CAPÍTULO 5 . EL COMITÉ MOSSBRUGER

Ogi empezó a poner en orden el fichero de nombres al día siguiente de recibirlo de Patrón. Una vez que había metido toda la información en el ordenador, pasó a la siguiente tarea de ponerse en contacto con cada una de las personas de la lista. Siendo así que Patrón iba a iniciar un nuevo movimiento, se trataba de preguntarles si con tal motivo deseaban recibir una carta de saludo del líder, con el fin de conocer sus intenciones. Una de las razones por las que Bailarina pidiera a Ikúo su colaboración en tareas de oficina era -sin duda- que Ogi estaba volcando casi todas sus energías en esta labor. Ogi informaba por carta a cada destinatario de que su nombre y dirección pasaban a la agenda de Patrón, y le rogaba que mediante una tarjeta que iba incluida en el sobre contestara a la pregunta arriba formulada. Un treinta por ciento aproximadamente de las personas contestaba que "líos esperaban con expectación la carta de Patrón. Los nombres de aquellos otros que, o bien respondían que no estaban interesados, o bien no respondían para nada, Ogi los tachaba de la lista con sus direcciones respectivas; pero cuando en este quehacer se topaba con nombres conocidos gracias a los medios de comunicación, Ogi llegaba a dudar si esa lista de nombres no la habría confeccionado Patrón a su antojo. Pero la gente que había respondido configuraba una lista de ciudadanos sin renombre especial. A medida que avanzaba el trabajo, se veía cada vez más claro que Patrón había ido apuntando en sus notas los nombres y direcciones de aquellos que, con posterioridad al Salto Mortal, o bien le habían dirigido críticas razonables, o le habían enviado cartas dándole ánimo. Como respuesta que ofrecer a cuantos criticaron su postura en los medios de información, Patrón era el único, al parecer, que no olvidaba los comentarios bienintencionados de la gente: cuando los nombres registrados en la lista correspondían a individuos, no había problema alguno; pero cuando en las notas entregadas por Patrón figuraban nombres de compañías y asociaciones, y aun apareciendo el nombre de algún responsable, éste no respondía a la carta circular, entonces Ogi, todo un perfeccionista en este tipo de asuntos, hacía una llamada telefónica para indagar. En algunos de esos casos, con todo, hay que decir -en honor a la verdad- que era más bien el afán de fisgonear lo que impulsaba a Ogi a marcar el número correspondiente en el teléfono.

En las afueras de Tokio, en una ciudad universitaria de nueva construcción adonde se llegaba por una extensión satisfactoriamente desarrollada de una línea privada de ferrocarril, había establecido su sede una de las aludidas asociaciones, en un edificio multifuncional que albergaba varias actividades culturales, y se alzaba en una zona de residencias universitarias y viviendas en venta. Resultaba ser que el nombre de dicha asociación era "Comité Mossbruger"; y ¿qué cosa podía significar eso de "Mossbruger"? -se preguntaba Ogi-. El destinatario de la circular de sondeo que él había enviado era un hombre cuyo nombre figuraba como responsable de la asociación; pero cuando marcó el número de teléfono de la asociación para indagar, quien respondió al aparato fue -por su voz- una mujer. Parecía ser mayor que él; pero su voz femenina, un tanto alegre y como de dibujos animados, hizo presentir a Ogi que sería, sin duda, de esa gente que escribe por puro entretenimiento y en calidad de admirador. Sin embargo, su interlocutora al teléfono era la encargada de supervisar los distintos grupos alistados en la nómina de actividades culturales allí adscritas.

– Quisiera hacerle una pregunta relacionada con el Comité Mossbruger -dijo Ogi, poniendo escasa convicción en lo que pronunciaba, dado que respecto a ese nombre, supuestamente alemán (y, en todo caso, extranjero) no las tenía todas consigo sobre si lo estaría pronunciando bien o no.

– ¿El Comité Mossbruger? ¡Ah, ya! Desde luego había un círculo de socios así llamado entre los diversos grupos registrados aquí. Pero ahora ha entrado en un período de inactividad. ¿Llama usted como vendedor de algún tipo de suministros?

– En realidad yo trabajo en la oficina de una persona destacada en nuestro entorno, a quien llamamos "Patrón", palabra que se escribe con los caracteres de "Gran Maestro". Bajo su dirección se desarrollan varias actividades. Y el caso es que nos ha llegado una carta de ese comité dirigida a Patrón.

– ¿Patrón? ¿El de la secta religiosa? ¡Aah! ¡Ya caigo! Ciertamente veo muy posible que le escribieran una carta, porque son un grupo de lo más extraño, y no tengo claro qué se proponen. Pero todo eso debe de haber ocurrido años atrás. Y ahora, ¿qué desea usted de ellos con esta llamada?

– Yo estoy encargado del trabajo administrativo que conlleva la reanudación de actividades de Patrón. Debo pedirle disculpas, pues en realidad no estoy informado sobre ese comité que tiene ahí su sede. Tan sólo me gustaría decirle, sobre nuestra situación actual, que Patrón sale ahora de la inactividad en que estaba, para lanzarse a nuevos proyectos. Con ocasión de ello, está enviando cartas introductorias y de saludo a las personas y grupos que durante estos diez años de letargo -diríamos- le han enviado cartas de adhesión.

– Me parece usted una persona joven, pero muy competente -dijo la mujer, con un tono de voz distinto del de su risa anterior, que se pasaba de animada y rayaba en la insolencia-. Echando ahora un vistazo a los grupos que hay registrados, se ve que el Comité Mossbruger no desarrolla casi actividad alguna. Pero también, como los miembros de ese grupo, por lo general, están afiliados además a algún otro grupo de los de aquí, aun ahora suelen asomar la cara por este centro. En ese caso, voy a hacer averiguaciones, y si doy con alguien, le pondré a usted al corriente por teléfono de que ha habido un contacto con quien sea. ¿Sería tan amable de darme su número de teléfono? Yo me llamo Nobuko Tsugane y trabajo en la oficina de este centro. Nuestro centro es una organización subvencionada en parte por el municipio de Tokio.

Para Ogi estaba claro que, después de esa llamada telefónica, había un elemento que tachar de la lista de nombres. Pero al día siguiente le llegó una llamada de aquella mujer comunicándole que dos miembros del Comité Mossbruger habían manifestado interés en conocer detalles sobre el relanzamiento de Patrón. A medida que hablaban, surgió la idea de que Ogi fuera allá precisamente para informarse sobre esto de primera mano, un paso que hasta ahora nunca había dado. Así que al final de la semana Ogi tomó en la estación de Shinjuku un tren de la línea Chuuo y, tras dos transbordos y una hora en total de viaje, llegó a aquella ciudad universitaria.

A pesar de haber nacido y haberse criado en Tokio en plena época del desarrollo económico, y de pertenecer a la promoción que se graduó en la universidad durante el apogeo de la burbuja económica, el joven Ogi carecía de la información básica para calibrar la magnitud organizativa inherente a un complejo como era aquel Centro de Cultura y Deportes, que habían construido conjuntamente la compañía nacional de ferrocarriles y una empresa privada del mismo ramo. Mientras subía la amplia escalera situada entre las dos estaciones de tren, Ogi no salía de su asombro al contemplar la enormidad de las edificaciones que iba descubriendo ante sí. Pronto se hizo con un folleto informativo, y según comprobó por él, había un gran auditorio de conciertos, que atesoraba un órgano de tubos importado de Alemania, dos salas de teatro, de mediano y pequeño aforo respectivamente; y en un hotel edificado aparte había una sala para congresos internacionales equipada con mecanismos de traducción simultánea. En el pasadizo que comunicaba aquellos edificios gemelos y postmodernos había un despacho con una cocinita aneja, en el cual la señorita Tsugane desempeñaba su trabajo burocrático.

Ogi le dijo que, según le había explicado anteriormente, ahora estaba haciendo ese trabajo para Patrón, pero aún mantenía lazos de unión con esta otra empresa -añadió a modo de disculpa, mientras presentaba una tarjeta de su antiguo empleo-. La señorita Tsugane miraba fijamente aquello, mostrando una expresión dura. A pesar de todo, el joven a su vez sintió una cierta nostalgia al ver a aquella mujer que aun teniendo un perfil de ojos-nariz-boca detalladamente cincelado, su rostro oval conservaba un contorno suave. Más aún, su cabellera, de un negro profundo y húmedo, que le caía en delicadas enditas, suscitaba en él un claro recuerdo de algo inexpresable… No obstante, la señorita Tsugane, al observar que Ogi le miraba el cabello, manifestó sin reservas que en su descanso del mediodía se había ido a nadar a la piscina. Verdaderamente se veía que en su época de grado superior, y de universidad luego, habría mantenido un cuerpo bien cultivado por el ejercicio, lo que explicaba sus ademanes vivos al teléfono, aquel "¡Aah!" jocoso; pero, en medio de todo, se la notaba también un poco abochornada por mostrarse con tanto ánimo a su edad. Era, en resumidas cuentas, una mujer bien educada, que transmitía una impresión de inteligencia.

La señorita Tsugane dijo a Ogi que las dos mujeres que mantenían su admiración por la figura de Patrón habían prometido venir, pero que como se retrasaban, ella le explicaría entretanto algunas cosas sobre el Comité Mossbruger.

– Todo empezó en el aula de cultura del centro, a partir de unas sesiones de forum que se abrieron para debatir el libro El hombre sin atributos, de Musil. Y el nombre Mossbruger vino de un extraño personaje de la novela, autor de delitos sexuales. Entre los miembros de esas reuniones había especialistas en Sociología y Psicología, así como amas de casa aficionadas a la literatura.

"Cuando hace cinco años el grupo se puso en marcha, se fijó como principal objetivo oír charlas dadas por un agente retirado del cuerpo de policía a quien se había confiado la investigación de un importante caso criminal. En el curso de estas sesiones se dio un paso más, en el sentido de llegar a escuchar la versión del delincuente implicado en el caso. Esto dio mayor justificación aún al nombre del grupo. Sin embargo, las relaciones con gente muy maniática acarrearon problemas molestos para el grupo. En cierto momento se planteó que a la persona que venía invitada a dar una charla había que darle una gratificación en metálico. Como el grupo no disponía de esos fondos, se salió del paso mediante la donación personal que hizo algún miembro, pero eso también dio lugar a unas complejas repercusiones. A medida que este tipo de complicaciones se iba amontonando, el Comité Mossbruger fue cayendo en un estancamiento global, hasta hoy.

"Las dos mujeres que estamos esperando -una de las cuales es la donante, miembro del grupo, a la que acabo de referirme- son dos de esas personas que tras el Salto Mortal mostraron su admiración hacia Patrón y Guiador, tan censurados por la opinión pública; y propusieron, como miembros, que se les invitara a hablar en su foro. Como ya dije antes, no pertenecen exclusivamente al Comité Mossbruger, sino que también participan en otras actividades de aquí; y por eso no supone un problema para ellas tener que venir hoy. Aunque la conversación con ellas no arroje ningún resultado positivo, usted por su parte no se preocupe en absoluto.

Tan pronto como la señorita Tsugane hubo terminado su explicación bien resumida de los hechos, las dos mujeres hicieron su aparición en la oficina: una de ellas se veía una modesta joven de algo más de treinta años, muy voluntariosa. La otra, más jovencita, aunque bien corpulenta, le resultaba a Ogi más difícil de clasificar por la apariencia, no obstante su juventud: tal vez a causa del excesivo maquillaje sobre su cutis ceniciento. La señorita Tsugane las presentó por sus apellidos: Tachibana y Ásuka, respectivamente. Luego fue orientando mediante la conversación a la mayor de ellas para que contara cómo en aquellas circunstancias había dirigido una carta a Patrón, etc. Esto dio ocasión una vez más a Ogi para fijarse en la señorita Tsugane como una mujer bien preparada para su trabajo, con larga experiencia profesional en la oficina y un trato siempre atento.

La señorita Tachibana, a través de sus gafas plateadas con lentes ovales, que se apoyaban en su blanquecino rostro, demacrado y hundido, clavó la mirada firmemente en Ogi. Luego inició su charla, que parecía preparada.

– Nuestro Comité Mossbruger… -aunque, por decirlo mejor, yo todavía no formaba parte del mismo cuando se fundó- en su período inicial tuvo como una de las personas invitadas a hablar en sus sesiones a un creyente de la iglesia de Patrón. Era una persona muy excéntrica, y por eso venía como pintiparado para acaparar la atención de los socios, hasta tal punto que le pusieron el apodo de "nuestro Mossbruger". Este hombre, mientras estaba escuchando predicar a Patrón, captó lo siguiente: "El fin del mundo está cerca. Según eso, no importa cualquier mala acción que uno haga, porque es igual a no haberla hecho; más aún: el hacerla tal vez llegue a tener un valor positivo". Ésta es la disparatada ocurrencia con que vino a salir el hombre; y de hecho cayó en la delincuencia. Cuando salió a la calle tras cumplir su condena, lo tuvimos con nosotros, dándonos una charla de sus experiencias, y recibió una gratificación por nuestra parte. Yo me hice miembro del grupo a partir de la tercera actuación de este hombre como invitado nuestro. Seguramente lo del apodo que se le inventó, "nuestro Mossbruger", vino de que sus actuaciones se repetían.

"En nuestras reuniones se suscitó la idea de que sería interesante oír la opinión del líder de la secta de la que procedía ese hombre, sobre los mencionados acontecimientos. Mientras proseguían nuestras conversaciones sobre el tema, como era una época en que todavía estaban frescos en la memoria de cualquiera los reportajes de los medios de comunicación sobre el Salto Mortal, recibimos la impresión de que aquel líder religioso que habíamos visto en televisión se identificaba con "nuestro Mossbruger", como la misma persona. Con todo, lo que nos parecía básicamente un abuso era pedirle a ese ex líder -quien había declarado públicamente haber cortado los lazos con su secta- que nos diera una charla a raíz de lo que hubiera dicho "nuestro Mossbruger", siendo así que este último había perpetrado delitos sexuales, y por ello no era comparable con la facción radical de la secta, por muy problemática que hubiera sido para el ex líder.

"Aun así, el Comité Mossbruger empezó a preparar el terreno para esa charla; y el hecho de que yo también me incorporara al comité como miembro se debe a que vinieron a pedirme consejo. Y vinieron a pedirme consejo porque yo había oído predicar al líder -naturalmente, estoy hablando de acontecimientos anteriores al Salto Mortal- en una pequeña reunión, y quedé muy conmovida; y como se lo conté a la señorita Asuka, a quien había conocido en una reunión de filmografía documental del centro, pues de ahí vino todo. La señorita Ásuka no es que tenga como afición el cine, sino que ella misma elabora documentales cinematográficos. Y ha estado haciendo un documental sobre el invitado especial que se constituyó en figura central de nuestras reuniones: "nuestro Mossbruger". Ella se ha metido en todo esto porque, a mi entender, siendo una persona muy consciente de sí misma, puede culminar cuanto emprende; y se ha atrevido con un trabajo inconcebible para la generalidad de la gente, y así ha conseguido fondos para autofinanciárselo. La gratificación que le dimos a "nuestro Mossbruger" también ha salido de ella como donación. Así las cosas, yo usé el nombre de este hombre, que era ya tan representativo de nuestro comité, para escribirle al ex líder; y la carta se la escribí yo. Puede interpretarse que, ya que él se acababa de apartar de la secta, yo pensaba que podría tal vez venir a hablarnos; pero yo no iba por ahí. Lo cierto es que yo personalmente deseaba verme con él.

– Y luego, ¿hubo alguna respuesta por parte de Patrón? -preguntó Ogi.

– La respuesta tan esperada durante muchísimo tiempo ha llegado-ahora, ¿no es así? -apuntó la señorita Tsugane.

– Verdaderamente. Tras un lapso de más de mil días me ha llegado su respuesta. Entonces, ¿le sería a él posible todavía venir y hacernos una visita a nuestro grupo de estudio?

– Patrón, al cabo de diez años, se propone reanudar la actividad religiosa de su secta, y está estableciendo contacto con las personas de las que conservamos recuerdo de haberse dirigido a él. Por eso precisamente creo que existe esa posibilidad.

– Si conseguimos que venga, también nosotros tenemos que volver a poner en pie nuestro comité, ¿verdad? No para turbar a ese señor con viejas historias de "nuestro Mossbruger"; más bien tenemos que disponernos a oírlo predicar tan maravillosamente como él sabe hacerlo.

– A mí además me gustaría hacer una filmación de sus sermones, ya que la señorita Tachibana me ha asegurado que ese señor posee una especial energía -intervino la señorita Ásuka, hasta ahora silenciosa, de la que, sin embargo, se había hecho mención a veces en la conversación anterior; mantenía una expresión hierática en su cara plana como una tabla, cargada de maquillaje; pero su sugerencia daba en el clavo, con un soniquete de martilleo.

Las palabras que siguieron a éstas procedían de la señorita Tsugane, quien en su tono y timbre de voz solía mostrar más afabilidad que nadie, pero cuya intervención, en este caso, supuso un corte para Ogi, dándole que pensar.

– Ese señor llamado Patrón quiere, por lo visto, relanzar sus actividades religiosas. Pero escúcheme, Ogi: si el Comité Mossbruger consigue hacerlo venir para dar una charla, y lo que ustedes persiguen es la ocasión favorable de invitar a los miembros del comité a participar en su fe, entonces no le va a ser posible al Comité Mossbruger disponer de un salón de reuniones del centro para ese fin. Otra cosa es que antes o después de una reunión, las personas quieran individualmente adherirse a esa fe, para lo cual tienen toda la libertad del mundo.

Sólo entonces, Ogi, haciendo realidad el mote que le habían puesto en la oficina de "el inocente muchacho", fue cayendo en la cuenta por fin del papel que se le había asignado como organizador de un movimiento religioso.

– Sucede lo mismo que cuando yo escribí la carta. Yo no pretendía hacer venir a aquel señor con esa finalidad. Y siendo esto así en mi caso, tampoco creo que los intereses de los demás miembros del Comité Mossbruger se orientaran en esa dirección -afirmó la señorita Tachibana, en tanto que unos cabellos sueltos de su pelo se le pegaban a su pálida frente, sudorosa por la excesiva calefacción.

También la señorita Ásuka, sin romper su mutismo, corroboró con un gesto las palabras de su compañera.

– A mí, simplemente, como desde ahora vamos a vernos con frecuencia, lo que me gustaría dejar claro, a fin de que estemos de acuerdo, es que este Centro de Cultura y Deportes es un establecimiento público -dijo la señorita Tsugane.

Pero, a todo esto, añadió unas palabras que, de sopetón, venían a dar razón de la vaga nostalgia que Ogi sentía al verla. Ella por su parte también esbozaba una sonrisa cargada de nostalgia, que le llenó la cara.

– Ogi era entonces un tierno niño, todo espontaneidad y frescura, cuando yo tuve ocasión de verlo a menudo en la altiplanicie de Nasu, donde su familia tenía una casa de campo. Yo quise tratarte, Ogi, con el mejor cariño, y según le oí decir a tu cuñada, también tú guardabas un tierno afecto hacia mí. ¡Qué bien has crecido hasta convertirte en un apuesto joven!

Esa tarde, cuando Ogi volvió a su apartamento, que quedaba una estación después de la llamada de Seijoo Gakuenmae -que era la de la oficina- en la línea Odakyuu, y mientras ya se aplicaba a prepararse la cena, un nítido recuerdo que le traían las impresiones del día revivió en él, sumiéndolo en el desconcierto.

Durante el verano siguiente a su primer año de segundo ciclo de Grado Medio, que pasó en aquella casa campestre de la altiplanicie de Nasu cuando por entonces su padre era director del Departamento de Medicina en la universidad pública, un amigo del padre y de toda la familia iba frecuentemente a verlos: era diseñador de mobiliario de hospital. Y en una ocasión fue acompañado de su joven esposa. Ésta había sido compañera de curso de la cuñada de Ogi en una universidad femenina -casada con el hermano mayor del aún niño Ogi-, y su familia tenía también una casa de campo en la misma altiplanicie. Ni que decir tiene que Ogi, por su corta edad, nunca había llegado a compartir trato con aquellas dos parejas: el diseñador y su esposa, la primera; su hermano y su cuñada, la segunda.

Un buen día, cuando su hermano mayor y demás iban a nadar a una piscina climatizada que había en las cercanías, y se cambiaron en la casa de Ogi para salir ya en bañador, una vez que se fueron, Ogi entró en el cuarto de aseo anejo al cuarto de baño japonés, y allí descubrió, en una canasta destinada a la ropa que se habían quitado, una camiseta de tirantes de la esposa del diseñador, junto a una falda de suave dril de algodón, y unos pantys con diseño acuarelado de flores, todo en el lote de la misma mujer. Movido por un súbito impulso, Ogi se metió en el bolsillo un puñado de ropa al que había echado mano: los pantys. Esa noche, ante el apremio de una fuerza irresistible, Ogi desplegó aquello que era un par de trozos de tejido elástico unidos por una delicada cinta, con su parte delantera y trasera: los floreados pantys, en suma, en los cuales podía entrar holgadamente su flaco cuerpo. Se los puso y, envuelto en aquella sensación cálida, se durmió. Se sentía felizmente transportado de vuelta a su primera infancia Por supuesto que al día siguiente, entre que el robo de los pantys no podía pasar inadvertido y que -debido a ello- lo atenazaban los remordimientos, se resolvió a regresar él solo a Tokio.

A raíz de ese incidente, cada vez que en verano la familia se ponía en marcha hacia la casa de la montaña, él salía del paso pretextando que tenía actividades en su club deportivo; y no volvió a emprender el viaje a aquella residencia veraniega familiar.

Pues bien, cuando Ogi consultó su opinión a Bailarina, ésta le dijo que, sin descartar la posibilidad de que Patrón encaminara sus pasos al Comité Mossbruger, en su propia opinión más les valía esperar un poco antes de proponer el plan al propio interesado. Pues por el momento, al parecer, a Patrón lo absorbía el afán de tratar sus nuevos planes con Guiador, quien por cierto se había recuperado, de la noche al día, y había salido ya felizmente del hospital. El joven Ogi, tan meticuloso él en cuanto a llevar los asuntos de oficina, pensó que debía comunicar cuanto antes al Centro de Cultura y Deportes de la ciudad universitaria que la respuesta iba a demorarse. Pero además pesaba en él otro motivo de orden afectivo para llamar: aquella animada voz de la señorita Tsugane al teléfono que, al oírla, le ponía a él la cara encendida; y no le quedaba más remedio que reconocerlo.

– Siendo así, yo diría que lo mejor es que lo trates directamente con la señorita Tachibana.

Dicho esto, la señorita Tsugane le comunicó el número de teléfono de la señorita Tachibana, la cual trabajaba en la Biblioteca Universitaria que la orden de los jesuitas tiene en el barrio de Yotsuya.

– La señorita Tachibana es una persona de gran valía, y desde hace tiempo vive con un hermano menor suyo, que está impedido. Y eso no lo hace como un sacrificio que se impone a sí misma, sino que de este modo tanto ella como su hermano pueden realizarse en un ambiente de cierta independencia. Así lo ve ella, toda una mujer. Por otro lado, también la señorita Ásuka es una joven muy coherente por lo que respecta a procurarse su independencia, y la vive en la práctica, muy a su modo. Ya la señorita Tachibana mencionó esto antes; pero, por expresarlo sin tapujos, diré que su trabajo se orienta a la diversión del público adulto: hace películas, para las que tiene que ahorrar dinero… ¿Por qué estas dos personas tan distintas están las dos tan compenetradas para ayudarse mutuamente en el Comité Mossbruger…? Casi no lo entiendo. Bien, creo que con todo esto sabido no os va a faltar tema de conversación. Una vez que te hayas entrevistado con ella, pásate por aquí a verme. No es que tenga importancia, pero me debes una, ¿no? ¡Aah! Ja, ja…

Antes de que acabara el día, Ogi se puso en contacto con la señorita Tachibana, aún en su lugar de trabajo, y se citó con ella para el día siguiente, a la hora en que ella salía de trabajar, junto a una de las puertas de la universidad, cerca de la biblioteca. Una vez allí, se fueron a hablar hacia un talud desde donde se dominaba una hondonada, y sobre el cual se erguía una arboleda de cerezos, de hojas ahora enrojecidas.

La señorita Tachibana vestía un conjunto de color blanco y azul marino excesivamente anodino para su edad. En contraste con su aspecto introvertido, mostraba un andar decidido, pisando firmemente la tierra.

Ogi empezó hablándole de la mujer a quien entre los compañeros llamaban Bailarina; le explicó cómo ella se responsabilizaba de atender diariamente a Patrón y de supervisar las futuras actividades que concernían a éste. También le comunicó la idea que ella tenía sobre la cuestión. Se disculpó además por su respuesta ambigua del otro día. Pero la señorita Tachibana le dijo que, dejando aparte la cuestión de una posible charla de Patrón en el Comité Mossbruger, ella más bien quería explicarle por qué le resultaba tan importante encontrarse personalmente con Patrón. Y… ¿tendría él la amabilidad de escucharla?

El joven asintió de inmediato. Ogi era una persona especialmente dotada para escuchar, rasgo éste que no parecía muy acorde con su juventud.

– Yo he sido alumna de esta universidad: hace algo más de diez años, justo antes del Salto Mortal, cuando aún mi hermano y yo vivíamos en el hogar familiar con nuestros padres. Entonces, y gracias a que cierta persona me presentó, tuve ocasión de asistir a una pequeña reunión para escuchar a aquel señor.

"Yo por entonces no era aún creyente de la iglesia. Y aunque lo oí hablar y sus palabras me conmovieron profundamente, tampoco puede decirse que con ocasión de eso me hiciera creyente. Pero de todos modos llegué a conocer a una señora que trabajaba en el mismo Instituto de Sanidad adonde yo llevaba a mi hermano para su tratamiento, siendo ella a su vez madre de un niño mentalmente discapacitado. Allí nos conocimos, y fue ella la que me acompañó y me introdujo en aquella reunión. Tampoco esa madre de familia era oficialmente creyente. Por ahí empezó la cosa.

"Ya entonces lo estaba yo pasando mal con la enfermedad de mi hermano. Las palabras que él puede emplear son escasas, y si hablamos en general de su capacidad de movimientos, ésta correspondía, y corresponde igualmente ahora, así como su competencia mental, a la de un niño de cuatro o cinco años de edad. Sólo que goza de una aguda percepción auditiva, Y gracias a ella compone música. Por aquellos días ya había empezado una composición. En un concierto de piano que hubo, organizado por un grupo que colabora con el Instituto de Sanidad, me acerqué después a hablar con el pianista, un voluntario, el cual me aconsejó que enviara una copia de la partitura a un famoso compositor, asegurándome que él mismo respaldaría nuestro caso. Así lo hicimos sin demora, y la respuesta nos llegó por correo: una carta del compositor, diciendo que verdaderamente la melodía era bellísima, junto con un libro que el mismo músico había escrito. El libro lo traigo aquí, y en él está escrito lo que le voy a leer.

La señorita Tachibana hizo una pausa, para sacar del bolso que llevaba -por cierto, desproporcionadamente grande para lo que suele llevar cualquier mujer- un libro de tamaño cuartilla, encuadernado en tapas duras. Ogi le indicó el camino hacia un banco de cemento, construido a semejanza del tocón de un árbol talado, donde se sentaron.

El texto rezaba así:

"Una vez que se ha pensado algo, es inevitable la mediación del lenguaje.

Aun cuando uno piense valiéndose de sonidos, es imposible desvincularse de la conexión con las palabras.

En mi caso, cuando yo pretendo enmarcar mi pensamiento en una estructura musical -en una composición- que lo muestre tanto globalmente como en sus detalles, me es necesario realizar una verificación en términos de lenguaje.

La facultad de decidir se la confío a mis sentidos. Para encontrar los temas de mi música recorro ese mismo proceso. Por consiguiente, nada de esto guarda relación con una inspiración poética ni cosa parecida."

– Según esto, pues -continuó diciendo ella- la música de mi hermano pequeño está dentro de un mundo claramente limitado. Es como si le hubieran puesto por delante un listón a baja altura para saltarlo, pero ni con eso puede, ¿eh? Incluso he pensado si el compositor no temería herir nuestros sentimientos si se pusiese a decirnos su opinión abiertamente, y por eso recurriría a enviarnos su libro.

"Mi hermano se pasa el día echado sobre el suelo de madera de nuestro apartamento -que pertenece a una institución pública-, y escribe su música en papel pautado con el pentagrama. Cuando se equivoca escribiendo, borra con una goma y escribe de nuevo la nota correcta en el sitio exacto. Es como si él tuviera la música asentada en su mente desde el principio, y la fuera transcribiendo al pentagrama.

"Él es incapaz de explicar con palabras qué tipo de música se propone componer, y en realidad no parece que en el proceso de composición esté pensando con palabras. Aquello que decía el compositor en el libro, de "realizar una verificación en términos de lenguaje", le resulta imposible.

"Yo no puedo dejar de pensar en el mundo limitado de la música de mi hermano, y como lo considero un callejón sin salida, me siento descorazonada y lo veo todo negro. Encontrándome así, con la moral por los suelos, aquella señora amiga del Instituto de Sanidad, madre de un discapacitado, tuvo la amabilidad de invitarme y acompañarme a una reunión donde aquel señor iba a predicar.

"Aunque todo eso ocurrió hace bastante tiempo, no se me borra de la memoria. La predicación de ese señor parecía reconocerme personalmente en medio de mi sufrimiento, y en tal circunstancia me tendía una mano amiga.

"Aquel sermón tomaba como base un texto de un filósofo del siglo XVII, y yo tomé nota de él en esta libreta. Comprende dos párrafos independientes:

"Dios se ha revelado a sí mismo directamente en Cristo, o bien en el espíritu de Cristo, pero sin adecuarse a las imágenes y palabras que de Él habían presentado los profetas.

"Las cosas sólo se pueden entender correctamente cuando se capta su espíritu mismo con pureza, lejos de las palabras e imágenes que las representan. Así es como Cristo entendió la revelación, en toda su verdad e integridad" "A medida que él iba leyendo estos textos, y explicándolos uno por uno después de leerlos, yo iba escuchando sus palabras; hasta que finalmente no me pude quedar callada, y le hice una pregunta. La reunión se estaba celebrando en un pequeño local privado, que a causa de la apremiante alza de precios del terreno se tenía que desocupar y transferir la semana siguiente mismo, según se decía. Desde la puerta y hacia la penumbra del interior se habían colocado quince o dieciséis personas, y nosotras nos sentamos detrás de ellas. Yo alcé la mano, irguiéndome ligeramente y, levantando la voz como si fuera un gemido, le dirigí mi pregunta:

"-Aunque usted nos ha hablado de Cristo, yo no conozco nada de esa persona tan especial. ¿Sería abusivo aplicar lo que nos ha dicho de él a alguna otra persona que sea desgraciada? Pienso en alguien que ni siquiera sea consciente de su desgracia, pero que tenga un corazón puro. ¿Estaría fuera de lugar pensar que Dios pueda revelarse, no mediante palabras, sino mediante la música, directamente?

"Acto seguido aquel señor se abrió paso caminando vacilantemente y con cierto peligro por entre las personas sentadas delante de nosotras, y sujetándome una mano me susurró:

"-Así es, desde luego.

"Yo era aún una jovencita, pero dentro de mi corazón convertí mi sentimiento en palabras. Mi cuerpo y mi mente empezaban a inundarse de luz…

Como queriendo dar tregua a esta oleada de emociones, la señorita Tachibana guardó silencio por un rato mientras contemplaba los negros troncos de los cerezos, alineados ante su vista. Ogi a su vez se quedó mirando a las ramas de muérdago, de un rojo más denso aún que el espeso follaje otoñal de los cerezos. Ante la oscuridad del crepúsculo, aquel rojo se iba tornando en negro. "Por lo visto, también a una persona como esta honrada mujer, tan trabajadora y sencilla, que serenamente vive para su trabajo y organiza en libertad su vida…, también a ella Patrón le ha transmitido ánimos -pensó Ogi-. Y todo eso pervive hoy, a los diez años del Salto Mortal…"

– Yo, por mi parte -continuó ella-, si ese señor nos visita en el Comité Mossbruger, haré algo que vengo pensando desde hace tiempo: echándole valor al asunto, voy a llevar a mi hermano para probar y ver qué ocurre. Pues creo que ese señor puede quizás traer la revelación de Dios sobre mi hermano directamente, sin apoyarse en palabras ni imágenes. Anteriormente, cuando mi hermano oía música, podía verse en él una luz que inundaba su cuerpo y su espíritu. Era un tiempo en que aún vivían nuestros padres. Últimamente, sin embargo, parece mismamente un viejo, siempre con la cabeza gacha, el pobrecito. Me gustaría que tuviera un encuentro con aquel señor para poder ver otra vez en él esa brillante luz. De ser así, ¿no equivaldría eso a una revelación de Dios? Mi idea es un poco extravagante, pero creo que no puedo callármela ante usted, que tanto interés se está tomando por nosotros. Lo he retenido mucho tiempo con mi conversación, discúlpeme. De todos modos, le agradezco mucho que me haya escuchado.

– Soy yo quien le estoy agradecido. Qué estupendo, si Patrón mantiene ese poder aun después del Salto Mortal. Sea como sea, una vez que los planes de él se concreten, le llegarán unas letras de saludo.

La señorita Tachibana asintió y se levantó. A continuación saludó una vez más como despedida a Ogi, y se echó a andar sola por el camino, que se había convertido en una escalera de piedra, hacia la estación de Yotsuya. Para la señorita Tachibana, que trabajaba por allí, en la biblioteca universitaria, este paseo sería el que ella frecuentaba en su descanso de mediodía; sin duda recorrería este lugar con sus expresión seria y tristona. Lo que ahora atraía más la atención hacia ella, no era tanto su aspecto externo ni sus modales, sino más bien la firmeza de su modo de andar. Ella se alejaba caminando, provocando un estrépito de pisadas sobre las piedras.

Para evitar dar la errónea impresión de que la iba siguiendo, Ogi se encaminó en dirección contraria, con lo que le resultó inevitable echar a andar por entre la oscura arboleda de cerezos. Pero a medida que avanzaba marchando por allí, las tinieblas se iban espesando entre los árboles; y para alcanzar la calzada iluminada por las farolas no le quedaba otra alternativa que apartarse del paseo de la arboleda y enfilar hacia la vertiente del talud, poblada de hierba: un camino nada fácil, seguramente. No bien dejaba el sendero de los árboles para dar un paso hacia abajo, acusó un golpe lateral en los ojos y en la nariz, propinado por una gruesa rama.

Se llevó las manos a la cara, mientras caía de nalgas sobre hierba reseca. Murmurando, dejó escapar una queja, no precisamente dirigida a aquel elemento que le había hecho daño, sino a algo que hubiera aún más allá:

– ¿Por qué será que en este mundo hay tantos desgraciados? Estando como estamos, por más que venga un tío como Patrón en socorro de la humanidad, la cosa no tiene arreglo. ¿En qué diablos se ha convertido la vida humana sobre este planeta?

Cuando Bailarina pidió a Ogi que le diera cuenta del progreso realizado en contactar con las personas que integraban la lista, él le presentó todos los datos en una relación ordenada; pero el tema de la señorita Tachibana lo dejó aparte, para tratarlo directamente con Patrón:

– Es algo que al parecer tuvo lugar hace más de diez años. En una pequeña reunión, le hizo una pregunta una joven que tenía un hermano menor mentalmente discapacitado, y éste componía música… ¿Recuerda usted lo que le respondió? Ella no era miembro de su iglesia, por lo que me ha dicho. Cuando le escuchó su sermón, ella tendría unos veinte años, y cuenta que en esa circunstancia su cuerpo y su mente se llenaron de luz.

Oyendo esto Patrón, su cara -que parecía velada por una sutil membrana oleosa de tristeza- se mostró conmovida en su expresión, pues incluso acusó el enrojecimiento propio de la sangre.

– Me acuerdo, desde luego -dijo Patrón con una voz manifiestamente alterada, hasta el punto que el joven se puso a rumiar sus propias palabras, no fuera a ser que hubiesen traumatizado a Patrón, o cosa por el estilo-. También a mí me dijo que su cuerpo y su mente se habían llenado de luz. Pude ver cómo su piel, incluso en zonas cubiertas por la ropa, se iba iluminando.

Ogi evocó en su imaginación la figura de Tachibana por aquel entonces: su frente, tan a propósito para sustentar una corona de las típicas muñecas en el festival de las niñas, sus pequeños labios, su mentón… Y no es que diera una impresión de belleza precisamente; pero sí que era la viva estampa de una Tachibana adolescente, la que se representaba Ogi. A través de la piel fina y pálida de la joven, se irradiaba una llamarada de luz desde su interior.

– Aquella joven pertenece ahora al Comité Mossbruger, que se encontraba registrado en sus notas. También fue ella quien le escribió la carta, según me ha dicho. Además, está deseando invitarle a reunirse con ellos. Para cuando usted reanude sus actividades, cuanto antes, ¿podría usted incluir en su agenda una breve visita al Comité Mossbruger? Aquella mujer dice que le gustaría llevar a esa reunión a su hermano menor, que sufre una discapacidad mental.

Ogi se dispuso a informar a Tachibana de que había hablado con Patrón, y aunque no había conseguido comprometerlo a ir en una fecha concreta, lo veía bastante inclinado a hacerles una visita. Pero ese día la biblioteca universitaria estaba de vacaciones por coincidir con una fiesta fundacional. En vez de eso, Ogi probó a hacer un llamada a Tsugane. Resultó que su marido, como diseñador de mobiliario para hospitales, iba a recibir un premio en el norte de Europa por sus trabajos destinados a Gerontología. Con este motivo, se encontraba de viaje, en Europa, para estar presente en la ceremonia de entrega. Ella entretanto se aburría, así que ¿no se animaría Ogi a pasarse por allí?

También ella quería contarle algunas cosas. Tal fue el tenor de la conversación telefónica. Ella tenía en su habla una fuerza de persuasión tal que no admitía un "no" por respuesta. Ogi quedó en ir a verla el sábado por la tarde, citándose con ella en la entrada del Centro de Cultura y Deportes.

Sin embargo, llegado el día, Tsugane se mostraba muy distinta de la impresión que su voz había dado por teléfono. Salió de un ascensor con una expresión seria, e incluso fría; luego fue indicando el camino por una escalinata de piedra hacia lo alto de una loma que se alzaba al frente, precediendo ella en la marcha, sin decir palabra. Toda la zona estaba ocupada por centros y locales de orientación cultural, así como por llamativas tiendas. En las estrechas aceras de ambos lados habían desplegado una exposición de esculturas. Y entre ellas llamaban poderosamente la atención obras tales como la que consistía en un montaje de láminas metálicas bruñidas que emitían caprichosos reflejos; así como otra en que una forma oval cortada al sesgo reposaba sobre una base de cemento. Algunos matrimonios mayores o grupitos de dos o tres chicas jóvenes se entretenían en golpear las partes móviles de algunas estatuas hechas de hierro; y, contrastando con ello, también acariciaban la estatua de un niño pequeño, de un realismo anticuado que rayaba en lo ridículo. Tsugane se mantenía todo el tiempo pensativa, mientras subía aquella ladera de difícil escalada, donde no parecía dominar un principio racional para el ensamblamiento de sus zonas llanas y sus zonas escalonadas. Ella avanzó hasta el borde de un anfiteatro al aire libre, donde había filas de un graderío de piedra alrededor de una hondonada en forma de herradura; y anduvo en torno a él, dándole un medio rodeo. Luego empezó a bajar hacia la parte sur de la loma. Con paso apresurado, y sin consultarle su opinión a Ogi, ella continuaba su marcha en dirección a una urbanización integrada conjuntamente por varias casas pequeñas de estilo occidental rodeadas de árboles y por un bloque de apartamentos que se alzaba desde un terreno aún más bajo.

Llegando a la casita más cercana de aquella urbanización, rodeada por una tupida fila de tejos, Tsugane se paró ante su entrada, de ladrillo visto, y por primera vez pareció relajar la tensión de antes. Entraron en el vestíbulo, donde le dijo a Ogi que se esperara. Subió ella sola los peldaños, y pasó por la puerta. Una vez dentro, se la oyó armar allí un considerable estrépito. Luego lo invitó a pasar al interior: había un amplio salón-cocina, desde el cual podía contemplarse un escaso bosquecillo sobre la pronunciada ladera del terreno donde se asentaba la casa. Los visillos estaban corridos sobre una cristalera empotrada como ventana, impidiendo así la entrada a aquel fuerte sol, extraño para la estación en que estaban, que los había hecho sudar durante todo el trayecto. Ogi se sentó en el sofá, postura que le dejaba ver, a su derecha, el paisaje inclinado; y ante sus ojos tenía un cuadro enmarcado: la vista de frente de una estación construida de hierro, representada en un grabado; y en el mismo papel, como continuación de lo anterior, un plano dibujado a lápiz.

– Éste es mi refugio -dijo Tsugane, mientras traía una botella de litro de Evian y unas finas copas; y volvió la vista hacia lo que estaba mirando Ogi-. Esas láminas las coleccionaba mi marido en Francia. Hay también otras de varias clases, que muestran puentes de hierro dibujados. En cada uno de esos puentes había una pagoda montada encima, sin utilidad práctica alguna, por supuesto, sino más bien como ostentación, para culminar un monumento.

– Dice aquí que es de fines del siglo XIX, y, según eso, coincide con la época de construcción de la torre Eiffel -dijo Ogi, mientras leía la fecha que acompañaba a la firma.

Tal vez fuera una época en que las construcciones de hierro se sentían como algo religioso.

Acto seguido Tsugane se sentó en el sofá, y esperando que la vista de Ogi dejara de fijarse en el cuadro para mirarla a ella, dijo:

– Es algo que pasó hace mucho tiempo: en la casa de la altiplanicie de Nasu cogiste unos pantys que… ¿Qué pasó con ellos luego? ¿No quieres contármelo con detalle?

La cara de Ogi enrojeció. Se sentía a sí mismo ridículo, con la sensación de estar suspendido en el aire. Se quedó tanteando con sus dedos la botella de Evian, que reposaba sobre la mesita baja ante él, mientras se preguntaba a sí mismo cómo lanzarse a hablar; en tanto que Tsugane inclinaba su torso y alargaba un brazo hacia Ogi, dando muestras de querer darle palmaditas en la rodilla. Con todo, por el contrario, enderezó ella el cuerpo, y habló en un tono serio, dominado por una profunda inteligencia práctica.

– No te enfades, y escúchame con espíritu abierto. Tampoco creas que trato de pasarlo bien burlándome de ti. Es simplemente que ahora mi vida se encuentra como caída en un estancamiento, y atormentada por muchas sensaciones. En medio de todo eso he sentido nostalgia por aquel estudiante de Grado Medio que se mostró tan interesado por mis pantys, en la altiplanicie de Nasu, siendo yo muy joven. Seguro que tu hermano y tu cuñada te harían sufrir, y lo pasarías muy mal. Y me pregunto por qué yo misma no hice nada en tu favor.

Al perfil redondeado de Tsugane afloró una oleada de rubor, pero su cutis se atirantó hasta dar la sensación de frialdad. Aun así, su gesto al servir agua de la gran botella de plástico en las copas le pareció elegante a Ogi.

– El otro día, cuando volví a mi apartamento me acordé de eso mismo. Yo entonces me puse aquella prenda, y envuelto en una sosegada sensación de confianza, me dormí. Y luego, a la mañana siguiente, ¿qué quedó de todo aquello? La verdad es que no lo recuerdo.

Ogi había dicho estas cosas sacando coraje de sí mismo. Pero sus palabras tenían muy poca fuerza de persuasión, incluso para él. Avergonzado de que fueran interpretadas como insinceras, se puso cada vez más colorado; y bebió un sorbo de agua. Pero Tsugane parecía aceptar sus palabras como la verdad misma. Más aún, inclinó el cuello en un gesto de ternura.

– Te voy a hacer una pregunta bastante simple. Cuando un chico joven se enfunda unos pantys de nosotras, las mujeres, como la cosa más natural del mundo, ¿no puede eso traer consecuencias lamentables, que se te vayan de la mano?

– No ha sido así en mi caso. Yo estaba tranquilo y calmado. Pero no es sólo eso. Todo mi cuerpo estaba como flotando entre algodones, y dormí a pierna suelta.

Mientras Tsugane seguía escuchando, a su carita redonda y arrebolada asomó un bostezo, lo cual cogió a Ogi por sorpresa. No obstante, ella parecía estar pensando a conciencia. Luego, dijo en voz baja:

– A lo mejor pretendías convertirte en niña. ¡Qué lástima!

Una ocurrencia que indudablemente tiene su lógica -pensó Ogi-: que uno se vista unos pantys de mujer, se le apacigüen los genitales, y luego duerma sosegadamente… ¿cómo no tomarlo por un deseo de convertirse en mujer? Ogi agachó su ruborizada cabeza, cavilando: su actitud podía interpretarse acaso como un autoconsuelo masoquista; y esto lo llevó a enrojecer aún más.

Tsugane miró al joven de arriba abajo inquisitivamente, y tragando saliva para acondicionarse la voz, manifestó su idea en tono resuelto:

– A pesar de todo, tú ahora no me das la impresión de ser una niña. Esas expectativas de muchacho que entonces tenías en el subconsciente se han trocado en la realidad que guardas bajo los pantalones. Paralelamente, aquella que yo era entonces y la que soy ahora, ambas se encuentran felices. Con el incidente de los pantys, yo también fui.objeto de las burlas de tu hermano y su mujer, pero en cierto modo tampoco puede decirse que yo me privara de tener mis fantasías eróticas. ¿Por qué no nos damos los dos ahora una gratificación a nuestra ingenuidad de entonces?, ¿eh? ¡Vamos a hacerlo!

Desde el bien aireado vestíbulo arrancaba una escalera de caracol con placas metálicas como baranda, que daba acceso a la planta superior, donde había un aseo, un baño japonés y un gran dormitorio. En éste se encontraban un espejo para arreglarse, una silla ante él, y una repisa de roble, a modo de mesita, como únicos accesorios. El resto del espacio lo ocupaba una generosa cama de matrimonio. Tsugane apartó la colcha y el ligero edredón, luego se plantó sobre la alfombra con las piernas extendidas y se quitó el vestido. Luego, con una sacudida de hombros, dejó caer su combinación de seda. Suavemente se quitó los calcetines de andar, y cuando se estaba bajando los pantys, le recorrió la cara hasta las mejillas- una arruguita de suave sonrisa. Ogi no se sintio muy feliz ante esa sonrisa dirigida a él, pero, para no ser menos ni decaer se animó vivamente a desnudarse cuanto antes.

De este modo, los dos empezaron su relación sexual; en la que no bier habían pasado tres minutos, los brazos menudos de Tsugane alejaron de s el pecho de Ogi, quien -ardiendo en pasión amorosa- no cejaba en su; movimientos para arriba y para abajo. Éste tomó a mal el rechazo, pero Tsugane se disculpó sumisamente, diciendo que de ese modo ella iba a llegar antes al orgasmo; y le pidió que le dejara retirar su cuerpo de debajo de él. Acto seguido se dio la vuelta echándose boca abajo, y exponer ante Ogi las dos esferas blanquecinas de sus nalgas; para alzarlas enseguida hasta una altura que resultaba cómica, y dejar ver en medio el rojo sexo. Ella actuaba con la dedicación de una jovencita que se extasiara en el sexo por pura diversión; en tanto que Ogi, pronto rehecho de su mal humor, era incapaz de refrenar una sonrisa. Se sentía orgulloso de que esa inteligente mujer, mayor que él, le mostrara tan sana pasión carnal…

La relación sexual así iniciada no se limitó a un encuentro aislado para el joven, sino que ¡se repitió con frecuencia en los días siguientes! Incluso mientras se aplicaba a las labores administrativas, realizando entrevistas y averiguaciones en torno a la lista de Patrón -el número de respuestas recibidas era superior a cien-, Ogi tenía la cabeza llena con imágenes de todos los rincones del cuerpo de Tsugane; y superponiéndose con ellas veía también el movimiento sobre la carne de sus propios dedos, y de los dedos de Tsugane. Se hizo ante todo un horario para poder escaparse a aquella ciudad universitaria, pero hasta cumplir su horario en la oficina, él se ocupaba en despachar las cartas de Patrón, así como los mensajes por fax y por e-mail, y -cuando era necesario- por teléfono, para poder ir llevando su trabajo al día.

Tsugane, por su parte -y especialmente a los ojos de un joven sin experiencia como era Ogi, ello resultaba tanto más destacable-, era una mujer llena de deseo sexual y de energía en ese campo, y era capaz de responder a cualquier iniciativa de Ogi. Por supuesto, de vez en cuando dejaba ver la sabiduría práctica que le correspondía como mujer mayor que él. En una pausa de su juego sexual, mientras los dos descansaban echados, pero con el cuerpo orientado caprichosamente, Tsugane, que fumaba un cigarrillo, dijo -no precisamente dirigiéndose a Ogi, sino como quien recita un papel teatral en un drama monologado-: ji^, -De esto que ha empezado entre nosotros, todavía ni una palabra, ¿eh? Cuando vuelva mi marido no vamos a poder vernos tan asiduamente, y entonces nos llegará el tiempo apropiado para reflexionar en frío. Según mi experiencia, por más que alguien se esfuerce en explicarse psicológicamente una relación carnal recién empezada, a fin de cuentas todo es un sinsentido.

Aunque le habían dado el apelativo de "inocente", sin caer en contradicción con este epíteto, podríamos decir que el "moralista" Ogi había acogido con toda seriedad la anterior observación de Tsugane sobre el tiempo de reflexión. Ella dejó pasar una pausa de respiro, y en el momento en que, manteniéndose echada boca abajo, incorporó levemente el torso para extender el brazo hacia un cenicero que había junto a la luz, dejó patente ante los ojos de Ogi el espectáculo de varias líneas rojizas que le salían del ancho muslo y rodeaban exteriormente el perímetro de sus escasas nalgas; y dentro de ese perímetro, la piel estaba encendida y sudorosa, pero en medio lucía un único lugar seco, su ano, como una azufaifa, o como un botón de adorno hacia el que discurría el vello púbico. La vista de Ogi quedó capturada por esa visión que se le ofrecía.

En suma, que el "inocente muchacho" que era Ogi, tras escuchar las advertencias de una mujer algo mayor, tan avisada y experimentada, las guardó en un repliegue de su memoria, para no sacarlas de allí ni darles más vueltas. No obstante, habiendo disfrutado el regalo de esas tres semanas de felicidad desbordante, a Ogi le aguardaba, como realidad obvia, la insoslayable fecha a la que tenía que enfrentarse. Al hilo de esto se sentía amenazado por una sorpresiva emboscada tendida ante él: la emboscada de los celos, de la rabia… Se sintió dominado por la sensación de su propia miseria.

Al día siguiente, a primeras horas de la tarde, llegaba de Europa el marido de ella. De cara al estudio de diseño donde trabajaba, él aún seguiría en su viaje al extranjero, como si no hubiera vuelto; y ella a su vez se tomaría una semana de descanso en su trabajo del Centro de Cultura y Deportes, para pasarla con su marido en una casa de campo que tenían al sur de Izu. Como consecuencia de todo eso, Tsugane y Ogi no podían verse por un tiempo.

Al oírle decir estas cosas a ella, Ogi -con toda sinceridad- incluso dejó escapar un suspiro de alivio, pues poniéndose en el lugar de su pene, jamás había sufrido tal sobrecarga de trabajo. Tsugane, por su lado, había previsto una especie de gratificación, tal vez en su intento de compensar a Ogi, en la víspera de un período sin encuentros mutuos. Cuando Ogi llegó al refugio "de ella" ese último día, Tsugane le había dispuesto una fina lámina de plástico como cubierta sobre la alfombra del dormitorio, junto a la cama, y a su lado le colocó una botella de loción corporal de tamaño profesional, que había recibido como regalo de Ásuka.

Este último artículo hizo caer en la cuenta a Ogi de algo que ciertamente había oído, pero aún carecía de sentido real para él: aquello de que el trabajo de Ásuka se orientaba a "la diversión del público adulto". Ahora lo entendía en su rico sentido. Pues esa frase la relacionaba ya con algo que le llegó a explicar Tsugane: que con la ayuda económica recibida como donación de Ásuka, el comité había podido gratificar a "nuestro Mossbruger", el cual con ese dinero se dejó caer chuleando por el salón de diversión y "masajes" donde trabajaba ella.

Tsugane y Ogi se aplicaron mutuamente sobre sus cuerpos desnudos aquella loción, frotándose. Sobre la cubierta de plástico, se limitaron a repetir las mismas prácticas que solían hacer sobre la cama. Pero esta vez ella no consintió en yacer bajo el cuerpo del joven, sino que se montó a horcajadas sobre el vientre de Ogi, orientada hacia su sexo. De nuevo notó Ogi que su pene se estremecía ante la sobrecarga de trabajo, ya que ella frotaba su cara arriba y abajo sobre el glande del mismo. En reciprocidad, el joven alargó el cuello como si fuera el de una tortuga; pero con la actividad frenética del tenso y redondo trasero de ella, él no podía alcanzar con su lengua aquel sexo rojo que tan desaprensivamente estaba mirando. Ante eso, optó por sujetar con sus manos ambas nalgas, blanquecinas y brillantes como unas manitas de cerdo recién cocidas; con lo cual pudo dar descanso a su cuello. Pero a medida que Tsugane estaba más absorta en su felación, agitando la cabeza, también su trasero se movía de arriba abajo. Ogi probó a tocar con el dedo índice de su mano derecha aquella azufaifa que le asomaba entre los glúteos. Sin encontrar resistencia en su camino, el dedo penetró el ano; y no sólo eso: como para animarlo en este quehacer, el trasero, sin tomarse reposo, bajó de golpe. Entonces la punta de su dedo le hizo sentir que estaba palpando un denso amasijo de hilos de paja, como un blando capullo de gusanos de seda.

Cuando esa tarde el "inocente muchacho" regresó a su apartamento para reposar un poco, por fin acertó a calibrar el alcance de la situación. Unos días antes, cuando ambos charlaban echados sobre la cama en un breve descanso, Tsugane le había dicho que su marido, el diseñador de muebles, tenía al parecer aficiones escatológicas, con lo que se tomaba interés por la orina y las defecaciones de ella. Tsugane no se hacía problema del asunto, argumentando que una vez que algo sale del cuerpo, todo es ya materia inerte. Y aparte de alguna vez que ella había orinado encima de su marido, fuera de eso no le dejaba ir más allá -afirmó-. Ese día, a la hora de su regreso, Tsugane le había entregado la botella vacía de loción corporal para que él la tirara en algún contenedor de basura de la estación de la ciudad universitaria. Antes de dársela, ella había trasvasado el contenido sobrante a un elegante frasquito de maquillaje, sin marca, y ese artículo que parecía nuevo lo metió en el bolso. Éste fue para Ogi un gesto revelador, al recordarlo. Ella esperaba a su marido de vuelta del extranjero, y con vistas a eso, para ponerse a punto en las nuevas tendencias del amor sexual, ¡lo había usado a él como cobaya! Durante la siguiente semana, Ogi iba a seguir atormentado por los celos, y aquel gesto se convertiría en el más vivo desencadenante de tal pasión.

Cuando, después de esa semana verdaderamente penosa, Ogi se dejó ver de nuevo por la oficina de la ciudad universitaria, Tsugane estaba en ese momento hablando por teléfono, y le mostró con la mirada un sitio donde sentarse. El asunto que la tenía al teléfono estaba relacionado con los gastos de viaje de un grupo teatral de vanguardia polaco que figuraba en el programa del festival de teatro previsto para la primavera siguiente, y patrocinado por el Centro de Cultura y Deportes; su interlocutor al aparato era al parecer el relaciones públicas de una empresa. Ella hablaba despaciosamente y con atención; llevaba un vestido de suave color beige, y en torno a su cuello una bufanda de un tenue verde entremezclado con rayas horizontales y verticales del color de la hierba seca.

– En su viaje a Europa para recoger el premio, él tuvo también ocasión de acudir, como yo le había pedido, a la exhibición de cierto diseñador de bufandas de una famosa marca -esto le había explicado ella, mostrándose orgullosa de su marido.

Y ahora, mientras Ogi la escuchaba mantener por teléfono esa conversación sin final, recordaba que en aquel ya remoto día de verano, cuando ella llevaba su camiseta de tirantes, el cabello le caía pesadamente y con vitalidad sobre la espalda. Ahora podía apreciar, en la Tsugane que tenía ante sus ojos, tanto en su flequillo como en los mechones que le bajaban por la 'nuca, una cabellera escasa y rala, recogida en alto. Era algo nuevamente aprendido para Ogi que las arruguitas que le iban de los ojos a la parte superior de las mejillas acentuaban su color con la excitación sexual; pero ahora no parecían ser otra cosa que un signo de envejecimiento de la piel. Y sobre su cara vista de perfil, a medida que ella iba explicándose por teléfono -sin grandes ademanes, pero haciéndose oír- podía advertirse el cansancio que se había despertado en ella.

Cuando por fin colgó el auricular, Tsugane mostraba una expresión de autodesprecio, al verse observada en tan bochornosa lucha dialéctica.

– No sé ya como rogarles; el caso es que no quieren aportar fondos. Cuando estábamos en plena eclosión de la burbuja económica, antes de que me oyeran hablar ya me habían concedido la aportación; pero ahora, con la crisis agravándose, ya con oírme piensan que pueden darse por contentos, como quien ha cumplido. Eso es lo que hay.

Ogi asintió a las palabras de Tsugane. En ese punto se dispuso a abordar el tema cuyo planteamiento había venido preparando en su viaje de tren urbano, por la línea Chuuo. Al ponerse a hablar, su propia voz le resultó artificial.

– Por lo visto no va a ser factible que Patrón venga a visitar el Comité Mossbruger. Y no es que no sienta interés por Tachibana y su hermano pequeño; muy al contrario, pues ha llegado a manifestar el deseo de que se les invite a ambos a visitar la oficina. Yo mismo le comuniqué a ella la noticia por teléfono, y estaba como loca de contenta con la idea.

– Según eso, tampoco le van a quedar ya a Tachibana motivos para aparecer por el Comité Mossbruger. Pues aunque tuviera aquí alguna amistad profunda, como la de Ásuka, el comité es un grupo muy heterogéneo de gente, con la que ella poco tiene que ver -diciendo esto, Tsugane se quedó mirando inquisitivamente a Ogi, como si de pronto hubiera caído en la cuenta de algo-: y, a propósito, ¿no significa eso que tú, Ogi, ya no tienes ningún asunto que te traiga por aquí? Incluso esta mañana, cuando hablamos por teléfono después de diez días, no parecías muy dispuesto a que nos viéramos en mi refugio.

"En resumidas cuentas, que con ocasión de la vuelta de mi marido a Japón, hemos llegado al final de nuestra relación, ¿no es así? Ogi, ¿se debe eso a una decisión que has tomado por criterios de moralidad? ¿No será más bien que te ha asustado la presencia de mi marido?

Ogi juzgó más prudente permanecer en silencio. Por dentro le hervían arrebatos de ira. Pero llegado a la situación actual, en que aquella tormenta de palabras tan propia de ella se cernía sobre su cabeza, esta crisis que sufría al no saber por dónde cortar, tenía que acabar resolviéndose por sí misma de la manera más simple, antes de lo que se pensara. En esa línea aquellos últimos diez días, tan penosos, lo habían capacitado un poco para pensar con mentalidad adulta. Pero, a fin de cuentas, le asaltó el requemor de estar actuando con cobardía e incluso con vileza, al dejar el asunto en manos de ella.

– No creo que yo sea la persona adecuada para hablar de moralidad Durante los últimos diez días he estado pasándolo fatal y sin ver una salida. Todo ha sido por los celos. Si te digo la conclusión que he sacado a fuerza de pensar, ésta sería que, con vistas al futuro, no hay medio de acabar con las causas de esos celos. Si a mí me diera por decir que yo te iba a arrebatar de las manos de tu marido, tú serías la primera en echarte a reír. Pero aun así, yo me he entretenido en imaginar todo tipo de raras artimañas. En éstas, los celos no han parado de atormentarme, hasta el punto de trastornarme la cabeza; y de seguir así, creo que no voy a dar en nada bueno. En resumen, que no hay más salida que zanjar el asunto.

– ¿No habrá un modo más suave? -inquirió Tsugane-. Por ejemplo que sigamos así y dejemos pasar el tiempo, con lo que podríamos llegar a separarnos con un mínimo de sufrimiento. Esa posibilidad también et viable.

– Dejar pasar el tiempo en la situación en que estamos ahora me traerá un sufrimiento que no podré soportar: esto es lo que me hace intuir insulsa experiencia de los celos. Si sigo así, la cabeza me va a estallar en pedazos. Pero tampoco hay una vía de solución. Aunque aquí y ahora cortemos drásticamente, aún vendrán horas amargas, pero estoy dispuesto £ sobrellevarlas pacientemente.

Tsugane hizo retroceder su pequeño cuerpo hasta el respaldo de la silla, encogiéndolo todavía más; luego orientó sus ojos, enmarcados en sendos cercos resáceos, hacia Ogi. Con su lengua de color melocotón, que aúr le parecía ciertamente entrañable a Ogi, ella se lamió el labio superior y \z piel por encima del mismo.

– Tú eres una persona seria de pies a cabeza. Tus padres se estarán lamentando de que, entre tus hermanos, tú seas el único que te has señalado como oveja negra, y no has metido cabeza en un empleo como es debido Pero tú aún te conservas tan serio como aquel estudiante de Grado Medie que se aplicaba a fondo a hacer footing por la altiplanicie de Nasu; en ese no has cambiado. Y ¿no será precisamente por pasarte de serio por lo que tuviste ese pronto de robar sin más unos pantys?

"Pero lo entiendo. Separémonos, pues. Me gustaría obsequiarte con algo como recuerdo, pero como ya no es cosa de darte un nuevo par de pantys, te voy a regalar un radiocasette nuevo, con una cinta dentro. En ella hay grabada una música compuesta por el hermano de Tachibana. Yo también he escuchado algo de ella a lo largo de esta mañana, pero me sentía triste sin que sepa decirte por qué, y no he podido oírla hasta el final. Al escucharte por teléfono me sobrecogió una corazonada de que esto mismo podía sucedemos; y ahora que nos ha sucedido, ¿cómo podría ya seguir oyendo esa cinta? Así que ¡adiós! ¡Dejemos pasar al jinete que marcha! Viajando ya de vuelta a Shinjuku en el tren, tras media hora que se pasó con la cabeza gacha en el asiento, Ogi puso en marcha el radiocasette a partir del punto en que Tsugane había dejado de escuchar. Cada una de las cortas piezas constaba de una simple melodía compuesta de sencillos acordes, pero se oía como si fuera el sollozo de un alma desnuda. El joven pensaba que así era como vivía un ser desgraciado, aquejado de una discapacidad mental; y así era como una mujer tocada por esa desgracia lo cuidaba, sacando fuerzas de flaqueza. Ogi dejó que le resbalaran unas lágrimas por sus mejillas, sin importarle la presencia de dos chicas, estudiantes de Grado Superior, que no le quitaban los ojos de encima.

"Si Patrón es capaz de hacer brillar una luz -no en la mente solo, sino incluso corporalmente- desde el interior de personas desgraciadas como éstas, yo colaboraré con él para apoyarlo, poniendo en ello todo mi empeño." Ogi se sentía hostigado por una intensa tristeza. Pero en un nivel inconsciente de sí mismo, al límite de esa tristeza, asomaba una lucecita. Así que la barrera de oscuros celos, que lo mantenía bloqueado desde diez días atrás hasta ayer mismo, empezaba a desaparecer de su camino.

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