El niño era un monstruo y, gracias a Dios, no vivió mucho tiempo. He visto la suficiente muerte y miseria en mis años al servicio secreto de Su Majestad, las suficientes deformidades, físicas y morales, para que aquello no me afectara demasiado, aun tratándose de mi propio hijo.
No fue la muerte de aquella criatura extraña que había salido del vientre de mi mujer y que había sido generada por mi simiente lo que me llevó al lugar donde me encontraría Sherlock Holmes poco después. Y, al principio, tampoco pareció que la noticia de que Carmen no podría tener más hijos me afectase demasiado. Nunca he sido un fanático de la paternidad, lo confieso, y había accedido a tener descendencia más por ella que por mí.
Eso pensaba hasta aquel día.
Al principio, como mucho, enarqué una ceja ante la noticia. Procuré consolar a Carmen, pero lo hice de un modo distraído, como pensando en otra cosa, si bien no soy capaz de recordar en qué. Luego abandoné el hospital y, durante varias horas, no recuerdo lo que hice.
Es posible que me pasara buena parte del tiempo rememorando cómo nos habíamos conocido, en medio de la Guerra Civil española, cuando ella nos sirvió de chófer a Holmes, Rick y a mí hasta dejarnos en las cercanías de Toledo. Sí, quizá recordaba aquella noche en el sótano secreto bajo el Alcázar, tal vez el modo en que ella me cuidó después de que una bala me alcanzase en el hombro. Por qué no. Quién sabe si no me tiré varias horas pensando en sus ojos azules siempre al borde del llanto y su gesto terco, casi agresivo, su ternura secreta y la forma en que me miró cuando nos separamos, aparentemente para siempre. Quién sabe si no le di vueltas una y otra vez a la forma en que nos habíamos vuelto a encontrar gracias a Sherlock Holmes.
Es posible.
Lo sí que es cierto es que Sherlock Holmes me encontró en una callejuela junto a un tugurio infecto, a punto de reventar por el alcohol que había ingerido y medio desparramado sobre mis propios vómitos. Dice que estaba llorando. Y que balbuceaba algo entre dientes. Nunca ha querido decirme qué. Temblaba, a medida que el calor artificial del alcohol iba escapando de mi cuerpo y el frío de aquella húmeda mañana de finales de noviembre iba entrando en él.
Sin una palabra, cargó con mi cuerpo hasta su coche y me llevó a Baker Street. Allí se ocupó de mí: me lavó, me vistió y se las arregló para que tomase un poco de sopa caliente. Durante ese tiempo, sus facciones no se inmutaron y, de no conocerlo como lo conocía, podría haber pensado que hacía eso igual que podía estar haciendo cualquier otra cosa, de un modo mecánico, sin poner en ello el corazón.
Pero sabía que no era así. Incluso en mi estado de estupor podía ver el brillo triste que a veces asomaba a sus ojos. Lo extraño es que estaba convencido de que Holmes se culpaba a sí mismo por mi estado. Aún hoy lo sigo pensando.
Me dejó dormir hasta bien entrada la mañana siguiente. Luego me despertó, me hizo levantarme y asearme y, tras obligarme a desayunar, me llevó de vuelta al hospital. Se detuvo en la puerta y me indicó que entrara con un gesto seco:
– Carmen te necesita, William. Así que hay cosas que no puedes permitirte en estos momentos.
Tenía razón, maldita sea. Una vez más tenía razón, igual que la había tenido mientras perseguíamos un libro maldito por media España, igual que la siguió teniendo en la guerra que cayó sobre el mundo entero poco después, igual que la tenía siempre. Y aunque una parte de mí, hosca y malencarada, no quería verlo, no me quedó más remedio que aceptarlo así.
– Vamos, te está esperando.
Salí del coche y entré en el hospital, medio avergonzado de mí mismo. Un dolor sordo y distante latía en mis sienes, pero como Holmes había dicho, ahora no tenía tiempo para aquello.
Más tarde. En otro momento. Cuando fuera. Nunca, a ser posible.
Los días siguientes transcurrieron sin sobresaltos. Le dieron el alta a Carmen y la llevé a nuestra casa de Sussex. Allí, en medio de aquel desapacible invierno inglés, protegidos de las inclemencias meteorológicas (pero no de nosotros mismos) por el refugio que Holmes había construido tanto tiempo atrás, la ayudé como pude a mitigar su dolor. Confieso que buena parte del tiempo me sentía impotente, como si nada de lo que pudiera hacer sirviera para nada.
Poco a poco, sin embargo, fue recuperando el semblante y la sonrisa traviesa regresó a su rostro. Me di cuenta de que había en sus facciones una sombra de tristeza y supe que nunca se iría del todo de allí. No pude evitar el pensamiento de que aquello la hacía aún más hermosa que antes.
Dentro de mí, seguía habiendo algo torcido. Pero aún no era el momento para dejarlo salir.
En todo aquel tiempo, Sherlock Holmes no apareció por la casa. Supuse que estaría en Cambridge Circus, en su despacho del quinto piso, caracterizado como M y empuñando con mano firme las riendas del espionaje británico, como había hecho desde que muriese su hermano.
En realidad, me equivocaba.
Cuando juzgué que Carmen estaba completamente recuperada, volví a Londres. Fue entonces cuando supe que M estaba ausente y que había dejado a George, con su aspecto de sapito miope y despistado, al cargo de todo mientras tanto. Ocupé mi lugar y traté de hacer mi trabajo.
Horas más tarde estaba de nuevo en un callejón mal iluminado, retorciéndome sobre mí mismo y saboreando mis propias lágrimas. Pero esta vez no había ningún Sherlock Holmes para sacarme de allí. Creo que me dormí.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba tirado en el suelo y la ciudad empezaba a desperezarse con el amanecer. Me puse en pie como pude y salí tambaleándome y temblando del callejón. La luz de la mañana era una herida molesta en mis ojos. Dentro de mí había otra herida en la que prefería no pensar.
Pasé así varios días, mientras 1947 se iba arrastrando con desgana hacia su final. Por las mañanas llamaba a Carmen y hablaba un rato con ella. Estaba acostumbrada a mis largas ausencias a causa del Servicio, así que no pareció sospechar nada. Durante el resto del día me las apañaba para hacer mi trabajo de un modo u otro. Por las noches, buscaba cualquier tugurio infecto y me envenenaba con alcohol hasta que ya no podía más.
Hasta que una mañana, al despertar, descubrí el rostro desconcertado de George mirándome desde las alturas.
– No creo que a tu abuelo le gustase verte así.
Me encogí de hombros y chasqueé la lengua.
– Vamos, te llevo.
Me puse en pie y seguí a George fuera del callejón. Subimos a su coche y recorrimos media ciudad sin decir ni una palabra. Me llevó a su casa de Bywater Street y, pese a mis protestas, me obligó a tomar un baño.
Más tarde, mientras consumía un café bien cargado, me dijo que había avisado al Servicio de que me tomaba unos días libres.
– Serán unos cuantos, me parece -añadió con aquella voz suya, siempre al borde de la monotonía.
Rezongué algo mientras terminaba el café. George me dejó solo en la cocina y lo oí trajinar por la casa.
Algo más tarde, sonó el timbre de la puerta. El lechero, supuse. O quién sabe si el mozo de una de aquellas librerías de viejo, en las que George solía escarbar en busca de ignotos poetas alemanes, que venía a traerle su pedido.
Oí cómo George abría la puerta. Luego, un murmullo en el que no pude distinguir las palabras. Pasos que venían en mi dirección, pero ahora de dos hombres.
Sherlock Holmes asomó su rostro anguloso en el umbral y me miró sin aprobar ni desaprobar lo que veía.
– Bueno, William -me dijo-. Me parece que ya te has tomado tiempo más que suficiente para compadecerte de ti mismo. Tenemos un trabajo que hacer. Y necesito saber si estás en condiciones de realizarlo.
De algún modo sus palabras tuvieron el efecto de una bofetada seca en mi rostro. No había reproche alguno en ellas. Como he dicho, ni aprobación ni desaprobación. Se limitaba a informarme de algo y aguardaba mi respuesta.
– Supongo que estoy listo -dije. Y comprendí que sí, que lo estaba.
Holmes asintió.
– De acuerdo. Será mejor que te vistas. Tómate tu tiempo. Te espero en el salón.
Abandonó la cocina, seguido de George. Terminé el café, aunque ya estaba frío, y fui a la habitación donde me había instalado George.
– Bien, William -dijo Holmes varios minutos después, al verme llegar vestido y recién afeitado-, supongo que tu estado es razonablemente bueno. Y si no es así, tiempo tendrás de espabilarte durante nuestro viaje.
– ¿Adónde vamos?
– A Portugal. No muy lejos de Lisboa. Un lugar en el que estuve hace diecisiete años. Al igual que ahora, llevé a alguien conmigo en aquel entonces. Aquella vez cometí un error. Espero no estar repitiéndolo ahora.
Mientras yo me despeñaba por un laberinto de autocompasión y culpa mal asumida, Holmes se había ido a Hastings.
Allí, en una casa de huéspedes barata, asistió a las últimas horas del hombre que se había estado entrecruzando en su vida durante los últimos cincuenta años.
El relato que él mismo escribió de su encuentro no me da muchas pistas sobre lo que sentía o pensaba en aquellos momentos, pero estoy seguro de que mi situación y la de Carmen estaban presentes en su cabeza mientras hablaba con el que un día se había autoproclamado como «el hombre más perverso de su época».
Claro que, como él mismo hubiera dicho, incorporar ese tipo de pensamientos a su crónica habría resultado de mal gusto y se apartaba del propósito del relato.
Seguramente tenía razón.
Aleister Crowley agonizaba. Con setenta y dos años, tras haber cometido toda suerte de excesos en su vida y haberse cruzado con la de mi abuelo casi más veces de las que puedo contar, se preparaba para dejar este mundo.
No demasiado pronto, según algunos.
Su enfermedad, un asma crónica que había acabado afectando a su sistema coronario, no había disminuido nada sus facultades mentales, así que reconoció a Sherlock Holmes sin dificultad. Le indicó con un gesto que se acercase a su lecho y ordenó al resto de los ocupantes de la habitación que los dejaran a solas. La enfermera que estaba a su lado dudó unos instantes, antes de cumplir su orden.
– ¿Ha venido a matarme? -preguntó Crowley.
Holmes negó con la cabeza.
– Eso no será necesario. La naturaleza ya se ocupa de ello.
– La naturaleza -dijo Crowley despectivo-, como si usted supiera algo de ella. Se ha pasado toda su vida interponiéndose en su camino.
– «Toda mi vida» es, sin lugar a dudas una exageración. Y, por otro lado, no tengo muy claro que aquello a lo que he tratado de impedir el paso sea precisamente la naturaleza. No la de este mundo, al menos. En cualquier caso, si me he pasado buena parte de mi vida obstaculizándola, es evidente que por fuerza la conozco bien. No se puede combatir con éxito a un enemigo que se desconoce.
– Palabrería.
– Quizá. Pero mi palabrería parece haber tenido éxito donde usted y los suyos han fracasado.
El enfermo contuvo a duras penas una mueca de odio.
– Esta vez -dijo-. Habrá otras.
– Y habrá otros como yo para interponerse en su camino, como tan gráficamente lo ha expresado hace un momento.
– Habrá otros, quizá. Pero no como usted.
¿Acusó de algún modo Sherlock Holmes aquellas palabras? ¿Las tomó como una críptica referencia a que su estirpe moriría con su nieto? ¿O las aceptó simplemente como una bravata que, al mismo tiempo, rendía homenaje a su singularidad?
– Eso no importa. Habrá otros y seguirán luchando.
– Sí, pero nosotros sólo necesitamos tener éxito una vez. Y ustedes deben ganar siempre. La lógica que tanto adora usted le dirá que tarde o temprano las probabilidades estarán a nuestro favor.
– Es un argumento que ya he oído. En cualquier caso, la lógica es el principio de la sabiduría, no su final. Y si algo he aprendido a lo largo de todos estos años es que sin duda hay más cosas en el cielo y la tierra de las que cualquier filosofía podría soñar.
Crowley pareció encontrar divertidas aquellas palabras.
– En eso, al menos, estamos de acuerdo.
– Eso me resulta indiferente.
Ambos guardaron silencio. La respiración de Crowley era un jadeo asmático que, poco a poco, iba volviéndose más débil. Sus ojos, sin embargo, seguían ardiendo de furia. Tras ellos asomaba algo que no parecía del todo humano, como si sólo ahora, en sus últimos momentos, el gran fingidor se permitiera una brecha en su disfraz.
– ¿A qué ha venido aquí, entonces, si no pretende acelerar mi final? -preguntó, al cabo de un rato.
Holmes se encogió de hombros.
– Ya fingió su muerte con anterioridad. Sólo quiero asegurarme de que esta vez realmente deja este mundo.
– No se preocupe. Lo haré. No creo que llegue a ver la mañana.
– Prefiero constatarlo con mis propios ojos.
– Como quiera. Pero mi muerte no terminará nada. Lo sabe, ¿verdad?
– Ella por sí sola, no.
Crowley frunció el ceño. Sus ojos se vidriaron y, durante unos instantes, pareció estar muy lejos de allí.
– ¿Está aquí con usted? -preguntó de repente.
– No. Está donde debe estar. Esperando.
– Traidor -musitó Crowley. Pero no parecía estar hablando con Holmes.
– Quizá -dijo éste, sin embargo-. El traidor de un hombre es el patriota de otro, es algo que uno aprende enseguida en el mundo del espionaje.
– Su mundo es ridículo. Una parodia. Una caricatura de colores apagados y formas inconsistentes. Me alegraré de dejarlo.
Holmes sonrió.
– No es usted quien se alegra, en realidad, pero eso no importa. En cualquier caso, imagino que espera volver algo más tarde, como los suyos han hecho siempre. Pero eso tal vez no pase.
– Es cuestión de tiempo. Y tenemos todo el tiempo del mundo… de varios mundos.
– Bueno, eso ya lo veremos. En cualquier caso, señor Crowley, no creo que tenga sentido seguir con esta conversación. A menudo me han acusado de ser un terrible metomentodo, pero no lo soy tanto para interferir entre un hombre y el momento de su muerte. Lo dejaré a solas.
– Un hombre… -repitió Crowley con una risita reptilesca que fue interrumpida por un ataque de tos.
– Una criatura pensante, en cualquier caso. Buenas noches, señor Crowley.
Éste no respondió mientras Holmes abandonaba su habitación.
La profecía de Crowley resultó correcta: no llegó a ver la mañana siguiente. La enfermera que velaba por él, dicen, recogió sus últimas palabras. O quizá no. Sus seguidores hicieron circular versiones contradictorias y, de algún modo, se las apañaron para creerla todas. Según algunos, había musitado su perplejidad justo antes de morir; según otros, había afirmado odiarse a sí mismo. Su leyenda aumentó tras su muerte, algo que sin duda le habría complacido. Pero él ya no estaba allí para disfrutar de ello, y eso era lo único que importaba, al fin y al cabo. Ahora, se decía Holmes sin dudar, era cuestión de asegurarse de que no iba a volver.
Discretamente, el detective confirmó que aquél era el cuerpo de Crowley y que, en efecto, estaba muerto. No le resultó muy difícil pasar inadvertido entre aquella pequeña corte de adoradores arrobados que se arracimaban alrededor del cadáver.
En su informe, en una nota al pie, Holmes dice que no era el único que estaba allí de incógnito para asegurarse de que aquel cuerpo sin vida era, en efecto, el de Aleister Crowley. No añade nada más, pero a la vista de lo que sucedió después, no es difícil imaginar qué era lo que sospechaba.
Regresó a Londres. Allí lo esperaba un telegrama. También lo esperaba yo, aunque no sabía que lo estaba esperando.
«Está aquí», decía el telegrama. «Ella no puede tardar.»
Estaba firmado por Shamael Adamson.
Durante el viaje a Lisboa, Holmes me puso en antecedentes. Me contó su visita a Crowley, y también alguna cosa más. Me habló de conspiraciones, de planes ocultos en otros planes.
– Sé que ya sabes mucho de todo esto -me dijo-. Después de todo, estabas conmigo cuando Wiggins, o la cosa que lo poseía, intentó usar el Necronomicon. Así que no creo que te resulte sorprendente si te digo que Wiggins no estaba solo en su empeño.
Recordé a Von Bork, el espía alemán, pero tenía la sensación de que Holmes no se refería a ese tipo de aliados. Sus siguientes palabras me lo corroboraron. Fue así cómo me enteré de lo ocurrido en Portugal diecisiete años atrás, y de las cosas que habían sucedido mientras nosotros estábamos en España persiguiendo aquel libro escrito por un árabe loco al que, sin embargo, el mundo entero parecía empeñado en hacer caso.
– El último capítulo de esta historia se acerca… al menos hasta que comience el próximo -dijo-. Estamos en medio de una batalla que no tiene final, William. Somos un fragmento no muy grande de una historia mucho mayor. Y sí, quizá nuestra parte esté llegando a su último capítulo, o al menos la mía, pero la historia seguirá.
No respondí. Al igual que me había ocurrido en nuestra persecución del Necronomicon, me encontraba atrapado. Dudar de lo que me decía Holmes me resultaba inconcebible, pero al mismo tiempo era incapaz de creer las cosas que me contaba. Como hacía siempre, el detective aceptó mi lucha con un encogimiento de hombros, convencido de que sólo podía terminar de una manera. Fuera cierto o no lo que me contaba, que él le diera importancia era suficiente para mí.
Su imperturbable confianza me irritaba, como él sabía bien, pero eso no cambiaba el resultado.
En Lisboa nos estaba esperando un hombrecillo de poco más de metro y medio de altura, de rostro aniñado y modales bruscos que se presentó como John. No habló mucho con nosotros, más allá de lo necesario para confirmar nuestra identidad, y luego nos llevó a un automóvil aparcado no muy lejos de allí.
Entonces nos miró y vi que parecía avergonzado de algo.
– Conduzcan ustedes. Yo les indicaré el camino -dijo.
Sin esperar respuesta, ocupó el asiento junto al del conductor. Intercambié una mirada con Sherlock Holmes y éste me indicó con un gesto lo que debía hacer. Así que me senté tras el volante y arranqué el coche.
Pronto salíamos de Lisboa en dirección al norte. La carretera, si es que se la podía llamar así, estaba en un estado lamentable, y serpenteaba por la accidentada costa como si hubiera sido construida por borrachos.
Al fin llegamos al lugar al que nos dirigíamos. Caía la tarde, y faltaba poco para que fuera de noche. Me di cuenta de que a lo lejos, en el océano, se estaba gestando una tormenta y de que tenía aspecto de venir en nuestra dirección.
John me indicó que detuviera el coche con un gesto serio y luego se bajó del automóvil. Echó a andar sin esperar a ver si lo seguíamos. Yo iba a hacerlo, cuando la mano de Holmes en mi brazo me detuvo.
– Esperemos. Él vendrá a nosotros.
– Como quiera.
Así que me conformé con ver el modo torpe en que John trepaba a las piedras y buscaba un camino seguro entre el terreno accidentado. Resbaló un par de veces y estuvo a punto de caer alguna más. Al final no era más que una figura vacilante y lejana que parecía haber perdido el rumbo. Pronto, una peña se lo tragó, y lo perdimos completamente de vista.
Encendí un cigarrillo para hacer un poco más llevadera la espera y Holmes me imitó. Lo miré con reprobación y pareció encontrar aquello tremendamente divertido.
– No creo que seas el más indicado para reprocharme nada, William.
Tenía razón, claro, como casi siempre.
Al cabo de un rato vimos que alguien venía hacia nosotros. No se trataba de nuestro guía, sino de otra persona. Caminaba entre las rocas con la misma indiferencia y elegancia con la que se habría movido por un salón de baile, y nada de cuanto ocurriese a su alrededor parecía afectarlo. Ni las rachas de viento, ni la tormenta cada vez más cercana, ni siquiera la lluvia tenue que empezaba a caer en aquel momento hicieron mella en sus modales altivos e indiferentes.
No tardó en llegar junto al coche y sus facciones se iluminaron en una sonrisa. Parecía joven, no más allá de treinta años, y el sombrero que llevaba no ocultaba un pelo rubio claro, casi blanco. Saludó a Holmes con un gesto de la mano en el ala de su sombrero y luego se dirigió a mí.
– El parecido es evidente -dijo-. Quién iba a decir que el gran Sherlock Holmes tuviera ese tipo de debilidades tan humanas.
– Soy humano, al fin y al cabo -dijo el detective, saliendo del coche.
No le tendió la mano a su interlocutor, ni éste hizo el menor ademán de estrechársela.
Abrí la puerta y salí al desapacible exterior. Supongo que miraba con desconfianza al recién llegado, porque su sonrisa se acentuó y dijo:
– Sí, señor Hudson, seguro que no soy más que un impostor. ¿Cirugía plástica, tal vez? ¿O, al igual que usted, tengo un sorprendente parecido con mi padre o el padre de mi padre?
– A eso lo solemos llamar «abuelo», somos así de excéntricos.
– Ah, claro, el inefable humor inglés. Lo practiqué con cierta frecuencia en el pasado. Confieso que a veces lo he echado de menos. -Créame, me encantaría prescindir de él.
– ¿Y qué se lo impide?
Holmes nos miraba en silencio, disfrutando de aquel intercambio verbal entre Adamson y yo.
– Muchas cosas. El mundo entero, podríamos decir.
Asintió, como si de verdad hubiera dicho algo interesante.
– Ah, sí, el mundo. Un lugar fascinante. Lleno de recovecos y esquinas. Lo cual, si lo pensamos un poco, es algo contradictorio para un lugar esférico. Lo echaré de menos cuando me vaya, estoy seguro.
– No lo dudo, pero, ¿lo echará de menos él a usted?
– Una pregunta intrigante, señor Hudson. Sin la menor duda. Y, como suele ocurrir, con más de una respuesta.
– Una sola respuesta ya me parece demasiado. No necesito otras.
– Ha puesto usted el dedo en la llaga. A menudo una única respuesta es demasiado, sin duda. Las respuestas múltiples son más fáciles de sobrellevar. La unicidad se termina volviendo… insufrible.
– Si usted lo dice.
– Sé de qué hablo.
– Qué afortunado.
Nos interrumpió un aplauso seco.
– No ha estado mal -dijo Holmes-, aunque en mis tiempo asistí a vodeviles de tercera con diálogos mejor tramados. Pero ha sido entretenido, al menos.
Adamson inclinó la cabeza en dirección al detective.
– Gracias.
– No tiene por qué darlas. ¿Falta mucho para su llegada? -preguntó de repente.
Adamson frunció el ceño.
– No demasiado. Mis agentes creen que llegará esta misma noche. Lo cual -añadió señalando la tormenta que no tardaría en situarse sobre nosotros- me parece de lo más adecuado.
– Su sentido de lo teatral roza lo excesivo, amigo mío.
– Quizá. Ahora, si me permiten que los acompañe, tomaremos un ligero tentempié y luego ocuparemos nuestras posiciones.
– Suena razonable -dije.
– «Razonable». Qué palabra tan peligrosa. Te acostumbras a usarla y al final hasta terminas creyendo que realmente significa algo.
No respondí. En lugar de eso, me limité a seguirlo hasta un edificio cercano que no me costó reconocer como un restaurante.
– Qué humano, ¿verdad? -dijo Adamson mientras entrábamos-. Llaman a este sitio Boca do Inferno, la Boca del Infierno. Y en lugar de mantenerse alejados montan un restaurante junto a él. «Humanidad, nunca dejas de sorprenderme», como dijo uno de sus poetas.
Nos sentamos y no tardamos en dar cuenta de la comida que Adamson había encargado para nosotros. Nada del otro mundo, pero caliente y bien preparado. Y confieso que, a la vista de cómo se iba poniendo el tiempo en el exterior, tener algo caliente en el estómago no era algo a despreciar.
Holmes y Adamson llevaban el peso de la conversación mientras cenábamos. Yo aproveché la oportunidad que aquello me brindaba para observar a gusto al segundo. Como he dicho, parecía joven, pero el modo en que se movía y hablaba desmentía esa impresión. Lo cual, por supuesto, no indica nada: el lenguaje corporal se puede aprender.
Tenía una sonrisa inquietante. Y unos ojos más inquietantes aún. Parecían azules, pero a veces un brillo color miel asomaba a ellos, según cómo les diera la luz. Sin duda sabia el efecto que causaba su apariencia y lo explotaba a su favor.
Tras la cena, nos sirvieron tres copas de un licor local que no estaba nada mal. Mi parte más inglesa siempre había sentido cierta predilección por los vinos portugueses, y aquel licorcillo de sabor indefinido no me defraudó.
Mientras bebía de su copa con parsimonia, Adamson oteó por las ventanas.
– Casi es noche cerrada y seguramente John se estará impacientando -dijo-. Sería mejor que lo relevásemos.
Avanzábamos por un mundo que estaba siendo cubierto por las tinieblas con rapidez. El viento venía a nosotros desde el mar, racheado y cargado de sal y de humedad, y había en su aullido algo inquietante, como si tapara, pero no del todo, un grito medio articulado.
Seguimos a Adamson por las peñas hasta llegar al lugar donde nos esperaba el hombrecillo. Éste, más hosco aún que antes, pareció aliviado al vernos.
– Ella está cerca -le dijo a Adamson-. Ya no puede tardar mucho.
– Estupendo. Será mejor que nos dejes, John.
– Pero…
Adamson negó con la cabeza.
– Estás aquí con un propósito, amigo mío, y no tiene nada que ver con esto. Te agradezco la ayuda, pero será mejor que lo que queda nos lo dejes a nosotros.
– No me gusta dejar las cosas a medias.
Adamson se encogió de hombros.
– Esto no quedará así, te lo aseguro. Terminará. Quizá no como deba o como me gustaría, pero lo hará. No te preocupes por mí, John. Nos veremos mañana… o no.
El hombrecillo pareció a punto de decir algo. Luego, como un niño enfurruñado, dio media vuelta y se alejó de allí. Adamson nos miró, indeciso respecto a qué debía contarnos.
– Los poetas, ya se sabe -dijo finalmente-, temperamentales y malcriados como hijos únicos. -Pareció a punto de añadir algo más, pero cambió bruscamente de idea-. Síganme, por aquí podremos esperar con cierta comodidad a que ella venga.
Nos acomodamos en un hueco entre las rocas, a salvo en parte del viento que rugía sobre nosotros, aunque nuestras ropas no tardaron en quedar empapadas. Miré a Holmes: el anciano detective parecía tan fuerte y vivaz como siempre, pero no pude evitar preguntarme si aquella noche a la intemperie le pasaría factura a su organismo.
– Estoy bien, William -dijo, respondiendo a la pregunta que no llegué a formularle.
Asentí. La noche ya había caído por completo a nuestro alrededor y la tormenta estaba prácticamente sobre nosotros.
Bueno, Anni, si vas a llegar no hay mejor momento que el presente, me dije.
Pero debía de tener otros planes, porque pasamos un buen rato bajo la tormenta sin que nadie se acercara a la Boca del Infierno. Las horas se fueron arrastrando y, lentamente, el temporal empezó a morir. Lo hacía a regañadientes, como un mago de feria que no termina de creerse que el público no va a venir.
Pero al final, la tormenta terminó y sobre nosotros se abrió una noche despejada y cuajada de estrellas.
Vi que Adamson sonreía con la vista clavada en el cielo. El rostro de Holmes, como muchas otras veces, era un enigma indescifrable.
– Ya viene -susurró de pronto nuestro anfitrión.
Seguí el gesto de su mano. Sí, alguien se acercaba. Una figura menuda que se movía por entre las rocas con agilidad. No tardaría en llegar cerca de donde estábamos. Adamson se puso en pie y Holmes y yo lo seguimos.
Era una mujer, envuelta en un largo abrigo negro, y se dirigía hacia la Boca del Infierno. Había algo extraño en ella y enseguida me di cuenta de que llevaba las manos a la espalda y que no las movió durante todo el trayecto. A su alrededor… por un momento tuve la impresión de que había alguien más, pero la sensación pasó tan rápido como había llegado. Una sombra, me dije, un truco de la luz.
Llegó al borde de la Boca del Infierno; miró hacia abajo y no pareció muy complacida. Alzó de pronto la vista al oírnos llegar. No había sorpresa alguna en su rostro altivo.
– Me esperabas -le dijo a Adamson.
– Claro.
– Y tus acompañantes… Reconozco al detective, pero el otro…
– No importa, Anni. Están aquí para observar lo que pasa. No intervendrán.
Intercambié una mirada con Holmes y éste asintió en silencio.
– Humanos -dijo ella, encogiéndose de hombros-. Gusanos que no comprenden lo que tienen.
– Cierto -dijo Adamson-. En eso no son muy distintos de nosotros.
– Cómo te atreves. Cómo puedes decir eso. Tú mejor que nadie deberías saberlo. Lo tenías todo.
– No tenía nada.
– ¿Y qué tienes ahora?
– Lo mismo.
Ella meneó la cabeza, como si no comprendiera.
– Traidor -musitó.
– Quizá.
Guardaron silencio. Permanecieron así largo rato, callados e inmóviles, mirándose con la Boca del Infierno en medio de ellos.
– No tiene sentido seguir hablando -dijo ella.
– Entonces, ¿por qué lo haces? ¿Por qué sigues aquí?
Vi que se mordía el labio, como si no estuviera muy segura de qué respuesta dar. Tuve de pronto la sensación de que algo se movía a mi espalda, pero al volverme, no vi nada. Cuando miré de nuevo hacia Anni, me di cuenta de que sonreía de un modo feroz.
– Supongo que la respuesta que esperas es que he vuelto para estar completa otra vez. Que mis otras dos partes están aquí, atrapadas en medio de ningún sitio, sin poder volver, sin ser capaces de seguir adelante o dar media vuelta. Que he venido para reunirme con ellas. Para ser uno solo de nuevo. Y que entonces…
– Esto no es necesario -dijo Adamson-. Sé a qué has venido, Anni.
– No sabes nada.
– Es posible. Pero noto tus dudas. Y noto muchas otras cosas.
Vi que miraba a su alrededor y que detenía la vista aquí y allá, como si estuviera contemplando algo interesante. Anni se encogió de hombros.
– Esa parte no es más que un reflejo, ¿no es eso lo que esperas que diga? Un recuerdo.
Adamson sonrió con tristeza y meneó la cabeza.
– No, Anni. Eso es lo que tú eres; y creo que lo sabes. Un recuerdo de otra cosa. Un recuerdo que te ha infectado. Tú dirías que ha infectado a tu anfitriona; pero eres tú. Ya no puedes volver, porque en realidad nunca has estado aquí. Aunque saltes ahora y destruyas ese cuerpo humano, será para nada. Lo que eres… lo que eras no puede volver a ser. O, en cierto modo, no ha dejado de serlo jamás.
Anni alzó la vista y miró a Adamson con sorpresa.
– Te burlas.
– No. ¿Por qué debería? Nunca cruzaste a este lado, y lo sabes. Sólo enviaste información, recuerdos, pero nunca a ti misma. Sigues en nuestro mundo, tres y uno solo a la vez, esperando. O quizá debería decir que ella no saltó a este lado, que sólo envió sus recuerdos y que sigue en nuestro mundo, esperando. No eres quien crees que eres.
– ¿No volveré a serlo si salto?
– Si saltas… tus recuerdos se unirán a los de Wiggins y Crowley, sí. Y tendrán la fuerza suficiente para abrir la puerta otra vez. Y, es cierto, los fantasmas que seréis entonces pasarán al otro lado y serán asimilados. Quizá. Con mucha suerte. Pero tú, lo que tú eres realmente, habrá muerto.
– Pero no lo recordaré así.
– Tú no recordarás nada. Ya no existirás. Quien recuerde será otro. Otro que creerá haber sido tú. Por un tiempo.
– ¿Y si eso fuera suficiente para mí?
– No importa. No lo es para mí. Y creo que en realidad tampoco lo es para ti, y que lo sabes.
– Sé menos que tú. Y tú no sabes nada.
– Como te dije antes: «quizá». Pero sé lo bastante para saber que no quieres saltar al pozo donde te aguardan los fantasmas de tus antiguos socios. Que, aunque has venido hasta aquí, no lo has hecho por tu propia voluntad. Que no estás sola.
– Claro que lo estoy.
– ¿En un sentido ontológico? Es posible, pero no es algo que vaya a ponerme discutir ahora. -Pareció repentinamente cansado y, por un momento, dio la impresión de llevar miles de años sobre sus espaldas-. Diles a tus acompañantes que se muestren. Acabemos con esta farsa.
Pero Anni apretó las mandíbulas y volvió a bajar la vista. Sin embargo, Adamson tenía razón, porque no hizo ademán alguno de saltar a la Boca del Infierno. Se quedó allí, mirando hacia abajo, como si esperase que otro tomase la decisión por ella.
Adamson se volvió hacia el detective.
– ¿Los ve, Holmes?
– Mi vista ya no es lo que era, pero mis capacidades de observación no han menguado. Hay uno a cada lado de la señorita Jaeger y dos más tras ella. Y creo que unos tres o cuatro intentan acercarse a nosotros por detrás.
Adamson asintió.
– No está mal -dijo.
Miré hacia donde Holmes había dicho, tratando de comprender de qué estaba hablando. Anni estaba sola. No había…
Un momento.
No.
Pero…
Si apartaba la vista, durante un instante fugaz casi era capaz de ver algo, como una figura humana cuyo contorno estuviera roto, quebrado; pero si intentaba mirarlo directamente, se desvanecía. Me sentí mareado y me di cuenta de que Holmes me sujetaba por el brazo.
– Cuidado, William. No es un buen momento para perder el equilibrio.
– Lo siento, es que…
– Lo sé, es desconcertante hasta que te acostumbras. Cuando la sección Q me mostró los primeros prototipos hace un par de meses, me pasó lo mismo. Y no estaban, ni de lejos, tan elaborados como éstos. Alguien nos lleva una gran ventaja.
– Nadie, en realidad -dijo Adamson.
– Cierto -respondió Holmes con una sonrisa resignada.
Miré a ambos, sin entender a qué se referían.
– Te lo habría contado antes -me dijo Holmes-, pero con la situación de Carmen no me pareció el mejor momento. Tenías otras cosas en las que pensar. Nuestra sección Q lleva un tiempo trabajando en esto, pero veo que nuestros amigos ya han pasado de la fase de experimentación.
Fruncí el ceño.
– ¿Camuflaje?-pregunté.
Holmes asintió.
– Un nuevo tipo de polímero. Con aplicaciones de lo más interesantes, pese a su inestabilidad. Cosa que no parece ser un problema para otros.
Adamson se volvió hacia nosotros, con un gesto impaciente.
– No creo que ahora sea el mejor momento para poner al día a su nieto.
Holmes sonrió.
– Nuestros amigos no parecen muy decididos a salir de su escondite -dijo-. Y no creo que la señorita Jaeger salte por su cuenta. Así que tampoco tenemos mucho que hacer mientras tanto, amigo mío.
Adamson se mordió el labio.
– Supongo que tiene razón.
– ¿Qué esperamos? -pregunté.
– En realidad muchas cosas, señor Hudson -me respondió Adamson-. Pero ahora mismo a que nuestros misteriosos acompañantes salgan a la luz. Se diría que están esperando algo… o quizá a alguien. O a Nadie.
– Parece plausible -dijo Holmes.
Anni continuaba frente a nosotros, con la vista clavada en el abismo que se extendía bajo ella. Parecía indiferente a todo cuanto la rodeaba. Un golpe de viento la hizo tambalearse y, en ese momento, fui capaz de ver con claridad a uno de sus misteriosos acompañantes, sin duda a causa del movimiento brusco que realizó para impedir que Anni se precipitase a la Boca del Infierno. Enseguida fue tragado por las sombras de la noche, pero ahora que yo sabía dónde mirar fui capaz de distinguirlo de su entorno.
Era difícil verlo, pero no imposible y, a medida que pasaba el tiempo y mis ojos se fueron acostumbrando, me iba resultando más fácil.
Entre tanto, sobre nosotros, los últimos restos rezagados de la tormenta terminaban de morir. Junto a mí, Holmes y Adamson hablaban en voz baja, demasiado para que yo pudiera oírlos. Anni continuaba con su inmovilidad. Y los misteriosos individuos que nos rodeaban no parecían moverse.
Luego, como si hubieran recibido una orden, se hicieron repentinamente visibles. Fue como si las sombras los hubieran vomitado, y ahora no eran más que unos cuantos individuos envueltos en ropa ajustada y gris.
Y armados hasta los dientes, un detalle que no me pareció de poca importancia en aquellos momentos.
– Vaya -dijo Adamson-. Parece que ya llega.
Como invocado por sus palabras, vimos que alguien se acercaba a nosotros, flanqueado por otros dos hombres con aquellas extrañas ropas. Caminaba con paso vivaz y, de lejos, me pareció un hombre joven. Sin embargo, cuando llegó junto a Anni, me di cuenta de mi error.
Su rostro era… extraño, como si su cara hubiera sido estirada una y otra vez y vuelta a estirar de nuevo. Tenía unas facciones inexpresivas, casi como una máscara, y miraba a su alrededor con dos ojos cansados y duros.
– Hola, Harbert -dijo Holmes.
– Harbert ha muerto, Sherlock -respondió el recién llegado con una voz que no pude evitar encontrar mecánica-. Tú deberías saberlo. Nadie sobrevive.
Había visto las suficientes cosas al lado de Sherlock Holmes para que ya nada me sorprendiera. Sin embargo, supongo que me quedé con cara de imbécil mientras él y el recién llegado se saludaban como si se conocieran de toda la vida. Holmes se dio cuenta, porque me lanzó una significativa mirada de soslayo antes de seguir hablando.
– Desde que supe que andabas metido en esto, me temía que acabaríamos encontrándonos de nuevo -dijo-. Pero esperaba que fuera en otras circunstancias.
Su interlocutor se encogió de hombros.
– Yo habría preferido ahorrarme el… placer -respondió-. Pero teniendo en cuenta el modo en que te has estado inmiscuyendo en ciertos asuntos (con considerable éxito, añadiría), supongo que era inevitable. Además, en cierto modo me has sido útil, aunque no creo que eso entrara en tus planes.
– Confieso que no. A estas alturas te creía muerto.
– ¿Por qué? Tú has encontrado un modo de prolongar tu vida. ¿Creías que yo no iba a poder apañármelas?
En aquel momento, me vi asaltado por una sospecha descabellada. Y, antes de poder evitarlo, mis labios modularon en silencio un nombre de cuatro sílabas. El recién llegado pareció encontrar mi reacción tremendamente divertida y sus facciones de máscara se arrugaron en una sonrisa. En ese momento aparentó su verdadera edad.
– ¿Moriarty? -repitió en voz alta lo que mis labios habían dejado escapar-. No, señor Hudson, no soy el profesor Moriarty. Su cadáver, o lo que queda de él, sigue en el fondo de las cataratas de Reichenbach; está muerto y ya no es más que un fantasma con el que asustar a los niños: el hombre malo que intentó apoderarse del mundo y que estuvo a punto de matar a su campeón. Pero fracasó, ¿no es cierto?, como siempre fracasan todos los que se enfrentan al mejor detective consultor del mundo. -Meneó la cabeza-. No. No soy Moriarty. Soy Nadie.
– Sólo su heredero -dijo Holmes.
– Es una forma de verlo.
– Sin duda lo eres, Harbert, pero también eres el heredero de otros hombres. Y no creo que les gustase ver lo que has hecho con su legado.
– Harbert ha muerto, te lo he dicho. No vuelvas a llamarme así. -Holmes permaneció inmóvil-. Y es cierto que Nadie no fue mi único padre espiritual. Hubo otros hombres. Hombres que se preocuparon por mí, me amaron y me enseñaron cuanto sabían. ¿Crees que lo he olvidado? ¿Y piensas que he olvidado cómo acabaron? Devorados en una llamarada de odio e ignorancia.
– ¿Y cómo acabó Nadie?
– Rodeado por la mayor de sus obras y por las personas a las que protegía y cuidaba. Qué mejor modo de morir.
– ¿Y a quién proteges tú… -el detective vaciló un instante-, Nadie?
– Eso no es de tu incumbencia, Sherlock. Pudo haberlo sido. Hace mucho tiempo. Contigo a mi lado, quizá… -Meneó la cabeza-. No. Los dos somos hombres prácticos y no vamos a perder el tiempo dándole vueltas a un pasado que no pudo ser. Pero me preguntas a quién protejo. La respuesta está tan teñida de ironía que casi duele. Porque soy Nadie y lo protejo todo.
Vi que Adamson sonreía, mordaz. Nadie también se dio cuenta y frunció el ceño.
– ¿Lo encuentra gracioso, señor Adamson? ¿Le parecemos graciosos?
– No en el sentido que usted parece estar implicando, se lo aseguro. En cualquier caso, he venido hasta aquí con un propósito, y me gustaría llevarlo a cabo en un plazo razonable. -Miró hacia arriba-. La noche llegará pronto a su fin y la tormenta ya ha pasado, lo cual es una lástima. Y, aunque es cierto que podemos hacer esto en cualquier momento… bueno, las condiciones ahora parecen más adecuadas.
– ¿Impaciente? ¿Usted? Difícil de creer. Pero eso no importa. No es usted quien dicta las condiciones, sino yo.
No había mucho que decir al respecto, me di cuenta. Rodeados como estábamos por sus hombres, nuestra capacidad de maniobra se veía severamente limitada. Sin embargo, Adamson respondió:
– Eso es discutible.
– Ahórreme sus bravatas. Pero tiene razón en una cosa. Tenemos algo que hacer y cuanto antes lo hagamos, mucho mejor. Crowley ha muerto, al igual que Wiggins, y las cosas que los poseían a ambos están atrapadas ahí abajo, a mitad de camino entre dos mundos. Librémonos de la tercera de una vez y que dejen nuestro universo para siempre. Luego me ocuparé de ustedes.
– Creo que no, que tendrá que ocuparse de nosotros ahora.
– Bah. Me aburre.
– Peor para usted.
Holmes intercambió una mirada con Adamson y éste asintió.
– Sí, creo que ahora es un buen momento.
– Kent, muchacho -dijo el detective-, cuando quiera.
Y de pronto, un remolino borroso estaba entre nosotros, por todas partes, moviéndose más rápido de lo que alcanzaba la vista. A su paso, los hombres de Nadie iban cayendo uno tras otro. Me di cuenta de que Adamson se había desvanecido, como si las sombras se lo hubieran tragado, y que Nadie echaba mano a sus ropas, de donde extraía lo que parecía una caja metálica.
Casi a la vez que el último de los hombres de Nadie caía vi a Adamson salir de la noche y acercarse a Nadie. Antes de que éste pudiera impedirlo, lo obligó a darse la vuelta y le arrebató la caja.
– Yo me ocuparé de esto, gracias.
Los hombres de Nadie formaban un pulcro montón maniatado, tierra adentro, a varios metros de donde estábamos. A su lado había un hombre al que yo ya había visto antes, una sola vez, y que no me costó trabajo alguno reconocer. Nos miraba con una ceja enarcada, los brazos cruzados sobre el pecho poderoso y un mechón de cabello negro cayéndole sobre la frente.
Holmes me hizo una seña y echamos a andar hacia donde estaban Adamson, un furioso Nadie y una inmóvil Anni, a quien todo aquello parecía haberla dejado indiferente. Una vez que se hubo asegurado de que los hombres capturados no eran un problema, Kent se reunió con nosotros.
– Buen trabajo, muchacho -le dijo Holmes-. Veo que sigue en buena forma.
Kent sonrió y, al hacerlo, pareció un niño travieso.
– Me tomo mis cereales para desayunar, ya lo sabe -dijo.
– No es que esperase vítores de agradecimiento -interrumpió Adamson-, pero unas palmaditas en la espalda no habrían estado mal.
Sostenía la caja en alto. La abrió unos centímetros y vimos asomar un resplandor verdoso de ella. Me di cuenta de que Kent parpadeaba y que el sudor perlaba su frente. Dio un paso y pareció tropezar.
Adamson cerró de nuevo la caja y se la tendió al superhombre.
– Tenga, guárdelo a buen recaudo -dijo-. O destrúyalo, como le plazca. El plomo de la caja debería contener la mayor parte de las radiaciones, pero nunca se sabe.
– Ha sido… -empezó a decir Kent, que se había recuperado enseguida.
– Sí, me lo supongo, más bien desagradable.
– No, no me refería a eso. Ha sido rápido. Mucho más que antes.
Holmes asintió. Miró a Nadie, quien nos contemplaba ceñudo.
– ¿Lo has destilado? -preguntó el detective.
Nadie se encogió de hombros.
– ¿Destilarlo? -preguntó Kent.
– Supongo que algo parecido. Nadie sabe dónde están los restos de la nave que lo trajo aquí, muchacho, y sabe qué efectos le causan a usted esos restos de su planeta natal, seguramente envenados por la radiación de los propulsores de su nave, o de la fuente de energía que usaba, quién sabe. Así que los ha recolectado y los ha… concentrado. Por eso su efecto ha sido tan rápido.
Kent asintió y una sombra pasó por su rostro. Seguramente en aquellos momentos recordaba su viaje a Tunguska y lo que le había pasado al acercarse al lugar donde había caído su nave.
– Bien, Harbert -dijo Holmes, volviéndose a Nadie-, no parece que tus planes vayan a salir como creías.
– Te he dicho que no me llames así.
– Lo sé, pero en estos momentos no estás en situación de imponer tus condiciones. Bueno, no importa, confieso que siento curiosidad por saber qué pretendías.
– Te lo he dicho. Esta… cosa y sus dos compañeros fueron unos aliados valiosos durante un tiempo. Traicioneros, pero útiles. Pero, a la larga, sus objetivos y los míos son incompatibles. Ellos pretenden destruir este mundo. Y nada más lejos de mi intención, créeme.
– Sí, poseer algo que no existe puede resultar más bien difícil -dijo Adamson.
Nadie se limitó a mirarlo con desprecio.
– Así que tarde o temprano tenía que deshacerme de ellos. Tú me ayudaste cuando acabaste con Wiggins. Y Crowley… bueno, parece que el tiempo simplemente se ha ocupado de él. Sólo quedaba ella. Y quiero asegurarme de que dejen este mundo y no vuelvan.
Aquello sonaba razonable. En realidad, me dije, era más o menos lo mismo que queríamos nosotros. Así que, en cierto modo, éramos aliados. Entonces, ¿a qué venía todo aquello, para qué tanto estorbarnos unos a otros si todos pretendíamos lo mismo?
– Me temo que va a haber una pequeña variación en sus planes -dijo Adamson.
Sin esperar respuesta, que tampoco obtuvo, se dirigió hacia Anni. Desató sus manos y luego la hizo girarse y mirarlo.
Mi primer impulso fue detener a Adamson, y vi que por la mente de Kent pasaba algo parecido. Holmes nos interceptó a ambos con una sola mirada y nos hizo una señal de que nos retiráramos un poco.
– Se lo prometí -nos dijo.
Kent dudó unos instantes, pero aceptó la decisión del detective. En cuanto a mí, creo que por primera vez desde que habíamos empezado a trabajar juntos estuve a punto de no hacerle caso. Lo notó, por supuesto.
– William -dijo suavemente.
Aquello me detuvo. Asentí a regañadientes y me uní a él y al superhombre. A unos metros frente a nosotros, al borde mismo de la Boca del Infierno, Adamson hablaba con Anni. La noche estaba despejada y la mañana se acercaba con rapidez. El rugido del mar llegaba hasta nosotros atenuado, convertido en un sonsonete de fondo que le daba a la conversación una apariencia irreal, pero no nos impedía escucharla con claridad.
– Ahora la elección es tuya -decía Adamson-. Ni Wiggins ni Crowley pudieron elegir. El primero estaba demasiado roto y el segundo fue asimilado por completo por los recuerdos ajenos que absorbió. Pero tú no. Sigues siendo Anni Jaeger y, de algún modo, te las has apañado para integrar esa memoria ajena dentro de ti. Tienes elección, cosa que los otros dos no tuvieron jamás.
Anni contempló a Adamson como si no terminara de creer lo que veía. Meneó la cabeza de un lado a otro.
– No entiendo…
– No es necesario que lo entiendas. Basta con que lo sepas. Puedes elegir. Nosotros respetaremos tu elección.
– ¿Tengo realmente elección? ¿De verdad crees que he venido hasta aquí obligada, que no podría haberme librado de Nadie y los suyos de haber querido? No hay elección. No puedo hacer otra cosa.
– No, Anni, eso no es cierto. Claro que la hay. La hay siempre. Quizá sea demasiado dolorosa para optar por ella, pero existe.
– Te has vuelto demasiado humano -dijo ella con desprecio.
– Seguramente eso es lo que piensan en el lugar de donde vengo. Tú, sin embargo, no te has vuelto lo suficientemente inhumana. No quieres hacer esto. Una parte de ti, al menos, no quiere hacerlo.
– Pero la otra sí.
– ¿Y si no hay «otra parte»? Sigues pensando en ti como en alguien dividida, como en dos personas que se comunican dentro de tu cabeza. ¿Y si no es así? ¿Y si eres una sola?
– ¿Y si el cielo fuera púrpura y los cerdos volaran?
Me di cuenta de que Adamson hacía verdaderos esfuerzos por contener la risa.
– Yo diría que eso ha sido bastante humano, Anni.
– Quizá.
Se acercó más a ella, tanto que por un momento pareció que iba a besarla. En lugar de eso, empezó a susurrarle al oído. No podía oír lo que decía, pero vi el cambio que apareció en el rostro de Anni a medida que Adamson iba hablando. Ceñuda al principio, terca, obstinada, defendiendo algo precioso contra las palabras invasoras. De pronto, casi sin solución de continuidad, pareció indefensa, al borde mismo de la derrota. Y un momento más tarde alzó el rostro al cielo y estuvo a punto de sonreír. Se la notaba tranquila, en paz.
Miré a Holmes, quien contemplaba la escena con gesto pensativo. Kent, a su lado, fruncía el ceño y meneaba la cabeza. Al darse cuenta de que lo estaba mirando, esbozó una sonrisa de circunstancias y dijo:
– No puedo oír lo que están diciendo.
Me encogí de hombros y volví a mirar en dirección a la Boca del Infierno. Adamson se alejaba de Anni.
– ¿Y bien?-preguntó.
– Lo pensaré.
– Claro. Tómate tu tiempo.
Esbozó una sonrisa torcida y retrocedió un par de pasos. Nos hizo una señal y lo imitamos, alejándonos de ella tres o cuatro metros y dejándola sola.
Pareció que el tiempo no pasaba. Me di cuenta de que, a nuestras espaldas, comenzaba lentamente a amanecer.
Vi cómo Anni volvía la vista hacia nosotros y creo que una lágrima resbalaba por su rostro, aunque era difícil de decir. Miró de nuevo al abismo y otra vez se giró en nuestra dirección.
– Gracias -gritó.
Luego, miró al abismo una última vez.
– Quiero descansar -la oímos decir-. Creo que por encima de todo quiero descansar. Sentirme tranquila y a salvo. Es irónico haberlo descubierto justo ahora. Supongo que sí que tengo elección, después de todo.
Fue como si resbalase. En un momento, Anni Jaeger estaba frente a nosotros, y al siguiente se precipitaba al interior de la Boca del Infierno. Ni Holmes ni Adamson parecieron sorprendidos ante lo que acababa de ocurrir. Kent hizo ademán de lanzarse al frente, pero comprendió enseguida que ni siquiera él, con su increíble velocidad, llegaría a tiempo de coger a Anni antes de que su cuerpo hubiera sido destrozado por la marea y las rocas.
Yo estaba inmóvil. Completamente. En aquellos momentos, era incapaz de moverme. Lo que estaba viendo… no es nada que pueda describir, porque en realidad no veía nada, no había nada que ver.
Ante mis ojos, el mundo se había convertido de pronto en un lugar irreal, un decorado mal construido al que se le veían las junturas y los remiendos. Nada de lo que me rodeaba era auténtico, ni siquiera yo.
Pero sentí que abajo, allá abajo, había algo que sí lo era. El cuerpo de Anni era un despojo arrastrado por la marejada… Un cascarón inútil que ya no contenía nada. Todo cuanto había en ella se había escapado y buscaba lo que le faltaba para estar completa. Los veía, de algún modo los estaba viendo a los tres. Giraban sobre el agua, atrapados y aislados, hasta que se tocaban, se encontraban y, de repente, ya no eran tres sino uno solo, con poder suficiente para abrir una boca que ya no tenían y lanzar un aullido inaudible en dirección al mundo, aunque no sé a qué mundo.
Los oía. Eran varios. Eran legión. Sólo eran tres. Era uno nada más. Y gritaba y lanzaba palabras que el aire se negaba a transportar y que pese a todo llegaban a mis oídos. Había dolor, y hambre, y una nostalgia tan intensa de algo que nunca habían conocido, que resultaba dolorosa de contemplar.
Sólo que no había nada que contemplar. Porque estaba de pie en la costa portuguesa junto a Sherlock Holmes. Y no pasaba nada más.
Nada.
Salvo un susurro que el viento intentaba engullir. Un lamento que no llegaba a donde estábamos. Una risa que nadie oía nunca.
– Lo están abriendo -dijo Adamson.
Y ni siquiera me pregunté qué era lo que abrían, porque lo sabía. Y una parte de mí quiso que tuvieran éxito, aunque sólo fuera para dejar de sentirlos. Que se fueran, que se fueran de una vez y no tuviese que sentirlos nunca más alrededor de mí.
– Ahora, Holmes -dijo Adamson.
El detective asintió. Se acercó al borde de la Boca del Infierno y tomó aire. Intenté sujetarlo, pero Adamson me lo impidió. -Wiggins -susurró Holmes.
Y ante aquella palabra, el carrusel se detuvo. La cosa que habían sido tres, que no era nada y no sería nunca nada, que no podía ver ni escuchar, pero que estaba a nuestro alrededor, se detuvo.
La puerta no siguió abriéndose.
– Wiggins -repitió Holmes.
Los oí. Dentro de mí, usando mi propia voz para darles voz ahora que no tenían ninguna.
No lo hagas, decían.
Ya voy, decían.
No seas idiota, decían.
Ya voy, ya voy, ya voy, decían.
¡Manchado!, decían.
Ya voy, ya vengo, ya subo y haré pedazos su rostro, lo marcaré para siempre, destrozaré sus tripas y esparciré su alma allí donde nadie pueda encontrarla, decían.
Detente, decían.
Manchados, estamos manchados, nos ha contaminado, decían.
Y decían muchas cosas más. Porque de pronto era como si miles de personas vivieran en mi cabeza y trataran de hablar todas a la vez. Cerré los ojos, pero era inútil: estaban todas allí, en medio de ninguna parte. Querían irse y querían volver. Querían destrozar a Sherlock Holmes, querían recibir su perdón, querían…
Simplemente querían. Algunas de ellas tan sólo querían. Me desplomé sobre mis rodillas y sentí que un brazo envejecido pero fuerte me sujetaba para que no cayera al abismo.
– ¡Ahora, Adamson! ¡Si va a hacer algo, hágalo ahora!
¿Hacer?, me dije. ¿Qué había qué hacer? ¿Quién tenía nada que hacer dónde? ¿Qué…?
Y de pronto me descubrí en mitad de la noche, caído sobre mis rodillas doloridas y mirando un cielo tachonado de estrellas. Holmes me miraba con preocupación y una sonrisa asomaba lentamente a su rostro, a medida que comprobaba que estaba bien. Algo más allá, Shamael Adamson nos miraba fingiendo indiferencia y, junto a él, Kent pareció repentinamente avergonzado de sí mismo. No había rastro alguno de Nadie, aunque sus hombres seguían formando un pulcro montón unos metros más allá.
– ¿William? -preguntaba Holmes.
Logré asentir, aunque no me atreví a hablar todavía. Holmes me ayudó a incorporarme y, apoyado en su hombro, me fui renqueando de allí. Adamson y Kent iban unos pasos detrás de nosotros, como si los dos estuvieran masticando algo que les costaba tragar.
Kent se despidió de nosotros en la misma costa. Con un «he aprendido un nuevo truco», echó a correr hacia el borde del agua y, de pronto, no era más que una estela velocísima cruzando la superficie del Atlántico en dirección al otro lado.
– Buen truco -dijo Adamson-. Caminar sobre el agua. No es el primero que lo hace, claro, pero sigue siendo un buen truco.
Nos acompañó hasta nuestro barco. Yo permanecí todo el rato en silencio, demasiado ensimismado en mis propios pensamientos para prestar mucha atención a lo que ocurría a mi alrededor.
Holmes y él se despidieron en cubierta, mientras el barco se preparaba para zarpar. No pillé buena parte de su conversación, aunque sí algunas frases sueltas aquí y allá.
– Quizá va siendo hora -le oí decir a Holmes.
Adamson pareció sopesarlo unos instantes.
– Pronto, tal vez. Tendré que poner cierto orden cuando vuelva. -Un golpe de viento se llevó sus siguientes palabras lejos de mí-. Pero aún no.
Se fue poco después y nosotros zarpamos enseguida.
Durante el viaje, yo no podía dejar de pensar en el modo en que, en las pasadas horas, mi mundo parecía haber girado una vuelta completa. Sólo que al terminar, no había quedado exactamente igual que estaba.
Siempre había sido consciente de que había recovecos ocultos, zonas grises por donde se movían misterios y enigmas. Y, desde que Holmes y yo nos enfrentamos a Wiggins durante la Guerra Civil española, había ido desentrañando muchos de esos misterios. Pero lo ocurrido la pasada noche ponía a prueba buena parte de mis concepciones.
La presencia de Nadie y su misteriosa organización podía aceptarla. El que él y Holmes se conocieran, una vez que lo hube pensado, casi me pareció inevitable.
Kent era un poco más difícil de tragar. Sabía lo que Holmes me había contado sobre él y sus portentosas habilidades, por supuesto, pero era la primera vez que lo veía en acción. En cualquier caso, incluso para alguien como él podía haber una explicación racional, o al menos el atisbo de una.
Pero lo ocurrido en la Boca del Infierno cuando Anni Jaeger se precipitó en ella… Sí, cierto, durante mi asociación con Sherlock Holmes había oído hablar una y otra vez de las cosas hambrientas que se agazapaban en otras realidades intentando llegar a la nuestra. Incluso podíamos decir que me había enfrentado a una de ellas, anclada a nuestro mundo por la carne mortal de Wiggins. Pero todo aquello podía ser reinterpretado, podía ser explicado como… supersticiones, leyendas, mitos. Historias susurradas durante el tiempo necesario para que alguien creyera en ellas, para que creyera en ellas el número suficiente de personas. Las bastantes para desequilibrar el mundo en su afán de conseguir algo imposible. Pero nada más. No podían existir criaturas indescriptibles que aguardaban el momento de desencadenarse sobre el mundo mientras soñaban su muerte, ni sellos mágicos que abrían puertas a otras realidades, ni…
Pero yo lo había sentido. Wiggins y los otros dos, reunidos en uno solo, habían estado dentro de mi mente, y los había oído aullar su dolor, su odio, su hambre.
Era real. Eran reales.
Los había sentido y eran reales.
Ya nos acercábamos a Inglaterra cuando Holmes decidió romper el silencio.
– Sé que aún no estabas preparado para esto, William -dijo-. Pero no siempre podemos elegir el momento adecuado. Á menudo éste nos elige a nosotros.
No respondí. Seguramente mi rostro era en aquellos momentos una máscara inescrutable. O habría sido inescrutable de no tener enfrente a Sherlock Holmes.
– No siempre podemos pedir que el mundo venga a nosotros en el momento adecuado, cuando todo está en orden y podemos hacerle frente. Lo siento. Sé que aún tienes mucho que arreglar, pero tendrás que apañártelas. Es lo que hacemos todos.
Todos. Y qué demonios me importaba a mí lo que hacían los demás. Vi el rostro de Carmen frente a mí. Sentí de nuevo su dolor ante la monstruosidad que había salido de su vientre. Apreté la mandíbula y me negué a decir nada.
Holmes asintió con tristeza, como si mi reacción fuera exactamente la que estaba esperando.
– Mi tiempo se acaba -dijo de pronto-. Me quedan aún algunos años, pero quiero pasarlos con tranquilidad. Tengo mi libro y mis abejas y ésa debería ser ocupación suficiente. Eso y la familia, por supuesto.
Parpadeé y fue como si volviera de la otra punta del mundo. Miré al viejo detective, perplejo. No comprendía lo que me estaba diciendo.
– Me retiro, William, lo dejo. Abandono. He cumplido con creces lo que se esperaba de mí. Y es hora de que me retire de escena. Cuando lleguemos a Londres, M dimitirá. George se quedará al cargo del Servicio. Hará un buen trabajo, aunque no creo que me lo agradezca. Y yo me iré. En silencio y discretamente, sin alharacas. Compré la casa de Sussex hace casi cuarenta y cinco años, y apenas he podido disfrutar de ella. Es hora de que lo haga.
– Pero…
– Te dejo al cargo de todo. Como te dije, George será la cabeza visible, pero hay muchas cosas que él no sabe y que no puede aceptar. Hay una zona del Servicio Secreto de Su Majestad a la que él no tiene acceso. Es tuya.
– No…
– Sí. No puede ser de otro modo. Sé que no es eso lo que quieres oír ahora. Que quieres huir y dejarlo todo detrás. Pero sabes que no te puedes dejar atrás a ti mismo. Espero haberte sabido hacer comprender eso, al menos. Puedes huir de todo, pero no de ti y de lo que eres.
– ¿Y qué es lo que soy? -pregunté, ceñudo.
– Un hombre, por supuesto. Qué otra cosa.
– ¿Qué otra cosa? ¿Cómo se atreve?
¿Acaso no me había visto? ¿No había notado cómo los pensamientos de tres criaturas que no eran humanas entraban en mí y usaban mi cuerpo como vehículo para dar salida a todo cuanto llevaban dentro?
– Eres… sensible, William -dijo Holmes, imperturbable-. Créeme, de haberlo sabido no te habría traído conmigo.
– Lo dudo. Al fin y al cabo, encajaba en sus planes, ¿no?
Negó con la cabeza.
– Ni tu presencia ni tus… capacidades nos eran necesarias, William. Si te soy sincero, fuiste más un engorro que otra cosa. Lo último que necesitábamos en esos momentos era que te comportaras como un poseído.
– Miente.
No dijo nada. No negó mi acusación. Se limitó a quedárseme mirando, tranquilo y en paz, como si todo estuviera bien en el mundo.
Sentí deseos de golpearle, de…
Y de pronto, todo pasó.
Porque no era a él a quien quería golpear, sino a mí.
De pronto, pensé en Anni, y en todo lo que había dicho antes de precipitarse en la Boca del Infierno. A regañadientes, asentí y, ante aquel gesto, el rostro de Holmes se iluminó.
– Lo siento -dije.
Aparté la vista, incapaz de mirarlo a los ojos.
– No hay nada que sentir, William -susurró-. En todo caso, quizá soy yo quien debería sentirlo. Volví a equivocarme. Creí que llevarte conmigo sería un modo de alejarte de tus problemas. Y en lugar de eso… Pero no importa, ha pasado y hemos hecho lo que teníamos que hacer. Quién sabe si mi error se revelará como beneficioso con el tiempo; después de todo, te he estado entrenando para ser mi sucesor y tal vez tu sensibilidad hacia esos… aspectos del mundo sea una ventaja para la tarea que te espera. Quizá, tras la pasada noche, estás mejor preparado para afrontarlo. No del todo, como dije antes. Pero tampoco lo estaba yo del todo cuando inventé la profesión de detective consultor. Fui aprendiendo sobre la marcha. Tú harás lo mismo.
Dentro de mí, algo quemaba. Por primera vez, no opuse resistencia y dejé que me abrasara. El dolor resultó sorprendentemente gratificante, liberador en cierta forma. Noté que mi vista se nublaba y entreví apenas cómo Sherlock Holmes se ponía en pie y me dejaba solo.
Di rienda suelta a mi dolor. No negué mi culpa ni mis deseos de ser castigado. A solas en el camarote, dejé que me convirtiera en un animal herido.
– Echo de menos a Watson -dijo Holmes algún tiempo más tarde, mientras encendía su pipa-, terriblemente. En cierto modo, él fue mi ancla en el mundo durante muchos años. Si él viviera, esperaríamos a llegar a Baker Street, nos sentaríamos frente a la chimenea y cerraría con él los últimos cabos sueltos. Y mientras tanto, él no dejaría de mirarme maravillado y me alentaría a continuar con un simple gesto de admiración. Pero esto es lo que tenemos -señaló el camarote-, y tendré que conformarme con ello. Así que adelante, William, pregúntame lo que quieras saber.
¿Lo que quería saber? ¿Realmente quería saberlo? Pero al mirarlo a los ojos supe que sí, que por encima de todo, quería saber.
– ¿Quién es Nadie? -pregunté, con voz vacilante.
– Ah, sí, claro. Empecemos por los pecados de juventud, por qué no. La historia completa la averiguarás por ti mismo algún día. Está en Sussex, a buen recaudo, y no dudo que la leerás tarde o temprano. Entre tanto, debería bastarte saber que nos conocimos siendo yo joven y testarudo… Un actor en ciernes que no sabía hacia dónde dirigir su vida. Él era… no importa ahora mismo. Era admirable, en muchos aspectos; no tanto en otros. Era lo que los demás habían hecho de él, cosa que se puede decir de cualquiera. Y también era lo que él mismo había decidido ser, lleno de odio y amargura. Pudo convertirse en un gran hombre; era el heredero espiritual de grandes hombres y él mismo pudo haberlo sido. En cierto modo, un modo retorcido y oscuro, lo es; o lo era. Hacía tanto tiempo que no sabía de él que tenía la esperanza de que hubiera muerto. Veo que no. Ha construido su imperio secreto durante estos años. Y creo que pronto estará listo para dar el paso definitivo.
Enarqué una ceja.
– El mundo, William, quiere el mundo para sí, como si alguien pudiera poseerlo. Tarde o temprano volverás a encontrarte con él, estoy seguro. Ten cuidado.
– Lo tendré.
– Sí, lo sé. Y Kent deberá tenerlo también, me temo.
– El resto es sencillo. Adamson supo que a Crowley no le quedaba mucho tiempo de vida y contactó conmigo. Sospechaba que Anni, por su propia voluntad u obligada por otros, iría entonces a la Boca del Infierno para reunirse con él y con Wiggins.
– Eso no lo entiendo, Holmes. Por lo que me ha contado, no son realmente criaturas venidas de otro mundo, sólo sus recuerdos. Al morir sus… «portadores», deberían haberse desvanecido.
– Parece lógico pensarlo, muchacho. Pero, al fin y al cabo, ¿qué son los recuerdos? Información. Que puede ser transmitida y almacenada.
Fruncí el ceño.
– Energía. Radiación de algún tipo.
– Quizá. Hay muchas cosas que no sabemos. Adamson las conoce, seguramente, si bien no es muy dado a compartir según qué cosas. Pero probablemente tengas razón. A la muerte de sus anfitriones, la información que eran esos recuerdos quedó libre y fue atraída como un imán por la Boca del Infierno. Querían volver a casa, en cierto modo. Pero la puerta estaba cerrada. Sólo los tres conjuntamente tenían fuerza suficiente para abrirla. Podríamos pensar en ello como en una clave criptográfica, en cierto, modo, una suerte de firma energética. Sólo la firma completa abre la cerradura codificada, no parte de ella.
– Comprendo. Y la muerte de Anni liberó el tercer grupo de recuerdos y la abrió.
– Más o menos. Como te dije, Adamson supo que a Crowley le quedaba poco tiempo. No me preguntes cómo, tiene su propia forma de hacer las cosas y confieso que, en cierto modo, prefiero no saber cómo las hace. He pasado toda mi vida con la razón como guía y siempre me las he arreglado para darle una explicación a todo cuanto he visto. Sospecho que con Adamson me resultaría difícil. Y, francamente, ya soy demasiado mayor para cambiar mis hábitos de pensamiento a estas alturas. En cualquier caso, nuestro amigo fue a la Boca del Infierno y esperó. No tuvo que hacerlo mucho tiempo. Pronto se dio cuenta de que a la… firma energética de Wiggins se le había unido otra. La de Crowley, sin duda. Así que me envió el telegrama que nos trajo aquí. Sin embargo, antes de partir, hice algo, tomé algunas medidas, por si acaso.
– Llamó a su boy scout personal -dije.
Holmes encontró divertida mi forma de referirme a Kent.
– Por qué no -dijo-. Es un modo tan bueno como cualquier otro de describirlo. Un muchacho increíble, ¿no es cierto? -No tuve más remedio que mostrarme de acuerdo con él-. Desde que supe que Nadie y su organización estaban involucrados en esto, me temí la posibilidad de que hicieran acto de presencia. Kent era nuestro seguro contra ellos.
– Y funcionó de maravilla.
– Por los pelos, en realidad. Nadie había sintetizado suficiente… ¿cómo lo llamaremos, William?
– ¿Qué tal «elemento K»?
– Sí, por qué no. Al fin y al cabo, son los restos de la nave que trajo a Kent a la Tierra. Elemento K. Sí. Tiene posibilidades. Como decía, Nadie había sintetizado suficiente elemento K para deshacerse de Kent, tal vez para siempre. Es astuto, tremendamente inteligente y dispone de recursos increíbles. Anticipó la presencia de nuestro boy scout particular, como tan pintorescamente lo has descrito; o quizá, y es lo que me temo, Kent encajaba en otro de sus planes. En cualquier caso, de no haber sido por la rapidez del señor Adamson, las cosas habrían sido muy distintas.
– Pero funcionó, que es lo que importa a la larga.
– Quizá. Supongo que Nadie tenía razón cuando dijo que no tiene sentido darle vueltas a un pasado que no existió nunca. Sí, funcionó y nos salimos con la nuestra.
– Por un momento tuve mis dudas. Cuando Adamson liberó a Anni…
– Lo sé, William, pero las cosas tenían que ser así. Ella tenía derecho a elegir. Yo mismo, al principio, no lo vi nada claro, pero Adamson fue muy… persuasivo al respecto.
– Bueno, se supone que es una de sus mejores habilidades, si hacemos caso de los rumores.
Pareció incómodo por un instante, como si le estuviera obligando a masticar algo que no quería. Ver así a Sherlock Holmes era un raro privilegio del que no pude evitar disfrutar. Lo notó, claro, pero no hizo comentario alguno.
– En cualquier caso -siguió diciendo-, Anni eligió el descanso que la muerte podía proporcionarle. Saltó al abismo. Y, al hacerlo, sus recuerdos, su firma energética, como hemos convenido en llamarla -en realidad era él quien insistía en llamarla así, pero me abstuve de decir nada-, se fusionó con las otros dos que esperaban allí. Sólo que nada pasó al otro lado. Adamson se aseguró de ello. Cree que cuanto menos sepan allí de lo que ha pasado aquí, será mucho mejor para todos nosotros. Por supuesto, hay otras puertas entre nuestra realidad y la suya, y otras formas de entrar en contacto, así que a la larga descubrirán lo que pasó, pero al menos no contarán con la información de primera mano. Confieso que también pienso que, cuanto menos sepan ellos, tanto mejor.
– ¿Cómo lo hizo?
– No conozco el proceso, ni, como te he dicho, estoy al tanto de todas las habilidades del señor Adamson. Digamos que interceptó el patrón de energía que formaban aquellos recuerdos e impidió que atravesara la puerta abierta. Creo que lo absorbió dentro de él, lo cual es un tanto inquietante si lo pienso un poco. Porque, en cierto modo, todo lo que queda ahora mismo de Wiggins está dentro de Adamson. Y esa idea… -Se encogió de hombros, como si no pudiera hacer nada por evitarlo-. En cualquier caso, una vez que desapareció el código que mantenía abierta la puerta, ésta volvió a cerrarse.
– Sin embargo…
– Sí, lo sé. Mi intervención, por supuesto. Mi teatral intervención llamando a Wiggins como un padre herido en busca de su hijo. Una superchería necesaria. -Pero no había sido ninguna superchería, y los dos lo sabíamos-. La determinación de la entidad formada por la fusión de los tres recuerdos era muy fuerte, tanto que ni el propio Adamson por sí solo podía hacerles frente. Así que yo estaba allí para echar una mano. No creo que sea necesario explicarte que la transmisión de información no es algo que tenga lugar en una sola dirección.
– Claro. Los recuerdos de esas… cosas contaminaron y transformaron las mentes de Crowley, Anni y Wiggins, pero sus mentes en cierto modo contaminaron esos recuerdos. Cuando murieron sus portadores, lo que salió en dirección a la Boca del Infierno no fue lo mismo que había surgido de ella. Estaba manchado de humanidad.
Holmes pareció complacido.
– Espléndido, William. Eso es exactamente. Cuando llamé a Wiggins en voz alta, desperté el rastro que había de él dentro de la entidad; quizá no mucho, tal vez la sombra de unos recuerdos, rastros de emociones. -Sonrió con tristeza-. Temo que odio y rencor, principalmente, pero suficiente para lo que nos proponíamos, después de todo. Eso la desequilibró, la hizo vacilar en su determinación el tiempo necesario para que Adamson interviniera. Muy sencillo, como ves.
¿Sencillo? Quizá para Sherlock Holmes. A mí me costaba un poco más de trabajo tragar todo aquello. Y en realidad, me di cuenta, también a él.
– Lo sé -dijo, siguiendo el hilo de mis pensamientos-. Eso no es necesariamente malo; quizá cambiar mis hábitos de pensamiento no sea tan mala idea. Después de todo, es el cambio lo que nos mantiene con vida.
– Pero si cambiamos demasiado, dejamos de ser quienes somos -dije.
– Tienes razón, William. Es un equilibrio difícil de encontrar. Pero lo haremos, ¿no es cierto?
Asentí.
– Es una pena que, en la confusión, Nadie se las apañara para escabullirse, pero al menos hemos conseguido lo que nos proponíamos. Habrá otras batallas, supongo. Aunque ya no serán cosa mía.
Desembarcamos algunas horas más tarde y, poco después, estábamos en Londres. Llamé a Carmen por teléfono y oír su voz fue como recibir un ancla inesperada a un mundo que me estaba resbalando de entre los dedos. Contuve un suspiro de alivio, porque no quería asustarla, y le conté un montón de trivialidades, quitándole importancia a la misión que había compartido con Holmes. Anuncié que volvería a casa en un par de días, en cuanto hubiera arreglado el papeleo.
Al colgar, me sentía enfermo de añoranza. Necesitaba irme de allí, escapar, echar a correr. No detenerme hasta llegar a Sussex, a la casa donde ella estaría esperándome.
Pero no podía hacerlo, aún no.
Tuve que esperar mientras Holmes orquestaba la dimisión de su personalidad de M y lo dejaba todo preparado para que George le sucediera. No llevó mucho tiempo, en realidad.
– Bueno, William, he terminado aquí -me dijo-. Pasaré un par de días en Baker Street recogiendo unas últimas cosas y luego me iré a Sussex.
– Estaré esperándolo.
– Lo sé. Escucha… -Me miró intensamente unos segundos y luego negó con la cabeza-. No, no es necesario. Creo que ya lo sabes.
– ¿Saber qué?
– Esa casa. Y la mujer que hay en ella. Lo importantes que son.
– Sí, claro que lo sé.
– Espléndido. Bueno, William, hasta dentro de unos días.
Nos despedimos y, mientras lo veía descender las escaleras hacia la calle, comprendí que había dejado de ser M, pero que tampoco era ya Sherlock Holmes. A partir de entonces era, simplemente, mi abuelo.
Lo trataría como tal durante los siguientes años, aunque nunca lo llamé así hasta el mismo día de su muerte.