Desde el espejo, me mira alguien que no soy yo.
Ninguno de los dos.
El doctor Hufier viene todas las mañanas. Insiste una y otra vez en recomponernos, y sus intentos son cada vez más patéticos.
No necesito que me recompongan, no como él cree. Somos uno. Hemos estado divididos durante mucho tiempo, pero ya no.
Sin embargo, hay alguien más.
He intentado decírselo al doctor, pero es inútil. No escucha. Ha formulado su teoría y cualquier cosa que oiga termina encajando en ella de un modo u otro. Como siempre que alguien se cree en posesión de la verdad, el doctor Hufier se limita a ver aquello que quiere y descarta alegremente todo lo demás. Para él, las esquinas inesperadas, los momentos incómodos, las ecuaciones irresolubles no existen. En su universo todo está ordenado, medido y aquilatado y no hay lugar para las preguntas que no tienen respuesta.
Pero alguien me mira desde el espejo. Y no somos nosotros. Ninguno de los dos.
Lo recuerdo todo, y aunque una parte de mí quisiera no hacerlo, la otra sabe bien que eso no es más que una debilidad.
Y no permito debilidades.
No, porque nací una noche en un fumadero de opio de Limehouse, mientras Sherlock Holmes rescataba a un poeta de las garras de la droga. Y de algo más.
Recuerdo el momento de mi nacimiento, un privilegio que una parte de mí preferiría no tener.
Recuerdo cada sonido, cada imagen, cada olor.
Y recuerdo los ojos esmeralda, la trenza inacabable que caía por su espalda, las manos de dedos largos y uñas afiladas. Y el modo en que me miró, como si supiera algo sobre mí que todos los demás ignoraban.
Extendió dos dedos frente a mí.
Y luego me marcó con ellos.
Nací en ese momento, en medio de un dolor insoportable. Nací mientras el mandarín abría dos surcos gemelos en mi rostro y partía mi alma en dos.
El doctor Hufier dice que eso no es cierto. Que siempre he estado dividido, y que el mandarín de ojos de jade que me condenó a mirar en el abismo se limitó a sacar a la luz lo que estaba oculto.
La luz. La luz no tiene nada que ver con todo esto.
Siempre he estado en sombras. Oculto allí donde nadie se atrevía mirar. Ni siquiera yo. Sobre todo, yo.
Nací aquella noche, pero no lo supe.
Éramos como dos gemelos siameses unidos por la espalda. De algún modo, cada uno presentía la presencia del otro, pero no podíamos vernos.
Sin embargo, yo sabía que yo estaba allí, aunque yo lo ignorase.
El lenguaje se ha convertido en una herramienta inútil.
Durante muchos años, viví dentro de mí, inmóvil, temeroso de hacer el menor movimiento, no fuera a ser que mi presencia fuese notada por mí. Viví en las sombras de mí mismo, alimentándome de oscuridad y regurgitando penumbra.
Yo sabía que había alguien más, pero yo ignoraba que había otro.
Silencioso, cuidadoso, empecé a robar pequeños momentos. Me atreví a asomarme a mis ojos y mirar el mundo desde ellos. Osé mover una mano que me pertenecía con mi propia voluntad y no la mía.
No pasó nada. No fui notado. No resulté descubierto.
Fui volviéndome más atrevido con el tiempo.
Tenía tanto miedo al principio.
Y mientras tanto, yo seguía adelante, iba tras los pasos de otro hombre, tratando de convertirme en él, en su copia, en su hijo, sin saber que yo ya era yo y que mi padre era el mandarín cruel que me había marcado el rostro y me había separado el alma.
Hoy el doctor Hufier me ha pedido que trate de rememorar mi recuerdo más antiguo.
– ¿De cuál de nosotros? -le he preguntado.
Al fin y al cabo, para mí, es muy fácil: mi primer recuerdo es el de un fumadero de opio en la oscuridad.
Pero para mí no es tan sencillo. Antes de que yo naciese, yo ya existía.
Mi primer recuerdo…
Creo que fue el hambre, tal vez el frío, quizá los dos.
– Hambre y frío -dice el doctor Hufier, asintiendo sabiamente, como si de verdad entendiera algo-. Muy primario, muy básico.
Parece tan satisfecho de sí mismo. Y sería tan fácil borrar la satisfacción de su rostro. Inmovilizarlo con una presa en el nervio adecuado. Dejarlo desangrarse lentamente, inmóvil pero consciente, mientras convierto la mitad de su cuerpo en un amasijo doliente de carne reventada.
Pero no, ya no hacemos esas cosas. No las necesitamos. Ya no necesito atraer mi atención.
Estamos enteros, me digo. Soy uno solo. Completo al fin.
Pero hay alguien que nos mira desde el espejo, me respondo. Y no somos nosotros.
Hay alguien más y no soy yo.
Pero no le digo nada al doctor Hufier. Finjo alegría ante su satisfacción y lo dejo perorar a gusto sobre los enormes progresos que estamos haciendo.
Progresos. Pero, ¿hacia dónde progresamos? ¿Y por qué habla en plural, como si él fuera parte de mí y progresara conmigo? ¿Por qué siempre se incluye en lo que dice?
«¿Cómo estamos hoy, Frederick?»
«Parece que nos sentimos hoscos esta tarde.»
«Ah, nuestro humor está mejorando esta mañana.»
«Quizá hoy podamos llegar a algún sitio interesante.» ¿Por qué insiste en incluirse? No es yo. No es parte de mí. Todas las partes de mí están juntas ahora y él no es una de ellas.
Ni tampoco lo es la criatura que me devuelve la mirada desde el espejo.
Esta noche he soñado con una ciudad imposible.
Inmensos sillares de piedra se alzaban en medio de la noche, pero la jungla avanzaba entre ellos, devorándolos lentamente.
Terrazas inacabables remataban edificios que casi tocaban el cielo.
Al fondo, una tormenta púrpura caía sobre selvas grises por las que corrían animales que no existen.
Sobre una de las terrazas, una criatura meditaba en silencio sobre su destino. Su cuerpo no tocaba el suelo, flotaba a unos centímetros de él.
Su cuerpo.
Un cono rugoso y enorme. Carnoso y latiente.
Sólo que era también mi cuerpo.
Yo era esa criatura melancólica que contemplaba la lejana tormenta sobre la selva gris.
Yo era un cono rugoso.
Un bibliotecario atado a una biblioteca interminable.
Luego, me volvía hacia la ciudad y contemplaba la losa gigantesca que tapaba el lugar al que nunca vamos, el lugar al que tememos más que nada.
Algún día la losa se quebraría. Y ellos saldrían.
Y una parte de mí se preguntaba si aquello sería tan malo.
Al despertar, encontré extraño mi cuerpo, como si no supiera qué hacer con mis extremidades.
Caminar se convirtió en una tortura.
Logré acercarme al espejo y, por unos instantes, no sentí otra cosa que repulsión ante aquella cosa que me miraba desde allí. Aquella especie de pelaje que lo remataba, los dos ojos a cada lado de la cabeza, aquella cavidad carnosa que debía de ser una boca.
Era mi rostro. El que siempre he tenido.
Pero, por un momento, no logré reconocerlo.
Yo era un cono rugoso sobre una ciudad como no ha habido otra, me dije a mí mismo.
El momento pasó enseguida y volví a reconocer mi cara.
Pero al mirarme al espejo, vi que él estaba allí, detrás de todo, acechando.
Paseo por los jardines, cuidadosamente vigilado, embutido en la camisa de fuerza, incapaz de rascarme allí donde me pica.
¿Dónde me pica?
Es una buena pregunta para la que no tengo respuesta.
Tras el paseo, regreso a mi habitación acolchada. Muevo los brazos, libres de su prisión.
Recuerdo lo que hice con esos brazos.
Un test tras otro.
Todos igual de estúpidos. De inútiles.
No pueden recomponer con un test lo que ya está recompuesto.
Y los tests no mostrarán lo que acecha tras mi mirada. Eso no se reflejará en una hoja de papel, en una respuesta.
Estoy prisionero y no tengo lugar alguno al que huir. Pero aunque estuviera libre, ¿adónde huiría? No puedo escapar de mí mismo. En realidad, ya no deseo escapar de mí mismo.
El verdadero peligro no es ése.
Porque, esté donde esté, no puedo escapar de lo que me acecha desde el espejo. De la criatura que puebla mis sueños y que no soy yo aunque intenta serlo.
No puedo escapar.
El doctor Hufier insiste con sus terapias, con sus preguntas, con sus drogas. Sonríe satisfecho.
Quizá le estoy proporcionando material para un artículo en alguna prestigiosa revista médica. Quién sabe si para un libro.
Palabras.
Las palabras no hacen más que ocultar la verdad.
Entonces, ¿por qué las uso?
Nuevos sueños.
Alguien que no soy yo, en un cuerpo que no es el mío, aguarda y planea. Se pasea por salas vacías, abre libros de extrañas formas, escribe en idiomas incomprensibles.
Y espera su momento.
Ellos volverán, se dice, tarde o temprano van a volver.
¿Es eso tan malo?, se pregunta.
En el sueño, aunque no soy él, comparto su consciencia, sus preguntas, sus emociones, tan afiladas. Su cuerpo.
A veces, en medio del sueño, se gira y me ve. No tiene rostro, pero de algún modo consigue sonreír.
Cuando despierto, el miedo es como una herida abierta, como dos cicatrices en mi rostro que no terminan de curar jamás.
Está ahí, acechando tras mis ojos, esperando el momento adecuado.
Y, cuando llegue, yo dejaré de existir. Los dos dejaremos de existir.
Y sólo estará él.
Me digo a mí mismo que no debo permitirlo. Que tengo que luchar. Que no debo rendirme.
Y sí, me muestro de acuerdo, me respondo que tengo razón. Pero cómo. Cómo puedo luchar. De qué modo.
No me respondo.
Hoy tengo visita, me dice el doctor Hufier.
Parece incómodo. Se supone que no debería recibir visitas. Ni es la política de la clínica ni mi estado lo permite. Sin embargo, ha accedido a que me vean.
Me pregunto por qué. Me pregunto de qué modo lo habrán amenazado o con qué lo habrán comprado para que consienta.
Luego, no tengo tiempo para preguntarme nada cuando veo quién es mi visitante.
Se sienta frente a mí. Me contempla en silencio, con una sonrisa socarrona ante mi camisa de fuerza y luego menea la cabeza pelirroja como si no acabara de creer lo que está viendo.
– ¿Por qué permites esto? -me pregunta.
– Hola, Anni -respondo.
Ella hace un gesto extraño, como si su nombre fuera una cosa molesta en la que prefiere no pensar. Recuerdo la última vez que nos vimos. La tarde pasada en Lisboa. El modo en que hablamos de cientos de asuntos sin referirnos a ellos ni una sola vez.
Recuerdo lo que sentía. Y también recuerdo lo que yo, agazapado dentro de mí, deseaba en aquel momento.
Ninguno de los dos conseguimos lo que queríamos. En lugar de eso, fuimos atraídos a la Boca del Infierno en medio de la noche y algo nos obligó a contemplarnos. A ver lo que éramos.
Algo que ahora acecha tras mis ojos.
Igual que acecha tras los suyos, comprendo de repente.
– No eres ella -digo.
Se encoge de hombros.
– Soy todo lo que queda de ella -responde. Se toca la frente con un dedo-. Sus recuerdos están aquí. Igual que sus emociones. La información no se ha perdido. No sería práctico. ¿A qué aguardas?
– A nada -digo-. Soy uno. Después de media vida siendo dos que desconocían la existencia del otro, por fin soy uno. No hay nada que esperar.
Veo la comprensión asomar a sus ojos.
– Claro -dice-. Él aún está ahí.
– Sigo aquí -respondo.
– No debería haber sido así. -Parece inquieta, intranquila-. Ya no deberías existir.
Me encojo de hombros. Empezamos a comprender lo que pasa. Y, en cierto sentido, sabemos por qué ha ido mal.
– Salimos juntos del abismo -dice ella, sin mirarme, como si hablara consigo misma-. Tres, esta vez, aunque sin dejar de ser uno. Y nos abalanzamos sobre los recipientes que nos esperaban. No los que nos ofrecían; dos de ellos eran inservibles, marionetas inútiles. El tercero… sí, el tercero fue un recipiente adecuado, pero los otros dos… ¿lo recuerdas?
Y de pronto, digo:
– Sí, lo recuerdo.
No soy yo, aunque esté usando mi voz.
– Lo recuerdo -sigue diciendo lo que acecha tras mis ojos, lo que me mira desde el espejo y que no es ninguno de nosotros dos-. Las ofrendas no eran las adecuadas, pero cerca de ellas había lo que necesitábamos. La mujer retorcida y llena de orgullo. Y el hombre partido.
– Entramos en ellos y en el maquinador.
– Sí -le oigo decir a mi voz-. Eran lo mejor que teníamos a mano.
– Pero nos equivocamos -dice ella-. Ahora lo veo. El hombre partido es más fuerte de lo que pensábamos. Lucha, se resiste.
– No por mucho tiempo -sale de mi boca-. Lucha, pero no sabe que lucha. Se resiste, pero no sabe cómo lo hace. Pronto caerá.
Ella frunce el ceño.
– No podemos esperar. Tenemos que empezar ya si queremos que todo se haga como debe.
– Lo sé.
Lucho por controlar mi boca, por impedir que esa cosa que vive dentro de mí la use para decir lo que desea. Tengo éxito durante unos momentos.
– No me rendiré -digo.
– Quizá no sea necesario -responde ella.
– ¿Qué quieres decir? -dice lo que habita en mi interior.
– No tenemos tiempo para esto. Y quizá no sea necesaria una victoria total. Quizá baste con llegar a un… entendimiento.
– Comprendo -dice él con mi voz.
– Yo no -logro decir.
– Lo entenderás -me dice mi voz.
No respondo.
Ella permanece pensativa unos instantes. Alza la vista y nos mira… a todos nosotros.
– Vendré a buscarte mañana por la noche. ¿Será tiempo suficiente?
– Lo será -responde el que acecha dentro de mí.
Ella asiente. Se incorpora y abandona la sala.
Espero a que los enfermeros vuelvan a llevarme a mi habitación. Me liberan de la camisa de fuerza. Me acerco al espejo y contemplo lo que se oculta tras mi ojos. Por primera vez, me devuelve la mirada.
Usa mi voz para decirme:
– Tenemos que hablar.
El sueño de esta noche es distinto.
Estamos en medio de ninguna parte. Los tres. Estoy yo. Está él. Y estoy yo.
Nos ha separado de nuevo. Seguimos conscientes el uno del otro, pero ya no somos uno solo.
«Divide y vencerás», decían los antiguos romanos.
La cosa que acecha dentro de mí no tiene forma. Tiene todas las formas. Es como el agua y, como ella, se adapta al recipiente que encuentra. Cuando la miro, veo algo de mí, pero también de todos los anfitriones que ha tenido antes.
No todos ellos son humanos.
Descubro, con cierta sorpresa, que eso no me causa sorpresa alguna.
La cosa habla. Pero no conmigo, sino conmigo:
– Él no nos es demasiado útil -dice-, aunque preferiríamos que los dos estuvierais de acuerdo en esto. Pero en realidad no lo necesitamos. Contigo sería más que suficiente.
Sonrío, feroz.
– Suficiente, ¿para qué? -pregunto.
– No le hables -digo.
Pero no me hago caso. Ya no soy uno solo. Estamos separados y él -el él que es yo- no me hace caso.
– Para que podamos llegar a un acuerdo -dice la cosa.
– Antes quiero saber lo que ha pasado -dice el yo que nació cuando nos marcó el mandarín.
Yo no quiero saber lo que ha pasado. No quiero saber nada más. Ya es suficiente.
– Mientes -me digo, con una voz llena de rabia-. Mientes. Lo odias, lo envidias. Lo sé. He sido tú.
– No -respondo.
– Eres débil. Pero incluso débil como eres, somos uno. Ten la fuerza suficiente para ver la cosas como son.
No. No quiero.
– Lo odias.
Pienso en lo que me estoy diciendo, aunque no quiero. ¿Lo odio? ¿A él, el hombre que me hizo lo que soy?
– Sí, te hizo lo que eres. Él te creó, igual que a mí me creó el mandarín de ojos de jade. ¿Y acaso te gusta lo que eres?
No respondo. Pero sé que no es necesario, que he captado el mensaje.
– Ellos pueden darnos la oportunidad de destruirlo -me digo.
– Y, de paso, destruir el resto del mundo -me respondo.
– No lo sabemos seguro. Y, aunque fuera así, ¿importa acaso?
De nuevo, no tengo respuesta.
Me acerco. Me toco. Rehúyo mi contacto, pero es inútil. Vuelvo a acercarme y a tocarme. Me miro a los ojos y la rabia que veo en ellos es fría y hermosa. Acerco mi boca a la mía, entreabro los labios y, con ellos, paladeo mis labios, saboreo mi lengua. Me abrazo.
Me tomo a mí mismo. Salvajemente. Con ternura. Con rabia.
Soy uno de nuevo.
Íntegro, completo. Ahora sí.
Por fin.
– Hablemos -le digo a la cosa que acecha dentro de mí, que ha estado esperando con paciencia durante todo este rato.
Asiente.
– ¿Qué quieres saber?
– Todo -respondo.
Las posibilidades son infinitas, me dice; los mundos, incontables.
Así empieza su relato. No entiendo gran parte de él, pero lo que consigo comprender es suficiente.
Él y los suyos preparan el regreso de los Primeros. No sé lo que son. Nadie lo sabe. Pero son poderosos, de un modo inimaginable, y hace mucho tiempo, antes de que cualquier otra cosa existiera, fueron los dueños de este mundo, de todos los mundos.
Fueron expulsados. No sabe cómo, pero así fue. Se los confinó a dimensiones de bolsillo donde aguardaron en una existencia que era mitad sueño, mitad muerte.
Y él y los suyos intentan hacerlos volver.
Su regreso significará la destrucción del mundo tal como lo conocemos. Pero qué es la destrucción, sino la creación algo nuevo.
¿Cómo será ese algo nuevo?, le pregunto.
Nuevo, contesta. Antiguo. Distinto.
Guarda silencio, esperando que tome una decisión.
Me miro a mí mismo y me preguntó qué debo decidir.
Así que le pregunto por qué debería ayudarlos.
Porque él se enfrenta a nosotros, responde.
No es la primera vez que tratan de hacer volver a los Primeros. De hecho, lo han intentado incontables veces. Fracasando siempre, pero cada vez más cerca del éxito.
La última vez, él se enfrentó a ellos. El detective. La máquina de razonar. Sherlock Holmes.
Y volverá a enfrentarse.
Me ofrece la oportunidad de vengarme. De matar para siempre mi rabia matándolo a él.
Cómo puedo decir que no. Él me hizo lo que soy. Me acogió, me dio forma y me dejó expuesto a la terrible maldición del mandarín de ojos de jade. Él es el culpable de todo cuanto me ha ocurrido. Cómo puedo rechazar la oferta que se me hace.
No, no puedo, comprendo.
Entonces, ¿tenemos un trato?
Quizá, respondo. Cuéntame más.
Vagamos por los mundos, dice. Sin forma, como el agua. Como el agua, tomando la forma de los recipientes en que habitan. Su propio reino es un lugar de sufrimiento y pesadumbre, concebido para el dolor y el éxtasis más exquisitos. Intenta describírmelo, pero el lenguaje humano no ha sido concebido para ello y fracasa.
Su mundo, me dice, es como deberían ser el resto de los mundos si los Primeros no hubieran sido confinados.
Un lugar de extremos. Siempre cambiante.
El árabe loco encontró las puertas, hace mucho tiempo. Al Hazrid, Alhazred, Abdelésar. Qué importa su nombre ahora. El árabe loco. Abrió algunas, y se atrevió a mirar lo que había más allá. Incluso se atrevió a cruzar el umbral en algunos sitios, y a robar el conocimiento que encontró allí.
No volvió intacto, nadie lo hace.
Pero quedó lo bastante de su cordura para componer un libro, un libro que repartió en tres y en el que contaba lo que había visto y el modo en que las puertas podían ser abiertas para siempre.
Necesitan ese libro, él y los suyos. Necesitan el conocimiento que el árabe loco les robó hace tanto tiempo.
Para que vuelvan los Primeros.
Sí, digo, de acuerdo. Pero qué es lo que nos ocultas.
Noto un instante de vacilación.
Uno de nosotros es un traidor, dice.
Era el mejor de todos ellos, el primero, el más poderoso, tal vez.
Y ahora los ha abandonado. Ha entrado en el mundo y se pasea por el mundo bajo la forma de un hombre. Los espera. Intentará impedir que tengan éxito. Ha conocido al detective, lo ha ayudado en el pasado y volverá a hacerlo en el futuro.
Es poderoso. Pero no podrá detenerlos, me dice.
Luego, guarda silencio.
Comprendo que no es necesario decir más. Sé todo cuanto necesitaba saber.
La noche siguiente, cuando ella viene a buscarnos, estamos listos.
Nos encuentra en el despacho del doctor Hufier, jugando con los últimos restos de su cuerpo. El doctor aún está vivo, aunque no por mucho tiempo.
– ¿Habéis llegado a un acuerdo? -nos pregunta.
Asentimos en silencio, sin dejar de jugar con lo que queda del doctor.
– No hay tiempo para eso -dice ella-. Tenemos que irnos.
Tiene razón. Lástima.
El único ojo que le queda al doctor me suplica que acabe con su vida.
Abandonamos el lugar.