Primera parte. La aventura dela Boca del Infierno

Capítulo Primero. Una visita intempestiva

Sherlock Holmes era la última persona a la que esperaba encontrar en la puerta de mi casa aquella tarde de finales de 1931. Plantado en el umbral, me miraba con el mismo brillo socarrón de siempre en los ojos y me saludó como si no hubieran pasado más de cinco años desde la última vez que nos habíamos visto.

– Debería refrenarse, Watson -me dijo una vez lo hube invitado a entrar-. Ya no está usted en edad de perseguir jovencitas.

– No diga tonterías, Holmes -le respondí-. Le aseguro que…

– Mi querido amigo -dijo mientras se sentaba frente a mí-, es inútil que intente convencerme de lo contrario. ¿De verdad pretende que crea que nadie se ocupa de usted estos días? Hace mucho que nos conocemos y sus hábitos de solterón empedernido me son lo bastante familiares para esperar encontrar huellas de ellos en su domicilio. Sin embargo, a la vista salta que alguien se ocupa de la casa. Y desde luego no es usted.

Abrí la boca, pero me lo impidió con un gesto de la mano.

– Sé lo que va a decir, pero dudo que sea cosa del servicio o de alguna abnegada ama de llaves ya bien adentrada en la madurez. Hay una mujer joven detrás de este orden; joven y de gustos modernos. Es evidente para cualquiera que sepa mirar.

Me encogí de hombros.

– Es cierto que cuento con ayuda femenina -dije-. Y también que se trata de una mujer joven. Pero de ahí a lo que insinúa usted…

– Bien, mi querido amigo, no insistiré. Pero créame que me resulta difícil de creer que su acicalamiento personal sea por pura vanidad y no para impresionar a su joven asistente.

– Es usted libre de creer lo que quiera, Holmes, pero le aseguro…

– Será mejor que no me asegure nada, Watson. Dejémoslo estar. Al fin y al cabo, no es asunto mío, y si usted no fuera tan indulgente como lo ha sido siempre con mis excentricidades, así me lo habría hecho notar desde el principio. Me disculpo, amigo mío; la naturaleza de sus relaciones con la señorita… Violet (confieso desconocer su apellido) le incumben a usted y sólo a usted.

Traté de mantenerme impasible ante el nombre que acababa de mencionar, aunque estoy seguro de que no tuve demasiado éxito. Holmes, sin embargo, no le dio ninguna importancia a sus propias palabras y se limitó a sacar su bolsita de tabaco y liarse un cigarrillo con una media sonrisa asomando a su rostro anguloso.

Violet Hunter llevaba un tiempo ocupándose de mi casa, ayudándome a mantener las cosas en su sitio y asegurándose de que todo estaba como debía. Hija como era de unos viejos amigos, la conocía prácticamente desde niña y es cierto que siempre había manifestado una inclinación (de carácter totalmente inocente) hacia mi persona. En cierto modo, creo que fue mi influencia lo que la decidió a emprender los estudios de medicina, y confieso que sentía cierto orgullo por ello. En cuanto a lo que Holmes pretendía insinuar con sus comentarios… No diré que por una vez su afilada mente había visto más de lo que había, pero ni el más sagaz de los hombres está libre de cometer una equivocación.

Holmes terminó de liar su cigarrillo y, mientras yo me preguntaba cómo habría hecho para deducir el nombre de mi joven amiga, lo fumó con placidez. Como he dicho, hacía algo más de cinco años desde la última vez que nos habíamos visto, y en aquel tiempo no había cambiado gran cosa. Lejos de aparentar su verdadera edad, se mantenía en una espléndida e indefinida madurez que no parecía tener ninguna prisa en abandonar. Mientras los demás envejecíamos (y los achaques de la edad nos iban ganando y mermando nuestras fuerzas), daba la impresión de que el paso del tiempo no existía para él. Ya no era el joven estrafalario que me había presentado Stanford más de cincuenta años atrás, pero era como si envejeciera a un ritmo más lento que el resto de nosotros.

– Parece que las cosas le van bien, amigo mío.

Sus palabras interrumpieron mis pensamientos y, ante ellas, no pude evitar una sonrisa.

– No me puedo quejar, Holmes. Y en buena medida se lo debo a usted. El público aún gusta de sus historias. Y a mí aún me gusta escribirlas.

Holmes meneó la cabeza.

– Son sus historias, Watson, no las mías. Es usted quien hace que los lectores las aprecien.

– Gracias -respondí, sorprendido ante un cumplido tan inesperado por su parte.

– No me las dé. En realidad, mis palabras no pretendían ser halagadoras. Sabe lo que pienso de sus crónicas sobre mis actividades: siempre ha insistido en centrar la atención sobre los aspectos más… emocionales del asunto, en lugar de limitarse a detallar la inevitable cadena de deducciones que me han llevado a resolver el caso. Tenía ante usted una oportunidad de oro, Watson, sus historias podrían haber sido el libro de cabecera de generaciones enteras de detectives. Podría haber escrito el manual definitivo del arte de la deducción detectivesca. Y en lugar de eso, ha preferido convertirlo todo en intrigas novelescas que poco o nada aportan a lo esencial.

Pese a los años transcurridos, aún me dolían las críticas a mi trabajo. Así que no pude menos que removerme incómodo en la butaca y decir:

– Los lectores parecen opinar de otro modo.

– Así es -asintió él-. De ahí que afirmara que son sus historias y no las mías. Es su modo de contarlas lo que las ha hecho populares. Algo que deploro, pero que a usted parece haberlo colocado en una situación más que desahogada.

– No me puedo quejar.

Holmes sonrió.

– Es la segunda vez que dice eso, amigo mío, lo cual no deja de resultar curioso. Además, las personas siempre pueden quejarse, no importa lo bien que les vayan las cosas. Me temo que eso es una verdad universal. Pero le entiendo, Watson. Desde luego, parece usted un hombre satisfecho de sí mismo y de sus circunstancias.

Dejó que la sonrisa muriera lentamente en el rostro y me di cuenta que me miraba con una expresión que sólo pude calificar de nostálgica. Una vez más, tras aquella apariencia fría y arrogante, Holmes desvelaba que no estaba exento de flaquezas humanas y que también él era permeable a la emoción. Comprendí que echaba de menos los viejos tiempos y así se lo hice notar.

– ¿Echarlos de menos? -Se encogió de hombros-. Sin duda fueron épocas más sencillas, donde todo parecía estar más claro para todo el mundo. Y es cierto que fue una buena época.

– «Era la mejor de las épocas…»

– «Era la peor de las épocas» -dijo él, terminando la cita de Dickens-. Sí, en cierto modo, esa antítesis define a la perfección mis años de actividad como detective consultor. Fue, sin duda, la mejor y la peor de las épocas, la edad de la razón y la edad de la locura, la estación de la luz y la estación de las tinieblas. Así que, en cierto modo, y por seguir el juego, digamos que la echo de menos y me alegro de que ya haya pasado.

Creo que fue en ese momento cuando empecé a sospechar que Holmes no había venido a visitarme por el puro placer de charlar conmigo. Cierto que, desde que se había retirado a principios de siglo, venía a verme de vez en cuando; nunca muy a menudo, pero lo bastante para no perdernos del todo la pista. Alguna vez he dicho que para él yo era una más de sus costumbres, como el tabaco en pipa, la zapatilla persa, los experimentos químicos o las improvisaciones de violín; y supongo que, de vez en cuando, necesitaba una «dosis» de Watson, al igual que la había necesitado de cocaína, mucho tiempo atrás.

Otras veces, sin embargo, nos habíamos encontrado por razones profesionales, como en el caso del asesino fingido, en el que yo le hice venir a Londres, o cuando me pidió ayuda para detener a Von Bork, el espía al servicio del Kaiser en los días que precedieron a la Gran Guerra.

Aquella noche, mientras mi amigo parafraseaba a Dickens, tuve la sensación de que aquella visita no obedecía a ninguno de los dos motivos que acabo de relatar. O quizá, en cierto retorcido modo, obedecía a ambos.

– No se equivoca, Watson -me dijo, sacándome una vez más de mis pensamientos y, de paso, demostrando de nuevo que los había seguido como si él mismo los hubiera formulado-. Ésta no es una simple visita social. Pero tampoco es enteramente profesional. No vengo a pedirle ayuda en uno de mis casos. Vengo para…

Vaciló y, durante un instante, fue incapaz de sostener mi mirada. El asombro que experimenté en ese momento es difícil de describir. Pero más aún lo es el temor que me embargó. ¿Qué estaba pasando?

– Tengo algo que contarle, Watson, viejo amigo. Si creyera en estas cosas, le diría que tengo algo que confesar. No sé si es propiamente un pecado, pero sin duda es cierto que necesito la absolución. Quizá usted no pueda dármela, pero me temo que no tengo nadie más a quien acudir.

No supe qué contestar a lo que acababa de decir y, en realidad, creo que él no esperaba respuesta. De pronto, como si nada hubiera pasado, alzó la vista y dijo:

– Somos casi los únicos supervivientes de nuestra época, Watson. Como dinosaurios atrapados en un valle sobre el que el tiempo no se ha atrevido a pasar. Como una de esas historias que contaba mi estrambótico primo Challenger.

Nos sentábamos frente a la chimenea, después de una cena fría que habíamos compartido en silencio. Holmes acunaba en sus manos una generosa copa de brandy y no apartó los ojos del fuego mientras hablaba.

– ¿Qué nos hace seguir adelante? ¿Por qué nos empeñamos en continuar con vida mientras a nuestro alrededor todo lo que conocíamos se va desvaneciendo? Vivimos en mitad de una niebla que lo devora todo, Watson. Fría, húmeda y sin piedad alguna. Y sin embargo, seguimos en pie. No nos rendimos. ¿Por qué?

Sé que mi amigo no esperaba respuesta alguna, pero no pude evitar dársela:

– Porque aún no es nuestro momento -dije-. Porque miramos a nuestro alrededor y todavía hay cosas que nos conmueven.

Sonrió y me miró a los ojos. Parecía tranquilo, a gusto, en calma como hacía mucho tiempo que no lo veía.

– Ah, Watson, Watson, optimista hasta el final, ¿verdad?

– Hasta el último día, Holmes.

Asintió y tomó un trago de brandy.

– Sí, no dudo que para usted esa respuesta sea cierta. Sé bien que mira a su alrededor y todavía encuentra cosas que lo conmueven. Pero yo… ¿qué motivo tengo para seguir adelante?

– No caeré en su trampa, Holmes. Lo tiene, es así de sencillo. Sigue aquí, y eso es prueba más que suficiente.

– ¿Sí? Me temo que su razonamiento es deficiente, viejo amigo.

– Los razonamientos no lo son todo.

– ¿No? Quizá no. Y sin embargo, yo he basado mi vida en ellos. Soy una máquina de razonar, Watson, soy una mente pura, analítica y desapasionada.

– Eso no es cierto.

Se encogió de hombros.

– El cuerpo tiene sus necesidades, es cierto -dijo-, y a veces la mente tiene que rendirse a ellas, por más que quiera. Sin embargo, salvando eso…

Ahora fue mi turno de sonreír.

– Quizá eso es lo que no podemos salvar, Holmes. -Meneé la cabeza-. No, lo siento, no lo creo. No es usted una desapasionada máquina de razonar. Ése era el profesor Moriarty, y usted no es como él.

– Pude haberlo sido.

– Quizá. De haber ocurrido lo adecuado en el momento oportuno. Pero lo cierto es que no fue así. Puede ocultárselo a sí mismo, amigo mío, puede negarlo ante el mundo entero, si quiere. Y si así lo desea, no volveré a decirlo nunca más. Pero, Holmes, de todos los objetivos a los que usted pudo haber dedicado su prodigiosa mente, eligió precisamente aquél que, además de razón, necesitaba compasión. Y en eso, como en todo lo demás que hizo, sobresalió sobre el resto del mundo.

– Me abruma, Watson.

– Eso espero, Holmes.

El silencio volvió a caer sobre ambos. El fuego crepitaba en la chimenea y afuera se oía caer la lluvia.

Vi que Holmes meneaba la cabeza.

– Es usted único, Watson -dijo de pronto-. Para usted todo está siempre claro, no hay dudas. No hay grises.

– No en lo que se refiere a usted -respondí-. En eso, nunca.

Removió lo que quedaba en la copa y lo apuró de un trago. Se incorporó en la silla y se calentó un rato las manos al fuego.

– Me temo que voy a abusar de su hospitalidad un poco más -dijo-. Creo que ambos nos hemos ganado una buena noche de sueño.

Lo acompañé a la habitación de invitados y allí lo dejé, mientras yo me iba a mi propio cuarto.

Apagué la luz, pero tardé en conciliar el sueño. Tuve la sensación de que Holmes tampoco dormiría mucho aquella noche.

Sin embargo, a la mañana siguiente, aún no se había levantado para la hora del desayuno. Preocupado, me acerqué a su cuarto y entreabrí la puerta. Tras comprobar que seguía dormido, bajé al piso de abajo y me preparé un café y un par de tostadas.

Violet había acordado venir aquel día, pero juzgué conveniente que Holmes y yo estuviéramos solos, así que la telefoneé para cancelar nuestra cita. La criatura pareció decepcionada, pero se conformó tras prometerle que le contaría todo lo ocurrido. Sabía bien quién era Sherlock Holmes, por supuesto, y de hecho nunca se cansaba de oír historias sobre el detective. No importaba que ya las hubiera leído en alguno de mis relatos publicados; decía que cuando yo las contaba de viva voz adquirían un nuevo colorido para ella.

Supongo que no era más que una joven agradecida halagando la vanidad de un viejo. Pero no me importaba.

Terminé el desayuno y mientras hojeaba el periódico fumé el primero de los escasos cigarrillos que me permitía.

Holmes despertó un par de horas más tarde y, cuando bajó al salón, vi que estaba de un humor inmejorable.

– Hace un día espléndido -dijo, atisbando por las ventanas nuestro tristón tiempo inglés-. Un día espléndido para estar vivo, ¿verdad, Watson?

– ¿Acaso no lo son todos? -pregunté, siguiéndole el humor.

– Muy cierto, amigo mío, muy cierto. Sé que no son horas, pero confieso que desfallezco de hambre.

– Estoy seguro de que en la cocina encontraremos algo.

Así fue, y Holmes dio cuenta de un tardío y copioso desayuno mientras no paraba de canturrear y de soltar bromas. Estaba acostumbrado a aquellos bruscos cambios de humor, así que no me sorprendió.

– Estupendo -dijo cuando terminó-. Y ahora ha llegado el momento de que le ponga al día de mis últimas andanzas, ¿no cree?

– Si considera que es así, soy todo oídos.

– Es usted el más discreto de los hombres, querido Watson.

Fuimos al salón y allí nos acomodamos. Holmes lió un cigarrillo y lo fumó con placidez, recostado en la butaca.

– ¿Sabe? Uno nunca se retira del todo. Han pasado casi treinta años desde que abandoné la profesión de detective consultor y, sin embargo, en todo ese tiempo no me ha faltado trabajo. A veces, alguien me traía algo tan interesante que no podía evitar investigarlo. Otras… bueno, otras simplemente los acontecimientos insistían en interponerse en mi camino. Y otras, el encargo venía de alguien a quien no le podía decir que no.

Si esperaba que yo le preguntase algo, debió de quedar chasqueado, porque me limité a mirarlo y a asentir.

– Aún recuerdo el modo melodramático en que le hablé de mi hermano una vez. Le dije, ¿lo recuerda?, que él era el gobierno de Inglaterra. Y en cierta forma estrambótica, así es. Al menos, es uno de los hombres que mantienen unido el país. A veces diría que casi en contra de la voluntad de buena parte de sus ciudadanos, a juzgar por las cosas que en muchas ocasiones hacemos. En su momento, no podía decirle mucho más…

– Tampoco es necesario, Holmes -le interrumpí-. Hay cosas de las que hasta yo me doy cuenta. Sé que Mycroft ocupa un puesto importante en nuestros servicios de inteligencia.

– Importante dice, mi querido amigo. Y así es, aunque me pregunto si sabe hasta qué punto. En cualquier caso, saber eso es suficiente para lo que quiero contarle. Le decía que hay veces en que me hacen un encargo al que no me puedo negar. Si Mycroft me dice que Inglaterra me necesita, sabe que obtendrá de mí lo que quiere. Así que en los últimos tiempos he sido una especie de agente libre en el engranaje del espionaje inglés.

Asentí de nuevo. Ninguna de sus palabras me tomaba por sorpresa. Al fin y al cabo, era algo que sospechaba desde hacía tiempo.

Holmes terminó su cigarrillo, lo arrojó a las brasas de la chimenea y entrelazó los dedos bajo su afilado mentón, en un gesto que yo conocía bien.

– Hace algo más de un año yo estaba en Portugal -dijo- siguiendo a alguien que interesaba mucho a nuestros servicios de inteligencia. Hay detalles sobre el motivo de ese interés que me temo que aún no puedo confiarle, Watson, pero no saberlo no afectará a lo esencial de nuestra historia. La persona a la que seguía… usted la conoce. Nuestros caminos ya se entrecruzaron en el pasado, y presiento que volverán a hacerlo en el futuro. Supongo que recuerda al señor Aleister Crowley.

Cómo no recordarlo. Crowley se había ganado una más que merecida reputación como el hombre más corrupto de su época. Holmes y yo habíamos tenido ocasión de conocerlo brevemente muy al principio de su carrera, antes de volverse una figura célebre, mientras investigábamos la desaparición de James Phillimore en el caso que, con el tiempo, acabé llamando "La aventura de la sabiduría de los muertos" y que tuvo lugar en la primavera de 1895. No hacía mucho que, precisamente a petición de Holmes, había pasado aquellos extraordinarios acontecimientos al papel, así que el caso seguía fresco en mi memoria. La participación de Crowley en aquella intriga había sido mínima, un personaje secundario de escasa importancia, aunque seguramente él no lo vería así. Recuerdo perfectamente el desagrado que me causó nada más verlo y sé que Holmes compartía ese desagrado, si bien nunca me lo manifestó. Crowley era un joven por entonces, poco más que un adolescente, pero ya estaba extendiendo sus tentáculos por el mundo del ocultismo y adquiriendo una considerable, aunque poco notoria, influencia.

Holmes volvió a encontrarlo unos años más tarde, cuando trabajaba con Charlie Chaplin en uno de sus casos tardíos. Su presencia tampoco tuvo gran relevancia en lo que ocurrió, si bien Holmes siempre sospechó que sabía más de lo que le había contado.

– Crowley no estaba solo en Portugal -siguió diciendo Holmes-. No sólo le seguía su habitual corte de adoradores, sino que alguien lo esperaba allí. Alguien con quien él contaba, pero también alguien que no. Y, por supuesto, yo le seguía los pasos. -Aquí hizo una pausa, como si lo que fuera a decir a continuación le costara trabajo-. Wiggins me acompañaba.

Enarqué una ceja, sorprendido. ¿Wiggins? Holmes asintió.

– Sí, mi sucio tenientillo de Irregulares, ahora convertido en el famoso detective de las estrellas de Hollywood. Mi sucesor, en cierto modo.

Volvió a guardar silencio.

– Está bien, ¿verdad? -pregunté-. El joven Wiggins está bien, ¿no?

Pero Holmes tardó en responder. Y, cuando lo hizo, sus palabras no me tranquilizaron demasiado:

– Llegaremos a eso a su debido tiempo, Watson. A su debido tiempo.

Capítulo II. El detective de las estrellas

Fue así como supe que, unos meses atrás, un barco se había detenido en la costa española. Agosto estaba a punto de terminar y se arrastraba hacia un septiembre que prometía ser oscuro y húmedo.

Holmes y Wiggins viajaban a bordo bajo identidad falsa. No les había costado mucho aparentar ser un anciano excéntrico y sin duda adinerado, acompañado de su sobrino ansioso por heredar la fortuna del viejo avaro mientras le hacía las funciones de secretario.

Lo cierto es que les divertía representar sus papeles. Disfrazarse, fingir lo que no era siempre había sido como una segunda naturaleza para Holmes. Y Wiggins no estaba exento de habilidades en ese terreno. Claro que en los últimos años, convertido en una suerte de detective mascota de las estrellas de Hollywood, no había tenido ocasión de practicarlas a menudo. O, según como lo miremos, había estado practicándolas continuamente, interpretando sin parar un personaje. Al fin y al cabo, todo es ilusión en ese mundo; y para sobrevivir en él, Wiggins tuvo que transformarse, en cierto modo, en uno de ellos.

Qué hacía allí Sherlock Holmes y por qué estaba acompañado de su antiguo «sucio tenientillo» de los Irregulares de Baker Street sin duda merece una explicación.

Mi amigo siempre se había preocupado por el bienestar de sus Irregulares. A medida que crecían les fue siguiendo la pista y, allí donde podía, los ayudó a establecerse en la vida.

Ninguno de ellos lo defraudó. Y algunos superaron con creces las expectativas que tenía puestas en ellos.

Wiggins y Charlie Chaplin fueron los casos más notorios y desde el punto de vista estricto del éxito material, sin duda los que mejor librados salieron. El pequeño Charlie se convirtió en una estrella internacional por derecho propio y su personaje del entrañable vagabundo ha acabado transformándose en un icono inolvidable para el público. Mi trato con Charlie siempre fue superficial, y su paso por los Irregulares, bastante fugaz. Siempre tuve la sensación, por otro lado, de que el joven me miraba con desconfianza, quizá incluso con desagrado.

Es posible que me lo haya merecido. Confieso que al principio yo miraba con cierta hostilidad a aquellos muchachos, aquellas «fuerzas irregulares de Baker Street», tal como los había bautizado Holmes. Pero con el tiempo me di cuenta, no sólo de lo eficaces que eran para ciertos trabajos, sino del modo incondicional en que adoraban a mi amigo y la disciplina casi militar que Wiggins había impuesto sobre ellos. En cierto modo, eran un ejército, y funcionaban como tal.

Un ejército que se encontró con su momento más oscuro una noche de 1895 en un fumadero de opio de Limehouse.

Pero me estoy adelantando a los acontecimientos.

El caso de Wiggins era totalmente distinto al de Charlie; lo conocía desde hacía más tiempo, cuando no era más que un pilluelo desafiante y desvergonzado que hacía trabajos y encargos para Holmes y que había vuelto loca a la señora Hudson con sus continuas entradas y salidas, colándose por la puerta y, seguramente, robando alguna que otra cosa de la cocina. Con el tiempo, se había ido convirtiendo en un mucho espléndido y a su alrededor se había ido aglutinando una banda bien organizada de chicuelos que trabajaban a las órdenes del detective.

No me sorprendió cuando Wiggins decidió seguir los pasos de su mentor y me alegró ver que no lo hacía con mala fortuna. Primero dentro de la policía oficial y luego como investigador por cuenta propia, se labró una más que merecida reputación.

Fue precisamente a petición de Charlie que decidió ir a Los Angeles e involucrarse en la comunidad cinematográfica. Su fama no tardó en aumentar y pronto Frederick Wingspan, el nombre por el que el resto del mundo lo conocía, se convirtió en el detective oficioso de las estrellas de la pantalla. Al contrario que Holmes, quien siempre había preferido las sombras y la permanencia en un discreto segundo plano, Wiggins no hizo ningún secreto de su profesión. Su rostro aparecía con frecuencia en las portadas de las revistas de cotilleos de Hollywood, o en los noticiarios del mundo del cine: tal vez uno más en una de las muchas fiestas llenas de glamour y ficción que parecían estar celebrándose a todas horas.

Su rostro, marcado en la mejilla izquierda por el rastro de dos cicatrices gemelas, tenía cierto siniestro atractivo que sin duda lo hacía más que interesante para el otro sexo: el toque justo de misterio y oscuridad que las mujeres encuentran interesante.

Aunque sé bien que el joven habría preferido ser menos interesante y haberse librado de aquella marca en su rostro. Al fin y al cabo, estaba allí cuando Holmes lo trajo en un estado lamentable y fui yo quien curó sus heridas.

Al menos, las de su rostro.

Tengo anotados los detalles del caso, si bien no los he hecho públicos nunca. En mi narración de "La aventura de la sabiduría de los muertos" lo menciono de pasada, pues no tiene demasiada importancia para lo que allí ocurre. Digo, entre otras cosas, que Holmes se había visto involucrado en una sórdida trama que lo había acabado llevando, a él y a buena parte de sus Irregulares, a la zona de Limehouse. Y fue en un fumadero de opio donde el muchacho que era Wiggins entonces quedó marcado para siempre.

Alguien estaba empezando a reorganizar los bajos fondos de Londres, alguien que se estaba aprovechando de la muerte del profesor Moriarty para hacerse con el control del elemento criminal y establecer los cimientos de lo que podría llegar a convertirse en un nuevo imperio del submundo.

Pocos se atrevían a pronunciar su verdadero nombre, y aun éstos lo hacían entre susurros atemorizados, como si aquellas tres sílabas que lo identificaban tuvieran alguna clase de poder temible y decirlas en voz alta trajera la desgracia. Era un individuo enigmático de origen chino, nacido quizá en alguna parte de Manchuria, y a menudo se lo llamaba simplemente «el mandarín de ojos de jade».

Holmes y él se enfrentaron. Mi amigo logró hacerlo huir, al menos de momento.

Pero no antes de que aquella criatura diabólica marcara el rostro de Wiggins.

En la oscuridad, lo había detenido. Sus ojos, dos ascuas frías y esmeraldas, habían inmovilizado al joven y, con la mano extendida, había murmurado: «Dos».

Luego, su mano se convirtió en una garra de dos dedos y se acercó al rostro del muchacho.

Ésa fue la marca que aquel siniestro personaje dejó en el joven Wiggins: dos cicatrices paralelas en un lado de su rostro.

Fue entonces cuando Holmes hizo su aparición y se enfrentó a aquel maligno individuo. Estoy seguro de que salvó a Wiggins de un destino peor que la muerte. Y sé que mi amigo sufría al ver el dolor de su sucio tenientillo.

Lo llevó a mí y lo curé como pude. Con el tiempo, su rostro fue sanando. Las cicatrices permanecieron allí, pálidas y casi delicadas, un sutil recordatorio de que el mundo no era el lugar brillante que a veces parecía.

Recuerdo que, mientras curaba las heridas del joven Wiggins, había pensado en el paralelismo que había entre los irregulares del detective y los ladronzuelos de Fagin y en que, de haber querido Holmes construir un imperio criminal, en aquellos muchachos tenía una baza insuperable. Por suerte, las intenciones de mi amigo iban por otros derroteros.

Curé como pude el rostro de Wiggins, pero sé que algo atormentaba su alma. No era nada que pudiera decir en voz alta, pero no tardé en observar un cambio en la actitud del joven. Se volvió más implacable y creo que no volví a oírle reír. Sonreía a menudo, y cuando lo hacía su rostro se iluminaba, pero no rió nunca más.

Ingresó en la policía y, como he dicho, trabajó durante un tiempo como un detective oficial. Pero no tardó en encontrar encorsetantes tantas reglas y regulaciones. Además, había crecido junto al mejor detective del mundo. ¿Qué podían enseñarle aquéllos a los que precisamente Holmes había acusado más de una vez de torpes?

Así que no tardó en abandonar la fuerzas del orden y establecerse por su cuenta. Sé que Holmes lo ayudó discretamente en los primeros tiempos.

Se encontró con Charlie Chaplin algunos años después, en una de las visitas de éste a Inglaterra, y lo convenció para que cruzara el charco. El resto es fácil de seguir, a través de las revistas llenas de glamour y mentiras de la meca del cine.

Las capacidades razonadoras y deductivas de Wiggins tenían poco que envidiar a las de Holmes. Y no fueron pocas las madejas enmarañadas que consiguió desentrañar a lo largo de su carrera como detective. Por desgracia, Wiggins era incapaz de no involucrarse emocionalmente en los casos que investigaba; no supo tomar la distancia adecuada que, tal como lo veía Holmes, el buen razonador debe mantener siempre. Para el investigador, decía mi amigo, el misterio que trata de poner en claro debe ser un rompecabezas, un puzzle en el que hay que encontrar las piezas que faltan, o un laberinto para el que debe encontrar el proverbial hilo de Ariadna. Nada más y nada menos.

Yo mismo, como médico, no desconozco las consecuencias de dejarse llevar emocionalmente; una cierta dosis de deshumanización es imprescindible para hacer bien ciertos trabajos. De no ser así, la carga emocional que conllevan nos terminaría ahogando y el peso sobre nuestros hombros se convertiría en algo insoportable.

En ese aspecto, supongo que un detective no es muy distinto de un médico. Tiene que interesarse por la enfermedad, encontrar qué causa los síntomas y, si es posible, corregir la situación que los ha provocado. Pero el enfermo no debe pasar de ser nada más que un factor de la ecuación.

Por supuesto, debe haber espacio para la compasión en todo el proceso. Sin embargo, no demasiado, o el exceso de empatía terminaría convirtiéndose en una fuerza destructiva. Es un equilibrio difícil. Y me temo que ése era un equilibrio que Wiggins no había podido mantener.

El «sucio tenientillo» que correteaba por las faldas de la señora Hudson acabó convertido en un hombre de extremos. Una elaborada máquina de razonar que, al mismo tiempo, se dejaba llevar por intensos raptos de emoción.

La consecuencia fue que su cuerpo terminó pagándolo. A mediados de 1930 sufrió un colapso nervioso y tuvo que ser internado en una clínica: uno de esos lugares exclusivos donde los actores se recuperan discretamente de sus adicciones y problemas. Charlie lo ayudó a ingresar en ella, y luego llamó a Holmes, seguramente intuyendo que su presencia podía ser lo que Wiggins necesitaba para recuperarse.

Cuando mi amigo lo encontró, estaba en un estado lamentable. Se había pasado los últimos meses investigando una serie de crímenes que parecían estar relacionados. Todos ellos tenían ciertos elementos comunes que así lo indicaban, y Wiggins se había lanzado tras la pista lleno de determinación, sí, pero también con demasiada pasión.

En cierto momento, su cuerpo se rindió y su mente ya no pudo más. Apenas comía, estaba en un estado febril y no hacía más que balbucear incoherencias acerca del número dos.

Así los había llamado la prensa sensacionalista: «los Crímenes del Dos». Parecían obra de un loco, sin duda, quizá de alguien cuya locura rozase lo genial, pero claramente desequilibrado. Secuestros de gemelos en los que se devolvía uno a los padres y se mataba al otro. Robos en los que sólo se llevaban pares de objetos y se dejaban a un lado las piezas aisladas, aunque su valor fuera muy superior a lo robado. Chantajes en los que se pedían dos millones de dólares, las cartas llegaban duplicadas y siempre el día dos de cada mes… No parecía haber relación alguna entre los distintos delitos, más allá de aquella obsesión por el número dos y que parecían cubrir todo el abanico de la delincuencia.

Entregado a su investigación, Wiggins se fue obsesionando cada vez más con el asunto. Incapaz de resolver el caso, finalmente sufrió el colapso nervioso que lo llevó a la clínica donde lo Holmes lo había encontrado.

Éste prometió a Charlie que se ocuparía de él, y durante los siguientes días, trabajó duro para volver a ponerlo en pie y hacer que su espléndida cabeza funcionara de nuevo. Podríamos decir que lo consiguió, pero no sin consecuencias.

Wiggins, sereno pero agotado, no estaba capacitado para retomar su… papel, por qué no llamarlo así, de detective de las estrellas. Necesitaba reposo, alejarse de todo aquello que había causado su obsesión. Aunque juntos él y Holmes habían emprendido los primeros pasos hacia su curación, ésta distaba de ser completa, y aún les quedaba trabajo por hacer.

Así que se lo llevó con él de vuelta a casa. Como mi amigo me dijo aquella mañana en mi sala de estar: qué otra cosa podría haber hecho.

Antes he dicho que una mínima distancia emocional en ciertos trabajos es no sólo aconsejable, sino imprescindible. Pero también que un toque de compasión, de empatía, es necesario. Y de hecho, por más que mi amigo proclamase lo contrario, sabía bien que él también lo veía así. A lo largo de todos aquellos años en que lo vi trabajar, no se me pasó inadvertido el modo en que, más de una vez, era la compasión por las víctimas, más que el gusto por desentrañar un misterio interesante, lo que lo movía a actuar.

– Ah, Watson -me dijo Holmes en aquel momento, interrumpiendo su historia-. Es usted el más tozudo de los hombres. Insiste una y otra vez en convertirme en una criatura emocional. Y nada de lo que yo diga o haga parece convencerlo de lo contrario.

– Quizá, Holmes -respondí-. Lo conozco bien, amigo mío, mejor de lo que usted mismo cree.

Holmes sonrió.

– Iba a decir «mejor que usted mismo», ¿verdad?

– Es posible.

– Se ha vuelto arrogante con los años.

– Sin duda. Pero eso no significa que no tenga razón.

Mi amigo amagó una nueva sonrisa. Luego se encogió de hombros y siguió con su historia.

Capítulo III. El hermano más listo

Wiggins paseaba por las colinas y Holmes se ocupaba de sus colmenas cuando Mycroft vino a verlo.

El paupérrimo verano inglés se deslizaba con parsimonia hacia el final y el día era agradable sin llegar a ser caluroso. Wiggins llevaba dos meses en Sussex y lenta pero firmemente parecía ir avanzando hacia una recuperación total. De hecho, se encontraba lo bastante bien para poder echarle un vistazo a los primeros borradores del Compendio del arte de la detección, la obra que había ocupado los esfuerzos de mi amigo durante los últimos años. Se dice que dos pares de ojos ven más que uno, y algunas de las sugerencias que el muchacho hizo al detective le resultaron muy útiles para encarrilar la obra por el camino adecuado, como él mismo me confesó.

Como he dicho, aquella mañana se estaba ocupando de las colmenas. Oyó llegar el automóvil y, mientras terminaba la limpieza de un panal, reconoció los pasos característicos de su hermano.

– Sherlock -saludó éste, sin decidirse a entrar del todo en la zona de las colmenas.

– Buenos días, Mycroft -le devolvió Holmes el saludo sin abandonar su tarea.

Terminó lo que estaba haciendo, devolvió el panal a su lugar correcto y sólo entonces se volvió y miró a su hermano.

Habían pasado sólo unos meses desde la última vez que lo había visto, y le sorprendió encontrarlo tan envejecido. Volvió a lamentar, y no sería la última vez, que se hubiese negado a incorporar la jalea real a su dieta. Sus argumentos para tal negativa siempre le habían parecido pueriles a Holmes, pero sabía bien que, una vez tomada una decisión, era casi imposible que Mycroft cambiara de parecer.

En silencio, abandonaron los jardines y se dirigieron la casa. Parecía un buen momento para un desayuno tardío, así que Holmes preparó un poco de té y, mientras el agua se calentaba, animó a Mycroft a que le dijese qué quería.

– Me temo que llego en un momento inoportuno -dijo éste, mirando a su alrededor con el ceño fruncido-. De haber sabido que tu joven pupilo estaba aquí, quizá me lo habría pensado mejor.

Era un juego de niños (al menos lo era para mi viejo amigo) seguir su mirada y dar con los indicios que le habían revelado la presencia de Wiggins, así que Holmes no se molestó en comentar lo que para él resultaba evidente y en lugar de eso dijo:

– Bueno, Mycroft, pretender controlarlo todo es imposible. Deberías saberlo bien. Quizá no sean las circunstancias más apropiadas, pero tendremos que lidiar con ellas como podamos.

Su hermano se encogió de hombros. Parecía molesto.

– Siempre puedo encargarle el trabajo a otro agente -dijo, tras unos instantes de vacilación.

Holmes reprimió una sonrisa. Mycroft, el hombre que jamás cambiaba sus costumbres por nada que no fuera una emergencia nacional, y que sin embargo se había tomado la molestia de venir hasta Sussex en lugar de mandar a buscar a su hermano, decía ahora que quizá podría asignarle la misión a otro. Su trampa era tan infantil que no parecía digna de él.

– Vamos, Mycroft -dijo el detective, mientras retiraba el agua caliente del fuego y tomaba asiento frente a él-. No intentes pincharme como si fuera uno de tus peones. Dime qué es lo que quieres y luego ya veremos qué podemos hacer.

Pero su hermano no respondió. Esperó a que Holmes sirviera el té y luego lo tomó en silencio, dibujando un mohín de fastidio con sus labios gordezuelos. En los últimos años, Mycroft había engordado cada vez más, hasta el extremo de que resultaba ya casi imposible adivinar al hombre delgado que había bajo él. Ni Holmes ni yo somos muy dados a las veleidades del psicoanálisis, si bien yo considero que el método del doctor Freud no carece del todo de utilidad, y quizá algunas de sus técnicas podrían explicar por qué el hermano de Sherlock Holmes había decidido enterrar al hombre delgado y nervioso que había sido bajo todas aquellas capas de grasa.

Así que se tomó su té en silencio, sin abandonar del todo su aire de fastidio durante lo que duró el proceso. Sólo entonces, tras el último sorbo y después de haberse limpiado pulcramente con una servilleta, decidió hablar:

– En realidad, eres la única persona que puedo enviar a hacer esto -reconoció, no demasiado contento-. Al fin y al cabo, has estado involucrado en el asunto casi desde el principio y no es necesario ponerte en antecedentes. Por otro lado -añadió, frunciendo los labios-, no hace falta que añada que cualquiera de mis agentes pensaría que estoy loco si intentara contarle el asunto.

– Bien, Mycroft, es la reacción normal, al fin y al cabo. Descubrir de pronto que el jefe de inteligencia dedica buena parte del presupuesto asignado al contraespionaje a perseguir fantasmas, libros de ocultismo y… monstruos es algo difícil de digerir para cualquiera.

– Quizá te sorprendería -respondió-. Y te aseguro que no somos los únicos. Si te contara lo que hacen los alemanes… o nuestros primos americanos, ya que estamos en ello. Pero da igual. Al menos tú sabes de qué trata todo el asunto, ya lo has investigado antes y no necesito convencerte de que el peligro es real.

– ¿Real? Sin duda, querido hermano. Mientras todos los participantes en esta extraña conjura penséis que es real, desde luego que lo es y, por tanto, puede tener consecuencias físicas y palpables en nuestro mundo. Si me preguntas, sin embargo, si creo que las fantasías de un árabe loco sobre monstruos divinos, entes primordiales y dimensiones infernales son ciertas…

– No te he preguntado nada, Sherlock. Y sabes bien que yo mismo no estoy seguro de creer en todo eso. Sin embargo, como bien has dicho, mientras el número suficiente de personas lo tengan por real y estén dispuestos a hacer cualquier cosa por aquello en lo que creen, el peligro que esas «fantasías de un árabe loco» representan para el mundo es lo bastante auténtico para mí.

Holmes. asintió.

– Así es como yo lo veo, en efecto.

– Aunque… -añadió Mycroft con un brillo malicioso en sus ojos entrecerrados-. Tú mismo te has visto involucrado en unas cuantas cosas que no pueden ser explicadas de un modo… natural.

– Tonterías -dijo Holmes-. Todo tiene una explicación natural. Que no conozcamos lo bastante los mecanismos del mundo no significa que éstos no existan.

Otra vez su hermano se encogió de hombros.

– Como quieras. En cualquier caso, mi tiempo es limitado. Y cuanto antes vuelva a Londres y esté a salvo en mi club, mucho mejor.

– Pues adelante, hermano, deja de dar vueltas alrededor del asunto y cuéntame qué es lo que quieres que haga.

En aquel punto de su historia, Holmes me trajo de nuevo a la memoria el asunto en el que ambos nos vimos involucrados a principios de 1895: "La aventura de la sabiduría de los muertos", como yo había acabado bautizándolo.

Supe entonces que Mycroft se había pasado buena parte de los últimos treinta y cinco años investigando el asunto. Aquello no pudo menos que sorprenderme. Incluso podríamos decir que clamaba contra mi espíritu de ciudadano responsable. ¿Dilapidar el dinero de nuestros impuestos en perseguir quimeras, en obtener grimorios, en vigilar sectas ocultistas? Me parecía un derroche tan poco inglés que no sabía muy bien qué pensar.

Pero como Mycroft había dicho, no es necesario que algo sea real para que resulte peligroso; basta que las personas suficientes lo tomen como real y actúen en consecuencia.

Desde nuestra aventura con el Necronomicon, el mundo entero parecía haberse vuelto loco. Desde que Winfield Scott Lovecraft nos dio esquinazo a finales del siglo pasado y se hizo con el libro, la comunidad ocultista había entrado en una especie de frenesí que, de no controlarse, podría desestabilizar las cosas.

¿Qué cosas?, me preguntaba yo. Y la respuesta de Holmes no pudo ser más críptica ni menos tranquilizadora: todas las cosas. Cualquier cosa.

Era como si durante los últimos treinta y cinco años hubiéramos estado viviendo una guerra secreta, una especie de carrera por ser los primeros en poner las manos sobre el libro de Al Hazrid y usarlo cada uno para sus propios fines. Hasta ahora nadie había tenido éxito y, si de Holmes dependía, nadie lo tendría nunca, pero entre tanto se las habían apañado para darle un buen cabeceo al barco en el que todos navegábamos.

– ¿Recuerda la guerra en Cuba contra los españoles? -me dijo Holmes, interrumpiendo su historia-. Si yo le dijera que ésta no fue más que un montaje creado para ocultar algo más siniestro, ¿me creería? Claro que lo haría, usted nunca dudaría de mi palabra, lo sé bien y lo veo en sus ojos. Y sin embargo, al mismo tiempo se resiste a creerlo.

Holmes me conocía bien y, al menos de momento, aceptó mi confianza en sus palabras y me agradeció haber dado el salto de fe que me exigían. Quizá algún día pudiera explicármelo todo y terminar de convencerme, me dijo. Entre tanto, tendría que conformarme con saber que los servicios de inteligencia británicos (aunque en muchos casos, ellos mismos no lo supieran) mantenían bajo vigilancia a algunos de los más notorios representantes del mundo ocultista.

Lo cual nos llevaba a su misión a Portugal. Y al señor Crowley.

Pocas veces nos habíamos encontrado con algo que pusiera más a prueba nuestras concepciones acerca de cómo funcionaba el mundo que durante la investigación del robo del Necronomicon. En todos aquellos años, la historia no se había apartado de mi memoria y, de no habérmelo impedido Holmes, la habría pasado al papel mucho antes. Pero sólo unos meses atrás me había dado el permiso necesario, cuando le hice llegar a Sussex varios ejemplares de una revista pulp americana en la que un tal Howard Philips Lovecraft disfrazaba como ficción hechos que yo reconocí sin problema alguno. Quizá lo que aquel individuo había escrito no eran más que fantasías torpes y grotescas, pero su origen estaba sin duda en lo que Holmes y yo habíamos vivido en aquellos días de 1895.

No sé si aquel Winfield Scott Lovecraft que contactó con Amanecer Dorado y consiguió robar ante sus narices el grimorio de la secta era el padre del horripilante escritor de la revista, pero no he olvidado lo que hizo hace treinta y cinco años. Igual que no he olvidado el modo en que nos tuvo en jaque una y otra vez o la manera en que consiguió darnos esquinazo una primera vez usándome de rehén. Cierto que conseguimos dar con él, pero no lo es menos que justo cuando parecía estar en nuestro poder se desvaneció frente a nosotros con su premio en la mano.

Había conseguido el más famoso de los libros de ocultismo. Un libro que, según decían todos, ya no era peligroso utilizar. Tenía, pues, todo el poder en su manos.

– ¿Quiere saber lo que hizo con él? -me preguntó Holmes.

Aparentemente, nada. Murió tres años más tarde, me contó mi amigo, víctima de las secuelas de la sífilis y balbuceando incoherencias. En cuanto al libro, nadie supo qué había sido de él.

Desde entonces, habían sido muchos los que habían intentado dar con él. Y el señor Aleister Crowley era quizá el más notorio de todos ellos. Nuestro encuentro con él hacía treinta y cinco años había sido breve y, en apariencia, poco importante, pero no se me había ido de la memoria. Por aquel entonces él era poco más que un muchacho, un completo desconocido que, sin embargo, ya estaba maquinando en las sombras y complotando por el poder. Había manipulado a Mathers, uno de los fundadores de Amanecer Dorado, para que se hiciera con el control de la orden, seguramente esperando regir los destinos de la secta a través de su hombre de paja.

Pero en eso se equivocó. Su paso por Amanecer Dorado fue breve. Él afirmaría después que abandonó la orden, pero lo cierto es que fue expulsado. Y desde entonces su fama había ido en aumento.

Se jactaba de haberlo probado todo, de que no había depravación alguna por la que no hubiera pasado. En realidad, había construido a su alrededor un personaje y había conseguido que el resto del mundo lo tomase como real. Vivía perpetuamente disfrazado y todo cuanto hacía, me aseguró Holmes, no era más que una cortina de humo para que el mundo no viera sus verdaderas intenciones.

¿Y cuáles eran ésas? Mycroft tenía sus propias ideas al respecto. El hermano de Holmes creía que Crowley pretendía no sólo hacerse con el Necronomicon, sino impedir que nadie más lo obtuviera. Tener en su poder el único ejemplar del libro y, por tanto, ser el único con acceso al poder.

Por supuesto, me resultaba difícil aceptar aquello, y Holmes lo sabía bien. Pero, como él mismo me dijo, poco importaba que realmente el libro del árabe loco revelara los secretos del universo o fuera un puñado de tonterías sin valor. Lo que importaba era lo que creían los demás, y lo que estaban dispuestos a hacer para poner sus manos sobre él.

Eso era lo que convertía al libro en peligroso, al menos tal y como Holmes y su hermano veían esas cosas, más allá de que fuera una fuente de poder real o no.

Y lo que Mycroft temía era que el próximo viaje a Portugal de Crowley fuese justamente con ese propósito, y que no se detuviera ante nada (incluido el desestabilizar políticamente la zona) con tal de obtener lo que deseaba.

Me pareció que Mycroft estaba sobrestimando a aquel personajillo teatral y despreciable, pero Holmes no lo creía así:

– Tiene contactos, Watson -me dijo-, relaciones en los lugares adecuados; y una palabra suya puede hacer que los que están en el poder (o, peor aún, los que controlan a los que están en el poder) cambien de parecer y emprendan unas acciones u otras. Sabe verter las palabras apropiadas en los oídos adecuados.

Él era el peligro real, y no el libro que ansiaba. La conclusión, por tanto, era elemental.

– Matadlo -le dijo Holmes a Mycroft cuando éste terminó de exponerle lo que sucedía-. Acabad con él. Si él es el problema, eliminadlo.

Sin duda lo que Holmes estaba diciendo era abominable, pero no más que muchas cosas que nuestros servicios de espionaje han hecho por el bien del país. Lo que en un hombre es horrible y merecedor de un castigo, cuando lo hace una nación puede ser simplemente necesario.

Así pues, lo que le estaba señalando a su hermano era, ni más ni menos, la secuencia lógica de acontecimientos.

– No podemos -le respondió éste-. No abiertamente. Incluso si lo hiciéramos de forma encubierta, sería peligroso.

– Comprendo -dijo Holmes-. Os tiene pillados.

Mycroft no se molestó en negar su acusación.

– Piensa lo que prefieras -dijo-. El caso es que eliminarlo de la escena traería más problemas que los beneficios que nos pudiera aportar.

– Así pues, lo que deseas, entonces, es que lo vigile. Y que te informe de sus acciones. No me necesitas para eso, estoy seguro de que tienes agentes con las adecuadas capacitaciones para algo así.

– No del todo. Es cierto que tengo a mi servicio personas hábiles, buenos agentes sobre el terreno. De hecho, no te negaré que tenemos a alguien en el grupo de Crowley. No ha sido un trabajo fácil, te lo aseguro. Nos ha costado años introducir a alguien lo bastante cerca de él. Pero para esto te necesito a ti. Mi agente es demasiado útil junto a Crowley en estos momentos para volar por los aires su tapadera. No, esa persona no puede actuar ahora. Tal vez sea capaz de echarte una mano, de ponerte en la pista correcta, pero no me arriesgaré a que haga nada más. Guardó silencio unos instantes.

– Además, necesito también que, llegado el caso, la persona que envíe tras Crowley sea capaz de tomar decisiones sin consultarme, aun cuando esas decisiones pudieran implicar un riesgo para todos. Eres el único en el que confío lo bastante para encargarle algo así.

De este modo llegaron al meollo de la cuestión. Mycroft no quería tan sólo que su hermano vigilara a Crowley, sino que, si lo consideraba necesario, fuera capaz de quitarlo de en medio. Quienquiera que enviase tras él tenía que tener el criterio suficiente para saber cuándo limitarse a mirar y cuándo actuar.

Y evidentemente Holmes era la elección lógica. Podríamos decir que la única.

El detective reflexionó unos instantes sobre lo que le estaba pidiendo su hermano y, finalmente, asintió.

– De acuerdo -dijo-. Lo haré.

– ¿Y qué pasa con tu pupilo?

Holmes no había dejado de pensar en él durante toda la conversación. Y en realidad Wiggins le venía que ni pintado. Su antiguo tenientillo podía ser el ayudante perfecto en una situación así y además sabía bien que podía confiar en él sin necesidad de ponerlo en antecedentes. Bastaría con decirle que Crowley era un posible peligro para Inglaterra. Wiggins no necesitaba saber más.

Y, por otro lado, aquello sería beneficioso para él. Tener algo en que ocupar la mente, lanzarse a una misión, era justo lo que necesitaba para acabar de recuperarse del todo. Y tendría a su lado a su viejo mentor en todo momento para asegurarse de que no se involucraba en exceso en su tarea.

Todo eso había pasado por la cabeza de Holmes mientras Mycroft le explicaba lo que quería de él, así que cuando llegó la pregunta sobre su pupilo, mi amigo no dudó en responderle:

– Vendrá conmigo.

Su hermano frunció el ceño unos instantes, sólo para acabar diciendo:

– Si es como quieres hacerlo, adelante. Al fin y al cabo, si te pido esto es porque confío en ti. Así que tendré que confiar también que en lo referente a tu joven amigo sabes lo que estás haciendo.

Holmes le aseguró que así era y, tras darle a su hermano los últimos detalles de la misión, Mycroft abandonó la casa. Pronto el ruido del motor de su coche se perdía a lo lejos.

En aquel momento de su narración, Holmes me confesó un secreto. No hay mayor necio que el hombre inteligente demasiado seguro de su inteligencia, me dijo. Tarde o temprano cometerá un error.

Y no será pequeño, añadió.

Capítulo IV. Niebla en la bahía

Así fue cómo Holmes y Wiggins acabaron en el mismo barco que Aleister Crowley. Una pareja tan típicamente inglesa que nadie reparó en ellos más allá del tiempo suficiente para notar su presencia y pasar a otra cosa. Un tío irritable y excéntrico y su sumiso sobrino. Un disfraz simple y eficaz.

Al menos eso esperaba Sherlock Holmes.

La primera parte del viaje no tuvo nada digno de mención. Holmes (Sherrinford Scott, en su nuevo papel) se pasó todo el tiempo dando tumbos por la cubierta y quejándose de todo lo imaginable, mientras su obediente sobrino Frederick tomaba nota de todo y, estirado y altivo, iba luego a ponerlo en conocimiento del capitán. El pobre hombre seguramente llegó a considerar la posibilidad de arrojarlos por la borda a ambos.

Pero cuando el barco atracó en la costa española, las cosas cambiaron. No debería haber sido más que una escala técnica en el puerto de Vigo, un mero trámite antes de seguir con el viaje.

La naturaleza, sin embargo, tenía otros planes. Una niebla espesa cayó aquel atardecer sobre la bahía de Vigo y, a medida que iba pasando el tiempo, iba volviéndose más densa e impenetrable. Con aquellas condiciones meteorológicas, pensar en continuar el viaje era absurdo.

Así que permanecieron atracados toda la noche y buena parte del día siguiente, mientras la niebla seguía espesándose a su alrededor casi como si fuera un ser vivo.

Crowley paseaba por cubierta, impaciente y contrariado por el retraso, rodeado a todas horas de su corte de admiradores, de entre la que destacaba una mujer pelirroja, de gesto hosco y mirada altiva.

Holmes y Wiggins se cruzaron varias veces con ellos. En su papel de millonario excéntrico, Holmes ni siquiera les prestó atención. Wiggins, por el contrario, los saludó con una educación que fue ostensiblemente ignorada, excepto por el gesto con que la mujer pelirroja respondió al saludo del joven: un breve asentimiento de cabeza mientras entrecerraba los ojos y una sonrisa estaba a punto de asomar a sus frías facciones.

Se llamaba Anni Jaeger y, según la información con la que contaba Holmes, no sólo era la amante de Crowley, sino una de sus más cercanas colaboradoras.

Así, no es de extrañar que, unas horas más tarde, aprovechando que ella paseaba sola por cubierta, Wiggins se acercase a donde estaba y, de acuerdo con el personaje entre petulante y tímido que estaba interpretando, tratase de aproximarse a ella de un modo un tanto torpe.

Sus intentos de conversación sin duda la divirtieron y lo dejó balbucear un buen rato sobre el tiempo, las condiciones de navegación y otras tonterías semejantes. Al cabo de un rato, se habían enzarzado en una conversación trivial en la que ella intervenía poco, salvo para animar a su interlocutor a que siguiera hablando o mostrar de vez en cuando su asentimiento ante lo que Wiggins le decía.

– No parece que le guste mucho viajar -dijo de pronto, interrumpiendo un comentario del joven sobre las tormentas del Atlántico. Hablaba con un ligerísimo acento alemán y tenía una voz algo ronca.

– Me guste o no, me temo que no me queda más remedio, en tanto mi tío siga empeñado en recorrer el mundo. -¿Por qué? Es él quien quiere verlo, no usted.

– Bueno, señorita, mis obligaciones…

– Tenemos las obligaciones que deseamos tener. Si usted acompaña a su tío será porque de algún modo le compensa.

Wiggins se encogió de hombros, fingiendo incomodidad.

– No es tan fácil escapar a nuestras responsabilidades. Soy su único pariente…

– Y seguramente su heredero.

– Por supuesto, pero no es ésa la cuestión.

– Sin embargo, yo creo que ésa es precisamente la cuestión. -Wiggins iba a decir algo, pero ella lo interrumpió con un gesto de su mano enguantada-. Por favor, ahórreme sus protestas de devoción familiar y deber personal. Usted hace lo que hace porque espera obtener un beneficio de ello. Como hacemos todos.

– Es usted tan bella como cínica, señorita Jaeger.

Ella acogió el comentario con mohín de fastidio.

– No diga tonterías, señor Scott. No soy bella, por más que muchos hombres piensen lo contrario. No soy una muñeca sumisa e independiente y eso fascina a los hombres, aunque también me teman por ello. En cuanto a cínica… bien, si decir las cosas tal como son es una muestra de cinismo, entonces lo soy.

– Confieso que no sé qué decir.

– Oh, sí que lo sabe. Pero no se atreve porque no lo considera apropiado. Al fin y al cabo, se supone que hay ciertas cosas que un caballero educado nunca debería decirle a una dama. Pero no se preocupe. No soy una dama. En cuanto a su disfraz de caballero… es bueno, sin duda, pero puede abandonarlo si lo desea. No seré yo quien se lo impida.

– Me temo que no sé a qué se refiere.

– Me temo que sí lo sabe, señor.

De pronto, la temperatura entre ellos parecía haber descendido varios grados. Wiggins optó por permanecer inmóvil, con la vista clavada en la niebla que los rodeaba. Ella dejó asomar una media sonrisa a su rostro desafiante y, al cabo de un rato, dijo:

– Creo que será mejor que me retire. Buenas noches, señor Scott.

– Buenas noches, señorita Jaeger.

La mujer dio media vuelta y pronto fue tragada por la niebla. Wiggins esperó unos momentos. Luego se apoyó en la borda, encendió un cigarrillo y lo fumó con parsimonia.

Volvió poco después al camarote que compartía con Holmes.

– ¿Y bien? -le preguntó éste al verlo entrar-. No parece que las cosas hayan ido como esperabas, muchacho. Wiggins se quitó el abrigo, lo colgó de la percha y se sentó en su litera. Luego procedió a contarle a su mentor la conversación que acababa de mantener.

– Ya veo -dijo Holmes-. Es una mujer inteligente, sin duda. No esperaba que nuestra pequeña superchería los engañase durante mucho tiempo. Al fin y al cabo, y dado lo notorio de sus actividades, por fuerza Crowley tiene que saber que es vigilado constantemente. Y ha sido sencillo suponer que éramos nosotros los encargados de tal tarea.

– ¿Cree que saben quiénes somos? O quién es usted, en todo caso. Yo debería ser un completo desconocido para ellos.

El detective sopesó la pregunta unos instantes.

– Hmmm, interesante cuestión, Wiggins. No importa lo eficaz que sea un disfraz: una vez que se sabe que se está mirando una impostura, una persona observadora siempre puede ver a través de él y deducir el verdadero rostro que hay debajo. Así que sí, es posible que sepan que es Sherlock Holmes quien está tras ellos.

No parecía muy contrariado por ello.

– No lo estoy, es verdad -dijo cuando Wiggins se lo hizo notar-. En cierto modo, contaba con algo parecido. No lo olvides, muchacho, no es la primera vez que Crowley y yo cruzamos nuestros pasos. No es demasiado inteligente, quizá, pero no carece de una cierta astucia reptilesca y, desde luego, tiene habilidad para saber rodearse de personas de valía. La señorita Jaeger lo es, sin la menor duda. Era cuestión de tiempo que penetrasen bajo nuestro disfraz, aunque sin duda hubiera preferido que pasara más tarde.

Miró a su pupilo como si esperase que éste aventurara alguna teoría distinta. Al ver que no lo hacía, encendió su pipa y se recostó contra la pared.

– Contrariarse por lo inevitable es estúpido, Wiggins. Peor aún, es malgastar las fuerzas. Y ya sabes lo mucho que odio malgastar mis fuerzas. Así que seguiremos el viaje y esperaremos. Y aprovecharemos nuestra oportunidad si surge. Y si no lo hace… -se encogió de hombros- esperaremos a la siguiente.

Capítulo V. La señorita Violet Hunter

En aquel momento, sonó el timbre de la puerta. Extrañado, me disculpé ante Holmes y fui a ver quién era. Mientras abandonaba el salón me di cuenta de que el detective me miraba con una expresión que, de no haberlo conocido mejor, habría calificado de picara.

En realidad, no fue ninguna sorpresa encontrarme a Violet en la puerta. Aunque le había dicho que no acudiera a casa aquella mañana, Violet era una mujer tozuda a la que resultaba difícil disuadir, una vez se le había metido algo entre ceja y ceja. Y, sabiendo que Holmes estaba en casa, no era raro que pese a todo hubiera decidido venir.

La regañé, pero sabía que estaba malgastando mis palabras.

– Oh, vamos, John, no seas estúpido -dijo.

Y, antes de que yo pudiera impedírselo, franqueó el umbral y se dirigió hacia el salón con pasos decididos.

Holmes la estaba esperando, por supuesto, en su mejor pose de detective retirado al que nada se le escapa. Se sentaba frente a la chimenea, con las manos entrelazadas y la pipa colgando de un lado de la boca (seguramente la encendió, con toda intención, mientras yo iba a abrir la puerta). Media ceja enarcada y el inicio de una sonrisa completaban su pantomima.

Se incorporó al ver entrar a Violet y, sin esperar a las oportunas presentaciones, dijo:

– Me preguntaba cuándo iba a honrarnos con su visita, querida. El bueno de Watson parece haber hecho todo un misterio de su existencia. Y, como bien debería saber, nada excita mi curiosidad tanto como un buen misterio.

Violet me miró de soslayo, terminó de entrar en el salón y extendió su mano en dirección a Holmes.

– Yo no lo calificaría de «bueno», señor Holmes -dijo, mientras mi amigo estrechaba su mano, sin inmutarse ante lo masculino del gesto-. Seguramente usted ya lo había desvelado antes de que yo entrase por la puerta.

– Bien -dijo el detective-. No fue muy difícil, aunque ofrecía algunos aspectos interesantes para el ojo entrenado. Sin duda se dedica usted a la medicina, lo cual le ha causado no pocos problemas con su familia, aunque eso no la ha impedido seguir adelante. Cierto que ocasionalmente desfallece, pues resulta difícil abrirse camino en un mundo de hombres, pero las pocas veces que ha estado a punto de tirar la toalla, mi amigo Watson ha sabido estar ahí para usted y alentarla a continuar. Hasta hace unos momentos desconocía su apellido, pero si uno examina sus rasgos con la debida atención no debería costarle mucho trabajo llegar a la conclusión de que es la hija de los amigos de Watson y, por tanto, es usted la señorita Violet Hunter.

Violet parecía encantada y se puso a dar saltitos y batir palmas. Enseguida se avergonzó de un comportamiento tan femenino, sin embargo, y volvió a adoptar su pose de mujer moderna y decidida.

– Sabía que no me decepcionaría usted, señor Holmes. Es exactamente igual a como John lo ha descrito.

– ¡Dios no lo quiera, querida mía! ¿De verdad le parezco ese monstruo de arrogancia y frialdad que el bueno de Watson ha descrito en sus relatos? ¿En serio me encuentra tan insufrible, petulante y engreído como el personaje que ha salido de su pluma?

– No, claro que no -respondió ella-. Es usted encantador, tal y como John lo ha descrito siempre en sus historias.

Por un instante habría jurado que Holmes estaba sorprendido.

– Me han llamado muchas cosas a lo largo de mi vida, querida niña. Pero «encantador» no es una de ellas.

Violet se encogió de hombros.

– A menudo me han considerado excéntrica, señor Holmes. Y supongo que encontrarlo encantador forma parte de mi excentricidad.

El detective sonrió y vi que lo hacía casi a pesar suyo.

– Bien, bien, una mujercita despierta y con la cabeza en su sitio. Y con buen gusto, me atrevería a añadir si no fuera por… Pero vamos, Watson, no se quede ahí parado como un pasmarote, hombre. Entre en la habitación o váyase, lo que sea, pero decídase de una vez.

Hice lo primero, evidentemente, y durante la siguiente media hora asistí a la visión de un Holmes que pocas personas habían presenciado: cálido y ocurrente, un conversador brillante y un oyente atento. Parecía fascinado por cuanto Violet le decía, interesado en la menor de las trivialidades que ella contaba y tan pendiente de sus gestos que una sonrisa de la chica parecía colmarlo de felicidad.

Unos años atrás, habría dicho sin temor a equivocarme que mi amigo estaba fingiendo, representando una farsa. Y, en cierto modo, sí que lo estaba haciendo: sin duda quería librarse de Violet lo antes posible para poder continuar con su historia. Si lo hacía de ese modo era, simplemente, por deferencia hacia mí.

Pero al mismo tiempo, me di cuenta, su simpatía hacia mi joven amiga era auténtica. Pese a su natural desconfianza hacia el elemento femenino, comprendí que los aires decididos de Violet, su carácter sin duda testarudo y su innegable inteligencia lo habían cautivado.

Lentamente, Holmes fue llevando la conversación hacia donde él deseaba. Maniobrando con sutileza, dejando que la propia Violet fuera por sí misma hacia donde él quería llevarla. Su intento fue coronado por el éxito algún tiempo después.

– Bueno, creo que ya he sido todo lo impertinente que me atrevía a ser -dijo la muchacha.

Se puso de pie y sonrió con la misma timidez descarada y felina que vi en sus ojos la primera vez que me habló de sus deseos de hacerse médico. Fue aquel día, mientras ella me pedía ayuda para enfrentarse a su padre, cuando me di cuenta de que la hija de mi viejo amigo Stephen Hunter había dejado de ser una niña. Que quizá hacía tiempo que no lo era.

– Tanto usted como John son muy amables, señor Holmes, pero sé que los dos tienen cosas importantes que hacer. Los dejaré solos ahora para que puedan continuar con sus asuntos.

Holmes se incorporó a su vez y volvió a estrecharle la mano a la muchacha.

– Cuando hayan terminado -dijo ella, mirándome otra vez de soslayo-, será un placer para mí que me inviten a cenar, caballeros.

Mi amigo sonrió como un abuelo benevolente.

– El placer será nuestro, querida niña.

Acompañé a Violet a la puerta mientras Holmes volvía a sentarse. Ya en el umbral, me miró unos segundos antes de decir:

– Es todo lo que decías, y más.

Asentí.

– Sí. Sherlock Holmes siempre es más. Cuando crees que has acabado de conocerlo, siempre se las apaña para…

– Comprendo.

– Estoy seguro.

– Bueno, será mejor que me vaya. Ya llego tarde, y vosotros tendréis mucho de qué hablar. Buenos días, John.

Me despedí de ella y volví al salón, donde Holmes estaba limpiando su pipa, tras haberla vaciado.

– Una muchacha inteligente, Watson.

– Y muy hermosa -dije.

– Bueno, la belleza está en el ojo del observador, como bien debería saber. Pero sí, le concedo que no carece de atractivo.

Guardamos silencio. Y creo que por primera vez en nuestra larguísima relación, fue un silencio incómodo. Fue Holmes quien lo rompió.

– Perdóneme, Watson.

– ¿Por qué? No ha hecho ni dicho nada que…

– No, pero estaba a punto de hacerlo. Y habría sido una grosería imperdonable. Su vida es suya, amigo mío, y de nadie más. No tengo derecho alguno a inmiscuirme en ella.

– Holmes, le aseguro que…

– No, importa, Watson, déjelo.

A regañadientes, hice como me pedía. Me senté frente a él y disfruté del calor de la chimenea.

– Trata usted de ocultarlo, viejo amigo, pero no lo hace demasiado bien -dijo Holmes-. Está preocupado por mí.

No lo negué. El Holmes que había llegado a mi casa la noche anterior no parecía el mismo de siempre. Era como si un peso enorme hubiera caído sobre sus hombros. Y, por primera vez desde que lo conocía, me preguntaba si sería capaz de cargar con él.

– Buena pregunta, Watson -dijo, siguiendo una vez más mis pensamientos-. Intentaremos encontrar una respuesta juntos, si le parece bien.

Asentí y traté de fingir una confianza que no sentía.

– Juntos -dije-. Como en los viejos tiempos.

Capítulo VI. La sombra sobre Lisboa

Tras Vigo, no hubo más retrasos y el barco pudo llegar a Lisboa sin problemas.

En los días que pasaron, a Holmes no se le escapó el cambio en la actitud de Wiggins. Mi amigo había conseguido sacarlo de la crisis nerviosa en la que lo había encontrado y, más o menos, se las había apañado para llevarlo a un razonable estado de normalidad. Pero en el proceso, me dijo Holmes, algo parecía haberse perdido: Wiggins seguía adelante, hacía lo que tenía que hacer y cumplía con su cometido, pero lo hacía sin poner el corazón en la tarea.

Ahora era distinto. Los ojos de Wiggins brillaban alertas, despiertos, anticipando la próxima confrontación con el enemigo.

A Holmes no se le escapó que aquel cambio había tenido lugar tras la conversación con la acompañante de Crowley.

– En cierta forma, era como si estuviera siguiendo de nuevo mis pasos, Watson -me dijo.

Asentí. Cómo olvidar a Irene Adler, «la mujer». -Claro que mi fascinación por ella siempre fue eminentemente intelectual, querido amigo. Y digamos que los intereses de Wiggins por la señorita Jaeger eran de índole algo más… confusa.

No dije nada, aunque estoy seguro de que Holmes supo con exactitud lo que pasaba por mi cabeza en aquel momento. Si los años me han enseñado algo, es que la excesiva insistencia en un tema nunca exculpa, sino que acusa. Shakespeare lo dijo mucho mejor (como casi todo) cuando afirmó aquello de «la señora protesta demasiado».

Cuando así lo deseaba, el rostro de mi amigo era una esfinge que no traicionaba uno solo de sus pensamientos, y su lenguaje corporal se convertía en algo tan medido que ni un solo gesto podía dar la menor pista de lo que pasaba por su cabeza. Claro que a menudo la ausencia de pistas es más reveladora que su presencia, algo que hasta yo he acabado por comprender.

Fue sólo un momento, y enseguida Holmes relajó sus facciones y continuó con su historia, como si nada hubiera pasado.

Los siguientes días, dijo, resultaron casi aburridos. Necesarios, sin duda, pero exentos de nada relevante. Tras el desembarco en Lisboa, Holmes y Wiggins se acomodaron en la casa franca que Mycroft había preparado para ellos y se dispusieron a esperar.

Una espera activa, podríamos decir.

Bajo uno u otro disfraz, el detective y su aprendiz se fueron relevando en seguir los movimientos de Crowley y su séquito. Unas veces uno; otras, el otro; ocasionalmente, ambos. Pero, aparte de entrevistarse con su corresponsal portugués, aquel extraño poeta, poco más de interés hizo Crowley.

Lo cual, como dijo Holmes, era en sí mismo muy interesante.

Porque un hombre como Crowley era incapaz de permanecer inactivo u ocioso. Vivía para tramar, para maquinar, para lanzar a sus peones aquí y allá y supervisar el estado del campo de batalla; para moverse sin ser visto, manipular esto o lo otro, mover un peón o sacrificar una pieza. Era algo que el propio Holmes comprendía muy bien; la inactividad era una tortura para el ocultista, al igual que lo era para el detective.

Y sin embargo, se limitaba a pasear de un lado a otro, recorrer Lisboa y sus alrededores, asistir a charlas intrascendentes con éstos o aquéllos, dejarse ver en público con su corte de adoradores…

– No hacía nada -dijo Holmes-, lo que significaba que estaba haciendo algo.

O esperando a que algo pasara, añadió después mi amigo.

No había mucho más que él o Wiggins pudieran hacer, sin embargo, aparte de controlar sus movimientos y tratar de estar alertas para cuando fuera el momento.

En aquellos días, la mejoría en el ánimo de Wiggins fue haciéndose cada vez más evidente. De nuevo volvía a ser vivaz, imparable, lleno de una curiosidad insaciable y totalmente impermeable al cansancio.

Y sin embargo, al mismo tiempo, había en el joven una veta de oscuridad, algo retorcido que su vivacidad no terminaba de ocultar del todo y que a Holmes no se le escapó.

Más de una vez estuvo a punto de preguntarle por ello, pero en el último momento siempre prefería callar y respetar la intimidad de su pupilo. Wiggins le hablaría de ello cuando fuese el momento, decidió, y no tenía sentido forzar las cosas.

– Un error, Watson -me dijo Holmes, mientras la mañana moría sin prisa y la hora de almorzar se acercaba-. No el único que he cometido en mi vida, usted lo sabe bien, pero sí uno de los mayores.

Clavó la vista en la chimenea.

– Aunque, si lo pienso lógicamente, no puedo menos que preguntarme si, pese a todo, habría podido hacer algo. Si la oscuridad en el alma de Wiggins ya era demasiado grande por aquel entonces. Quizá incluso obré de la única forma posible; o al menos de la más correcta. Si Wiggins estaba disfrutando de unos últimos momentos de luz antes de hundirse del todo en la noche, ¿por qué estropearlos entrometiéndome? Mejor hacer lo que hice y permitirle gozar de un poco de paz antes del final.

Sonrió y alzó la vista. Y, para mi sorpresa, terminó rehuyendo mi mirada.

– Pero, ¿soy yo quien dice eso, Watson, o es mi culpa? ¿Es la lógica quien me dicta mis palabras, o es la esperanza?

No tenía respuesta para aquello. Ni creo que Holmes la esperase.

– Ni siquiera yo puedo saberlo todo -siguió hablando-. No, ni siquiera la formidable máquina de razonar, el detective imbatible, el genio de la lógica deductiva es omnisciente. Nuestras vidas están llenas de caminos que no tomamos, y es imposible saber cómo habrían sido si hubiéramos transitado por ellos. Imposible y frustrante, ¿no cree, viejo amigo?

Me encogí de hombros.

– Ah, el bueno de Watson, práctico ante todo. Cierto, muy cierto. Especular sobre eso es ocioso. Así que dejémoslo a un lado y limitémonos a decir que Wiggins pasó quizá los mejores días de su vida en Lisboa, entregado a la caza y acecho de Crowley y sus seguidores. Estaba inconmensurable, Watson: parecía capaz de estar en todas partes a la vez y podía cambiar de aspecto con sólo una mirada esquiva, un encogimiento de hombros o un gesto torvo. Era como si hubiera nacido para disfrazarse, para fingirse otro, para meterse en la piel de hombres inventados y hacerlos parecer reales. Creo que nunca me sentí tan orgulloso de él como entonces.

Así, los días fueron pasando. Y, lentamente, Holmes fue llegando a algunas conclusiones. Era evidente que Crowley estaba esperando algo o a alguien, pero no lo resultaba menos que, mientras tanto, se estaba exhibiendo y Holmes no pudo menos que preguntarse ante quién.

Ante el resto del mundo, tal vez, como había estado haciendo desde que se convirtió en una figura pública. O quizá ante él y Wiggins, por qué no. Era razonable suponer que a aquellas alturas sospechase quiénes eran en realidad aquella excéntrica pareja que había compartido pasaje con él y los suyos hasta Lisboa y no habría sido nada impropio de Crowley el pavonearse frente a sus espías, en una especie de desafío burlón.

Pero Holmes sospechaba que se trataba de algo más. Había indicios, sutiles pero claros para quien los quisiera ver.

– Alguien lo persigue, señor Holmes -le dijo Wiggins una tarde, confirmando las propias sospechas del detective.

Sin embargo, en lugar de asentir con su pupilo, mi amigo preguntó:

– ¿Por qué dices eso, Wiggins?

– Bueno, es evidente. Creo que sabe que lo vigilamos y es muy posible que hasta sospeche quiénes somos. Al menos usted. Le resultamos… divertidos, lo cual no acaba de parecerme muy halagador, ya que estamos en ello. Pero, al mismo tiempo, tiene miedo. Es como si estuviera esperando a alguien y tuviera miedo de que otros llegaran a él antes que el que espera.

La noche estaba cayendo sobre Lisboa y la ciudad se iba poblando de sombras caprichosas que la iluminación pública no conseguía eliminar por completo. Abajo, a lo lejos, el Atlántico se removía inquieto.

– Señor Holmes, le he seguido hasta aquí sin preguntar -siguió diciendo Wiggins-, como he hecho siempre, porque sé que al final todo estará claro y aquello que ahora se me escapa me resultara evidente una vez que usted lo resuelva. Igual que siempre ha ocurrido. Sin embargo…

– ¿Sí?

– Sin embargo, me pregunto si ahora eso es cierto.

Se interrumpió de pronto, avergonzado, y apartó la vista del detective.

– Adelante, Wiggins. Si has tenido valor para llegar hasta aquí, debes seguir hasta el final.

– Tiene razón, señor Holmes, como siempre. -Sonrió, pero siguió sin atreverse a mirar a mi amigo a los ojos-. No puedo evitar preguntarme hasta qué punto tiene toda la madeja en su mano, si todos los hilos están en su poder.

– Una pregunta legítima, muchacho, totalmente legítima.

– No tiene ni idea de cuánto me ha costado hacerla.

Holmes sonrió, paternal.

– Al contrario, creo que me hago una idea bastante clara. -Apoyó una mano en el hombro de Wiggins-. Nunca temas preguntar algo. Y no temas tampoco las respuestas. Has hecho bien, muchacho.

Wiggins estuvo a punto de dejar escapar un suspiro de alivio. Su cuerpo se relajó y fue capaz de mirar a su maestro por primera vez.

– Sí, tienes razón. Hay mucho de este asunto que no sé. Sospecho algo y conjeturo bastante. Pero eso, como te he enseñado, no es suficiente. Buscamos hechos, no sospechas ni conjeturas.

Así que Holmes le puso al corriente de los pocos hechos con los que contaba.

– ¿De todos? -le pregunté.

– ¿Quiere decir si le hablé de la sabiduría de los muertos?

– Qué si no.

– Un poco. Lo suficiente para que se hiciera una idea de en qué circunstancias había tenido lugar mi primer encuentro con Crowley. No creí necesario que Wiggins supiera más sobre el asunto.

Sí que le puso al corriente, sin embargo, de las sospechas de Mycroft. Wiggins asistió a todas las explicaciones de su maestro con el semblante impasible y, cuando Holmes terminó, pasó un largo rato en silencio, rumiando lo que acababa de oír.

– Comprendo -dijo al fin.

Mi amigo asintió. Sí, Wiggins comprendía, no cabía duda alguna.

Capítulo VII. Un paseo por la costa

– Va a ser esta noche -le dijo Wiggins a Holmes, un par de días después de que éste le hubiera revelado los motivos por los que estaban tras la pista de Crowley.

Holmes asintió. Había estado siguiendo al ocultista de lejos, pero lo que había visto en él y en su troupe de adoradores corroboraba las palabras de su pupilo. Intentaban comportarse como si aquél fuera un día más, pero había cosas que a un ojo entrenado no se le escapaban: la impaciencia, la anticipación ante lo que estaba por ocurrir era tan evidente para quien supiera mirar que mi amigo a veces no podía evitar preguntarse cómo era que el resto del mundo no lo veía.

– Los demás vemos, pero no observamos -le dije, conteniendo una sonrisa-. Usted mismo me lo ha hecho notar a menudo.

– Cierto, viejo amigo, muy cierto.

Sonreía, pero vi que estaba molesto ante mi interrupción. Sin duda estábamos llegando al punto central de su historia, el momento de la resolución del caso. Y, como recordé en aquel instante, siempre había habido mucho de actor de vodevil en mi amigo, de comediante que odia ser interrumpido cuando está a punto de ofrecer su mejor número.

No podía hacer mucho para remediar mi pifia, más allá de parecer convenientemente avergonzado e implorarle que continuara.

Así lo hizo.

Wiggins podía haber llegado a la conclusión de que algo iba a pasar aquella noche por los mismos motivos que Holmes, pero el detective lo dudaba. Su pupilo estaba en un estado evidente de agitación, como quien acaba de descubrir de pronto algo inesperado, no como el tranquilo razonador que llega a una conclusión inevitable tras haber sopesado todos los datos. Wiggins, en cierto modo, acababa de sufrir una revelación.

– Es una forma de decirlo, señor Holmes -dijo, cuando el detective le inquirió acerca de ello-. Es cierto que, tal y como usted dice, había pistas suficientes para darme cuenta de que hoy sería el día. Pero confieso que… bueno, mi atención estaba distraída.

– Así que has visto de nuevo a la señorita Jaeger.

Wiggins asintió.

– La impaciencia siempre ha sido mi mayor defecto, usted lo sabe. Y, francamente, en los últimos días…

– Lo sé. Lo había notado.

– Claro, cómo no. El caso es que esta mañana… Bien, me dije a mí mismo que por qué no volver a sacar a Frederick Scott del armario y ver qué podía averiguar.

– En realidad, Wiggins, me estaba preguntando por qué tardabas tanto en hacerlo.

Wiggins no se molestó en disimular su sorpresa.

– Bien, supongo que sigo siendo un alumno torpe -dijo, esbozando una media sonrisa-. Se me ocurrió que quizá pudiera pillar al enemigo con la guardia baja. Al fin y al cabo, si sabían que los estábamos espiando, lo último que iban a esperar era que apareciéramos ante ellos con un disfraz que ya conocían. Y, al mismo tiempo, pensé que…

– Que era una buena oferta de paz, ¿no es así, muchacho? Una forma de decirles que no era necesario seguir fingiendo, pues todos éramos parte de la misma farsa, por así decir.

– Siempre estaré un paso por detrás de usted, Holmes -dijo Wiggins.

– No, muchacho, sólo eres joven. Los años se encargarán de curar eso.

Wiggins sonrió, y el detective no pudo menos que notar que había un deje de amargura en su sonrisa. Al fin y al cabo, Wiggins no era precisamente un mozalbete, sino un hombre maduro con los pies recién plantados en la cincuentena. Pero para Holmes seguía siendo el muchacho que había dirigido a sus Irregulares de Baker Street. Y siempre lo sería.

– Pero tendremos tiempo de sobra cuando esto acabe para las irrelevancias -dijo el detective-. Ahora será mejor que me pongas al día.

Su pupilo no se hizo de rogar.

En realidad, su idea tenía el toque justo de simplicidad y osadía para resultar brillante. Caracterizado de la misma guisa que en el barco que los había llevado a Lisboa y bajo la misma identidad supuesta, se había acercado a la señorita Jaeger en el vestíbulo del hotel.

Ella había parecido sorprendida unos instantes, antes de saludarlo con una inclinación de la cabeza y una sonrisa desconfiada.

– Vaya, señor Scott -dijo, después de que él hubo estrechado su mano-. No esperaba verlo por aquí… Al menos, no de este modo.

Wiggins fingió que ignoraba de qué estaba hablando ella, pero lo hizo de un modo deliberadamente poco creíble.

– Nunca me ha gustado dejar las cosas a medias, señorita Jaeger. Y, si no recuerdo mal, nuestra conversación anterior terminó de un modo un tanto abrupto.

– Eso no quiere decir que no hubiera terminado. Algunas cosas terminan así.

– Otras no.

Un rápido intercambio de ingenio verbal terminó desembocando en una invitación para dar un paseo por la costa. Ella apenas dudó antes de aceptarla.

Pasaron casi todo el resto del día juntos. Hablando de prácticamente todos los temas posibles excepto del único en el que los dos estaban pensando: el señor Aleister Crowley y sus planes.

Al oír aquellas palabras, Holmes enarcó una ceja.

– Quizá no era el único en el que estabais pensando -dijo.

– Puede que no. Pero, como usted mismo ha dicho, tendremos tiempo de sobra para las irrelevancias cuando esto acabe.

– Cierto, muchacho. Continúa.

Al fin, a base de muchos rodeos, vueltas atrás y falsos caminos, habían terminado llegando a una especie de entendimiento, una suerte de código verbal en el que ninguno de los dos decía la verdad directa, pero al mismo tiempo era consciente de que el otro comprendía lo que había tras sus mentiras. Wiggins nunca reconoció ser un agente al servicio secreto de Su Majestad y Anni Jaeger no afirmó en ningún momento que lo que Crowley había ido a hacer a Lisboa tendría lugar aquella noche. No fue necesario.

– Ella quería que lo supiéramos -dijo Holmes, como si hablase consigo mismo-. Diría que tu presencia le vino como anillo al dedo.

– Pienso lo mismo, señor Holmes.

Pero había algo que Wiggins le ocultaba, y al detective no se le escapó.

– Es una criatura fascinante, ¿verdad? No, no hace falta que respondas, muchacho, lo sé bien. Cuando inteligencia, belleza y carácter se combinan en una sola persona, el peligro es más que evidente.

Wiggins no respondió. Parecía incómodo.

– Lo siento, muchacho. No es de mi incumbencia. Sé bien que no vas a permitir que tu fascinación por la señorita Jaeger se inmiscuya en el cumplimiento de nuestra misión. Y el resto no es asunto mío. Reitero mis disculpas.

– Eso no es necesario, señor Holmes.

– Yo creo que sí lo es, pero no discutamos por una fruslería. En estos momentos lo verdaderamente importante es saber por qué la señorita Jaeger quiere que estemos presentes y, sobre todo, si es ella quien lo quiere o se ha limitado a transmitirnos los deseos de Crowley.

Wiggins frunció el ceño.

– ¿No sería igualmente importante saber dónde va a tener lugar el asunto? -preguntó-. Sé que será en algún lugar de la costa, al norte de la ciudad, pero eso es todo cuanto pude averiguar.

– No te preocupes, muchacho. Eso no será ningún problema. Ese indicio es más que suficiente.

– ¿Cómo?

– Vamos, Wiggins, no pensarás que me he pasado todos estos días limitándome a cambiar una y otra vez de disfraz y a seguir a nuestras presas sin hacer nada más. No, en cuanto estuvo claro que sólo esperaban algo, dejé que tú te encargaras de la mayor parte de la vigilancia y me dediqué a otras labores. Encontrar un lugar, por ejemplo.

– Holmes, le aseguro que…

– Vamos, ya habrá tiempo para que te maravilles ante mi genio -le interrumpió el detective con un brillo socarrón en la mirada-. Ahora no es el momento. Aunque desconocemos la naturaleza exacta de los planes del señor Crowley, sí que sabemos unas cuantas cosas sobre él. Y quizá la más interesante de todas sea su carácter exuberantemente teatral. Es un histrión, Wiggins, y necesita público para lo que hace, sí, pero también el escenario adecuado. En los pasados días he dado con varios lugares en los alrededores que podrían servirle para sus propósitos. Y ahora, gracias a ti, creo que tengo un candidato firme.

– ¿Gracias a mí?

– Has dicho que sería en algún lugar de la costa, al norte de la ciudad. Y, si no recuerdo mal tus primeras palabras, será por la noche. Sólo hay un escenario en mi lista que cumpla esas condiciones. Está al norte, no muy lejos, en la misma costa. Y tiene las connotaciones adecuadas para que Crowley lo haya elegido por encima de los otros.

Comprobó la hora en su reloj.

– Creo que será mejor que nos pongamos en marcha.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia Boca do Inferno. La Boca del Infierno, muchacho. ¿Hacia dónde, si no? ¿Qué otro lugar podría elegir Aleister Crowley como escenario para su representación, sea ésta la que sea?

Capítulo VIII. «Recuerda que eres mortal»

– Bien, Watson, todo parecía acercarse a un final más que inevitable, ¿verdad? El escenario estaba preparado, los actores en sus sitios y la trama cercana a su punto culminante. Y allí estaría yo, Sherlock Holmes, preparado para cosechar un éxito más en una vida llena de ellos. Eso era lo que parecía, ¿verdad?

No dije nada. No parecía que hubiera nada adecuado que decir.

– Agradezco su discreción, amigo mío, pero no es necesaria. Vamos, hable, dígamelo. Cuénteme lo que piensa.

– Le aseguro que en estos momentos no pienso nada. O, al menos, que no pienso lo que usted parece creer que estoy pensando.

El almuerzo había quedado atrás hacía un buen rato y una tarde desapacible se burlaba de nosotros tras las ventanas. Era evidente que Holmes no me creía, pero mis palabras eran ciertas. Él parecía esperar de mí algún tipo de reproche; más aún, parecía desearlo. Pero cómo podía reprocharle yo nada al más increíble ser humano que jamás había conocido, al hombre que había hecho, en buena parte, que mi vida mereciera la pena.

– Ah, Watson, es usted un buen amigo. El mejor. Y nunca se lo he agradecido lo bastante. -Holmes, por favor.

Me sentía incómodo ante sus cumplidos. Era como si aquél que tenía frente a mí no fuera Sherlock Holmes, sino alguna especie de extraño impostor. Por supuesto, yo siempre había sabido que Holmes no era la fría y desapasionada máquina de razonar que pretendía ser ante el mundo, a veces ante sí mismo. En realidad, hacía tiempo que sospechaba que era un hombre apasionado, de impulsos extremos y afectos y odios instantáneos. Todo eso había estado siempre bajo la superficie, atrapado, atado por la razón fría y la lógica implacable. Pero allí había estado y yo lo había visto asomar las veces suficientes.

Pero contemplar cómo todo eso salía a la superficie… Asistir de pronto al modo en que los remordimientos por los errores cometidos se adueñaban de su comportamiento era más de lo que podía resistir. Sabía que todo eso había estado siempre allí, que la pasión bullía bajo la razón, que la compasión era lo que guiaba la lógica. Pero un Holmes de sentimientos desatados me resultaba tan inconcebible, tan aberrante como lo habría sido uno de raciocinio puro.

– Amigo mío -dije, intentando que mi voz sonara lo más serena posible-. Éste no es usted, y lo sabe.

– Quizá éste soy yo, Watson, lo he sido siempre. Y sólo ahora, en mi momento de fracaso, puedo permitirme el lujo de reconocerlo. El frío razonador quizá no era más que un disfraz. Otro más.

– Es posible. Pero, ¿no somos acaso la suma de nuestros disfraces? ¿No forman parte ellos de nosotros? ¿No son, quizá, lo que nos definen y nos hacen ser éste y no el otro? Piénselo, Holmes, piénselo.

Le había oído reír otras veces antes, pero nunca del modo en que lo hizo ahora, como si toda su desesperación estuviera escapándose con aquella risa. Cuando terminó de reír, parecía un hombre nuevo.

– Ah, Watson, Watson -dijo, y era como si estuviera despertando de una pesadilla-, es usted increíble. Yo soy el fino razonador, el detective, el hombre de las deducciones. Y sin embargo, usted es capaz de poner el dedo en la llaga con una sola frase salida de su corazón. Y lo hace sin siquiera darse cuenta de ello. Tiene usted un don, amigo mío. Quizá mayor que cualquier otro.

Lo miré, tan perplejo ahora como antes.

– Confieso que no le entiendo, Holmes.

– Lo sé, Watson. Porque parte de su don es no saber que lo tiene. Seguramente no funcionaría de otro modo. ¿No se da cuenta de lo que ha hecho, de la paradoja que ha arrojado sobre mí? Usted, John H. Watson, el hombre de pasión y sentimientos, me ha pedido a mí, el cerebro andante, que piense. Usted, cuando mis remordimientos hacían presa en mí y no me dejaban ver la situación con claridad, lo ha deshecho todo con una sola palabra. Me ha pedido que piense.

Volvió a reírse, ahora de forma breve y tranquila. No pude evitar unirme a su risa.

– Bueno, alguien tenía que hacerlo -dije.

– Sí, y como siempre, ese alguien ha sido usted. A lo largo de mi carrera he visto cosas extraordinarias, amigo mío, algunas hermosas y otras horripilantes, pero ninguna es tan extraordinaria como usted, como su fe en mí y su amistad. El mundo sería un lugar muy vacío sin alguien como usted, Watson.

Incómodo de nuevo ante el cumplido, me encogí de hombros y dije:

– Eso se podría decir de cualquier persona.

– Pero en su caso es cierto. -Antes de que pudiera protestar de nuevo, hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia a su comentario, y dijo-. Pero tiene razón. Los cumplidos están de más. Y si algo he sido siempre es práctico, usted lo sabe.

– Eso, y muchas otras cosas.

– Cierto. Y hace unos minutos era un muñeco roto por los remordimientos. No volveré a agradecérselo, Watson. Tiene usted razón, no es necesario. Me ha vuelto a poner en el camino adecuado y es suficiente. Fracasé con Wiggins, es cierto, cometí errores y no supe ver a tiempo lo que ocurría. Es decir, soy humano y por tanto falible. Soy responsable de lo que he hecho y de lo que no he sabido hacer, sin la menor duda. Responsable. Pero no culpable.

Las cosas volvieron a su cauce de ese modo. Aunque algo había cambiado en Holmes, y creo que para bien. No, mi amigo no se convirtió en una persona gobernada por sus pasiones; era la lógica, atemperada por la compasión, lo que seguía guiándolo, pero desde ese día hubo algo nuevo en él, una cierta mirada irónica hacia sí mismo que ya no lo abandonó en las veces que volvimos a vernos.

Cuando un general romano celebraba un triunfo, junto a él en el carro por el que paseaba por las calles de Roma había un esclavo que sujetaba sobre su cabeza la corona de laurel. Pero también hacía algo más, susurraba en su oído unas palabras: «Recuerda que eres mortal».

Supongo que, sin pretenderlo, yo hice lo mismo con Sherlock Holmes aquella tarde: recordarle que era humano, pese a todo.

Capítulo IX. Boca do Inferno

Caía una noche desapacible sobre la costa portuguesa. Era como si Crowley no se hubiera limitado a elegir el escenario más adecuado para lo que se proponía, sino que además, de algún modo, hubiera convencido a la naturaleza para que lo secundara en sus propósitos y le ofreciera un espectáculo acorde a sus intenciones. A lo lejos, sobre el mar, se estaba gestando una tormenta y, a lo largo de la noche, el viento la llevaría a la costa.

Holmes y Wiggins llevaban un buen rato junto a la Boca del Infierno. Se trataba de un curioso accidente en la escarpada costa atlántica, como si alguien le hubiera dado un bocado a las rocas y luego las hubiera obligado a cerrarse sobre sí mismas, creando de ese modo un pozo de paredes erizadas por el que el mar se colaba, rugiente y enfurecido. Parecía, realmente, la entrada al infierno.

Luego supe que accidentes como ése no son muy infrecuentes en esa parte de la costa atlántica y que las bocas do inferno abundan, no sólo en Portugal, sino en el norte de España.

– ¿Y si es una trampa? -preguntó de pronto Wiggins-. ¿Y si ella nos ha dado las pistas suficientes para que diéramos con este lugar sólo para mantenernos apartados del verdadero sitio?

En la oscuridad creciente, la sonrisa de Sherlock Holmes resultaba casi siniestra.

– Vendrán aquí, Wiggins -dijo.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

Holmes dudó unos instantes.

– Si fueras Watson, te diría que tienes todos los elementos a tu alcance para llegar por ti mismo a la conclusión.

Wiggins frunció el ceño, sacó una petaca de su abrigo y echó un largo trago. Luego, con gesto concentrado, estuvo varios minutos en silencio.

– ¿Ella es uno de los nuestros? -dijo al fin.

– Formidable, Wiggins. Confieso que tenía miedo de que tu fascinación por la señorita Jaeger te cegara, pero me alegra ver que no ha sido así. En efecto, antes de enviarme, Mycroft me confió que había conseguido colocar a alguien cerca de Crowley. También me dijo que esa persona no podría actuar abiertamente; como mucho, sería capaz de darnos algunas pistas, siempre sin comprometer su tapadera.

Wiggins asintió.

– Comprendo. Hacer ver que reconocía mi disfraz por lo que era fue su modo de identificarse a sí misma; ante los ojos de usted, al menos, ya que no a los míos. Sin embargo, mi pregunta sigue siendo válida, ¿estamos seguros de que no es una trampa? ¿Podemos fiarnos de que la señorita Jaeger sea leal?

– Mycroft no suele cometer errores de ese calibre. Ni de ningún otro, ya que estamos. Sin embargo, la posibilidad existe, no te lo negaré. Es imposible tenerlo todo previsto, muchacho, ya deberías saberlo.

– Cierto, pero…

– Silencio. Alguien viene.

Ocultos como estaban en una pequeña oquedad entre las rocas, totalmente inmóviles, los largos abrigos marrones que les cubrían casi todo el cuerpo, las manos enguantadas y los rostros tiznados con corcho quemado, Wiggins y Holmes pasaron completamente desapercibidos en la oscuridad de aquella noche desapacible. El grupo que se acercaba ahora a la Boca del Infierno no reparó en su presencia.

Se movían por el terreno con familiaridad, como si ya lo hubieran visitado más veces. Desde su escondite, Holmes y Wiggins contaron al menos nueve personas, incluyendo a Crowley y la señorita Jaeger. No parecían preocupados por esconder su presencia: seguramente no contaban con que hubiera nadie por las cercanías en una noche como aquélla.

Ascendieron por el tortuoso camino que serpenteaba entre las piedras y, cuando estaban al borde de la Boca del Infierno, encendieron varias linternas. En aquella parte, el suelo se volvía especialmente peligroso: no sólo por su naturaleza irregular y accidentada, sino porque la humedad del cercano y rabioso océano lo volvía resbaladizo.

Así que ahora avanzaban con cuidado. Y con extremas precauciones tres de ellos fueron distribuyéndose alrededor de la Boca del Infierno. Holmes vio cómo Crowley ocupaba la posición más peligrosa de todas, la más cercana al mar abierto, y se situaba a espaldas de éste. Anni Jaeger, sin embargo, se quedó retrasada, junto al resto de los hombres.

Mi amigo le hizo una señal a Wiggins y abandonó el escondite. Medio agachados, medio reptando, los dos se fueron acercando hasta quedar justo al borde del exiguo perímetro iluminado por las linternas.

La tormenta, cada vez más cercana, era ya claramente audible y el mar golpeaba con auténtica furia contra el acantilado. Se introducía en la Boca por una hendidura en la pared de piedra y, al hacerlo, era como si alguna criatura poderosa y doliente lanzara un gemido de dolor. Luego abandonaba aquel extraño pozo creado por la naturaleza con un grito en el que casi se podían reconocer palabras.

Las tres personas que se habían situado al borde de la Boca alzaron los brazos. Empezaron a recitar algo al unísono. Wiggins miró a Holmes, confuso. Éste meneó la cabeza.

Porque había reconocido las palabras, si es que eran tales. Pese a no haberlas oído nunca antes, las había visto escritas más de una vez, a lo largo de los confusos e interminables expedientes que su hermano había ido recopilando sobre el Necronomicon.

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn -dijo Holmes, repitiendo en el salón de mi casa lo que había oído aquella noche en la costa portuguesa.

Me estremecí, como creo que se debió de estremecer el pobre Wiggins cuando las escuchó. Había algo… impío en aquellos sonidos, algo incorrecto en el hecho de que fueran articulados por una garganta humana.

Holmes intentó tranquilizar a Wiggins, aunque él mismo distaba de sentirse tranquilo. Oír aquello en voz alta había despertado extraños ecos en su mente. Sin embargo, logró apartar la sensación inquietante que insistía en apoderarse de él. El razonador se impuso sobre todo lo demás: estaban allí con una misión, y el resto carecía de importancia.

La tormenta estaba cada vez más cerca. Ahora, los truenos eran claramente audibles por encima del rugido del mar, y los rayos cruzaban el cielo como látigos enloquecidos.

Holmes vio que Wiggins estaba temblando. Se acercó al muchacho y, pese al riesgo que existía de que los descubrieran ahora que estaban tan cerca, abrió el abrigo de su pupilo, extrajo la petaca con brandy y lo obligó a echar un largo trago. Los temblores cesaron a medida que el licor iba calentando su cuerpo y, avergonzado por su comportamiento, Wiggins moduló un silencioso «lo siento» que Holmes hizo a un lado con un gesto de la cabeza.

Más allá de ellos, iluminados por la tormenta, Crowley y los otros dos continuaban con la ceremonia. Sonidos incomprensibles se escapaban de su boca y, pese al mar rugiente bajo ellos y la tormenta sobre sus cabezas, de algún modo cuanto decían llegaba a los oídos de los demás. Anni Jaeger y los otros formaban un corrillo a algunos metros de distancia, aguardando. Pero, ¿aguardando qué?

Alzaron los brazos. Los extendieron. Realizaron signos que carecían de sentido. Aullaron. Rieron y lloraron. El mar parecía decidido a devorar el acantilado. La tormenta era como la rabia desatada de un dios moribundo.

El mar se precipitó con un rugido en la Boca del Infierno. Un rayo cayó en ella, en medio de los tres hombres.

– Fue como si el mundo se hubiera apagado, Watson. No soy muy dado a las descripciones coloristas o exageradas, pero le aseguro que fue como estoy diciendo. La luz nos cegó y el ruido nos ensordeció. Y durante un instante no existió nada, ni siquiera nosotros mismos.

Luego, algo salió de la Boca del Infierno. Una columna de agua se alzó aullante hacia el cielo, un géiser imposiblemente alto decidido a desafiar la gravedad y que, por un instante, pareció congelarse para siempre en el tiempo, cristalizar en una forma precisa llena de aristas y espuma detenida a mitad de camino hacia el cielo.

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn -gritaron de nuevo los tres hombres. Y otra vez su voz se las apañó para ser audible por encima de todo lo demás.

La imposible columna de agua se colapso por fin con un último rugido y los tres hombres alrededor de la Boca del Infierno parecieron tropezar. Crowley estuvo a punto de resbalar hacia su muerte, se dobló en el último instante y cayó sobre sus rodillas. En su rostro había una expresión en la que luchaban dolor y éxtasis, y algo más que desafiaba toda descripción.

Y no era el único.

En medio del grupo de hombres, Anni Jaeger se tambaleó y habría caído si no la hubieran sujetado sus acompañantes.

Y junto a Holmes, Wiggins se retorcía en el suelo y sus facciones se contraían en una mueca tan parecida a la de Crowley que podía haber sido su reflejo.

En ese momento, mi amigo abandonó todo interés en la misión. Lo único que importaba era Wiggins a su lado, retorciéndose y aullando algo que no era del todo dolor hacia un cielo enloquecido.

– ¡El dos! -gritó de pronto-. ¡El dos! ¡Quema como él dijo que quemaría! ¡Todo quema!

Holmes, lanzándose sobre Wiggins, cargó su cuerpo tembloroso en brazos y empezó a alejarse de allí. Los acompañantes de Crowley se volvieron hacia ellos, confusos, sin saber muy bien lo que estaba pasando.

Alrededor de la Boca del Infierno, Crowley consiguió incorporarse y miró a su alrededor. Los dos hombres que lo habían acompañado en el ceremonial lo contemplaban sin saber qué hacer, como si de pronto hubieran perdido el rumbo y no supieran adónde volverse. Lentamente, Crowley echó a andar hacia la seguridad del interior.

De pronto, la tormenta cesó.

El resto de los hombres parecían indecisos entre perseguir a Holmes y ayudar a su maestro. Eran conscientes de que algo había ocurrido y de que la ceremonia no había terminado tal como debía, pero no se atrevían a hacer nada sin instrucciones de su magus.

Eso salvó a Holmes y Wiggins, quienes pudieron alejarse lo bastante para perderse en la oscuridad. El pobre muchacho seguía temblando en brazos de Holmes y no paraba de articular incoherencias sobre el dos y el modo en que todo quemaba. Por suerte, su voz se había reducido a un susurro agotado que resultaba casi inaudible.

– Él lo dijo. Me lo dijo cuando me marcó. El dos. Cómo quema.

Juzgando que, de momento, se había alejado lo suficiente, Holmes depositó a su pupilo en el suelo. No había mucho que pudiera hacer, salvo quizá dejar que el agotamiento venciera a Wiggins y pudiera sumirse en una inconsciencia reparadora.

Era vagamente consciente del tumulto que se estaba formando a lo lejos, en la costa. Pronto pasaría la confusión y empezarían a seguirlos. Y Holmes no podía permitir que encontraran al pobre Wiggins en aquel estado. Tenían que irse de allí, y tenían que hacerlo ya.

Por suerte, el cuerpo de Wiggins ya no temblaba. De hecho, apenas se movía. Holmes se inclinó sobre su aprendiz y, en ese momento, una mano se posó sobre su hombro. El detective se hizo a un lado con rapidez, mientras sacaba su revólver del abrigo y apuntaba frente a él.

– Tiene que volver -dijo una voz tranquila y ligeramente divertida-. Tiene que volver o todo será peor.

Frente a Holmes, perfectamente visible a pesar de la intensa oscuridad, había un hombre de cabello rubio y facciones angelicales. Sonreía con un lado de la boca, pero sus ojos parecían arder.

– Tiene que volver. Aún estamos a tiempo.

Holmes bajó el revólver.

– De todas las personas que esperaba encontrar aquí, es usted la última -logró decir con voz cansada.

El recién llegado acentuó su sonrisa.

– ¿Por qué? -preguntó-. Después de todo, esto es la Boca del Infierno.

Capítulo X. El señor Shamael Adamson

Corría el año 1895 y Holmes y yo investigábamos la desaparición de un supuesto explorador noruego llamado Sigurd Sigerson. No tardaríamos en descubrir que se trataba de un impostor; un americano llamado Lovecraft que, disfrazado de esa guisa, se había acercado a Amanecer Dorado para robar el Al Azif o Necronomicon, en aquel momento en su poder.

Aquel fue el caso que terminé llamando "La sabiduría de los muertos" y, durante su transcurso, conocimos a Shamael Adamson, aparentemente un inglés que había sido contratado por Sigerson como secretario. Con el tiempo descubriríamos que Adamson era mucho más de lo que parecía. Qué exactamente, nunca lo supimos, pese a sus afirmaciones de haber sido el gobernante de un cierto reino místico concebido para el sufrimiento. Había renunciado al gobierno del reino para transitar por la Tierra como un hombre más, o eso nos dijo a Holmes y a mí.

Y ahora, treinta y cinco años después, Holmes y Adamson estaban de nuevo frente a frente, en el último lugar del mundo donde el detective habría esperado encontrarlo.

Aunque, como el propio Adamson acababa de decir, ¿por qué no? Al fin y al cabo, aquello era la Boca del Infierno.

Pese a todas las preguntas que le venían a la mente, el detective era consciente de que en aquel momento sus prioridades eran alejarse de allí lo antes posible y poner a salvo a Wiggins.

– Ayúdeme -le dijo a Adamson-. Entre los dos podemos llevarlo más rápido.

– No lo entiende, ¿verdad? No debe alejarlo de aquí. Al contrario, tiene que llevarlo de vuelta a la Boca del Infierno.

– No diga tonterías.

– Tiene que detener lo que han empezado, Holmes. Debe devolverlo al lugar al que pertenece.

– No tengo tiempo para esto, Adamson. Si va a ayudarme, perfecto. Si no es así, apártese de mi camino.

Adamson lo pensó unos instantes. Lanzó un vistazo fugaz a sus espaldas y, de pronto, pareció tomar una decisión.

– Me temo que ya no importa -dijo-. El momento ha pasado. Se han ido.

Holmes siguió la dirección de su mirada. En efecto, ya no quedaba nadie en la Boca del Infierno. Crowley y sus seguidores se habían ido.

– Vamos, lo ayudaré -dijo Adamson, inclinándose hacia Wiggins-. Tengo un coche cerca de aquí, lo llevaremos a la ciudad.

Holmes asintió. Entre los dos, llevaron el cuerpo febril y medio inconsciente hasta el automóvil de Adamson. Holmes se subió en la parte de atrás, con Wiggins, mientras Adamson se colocaba tras el volante.

Wiggins abrió de pronto los ojos y miró a su alrededor, incapaz de comprender dónde estaba.

– El dos -balbuceó-. Él me marcó. Sus ojos de jade. El dos.

– Tranquilo, muchacho, todo ha pasado -dijo Holmes.

Wiggins lo miró como si no lo conociera.

– Yo lo hice todo. Cazador y presa. Asesino y juez. El dos. Oh, Dios mío.

De pronto, su cuerpo se desmadejó contra el asiento y sus ojos se cerraron. Su respiración no tardó en convertirse en un susurro regular.

Adamson se volvió hacia Holmes.

– No ha pasado, está empezando. Y será peor, se lo aseguró.

Pero Holmes no le hizo caso. Se quitó su propio abrigo y cubrió con él el cuerpo inconsciente de su pupilo.

– Descansa, muchacho -susurró con voz tierna-. Descansa. Yo me ocupo de todo.

Por un instante, una sonrisa de paz pareció asomar al rostro inconsciente de Wiggins, pero no tardó en ser sustituida por un ceño fruncido. Bajo los párpados cerrados, sus ojos se movían frenéticamente.

Adamson seguía conduciendo el automóvil por la oscura y silenciosa carretera. No tardaron en llegar a Lisboa y, algún tiempo después, a la casa que Mycroft les había proporcionado.

Dejaron a Wiggins en su lecho y luego, sentados frente a un fuego reconfortante, Holmes y Adamson se miraron en silencio durante largo rato.

– Su aparición esta noche no ha podido ser más oportuna… o todo lo contrario, según se mire -dijo al fin el detective-. Supongo que usted era la persona que Crowley temía que llegara antes de que pudiera poner a punto su representación.

– Así es -respondió Adamson con una sonrisa torcida-. Aunque supe que preparaba algo, tardé en saber cuándo y, sobre todo, dónde. Llegué a Lisboa esta misma tarde, y el tiempo apenas me alcanzó para estar donde debía esta noche. De hecho, lo hice demasiado tarde para impedir lo que ha ocurrido.

– ¿Y qué es lo que ha ocurrido?

– ¿De veras quiere saberlo?

– No lo preguntaría de no ser así.

Adamson sacó una elaborada pitillera de plata y encendió un cigarrillo. Le ofreció otro al detective. Éste negó con la cabeza.

– Como quiera. Ya frustré los planes de Crowley una vez, hace más de treinta años, supongo que lo recuerda.

– Sí, se las apañó para que el libro de Al Hazrid, el Necronomicon, quedara fuera de su alcance, cómo voy a olvidarlo. Sobre todo teniendo en cuenta que, al hacerlo, estropeó uno de mis mejores casos.

– Lo siento. Tenía una deuda contraída con Winfield Scott Lovecraft y debía pagarla.

– Comprendo.

– Sí, lo hace, aunque no cree real buena parte de lo que pasó.

Holmes se encogió de hombros.

– Al contrario. Todo lo que pasó fue real. Las explicaciones para ello, sin embargo… Me temo que desde el momento en que entramos en el terreno de lo sobrenatural, no puedo aceptarlas. No existe nada sobrenatural, señor Adamson. La misma palabra es un oxímoron evidente. Nada puede haber que escape a las leyes de la naturaleza. Cierto que hay mucho que no sabemos o comprendemos, pero asignarle la categoría de «sobrenatural» a todo lo que no terminamos de entender no es otra cosa que pereza intelectual.

Adamson asintió.

– Puede que se sorprenda, pero estoy de acuerdo con usted. El problema es que quizá no estemos definiendo como «naturaleza» la misma cosa, usted y yo.

– Es posible.

– Seguramente para usted la desaparición de Lovecraft en medio de un banco de niebla tiene causas… llamémoslas tecnológicas, ¿no es así? Quizá un submarino experimental que hundió rápidamente su cúter y lo acogió a bordo, de modo que cuando ustedes llegaron a donde él estaba, ya no había rastro alguno de Lovecraft o de su barco. Del mismo modo, estoy seguro de que justifica el hecho de que mi apariencia sea exactamente la misma que la de hace treinta y cinco años con alguna explicación que incluya métodos similares al que usa usted. Su… llamémosla «jalea real», tal y como usted lo hace a falta de un término mejor, que le ha permitido frenar los efectos del proceso de envejecimiento.

– Ambas explicaciones me parecen perfectamente razonables y lógicas.

– Así es. Pero, ¿eso las convierte en ciertas?

– Quién sabe. Explican los acontecimientos de un modo satisfactorio para mí. Por lo tanto, a mi me bastan.

– Comprendo. Me temo, entonces, que nada lo que yo le diga esta noche va a servirle de mucho. Sin duda, para usted lo ocurrido en la Boca del Infierno tiene una explicación sencilla y racional. Y lo que le ha sucedido a su pupilo…

– Lamentable -dijo Holmes-, pero evidente, una vez todo ha salido a la luz. De hecho, confieso que debería haberlo visto antes, si en este caso mis sentimientos por Wiggins no hubieran perturbado mis capacidades de raciocinio. Me temo que ni siquiera yo soy ajeno a las veleidades de la emoción y, para desgracia de Wiggins, han nublado mi juicio.

– Sí, no esperaba que lo viera otro modo. Y tiene razón, lo que le ha pasado a su discípulo era evidente para cualquiera que supiese mirar. Pero hay más, señor Holmes, mucho más, y ésa es la parte que me temo que no creería si yo se la contase. Esta noche ha empezado algo terrible y oscuro que se prolongará durante los próximos años. Pero creo que tendrá tiempo de ir descubriéndolo por sí mismo.

Arrojó el cigarrillo a la chimenea, donde las llamas lo devoraron rápidamente.

– No hay mucho que pueda contarle. Al menos en estos momentos, cuando las explicaciones que podría darle no encajan en la concepción que usted tiene del universo. -Frunció el ceño-. No, eso no es cierto: encajan perfectamente en la concepción que tiene del universo, pero no en la… implementación concreta que usted ha elegido para esa concepción.

– Es posible. Así pues, dígame cuanto pueda.

– Eso haré. El resto, me temo, tendrá que ir descubriéndolo por sí mismo. Si de algo estoy seguro es de que su intervención en este asunto está lejos de acabarse, señor Holmes.

– Eso no me sorprende demasiado.

– No, supongo que no. Veamos, ¿por dónde empezar? ¿Hace treinta y cinco años, cuando evité que una pieza del poder cayera en manos de Aleister Crowley? Porque supongo que a estas alturas su hermano ya le ha puesto en antecedentes y no ignora que el Necronomicon está repartido en tres libros, en tres ejemplares distintos del mismo libro, en realidad, y que los tres son necesarios para reconstruir el libro completo. Lo que Winfield Lovecraft robó hace treinta y cinco años era sólo una parte de Al Azif, una parte que yo envié donde menos daño pudiera hacer, pese a que la criatura que ahora lo tiene en sus manos… bien, eso es algo que usted averiguará por sí mismo, tarde o temprano.

– Comprendo -dijo Holmes.

Pero Adamson se dio cuenta de que el detective le estaba ocultado algo.

– Ah, ya veo. Mycroft no confía del todo en usted, aún no le había contado esa parte de la historia. Usted desconocía que el libro de Al Hazrid estaba oculto en tres ejemplares distintos. Bueno, estoy seguro de que su hermano se lo contará todo en detalle, supongo que usted mismo se encargará de ello cuando vuelva. Mycroft lleva muchos años intentando reconstruir el contenido del Necronomicon basándose en lo que otros han escrito sobre él. Y ha llegado a algunas conclusiones sorprendentes. Y ciertas. Pregúntele cuando vuelva a verlo.

– Eso haré.

– Como decía, para mí era importante mantener a Crowley alejado de esa fuente de poder. Por desgracia, su fracaso en obtener el libro de Al Hazrid no hizo más que espolear su ambición. Ha creado el personaje público que todos conocemos, esa especie de mago corrupto y depravado, esa suerte de criatura de vodevil que se exhibe por el mundo como si éste fuera su escenario.

Sacó un nuevo cigarrillo de su pitillera. Esta vez, Holmes aceptó el ofrecimiento de uno.

– Y entre tanto, ha ido buscando otras fuentes de poder. Ha hecho un trato. Podríamos decir que un trato con el demonio, si no fuera porque… bueno, usted no cree en esas cosas. No importa, ha pactado para obtener poder, y el ritual de esta noche era un paso necesario en ese pacto. De hecho, era el paso que podríamos calificar de definitivo. Tras esto, no hay marcha atrás posible. Crowley está comprometido. Ya no podrá cambiar de idea. No se lo permitirán. Así que seguirá adelante.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia la locura, el caos y la oscuridad. Hacia la destrucción del mundo tal y como usted lo conoce. Siendo más mundanos, más prácticos, si quiere, digamos que sus planes inmediatos pasan por la recuperación y reconstrucción del Necronomicon tal y como fue concebido por su autor. Luego… luego propiciará la situación adecuada para usarlo. Y él, o uno de los otros dos, terminará usándolo.

Holmes asintió, recordando el modo en que Crowley y sus dos acompañantes se habían colocado alrededor de la Boca del Infierno.

– En cuanto a su pupilo -siguió diciendo Adamson-, sé que intentará salvarlo, pero me temo que ha emprendido un camino del que ya no hay vuelta atrás.

– Eso no puedo aceptarlo.

– Lo sé. Sé que cree que aún puede recomponer la mente dividida de Wiggins. Y quizá, si alguien puede tener éxito en ese empeño, ése sería usted. Pero ya se lo he dicho, ése no es el verdadero problema de su discípulo.

De nuevo cayó un silencio incómodo entre ambos.

– Me doy cuenta de que usted no confía en mí, señor Holmes, y seguramente hace bien. Tengo mis propios planes y no tienen por qué coincidir con los suyos. Pero digamos que, al menos en este caso, somos aliados. Estoy tan interesado como usted en que Aleister Crowley y los suyos no tengan éxito. Seguramente volveremos a vernos y espero poder ayudarlo en el futuro. Mientras tanto… bueno, nunca me ha gustado poner todos los huevos en el mismo cesto, así que estoy emprendiendo otros caminos, por si el suyo fracasa.

– Me parece razonable.

Adamson se incorporó.

– No creo que nos quede mucho más que decir. Cuando vuelva a Inglaterra, sin duda su hermano tendrá muchas cosas interesantes que contarle sobre todo esto. Sabe mucho más de lo que hasta ahora le ha dicho, se lo aseguro.

Holmes enarcó una ceja.

– ¿Y me equivoco al suponer que parte de lo que sabe es gracias a usted?

Adamson reprimió una sonrisa.

– Me parece una deducción acertada -dijo.

– Era elemental.

– Claro, como no.

Adamson recogió su abrigo, sus guantes y su sombrero.

– Tengo mucho trabajo que hacer. Y usted también, señor Holmes. Por el bien del mundo, tal y como usted lo conoce y como yo he llegado a apreciarlo, espero que no fracase. Pero si lo hace… bien, me las apañaré, siempre lo he hecho. Buenas noches.

– Buenas noches, señor Adamson.

Capítulo XI. Recapitulaciones

La tarde se estaba convirtiendo rápidamente en una noche tristona y fría. Holmes y yo permanecíamos en silencio el uno frente al otro. Hacía varios minutos que había terminado de contarme su encuentro con Adamson y yo aún seguía tratando de asimilar toda la historia.

Había una pregunta que quemaba mi garganta, pero no me decidía a formularla.

– ¿Qué pasó con Wiggins? -logré decir al fin.

Holmes asintió, como si llevara un buen rato esperando mis palabras.

– Si lo que me pregunta es dónde está, no lo sé, Watson. No quise creer lo que Adamson me decía, que Wiggins estaba más allá de toda posible ayuda humana, pero temo que tenía razón.

– No lo entiendo, Holmes.

– Es muy sencillo, Watson. Wiggins despertó a la mañana siguiente. Y lo que había en sus ojos… Se había asomado al abismo y, cuando éste le devolvió la mirada, descubrió que se miraba a sí mismo.

Desde hacía un buen rato, una sospecha terrible se había colado en mi corazón y, pese a que las palabras de Holmes me la confirmaban, fingí no entender lo que me estaba diciendo.

– Había una sombra en el alma de Wiggins, Watson. ¿Desde cuándo? Desde hace treinta y cinco años, desde el momento en que el mandarín con ojos de jade marcó su rostros con el número dos.

Asentí. Recordé las cicatrices gemelas que cruzaban un lado de su rostro.

– El número dos -siguió diciendo Holmes-. Todo parece remitir una y otra vez al mismo momento, ¿no es cierto? En la primavera de 1895 nos enfrentamos a Lovecraft, no logramos impedir que éste robara el Necronomicon y conocimos a Shamael Adamson. Y poco antes, aquel mismo año, Wiggins fue marcado de forma indeleble por un demonio en forma humana. ¿Cree en las casualidades, Watson?

– No lo sé -respondí, incómodo conmigo mismo.

– Yo tampoco. Si hay una mente rectora tras todo esto, si existe un relojero cuya voluntad ha diseñado este artefacto maravilloso que es el universo, a veces pienso que tiene un sentido del humor francamente retorcido. Y si no lo hay… ¿qué sentido tiene todo entonces?

No me gustaba lo que implicaban las palabras de mi amigo. Me di cuenta de que de nuevo estaba resbalando hacia los abismos de la culpa y el dolor y era algo que no podía consentir. Así que dije, aunque ni yo mismo estaba muy seguro de que mis palabras fueran ciertas:

– ¿Acaso importa eso, Holmes? Nosotros damos sentido a nuestras vidas, a lo que pasa a nuestro alrededor, a nuestro universo. Qué importa lo demás.

– Tiene razón, como siempre, Watson. Gracias una vez más.

Me encogí de hombros.

– Pero sí, aquella terrible noche en Limehouse, Wiggins fue marcado por aquella criatura malévola. Hizo algo más que marcar su rostro, también dejó cicatrices en su alma. Y, al contrario que las del cuerpo, éstas no se curaron jamás. Su mente se… partió.

De nuevo aquella terrible sospecha. Y otra vez me negaba a creerla.

– Lo que está usted diciendo es que…

– Que Wiggins era el causante de los crímenes que él mismo investigaba. Él era el Asesino del Dos, Watson. O una parte de él, al menos.

Aquéllas eran las palabras que temía oír. Y, pese a que no quería creerlas, una parte de mí las reconocía como ciertas. ¿Acaso no había pensado durante todo aquel tiempo que la mente de Wiggins nunca se había llegado a curar de su encuentro con el mandarín? ¿No me había repetido a mí mismo una y otra vez que, por más que su rostro se curase, había otras partes de él que no lo habían hecho? Lo sabía, en cierto modo había sabido durante todo aquel tiempo que había algo torcido dentro de Wiggins. Simplemente, no había querido verlo. Y comprendí que a mi amigo le había pasado lo mismo.

– No puedo creerlo, Holmes -dije, sin embargo, como si aquel terrible pensamiento no se convirtiera en real mientras me negara a creer en él en voz alta.

– Yo tampoco pude durante mucho tiempo, Watson. Y sin embargo, creo que lo sabía, que en lo más hondo de mi ser lo sospechaba. Una mirada fría y desapasionada a lo que ocurría me habría hecho ver con claridad que las pistas no podían apuntar a otro lado. Pero me temo que, cuando se trataba de Wiggins, mi mirada lo era todo menos fría y desapasionada. Me engañé a mí mismo, supongo, miré hacia otro lado, no vi lo evidente.

– Holmes…

– Sabe que estoy en lo cierto, amigo mío. Y las palabras de Wiggins aquella noche fueron toda la confirmación que necesitaba. Su mente estaba partida en dos, dividida, separada en dos personalidades contrapuestas: policía y criminal, cazador y asesino. Creo que, durante mucho tiempo, ninguna de las dos partes sabía lo que hacía la otra. El detective desconocía que se perseguía a sí mismo; el criminal ignoraba que la sombra que le pisaba los talones era la suya propia. Luego… vino el colapso. Creo que Wiggins estuvo a punto de averiguar la verdad sobre sí mismo. No pudo aceptar lo que estaba a punto de ver y cerró los ojos. Cayó en una crisis nerviosa y trató de negar desesperadamente lo que casi había averiguado. Charlie lo internó en la clínica y me pidió que lo ayudara. Y yo… fracasé.

– Holmes… -repetí.

– No, amigo mío. Dije antes que era responsable de mis actos, pero no culpable. Y lo sigo sintiendo así. Pero no cerraré los ojos a la verdad. Fracasé en ayudar a Wiggins. Seguramente nadie habría podido ayudarlo. Como dijo Adamson, estaba más allá de toda ayuda. Cierto que durante un tiempo pareció mejorar. Lo llevé conmigo a Inglaterra y creí que ponerlo de nuevo a trabajar sería la mejor terapia. Y, al principio, seguramente así fue. Hasta aquella terrible noche en la Boca del Infierno. No sé muy bien qué efecto causó aquella escena en la mente de Wiggins, pero pude ver yo mismo los resultados: las dos mitades de su mente se enfrentaron, se miraron la una a la otra. Como dije antes, el abismo le devolvió la mirada y descubrió que en el abismo no había nadie más que él mismo.

Traté de decir algo, cualquier cosa, pero comprendí que era inútil, así que guardé silencio. Holmes me miró con una sonrisa triste, cansada, y se incorporó en el sofá. Recorrió la habitación un par de veces, se asomó a la ventana y, al cabo, se acercó de nuevo a mí.

– Saqué a Wiggins de Portugal como pude. Mycroft me ayudó. Y me ayudó también a internarlo en una clínica. Estuvo en ella hasta hace poco. Aunque cada vez estaba más seguro de que Adamson tenía razón y de que nadie podía ayudarlo, durante un tiempo me permití alimentar la esperanza de que podía no ser así. El personal de la clínica ha tenido éxito donde muchos otros han fracasado. Y el tranquilo y apacible entorno de Nueva Inglaterra quizá haría algo por su alma torturada, o eso pensé. Pero… hace un mes que Wiggins ha desaparecido. Ha huido de la clínica.

– ¿Lo ha buscado?

– No he hecho otra cosa, Watson, pero no hay rastro de él. Como si se hubiera evaporado, como si ya no estuviera en este mundo. Lo encontraré, sí, sé que tarde o temprano lo encontraré, o él me encontrará a mí y entonces… haré lo único que puedo hacer.

Me mordí el labio, porque presentía lo que Holmes estaba a punto de decir, y me parecía atroz.

– ¿El qué? -conseguí preguntar, al cabo de un rato.

– Daré descanso a su alma, qué otra cosa. De un modo u otro, le daré el descanso que su torturada alma merece. No puedo hacer otra cosa, Watson.

Todo mi ser se rebelaba contra lo que acababa de oír. Y sin embargo, no pude evitar decir:

– Lo sé.

– Es tarde. Será mejor que nos retiremos, amigo mío.

Me mostré de acuerdo.

– Con la luz de la mañana, quizá veamos las cosas con más claridad -dije.

– Me temo que ya las veo lo bastante claras.

No respondí.

Capítulo XII. De vuelta a la noche

Pero al día siguiente no hablamos gran cosa. Holmes durmió toda la noche y buena parte de la mañana y, cuando se levantó, parecía ser de nuevo el de siempre: frío y reservado, una máquina de razonar en perfecto estado, sin caer en debilidades emocionales de ningún tipo.

Por supuesto, no me engañó ni por un momento. El mago del pensamiento deductivo podía estar de nuevo al control, pero sabía bien que bajo la superficie todas aquellas emociones seguían allí.

Comprendí, sin embargo, que lo mejor era no insistir. Holmes se había desahogado, había volcado su alma sobre mí y ahora, limpio de culpa, de lastres emocionales, volvía a ser el de siempre. No del todo, me di cuenta. Como ya he dicho, desde aquel día se contempló a sí mismo con una ironía ligeramente divertida que ya no le abandonó nunca más.

Supongo que el «recuerda que eres mortal» funcionó pese a todo.

Mientras almorzábamos, Holmes ató los últimos cabos de su historia.

Varios días después de lo ocurrido aquella noche, hubo un pequeño escándalo en la ciudad de Lisboa. Aparentemente, se dio por muerto a Crowley. De hecho, se habló de un suicidio en la misma Boca del Infierno y Pessoa, el corresponsal portugués de Crowley, afirmó ser uno de los testigos del acontecimiento.

Holmes, sin embargo, no tardó en averiguar que Crowley seguía vivo. Anni Jaeger aún estaba con él, pero mi amigo sospechaba que Mycroft la había perdido como agente: había pasado mucho tiempo desde su último informe.

– Seguramente se ha pasado al otro bando -dijo Holmes-. O puede que estuviera siempre en él.

Holmes sospechaba que el fingido suicido de Crowley no era más que una forma de enfriar la pista de su perseguidor, Shamael Adamson. No sabía si él o alguno de los suyos lo habían visto aquella noche, pero desde luego sí que los habían visto a él y a Wiggins y debieron de pensar que estaban al servicio de Adamson.

– Pero volverá a aparecer. Alguien como Crowley no puede estar demasiado tiempo lejos de la luz pública. Su vida es un espectáculo coreografiado para los demás y, sin un público, carece de sentido.

Tras el almuerzo tardío, pasamos la tarde rememorando viejos tiempos. Comenzaba a anochecer cuando me manifestó que se iba.

– Tendrá que disculparme con la encantadora señorita Hunter -me dijo-. Estoy seguro de que podrá hacerlo sin problemas.

– Se sentirá decepcionada -le respondí-. Pero creo que sabré apañármelas.

– Estoy convencido de ello, Watson.

Rápidamente preparó su escaso equipaje. Siempre viajaba ligero.

– No sé cuándo volveremos a vernos, Watson. Intentaré que sea tan frecuentemente como pueda, pero…

– Lo sé. No es necesario que lo diga.

Sonrió.

– Watson, la única constante en un mundo siempre cambiante. Siga así, amigo mío.

– No sé seguir de otro modo.

Dejó caer la pequeña bolsa de viaje y me miró unos momentos indeciso.

– Esto es poco apropiado -dijo-, pero al demonio.

Y de pronto, para mi sorpresa, estaba abrazándome. Azorado, incómodo, emocionado, le devolví el abrazo como pude.

Se separó de mí, me miró como si quisiera asegurarse de que seguía allí y dijo:

– Buenas noches, Watson, hasta que volvamos a vernos. -Hasta la vista, amigo mío.

Y se perdió, de vuelta a la noche de otoño, que lo tragó con rapidez. Más tarde, tal como suponía, Violet vino a verme. No pareció decepcionada por no encontrar a Holmes, como si ya hubiera contado con su ausencia.

Le hice un resumen de lo que el detective me había contado, aunque omití muchos detalles. Como siempre que le contaba una historia, pareció fascinada.

– ¿Estará bien? -me preguntó cuando acabé.

Lo pensé unos instantes.

– Sí. Es el hombre más fuerte que he conocido. En realidad, ahora es incluso más fuerte que antes, porque ha comprendido que también él es frágil, como todos nosotros. Sí, querida, creo que estará bien. De un modo u otro, estará bien.

Pasé buena parte de la noche revisando viejos manuscritos nunca publicados, entre ellos mi narración del caso de "La sabiduría de los muertos". Me pregunté si sería el momento adecuado para dar a la luz pública aquella aventura de Sherlock Holmes, dejar que el mundo supiera por fin lo que había ocurrido en aquella fría primavera de 1895.

Decidí que aún no. Pero sabía que no podía faltar mucho.

El amanecer y Violet me encontraron revisando viejos casos, sonriendo nostálgico ante una réplica punzante de Holmes o un gesto teatral que despistaba a la policía.

– ¿Revisando el pasado? -me preguntó Violet.

– Siempre -dije.

Pero también pensando en el futuro, aunque no lo dije en voz alta. Holmes había vuelto a la noche. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que volviéramos a vernos, pero estaba seguro de que, cuando lo hiciera, tendría algo interesante que contarme, como siempre.

Intermedio. Entre bastidores [1]

Lo veo llegar.

Orgulloso, como siempre, convencido de que no hay nada que no pueda resolver, tan imbuido de su propia invencibilidad que su fracaso es inevitable.

Dentro de mí, algo se agita nervioso. Trata de calmarme, me dice que no me deje llevar por las emociones. Tenemos algo que hacer y no debemos permitir que nada interfiera en nuestros planes.

Pero son sus planes. No los míos.

Sin embargo, accedo. Al fin y al cabo, llegamos a un acuerdo, una tregua, y ahora los tres colaboramos en un propósito común. Yo, yo y la cosa que hay tras mis ojos y no soy yo pero me habita. No somos uno, no lo seremos nunca, pero compartimos el mismo espacio y tenemos que apañárnoslas de alguna manera para convivir.

Así que de acuerdo, me digo, son también mis planes, nuestros planes.

Hemos aprendido. En los últimos años, desde que dejamos al doctor Hufier abandonado a su suerte, paladeando sus últimos momentos en esta vida, hemos aprendido unas cuantas cosas. Este cuerpo sigue siendo una habitación demasiado estrecha, pero nos las hemos apañado para convertirlo en un habitáculo adecuado.

Más o menos.

A veces yo despierto, contemplo lo que sucede a mi alrededor. Veo lo que estoy haciendo, y trato de evitarlo. Pero no soy lo bastante fuerte para luchar contra mí, y mucho menos si la cosa venida de más allá del tiempo y del espacio me ayuda. Así que acepto la derrota y vuelvo a dormirme.

Cómo me gustaría librarme de mí. Poder prescindir de esa parte absurda y débil que aún siente afecto por él. Pero la necesito. Sin ella, incluso dormida como está la mayor parte del tiempo, el otro podría poseernos y entonces yo (cualquier yo) desaparecería.

Así que sigo adelante. Intento dormirme y trato de calmar mis temores cuando despierto.

«Vamos», oigo que me dice esa cosa que me habita. «Tenemos trabajo que hacer.»

Tiene razón.


Hemos pasado los últimos siete años yendo de un lado a otro, moviéndonos por el mundo sin ser apenas notados, preparando las piezas y disponiéndolas sobre el tablero. Hemos vivido en la oscuridad, y en ella nos hemos movido, interviniendo sólo cuando era necesario y efectuando los cambios imprescindibles aquí y allá.

Un ministro que dimite por problemas de salud.

Un funcionario que se jubila.

Un militar que muere.

Alguien que va hacia allá cuando estaba a punto de venir hacia aquí.

Nadie ha notado nada. Para todos, este mundo de 1937 es tal y como debería ser, los acontecimientos se han sucedido uno tras otro de un modo que parece inevitable y que nadie puede achacar a otra cosa que no sea el azar, la voluntad de Dios, o la implacable progresión de la Historia.

Pero hoy, ahora, el mundo es como nosotros necesitamos que sea y no de otro modo. Porque nos hemos movido en las sombras y lo hemos cambiado. Hemos alineado nuestras fuerzas sobre un campo de batalla que nadie ve y lo hemos preparado todo para llegar a este momento.

En España hay una guerra en marcha. Dolor, sufrimiento, un hermano matando a otro y dándonos exactamente lo que necesitamos: un caldero psíquico en el que están hirviendo los más bajos instintos de la humanidad, un grito inarticulado lanzado por millones de gargantas.

Un altar sobre el que nosotros sacrificaremos el multiverso para que los Primeros despierten y vuelvan a reinar sobre nosotros.

Hemos trabajado para llegar exactamente a este momento.

Y ahora él interviene, creyendo que puede detenernos. Él, el detective, el razonador supremo.

El culpable de que estemos ahora como estamos.

¿No fue él quien me sacó de la calle, me cobijó bajo su ala y me usó como peón en sus planes? ¿No fue Sherlock Holmes quien me hizo creer que el mundo, pese a todo, podía ser justo y que la esperanza tal vez existía? ¿No fue él quien me permitió creer en los finales felices?

¿No fue él el que me llevó al lugar donde el mandarín me marcó y partió mi mente en dos?

¿No es acaso el responsable de que algo que no sea yo viva ahora dentro de mí y tenga que pactar con ello?

¿No es el culpable de todo?


Con su ridículo disfraz (como si ese nombre de Altamont pudiera engañar a nadie), Sherlock Holmes pasea por la universidad de Harvard. Seguro que anticipa el momento en que sus manos se posarán sobre el libro y creerá haber obtenido el triunfo.

Igual que nosotros, ha pasado estos años moviéndose en las sombras. Guiado por su hermano al principio; en solitario, cuando Mycroft murió. Recorriendo el mundo en nuestra busca, intentando interponerse una y otra vez en nuestros planes.

Cree saber lo que preparamos. Sus espías le han informado de lo que va a ocurrir en España y cree que puede adelantársenos, llegar antes que nosotros al lugar donde está uno de los tres ejemplares del Necronomicon y robarlo delante de nuestras narices.

Lo que no sabe es que lo estamos esperando. Todos nosotros lo esperamos y caeremos sobre él.

Yo le estoy esperando.

Destrozaremos su cuerpo, lo obligaremos a suplicar. Nos pedirá perdón por todo cuanto nos hizo. Y no se lo concederemos, sólo más sufrimiento.

Aún no, me digo. Todavía no, dice la cosa que me habita.

Primero debe creer que ha tenido éxito. Debe llevarnos al lugar donde se oculta el otro ejemplar libro; al sitio donde lo escondió el hijo del ladrón. Lo necesitamos; debemos obtenerlo y unirlo con los otros dos para que el libro del árabe loco esté completo. Sólo entonces podremos despertar a los Primeros, abrirles paso al mundo y dejarlos caer sobre él.

Tengo razón. Tiene razón.

Así que aguardo. Así que Sherlock Holmes seguirá vivo un poco más, lo necesario para que nos conduzca hacia donde queremos.

Y luego…

Luego quizá lo dejemos vivir, lo suficiente para ver cómo ha fracasado.

O quizá no.


Está a solas, en la biblioteca, pasando página tras página del libro. Se ha da cuenta. Lo noto, lo conozco bien, y sé que se ha dado cuenta de que el libro que tiene frente a él es una superchería, una hábil falsificación.

¿Cómo le sienta eso al gran pensador, al detective imbatible? Nosotros llegamos antes y sustituimos el ejemplar de Harvard por un facsímil sin ninguna utilidad. Un engaño para estúpidos, una pista falsa que no lleva a ninguna parte.

¿Cómo le sienta eso a Sherlock Holmes?

No importa. Ahora es el momento. Enviar a nuestros tropas, enfrentarnos a él, ponerlo en una situación desesperada de la que deberá creer que ha salido en el último momento gracias a su increíble habilidad.

Pero no saldrá solo.

Oh, no.

Nos llevará a nosotros aunque no lo sepa. En la vaina de su bastón de estoque, que habremos cambiado en la lucha. A partir de ese momento, vaya a donde vaya, nosotros lo seguiremos, iremos tras sus pasos. Y, cuando consiga la otra parte del libro, caeremos sobre él, le arrebataremos su premio y, luego, por fin, le quitaré todo cuanto tiene y todo cuanto podría llegar a tener.

Al fin.


Siete años. Hemos planeado durante siete años, buscando los ejemplares del libro, los tres fragmentos que una vez unidos nos darán acceso al libro completo. Al Hazrid. El poeta loco.

Quizá. Pero listo.

Vio lo que había al otro lado. Cruzó, con su mente, si no con su cuerpo. Y robó conocimientos, sabiduría.

Y locura, tal vez.

Necesitamos su libro, tenemos que completarlo para abrir la puerta que no debe ser abierta.

Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn.

La primera parte está en España, a salvo, custodiada. Cambiamos el curso de la guerra para evitar que cayera en malas manos, y nadie lo notó. Tenemos la segunda parte en nuestro poder, sí, tal y como acaba de descubrir Sherlock Holmes. Es nuestra. En realidad, lo es desde hace mucho tiempo. Peaslee la robó para nosotros y dejó en su lugar una copia inofensiva en la biblioteca de su padre. La copia que el detective ha estado leyendo en los últimos minutos, antes de darse cuenta de lo que era en realidad.

Pero necesitamos la tercera. Winfield Lovecraft la robó para nosotros. Debería haberla llevado a Cuba en el noventa y ocho, pero no lo hizo. En lugar de eso, regresó a su casa para morir, loco y poseído.

Su hijo. Su hijo la ocultó, o sabe dónde está. Y Holmes intentará convencerlo de que le dé acceso a ella.

Pero no estará solo cuando lo haga. Nosotros, escuchas ignorados en la vaina de su bastón, estaremos con él. Todo cuando diga llegará a nuestros oídos. Seguiremos sus pasos. Y cuando crea que el premio es suyo caeremos sobre él y se lo arrebataremos.

Igual que le arrebataremos todo lo demás.

Cuanto es. Cuanto ha sido. Cuanto podría llegar a ser.

Todo.


El viejo lucha bien en la oscuridad. Sabe cómo moverse y aún no ha perdido agilidad. Engaña a sus atacantes una y otra vez, les hace frente y parece a punto de derrotarlos. Pero no sabe que el engañado es él.

«Vamos», me dice la cosa que me habita. «Es el momento.» Doy la orden de encender las luces y entramos en la habitación. Sherlock Holmes se detiene a mitad de un golpe y nos contempla. Su vista se posa en mí sin reconocerme, pero me doy cuenta de que algo en mi cuerpo le resulta familiar. No, aún no, todavía no debe sospechar que soy yo quien va a destruirlo. Así que permito que la cosa salida de la Boca del Infierno se haga con el control.

– Puede bailar cuanto quiera, Holmes -dice, con una voz en la que apenas hay pasión. Pero no debo intervenir, aún no-. De un modo u otro lo haremos bajar de ahí.

Holmes acepta la verdad de nuestras palabras. Sabe bien que ha podido aprovechar la oscuridad como una ventaja contra sus atacantes iniciales, pero es poco probable que la luz juegue ahora a su favor, y más teniendo en cuenta que el número de sus enemigos acaba de verse repentinamente multiplicado. El viejo siempre ha sido un hombre práctico, por encima de todo.

– Estoy en desventaja, señor -dice, tratando de ganar tiempo, mientras intenta, en vano, buscar una salida a aquella situación-. Usted sabe mi nombre, pero yo desconozco el suyo.

– Tiene razón. Está en desventaja -digo, tomando repentinamente el control de mi cuerpo. El momento del éxito está tan cerca que no puedo evitarlo-. Pero eso no tiene nada que ver con mi nombre.

Doy una señal y veo que Holmes comprende que todo estaba perdido. Sí, se da cuenta de que no soy ningún villano de opereta, y no voy a perder el tiempo hablando con él. Quiero su muerte, y cuanto antes.

No, aún no. Todavía debe creer que es capaz de salir de ésta. Tenemos que darle una salida, la apariencia de una victoria, para que pueda irse de aquí y llevarnos a nosotros con él sin saberlo. Debe guiarnos hasta el lugar donde el hijo de Lovecraft ocultó el libro.

Así que cedo, pese a todo. El viejo se saldrá con la suya, de momento. La vaina del bastón ya ha sido reemplazada y el dispositivo espía que Nadie nos ha facilitado envía su señal con claridad.

Y entonces se desata el infierno. Una tromba azul en forma humana irrumpe en la habitación, inutiliza a mis hombres antes de que ninguno comprenda lo que ha pasado, salta sobre la mesa, coge a Holmes y se va de allí.

Han pasado unos segundos, menos quizá. Y el detective ha desaparecido.

Miro a mi alrededor, buscando un culpable. El doctor Peaslee me contempla con un gesto servil.

– No puede ser -dice.

Claro que no puede ser. Pero a lo largo de mi vida he visto los suficientes «no puede ser» para comprender que ocurren más a menudo de lo que se piensa.

Y en estos momentos, otras pensamientos más importantes ocupan mi mente.

– ¿El bastón? -pregunto.

Peaslee parpadea, como si no comprendiera de qué estoy hablando. Explora la habitación y por fin se vuelve a mí, conteniendo un suspiro de alivio.

– Se lo ha llevado -me responde.

Bien, digo. Bien, me repito, tratando de calmarme. No todo está perdido. Pese a lo ocurrido, aún conservamos un as en la manga. Holmes se ha llevado el estoque consigo y, por tanto, sabemos en todo momento dónde está.


En las horas siguientes, el enigma queda resuelto, aunque sólo sea para proponernos un enigma aún mayor.

Lo que ha rescatado al detective de nuestras garras es una criatura extraordinaria. Un hombre, en apariencia, pero poco menos que un dios en sus habilidades. Se mueve casi más rápido de lo que el ojo alcanza a ver, su fuerza sobrepasa lo imaginable y es capaz de atravesar medio continente de un solo salto.

¿De dónde ha salido alguien así?

– Podría estropearlo todo -dice Anni.

Tiene razón. Es lista. A veces pienso (y cuando lo hago, no estoy seguro de si soy yo o es la cosa que me habita) que de las tres entidades que salieron del abismo de la Boca del Infierno, ella es la mejor. O no. Puede que sea algo tan sencillo como el hecho de que ha sabido integrar la antigua personalidad de su anfitriona humana dentro de lo que es ahora.

No importa. No tenemos tiempo para eso. Esa especie de superhombre que se ha interpuesto entre Holmes y nosotros es peligroso y, como Anni ha dicho, podría estropearlo todo.

La cosa que me habita no está intranquila, no se impacienta. Me dice que me calme.

Le hago caso. No me gusta, pero sé que tiene razón. No es el momento para dejarse llevar. Aún no.

Así que esperamos, por el momento. No podemos hacer mucho más, mientras Holmes no nos lleve al lugar donde está el libro.

Y, mientras esperamos, escuchamos. El dispositivo localizador del bastón trae a nosotros las palabras del detective. Lo oímos hablar con el hijo del ladrón, moribundo y rebosante de autocompasión, ignorante de su condición de nexo humano; aunque lo sabe de algún modo o lo sospecha sin saberlo y por eso ha ocultado el libro que robó su padre para nosotros y que nunca nos dio. Lo oímos lamentar su infancia desaparecida, su juventud malgastada, sus escasos años de madurez truncados por el cáncer.

Si lo hubiéramos sabido. Si hubiéramos comprendido antes lo que es realmente el hijo de Lovecraft, quizá podríamos haberlo usado. Un nexo humano, capaz de viajar entre los mundos. Ignorante de sus habilidades y atormentado por ellas. Otro Al Hazrid, sólo que el árabe loco sabía lo que era y el hijo de Lovecraft, no. Ha contado una y otra vez lo que asomaba a sus pesadillas, ha escrito cuentos torpes y excesivos narrando lo que ha visto en otros mundos. Pero nunca ha llegado a comprender lo que era realmente.

Ha comprendido lo suficiente para ocultar el libro de nosotros, sin embargo.

Aunque no de Holmes. Le dice al detective cómo encontrarlo. Éste, una vez obtenido lo que desea, lo deja morir en paz.

Y luego, escuchamos cómo Holmes desentraña el origen del superhombre con facilidad, a partir de los escasos datos que posee.

Una parte de mí aún siente admiración por él. La otra quiere humillarlo antes de destruirlo. La cosa con la que convivimos lo encuentra irrelevante.

Pero la información que Holmes nos proporciona podría ser de utilidad. Anni lo ve enseguida.

Un extraterrestre, alguien venido de otro mundo y caído en la Tierra. Y es el sol de este planeta insulso el que le proporciona sus increíbles habilidades. De algún modo sus células procesan la energía solar y la transforman en algo nuevo.

– Podría sernos útil -repite Anni.

– No importa -dice la cosa que nos habita-. Él y todos los demás dejarán de tener importancia cuando despertemos a los Primeros.

– Si los despertamos.

Esas palabras me dan que pensar. Debemos contemplar la idea del fracaso, la posibilidad de que tampoco ahora tengamos éxito. El superhombre podría ser un problema. Y, aunque lo neutralicemos, se podría interponer alguna otra cosa en nuestro camino.

– ¿Qué sugieres? -pregunto.

– No lo sé -dice ella-. Aún no. Tengo que pensar en ello. Quizá buscar el lugar donde cayó su nave. Puede que allí haya algo.

Asiento y me encojo de hombros. Una parte de mí se siente inclinada a pensar que Anni pierde el tiempo. Otra, más precavida, decide concederle una oportunidad a su idea.

– Como quieras -digo-. Yo seguiré adelante con el plan.

Se muestra de acuerdo, por supuesto. Es consciente de que la suya es una tarea menor en estos momentos y de que tampoco podemos desviar muchos recursos en ella. No le gusta, pero es práctica y lo acepta.


Al otro lado del país hay una casa, y allí nos lleva Sherlock Holmes sin saberlo. Su ocupante la ha encontrado hace tiempo: un nexo entre realidades, y el rubí en su frente le sirve de llave para todas las puertas que contiene.

Lo conocemos desde hace tiempo. Lo hemos tenido vigilado, pero nunca sospechamos que fuera él quien estuviera custodiando el ejemplar del libro que nos faltaba. En realidad, hace años que decidimos que Longbottom era inofensivo, que no representaba ningún obstáculo para nuestros planes: un erudito solitario que nunca salía de casa y al mismo tiempo visitaba todas las realidades. Una criatura inútil, obsesionada en la obtención de conocimiento, pero incapaz de actuar.

Inofensivo.

Y sí, cierto que lo es. Pero ese erudito inofensivo guardaba durante todo este tiempo lo que necesitábamos. Lo teníamos ante nuestras narices y no supimos verlo. La ironía es cruel, aunque la cosa que me habita parece impermeable a ella.

No puedo menos que admirar el modo en que se las han apañado para ocultarnos el libro. La gente de Lovecraft se lo dio a Longbottom. Y éste lo ha guardado en otra realidad, en un mundo muerto al que nadie tendría interés en ir.

Nadie salvo un erudito aburrido.

Y ahora, un detective y un superhombre.

Y nosotros.

Sí, iremos ahora. Quizá no sea el mejor momento. Este mundo y la realidad a la que vamos no forman siempre un ángulo adecuado, y eso implica un desfase temporal en el viaje. Volver va a costar trabajo y ralentizará nuestros planes. Sin embargo, necesitamos el libro, necesitamos el conocimiento que el árabe loco robó de nuestro mundo. Y, de todas formas, tenemos tiempo: planeamos esto bien y, pese al retraso que significa ir al mundo donde se oculta el Necronomicon, tenemos el margen suficiente para que todo esté preparado cuando debe estarlo. Iremos, haremos lo que tenemos que hacer y luego volveremos.

Me preparo para partir tras el detective y el superhombre.


¡Es mío!

El superhombre agoniza en un mundo muerto y Sherlock Holmes se encuentra atrapado allí. Atrapado para morir, o para esperar mi regreso.

Sin salida. Solo.

Contempló el destrozo que el superhombre ha causado en mi mano antes de que me librase de él. Mi débil parte humana intenta dar salida a su dolor, pero no se lo permito. No, ahora estoy yo al frente, y las cosas se harán a mi manera.

El detective está atrapado en un lugar donde no puede hacer daño, y el superhombre ha muerto, o no tardará en estarlo. Los planes que Anni pudiera tener para él, fueran los que fueran, ya carecen de sentido.

Dejo que me curen la mano, indiferente al dolor.

El libro está en nuestro poder. Ahora sólo tenemos que unir las tres partes. Y en nuestro altar, en el grito de dolor que hemos esparcido sobre España, haremos lo que debemos hacer. Los Primeros despertarán. Este mundo, tal como lo conocen sus habitantes, está condenado a desaparecer.

Nuestro viaje a ese mundo blanco y fantasmal no ha carecido de consecuencias. Las escasas horas que pasamos allí, tal como temía, se han convertido en un año entero al otro lado. No importa. Un retraso más, es cierto, pero hemos esperado tanto tiempo… Un año no es nada.

Pronto debo encontrarme con los otros dos y partir hacia España, donde todo está dispuesto. Allí abriremos la puerta, la última puerta, y desencadenaremos a los Primeros sobre un multiverso que no está preparado para ellos.

Al fin, sí. Después de tanto tiempo.

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