Segunda parte. La batalla interminable

Capítulo Primero. Tunguska

El carguero había conocido días mejores. En realidad, no parecía que le quedasen muchos días más por conocer.

La mujer ascendió por la escalerilla del barco y, al llegar arriba, rechazó la mano que le ofrecían desde la borda. Aunque la primavera estaba bien entrada y el deshielo había comenzado hacía tiempo, el viento que soplaba desde la tundra era frío, y la mujer iba casi completamente embozada.

Subió a bordo y miró a su alrededor.

– ¿Todo listo? -preguntó.

El hombre que le había tendido la mano asintió en un gesto arisco. Iba cubierto por un grueso abrigo de pieles y una mugrienta gorra de capitán colgaba medio ladeada en su cabeza, a punto de ser arrancada de allí por el siguiente golpe de viento.

– Estaré en mi camarote -añadió la mujer.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta, recorrió la destartalada cubierta y descendió al interior del barco. El capitán se la quedó mirando unos instantes, masculló una maldición y terminó escupiendo de lado, milagrosamente a favor del viento.

– ¡Vamos! -gritó-. ¡No tenemos todo el maldito día!

La mujer llegó a su camarote. Posó la bolsa que llevaba, cerró la puerta por dentro y, tras comprobar que la pequeña estufa de hierro colado tenía madera suficiente, se quitó los guantes y se calentó las manos al amor de la lumbre. Algo después, desenrolló la bufanda de alrededor de su cuello y se desprendió del grueso gorro. Sacudió la cabeza a un lado y a otro y dejó escapar un suspiro de alivio.

Se deshizo del abrigo y se acercó a la bolsa que había traído consigo. Un mechón rojizo cayó sobre su rostro y lo apartó con un resoplido impaciente. Abrió la bolsa y contempló satisfecha lo que había dentro.

– Sí -murmuró-. Sí.


Llevaba tres meses recorriendo la tundra. Buscando. Inventando caminos que no existían, abriéndose paso en busca de una leyenda.

Y la había encontrado.

La prueba estaba en sus manos.

Alzó el objeto y contempló el modo en que reflejaba la luz. Estaba roto, medio destrozado, azotado por inviernos extremos y veranos demasiado breves. Un trozo retorcido de algo que no era ni metal ni piedra y que brillaba con una débil fosforescencia verdosa.

La prueba.

Tenemos que hacernos con él, se dijo. Si lo que estamos preparando fracasa, él es nuestra última oportunidad.

Aunque en realidad no era así. No existían las últimas oportunidades. Si algo le había enseñado su larga vida, arrastrándose por los huecos entre los mundos y apoderándose de anfitriones desprevenidos, era que no existían las últimas oportunidades.

Nada acaba nunca.

El fin de algo, después de todo, no era más que el principio de lo siguiente.

Guardó de nuevo el objeto en la bolsa. Se calentó otra vez las manos junto a la estufa y luego se tumbó en la cama.

Cerró los ojos y, mientras el barco traqueteaba buscando su camino hacia el mar abierto, se quedó dormida.


Seguía conservando los recuerdos de la mujer que había sido. Pero eran algo ajeno, algo que le había sucedido a otra. La información estaba allí, lista para ser usada cuando era necesaria, pero el nexo emocional entre aquellas imágenes y ella misma era algo tan tenue y frágil que apenas lo percibía. Apenas. Una palabra irritante.

El cuerpo físico que habitaba le imponía sus limitaciones. Algunas eran molestas: tener que procesar materia para alimentarse, obligarse a descansar cada cierto tiempo, usar algo tan ineficaz como los sonidos articulados para comunicarse con los demás… Pero también tenía sus compensaciones. El cuerpo que habitaba estaba lleno de terminaciones nerviosas, bombardeado continuamente por miles de estímulos.

Un humano no habría sido consciente de ello, al fin y al cabo para ellos no era más que la forma en que siempre habían sido las cosas y ni siquiera le prestaban atención.

Pero para alguien como ella resultaba intoxicante.

El tacto, los sabores, las texturas, las formas sin límite. El frío y el calor. El dolor afilado. El placer que estallaba de repente.

Era como vivir en medio de una borrachera perpetua y disfrutar cada momento de ella.

Ya sólo por aquello merecía la pena ser humana. Ya sólo aquello casi valía por todas las limitaciones.

Casi.

Volvió a recordar la noche de su llegada al mundo.

Ella y los otros dos (sólo que entonces aún no eran tres entes separados, sólo tres partes de una misma cosa) cayendo hacia la puerta abierta, surgiendo de ella en mitad de la noche y buscando a los anfitriones adecuados.

El hombre partido fue el primero en acoger a uno de ellos. También el más difícil de domar, cierto; y, de hecho, aún distaba mucho de estar domesticado. En cierto modo, aquello había sido una inesperada ventaja; habían encontrado un aliado con el que no contaban en la personalidad dividida de Wiggins.

Crowley, la criatura reptante, henchida de orgullo y ambición, había sido el segundo. Fue un receptáculo adecuado, y se rindió casi sin presentar batalla. Al fin y al cabo, había estado buscando aquello toda su vida.

Y finalmente… ella. Altiva en medio de la tormenta, desafiante frente a un mundo que insistía en no verla como era.

La mejor de los tres. Sin ninguna duda.

Su mente se resistió, sin comprender que cuanto más luchaba, más velozmente perdía. Y al final, su asimilación había sido completa.

Luego, la consciencia repentina de que el traidor estaba allí, muy cerca.

Y algo más. La certidumbre de que ya no eran uno solo, de que aunque seguía habiendo un lazo entre los tres, desde aquel mismo momento eran criaturas independientes. Ya no tres aspectos de una misma cosa, sino tres cosas separadas, relacionadas pero distintas.

Y a medida que pasara el tiempo, cuanto más siguieran en aquel mundo, más separados estarían.

Un día, quizá, volverían al universo de pesadumbre y rabia del que habían venido, y entonces tal vez volvieran a ser uno solo.

Tal vez.

Aunque a veces se preguntaba si realmente deseaba volver. O si tan siquiera sería necesario.

Puesto que, si tenían éxito en hacer regresar a los Primeros, no haría falta volver a casa, porque aquel mundo, y todos los demás, serían como el hogar.

A medio camino del sueño profundo, sonrió feroz.


Al día siguiente, paseó por la cubierta, seguida por las miradas hoscas de los tripulantes.

No les gustaba que una mujer les diera órdenes. Pero las seguirían, mientras el pago fuera el adecuado.

Sabía lo que había en la mente del capitán, la mezcla grasienta de lujuria y desprecio que se ocultaba tras aquellos ojos entrecerrados. Pero no, se decía, ya había transitado aquel camino: ya había permitido que la poseyeran y la humillaran. Y sí, había disfrutado en el proceso, casi tanto como había disfrutado después devorando a su torturador, pero ahora no era el momento.

Tenía que volver, encontrarse con los otros y enseñarles lo que había encontrado.

Habían pasado siete años desde su nacimiento.

Siete años en los que Crowley les había trazado el camino, disponiendo las piezas en el tablero y preparándolo todo para cuando momento estuviera maduro. Ellos se habían dejado guiar, pues aquél era el motivo por el que estaban allí. Para buscar el libro que en realidad eran tres, reconstruirlo y usar el conocimiento guardado en él (el conocimiento que el árabe loco había robado de su mundo) para abrir la puerta y despertar a los Primeros.

Ése era el plan. Para eso habían cruzado a este mundo. Todo lo demás no era relevante, como insistía en repetirles Crowley.

Sin embargo…

Nunca te lo juegues todo a una sola carta, le decía una y otra vez algo en lo más profundo de su mente. Algo que no tardó en reconocer como el último resto de la mujer que había sido antes.

Nunca te lo juegues todo a una sola carta, volvió a recordar ahora, mientras pensaba en el objeto que había en su camarote.

Nunca.

Crowley y Wiggins siguieron adelante con el plan. Y ella los secundó.

Pero a la vez empezó a buscar alternativas.

Durante un tiempo fue descorazonador, porque no parecía haber ninguna.

El detective y su hermano iban siguiendo sus pasos. Quizá ayudados por el traidor, aunque era difícil de saber; la criatura era sutil y prudente. Raras veces se dejaba ver y los rastros que dejaba de su paso no siempre eran claros. Luego el hermano murió, pero eso no terminó la persecución: Sherlock Holmes continuó la tarea de Mycroft, ahora en solitario y cada vez parecía estar más cerca de ellos. Sabía mucho y, con el tiempo, aprendería mucho más. Era listo, era implacable y nada lo detendría.

Crowley no estaba preocupado por ello. Ni parecía estarlo Wiggins. Uno estaba demasiado absorto en su odio; el otro era incapaz de pensar en el fracaso. Ella, en cambio…

– Tenemos que buscar una alternativa -les decía.

Pero ellos sólo respondían:

– ¿Para qué? No debemos dispersar nuestros esfuerzos. Todo va según lo previsto.

– Todo iba según lo previsto las veces anteriores. Pero al final algo salió mal. -Hizo una pausa y dijo en voz alta lo que su memoria le había estado repitiendo durante tanto tiempo-. Nunca te lo juegues todo a una sola carta.

– Hermana -le contestó Crowley-, ten cuidado. Las mentes de los cuerpos que poseemos pueden ser una ayuda, pero son peligrosas.

– Es cierto -dijo Wiggins-. Miradme a mí, si no.

Esbozó una sonrisa torcida.

– Sé lo que me digo -insistía ella-. No debemos jugárnoslo todo a una sola carta.

Pero ellos no escuchaban.

Bueno, hermana, es normal. Los hombres nunca lo hacen, le respondió otro recuerdo de la Anni Jaeger que ya no existía.

Así que siguió buscando. Inútilmente, por lo que parecía.

Y luego apareció él. Como un relámpago. Más rápido que una bala. Más poderoso que una locomotora. Capaz de superar un rascacielos de un solo salto. Había irrumpido en la biblioteca y había salvado a Holmes de lo que parecía una muerte segura. Luego lo había acompañado en su viaje para ver al hijo de Lovecraft, para encontrar el libro que ellos necesitaban.

– No es humano -había dicho Crowley-. No es de este mundo. Sin embargo, es este mundo lo que le da sus habilidades.

Wiggins había asentido hoscamente, mientras se preparaba para seguir a Holmes y al superhombre al universo crepuscular en el que los aliados del hijo de Lovecraft habían ocultado su tercera parte del libro. El dispositivo espía que habían conseguido instalar en el bastón del detective les informó de las conclusiones a las que éste llegaba sobre la naturaleza de aquella criatura extraña: no era de aquel mundo, y el bajel en el que viajaba por el espacio se había estrellado en la Tierra. En un lugar preciso y concreto.

– Recuérdalo -había seguido diciendo Crowley, mientras Wiggins se preparaba para seguir al detective y al superhombre dondequiera que fuesen-. No sé muy bien cómo, aunque es posible que Holmes tenga razón en lo que afirma y que sea el sol de este lugar el que le dé sus habilidades. En cualquier caso, todo lo que es, lo es por estar aquí. En cualquier otro sitio, no tendrá habilidad especial alguna.

Wiggins había asentido de nuevo (y una llamarada de odio había cruzado su rostro al oír el nombre del detective), se había ajustado el ancla sintonizada con el bastón y se había preparado para partir.

Y mientras tanto, ella pensaba, maquinaba, planeaba y se preguntaba si habría encontrado al fin lo que buscaba. Había dedicado buena parte del último año a buscar el lugar que el detective había mencionado cuando descifró el origen del superhombre.

Tunguska.

Allí había caído su nave. Al menos eso era lo que pensaba Sherlock Holmes: la nave principal se había estrellado allí tras soltar una cápsula de salvamento que había cruzado medio mundo hasta dar con los campos de cereales de Kansas. Las otras hipótesis del viejo detective sobre el superhombre se habían visto confirmadas, así que era probable que aquélla también fuese cierta. De ser así, si había algún sitio en el mundo donde podían encontrar algo útil, sin duda era en Tunguska.

Wiggins había estado ausente todo aquel año: había cruzado en pos de Holmes, esperando a que éste lo llevase al lugar donde se ocultaba la tercera parte del libro que buscaban. Si tenía éxito, quizá todo lo que ella planeaba careciera de sentido.

– Pero tampoco tenemos nada mejor que hacer mientras tanto -había replicado cuando Crowley le planteó sus objeciones-. Mientras Wiggins no vuelva, no hay mucho que podamos hacer. Y esto me mantendrá entretenida.

Crowley había asentido a regañadientes y la había dejado hacer.

Y ahora, por fin, había encontrado lo que buscaba. No sabía muy bien qué hacer con ello, pero lo averiguaría. Y si ella no podía, alguien lo haría. O nadie.

Sí. Nadie ayudaría. Por qué no: ya lo había hecho antes, después de todo.


Fue un viaje accidentado, y el tiempo apenas le alcanzó para hablar con sus hermanos antes de que Wiggins partiera, tras su vuelta de la Montañas de la Locura. Anni no pudo evitar una sonrisa ante la ironía: era Holmes quien había bautizado así a la realidad donde se ocultaba el Necronomicon, y lo había hecho usando el título de una de las historias que había escrito el hijo de Lovecraft. Y ahora ellos mismos usaban ese nombre, como si fuera inevitable.

Wiggins había estado ausente casi un año, tal y como se habían temido. El universo de bolsillo donde se guardaba el Necronomicon no había estado en el ángulo adecuado para ir a él y los tres sospechaban que el regreso no iba a resultar fácil.

Claro que no podía quejarse, si lo pensaba bien; precisamente ese año de ausencia le había dado el tiempo necesario para buscar.

Y ahora, Wiggins había vuelto y todo parecía a punto de terminar. -No tenemos mucho tiempo, hermana -le dijo al verla entrar, altiva como siempre-. Parto esta noche para España.

Ella asintió. Al otro lado de la habitación, Crowley se sentaba con el semblante hosco.

– ¿Algo no va bien? -preguntó ella.

– El detective también ha vuelto, vivo.

– No por mucho tiempo, hermano -dijo Wiggins-. Y lo importante es que tengo el libro. Los otros dos ejemplares estarán en su lugar a tiempo. Y entonces bailaré una polka con las tripas de Sherlock Holmes. -Se estremeció y, durante unos instantes, pareció que estuviera luchando contra algún enemigo invisible-. Lo siento -dijo-, no está domesticado del todo. ¡Ni lo estaré nunca! Pero no representará ningún problema. Desea lo mismo que nosotros, aunque no sea por los motivos correctos. ¿Correctos? Prueba a perder una mano y hablaremos de motivos.

Ella lo miró, perpleja. Sólo entonces reparó en el extraño aspecto de su mano izquierda. Wiggins siguió la dirección de su mirada y, tras enarcar una ceja, alzó el brazo. No había mano alguna, sólo un munón cubierto de cicatrices del que asomaban esquirlas de metal.

– El superhombre -dijo.

– ¿Está vivo? -preguntó ella, tratando de no revelar emoción alguna.

– No lo sé. Le pegué un tiro. Si se hubiera quedado en el universo de bolsillo, seguramente estaría muerto. Pero Holmes volvió, así que hemos de suponer que él también. Y si ha vuelto…

– Tardará en recuperar las fuerzas que perdió -dijo Crowley.

– No lo sabes con seguridad.

– No podemos permitirnos dudar ahora. El momento está demasiado cerca.

Wiggins asintió.

– Tienes razón.

No hablaron mucho más. Repasaron los preparativos del viaje de Wiggins, y luego lo acompañaron al puerto.

Sólo entonces se unieron los tres, la frente de cada uno en contacto con la de los otros dos, intercambiando recuerdos, temores y esperanzas.

– Malditos cuerpos -masculló Crowley-. Nos lastran demasiado. Y las emociones son algo demasiado molesto.

Ella no estaba de acuerdo con eso último, pero guardó silencio mientras seguían compartiendo. Absorbió los recuerdos de Wiggins y vio el efecto que el mundo de las Montañas de la Locura había causado en el superhombre. Así que Holmes tenía razón: sacaba sus energías del sol de la Tierra. Sin su luz, estaba indefenso, y en las Montañas de la Locura algo lo había ido drenando de la energía que acumulaba en su cuerpo. Sí, comprendió Anni, allí había algo que podían usar, algo que…

El momento terminó y Wiggins no tardó en irse. La marea no esperaba a nadie, como era bien sabido. A solas en el embarcadero, mientras el buque iba desapareciendo lentamente, Crowley la miró con altivez.

– Así que has encontrado algo interesante -dijo.

– Eso creo.

– Seguramente no servirá para nada. Si tenemos éxito en esto, no hará falta utilizar lo que has descubierto. Pero… lo he pensado y tienes razón, no debemos jugárnoslo todo a una sola carta. Ven, hermana, entremos. Tenemos que hablar.

Había pasado hacía más de treinta años, pero el lugar aún estaba devastado, arruinado; parecía que todo hubiera sucedido ayer mismo. Algo había derribado a los árboles a su paso, como si Dios hubiera apagado las velas de su tarta de cumpleaños demasiado fuerte. Erguida en medio de aquella desolación, no podía evitar la sensación de que ella era la única persona viva en todo el mundo.

La imagen estaba clara en su mente. Ella, de pie, en medio de un mundo muerto. Buscando. Y encontrando.

– Su nave cayó allí -dijo mucho más tarde, cuando Crowley ya había tenido tiempo para asimilar los recuerdos compartidos y el barco de Wiggins era un punto casi invisible en la distancia-. En Tunguska.

– Y tú las encontrado.

Anni asintió.

– Lo que quedaba de ella.

– ¿Será suficiente?

– Creo que sí. No tenía los instrumentos adecuados, pero creo que el lugar estará saturado de restos de la nave. Emiten algún tipo de radiación. Inofensiva para nosotros, por lo que he podido ver. Pero quién sabe si…

Crowley la interrumpió.

– Hay algo que me preocupa… o lo haría si toda esta conversación no fuera simplemente académica. Al fin y al cabo, tendremos éxito en España, no puede ser de otro modo. El detective será incapaz de detenernos. Wiggins se encargará de ello. Después de todo, quién mejor motivado que él.

Anni reprimió una sonrisa. La mujer que había sido antes había estado a punto de enamorarse de aquel hombre. Idiota, se dijo a sí misma. No era más que un asno pomposo lleno de orgullo y ambición. Un vehículo adecuado para que su hermano lo usara para sus fines, pero nada más. Y un vehículo molesto, porque había contaminado a su hermano con su fatuidad.

– ¿Y cuál es esa «preocupación académica»? -preguntó, toda candor.

– Es posible que no tengamos la tecnología suficiente para aprovechar lo que has descubierto.

Anni reprimió una sonrisa.

– Nadie la tiene -dijo.

Crowley asintió.

– Cierto. Interesante. Y seguramente querrá ayudarnos, como ya lo hizo con el bastón del detective. Pero me pregunto si será de fiar en algo así. Nadie puede ayudarnos a usar lo que has encontrado, pero, ¿podremos estar seguros de que no nos engaña?

– Claro que no. Pero lo vigilaremos. Y, llegado el momento preciso…

Él permaneció unos momentos con el ceño fruncido, tratando de decidir algo.

– Hmmm. Buena idea -terminó diciendo-. Claro que, en realidad, no tiene demasiado sentido seguir hablando de esto. Al fin y al cabo…

– Sí, hermano, lo sé. Pero, ¿tenemos algo mejor que hacer mientras tanto? -preguntó ella, repitiendo lo mismo que le había dicho un año atrás.

Crowley frunció de nuevo el ceño.

– Confieso que este cuerpo tiene necesidades. Y he aprendido que a menudo es beneficioso satisfacerlas.

Aquello sí que era una sorpresa, y Anni no se molestó en ocultarlo.

– Has tardado en aprenderlo -dijo, al cabo de un rato.

Él asintió.

– Asimilé al humano demasiado rápido, supongo. No me tomé mi tiempo, como parece que sí hiciste tú. En los últimos tiempos, sin embargo, he estado considerando si eso no habrá sido un error.

Ella no respondió, y trató de que sus pensamientos no asomaran a su rostro. Por supuesto, tuvo un éxito total: después de siete años controlaba aquel cuerpo sin problemas.

– Lo siento, hermano -dijo-, no puedo ayudarte. Hace tiempo, confieso que sí. Como sabes, este cuerpo te deseaba. Pero eso ha pasado.

– Éramos uno, hermana. ¿No echas eso de menos?

– Sí. -Descubrió que estaba mintiendo al mismo tiempo que lo hacía y la sensación fue extrañamente placentera-. Pero no creo que tener interacción física sirviera de nada. Además, ¿no estamos olvidando a alguien? Los tres éramos uno, no sólo nosotros dos.

– Cierto, tienes razón.

Ah, bajo su tranquila aquiescencia Anni percibió la rabia y la frustración, y aquello fue delicioso.

¿Soy demasiado humana?, se preguntó.

Seguramente. El hecho mismo de que me lo pregunte indica que hace tiempo que he cruzado la línea.

Pero, en realidad, no le importaba. No mucho.

Capítulo II. Kansas

El amanecer sorprendió a Kent en medio de los campos de trigo, completamente desnudo, con los brazos extendidos en un remedo inconsciente del hombre de Leonardo. Con el rostro vuelto hacia el sol y los ojos cerrados, dejó que la luz de la mañana entrara en su cuerpo y se esparciera por él.

A cada inspiración se sentía más fuerte, más pleno.

Sabía que aún pasaría bastante tiempo antes de que volviera a ser lo que había sido pero, extrañamente, no le importaba demasiado. Había tiempo, y poder disfrutar de aquellos instantes de fragilidad humana hacía que todo mereciese la pena.

Lo único que lamentaba era que su estado no le hubiera permitido seguir ayudando a Sherlock Holmes.

¡Qué hombre tan increíble!

Demasiado bueno para ser real, a veces. Se preguntó cómo habrían reaccionado Ma y Pa si hubieran sabido que él, nada menos que él, había compartido una aventura con su detective favorito. Se los imaginaba pendientes de sus palabras, intercambiándose miradas entre ellos y animándolo a seguir cada vez que se trabucaba en su historia.

Los echaba terriblemente de menos.

Contuvo una sonrisa al pensar en lo que dirían sus vecinos si lo vieran allí en medio. Bajó los brazos, cerró las manos en un puño y durante un minuto, se limitó a escuchar.

Al final del campo, un topo asomó la cabeza. Sobre él, un halcón trazó un círculo, buscando nuevas presas. Alguien pasaba por la lejana carretera. Al fondo, en el bosquecillo junto al río, cayó una rama.

Trató de ir más allá. El sudor perlaba su frente. Más, más, más.

Abrió los ojos y tomó aire. Estaba bien, había sido suficiente por hoy.

Aún tardaría tiempo, pero las cosas iban como debían. Lentamente iba recuperando sus habilidades. No a tiempo para ayudar a Holmes, por desgracia, pero estaba seguro de que el viejo detective se las apañaría estupendamente por sí mismo. Siempre parecía hacerlo.

Dio media vuelta y regresó hacia la casa. A mitad de camino dio un pequeño salto, se impulsó apenas con los pies y, por un instante casi imperceptible, dejó de notar el tirón de la gravedad. Cuando volvió al suelo miró a su espalda: unos cinco metros, no estaba mal.

Volvió a tomar aire. Estaba cansado. Se estaba forzando demasiado. Debía dejar que las cosas siguieran su curso. Si todo seguía a ese ritmo, en unos meses volvería estar en plenitud de facultades. No hacía falta forzar las cosas.

Unos meses. Dos, quizá tres.

Unos meses para disfrutar del hecho de que era, casi, un humano normal.

Sonrió mientras entraba en el patio, la casa a un lado, el granero al otro. Sus ropas estaban en el porche, pulcramente apiladas. Se vistió y se sentó en una mecedora que había visto días mejores.

Se dejó llevar. Sabía que no podía seguir allí mucho tiempo. Tarde o temprano debería volver a la civilización, integrarse de nuevo en la gigantesca metrópolis que lo había acogido en los últimos años. Al fin y al cabo, llevaba ausente del mundo casi un año: era posible que incluso lo hubieran dado por muerto en el periódico donde trabajaba. Sí, tenía que volver, y lo más pronto posible.

Pero se dejó llevar. Estar allí, tumbado simplemente, sin hacer nada en absoluto, sin urgencias ni preocupaciones era demasiado agradable.

Un poco más, Ma, sólo un poco más.

De pronto, tuvo la sensación nítida y concreta de que estaba siendo observado. Forzó sus sentidos al límite: vista, oído, olfato. Pero no consiguió captar nada fuera de lo normal.

Tonterías, se dijo, volviendo a reclinarse en la mecedora.

Tenía que volver a la ciudad, pensó.

Sí, mañana. O pasado. Pronto, pero no hoy.


El pueblo no había cambiado gran cosa en los últimos años, lo cual no era ninguna sorpresa. En realidad, no le habría gustado de otra manera.

La gente de la generación de sus padres seguía tratándolo como si fuera un adolescente tímido, enorme y torpón; y para los de su propia edad, era como si nunca se hubiera ido. La más guapa del lugar seguía siendo la más guapa del lugar, aunque ahora arrastrase tras de sí a un marido y un par de retoños; los matones de la adolescencia habían crecido, pero no habían cambiado. La vieja fábrica de papel seguía siendo un incordio los días que el viento soplaba del este.

Las granjas habían cambiado. La Depresión había pasado por aquel lugar, dejando a muchos sin el hogar en el que habían vivido desde los tiempos de sus bisabuelos. Eran ahora los bancos y las grandes corporaciones los propietarios de la tierra, y algunos de sus antiguos dueños la trabajaban como asalariados. Sus padres habían sido de los pocos que no habían perdido su granja. De un modo u otro se las habían apañado durante los años difíciles.

Se dijo que debería vender la granja. No a Pete, su antiguo compañero de estudios, que ahora lo miraba rapaz desde la puerta del banco. No a una empresa o a una corporación, sino a alguien que amara la tierra y quisiera trabajarla.

Pero se resistía. Aquél era el único hogar que había conocido. Y deshacerse de él era como cortar amarras para siempre con el pasado. Aún no estaba preparado para algo así. Quizá no lo estuviera nunca.

Pidió cambio en el colmado y luego fue hasta el teléfono. La operadora le pidió el número y, cuando se lo dio, le indicó cuántas monedas debía introducir. Mientras hacía lo que le habían pedido, se dio cuenta de que, pese a que intentaban disimularlo con una intensidad casi patética, era el centro de todas las miradas. Reprimió una sonrisa. Sin duda, aquélla no era una de las cosas que echaba de menos del pueblo.

Al final, logró hablar con su periódico. White no estaba loco de contento, pero pareció creer la historia que Kent le contó, y estuvo dispuesto a aceptarlo de nuevo en el diario.

– Pero será como freelance, por lo menos al principio. No me arriesgaré a tenerte en plantilla para que te largues con viento fresco de nuevo porque alguien en tu pueblo se haya roto una pierna.

– Me parece correcto, jefe.

– Y aún me debes una crónica, Kent, no creas que lo he olvidado. Te envié a cubrir aquella maldita cosa de científicos en Harvard. Y aún estoy esperando la crónica.

– La tendrá, jefe.

– ¡Y no me llames jefe!

Bien, una cosa solucionada. Tenía un par de días para dejar atados sus asuntos en el pueblo, y luego de vuelta a la ciudad.


Aquella noche soñó que estaba en una sala gigantesca, cuyas paredes blancas y lejanas estaban abarrotadas de una colección de objetos de aspecto tan variado como inverosímil. En el centro de la estancia había dos estatuas: un hombre y una mujer, frente a frente, con los brazos extendidos hacia arriba y, sobre sus manos abiertas, un mundo que parecían estar sosteniendo.

Se acercó a las estatuas y sólo cuando estuvo bajo ellas comprendió lo enormes que eran. Los rostros, tallados en algún desconocido material blancuzco, no miraban hacia él, sino hacia el planeta que sostenían.

Le resultaban conocidos. Como si fueran… de la familia.

En el hueco entre el hombre y la mujer había algo. Un punto. No se hizo más grande al acercarse a él, siguió siendo un punto negro inmóvil en medio del aire, pero cuando estuvo a su lado pudo ver que lo contenía todo.

Todos los tiempos, todos los lugares, todos los momentos, todos los pensamientos.

Piensa en el hogar y taconea tres veces, susurró una voz sobre él. Y al alzar la vista vio que la estatua de la mujer lo estaba mirando ahora y que parecía sonreír con añoranza, como si lo conociera.

Bajó la cabeza e intentó encontrar de nuevo aquel punto donde estaba todo, pero se había desvanecido.


Pasó el día siguiente poniéndolo todo en orden en la granja. Limpió y recogió hasta dejarlo tal y como le hubiera gustado a su madre. Sólo que no era mi madre, se dijo.

¿Por qué aquel pensamiento? Había sabido desde muy temprano que era adoptado, que aquel hombre y aquella mujer no eran sus padres biológicos, pero nunca había pensado en ellos de otro modo. Lo habían acogido entre ellos, lo habían cuidado y lo habían amado; y cuando murieron fue como si una parte de él mismo hubiera muerto con ellos.

Eran su padre y su madre, los únicos que había conocido.

Pero no lo eran.

¿Importaba algo quién lo hubiera engendrado? Fueron los Kent quienes lo educaron, quienes lo convirtieron en lo que era ahora.

¿Importaba?

Por primera vez en su vida, sí. Durante todo aquel tiempo, consciente de su misterioso origen y de sus extraordinarias habilidades, había sabido que no era exactamente humano. Pero siempre había creído que era… un mutante quizá, un salto evolutivo que la naturaleza había decidido dar, tal vez el resultado de los experimentos de alguno de aquellos científicos locos que llenaban las páginas de las revistas pulp que leía Pa. Algo extraño, distinto, quizá incluso un monstruo.

Pero humano, al fin y al cabo; terrestre, pese a todo.

Y Sherlock Holmes le había mostrado que no. Que su origen estaba en las estrellas, en alguna parte de aquel vacío infinito.

No era humano, aunque se sintiera como tal.

Sus padres, sus verdaderos padres lo habían enviado a la Tierra con algún propósito. Su nave se había estrellado treinta años atrás en algún lugar de Siberia, y alguien había lanzado una cápsula con él dentro antes del desastre. Había cruzado medio mundo para caer junto a una granja de Kansas.

Y Pa y Ma lo habían acogido. Lo habían cuidado. Lo habían amado como si fuera suyo…

Pero no lo era.

Salió al porche y se sentó en la mecedora, mientras la tarde iba cayendo a su alrededor.

Era un… extraterrestre. Una criatura venida de otro mundo. Podía parecer humano, pero no lo era.

– ¡No diga tonterías, claro que es usted humano! Aceptemos que estoy en lo cierto, que ha sido concebido usted en otro planeta. ¿Le hace eso menos humano? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? Si le pinchan, ¿no sangra? Si le hacen cosquillas, ¿no ríe? Si le agravian, ¿no intentará vengarse? Siente las mismas emociones que cualquier otro humano: lo he visto reír, lo he visto asombrarse, lo he visto lleno de curiosidad, lo he visto preocuparse y lo he visto al borde del llanto. De acuerdo a cualquier definición relevante, es usted humano. No lo olvide nunca, muchacho. Nunca. Al otro lado del Atlántico hay un monstruo que ha decidido que algunos de nuestros congéneres no son más que bestias. No caiga en la misma trampa que él. Es posible que yo no pueda atravesar un edificio de un solo salto, pero mi mente y mi corazón no son distintos de los suyos. Y eso es, para bien y para mal, lo que nos hace humanos. Lo demás es irrelevante.

Era la voz de Sherlock Holmes resonando en su mente, y Kent no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué hombre increíble!, pensó de nuevo. Y tenía razón, por supuesto, como casi siempre.

Habían sido aquellas palabras suyas las que habían vuelto a ponerlo en pie, tras descubrir la verdad sobre su origen. En su momento, habían bastado.

Pero ya no.

Quizá fuera humano en sus emociones y en sus pensamientos. Pero no del todo. Y, desde luego, no lo era en su origen.

No estaba muy seguro de lo que significaba aquello, pero sabía que tarde o temprano tendría que descubrirlo.

No hoy, se dijo mientras iba anocheciendo a su alrededor. De momento, tenía que volver a poner su vida en su sitio. Habría tiempo para aquello más tarde.

Al día siguiente, antes de marchar, recorrió la granja y los campos por última vez.

No, pensó, no la vendería.

Aquel sitio era su refugio. El lugar al que siempre podría volver para ser él mismo. Su hogar. Su fortaleza.

Contrataría a alguien para que se ocupase de los campos, pero nada más.

Bajó al pueblo andando y luego esperó pacientemente el autobús.

Capítulo III. La ciudad que nunca duerme

– Esto no es una organización benéfica, Kent. Sobrevivimos porque le damos al público lo que quiere.

– O le hacemos creer que quiere lo que le damos, jefe.

Peter White enarcó una ceja y se llevó el puro a la boca. Era un hombre bajo, concentrado, con hombros de boxeador y rostro de policía que ha pateado demasiadas calles. Mordisqueó pensativamente el puro y lanzó una larga mirada al que, un año atrás, había estado a punto de ser su mejor periodista.

– De acuerdo, Kent -concedió-. Pero, ¿por qué querríamos hacerles creer que les interesa una guerra en un país europeo sin importancia?

– Jefe…

– No me llames jefe, Kent. Convénceme.

– Esto no es una fruslería, y lo sabe. Puede que parezca una guerrecita sin importancia. Pero las potencias europeas la están usando como banco de pruebas. Es un prólogo, jefe. Y usted sabe tan bien como yo que lo que va a venir después no va a ser moco de pavo.

– De acuerdo. Estamos en la antesala de una guerra a escala europea. ¿Y…? ¿En qué nos afecta a nosotros?

– Si no recuerdo mal, la última guerra europea acabó afectándonos.

– No, no recuerdas mal, Kent. Pero, ¿qué posibilidades hay de que vuelva a pasar algo así? Tienen sus problemas al otro lado del charco. Que los resuelvan ellos.

– Maldita sea, jefe, no se cree ni una sola palabra de lo que está diciendo.

White se echó hacia atrás en la silla, se llevó las manos a la nuca y lanzó un par de largas chupadas a su puro.

– Quizá no, Kent. Pero supongamos que sí. Que no soy más que un palurdo de la calle al que lo único que le interesa es si va a cobrar esta semana o tendrá un plato caliente sobre la mesa cuando llegue a casa. Como mucho, quizá le preocupen las cosechas de este año. Y, desde luego, estará interesado en el resultado de las series mundiales. Pero, ¿de lo que pasa en Europa?

– Muchos de esos palurdos estaban en Europa no hace mucho. O si no ellos, sus padres. Puede que crean que no les interesa lo que pasa en España. Pero en realidad, no es así. Y usted lo sabe tan bien como yo.

– Quizá. De acuerdo, maldita sea, tienes razón. La guerra española es importante; y no se va a quedar en eso. Antes de que nos demos cuenta, toda Europa estará metida en un fregado de narices. Y sí, nos van a involucrar a nosotros, queramos o no. Tienes razón. Pero el problema no es ése.

– Entonces, ¿cuál es?

– Que tu artículo no va a hacer que vendamos más periódicos.

– Jefe…

– Ya te lo he dicho: no me llames jefe. Vamos, Kent, ¿qué demonios te ha pasado? Antes eras bueno; condenadamente bueno, maldición. Hace un año habrías cogido la minucia más insignificante y te las habrías apañado para convertirla en una noticia de primera plana. Y ahora tienes en tus manos un tema importante y no eres capaz de hacer que nuestros lectores se interesen por él.

Kent frunció el ceño, incómodo. Aquello no era… Pero el pensamiento se desvaneció casi antes de haber sido formulado y comprendió que su redactor jefe tenía razón.

– Lo reharé -dijo, tras una breve pausa.

White asintió.

– Ésa es la actitud. Y cuando me traigas la nueva versión haz que desee coger un fusil e ir a un país que ni siquiera sé dónde está a darles una paliza a esos fascistas. Vamos, Kent, adelante, no tenemos todo el día. Esto es un periódico.


En su escritorio, Kent repasó lo que había escrito. En realidad, no necesitaba leerlo: estaba completo y exacto en su memoria. Comprendió que había escrito una pieza sensiblera y sin ningún impacto; y lo que era peor, insulsa. El jefe tenía razón. Como casi siempre, pensó con una sonrisa.

Cogió las páginas que había escrito, incluso la copia de papel carbón, hizo una pelota con ellas y las tiró a la papelera.

Tomó aire, introdujo una hoja en blanco en la máquina de escribir, pensó unos instantes y empezó de nuevo.

Su velocidad de tecleo no era la que había sido hacía un año, pero aun así era suficiente para que ninguna mecanógrafa profesional pudiera seguirlo.

No tardó en tener una segunda versión del artículo. Aunque no lo necesitaba, empezó a releerla: le gustaba ver el texto sobre una hoja en blanco, como si las palabras cobraran un significado distinto al ser escritas. Mientras releía el artículo, no pudo evitar preguntarse por qué estaba escribiendo aquello. Hasta entonces, rara vez se había preocupado por las cuestiones políticas.

La respuesta, inevitable, fueron dos palabras:

Sherlock Holmes.

Sabía que Holmes estaba en España en aquellos momentos, tratando de evitar que la Orden Esotérica de Dagón, como Lovecraft la había llamado, reuniera los tres ejemplares del Necronomicon y los usara para sus infames propósitos. Escribir aquel artículo sobre la guerra española era su forma de apoyar al detective desde lejos. De demostrar que seguía a su lado, aunque no pudiera estarlo físicamente.

Y todo eso, se dijo, por un hombre con el que había compartido unos días.

Pero, pensó una vez más, qué hombre increíble.

Terminó la relectura del artículo y comprendió que aún no era lo que buscaba. Si el jefe lo viera, lo echaría para atrás, igual que había hecho con la versión anterior. Pero estaba más cerca de lo que quería; y no sólo eso, sino que ahora sabía qué camino debía seguir para llegar hasta allá.

– De acuerdo -murmuró-. Vamos otra vez.

Hizo una nueva pelota de papel y volvió a introducir una hoja en la máquina de escribir. Adelante, se dijo. Y empezó a teclear a un ritmo frenético.

Desde su despacho, Peter White lo contemplaba, intentando evitar una sonrisa. Ajá, pensó, el muchacho había vuelto. Y parecía que seguía en buena forma.

Por la noche, de camino a su apartamento en la calle Clinton, los pensamientos de Kent volaban de un tema a otro, sin que terminaran de fijarse en ningún lugar en concreto.

Echaba de menos a Sherlock Holmes, eso sin duda; casi tanto como echaba de menos a sus padres adoptivos, aunque de un modo muy distinto. En cierta forma, tenía la sensación de que conocía a Holmes de toda la vida, de que el detective siempre había estado a su lado, marcándole el camino.

Era un pensamiento absurdo, pero no podía evitarlo.

Como tampoco podía evitar preguntarse por sus orígenes, y por el sueño que había tenido en el pueblo. Recordaba las dos estatuas que sostenían el mundo, y no podía evitar reconocerse en sus rasgos. ¿Eran ésos sus verdaderos padres, o simplemente un fantasma de su imaginación? ¿Aquel planeta que sujetaban era su mundo natal?

Tenía que averiguarlo, de un modo u otro.

Pero, ¿cómo?

Cuando se hubiera recuperado del todo, tal vez. Un rápido viaje a través de la noche hacia Siberia, hacia el lugar donde se había estrellado la… nave que lo había traído hasta allí. Aunque, ¿qué iba a encontrar allí, aparte de restos inservibles y casi irreconocibles?

No… no adelantemos acontecimientos, se dijo. Además, había otro lugar. Aquellas Montañas de la Locura a las que había ido con Holmes. La fortaleza en ellas, fría y solitaria. La inverosímil sala de trofeos donde habían encontrado el Necronomicon, antes de que aquel enmascarado se lo arrebatara. Había estado a punto de matarlo, y de no haber sido por Sherlock Holmes…

Pero eso no importaba ahora. El detective había visto algo allí, en aquella sala. Algo que él había vuelto a ver en su sueño.

Un punto, nada más.

Un punto que parecía contener todos los lugares posibles.

Estaba llegando al parque. Una parte de él quería correr por entre los árboles como un animal salvaje, sin pensamiento alguno en su cabeza, más allá del olor del verde, la textura de la tierra contra sus pies, los furtivos ruidos de la noche. En días como aquél, se sentía cansado y su humanidad se convertía en un disfraz incómodo que no estaba muy seguro de querer seguir llevando.

Pasaría, como pasaba siempre, estaba seguro. Pero a veces no podía evitar preocuparse ante aquellos pensamientos, aquellas ansias primarias que sentía bullir bajo su piel, por debajo de todo lo que sus padres le habían enseñado a apreciar como correcto y adecuado.

¿Qué soy realmente?, volvió a preguntarse.

Como siempre, no encontró respuesta. Y, también como siempre, sabía que no era la última vez que se lo preguntaría.


El resto de la semana transcurrió con tranquilidad. Iba al periódico, cobraba por sus artículos, hablaba un poco con White y, ocasionalmente, se dejaba admirar a regañadientes por el joven Olson.

No tenía mucha vida social, ni quería tenerla, no en aquellos momentos. Sabía lo que pensaban de él los periodistas de plantilla, pero no le importaba mucho. Para ellos no era más que el tipo que había echado por la borda un futuro brillante y había desaparecido del mundo durante un año. Que White lo hubiera contratado de nuevo era aceptado sin entusiasmo. Lo veían como a alguien acabado.

Pudo haberlo tenido todo, decían.

¿Qué era todo?, se preguntaba por las noches, cuando volvía a casa cruzando el parque. Alzaba la vista y contemplaba el cielo tachonado de estrellas y se preguntaba alrededor de cuál de ellas habría girado el mundo que le dio vida.

¿Qué era todo?, se preguntaba al llegar a su casa.

Quizá algo que estaba dentro de un punto, un punto que se asomaba al cosmos y que podía mostrarle de dónde venía. Hacia dónde tenía que ir.

O quizá no.

Sentía cómo sus fuerzas iban volviendo a él. Estaba ya muy por encima de lo que podía hacer un simple humano, pero aún se encontraba muy lejos de lo que había sido. Y a veces se preguntaba si quería volver a serlo.

Durante varios días, fingió ante sí mismo que no había tomado ninguna decisión. Que aún dudaba. Que no estaba seguro de hacer lo que había pensado.

Pero al final, se rindió ante lo evidente y comprendió que se había decidido la misma noche que soñó con el lugar de las estatuas y el punto que lo contenía todo.


– ¿San Francisco? ¡Por el fantasma del César! ¿Qué se te ha perdido en San Francisco?

Kent se encogió de hombros.

– No es nada que pueda contar, jefe. Me temo que es personal.

Ahora fue White quien encogió sus hombros en un gesto de indiferencia.

– Qué demonios -dijo-. No es asunto mío. Y al fin y al cabo eres un freelance, así que tampoco puedo pedirte que fiches de nueve a cinco.

– Volveré, jefe.

– Sí, bueno, ya lo veremos.

Kent reprimió una sonrisa.

– Después de todo, la otra vez acabé volviendo, ¿no?

– Eso es cierto. Pero hazme un favor, hijo. No tardes tanto como la última vez, ¿de acuerdo?

– Lo intentaré.


Mientras preparaba su escaso equipaje, volvió a tener la sensación de que era vigilado, al igual que lo había sentido en Kansas, en medio del campo de trigo.

Alzó la ventana y salió a la escalera de incendios. Con la caída de la noche, el aire había refrescado, pero aún seguía haciendo calor. Miró a su alrededor. Era como encontrarse en la parte más baja de un abismo: por todas partes, los edificios se alzaban como las paredes de un desfiladero interminable. Alguien había abierto agujeros en la pared rocosa, y luces vacilantes se escapaban por ellos. Más allá, lo sabía, estaban las estrellas, ocultas por el resplandor de la ciudad que no dormía nunca. Forzó la vista y, lentamente, fue capaz de percibirlas. Lejanas y frías. Distantes e indiferentes a su destino.

Bajó la vista.

En la calle, recortado contra el escaparate luminoso de un drugstore, había un hombre apoyado en un bastón. Por un instante se preguntó si podría ser Sherlock Holmes. Quizá el viejo detective había vuelto ya de su misión en España.

Pero no, se dio cuenta, a medida que enfocaba sus sentidos. El bastón era lo único que aquel desconocido y Holmes tenían en común. Era un hombre joven, quizá de su misma edad, y bajo el sombrero que ocultaba buena parte de sus facciones pudo entrever un mechón de cabello rubio, casi blanco.

El desconocido alzó la vista y Kent tuvo la sensación nítida y concreta de que miraba hacia él. Frunció el ceño. No estaba lejos y casi no había gente en la calle. Aunque aún distaba de estar en plena forma, podía descender por la escalera de incendios y estar junto a aquel tipo antes de que el otro tuviera tiempo de darse cuenta de qué pasaba.

El hombre al otro lado de la calle sonrió como si hubiera adivinado sus pensamientos. Se llevó una mano al sombrero y ejecutó un saludo burlón antes de dar media vuelta y echar a andar acera abajo.

Kent estuvo tentado de seguirlo. Lo habría hecho de no ser porque la sensación de ser observado aún persistía. Lo estaban vigilando, y aquel desconocido no tenía nada que ver con ello. No era él quien lo había espiado en Kansas, ni lo estaba espiando tampoco ahora. No sabía cómo lo sabía, pero era así, estaba seguro.

Enfocó de nuevo sus sentidos y recorrió toda la calle. Y, aunque no pudo percibir nada extraño ni amenazador, aún estaba seguro de que lo estaban vigilando.

El desconocido había desaparecido. Kent sabía que no le sería muy difícil seguir su rastro pero, sin saber por qué, decidió no hacerlo.

Volvió al interior de su habitación y terminó de hacer el equipaje.

Capítulo IV. San Francisco

El viaje, que en otros tiempo le habría llevado unos minutos, consumió casi un día entero. Había corrido hasta quedar rendido, sólo para derrumbarse en un campo desconocido en mitad de la noche. Cuando amaneció, permaneció largo rato al sol, recuperando fuerzas antes de volver a correr de nuevo.

Le fue mejor durante el día, con el sol recargando sus energías casi al mismo tiempo que las gastaba, pero al atardecer, cuando llegó a la ciudad, estaba al borde del agotamiento. Sus ropas se habían convertido en un puñado de harapos polvorientos y su respiración era un jadeo al límite del colapso.

Se sentó en el parque junto al puente, contemplando el sol del crepúsculo y absorbiendo con ansia la luz menguante. No hizo caso de las miradas de desconfianza de los transeúntes ni de su ceño fruncido; seguramente lo tomaban por un vagabundo y, en cierta forma, era eso exactamente. Al cabo de unos minutos su respiración se había normalizado y se sentía descansado y en paz.

Esperó a que anocheciera, se cambió de ropas en un callejón y, cuando volvió a salir a las calles iluminadas, nadie lo miró dos veces.

El hábito hace al monje, pensó. Y, de pronto, se vio asaltado por una idea absurda: si algún día hacía públicas sus habilidades, si las usaba para asombrar al mundo, tendría que tener una apariencia en consonancia. Un traje ajustado de colores primarios, algo simbólico en su pecho, tal vez una capa de un rojo intenso flameando tras él.

Tonterías, se dijo.

Tenía algo que hacer y, cuanto antes lo hiciera, mucho mejor. La casa que buscaba estaba cerca de allí. En ella había un hombre que jamás salía pero que, de algún modo misterioso, era capaz de abrir puertas a otros lugares. Mientras se incorporaba y echaba a andar hacia el callejón donde estaba la casa, contuvo una sonrisa ante el recuerdo de la estrafalaria apariencia de su ocupante. El aspecto británico, el turbante en la cabeza con el enorme rubí coronándolo… Se había hecho llamar a sí mismo el gran Swami en la época en la que fingía ser un mago de feria; Holmes se había referido a él como Longbottom. Y, por lo que Kent recordaba, el hombre había parecido algo incómodo ante el nombre, como si le trajera de vuelta partes de su pasado en las que prefería no pensar.

Bueno, él sí quería pensar en su pasado. Encontrarlo, dar con él, decidir de una vez por todas qué era realmente y hacia dónde debía encaminar sus pasos. Longbottom lo ayudaría, de un modo u otro.

Y luego… ya veríamos.


El escenario había sido cuidadosamente preparado, y los actores se sabían sus papeles. La representación era perfecta.

Pero los latidos de su corazón traicionaban a los participantes en la farsa. Ni aquellos hombres pretendían hacerle daño, ni la mujer estaba realmente asustada. La conclusión, como habría dicho Holmes, era elemental. Estaban en el lugar adecuado, en el momento preciso. Y él era el único espectador. Así pues, aquella pantomima sólo podía haber sido representada en su beneficio.

No los defraudaría. Al fin y al cabo, pensó con una sonrisa torcida, se habían esforzado en convencerlo.

Cayó sobre los atacantes de la mujer como un huracán. Vieron venir sus puños, pero no pudieron hacer nada para evitarlos y, antes de que nadie pudiera preguntar qué estaba pasando, los tres hombres yacían inconscientes en el suelo del callejón.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó Kent a la mujer medio tendida en el suelo mientras se inclinaba hacia ella.

Ella simuló una convincente sorpresa y un temor más convincente aún. Pareció repentinamente aliviada y logró asentir.

– Sí. Gracias a usted.

Él se encogió de hombros.

– Pasaba por aquí. Y hacer de buen samaritano se está empezando a convertir en una costumbre para mí.

– No sabe cómo me alegro.

– Deberíamos llamar a la policía, señorita…

– Adler -dijo ella-. Irene Adler.

Kent permaneció impertérrito y acogió el nombre de la mujer con una leve inclinación de cabeza. Desde luego, se dijo, aquella mujer no podía ser esa Irene Adler. Su nieta, tal vez. O, sin duda, una impostora con desparpajo.

– Ha sido un placer servirle de ayuda, señorita Adler. Pero como le decía, quizá sería conveniente que llamásemos a la policía.

– No creo que sea necesario -dijo ella, tomando su mano tendida y apoyándose en ella para incorporarse-. Me parece que mis atacantes no van a molestarme en mucho tiempo. Es usted muy fuerte… y rápido.

Se encogió de hombros.

– Hago mis ejercicios todos los días y me tomo mis cereales para desayunar. Mi mamá me educó bien.

La mujer no pudo reprimir una sonrisa. Y, por todo lo que Kent podía decir, parecía genuina.

– Pues dígale a su madre que ha hecho un gran trabajo, señor…

– Kent.

Ella asintió. No parecía atemorizada lo más mínimo, como si la farsa ya hubiera cumplido su propósito. En cierto modo, así era: lo había atraído a él allí y lo había puesto en contacto con aquella mujer. Pero era como si no le importase que él descubriera su superchería, lo que no tenía demasiado sentido.

Había en la voz de la mujer un ligerísimo acento. Sin duda europeo, pero no parecía inglés. Su cabello, casi negro en la oscuridad del callejón, se desparramaba descuidadamente sobre sus hombros, y en sus ojos había un brillo desafiante, al borde mismo del cinismo. Era una mujer hermosa, comprendió. Y una vez más, como le ocurría siempre, se preguntó por qué, más allá de apreciar de un modo distante su belleza, no conseguía sentirse atraído por ella.

Sin embargo, ahora tenía una respuesta. Sherlock Holmes se la había dado al revelarle su origen extraterrestre. Por mucho que ella pareciera una hembra de su misma especie, era humana; y él no.

– Sería mejor que abandonáramos este callejón -dijo la mujer, interrumpiendo sus pensamientos.

– En realidad… creo que no. Yo me dirigía a este lugar con un propósito concreto. Y creo que seguiré mi camino.

– Quizá no pueda -dijo ella.

Con un ademán de su cabeza, señaló al fondo del callejón, donde Kent vio una puerta entreabierta.

– Ellos salían de allí cuando yo llegaba. Supongo que por eso me atacaron.

– ¿Y qué hacía una mujer como usted en un callejón como éste a estas horas?

Pareció divertida ante la pregunta.

– Digamos que, como usted, yo también me dirigía a este lugar con un propósito concreto.

– ¿Para ver al señor Longbottom?

– Si se refiere al gran Swami, maestro de lo imposible, sí.

– Curiosa coincidencia.

– Sólo si no cree usted en el destino. Kent se encogió de hombros.

– He visto muchas cosas raras en los últimos días -dijo-. Así que bien pudiera existir algo como el destino. Por qué no.

Le indicó a la mujer con una mano que esperase unos momentos y se agachó sobre los hombres inconscientes. Palpó su cuello, en busca de una vena concreta y, cuando la encontró, pulsó unos instantes. Terminó enseguida y se incorporó.

– Listo -dijo-. Estarán inconscientes un buen rato. Creo que podremos entrar en la residencia del señor Longbottom sin temor alguno.

– Y quizá sin resultados.

Él echó a andar hacia el fondo del callejón.

– ¿Qué quiere decir?

– Si ellos salían de la casa cuando llegué, eso sólo quiere decir que habían terminado su trabajo. Y si es así…

Kent asintió.

– Quizá -dijo-. O quizá no. Averigüémoslo.

Mientras recorrían la casa buscando al que había sido el gran Swami en su vida profesional, Kent volvió a recordar aquel extraño viaje que había iniciado sin moverse de ningún lugar. «Una pesadilla sobre el color blanco», la había llamado Holmes, y exactamente eso era lo que parecía: el aire tan frío y cortante como la muerte, el terreno cubierto de hielo hasta allí donde alcanzaba la vista y las enormes y distantes montañas frente a ellos.

– Las Montañas de la Locura -había dicho Holmes.

Quizá, pero hacía allí debían dirigirse y así lo hicieron. En las montañas encontraron algo imposible, una ciclópea fortaleza solitaria que no parecía haber sido hollada en mucho tiempo. Allí dentro, en una inverosímil sala de trofeos, estaba el libro que Holmes había estado buscando. Y allí el detective se había asomado a un punto donde parecían estar contenidos todos los universos posibles.

Si era así, también estaría su hogar, su lugar de origen, o al menos lo que quedaba de él.

Pero les habían seguido, recordó. El encapuchado y sus sicarios habían ido tras ellos y habían conseguido arrebatarles el libro. Y, en el proceso, casi habían acabado con su vida. Según Holmes, era el sol de la Tierra lo que dotaba a Kent de sus habilidades y, alejado de él, se convertía paulatinamente en algo no muy distinto de un humano normal. Peor aún, había en aquel lugar algo que drenaba sus energías; lo bastante para ser vulnerable a un disparo del encapuchado.

Fue Holmes quien lo salvó, llevándolo de vuelta a la Tierra y a aquel sol del que se alimentaba y lo hacía ser lo que era.

Aquél era un sitio terrible. Frío y desolado. Sin nada más que pingüinos y soledad. Y algo que le robaba la vida poco a poco.

Y sin embargo, se dijo mientras recorría la casa en compañía de la impostora que se hacía llamar Irene Adler, había vuelto a aquella casa para que su excéntrico ocupante lo llevara de nuevo allí.

Y todo por un sueño en el que se había visto a sí mismo en una sala de trofeos que era, y al mismo tiempo no era, la misma en la que habían encontrado el Necronomicon y donde él había estado a punto de morir. Una sala con las estatuas de los que podían ser sus padres sosteniendo en sus manos un mundo que quizá era el suyo.

Podían. Quizá.

Por «podían» y «quizá» había vuelto a aquel sitio, sólo para encontrarse con que lo esperaban y habían montado una farsa en su provecho.

– Está usted muy callado, señor Kent.

– Lo siento, señorita Adler, quizá mi humor sea un poco sombrío. No me gusta lo que oigo.

– ¿Qué oye?

– Nada.

Ella hizo un gesto con la cabeza, como si comprendiera.

– Si Longbottom estuviera aquí… o vivo, ya habría aparecido. Nos habría oído.

– Quizá lo ha hecho y se ha ocultado. Al fin y al cabo, sus visitantes anteriores no debían de ser muy amigables.

Cierto, se dijo, ella tenía razón. Era una posibilidad a tener en cuenta. Tal vez Longbottom se había ocultado en uno de aquellos mundos que parecían confluir en la casa.

Si era así, se dijo cuando entró en una sala que reconoció enseguida, se había dejado su cuerpo atrás.

Vestido de etiqueta y con el gran turbante rojo alrededor de la cabeza, el que había sido el gran Swami yacía en el suelo totalmente inmóvil.

– Está muerto -dijo Kent.

– ¿Está seguro? -preguntó ella, mientras se agachaba y le tomaba el pulso-. Sí, parece que lo está. Nuestros amigos del callejón.

– Tal vez.

– Yo diría que es bastante probable.

En lugar de responder, Kent se inclinó sobre el cuerpo. Longbottom no parecía muy distinto de la última vez que lo había visto. Pero faltaba un detalle en su atuendo y, a juzgar por los jirones deshilachados de su turbante, alguien se lo había arrebatado. Miró a la supuesta Irene Adler.

– El rubí -dijo ella, antes de que él pudiera articular palabra-. Se lo han llevado.

– Estaba punto de decir lo mismo. Quizá sería mejor que intercambiáramos notas.

Ella sonrió, como si de pronto lo reconociera.

– «Intercambiar notas». Vaya, señor Kent, me pregunto si después de todo no seremos compañeros de profesión.

– Es posible.

– De acuerdo, entonces. Intercambiemos notas.


Su historia era totalmente verosímil. Una periodista abriéndose camino y cayendo en una publicación dedicada al ocultismo y la magia. La posibilidad de un reportaje, quizá una entrevista con quien había sido, en su día, casi tan popular como Houdini.

– Y mejor que él -añadió-. O eso dicen algunos.

Y algo más. La personalidad pública de Longbottom podía ser la de un ilusionista de feria, un prestidigitador, un artista de la fuga… una criatura, en suma, de la farándula y el mundo del espectáculo. Pero los rumores decían que tras aquella fachada había algo más.

– Algo menos lúdico… y más siniestro.

El resto de su historia circulaba por derroteros bastante predecibles, hasta llegar al momento en el que se había encontrado en el callejón exactamente cuando debía para que Kent, como un caballero de brillante armadura, acudiese al rescate.

– Y ahora le toca a usted.

Lo que él contó fue quizá algo menos creíble, pero eso no le preocupaba mucho. Ella fingiría creer lo que él le dijera, con tal de que no resultara demasiado inverosímil.

– Como usted ha dicho, somos compañeros de profesión. Trabajo para… un gran periódico metropolitano, dejémoslo así de momento.

El resto era bastante trillado. Un tío excéntrico y aficionado al ocultismo. Una reliquia familiar que parecía un juguete de circo, pero que a veces… Una historia transmitida en la familia sobre la juventud del tío Clark y sus andanzas junto a un escapista famoso. Todo eso lo había llevado al callejón apropiado donde ella estaba esperando a ser rescatada.

– ¿Y aún cree que el destino no existe?

– Yo no he dicho eso, señorita Adler. Digamos que, de momento, soy agnóstico en ese tema. Estoy dispuesto a dejarme convencer, si las pruebas son las adecuadas.

– Parece una actitud bastante sensata.

Permanecieron en silencio un rato. Ella recorrió la habitación con una mirada incisiva y apenas divertida.

– Longbottom quizá era un mago, pero no le habrían venido mal los servicios de un decorador de interiores. En cualquier caso, eso me parece trivial ahora. Nuestros amigos del callejón despertarán pronto y tenemos un cadáver en la casa. Quizá deberíamos llamar a la policía, después de todo.

– Y lo haremos… a su debido tiempo. Espere. Vuelvo enseguida.

Ella vio cómo arrancaba los cordones de las cortinas y salía de la habitación. No tardó en regresar.

– Listo -dijo, al entrar por la puerta-. Nuestros amigos están a buen recaudo, atados y amordazados en otra habitación. Ahora podemos decidir con tranquilidad qué vamos a hacer.

– Como dije antes, es usted muy rápido.

– El trigo de Kansas. -Seguro que sí. Bien, no sé usted, pero yo necesito una copa. Y quizá no estaría de más que tapáramos el cuerpo de Longbottom. Por decoro, ya sabe.

– Por decoro, por supuesto.

Arrancó una cortina y cubrió con ella el cadáver, mientras Irene se acercaba al mueble bar y se servía una generosa ración de whisky.

– ¿Kent? -preguntó, enarcando una ceja y sosteniendo en alto la botella.

– No, gracias. No serviría de nada.

– Como quiera. A mí sí.

Con la copa en la mano se sentó en un sofá destartalado. Cruzó las piernas y tomó un largo trago.

– Bien, Kent, ¿qué sugiere?

¿Era el momento adecuado?, se preguntó él. Bueno, quizá no había un momento adecuado para aquellas cosas.

– Sugiero que me diga dónde está el rubí, por qué mató al señor Longbottom y, sobre todo, a qué se dedican usted y sus amigos maniatados de la otra habitación.

Ella ni siquiera se molestó en aparentar sorpresa.

– Lo suponía -dijo-. Está mucho más recuperado de lo que los otros creían. Sí, estaba segura de que pasaría algo así. ¿Por qué me ha seguido el juego?

– Era divertido… hasta que nos tropezamos con un cadáver. En ese momento dejó de serlo.

– Bien, caretas fuera. Ninguno de los dos es lo que parece. Es justo que mostremos lo que hay bajo la máscara.

Fue sorprendente la rapidez con la que la mujer cambió. Su lenguaje corporal se alteró radicalmente, la expresión de su rostro desapareció como si nunca hubiera estado allí y hasta parecía oler de un modo distinto.

Eso, en cuanto a lo que se podía percibir a simple vista. Lo que los sentidos de Kent le decían era que su respiración, los latidos de su corazón, el modo en que transpiraba, todo se había transformado.

Se había convertido en algo totalmente distinto a lo que había sido unos momentos atrás. Algo que, por extraño que pareciera, le resultaba familiar.

– En las Montañas de la Locura -dijo-. Había alguien como tú.

– Uno de mis hermanos -dijo ella-. Y de los tuyos.


Afuera, el callejón estaba en silencio, como si los ruidos del resto de la ciudad no se atrevieran a entrar en él.

Quien sí lo hizo fue un hombre apoyado en un bastón que no parecía necesitar. Su rostro estaba en sombras, oculto bajo el ala de un sombrero, bajo la que asomaba algún mechón de cabello rubio.

Recorrió el callejón hasta el final. Se detuvo ante la puerta cerrada de la casa de Longbottom y esbozó una sonrisa torcida.

Capítulo V. Al otro lado del mundo

– ¿Qué ocurre, magus?

La única respuesta que obtuvo fue una mueca de dolor. Preocupado, volvió a preguntar:

– ¿Qué ocurre, magus?

Pero Crowley, en lugar de responder, se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo.

El hombre miró a su alrededor en busca de ayuda, pero el resto de los ocupantes de la habitación parecían tan desvalidos como él mismo. El magus había interrumpido su discurso a mitad de una frase; había permanecido unos instantes con la mirada clavada en el vacío y, de pronto, había empezado a retorcerse de dolor.

– ¿Magus?

Desde el suelo, Crowley soltó un gruñido que sonó como una maldición. El hombre que estaba más cerca de él se inclinó y trató de ayudarlo a incorporarse. Crowley apartó la ayuda de un manotazo. Miró a su alrededor con la mandíbula apretada y la frente cubierta de sudor.

– Fuera -logró decir.

Nadie hizo nada.

– Fuera. Largo. ¡Marchaos!

Nerviosos, incrédulos ante lo que estaba pasando, no se atrevieron a contradecirle. Echaron a andar hacia la puerta, indecisos, pero incapaces de no seguir las órdenes de su magus. Ya en el umbral, el que había intentado ayudarle echó una última mirada hacia atrás. Crowley intentaba ponerse de pie y cada movimiento parecía costarle toda la fuerza que le quedaba.


Wiggins lo sentía, al alcance de su mano. Las fronteras entre los mundos vacilaban, se convertían en algo fluido, y los Primeros empezaban a despertar de su sueño. Pronto el mundo, tal como todos lo conocían, llegaría a su fin.

Miró a su alrededor. Lo que habitaba dentro de él (lo que era ahora y la memoria de lo que había sido) sonrió con desprecio.

Todos morirían.

Y, sobre todo el detective. Aquella criatura odiosa que se había interpuesto en sus planes una y otra vez. Que lo había llevado a convertirse en lo que era ahora.

Sí.

Sobre todo él.

La puerta se abría, lentamente. Y los Primeros se agitaban inquietos en su sueño que era como la muerte. Uno de ellos abrió los ojos y miró a su alrededor, sin comprender lo que veía.

Pronto, muy pronto.

Despertarían y pasarían al otro lado.

Y entonces…

Algo se movió a sus espaldas. ¿Qué…?

Apenas le dio tiempo a volverse. Un hombrecillo gordo envuelto en un capote militar lo miraba con distante interés.

¿Qué…?

Algo en su mano. Algo que brillaba metálico y malévolo. Algo que apuntaba a su rostro.

Un estampido. Un fogonazo.

Algo afilado y ardiente abriéndose paso a través de su frente y rompiendo su mente en mil pedazos.

No.

A su alrededor, el mundo dejó de tener sentido y las puertas empezaron a cerrarse. Los Primeros volvieron a su sueño. Las fronteras entre los mundos adquirieron consistencia de repente.

Otra vez los muros.

No.

Pero apenas había voluntad en el pensamiento, mientras su cuerpo desmadejado caía a cámara lenta sobre el altar y el último retazo de vida se escapaba de él.

Hubo un momento de revelación. Un instante en el que las dos partes de su mente torturada se miraron la una a la otra y se odiaron la una a la otra. Luego, el silencio.

Para siempre, el silencio.


Crowley había conseguido ponerse de pie. Se tambaleó hasta un extremo de la habitación, vertió agua en un balde y se mojó la cara empapada de sudor. Respiró hondo y se miró en un espejo.

Parecía el fantasma de sí mismo.

Poco a poco, logró tranquilizarse, recuperó sus fuerzas y, con pasos renqueantes, regresó a su asiento. Encendió un cigarrillo y disfrutó de él como si fuera el primero… o el último.

Miró a su alrededor.

No había nada que ver. Nada nuevo. Los mismos objetos odiosos que poblaban aquel mundo estúpido. Las mismas formas tristes, los mismos colores apagados.

Habían fracasado.

Y habían estado tan cerca… Wiggins había estado a punto de derribar los muros, casi había despertado a los Primeros.

Y luego… Wiggins ya no existía. Su cuerpo era un trozo de carne desmadejado tirado en el suelo. Su mente humana se había desvanecido para siempre. Su otra mente…

Tomó aire y luego fumó con rabia.

Había pasado a su lado. Una caricia afilada y enfurecida, llena de frustración. Había llenado sus tripas de fracaso, lo había dejado tendido en el suelo y luego había seguido su camino.

Sí, sabía dónde estaría ahora, esperando algo que quizá no llegara a suceder jamás.

Negó con la cabeza y terminó el cigarrillo.

Claro que sucedería. Tarde o temprano.

Pero entre tanto, la criatura que había poseído a Wiggins (y que, en cierto modo, se había convertido en Wiggins) era ahora un grito que nadie podía escuchar, vagando una y otra vez alrededor de una puerta que aún no podía abrirse.

Las cosas eran así. Ésas eran las reglas. Lo sabían cuando se lanzaron sobre el mundo y aún eran uno solo.

A aquellas alturas, el libro estaría ya fuera de su alcance. Cada una de las tres partes, reunidas después de tanto trabajo, se habrían separado de nuevo. Y, estaba seguro, el odioso detective tendría una de ellas.

Era algo que había que arreglar, tarde o temprano.

Pero no ahora.

Aunque pudieran reunir el libro de nuevo, pasaría demasiado tiempo antes de que se volvieran a dar las circunstancias propicias. para usarlo.

No, ese plan ya no era una opción, y no volvería a serlo durante bastante tiempo.

Así pues, tenían que buscar una alternativa. En realidad, se dijo con una sonrisa torcida, Anni estaba trabajando exactamente en eso en aquellos momentos. Nadie habría hecho su trabajo, seguramente, tan eficaz como siempre, y el escenario estaría preparado para la llegada del actor principal cuando éste hiciera su entrada en escena.

Trató de reconfortarse con ese pensamiento, con la idea de que, aunque hubieran fallado en su plan principal, la alternativa propuesta por Anni aún podía traerles el éxito. Sin embargo, la idea le supo amarga y le costó tragarla.


Sherlock Holmes se inclinó sobre el cuerpo sin vida de Wiggins y, con una ternura que nadie habría creído posible en él, le cerró los ojos y le limpió el rostro ensangrentado.

Luego, alzó la vista y miró a su alrededor.

Todo había acabado, se dijo. Wiggins había reunido los tres ejemplares del Necronomicon y había iniciado su ritual. Su momento de triunfo. Sobre todos. Sobre el mundo. Y especialmente sobre él, obligado a contemplar impotente lo que su antiguo pupilo pretendía desencadenar sobre la Tierra.

Y luego… todo había acabado. Aquel militar gris y anodino destinado a construir un imperio basado en su mediocridad se había deslizado a espaldas de Wiggins y lo había terminado todo con un disparo en el rostro.

Un fogonazo, un estampido, la cabeza de Wiggins lanzada hacia atrás y su cuerpo cayendo desmadejado sobre el altar en el que aún seguían los tres ejemplares del Necronomicon.

Todo había terminado, se dijo de nuevo. Era el momento de volver a casa.

Se reunió con William Hudson y dejó que los escoltaran fuera del lugar del ritual. No tardarían en estar fuera de España, lejos de todo aquello. Se preguntó qué harían con el cuerpo de Wiggins y luego se encogió de hombros.

Su cuerpo ya no importaba.

Y su alma, eso esperaba, había encontrado el descanso que merecía.

Capítulo VI. San Francisco

Para ella, el fracaso de Wiggins fue como un lamento lejano que apenas la rozó, aunque resultó suficiente para que crispara el rostro y su cuerpo se envarase de repente.

Enseguida recuperó la compostura, pero vio que el maldito superhombre se había dado cuenta.

Tranquila, pensó. Ahora es el momento más delicado.

– Lo siento -dijo en voz alta-. Me temo que… No sé cómo ponerlo en palabras que puedas entender, hermano. Y creo que has pasado demasiado tiempo con los hombres y tus percepciones no son las adecuadas. Así que dudo que lo hayas sentido.

– ¿El qué? -preguntó Kent.

– Uno de tus hermanos ha pasado al otro lado -respondió ella-. Ahora mismo. Se ha… ha dejado atrás el cuerpo muerto de su anfitrión y ahora no es más que una voluntad sin cuerpo condenada a vagar alrededor del lugar de su nacimiento.

Kent se encogió de hombros.

– Así que su plan ha fracasado -dijo-. Sherlock Holmes ha tenido éxito.

Ella asintió. Tenía que tener cuidado, mucho cuidado. Aquel cuerpo y ella llevaban juntos ocho años: lo conocía lo suficiente. Así que por fuerza tenía que funcionar. Pero no podía permitirse errores. Todas sus reacciones deberían parecerle auténticas a los sentidos del superhombre. Nada podía fallar.

– Sí -dijo-. Ha tenido éxito. Y nos ha privado una vez más de la posibilidad de reunirnos con nuestros padres.

Vio que él fruncía el ceño. Bien.

– Has sido criado por humanos, lo comprendo. Así que te crees uno de ellos. Pero no lo eres ni lo has sido nunca. Y en el fondo de tu corazón lo sabes.

Él no respondió. Continuó con el ceño fruncido.

– Siga hablando -dijo, al cabo de un rato.

– ¿Qué más hay qué decir? Eres uno de los nuestros, aunque no lo sepas. Ellos no son más que… ganado, anfitriones apenas adecuados para nuestra mente y nuestra voluntad. Son trajes que nos ponemos. Nada más.

Kent negó con la cabeza.

– Éste es mi cuerpo. Lo ha sido siempre -dijo.

– Tienes mucho que aprender, hermano. Y mucho más aún que desaprender. Pero puedes hacerlo, lo sé. Yo lo hice. Y ninguno de nosotros está a tu nivel, ni de lejos. Así que puedes.

– Quizá no quiera.

Ah, había respondido. La puerta se había entornado. Era el momento de meter un pie por la rendija e impedir que se cerrara.

– Entonces, ¿prefieres seguir vagando por el mundo sin saber lo que eres, mezclándote con seres que no son como tú, ignorante de tu propia herencia? ¿Eso sí lo quieres?

Él volvió a negar con la cabeza.

– Tienes tus sentidos -dijo ella-. Úsalos. Todo cuanto he dicho es cierto. No te he mentido.

– No parece haberlo hecho -concedió a regañadientes-. Su cuerpo no reaccionaba como si estuviera mintiendo.

– Así que sabes que te he dicho la verdad.

– Sé que usted parece creer que es la verdad.

Ella asintió.

– Es razonable que tengas dudas. Dame la oportunidad de probarte que lo que digo es cierto. Sólo pido eso. No es mucho. Lo único que quiero es devolverte tu herencia, lo que debió haber sido tuyo en tu nacimiento y que te fue arrebatado por los humanos. Sólo pretendo que seas tú mismo, nada más. No te haré daño.

Él pareció indeciso. Percibía la verdad en sus palabras, pero aún se resistía.

– ¿Cómo?-preguntó al fin.

– Ven conmigo.

– ¿Adónde?

– A un lugar donde ya has estado. Un lugar donde podrás ver lo que eres, y de dónde vienes.

Ya estaba. Había colocado el cebo de la mejor manera posible, ofreciéndole exactamente lo que él quería, y lo había hecho de forma que pareciera que estaba diciendo la verdad. Había controlado su cuerpo con total perfección y no había habido la menor contradicción entre sus palabras y su biología.

– ¿Cómo podremos abrir la puerta? Longbottom está muerto. Y su rubí ha desaparecido.

Ah, el rubí, cierto. Era un obstáculo inesperado. Ella debería haber llegado a la casa con tiempo suficiente para deshacerse de Swami y obtener su fuente de energía, pero alguien se les había adelantado. ¿Quién? ¿Nadie, quizá? ¿Estaba jugando tal vez un doble juego, ayudándolos y traicionándolos al mismo tiempo? Por qué no: era lo mismo que ellos pretendían hacer.

Pero ahora no tenía tiempo para ocuparse de eso. Pensaría en ello más tarde. Ahora lo fundamental era convencer al superhombre de que hiciera lo que, en el fondo, deseaba hacer. Así que nada en su cuerpo traicionó sus verdaderos pensamientos mientras decía:

– No es allí adonde quiero llevarte, hermano. Aún no. Tendremos tiempo de ir más adelante. Y, aunque la desaparición de Swami y de su rubí es un contratiempo, hay otras formas. Pero para ir al lugar al que quiero llevarte no necesitamos ayuda alguna. Está en este mundo.

Kent vaciló unos instantes.

– Habla de…

– Sí. Del lugar de tu nacimiento. De tu punto de entrada en este mundo.

Lo miró, expectante. En aquel momento, las palabras estaban de más. Ya había cumplido su propósito, y ahora tenía que ser él mismo quien hiciera el resto del trabajo. Así que se obligó a esperar pacientemente.

– Lo haremos a su modo -dijo Kent, al cabo de un rato-. Pero antes me responderá a algunas preguntas.

– Claro.

De pronto, él lanzó un vistazo a sus espaldas. Cuando volvió a mirarla en su rostro había el inicio de una sonrisa. -Sus amigos están despertando -dijo.

– No son mis amigos.

– ¿De quién, entonces?

– De nadie, en realidad.

Kent se encogió de hombros, sin comprender realmente lo que ella acababa de decir.

– Como sea, están despertando. Así que vayamos al grano.

– Pregúntame lo que quieras. Si está en mi mano, te responderé.

– ¿Por qué? -preguntó Kent, señalando el cuerpo de Longbottom.

– Nosotros no lo hemos matado. Cuando llegamos a la casa, ya estaba así.

– ¿Y si hubiera estado vivo?

– Depende.

– ¿De qué?

– De lo colaborador que hubiera resultado. Sé que te sientes incómodo con la muerte de los humanos; y lo comprendo. Has sido contaminado por ellos, y te has acostumbrado a pensar como uno de ellos todos estos años, así que es natural que su muerte te afecte. Lo entiendo. Sin embargo… ya te lo he dicho, no son otra cosa que trajes, envoltorios.

– Pero hay algo bajo ese envoltorio.

– Nada que merezca la pena. -Algo dentro de ella se agitó y dijo que aquello no era cierto: los últimos retazos de la Anni Jaeger que había sido antes de nacer en la Boca del Infierno. Controló el cuerpo que llevaba para que nada de eso fuera visible y siguió hablando-. Entiéndeme, no es que les deseemos ningún mal. Si no obstaculizan nuestros planes, lo que les pase no es de nuestra incumbencia. Que sigan con sus vidas, si así quieren, no es asunto nuestro.

– Pero si los obstaculizan…

– Entonces los hacemos a un lado, como haría cualquiera.

– ¿Y de qué modo obstaculizaba sus planes el señor Longbottom?

– Ya te lo he dicho, no hemos sido nosotros. Estaba muerto cuando llegamos. De hecho, vivo nos habría resultado muy útil. Esta casa es un nexo natural entre los distintos mundos, pero abrir las puertas que dan a ellos no resulta fácil. Para él lo era, sin embargo. Podría habernos sido de mucha ayuda. Ahora… -echó un vistazo indiferente al bulto cubierto por la cortina- no es más que un trozo de carne inerte.

– Me temo que no comparto eso.

– Lo sé. ¿Qué más quieres saber?

– Muchas cosas. Pero quizá pueda esperar. Ha dicho que puede mostrarme lo que soy y de dónde vengo. Tendremos tiempo para hablar de todo lo demás durante el viaje.

– Me parece justo.

– Ahora, será mejor que desatemos a esos amigos de nadie de la habitación de al lado. Supongo que querrá que nos acompañen.

– Nos serán de ayuda.

Los hombres de Nadie estaban despiertos, tal y como Kent había dicho. Sus intentos de liberarse habían resultado infructuosos, pero seguían intentándolo. Miraron al superhombre con cara de pocos amigos y cuando éste hizo trizas con un gesto indiferente las cuerdas que los sujetaban no parecieron demasiado agradecidos.

Kent los interrogó rápidamente, pero no pudieron decirle gran cosa. En realidad, no era mucho lo que sabían. Nadie sabía cómo hacer las cosas, y aquellos dos no eran más que peones útiles que conocían los límites de su misión, pero nada más.

Un barco los estaba esperando en la bahía de San Francisco, y los cuatro subieron a bordo poco después.

Desde el muelle, alguien observó la partida del barco.


– No sabíamos de tu existencia -le dijo ella a Kent horas más tarde-. Te vimos por primera vez hace un año, cuando salvaste a Holmes en la biblioteca. Comprendimos enseguida que eras uno de nosotros.

– Bueno, tu amigo el enmascarado no parecía muy contento de verme.

– Lo sé, y lo siento. Me temo que el odio que siente hacia Holmes nubla a veces la mente de Wiggins. La nublaba, quiero decir.

Kent asintió.

– Así que él es quien «pasó al otro lado», tal como me dijo.

– En efecto. Eres rápido.

– La leche y los cereales -dijo él, repitiendo el chiste.

– Seguro que sí. Cuando te enfrentaste con Wiggins, en su mente no había otra cosa que odio por Holmes y un ansia irrefrenable de conseguir el libro. Me temo que eso nubló todo lo demás y puso tu vida en peligro.

– Es un modo de decirlo.

– Pero eso ha quedado atrás. Me he pasado todo este año investigando, hermano. Tratando de descubrir exactamente quién eres y cómo llegaste a este mundo. Sabía que eso sería lo único que podría convencerte de que eres uno de los nuestros.

– «A este mundo». Curiosa expresión.

– ¿Qué tiene de curiosa?

– Lo hace sonar como si mi mundo no estuviera en el mismo universo que éste.

– Como dije, eres rápido.

– Absurdo.

– ¿Después de todo lo que has visto junto a Sherlock Holmes aún dices eso?

Kent guardó silencio. Lo que ella decía tenía sentido. Al fin y al cabo, no hacía mucho que había sido trasladado a una Tierra cubierta por un invierno perpetuo y en la que no había el menor rastro de vida humana. Y había hecho aquello sin abandonar la habitación en la que estaba.

– Sherlock Holmes me dijo…

– Lo sabemos. Os estábamos vigilando entonces y sabemos lo que te dijo. El detective es brillante a su manera, pero no lo sabe todo. Él supuso que provenías de otro planeta, sin duda de otro sistema solar, teniendo en cuenta cómo respondes al sol de la Tierra. Con los datos a su alcance no era una mala deducción.

– Y en lugar de eso, ¿de dónde se supone que vengo?

– No sé cómo llamarlo, hermano. En el lenguaje humano no hay palabras para describirlo, mucho menos para nombrarlo. Vienes del mismo lugar que vinimos nosotros tres.

– ¿Qué es lo que soy, entonces?

– Lo que te he dicho respecto a nuestro mundo también se aplica a nuestra naturaleza. ¿Qué somos? Para los humanos somos vampiros, parásitos: usamos sus cuerpos como receptáculo de nuestra esencia, y los dejamos tirados a un lado del camino cuando ya no nos sirven. ¿Qué somos en realidad? ¿Cuál es nuestra verdadera forma? Me temo que esas palabras carecen de sentido.

– No lo entiendo.

– Lo harás, hermano.


El resto del viaje transcurrió sin incidentes. La curiosidad de Kent era insaciable y ella trató de satisfacerla como mejor pudo, dándole tanto de la verdad como le era posible. Cada nueva explicación que le daba generaba nuevas preguntas, así que parecían enzarzados en un baile que no tenía fin.

El barco era veloz, y su destino estaba cada vez más cerca.

Y pronto, ella tendría lo que deseaba y podría abandonar aquella farsa.

Capítulo VII. Tunguska

Habían desembarcado un par de días atrás y ahora cruzaban la región lo más rápido que podían, aprovechando el corto verano. Estepas interminables, bosques de coníferas y lejanas montañas. El cauce ocasional de un río. Los sonidos característicos de un lugar donde el hombre raramente ponía los pies.

– Podríamos llegar más rápido -dijo Kent.

Sí, pensó Anni, seguramente tenía razón. Quizá aún no estuviera lo bastante recuperado para poder ir al lugar al que se dirigían en media docena de poderosos saltos, pero le faltaba poco. E incluso aún sin estar en plenitud de facultades podía hacer el viaje considerablemente más corto. Consideró la idea unos instantes; era tentador, por varios motivos, pero le daba demasiada iniciativa al superhombre.

– ¿Tenemos prisa en llegar? -preguntó.

Kent no respondió, aunque no fue necesario. Quizá no era humano, pero había sido educado como uno de ellos y el comportamiento de su cuerpo y sus reacciones humanas resultaban patéticamente predecibles.

Los dos hombres de Nadie iban con ellos, siempre en silencio, siguiéndolos con el semblante ceñudo. Ayudaban a montar el campamento por las noches y a desmontarlo por las mañanas. Por lo demás, lo mismo podían haber sido dos muebles. Cada noche, encerrados en su tienda, conectaban su extraña radio e intercambiaban información con su supervisor. No creía que el oído de Kent tuviera problema alguno para captar lo que decían, pero dudaba de que fuera capaz de descifrar el galimatías incomprensible que usaban para comunicarse.

Bien. Todo iba como debía.

Anni se preguntó qué le habría prometido Crowley a Nadie para obtener su ayuda, y cómo encajaba aquello en sus propósitos. No es que importase mucho. Si tenían éxito, los planes de Nadie carecerían de sentido, como los de cualquier otro humano.

Si tenemos éxito.

Pero, si lo pensaba un poco, ¿por qué habrían de tenerlo? Después de todo, habían fracasado una y otra vez. Los intentos de despertar a los Primeros y desencadenarlos sobre un multiverso desprevenido eran incontables, y todos ellos habían culminado en el más absoluto de los fracasos. Así que, ¿por qué iban a tener éxito esta vez?

Porque estoy aquí. Porque soy yo y no cualquier otro quien lo intenta. Porque no toleraré el fracaso.

Pero aquel pensamiento, lo sabía, no era suyo, sino otro resto de la humana que había sido. Un fracaso más no importaba, porque al final, tendrían éxito. Y eso era todo lo que debía tener en cuenta.

Pero importa. Claro que importa.

Durante los últimos años, había aprendido a considerar valiosa su asimilación de la mente humana que la alojaba, pero ahora empezaba a dudarlo. Las emociones habían sido una herramienta útil en su momento, pero quizá estaban dejando de serlo.

¿Podré prescindir de ellas?

Tal vez no. La mujer que había sido y la criatura que surgió de la Boca del Infierno se habían asimilado la una a la otra demasiado bien. Al contrario que Wiggins, cuyas dos mitades habían estado en lucha permanente; o que Crowley, que había sometido su humanidad sin molestarse en echarle un vistazo y había convertido los recuerdos y experiencias de su anfitrión en poco más que una enciclopedia de la que extraer datos. Ella y Anni Jaeger eran una sola, y no había forma de deshacer una fusión como aquella.

Sólo muriendo.

Al menos, en teoría. Con la muerte de su anfitrión humano, todo rastro de éste debería desaparecer, quedando tan sólo ella misma.

Pero el hecho de que pensase en sí misma con un pronombre femenino indicaba que tal vez eso no fuera cierto por completo.


Con cada kilómetro que recorría, Kent sentía regresar sus fuerzas. Cada paso que daba bajo aquel sol descarnado y distante lo hacía sentir más lleno, más completo. Supo que no pasaría mucho hasta que volviera a ser el que había sido antes de su aventura con Sherlock Holmes.

O quizá no, se dijo con una sonrisa torva. Quizá no vuelva a ser nunca el mismo. Sé demasiado de mí mismo para volver a la ignorancia.

Aquel viaje tan lento le resultaba enloquecedor. Un día tras otro atravesaban el mismo paisaje interminable y abandonado y nada parecía cambiar nunca. Descubrió -con cierta sorpresa- que añoraba la presencia de otros seres humanos: su bulliciosa trivialidad, su actividad constante, su ir y venir inacabable de un sitio a otro.

No sabía lo que era, pero cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que Anni Jaeger le había mentido, pese a que sus sentidos no hubieran sido capaces de detectarlo. Él y ella no pertenecían a la misma especie, de eso estaba seguro.

Entonces, ¿por qué parecía estar diciéndole la verdad?

«Vamos, Kent, muchacho. Piense. Tiene una mente. Utilícela», oyó decir a un imaginario Sherlock Holmes.

Algo de lo que le había contado podía ser cierto, se dijo. Tal vez los suyos eran los parásitos mentales que le había descrito. Y, por tanto, si su cuerpo no era otra cosa que un traje, con tiempo y experiencia suficiente podía controlarlo a su antojo y hacer que las reacciones de su anfitrión fueran exactamente las que deseaba. Si quería mentir, podía impedir que los latidos de su corazón se alterasen, o que su transpiración cambiara su composición. Al fin y al cabo, había presenciado algo parecido en la casa de Longbottom, cuando ella abandonó la farsa mediante la cual lo había conocido.

¿Por qué no? Él podía saltar un edificio de un solo impulso, detener una locomotora en marcha con un ligero esfuerzo, correr más rápido que una bala.

Pero ellos no.

Había observado el cuerpo de Anni durante los días pasados. Y era humano. Frágilmente humano. De eso no le cabía ninguna duda.

Así pues, tal y como había sospechado, le mentía.

Pero, ¿para qué, con qué propósito? ¿Qué quería obtener de él?

Sabía dónde estaban y tenía una idea bastante clara de hacia dónde se dirigían. Sherlock Holmes le había revelado el nombre del lugar: Tunguska, en medio de aquella ninguna parte conocida como Siberia. Lo más parecido que existía en aquella Tierra al lugar de su nacimiento.

¿Y por qué lo llevaba allí? ¿Qué esperaba obtener mostrándole el lugar donde el vehículo que lo llevaba a aquel planeta se había estrellado? ¿Qué creía que iba a encontrar en medio de aquellos bosques desolados?


– A partir de aquí seguiremos a pie.

Los hombres que los acompañaban asintieron en silencio. Montaron las tiendas, como hacían siempre, y encendieron una hoguera mientras iba anocheciendo.

Anni los dejó hacer. Kent se había alejado del campamento. Se apoyaba en un árbol y tenía la vista clavada en el sol poniente. No sabía qué pasaba por su cabeza en aquellos momentos, pero tampoco le importaba demasiado.

Se acercó a los hombres de Nadie, que habían terminado de montar el campamento. Dudó unos instantes.

– Mañana seguiremos solos.

Se intercambiaron una mirada y el más bajo de los dos habló por primera vez desde que habían iniciado el viaje:

– Eso no es lo acordado.

– Cambio el acuerdo.

Un nuevo intercambio de miradas, tras el cual se encogieron de hombros, como si se rindieran ante lo inevitable.

– Tendremos que notificarlo.

– Claro.

Dio media vuelta y echó a andar en dirección a Kent. Se volvió de pronto, como si se lo hubiera pensado mejor.

– ¿Estará todo dispuesto?

– Sí -dijo el mismo que había hablado antes.

– ¿Tal y como hablamos? ¿Podré usarlo sin problemas?

– Sí.

– Estupendo.

Algo apareció en la mano de Anni. Lanzó un destello metálico a la luz de la hoguera pero, antes de que los hombres de Nadie pudieran reconocer lo que era, el objeto trazó un arco mortal hacia su cuello y abrió sus arterias carótidas con tanta suavidad como eficacia.

Kent estaba allí de repente, una tromba en forma humana, y sujetaba el brazo de Anni, pero ya era demasiado tarde. Ella sonreía.

– Ya no eran útiles -dijo.

Kent la miró a los ojos, y en ellos no vio nada reconocible.

– Quizá usted ya no lo sea tampoco.

– Aún me necesitas.

– ¿Para qué? Es evidente hacia dónde vamos. Puedo hacer el resto del viaje por mí mismo.

– Es cierto. Pero una vez que estés allí, ¿sabrás dónde buscar? Y, sobre todo, ¿sabrás qué buscar?

Kent soltó su brazo.

– Pagará por esto.

– Tus padres humanos te condicionaron bien -fue la respuesta de ella -. Pero no es nada que el tiempo no cure.


Kent no durmió aquella noche. El amanecer lo sorprendió mirando al este.

Anni salió de la tienda y lo contempló unos instantes en silencio.

– Podemos seguir -dijo.

Él, sin decir nada, desmontó el campamento y se cargó la mochila al hombro. Miró a la mujer, esperando que ésta le indicara hacia dónde debían dirigirse.


El paisaje cambió a media mañana. A su alrededor todo estaba en silencio, como si ninguna criatura viva se atreviera a internarse allí.

Estaban en lo que debía de haber sido un bosque. Ahora, los árboles yacían desparramados por todas partes, convertidos en cadáveres retorcidos y torturados, torcidos en preguntas que nunca encontrarían respuesta. Todo cuanto los rodeaba hablaba de un mundo muerto, devastado por fuerzas inimaginables.

Aquí y allá se veían signos de recuperación, pero eran escasos, como si a la naturaleza le costase recuperar aquel lugar.

Descendían por una suave pendiente hacia lo que parecía un valle. Kent forzó la vista y distinguió algo a lo lejos, un objeto que lanzó un extraño resplandor verde en la luz del mediodía.

– Estamos llegando -dijo ella.

Kent mantuvo el mismo silencio hosco en el que se había sumido desde la noche anterior y siguió caminando.

¿Aquello lo había causado él?, se preguntaba. ¿Toda aquella desolación era culpa suya? Si la hipótesis de Sherlock Holmes era correcta, la nave en la que viajaba se había estrellado allí, no sin antes soltar algún tipo de cápsula de salvamento con él dentro. La cápsula había recorrido medio mundo para ir a parar a Kansas, mientras la nave mayor, fuera de control, caía a tierra.

La explosión tuvo que haber sido algo brutal, sus efectos tendrían que haberse sentido en todo el mundo.

¿Habían causado sus padres toda aquella destrucción? ¿Había tenido unos padres?

Siguió caminando, sin dejar de hacerse preguntas, sin ser consciente de que a su alrededor el día parecía ir muriendo de repente, como si el sol no pudiera llegar hasta él.

Y de pronto, a mitad de un paso, comprendió que estaba cansado. Agotado como no se había sentido nunca. Alzó la vista y no reconoció lo que lo rodeaba: todo estaba cubierto por un velo gris verdoso.

– ¿Qué…?

– Estamos llegando, te lo he dicho. Estás lo más cerca del hogar que has estado nunca y empiezas a sentir sus efectos.

La voz de Anni parecía llegarle desde muy lejos. Intentó dar un nuevo paso, pero apenas tenía fuerzas. Parpadeó y tuvo la sensación de que el mundo giraba a su alrededor.

– Te hemos estudiado -dijo la voz de Anni. Había en ella una alegría salvaje, casi sexual-. Tu cuerpo es como un motor: absorbes energía del sol y la transformas. No creo que haga falta explicarte cómo. Pero también irradias.

Alzó un pie del suelo. Era como estuviera intentando levantar una montaña entera, todo un continente.

– No sabemos qué era lo que te trajo aquí. Pero lo hemos estudiado. Y sabemos lo que hace. Y, sobre todo, sabemos lo que te hace a ti.

Trató de decir algo, pero no podía.

– Eres nuestro.

Luego, todo se desvaneció a su alrededor y el mundo se convirtió en una oscuridad verdosa que se alimentaba de su alma.


Sintió algo sobre su rostro. Abrió la boca y fue como si respirara por primera vez. Parpadeó, consiguió enfocar la vista y vio frente a sí las facciones de Anni, crispadas en una mueca feroz. -Ajá, lo sabía. Sigues funcionando.

Trató de mover la cabeza, pero descubrió que no podía. De hecho, no podía moverse. Sabía que estaba de pie y que todo su cuerpo estaba cubierto de lo que parecía un armazón metálico. El tacto de aquella cosa contra su piel era frío… y verde.

– No intentes moverte. No malgastes fuerzas. Pronto será de noche, y vas a tener que administrar el resuello con mucho cuidado si quieres llegar vivo a mañana.

No, aquello no era cierto, se dijo. Ella lo quería vivo, o no se habría tomado tantas molestias.

– Dejaré que el sol te dé en el rostro unos minutos. Supongo que será suficiente para que te recargues un poco. Puedes hablar si quieres, pero te aconsejo que no lo hagas durante mucho tiempo. Necesitas toda la energía que puedas conseguir.

– ¿Qué me has hecho? -consiguió preguntar. Su voz sonaba débil, desvalida.

– Mis… asociados llegaron a Tunguska antes que nosotros y prepararon esto para ti. Está construido con trozos de la nave que te trajo a la Tierra. Como te dije antes de que perdieras el sentido, no sólo absorbes y utilizas energía, también la irradias. Y este material… te drena. El valle donde te metiste está infestado de restos de tu nave. En cuanto pusiste el pie en él empezaste a quedarte sin fuerzas. No me preguntes por qué, pero de algún modo el material de tu mundo nativo es un veneno para ti. Nadie sabe por qué es así, quizá; o si no lo sabe ahora terminará averiguándolo, seguro. Pero para nosotros no es importante. Nos basta con conocer sus efectos y cómo utilizarlos.

– ¿Qué quieres de mí?

– Todo -dijo ella-. Eres un motor, un acumulador de energía. Y esto que hemos construido te controla. Puedo ajustar tus niveles de energía tal y como desee. Eres… mi herramienta, y te usaré para tener éxito allí donde mis hermanos han fracasado.

Consiguió mover los dedos de la mano y cerrarlos en un puño. Frunció el ceño y miró a su interlocutora. Todo rastro de fingimiento había desaparecido de ella: aunque seguía ocupando un cuerpo humano, ni su comportamiento ni su forma de moverse eran humanos. Había algo frío e implacable en ella.

Tenía que hacer que siguiera hablando. Aquello que lo rodeaba quizá lo drenara, pero no lo suficiente, comprendió. El sol en su rostro lo estaba recargando más rápido de lo que aquella cosa lo privaba de su energía. Si tenía tiempo suficiente podría…

– Veo que te estás recuperando -dijo ella-. Será mejor que lo dejemos por hoy.

Antes de que pudiera decir nada, algo verde tapó la luz del sol. Durante unos segundos estuvo solo en medio de la oscuridad. Luego, volvió a quedar inconsciente.


Pasaron varios días. Ella lo dejaba al sol unos minutos y luego volvía a tapar su rostro. Poco a poco, en los breves periodos de consciencia de los que disponía, fue dándose cuenta de que estaba encima de un vehículo, y de que se dirigían hacia el este. Hacia la costa, seguramente, donde los esperaría el mismo barco que los había traído hasta allí.

Pensar era una tortura, pero sabía que no podía permitirse el lujo de dejarse llevar. Ahora que su cuerpo estaba indefenso, su mente era todo lo que tenía; y si había alguna forma de salir de aquello, era con su mente como tendría que encontrarla.

Aquella especie de armazón que lo aprisionaba debía de tener una eficacia limitada, se dijo. De no ser así, habrían caído sobre él en San Francisco, o en el mismo Kansas. No. Habían tenido que atraerlo hacia un lugar saturado de aquel material, un sitio en el que todo, quizá hasta el mismo aire, fuera un veneno para él y lo dejara debilitado después de dar un par de pasos. Sólo entonces, sin fuerzas por la rápida pérdida de energía, podrían meterlo dentro de aquel ataúd verdoso. En cualquier otra parte del mundo, la trampa no habría funcionado.

Sólo necesitaba un momento. Una distracción. Unos minutos más al sol.

Pero Anni no parecía de las que cometían errores.

Ahora soy una cosa para ella. Seguramente siempre lo había sido. Ella misma lo había dicho: era un motor, un acumulador. Lo único que le interesaba de él era su cuerpo, y las energías que éste podía almacenar y manejar. No sabía cómo planeaba usarle, pero estaba seguro de que no le iba a gustar.


Sólo un momento. Una distracción.

Pero no hubo ninguna. Llegaron a la costa. Lo subieron al barco y permaneció en la bodega durante casi todo el viaje. De vez en cuando, dejaban su rostro al descubierto y, mediante espejos, permitían que la luz del sol llegara a él. ¿Es el fin?, se preguntaba.

Y la respuesta era siempre que no. Que el fin no llegaría mientras él no se rindiera. Anni y los suyos planeaban usarlo como una especie de generador eléctrico. Un esclavo, una máquina en forma humana. Y mientras lo encontrasen útil, lo mantendrían con vida. Seguía sin saber lo que era, pero empezaba a pensar que quizá eso no tuviera demasiada importancia. Humano o extraterrestre, qué más daba. Era él; era lo que sus padres adoptivos habían metido en su cabeza desde que lo acogieron como si fuera suyo; era la suma de todo lo que había hecho a lo largo de su vida, de todo lo que había pensado, decidido, temido, esperado, ansiado.

Atrapado en aquella prisión construida con material de su mundo natal, había tenido tiempo suficiente para pensar. En realidad, no había tenido tiempo para otra cosa. Y sabía que Sherlock Holmes tenía razón, que la había tenido aquella mañana en que le dijo que era humano, más allá de lo que su origen dijera, que era humano allí donde importaba, en el modo de sentir, de ver, de contemplar el mundo que lo rodeaba.

Y los humanos no se rinden. Eso lo sabía bien, era una de las cosas que Pa le había enseñado y que Holmes le había mostrado con su ejemplo. Los humanos no se rinden. Luchan hasta su último aliento. Siguen con vida pese a que ésta sea una tortura y continúan empeñándose en desafiar a fuerzas contra las que, quizá, nadie puede ganar.

Mientras estuviera vivo, el fin no llegaría. Aguantaría. Aguardaría. La batalla no había terminado aún. No terminaría mientras él no se rindiera. Y él no se rendiría jamás.

Capítulo VIII. San Francisco

El cadáver de Longbottom había sido retirado hacía tiempo y, en apariencia, la casa no parecía haber cambiado gran cosa. Sin embargo, había algo distinto en ella. No se llegaba a percibir del todo, permanecía siempre al borde de lo visible, pero estaba allí. Una sensación de decrepitud, de desmoronamiento lento y sin prisas que sólo se podía atisbar por el rabillo del ojo; murmullos de cansancio que casi se oían pero no llegaban jamás a materializarse.

No es que fuera una sorpresa. Anni sabía bien que un nexo de las características de aquél no se había mantenido tanto tiempo de un modo natural y que, una vez desaparecida la fuerza que lo sustentaba y amplificaba, su destino era ir desvaneciéndose lentamente. La naturaleza volvía a reclamar lo que era suyo y, con paciencia, suavizaba las aristas de aquella excrecencia que le había salido e iba limando sus esquinas hasta que encajase con el resto del mundo. No del todo, porque al fin y al cabo la casa había sido un nexo natural desde el principio, pero sí lo bastante para no llamar la atención, para ser un agujero más en las paredes del universo, ni más llamativo ni menos que otros muchos.

Sin embargo, un proceso como aquél no sería cosa de un día ni de dos, y aún tendrían tiempo suficiente para lo que planeaban.

Aunque desde fuera seguía siendo un edificio medio abandonado en un callejón mugriento y poco transitado, por dentro la casa bullía de actividad. Anni ordenó que llevaran al superhombre al sótano e instruyó a sus vigilantes sobre lo que debían hacer.

Luego, en el mismo salón en el que había yacido el cadáver de Longbottom, recibió el informe de lo que había ocurrido en su ausencia mientras rebuscaba con más curiosidad que ansia entre las reservas de licor del antiguo ocupante de la casa.

– ¿Habéis encontrado el rubí?

Su informante negó con la cabeza, temeroso.

– Quienquiera que matase al gran Swami se lo llevó con él -dijo.

Anni asintió. Sí, era lógico. Al fin y al cabo, Longbottom no había sido otra cosa que un vehículo entre el nexo que era la casa y la fuente de energía del rubí. Ellos eran los elementos esenciales, los que permitían abrir las puertas a otros mundos: el poseedor de ambos no había sido más que un hombre con demasiada fortuna y pocas ambiciones.

Estaba bien donde estaba.

Aunque la desaparición del rubí… De acuerdo, podía tener muchas explicaciones. Cualquier secta ocultista rival podía haber matado a Longbottom y haberse apropiado de la piedra. Nadie podía haberlo hecho. Pero el momento elegido para hacerlo resultaba demasiado conveniente, o inconveniente, según se mirara.

No importaba. Ahora no tenían tiempo para aquello. La pérdida del rubí era un contratiempo menor. Había pensado en usarlo, pero se las apañarían sin él. En el sótano tenía toda la energía que necesitarían para abrir la puerta adecuada. Cierto que estaba sin refinar, que carecía del foco preciso que poseía el rubí, pero sería suficiente para sus propósitos. Y ya encontrarían el modo de refinarla.

– Un enviado de Nadie llegó esta mañana -siguió diciendo su informante-. Lo matamos, de acuerdo con tus instrucciones.

– Espero que no antes de que montara la maquinaria y os enseñara a usarla -dijo ella en tono sardónico, un nuevo rastro de la humana que llevaba dentro aletargada-. O tendremos un problema.

– Claro, domina -respondió el hombre, sin comprender la broma.

Ah, hombres. Tan centrados y tan poco sutiles: Pero útiles, ¿verdad, hermana?

Fue a la sala donde lo estaban preparando todo y contempló la máquina que los hombres de Nadie habían construido. Era una cosa fea y algo grotesca, pero estaba segura de que cumpliría con su cometido, como todo lo que Nadie hacía.

Había resultado útil a lo largo del proceso, sin duda.

No mientas. Sin él no habríais llegado tan lejos, dijo una voz altiva dentro de su cabeza.

Sí, tenía razón. La Anni Jaeger humana que aún vivía dentro de ella estaba en lo cierto. Sin la ayuda que los hombres de Nadie les habían prestado, habría sido mucho más difícil tenderle la trampa a Kent. El armazón que lo drenaba de energía había sido construido por ellos, y ellos lo habían depositado en el lugar adecuado.

Fueron sus técnicos los que construyeron el dispositivo espía que plantaron junto al detective. Y el ancla que permitía seguirlo a cualquier parte. Sin la ayuda de Nadie, Wiggins no habría podido seguir a Holmes a las Montañas de la Locura; su plan habría fracasado antes de empezar. Aunque, visto cómo habían acabado las cosas…

Sí, Nadie y su misteriosa organización habían sido una herramienta necesaria, quizá incluso imprescindible. Pero ahora se habían convertido en una molestia y, cuanto menos supieran de lo que les esperaba, mucho mejor.

Nadie no era tonto. Terminaría comprendiendo que algo iba mal y reaccionaría. Pero para entonces ya sería demasiado tarde y nada de lo que hiciera tendría la menor importancia.


Bajó a ver a Kent cuando faltaba poco para el anochecer. Ordenó a sus vigilantes que los dejaran a solas y, durante largo rato, contempló en silencio al superhombre, su rostro iluminado por la luz del sol gracias al mecanismo de espejos que habían instalado en sótano.

Kent parecía en paz consigo mismo y con el mundo. Con los ojos cerrados, absorbía la luz que llegaba a sus facciones casi perfectas como si nada más importase.

Anni reprimió una sonrisa. Seguramente estaba empezando a sentirse más fuerte. Si le daban tiempo, conseguiría recuperar la mayor parte de sus habilidades y lograría escapar de su prisión. Pero no se lo daremos.

Por supuesto, Kent desconocía la existencia de la maquinaría que los demás estaban terminando de afinar en el salón principal de la casa. Lo único que sabía era que estaba prisionero, que lo mantenían débil y, al mismo tiempo, le permitían absorber la suficiente energía para mantenerse con vida. Y sin duda sospechaba que sus captores habían cometido un error y que estaba recibiendo más energía de la que el armazón que lo mantenía preso le robaba.

Estaba en lo cierto, pero, por supuesto, se equivocaba.

– Será esta noche -dijo de pronto.

Kent abrió los ojos y la miró.

– Eres un ejemplar magnífico. El recuerdo de la humana que fui encontraría mucho placer en tu compañía. Aunque, seguramente, procrear contigo supondría la destrucción de este cuerpo. En cualquier caso, es algo que no sabremos nunca.

Kent siguió mirándola en silencio.

– Fracasamos en España. Estábamos a punto de abrir la puerta y despertar a los Primeros. Casi logramos desencadenarlos sobre el mundo. Pero «estar a punto» y «casi» no son más que dos eufemismos para el fracaso. Esta noche tendremos éxito. Y será gracias a ti.

Se acercó un par de pasos.

– Cuando supimos de tu existencia no nos lo podíamos creer. Por desgracia, antes de que comprendiéramos lo que realmente representabas, Wiggins estuvo a punto de matarte. Fue una suerte que no lo consiguiera, visto cómo fracasó después en su misión. Ahora eres nuestro. Y esta vez tendremos éxito.

El rostro de Kent no cambió de expresión. Aquellos ojos azules y casi ingenuos la miraban como si no la vieran. Anni se encogió de hombros.

– Guardar silencio no te salvará. En realidad, nada puede salvarte. Cuando acabemos contigo, no serás más que cenizas.

No hubo respuesta.

– Como quieras. Nos veremos más tarde. Por última vez.


Todo estaba preparado. Los técnicos efectuaron los últimos ajustes y la máquina se puso en funcionamiento con un zumbido sordo que, de alguna manera, pareció aumentar la decrepitud de la casa.

Anni dio la orden de que de trajeran al superhombre del sótano y, mientras esperaba, le echó un último vistazo a su alrededor.

Sí, todo estaba como debía.

Pronto, se dijo. Muy pronto.

Dentro de ella, algo se rebeló. En cierto modo, ser humana tenía algo de adictivo, y una parte de ella no quería abandonar aquel estado.

Tonterías.

La puerta se abrió y Kent fue introducido en la habitación. Lo colocaron en el centro y luego conectaron la máquina al armazón que lo mantenía preso.

– Adelante -dijo Anni.

Se bajó una palanca, se giró un dial y se pulsaron unos botones. El zumbido de la máquina se hizo más intenso, hasta convertirse en un ronroneo entre gatuno y metálico que hizo temblar toda la casa.

Aquél era el momento más delicado, pensó Anni. Si las cosas no se habían calibrado de forma correcta…

Pero no, se dio cuenta casi enseguida. No había fallos. Nadie era eficiente, y los hombres que trabajaban para él no lo habían sido menos. Al igual que lo había hecho la trampa para Kent, la máquina estaba funcionando a la perfección.

El superhombre estaba siendo bombardeado con radiación, sus células se estaban llenando de energía a un ritmo frenético. Y luego, aquella energía reconvertida por su increíble metabolismo estaba siendo canalizada. Al igual que Longbottom, Kent no era más que un intermediario: un transformador viviente que tragaba energía a paletadas y la convertía en algo distinto.

Anni vio cómo el rostro del superhombre perdía toda serenidad y se crispaba en una mueca que podía ser tanto de dolor como de éxtasis. Seguramente de ambos, se dijo.

Lo llenamos y lo vaciamos al mismo tiempo, pensó. Nos lo da todo y no deja nada para sí.

Lanzó una mirada a uno de los hombres que se ocupaban de la máquina. Éste comprobó uno de los indicadores y asintió.

Ahora.

Era el momento de abrir la puerta que nadie se atrevía a abrir. La losa que mantenía a los Primeros atrapados en un sueño que era como la muerte iba a ser reventada, volada en mil pedazos.

Y saldrían.

A centenares. A millares.

Hambrientos y rabiosos.

Los primeros amos del multiverso, dispuestos a caer sobre él y poblarlo con sus pesadillas.

– Sí.

Ahora.

Algo tembló en el aire y, a su alrededor, la realidad empezó a perder consistencia. El mundo físico empezaba a desmoronarse.

Dos manos, o algo que podían ser dos manos, se materializaron frente a Kent. Se unieron en una palmada que hizo tambalearse el mundo. Se separaron y, al hacerlo, la realidad dejó de tener sentido, la cordura perdió su significado, el pensamiento se convirtió en algo imposible.

¡Sí!

¡Ahora!

Centímetro a centímetro, se estaba abriendo una grieta en el mundo, y por ella estaba penetrando algo impío y hambriento. Era luz. Era oscuridad. Era miedo y deseo. Era todo lo que no se podía explicar con palabras, porque era anterior a las palabras.

Los Primeros estaban despertando.

Abrían los ojos y contemplaban los límites de su prisión.

Despertaban, uno tras otro.

Veían dónde habían sido encerrados y rugían su rabia.

Y luego… contemplaban el botín que se les ofrecía, la puerta que se les abría hacia uno de los mundos del multiverso y, a través de éste, a todos los demás.

¡Ahora! ¡Saltad ahora!

La parte humana de Anni, llena de pavor, quiso gritar, pero el ser que la había poseído en la Boca del Infierno se lo impidió.

No cerrarás los ojos, se dijo a sí misma. Contempla lo que le espera a todo cuanto existe. Vamos, no cierres los ojos y contempla lo que no están preparados para contemplar. Antes del orden, antes del caos, antes de que hubiera nada estaban ellos. Y van a volver.

Kent gritó, pero su grito pasó desapercibido a medida que los cimientos de la realidad se tambaleaban a su alrededor y lo ocurrido empezaba a enviar oleadas de locura hacia el mundo que había fuera.

¡Ya vienen!


Ninguno reparó en el hombre que entraba en ese momento en la habitación.

Lanzó una mirada aburrida hacia lo que estaba ocurriendo y echó a andar en dirección a la enorme máquina que había en una esquina.

Alguien lo vio e intentó detenerlo. Sin aminorar su paso, se deshizo de su atacante con un gesto desganado.

Llegó junto a la máquina.

Esbozó una sonrisa torcida.

Abrió su mano. Lo que había en ella lanzó un destello rojizo. Volvió a cerrarla en un puño.

Miró a sus espaldas y de nuevo pareció aburrido ante la locura que estaba a punto de desatarse sobre el mundo.

Encontró lo que buscaba en la maquinaria e hizo a un lado una tapa. Uno de los técnicos intentó impedirlo y cayó fulminado a un gesto de su mano.

Acercó la mano cerrada al compartimento que acababa de dejar al descubierto. La abrió y dejó caer en su interior lo que llevaba. Luego, prudente, se hizo a un lado. Y esperó.


En todo el mundo, los que dormían estuvieron a punto de despertar a la locura; los despiertos, de abandonar su cordura en una pesadilla eterna.

Pero nada de eso pasó.


La máquina dejó de ronronear y, por un momento, pareció que tosía. Luego, como un castillo de naipes, empezó a desmoronarse.

Las dos manos que estaban desgarrando la realidad perdieron asidero, trataron de encontrarlo de nuevo y, con un gesto de protesta inútil, se desvanecieron en mitad del aire.

Los Primeros cerraron los ojos de nuevo. Volvieron a soñar su sueño de muerte.

El mundo despertó y descubrió que seguía en pie, pese a todo.


– ¡Tú! -exclamó una Anni todavía desorientada, aún atrapada en su cuerpo humano.

– Yo.

Anni parpadeó. El mundo todavía estaba entero, comprendió; los Primeros no habían despertado.

– No. No lo harán. Al menos esta vez -dijo el hombre-. Y, teniendo en cuenta vuestro abultado porcentaje de fracasos, no creo que lo hagan nunca.

La mujer asimiló rápidamente lo que había ocurrido.

– Vosotros tenéis que tener éxito siempre -dijo-. A nosotros nos basta con triunfar una sola vez.

Por toda la habitación, los hombres parpadeaban, como si alguien los hubiera sacado bruscamente de un sueño profundo. No parecían saber dónde estaban. En su prisión, Kent miraba a su alrededor sin comprender.

– Quizá tengas razón -dijo el recién llegado-. Pero eso no hay forma de saberlo, ¿no es cierto?

– De momento.

– Así es. De momento. Pero «de momento» es todo lo que tenemos. Aprende a disfrutar de ello.

Poco a poco, los hombres empezaban a reaccionar y a comprender lo que había pasado. Se miraron entre sí, indecisos.

– ¿No vas a matarme?

– Ya no representas ningún peligro para mí. Estás disminuida y has fracasado. Eras parte de algo mayor, ¿recuerdas? Y ya no sois tres, sólo dos pedazos que nunca podrán recomponerse mientras el otro vaga sin rumbo y gira una y otra vez alrededor de sí mismo sin reconocerse. Sigue rondando por el mundo si te place. Ya no es de mi incumbencia. -Miró a su alrededor y vio que la mayoría de los hombres lo miraban con gesto hosco-. Diles a tus sicarios que no lo intenten. No me apetece mancharme las manos.

Anni les hizo una señal. A regañadientes, detuvieron su avance hacia el desconocido.

– Y ahora, será mejor que os vayáis.

Anni dio la orden con un gesto de la cabeza. Fue la última en abandonar la habitación.

– Traidor -escupió antes de irse.

El desconocido sonrió y se encogió de hombros.

Capítulo IX. La ciudad que nunca duerme

– Bueno, Kent, espero que tu viajecito haya servido para encontrar lo que buscabas.

– En cierto modo, jefe. Aunque no del todo.

– Bien. Me alegro. Supongo. Ahora puedes elegir entre engrosar las filas del paro y ponerte a trabajar. Tenemos un periódico que sacar, ¿recuerdas?

– Claro, jefe.

– Bien. Ya sabes dónde está tu mesa. Vamos, muchacho, no tenemos todo el día.

Mientras salía del despacho de White, éste lo contempló ceñudo. No tenía ni idea de qué había ocurrido, pero estaba claro que el muchacho había pasado por algunas experiencias no muy agradables. Su rostro demacrado y la expresión de sus ojos eran muy elocuentes.

No era asunto suyo, claro, y mientras Kent cumpliese con su trabajo podía meterse en todos los líos que quisiera, con tal de que antes de la hora del cierre el periódico estuviera listo para enviar a composición.

Y Kent era de los que no fallaban, eso White lo sabía muy bien. Se alegraba de tenerlo de nuevo a bordo, aunque se habría cortado una pierna antes de demostrarlo.


Anochecía.

A solas en la redacción, hacía rato que Kent había dejado de teclear en su máquina de escribir y contemplaba pensativamente la hoja en blanco que había en el carro.

El lugar parecía lleno de fantasmas sutiles y lejanos mientras lo» últimos rayos de sol se colaban por las ventanas, antes de que los edificios más allá del río terminaran de devorarlo.

Kent sacó la hoja de la máquina de escribir, la colocó en el pulcro montón que había a un lado y se incorporó. Se puso la chaqueta y el sombrero y echó a andar hacia la puerta.

En medio del pasillo que conducía a los ascensores, era como si fuera el único ser vivo del mundo. Llevado por un impulso repentino, dio media vuelta y echó a andar hacia las escaleras.

Ascendió en la oscuridad y salió a la azotea justo cuando el sol terminaba de ser tragado por el abrupto horizonte.

Mientras las sombras caían sobre la ciudad, se asomó al borde. A sus espaldas, el planeta que daba nombre al periódico giraba lentamente, con un ruido de maquinaria cansada. Abajo, las luces se encendían y la ciudad empezaba a cobrar una vida distinta a la diurna: más furtiva, menos obvia.

Cerró los ojos y escuchó.

Lo escuchó todo.

Cuando volvió a abrirlos, ya era noche cerrada. Estaba en la cima de un mundo nocturno y bullicioso que vivía con su propio ritmo.

Abrió la mano derecha. Frunció el ceño y apretó la mandíbula. No pasó nada durante unos segundos; luego, algo flotó hasta la palma de su mano, asomando entre su carne: una piedra roja, que lanzó un destello de sangre hacia la noche.

No ha sido un sueño, pensó. O quizá todo lo es.

No, no había sido un sueño. Anni Jaeger lo había capturado y había usado su cuerpo como un transformador de energía para abrir una puerta en el mundo.

Y luego, de pronto, todo había terminado. La oscuridad había caído sobre él y, cuando abrió los ojos de nuevo, estaba tendido en el suelo, y un rostro altivo coronado por una mata de cabello blanco lo contemplaba pensativamente.

– Me alegro de no haber llegado demasiado tarde -dijo.

Hablaba con acento inglés y, al oírlo, Kent no pudo evitar pensar en Sherlock Holmes. El desconocido sonrió, como si le hubiera leído el pensamiento.

– No soy su amigo el detective -dijo-. Aunque me he encontrado con él en varias ocasiones.

Él miró a su alrededor y vio que estaban solos en la habitación.

La máquina a la que lo habían conectado había sido desmontada y no había el menor rastro de la jaula angosta en la que lo habían encerrado.

– Me he ocupado de ella.

– ¿Quién es usted? -consiguió preguntar. Y sólo entonces se dio cuenta de lo débil que se encontraba.

– Buena pregunta. Puede llamarme Shamael Adamson. Es un nombre que he usado a menudo, y no me desagrada demasiado.

– Supongo que le debo la vida, señor Adamson.

Su interlocutor asintió.

– Usted y el resto del mundo, señor Kent.

Lo que acababa de ocurrir fue volviendo a su memoria. Apenas había percibido gran cosa desde su prisión, mientras lo llenaban de energía y luego la recolectaban hasta dejarlo casi muerto, pero había sido suficiente para volverlo loco. Durante un instante interminable, había sido como si no hubiera lugar alguno al que agarrarse, nada fuera seguro y el mundo fuese un caos cambiante y fluido lleno de locura y pesadillas.

– Se lo agradezco. En mi nombre y en el del resto del mundo.

Adamson sonrió otra vez.

– Mis motivos no fueron del todo altruistas -dijo-. Aunque supongo que eso no importa gran cosa.

Lentamente, como si estuviera reaprendiendo cada movimiento, Kent logró ponerse en pie.

– No le voy a mirar los dientes a un caballo regalado, si es que eso le preocupa.

– No era el único regalo que pensaba hacerle.

Kent hizo como si no lo hubiera oído y echó a andar. -Tengo que salir, lo siento. Sin una palabra, Adamson asintió y fue tras él.

Ahora, mientras la ciudad que nunca dormía se desperezaba para el turno de noche, en lo alto del edificio del periódico Kent contemplaba el rubí en su mano y se preguntaba una vez más por qué se lo había dado aquella enigmática criatura.

Una vez que hubieron salido de la casa de Longbottom habían recorrido un buen trecho. Se detuvieron en un pequeño parque junto a la bahía y fue allí donde Adamson decidió hacerle entrega del rubí.

No le explicó gran cosa. No parecía muy acostumbrado a dar explicaciones.

– No es culpa suya -le había dicho-. Pero eso no cambia nada. La historia en que se ha visto involucrado lleva en marcha mucho más tiempo del que puede imaginar. En cierto modo, es usted una víctima inocente… o ha estado a punto de serlo. No importa. No está del lado de mis enemigos, así que podríamos decir que lo está del mío, más o menos.

– No estoy muy seguro de que esté del lado de nadie.

– Lógico. Anni Jaeger le hizo dudar de su humanidad.

– No soy humano. Al menos biológicamente. Eso es un hecho. Y usted tampoco lo es, ya que estamos en ello. No respira, más que cuando necesita tomar aire para hablar. Y no consigo oír los latidos de su corazón. Y a estas alturas, debería oírlos.

Una nueva sonrisa. Durante unos instantes, el rostro de Adamson pareció el de un chiquillo malicioso.

– Me alegra ver que sus habilidades van volviendo poco a poco a usted. Temí que la máquina lo dejara demasiado débil. Tuve que calcular a ojo el momento adecuado para interrumpir el proceso. Temía haberme equivocado.

– No lo hizo.

– Estupendo.

Adamson sacó algo del bolsillo de su chaqueta. Se lo mostró a Kent.

– ¿Recuerda esto?

– Claro. El rubí que usaba el señor Longbottom.

– Bueno, tengo mis dudas sobre quién usaba qué… o qué usaba a quién, para ser más exactos. Pero sí, gracias a este rubí Longbottom podía abrir las puertas a otras realidades. Supuse que su energía interferiría con la de la máquina que estaban usando en usted. Fue un alivio ver que no me equivocaba.

– ¿Y por qué lo supuso?

– Interesante pregunta. Digamos que el rubí y la máquina fueron construidos usando postulados contradictorios: cada uno de ellos se basaba en un modelo distinto de universo, ambos igual de reales, pero difícilmente reconciliables. Supuse adecuadamente que, si se ponían juntos…

Kent asintió.

– Comprendo. Magia y tecnología.

– Algo así. Aunque seguro que su amigo el señor Holmes le diría que la magia es la forma en que llamamos a la tecnología que aún no comprendemos. Tiene razón… y al mismo tiempo, no la tiene.

– Pero si la máquina fue destruida cuando usó la piedra con ella, ¿por qué el rubí sigue intacto?

– Quizá porque la magia es más fuerte que la tecnología. Al menos en este momento preciso. No creo que eso sea cierto mucho tiempo. Y, en cualquier caso, el rubí no está intacto. Mire.

Kent así lo hizo y se dio cuenta de que el brillo de la piedra se apagaba lentamente.

– Lo ve, ¿verdad? Así que quizá al final la tecnología haya sido más fuerte que la magia. Es difícil de decir. Pero, para lo que ahora nos afecta, lo que importa es que el rubí se está… muriendo. No le queda mucho tiempo.

– Lástima.

– Depende. Una fuente de energía como ésta es peligrosa. No sólo es capaz de abrir las puertas existentes, sino de crear otras nuevas. Sin ella, la casa de Longbottom se convierte de nuevo en uno más de los muchos nexos entre realidades que hay en este mundo. Con la piedra… era un portal a cualquier parte, cualquier momento y cualquier lugar.

El rubí continuaba agonizando y, al mirarlo, Kent tuvo la inquietante sensación de que estaba contemplando la muerte de un ser vivo.

– Todo es peligroso -dijo, en respuesta a las palabras de Adamson, y sin poder apartar la vista de la piedra.

– Cierto -contestó éste-. Todo es un arma. ¿Y en manos de quién podríamos poner un arma así?

– Bueno, ahora ya no importa. Se está muriendo, usted mismo lo ha dicho.

Por la reacción de Adamson, pareció que Kent había contado un chiste moderadamente gracioso. -Bueno, hay un modo -dijo-. En las manos adecuadas.

Las manos adecuadas, pensó Kent mientras contemplaba la ciudad en la que había decidido vivir. Las manos adecuadas habían sido las suyas, o eso parecía pensar Adamson.

Habían pasado dos días desde entonces. Dos días desde que Adamson había dejado caer la piedra en su mano y ésta se había disuelto en su palma. Kent aún recordaba el cosquilleo que había sentido y la repentina descarga de energía que había experimentado después.

– Ella cuidará de usted mientras usted cuide de ella. Creo que se las apañarán.

– ¿Por qué yo?

Adamson lo había pensado unos instantes.

– No lo sé. Tal vez porque Sherlock Holmes confía en usted. Y eso es suficiente para mí. Créame, también a mí me resulta sorprendente.

Adamson se había ido poco después, no sin antes darle un último consejo:

– Tenga cuidado. Su existencia ya no es un secreto. Y van a ser muchos los que intenten utilizarlo.

Un accidente ocurrido a varias manzanas de distancia lo hizo volver de pronto al presente. Escrutó el área con sus sentidos: ya nada podía hacer por los muertos, y los supervivientes estaban siendo atendidos. Su presencia no era necesaria.

«Van a ser muchos los que intenten utilizarlo», recordó de nuevo.

Vivía entre los humanos, pasaba por ser uno de ellos y se las apañaba para relacionarse con ellos, pero no era uno de ellos, ni lo sería jamás. Si de algo estaba seguro tras todo lo que le había pasado, era de eso. Al mismo tiempo, no podía evitar recordar las palabras de Sherlock Holmes, el modo en que el viejo detective había definido la humanidad, independientemente del contenedor en el que estuviera encerrada. Holmes había tenido razón, pero no del todo. Una parte de él quizá fuera humana; la otra seguía siendo extraña y aún trataba de decidir qué era exactamente.

Sentía algo por ellos, eso era cierto. Ma y Pa habían hecho bien su trabajo; al criarlo como lo habrían hecho con su propio hijo, lo habían llenado de sentimientos de los que ya no quería ni, seguramente, podría desprenderse. Lo habían contaminado, tal vez, manchado; sólo que era una mancha que estaba orgulloso de llevar. En cierto modo, su humanidad era como una segunda piel, y librarse de ella no era tan fácil.

Quizá era el último de su especie. Quizá. O puede que simplemente estuviera aislado por miles de años-luz de los suyos.

Estaba solo.

Rodeado de criaturas que podían parecer como él, pero que no lo eran.

Pero sentía algo por ellas.

Sí, Ma y Pa habían hecho su trabajo condenadamente bien.

«Van a ser muchos los que intenten utilizarlo.»

¿Por qué no? Toda la vida lo habían estado usando, de un modo u otro. Ma y Pa, para sustituir el hijo que querían y que la naturaleza no les dio. Sherlock Holmes, para que lo ayudara en su extraña cruzada en busca de un libro prohibido. Anni, como una pieza de maquinaria en forma humana. Incluso Adamson, al darle la piedra para que se fundiera dentro de él. O la propia piedra, que había empezado a susurrar cosas tranquilizadoras en un lenguaje que desconocía, pero le resultaba extrañamente familiar.

Todos intentarían usarlo, de un modo u otro. Así era como funcionaban las cosas en aquel mundo. Quizá en todos los mundos.

Y una parte de él deseaba que lo utilizaran. ¿Para qué eran todas aquellas habilidades que tenía, salvo para ser usadas?

Pero en mis propios términos, se dijo.

Sintió que la piedra estaba de acuerdo con él y, por un instante, estuvo a punto de comprender las palabras que susurraba y casi sintió aquel lenguaje extraño como algo propio. Con una sonrisa, cerró la mano y notó cómo el rubí se disolvía de nuevo en su palma. Susurraba algo y luego guardaba silencio.

Sonrió de nuevo.

Quizá algún día encontrase a los suyos. O tal vez descubriera que era el último, el único de su especie.

En su mano (literalmente en su mano) tenía algo que le permitía explorar tiempo y espacio. Más adelante, tal vez, cuando ambos se comprendieran mejor.

Y, bajo él, a sus pies, un mundo entero que lo necesitaba y que ansiaba utilizarlo, aunque no lo supiera.

Que me usen, pensó de nuevo. Pero en mis propios términos.

Usaría sus habilidades allí donde fueran necesarias. Discretamente y en silencio.

Ayudaría.

Echaría una mano. Y seguiría buscando.

Capítulo X. Londres

Cuando Sherlock Holmes llegó a su casa, descubrió que alguien lo estaba esperando. Paseaba con tranquilidad por Baker Street, imperturbable, vestido impecablemente, moviendo al ritmo de sus pasos un bastón que no necesitaba.

– Señor Adamson -saludó el detective.

– Señor Holmes.

– Iba a decir que me sorprende encontrarlo aquí, pero ya usé palabras muy parecidas en nuestro último encuentro, así que me ahorraré repetirlas.

Adamson reprimió una sonrisa.

– En realidad, acaba de hacerlo.

– Cierto. Querrá pasar, supongo. Aunque no sé en qué estado encontrará la casa. Llevo bastante tiempo ausente.

– Me las arreglaré.

– Sí, tengo la sospecha de que usted siempre se las arregla.

Holmes abrió la puerta y le indicó con un gesto a Adamson que pasara. Éste así lo hizo, y esperó en el vestíbulo mientras el detective conectaba la luz eléctrica.

– En el piso de arriba, supongo, como siempre.

– Así es.

Subieron en silencio por las escaleras. Adamson parecía ligeramente divertido ante la situación. El semblante de Sherlock Holmes no transmitía emoción alguna.

– Pase.

Entraron en el salón. Quitaron las sábanas que cubrían la mayor parte de los muebles y se las arreglaron para encender un fuego medio decente en la chimenea. Luego, Sherlock Holmes tomó asiento y se preparó una pipa con parsimonia. Adamson, entre tanto, recorrió la habitación con la mirada. Enarcó una ceja ante el laboratorio que ocupaba una buena parte del cuarto y arrugó la nariz.

– Tiene usted buen olfato -dijo Holmes.

– Y usted ojos en la nuca.

– No, sólo la capacidad de saber cuándo mirar y cuándo no hacerlo. Confieso que me parece sorprendente que después de tanto tiempo sea capaz de reconocer algún olor. Ese laboratorio no se usa desde hace… -Se encogió de hombros.

– Olores quizá no, pero sí los recuerdos de ellos.

– Si usted lo dice.

Finalmente, Adamson terminó la inspección de la habitación y se sentó frente a Holmes.

– Pese a lo que dijo antes, no parece muy sorprendido de verme.

– Tras lo ocurrido en Lisboa hace ocho años, esperaba que nos volviéramos a encontrar tarde o temprano. Era sólo cuestión de tiempo. Soy un hombre paciente.

– Eso, y muchas otras cosas.

– Como todos los hombres, supongo.

Guardaron silencio. En la chimenea, el fuego crepitaba alegre mientras la noche iba cayendo tras la ventana.

– Parece que su aventura española ha salido bastante bien.

– Es una forma de decirlo, señor Adamson. He descubierto que mi hijo adoptivo deseaba mi muerte. Y mi nieto está perdido en medio de una Europa que no tardará en estar en guerra. Pero supongo que eso para usted es irrelevante y se refiere a que he conseguido evitar que la… Orden Esotérica de Dagón, como la llamó Lovecraft en su lecho de muerte, usase el Necronomicon para sus fines.

– Eso… entre otras cosas.

– Antes me acusó de tener ojos en la nuca. Podríamos decir que usted los tiene en todas partes. Acabo de volver de España y aún no he informado a nadie de lo ocurrido allí.

– No es necesario. La deducción era, y perdóneme el mal chiste, elemental. El mundo sigue en pie, tal y como lo conocíamos. Por lo tanto, usted ha tenido éxito.

Holmes enarcó una ceja.

– ¿A qué ha venido, señor Adamson?

– En un sentido estrictamente filosófico, he venido a ser uno de ustedes. A convertirme en carne y estar sujeto a las limitaciones de la carne. Al menos, por un tiempo. Sin embargo, sospecho que su pregunta tenía un carácter algo más mundano.

– Podríamos decirlo así.

– He venido a verlo a usted, evidentemente. ¿Con qué propósito? Usted tiene cierta información que me gustaría poseer. Yo, a mi vez, poseo algunos datos que quizá le sean de valor. Sugiero que intercambiemos lo que sabemos.

Durante largo rato, Holmes no contestó. Fumaba su pipa y tenía la mirada perdida más allá de su interlocutor. Terminó asintiendo y dijo:

– De acuerdo. Querrá que empiece yo, seguramente.

– Me parece una buena idea. Así sabré con exactitud cuánto sabe y cuánto no. Y no le daré información innecesaria o redundante.

– ¿Cuánto sé? Mucho. Demasiado. Y también demasiado poco. Como todos los hombres.

Le dio una nueva chupada a su pipa y comenzó a hablar.


Por dónde empezar, debió preguntarse Sherlock Holmes. Por el principio, le habría contestado seguramente Shamael Adamson.

El principio, al menos para el detective, había sido el año 1895, cuando Winfield Scott Lovecraft se había acercado a Amanecer Dorado bajo una identidad falsa, había asesinado a James Phillimore y había conseguido hacerse con el Necronomicon.

En la mente de Holmes aquel caso estaba tan fresco como si hubiera sucedido ayer mismo. Porque, en cierto modo, buena parte de sus actividades durante los siguientes cuarenta años partirían de aquel momento.

Y, por supuesto, no podía olvidar el modo en que el barco de Lovecraft sé había internado en un banco de niebla, sólo para desaparecer, como si un monstruo inverosímil se lo hubiera tragado.

Ni mucho menos el modo en que Shamael Adamson, el mismo que ahora tenía enfrente, y exactamente con el mismo aspecto, había reconocido ser el responsable de la fuga milagrosa de Lovecraft.

Claro que también podría haber empezado algo antes. Con la obsesión de Mycroft por el mundo ocultista y las actividades de sus miembros, que era lo que había llevado al detective a involucrarse en todo aquello.

– Sé que no vas a creer nada de cuanto te diga, Sherlock -le dijo su hermano varios años más tarde-, pero es necesario que te lo diga. Porque si me pasara algo sólo tú podrías continuar mi labor.

Estaban en la sala de visitantes del Club Diógenes, una de las tapaderas que tenía en Londres el Servicio Secreto de Su Majestad.

– Te presto oídos, Mycroft -había respondido Holmes, echando mano de su amado Shakespeare.

Mycroft le había contado muchas cosas. Cosas sobre la importancia del Necronomicon y por qué parecía haber una conspiración de alcance mundial para reconstruir el libro y utilizarlo.

– ¿Reconstruirlo? -había preguntado él.

Sí, porque el Necronomicon no era un solo libro. Al Hazrid había repartido su oscuro conocimiento en tres, y sólo obteniendo los tres ejemplares adecuados se podía reconstruir el libro auténtico.

Un libro que hablaba de otros mundos. Y de cómo llegar a ellos. Y del modo en que ellos podían llegar al nuestro.

– Y de los Primeros, que yacen muertos en el sueño, pero podrían despertar.

Mycroft tenía razón, él no creyó nada de lo que le contaba su hermano. Sí creyó una cosa, sin embargo: el libro era importante para la gente suficiente. Y eso significaba que, por delirante que fuese todo, podía tener consecuencias mensurables en el mundo real.

Fue eso lo que le convenció para enrolarse como agente libre en una rama enloquecida del Servicio Secreto.

Lo que le llevó a seguir a Aleister Crowley a Lisboa y perder a Wiggins en la Boca del Infierno.

Lo que lo llevó a suceder a su hermano al frente del espionaje británico cuando éste murió. Bajo una identidad supuesta, un pajarillo de ademanes burocráticos que conservó el nombre en código de M, sentado en un despacho mal iluminado, fue moviendo sus hilos y trazando su planes. Los planes que había empezado Mycroft.

Los planes que años más tarde lo llevaron a Rhode Island. Allí, en su lecho de muerte, Howard Phillips Lovecraft le contó varias cosas inquietantes sobre el libro que había robado su padre.

Allí conoció a Kent, el joven con corazón de campesino y habilidades casi divinas. Kent lo ayudó en sus esfuerzos por recuperar la copia del Necronomicon que había estado en manos de Lovecraft. Fracasaron, y el libro cayó en manos de Wiggins, ahora una criatura retorcida que conspiraba junto con Crowley y otros para reconstruir el grimorio y despertar a los Primeros.

Y todo eso fue lo que lo llevó a España, sumida en una guerra sangrienta. Allí estaba otro de los ejemplares del Necronomicon. Y había un tercero a punto de llegar. En la costa asturiana tuvo lugar un ritual.

Pero los Primeros no despertaron. El ritual nunca llegó a completarse. Wiggins murió con una mirada de odio en sus ojos enloquecidos.

Holmes triunfó una vez más. Aunque en el proceso perdió al hombre que había sido un hijo para él. Pero, igual que perdió algo, algo encontró.

William Hudson. Su nieto. A su lado por fin después de todo aquel tiempo. Al acabar el caso se había visto obligado a mandarlo a Europa, pero tarde o temprano lo llamaría de vuelta y le contaría la verdad que el joven aún ignoraba. O quizá dejase que la descubriera por sí mismo.

– Usted tiene uno de los tres ejemplares -dijo Adamson cuando Holmes terminó su relato.

El detective asintió. Le explicó a su interlocutor el modo en que la había escamoteado delante de las narices de sus enemigos, dejando en su lugar una copia falsa.

– Está en un lugar seguro.

– ¿Existen los lugares seguros?

– Este lo será, por algún tiempo, hasta que encuentre otro.

Adamson frunció el ceño.

– ¿Por qué no lo ha destruido?

Holmes se mordió el labio.

– ¿Por qué hace preguntas cuya respuesta ya conoce, señor Adamson? No lo he destruido porque no puedo. Lo he intentado.

Adamson asintió.

– Tiene razón. Sabía la respuesta.

– Y también sabe muchas otras cosas, espero.


– Tiene que comprender una cosa, señor Holmes. En mi mundo, la identidad es una cosa cambiante, fluida. Ser uno solo o ser muchos es algo que depende del momento. Este detalle, que puede parecerle trivial, tiene su importancia.

– Entiendo.

– Para mi gente soy un traidor. El peor de todos ellos. Pues tenía todo cuanto quería y lo abandoné para venir a este lugar que, para ellos, es una cosa gris y desvaída. También es algo más.

– Un nexo.

Adamson asintió, complacido.

– En efecto, señor Holmes. Su mundo no tiene demasiada importancia por sí mismo, si me permite que se lo diga. No resulta especialmente interesante, si lo comparamos con otros. Pero, por algún motivo, su situación es privilegiada. En la antigüedad, ustedes tenían un dicho: «todos los caminos conducen a Roma». Es algo así, en cierto modo. Aquí confluyen varias realidades, y gracias a eso, es posible realizar en este plano cosas que, de otro modo, exigirían un esfuerzo imposible y simultáneo en multitud de realidades distintas.

Holmes entrelazó los dedos y se puso cómodo en el sofá.

– Hasta ahora no me ha dicho nada que no sepa, o que haya ido suponiendo con el correr de los años. Mi hermano Mycroft tenía un detallado expediente sobre todos esos temas… y sobre usted, ya que estamos en ello. Y, como supondrá, estoy familiarizado con lo que se decía allí.

– De acuerdo, señor Holmes, iré al grano. En mi realidad se recuerda el tiempo en que los Primeros gobernaban (si es que entonces existía algo remotamente parecido al tiempo) con una nostalgia enfermiza que, lamento decirlo, se ha ido convirtiendo algo muy parecido a la obsesión. No son pocos los que suspiran por el regreso de los Primeros aun cuando, estoy seguro, no sospechan lo que eso significa en realidad. Ellos fueron parte del motivo por el que me fui. No el único, lo confieso. Pese a lo que he dicho antes, su mundo tiene cierto atractivo. La carne es… adictiva, por decirlo de alguna manera. Este cuerpo que llevo es un disfraz, pero es lo bastante convincente, no sólo para los demás, sino también para mí mismo. Quizá esto no sea más que una carne de quita y pon, pero resulta suficiente.

Miró al fuego que ardía en la chimenea.

– Según algunas tradiciones, mi realidad es un lugar de fuego ardiente y llamas eternas, donde se castiga a los malvados por toda la eternidad y se los priva de la presencia de Dios. Para nosotros es, sencillamente, el hogar. Y el hogar puede llegar a volverse enormemente aburrido. Hace más de cuarenta años que lo abandoné y vine a este mundo, y desde entonces no he encontrado ningún motivo para volver. No es que los míos me lo fueran a permitir si lo deseara, eso es cierto, pero tampoco lo deseo. Su mundo me gusta. Y, sobre todo, me gusta tal cual es. Sin molestos cambios, como los que podrían producirse si los míos tuvieran éxito y consiguieran despertar a los Primeros y desencadenarlos sobre el multiverso de realidades interconectadas.

– Comprendo.

– Sí, estoy seguro. Los contactos entre su gente y la mía han existido desde que tengo memoria. Algunos humanos son, en cierto modo, un nexo viviente, y su mente es capaz de contactar con otras realidades. Lovecraft era uno de ellos, y creo que su hijo también, a juzgar por las cosas que escribía. Crowley y Wiggins también participaban de esa naturaleza. La diferencia es que el primero era consciente de ello y su pupilo lo ignoraba.

Holmes asintió.

– Su mente estaba torturada -dijo-, marcada desde la juventud de una forma que yo no supe entender a tiempo.

– Cierto. Cuando los dos estuvieron en la Boca del Infierno, interfirieron sin pretenderlo en el ritual que preparaba Crowley y que a estas alturas supongo que ya habrá adivinado en qué consiste.

– Supongo que me va a decir que en permitir el acceso a alguien de su realidad al interior de su mente. Servirle de anfitrión.

– Algo así. Lo que cruzó a este lado fue una sola cosa, pero al mismo tiempo eran tres: tres aspectos distintos de un único individuo que buscaban los anfitriones adecuados en los que residir. Aunque en realidad es un poco más complejo. Verá, cruzar desde mi lado al suyo no es tan fácil. Yo lo hice, sí, pero yo soy excepcional por muchos motivos que no vienen al caso, y no creo que nadie más pueda repetir mi hazaña. Lo que ocurrió en la Boca del Infierno no fue que tres entidades de mi mundo llegaran a éste sino que enviaron… información.

Holmes lo miró unos instantes con el ceño fruncido.

– Recuerdos -dijo de repente-. Habla usted de recuerdos. -Así es.

– Ya veo. Ellos no cruzaron. Pero a través del canal que los comunicaba con Crowley y usando el nexo que era la Boca del Infierno enviaron toda la información que contenían sus mentes a las mentes de los humanos receptivos que había junto al nexo. Esa información los cambió. Después de todo, no somos otra cosa que la suma de las cosas que recordamos haber hecho.

– No tiene ni idea de cuánto. Crowley, Anni Jaeger y Wiggins, en cierto modo, murieron: las nuevas personalidades eran demasiado fuertes, sus recuerdos demasiado intensos. El proceso no fue el mismo en los tres casos: en Crowley ahora mismo apenas queda nada remotamente humano. Anni fue capaz de reconciliar sus dos naturalezas, más o menos, y creo que con el tiempo se convertirá en algo distinto, ni totalmente humana ni del todo ajena. Será interesante verlo. Wiggins, dividido como estaba, siguió estándolo tras la posesión, pero llegó a una especie de tregua, de compromiso, entre todas las personalidades que lo habitaban. Tenían algo común a lo que agarrarse: su odio por usted.

Holmes no dijo nada, pero algo se crispó en su rostro.

– Usted tuvo éxito en España. Pero ése no era su único plan en marcha. Desde su fracaso a finales del siglo pasado, en Cuba, han aprendido a no poner todos los huevos en el mismo cesto. Mientras Wiggins se ocupaba de reunir los tres ejemplares del Necronomicon en España y preparar el ritual para abrir las puertas a los Primeros, Crowley y Anni tenían otros planes, especialmente la segunda. Había alguien en el mundo que podía serles casi tan útil como el libro del Al Hazrid. Parecía humano, pero no lo era, y su cuerpo era capaz de almacenar, procesar y transformar la energía con una eficacia aterradora.

– Kent.

– Sí, Holmes, Kent. Oculto para el mundo, viviendo entre los humanos como si fuera uno de ellos, pero sin serlo. Usted mismo dedujo su origen. No es de este mundo, y es nuestro sol y la forma en que sus células procesan la luz solar lo que le da sus habilidades. Como he dicho, vivía en un cómodo anonimato hasta que salió de él para salvarle la vida.

– ¿Está bien?

– Sí, bastante bien. Me he ocupado de mantener un ojo sobre él y echarle una mano allí donde era necesario. Sabía lo que mis antiguos súbditos planeaban. Así que dejé que usted se encargase de Wiggins y vigilé de cerca a su joven superhombre. Está a salvo y ni Anni ni Crowley podrán usarlo ya. Me he ocupado de ello. Aunque…

– ¿Sí?

– Digamos que ha dejado de ser anónimo. Su existencia no es ningún secreto. Y hay otros que lo han visto actuar y que podrían tener sus planes para él.

– ¿Quiénes?

– Nadie.

Al oír aquella palabra, el rostro de Holmes se torció en una mueca sombría. Apretó la mandíbula y su mano se crispó alrededor de la cazoleta de su pipa.

– ¿Nadie? -repitió, incrédulo-. ¿Cómo es posible?

– Vamos, señor Holmes, si usted ha vivido tanto tiempo, ¿por qué no podría haberlo hecho él? Es usted único en muchos aspectos, es cierto, pero no en ése.

El detective meneó la cabeza.

– Mis pecados de juventud me persiguen -murmuró.

– Es una forma de verlo.

Adamson le explicó en detalle lo ocurrido con Kent. Cada vez que mencionaba a Nadie o su organización y explicaba el modo en que habían ayudado a Crowley, Anni y Wiggins, Holmes apretaba los dientes. Adamson, perfectamente consciente de la respuesta del detective, fingía no darse cuenta de ello, sin embargo, y continuaba con su historia. Cuando la terminó, los dos guardaron silencio durante largo rato. En la chimenea, el fuego se había apagado y lo único que quedaban eran rescoldos.

– Estará bien durante un tiempo -dijo Adamson, mientras se levantaba y trataba de avivar el fuego-. Sus padres humanos lo educaron bien, tal como ustedes valoran esas cosas. Tratará de mantenerse en secreto y de usar sus habilidades para ayudar. Y mientras tanto, viajará.

– Buscando su origen.

– En parte. También buscando muchas otras cosas, aunque ni él mismo lo sepa. Volverá a las Montañas de la Locura tarde o temprano. De hecho, iba a San Francisco con la idea de que Longbottom lo llevase allí. Quiere mirar en el Alef que usted describió. Dudo que encuentre exactamente lo que cree buscar. Pero creo que el lugar le parecerá adecuado como retiro. Sobre todo en cuanto descubra que el rubí lo protege de un drenaje excesivo de energía.

Holmes sonrió.

– Ya veo adónde quiere llegar. Pretende que le dé mi ejemplar del libro a Kent.

– Es una idea. En las Montañas de la Locura, Kent construirá una fortaleza para su soledad. Un refugio. El libro podría estar bien guardado allí. Todo lo bien que puede estarlo en cualquier sito, en cualquier caso.

– Lo pensaré.

– No pretendo otra cosa.

– Pretende usted muchas cosas, señor Adamson. Se pasea por el mundo vestido de humano, haciendo y deshaciendo aquí y allá, pasando desapercibido y entregado a sus propios planes. Confieso que ignoro cuáles son. Y sospecho también que nunca lo sabré.

Adamson no respondió. Recogió su chaqueta y su sombrero, tomó su bastón y se llevó la empuñadura a la frente, en una especie de saludo.

– Buenas noches, señor Holmes.

Ahora fue el detective el que no dijo nada. Permaneció sentado mientras Adamson abandonaba la casa: las manos entrelazadas frente al rostro anguloso, las facciones iluminadas por el resplandor rojizo de la chimenea, la frente fruncida en una expresión concentrada.

Adamson se detuvo en el umbral y lo miró una última vez antes de irse.

Intermedio. Girando en el abismo

Hablo conmigo mismo. No hay nadie más aquí. E, incluso así, este lugar parece abarrotado.

El tiempo no transcurre.

Giro, giramos alrededor de una puerta cerrada.

Esperando.


Lo que soy. Lo que he sido. Lo que ya no seré nunca más.

Soy un puñado de recuerdos sin más voluntad que la de volver a casa. Pero las puertas están cerradas. Llamo y no se me abre. Alguien dijo que el. hogar es el lugar donde tienen que recibirte, no importa lo que hayas hecho. Pero las puertas están cerradas para mí.

Giro, una y otra vez. Dando vueltas alrededor de mí mismo.

¡Vuelvo a casa!, grito en dirección a ninguna parte.

Pero no hay casa alguna a la que volver.


Recordar.

Unos ojos de jade en la oscuridad de un fumadero de opio. Una garra con dos dedos extendidos.

El dolor. El modo en que todo quemaba. La forma en que mi mente se partió en dos, ardiendo. Todo ardía, todo el mundo gritaba.

Pero todo el mundo sólo era yo.

Demasiados.


Pienso en lo que he hecho, en lo que ya no haré nunca más. Pienso en el fracaso. En la victoria que se me ha escapado una y otra vez por entre los dedos cerrados.

Pienso. No es que pueda hacer otra cosa.

Pienso en la cosa que entró dentro de mí, se paseó por mi mente dividida y buscó un lugar en el que habitar.

Está aquí, dónde si no.

Es parte de mí. Dice que mi mejor parte, pero a menudo me pregunto si tendré realmente una parte mejor.

No soy más que un amasijo de recuerdos torturados que gira alrededor de sí mismo sin parar y que no encuentra el camino a casa.

Puertas cerradas. Caminos que no llevan a ninguna parte.

Eso ha sido mi vida. Un cúmulo de caminos que morían antes de haber llegado a parte alguna.

Un niño abandonado en la calle. Un pilluelo al servicio de un detective. Un policía, un cazador. La presa que perseguía.

Todo eso y más.

Pero nada es suficiente.

Porque ahora no soy nada, y nada de cuanto he hecho tiene el menor sentido.

Oigo una voz que me dice que eso no es cierto. Que el fracaso actual no es más que el preludio del éxito futuro.

Pero esa voz ya no tiene poder sobre mí. Ahora que no soy más que una sombra que gira alrededor de un abismo que se niega a abrirse, la cosa que me invadió, unió mi mente dividida y trató de apoderarse de ella ya no dirige mis acciones.

Quizá porque ya no tengo acción alguna que dirigir a ninguna parte.

Quizá porque no la he tenido nunca.


Recuerdo cómo eran las cosas antes.

He visto mil mundos. Navegado por millones de realidades. He entrado en cientos de mentes, poseído tantos cuerpos que ya no consigo recordarlos. A veces me pregunto cuál fue mi cuerpo original, pero la pregunta carece de sentido.

Recuerdo haber sido un erudito inquieto en una biblioteca de proporciones infinitas. A lo lejos, las selvas púrpura se degradaban rápidamente bajo el manto de una lluvia brumosa. Enormes sillares de piedra, medio consumidos por el tiempo, sostenían el mundo sobre nosotros.

Y abajo, esperando, dormían los Primeros en su sueño de muerte. Recuerdo haber llenado mis alas con el viento solar y haberme lanzado al espacio, uno más en una migración de millones. Recorríamos la distancia entre las estrellas, medio despiertos medio dormidos, nos alimentábamos de luz y nos enraizábamos en planetas medio helados que nos daban el sustento necesario.

Y a lo lejos, más allá de la frontera, dormían los Primeros en su sueño de muerte.

Recuerdo un paisaje siempre cambiante, rojo sobre rojo, tan ardiente que el corazón de una estrella parecía helado en comparación. Recuerdo mundos en los que no había sonido; lugares a los que la luz no llegaría jamás; planetas muertos antes de nacer y un silencio sólo roto por un llanto lejano que no se repetía.

Y esperando, siempre una vuelta más allá, a una esquina de distancia, dormían los Primeros en su sueño de muerte.

He sido… todo. Y no soy nada.

Dediqué mi vida a despertar a los Primeros, a devolver al multiverso a su estado inicial, a desencadenar sobre él a sus antiguos dueños.

No me pregunto para qué. «Para qué» es una pregunta carente de sentido.

Es lo que hago, lo que siempre he hecho. Para eso he nacido.

El libre albedrío no es más que una ilusión humana. Una mentira sin la cual no pueden vivir. Un espejismo inalcanzable.

Y los Primeros siguen esperando, dormidos, soñando con la muerte, agitándose a veces y entreabriendo los ojos, sin saber dónde o cuándo están, porque cuando ellos gobernaban no había ni dónde ni cuándo.

Recuerdo…


Pero no soy yo quien recuerda.

Aunque sí lo soy.

Hay demasiada gente aquí dentro, me digo. Somos demasiados para ser tan sólo uno.

Oigo una risa. Quizá es la mía.


Me doy cuenta, de pronto, de que la criatura que me habita no tiene nombre alguno, que jamás lo ha necesitado.

«Yo» es una palabra que para él carece de sentido.

Extraño, comprender eso ahora, precisamente ahora.

El todo es lo que importa, me dice, la mente única de la que forma parte. ¿Acaso piensan en «yo» las neuronas individuales de tu mente humana?, me pregunta.

Quizá lo hacen, respondo.

Con sorpresa, descubro que se ha quedado sin palabras.


Estoy solo.

Y esto está tan malditamente superpoblado. Somos demasiados.

No somos suficientes.


Esperamos.

Tarde o temprano, los otros dos abandonarán sus cuerpos humanos y serán atraídos hasta aquí. Y entonces, juntos los tres, podremos abrir esa puerta que ahora permanece cerrada. Volveremos a casa.

Pero, ¿es eso lo que quiero hacer?

Y, aunque una parte de mí intenta responder que sí, al final guarda silencio.

Eso es cuanto hay a mi alrededor.

Silencio.

Y mis pensamientos sólo lo hacen más intenso. Silencio.

El resto es silencio.

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