotitas de sudor. Kizu incorporó el torso, sintiendo simultáneamente unos latidos de excitación que lo sofocaban; echó mano a una caja de pañuelos de papel colocada sobre la mesa vecina; luego, se tendió cerca de Ikúo hasta poder sentir el calor de su cuerpo, y se puso a masturbarse. Cuando eyaculó en el pañuelo de papel una escasa porción de semen mezclado con una coloración ocre, el joven -al que Kizu creía dormido-, sin cambiar su postura extendió su mano sudorosa hacia los enjutos muslos del pintor. Ikúo, con los ojos entornados, se dio la vuelta hacia Kizu, y rodeó con sus brazos robustos el cuerpo de Kizu, tan desmedrado. Ikúo besó cariñosamente los hombros de Kizu. Éste se sospechaba que tales besos eran una especie de descargo de conciencia por parte de Ikúo, quien estaría temeroso de que se hubiera intuido su instintivo rechazo a acariciarle el pene con sus labios. Sin embargo, la cara cercana de Ikúo, mientras reiteraba sus amables besos, mostraba más bien su arrobamiento y satisfacción.
Sin tener todavía una idea clara de qué tipo de cuadro iba a salirle de allí, Kizu extendió sobre el suelo Los dibujos que había hecho posando para él Ikúo, y mientras los estaba examinando se acercó por allí el joven, con una desgastada bata de Kizu que se había echado por los hombros sobre su cuerpo desnudo. De entre los esbozos que había extendido Kizu, Ikúo estaba fijando su mirada en un dibujo concreto que había sido hecho sobre un papel aparte y luego se había pegado, como mitad inferior, a otra hoja dibujada. En esto, Kizu empezó a preocuparse y, alzando la mirada, descubrió que a Ikúo, cuando concentraba su vista en algo, le sucedía como a él mismo: que mostraba una expresión sagaz y penetrante, como la de un halcón, un halcón peregrino o una rapaz de ese género. Ikúo daba la impresión de ir a correr una membrana sobre sus ojos, cuando con una voz igualmente brumosa se puso a decir:
– Me ha venido a la cabeza una extraña idea: se trata de que este dibujo refleja algo que me ocurrió en el pasado como experiencia personal. No me acuerdo casi. Es de cuando yo era muy niño.
De entrada, también Kizu se quedó estupefacto. Por el tiempo en que, estando en América, él había aceptado de hecho su recaída en el cáncer, precisamente había pedido su año sabático en Japón con la mira puesta en buscar a aquel muchacho, no obstante el tiempo transcurrido. Cuando ese afán se hizo particularmente intenso, llegó a dibujar de memoria un esbozo de la escena protagonizada por el chico, del tipo de los carteles de "Se Busca". El dibujo de aquel incidente en torno a la maqueta de piezas de plástico lo había añadido, sin ninguna intención preconcebida, a un esbozo que trazara de Ikúo. Kizu contempló los dibujos, para luego orientar su mirada al joven que en realidad tenía ante sí. Se produjo un efecto de "zoom" sobre la memoria de quince años atrás, y a Kizu no le llevó ni un momento ver las facciones de aquel niño superponiéndose al rostro mismo de Ikúo: preciosos ojos sobre la fiera cara de un perro. Y una vez que Kizu se percató de esto, no le quedó más remedio que reconocer la existencia de una voz interior que reclamaba insistentemente su atención, regañándole airadamente por tener tan embotada su capacidad de intuición, desde aquella primera vez en que se encontrara con Ikúo en la Sala de Secado del club de atletismo.
Durante la animada conversación que siguió entre ellos, Kizu de vez en cuando se reía estentóreamente, mientras que Ikúo por el contrario volvía a sumirse en actitud pensativa. Ikúo había llegado por la mañana, y no se marcharía hasta la puesta de sol. Desde bastante temprano por la tarde aparecía por el sudeste un cúmulo de nubes agrupadas como en una sola línea de fuerza, y ahora las nubes habían formado un flujo de cirros, con un ligero tinte rojo por su panza. Kizu reorientó su pensamiento a la plenitud que había experimentado ese día en tan corto tiempo, y reconoció que lo que le había pasado en las últimas dos o tres semanas había sido un toque de buena fortuna, algo que difícilmente se encuentra uno en la vida.
– En el dibujo que usted ha hecho, profesor, verdaderamente ha captado muy bien aquella escena -decía Ikúo repitiéndose, sin alcanzar a reprimir su emoción-. Como es natural, se me escapa de la memoria cómo era yo de niño, a esa edad, por lo que yo viera con mis propios ojos. Pero… por ejemplo… cómo aquella abultada maqueta que yo construí con tantísimo esfuerzo se quedó enganchada entre las piernas de una niña, y cómo ella en un gesto tan cómico trató de guardar el equilibrio… Eso sí que, desde luego, le ha salido tal como yo lo vi. Con su carita enfadada ella me está mirando a su vez, y con esa postura de todo su cuerpo parece estar tratándome de tonto… Es algo inolvidable para mí.
– También lo es para un pintor sin especial talento como yo -dijo Kizu; y se le ocurrió luego esto:
"Precisamente a raíz de haberme topado con este incidente, he llegado a la conclusión de que ando falto de verdadero talento.
– Desde mis catorce o quince años yo había empezado a dibujar con plena conciencia de lo que hacía, y aunque en el tiempo transcurrido haya habido períodos de inactividad, por supuesto si uno vive como artista esto llega a ser -y lo diré usando una expresión que me habrás oído usar no sé cuántas veces- un "hábito de por vida". Uno hace un dibujo en el papel. Luego, con ese movimiento de la mano y a esa velocidad ya consabida, aunque uno ya no tenga un lápiz en la mano, va observando y va trazándolo todo en una pura memoria visual: ya sean paisajes, objetos o personas.
Ikúo aguzaba el oído para escuchar cuanto Kizu decía en medio de su pura exaltación. Todo era cierto, desde luego; y mientras lo oía hablar, miraba fijamente, como poseído por un trance, aquel dibujo: aquella chica que se mantenía en equilibrio sobre un solo pie en tan impensable postura.
Kizu dijo, volviendo a la realidad:
– Yo sé dónde esta chica se encuentra ahora. La editora del periódico me comunicó su dirección. Pero hay algo más. Como yo en cierta ocasión quise asegurarme de los datos, incluso la llamé por teléfono.
– Y, hablando por teléfono, ¿qué sensación le dio?
– La propia de estos casos. Me pareció una joven muy singular. Tanto en su voz como en su conversación hay una seguridad que no suele encontrarse hoy día entre las jóvenes de nuestro país. Y cuando recuerdo que ya de entrada, en su infancia, cuando quedó enganchada en tu maqueta, y mientras hacía equilibrios para no caerse y no dar con todo en el suelo, aguantando pacientemente el tipo… ya sólo con eso me imaginé que no era una niña como las demás. Entre las cosas que recuerdo con tanta claridad de todo lo que he vivido, ésta es muy especial, por supuesto. Pero no es sólo por la energía que emana de esa chica. También está el recuerdo de aquel muchacho tan especial, que aceptó destruir su propia creación; él arroja una luz que la ilumina a ella, y ambos juntos quedan así guardados en mi mente como un tesoro.
– Más bien, yo hasta ese momento había sido un chico como los demás -dijo Ikúo pausadamente, como si estuviera aún sopesando la carga interior de esos recuerdos en los que había quedado atrapado-. Yo hacía bastantes modelos con piezas de plástico prefabricadas de muchos tipos, o a veces con taquitos de madera que yo mismo tallaba con mi navaja. Perdía la cabeza con eso, y había días en que dormía poquísimo… Y mientras hacía mis obras, era como si alineara palabras para componer un cuento. Puesto a hablar en función de lo que recuerdo, aquella niña era una persona rara, y esto se vio cuando quedó enganchada en el modelo que yo llevaba: enseguida me dio la impresión de que me estaba retando con la mirada- Recuerdo que llegué a odiarla, por aquello de que me echó a rodar todo lo que podía haberme venido luego: tras ganar aquel premio por una obra original que me había llevado tanto tiempo hacer, una invitación además para visitar la Disneyland de California con todos los gastos pagados.
– No obstante, ahora la mirarás con nostalgia, ¿no? -dijo Kizu; y prosiguió, hablando animadamente de cuanto se le ocurría:
– ¿No estás tú ahora con deseos de enfrentarte a una nueva vida? Aparte de que la enfoques relacionándola o no con la cuestión de la libertad personal, esta circunstancia tal vez pueda convertirse en una buena ocasión para ti. Si nos paramos a pensarlo, eso de que tres personas, a partir de una fecha del pasado, renazcan ahora de golpe a una nueva situación, no es algo que se vea todos los días, desde luego. Vamos a invitarla a cenar, a ver qué pasa. ¿No crees que ella no podrá echarse atrás, si considera que es un reencuentro para vosotros dos después de aquel dramático episodio de hace quince años? Como regalo que llevarle podemos optar por este dibujo.