Ivan reía mientras daba vueltas en la silla giratoria de piel negra del mostrador de recepción situado fuera del despacho de Elizabeth, a quien oía hablar por teléfono en la habitación contigua organizando una reunión con su aburrida voz de adulta. Pero en cuanto colgó el teléfono la oyó tararear de nuevo su canción. Rió para sus adentros. Definitivamente la melodía era adictiva; una vez que se te metía en la cabeza apenas podías hacer nada para librarte de ella.
Giró en la silla cada vez más deprisa haciendo piruetas sobre ruedas hasta que se le revolvió el estómago y le palpitaron las sienes. Decidió que dar vueltas en la silla era su juego favorito. Ivan sabía que a Luke le habría gustado jugar a dar vueltas en la silla y al recordar su triste carita aplastada contra la ventanilla del coche a primera hora de la mañana la mente se le fue por las ramas y la silla perdió velocidad. Ivan tenía muchas ganas de visitar la granja y además le había dado la impresión de que al abuelo de Luke le convenía un poco de diversión. En eso era semejante a Elizabeth. Dos viejos odirrubas aburridos.
En fin, al menos aquella separación daba tiempo a Ivan para observar a Elizabeth con vistas a redactar un informe sobre ella. Tenía una reunión al cabo de pocos días en la que habría de presentar al resto del equipo el perfil de los sujetos con quienes estaba trabajando en aquel momento. Lo hacían muy a menudo. Bastarían unos cuantos días más con ella para demostrar que no le veía y luego podría volver a concentrarse en Luke. Quizás hubiera algo que estuviera pasando por alto a pesar de sus años de experiencia.
Cuando comenzó a sentirse mareado Ivan puso un pie en el suelo para detenerse. Decidió saltar de la silla giratoria para fingir que saltaba de un coche en marcha. Rodó de manera teatral por el suelo tal como lo hacían en las películas, levantó la vista desde donde había quedado hecho un ovillo y vio delante de él a una chica que miraba boquiabierta las evoluciones de la silla giratoria.
Ivan la vio recorrer la oficina con la vista para comprobar si había alguien más presente. La muchacha frunció el ceño, se acercó al escritorio como si caminara por un campo minado y dejó el bolso encima del escritorio con sumo cuidado, como si temiera molestar a la silla. Se cercioró de que nadie la estaba observando y luego se acercó de puntillas al asiento para estudiarlo. Adelantó las manos como si tratara de domar a un caballo salvaje.
Ivan se echó a reír.
Visto que no había nada raro Becca se rascó la cabeza maravillada. Tal vez Elizabeth había estado sentada en la silla justo antes de que ella entrara. Sonrió con complicidad ante la idea de Elizabeth dando vueltas como un chiquillo con el pelo recogido y uno de sus trajes negros de corte impecable y sus cómodos y prácticos zapatos oscilando en el aire. No, la imagen no encajaba con ella. En el mundo de Elizabeth las sillas estaban hechas para sentarse en ellas. Así que eso fue exactamente lo que hizo Becca y se puso a trabajar de inmediato.
– Buenos días a todas -gorjeó una voz desde la puerta más tarde esa mañana. Una saltarina Poppy con el pelo color ciruela entró en la oficina enfundada en unos téjanos acampanados con bordados de flores, con zapatos de plataforma y una camiseta teñida en casa de estilo hippy. Como de costumbre, hasta el último centímetro de su cuerpo estaba salpicado de pintura-. ¿Todo el mundo ha pasado un buen fin de semana?
Siempre hablaba con una entonación cantarina y parecía que bailara al moverse, balanceando los brazos con el garbo de un elefante.
Becca asintió con la cabeza.
– Estupendo. -Poppy se plantó delante de Becca con los brazos en jarras-. ¿Qué has hecho, Becca, apuntarte a un grupo de debate? ¿Saliste por ahí con un tío y le comiste la oreja? ¿O qué?
Becca leía un libro y no le hizo el menor caso.
– ¡Caray, eso es fabuloso, menudo desmadre! ¿Sabes una cosa? Me encanta el buen humor que se respira en esta oficina.
Becca pasó una página del libro.
– ¿De verdad? -prosiguió Poppy-. Bueno, ya me has contado bastante por ahora. Deja que lo digiera, si no te importa. ¿Qué demon…?
Se apartó de un salto del escritorio de Becca y enmudeció.
Becca no levantó la vista del libro.
– Lleva toda la mañana haciendo eso -dijo en un tono cansino.
Poppy se quedó paralizada.
La oficina se sumió en un silencio absoluto durante unos minutos mientras Becca leía su libro y Poppy miraba fijamente lo que ocurría delante de ella. En su despacho, Elizabeth oyó el prolongado silencio y se asomó a la puerta.
– ¿Va todo bien, chicas? -preguntó.
Un misterioso chirrido fue la única respuesta.
– ¿Poppy?
Poppy no movió la cabeza al contestar:
– La silla.
Elizabeth salió de su despacho. Volvió la cabeza en la misma dirección. La silla salpicada de pintura de detrás del escritorio de Poppy -a quien Elizabeth llevaba meses intentando convencer para que se librara de ella- daba vueltas por sí misma haciendo chirriar sus tornillos. Poppy soltó una carcajada nerviosa. Ambas se acercaron para examinarla. Becca seguía leyendo su libro en silencio como si fuese la cosa más normal del mundo.
– Becca -dijo Elizabeth medio riendo-, ¿has visto esto?
Becca permaneció con los ojos clavados en la página.
– Ha estado haciéndolo durante la última hora -dijo en voz baja-. No hace más que parar y volver a empezar todo el rato.
Elizabeth frunció el ceño.
– ¿Se trata de alguna nueva creación artística tuya, Poppy?
– Ojalá lo fuese -respondió Poppy, aún sobrecogida.
Las tres observaron en silencio la rotación de la silla. Chirrido, chirrido, chirrido.
– Tal vez debería llamar a Harry. Seguramente se tratará de algo relacionado con los tornillos -razonó Elizabeth.
Poppy enarcó las cejas con incredulidad.
– Claro, seguro que los tornillos la hacen girar como loca -dijo sarcásticamente contemplando maravillada los giros de la silla multicolor.
Elizabeth se quitó una pelusa imaginaria de la chaqueta y carraspeó.
– ¿Sabes una cosa, Poppy? Ya va siendo hora de que hagas retapizar tu silla. Dudo que cause una impresión muy positiva a los clientes que vienen a vernos. Estoy convencida de que Gwen lo haría en un santiamén, tratándose de ti.
Poppy abrió mucho los ojos.
– Pero si está la mar de bien así -protestó-. Es una expresión de mi personalidad, una prolongación de mí misma. Es el único objeto de esta habitación en el que puedo proyectarme. -Miró a su alrededor con desagrado-. Esta puñetera habitación beis. -Pronunció el nombre del color como si fuese el de una enfermedad-. Y la señora Bracken pasa más tiempo cotilleando con esas colegas suyas que no tienen nada mejor que hacer que dejarse caer por la tienda a diario que trabajando.
– Sabes de sobra que eso no es verdad. Y recuerda que no todo el mundo aprecia tu gusto. Además, siendo como somos una empresa de diseño de interiores deberíamos mostrar diseños menos… alternativos y más en sintonía con lo que la gente puede poner en sus hogares. -Estudió la silla un poco más-. Parece como si un pájaro con graves trastornos intestinales la hubiera utilizado como retrete.
Poppy la miró orgullosamente.
– Me alegra ver que alguien ha captado la idea.
– De todos modos, ya te he dejado poner esa mampara. -Elizabeth señaló con la cabeza la pantalla que Poppy había decorado con todos los colores y materiales conocidos por el hombre para que hiciera las veces de tabique divisorio entre Becca y ella.
– Sí, y a la gente le encanta esta mampara -dijo Poppy-. Ya he recibido tres pedidos de clientes.
– ¿Pidiendo qué? ¿Que la derribes? -Elizabeth sonrió.
Ambas estudiaron la mampara pensativamente, con los brazos cruzados y la cabeza ladeada como si estudiaran una obra de arte en un museo, mientras la silla continuaba dando vueltas delante de ellas.
De repente la silla dio un brinco y la mampara de Poppy cayó al suelo con gran estrépito. Las tres mujeres se sobresaltaron y dieron un paso atrás. La silla comenzó a perder impulso y terminó deteniéndose.
Poppy se tapó la boca con la mano.
– Es una señal -dijo con voz apagada.
Al otro lado de la habitación la normalmente silenciosa Becca se puso a reír a carcajadas.
Elizabeth y Poppy cruzaron una mirada atónita.
– Hummm -fue cuanto Elizabeth pudo decir antes de volverse lentamente y regresar a su despacho.
Tumbado en el suelo de la oficina, donde había caído al saltar de la silla, Ivan se agarró la cabeza con las manos hasta que la habitación dejó de dar vueltas. Le dolía la cabeza y había sacado la conclusión de que quizá la silla giratoria ya no seguía siendo su favorita. Un tanto mareado, observó a Elizabeth entrar en su despacho y cerrar la puerta a sus espaldas con el pie. Se levantó de un brinco y abalanzándose hacia ella consiguió deslizarse por la rendija antes de que se cerrara. Hoy Elizabeth no iba a dejarlo encerrado.
Se sentó en la silla (no giratoria) del escritorio de Elizabeth y echó un vistazo a la habitación. Se sintió como si estuviera en el despacho de un director de colegio aguardando a que lo reprendieran. La atmósfera, silenciosa y tensa, era la de un despacho de director, y también olía de forma parecida, salvo por el aroma del perfume de Elizabeth que tanto le agradaba. Ivan había estado en unos cuantos despachos de director con anteriores amigos íntimos, de modo que conocía muy bien aquella sensación. En los cursos de formación solían decirles que no fueran al colegio con sus amigos íntimos. Su presencia en las aulas era del todo innecesaria y esa norma se introdujo porque los niños se metían en dificultades y los padres recibían llamadas de sus maestros. En cambio, estaban autorizados a rondar por las inmediaciones y aguardar en el patio hasta la hora del recreo. E incluso si los niños decidían no jugar con ellos en el patio, sabían que no andaban lejos y eso les daba más confianza para jugar con los demás chavales. Todo esto era resultado de años de investigación, pero Ivan tendía a hacer caso omiso de esos datos y estadísticas. Si su mejor amigo le necesitaba en el colegio, allí estaría él y desde luego no le daría ningún miedo saltarse las normas.
Elizabeth estaba sentada detrás de un gran escritorio de cristal en un enorme sillón de piel negra, vestida con un austero traje también negro. Que él supiera, siempre se vestía con los mismos colores: negro, marrón y gris. Muy sobrios y muy aburridos, aburridos, aburridos. El escritorio estaba inmaculado, refulgente y centelleante, como si acabaran de sacarle brillo. Encima sólo había un ordenador y su correspondiente teclado, una gruesa agenda negra y el trabajo sobre el que estaba inclinada Elizabeth, que a Ivan le pareció que era una aburrida serie de trozos de tela cortada en cuadraditos. Todo lo demás estaba guardado en unos armarios negros. Los únicos objetos que había a la vista eran las fotos enmarcadas de habitaciones que obviamente había decorado Elizabeth. Igual que en la casa, no había ningún indicio acerca de la personalidad del ocupante del despacho. Sólo blanco, negro y cristal. Tuvo la sensación de estar en una nave espacial. En el despacho del director de una nave espacial.
Ivan bostezó. Sin lugar a dudas, Elizabeth era una adirruba. No tenía ninguna foto de parientes o amigos, ningún juguete de peluche sentado encima del ordenador, e Ivan no vio ni rastro del dibujo que Luke había hecho para ella durante el fin de semana. Elizabeth había dicho que lo pondría en su despacho. Lo único interesante era una colección de tazones de Joe's alineada en el alféizar de la ventana. Apostó a que Joe no estaría nada contento con aquello.
Se inclinó hacia delante, apoyó los codos encima del escritorio y pegó su rostro al de ella. La expresión de Elizabeth era de pura concentración, tenía la frente lisa y ni una sola arruga le surcaba la piel, como normalmente le ocurría. Sus labios brillantes, que a Ivan le olían a fresa, se fruncían y alisaban delicadamente mientras Elizabeth tarareaba para sí quedamente.
En ese instante su opinión acerca de ella cambió otra vez. Ya no era la directora de colegio que parecía cuando estaba con otras personas; ahora se la veía tranquila, serena y relajada, muy distinta de como solía estar cuando pensaba a solas. Ivan supuso que se debía a que por una vez no estaba preocupada. Tras observarla un rato, los ojos de Ivan bajaron al trozo de papel sobre el que estaba trabajando. Entre los dedos Elizabeth sostenía un lápiz de color marrón con el que sombreaba el dibujo de un dormitorio.
Los ojos de Ivan se iluminaron. Colorear era con mucho su pasatiempo favorito. Se levantó de la silla y se puso detrás de ella para ver mejor lo que estaba haciendo y averiguar si tenía la habilidad de no salirse de las rayas. Era zurda. Ivan se inclinó sobre su hombro y apoyó un brazo encima del escritorio para no perder el equilibrio. Estaba tan cerca de ella que olía el aroma a coco de sus cabellos. Inspiró profundamente y unos pelos le hicieron cosquillas en la nariz.
Elizabeth paró de colorear un momento, cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, relajó los hombros, inspiró profundamente y esbozó una sonrisa para sí misma. Ivan hizo lo mismo y notó que la piel de Elizabeth le rozaba la mejilla. Se estremeció. Fue una sensación agradablemente extraña. Como la de cuando le daban un caluroso abrazo, y eso estaba bien porque abrazar era con mucho lo que más le gustaba de este mundo. Se sintió aturdido y un poco mareado, pero no como cuando se mareaba dando vueltas en la silla. Esta sensación era mucho mejor. Prolongó la sensación unos instantes hasta que por fin ambos abrieron los ojos al mismo tiempo y bajaron la vista al dibujo del dormitorio. Elizabeth acercó la mano al lápiz marrón como si titubeara entre cogerlo o no.
Ivan gimió quedamente.
– No escojas el marrón otra vez, Elizabeth. Venga, decídete por otro color, como ese verde lima -le susurró al oído a sabiendas de que no podía oírle.
La mano de Elizabeth se quedó suspendida en el aire como si una fuerza magnética le impidiera tocarlo. La apartó poco a poco del lápiz marrón chocolate y la dirigió hacia el verde lima. Esbozó una sonrisa como si le divirtiera su elección y con suma cautela tomó el instrumento con la mano como si fuese la primera vez que lo hacía. Lo hizo girar entre los dedos como si sostenerlo le produjera una sensación desconocida. Lentamente comenzó a colorear los cojines esparcidos por la cama y finalmente la tumbona que había en un rincón de la habitación.
– Mucho mejor -susurró Ivan sintiéndose orgulloso.
Elizabeth sonrió y cerró los ojos de nuevo respirando lenta y profundamente.
De repente llamaron a la puerta.
– ¿Puedo pasar? -canturreó Poppy.
Elizabeth abrió los ojos como si los moviera un resorte y dejó caer de la mano el controvertido lápiz verde como si se tratara de un arma peligrosa.
– Sí -contestó levantando la voz y retrepándose en el sillón, de modo que rozó un instante el pecho de Ivan con el hombro. Elizabeth miró detrás de ella, se tocó el hombro con la mano como si lo limpiara y se volvió hacia Poppy, que entraba danzando en la habitación con los ojos brillantes de entusiasmo.
– Vamos a ver, Becca acaba de decirme que tienes otra reunión con la gente del hotel del amor.
Sus palabras fluyeron enlazadas de sus labios como si estuviera cantando una canción.
Ivan se sentó en el alféizar a espaldas de Elizabeth y estiró las piernas. Ambos cruzaron los brazos sobre el pecho a la vez. Ivan sonrió.
– Poppy, por favor, no lo llames el hotel del amor. -Elizabeth se restregó los ojos cansinamente.
Ivan se decepcionó. Allí estaba otra vez aquella voz adirruba.
– Muy bien, pues el hotel a secas, entonces -replicó Poppy remarcando las palabras-. Tengo algunas ideas. Me imagino camas de agua con forma de corazón, baños calientes, copas de champaña que salen de las mesillas de noche. -Bajó la voz hasta un excitado susurro-. Me imagino una fusión de la era Romántica con el art déco. Caspar David Friedrich se encuentra con Jean Dunard. Será una explosión de intensos rojos, borgoñas y granates que te harán sentir arropado por el tapizado aterciopelado de un útero. Velas por doquier. El tocador francés se funde con…
– Las Vegas -concluyó Elizabeth secamente.
Poppy salió de su trance con un gesto de decepción.
– Poppy -suspiró Elizabeth-, ya lo hemos discutido. Creo que por esta vez deberías ceñirte a la reseña del proyecto.
– Bah -se dejó caer en la silla como si le hubiesen golpeado el pecho-, pero esa reseña es muy aburrida.
– ¡Eso, eso! -Ivan se puso de pie y aplaudió-. Adirruba -dijo a Elizabeth al oído en voz alta.
Elizabeth hizo una mueca y se frotó la oreja.
– Lamento que lo sientas así, Poppy, pero por desgracia lo que tú consideras aburrido es lo que otras personas eligen para decorar su casa. Entornos habitables, cómodos y relajantes. La gente no quiere regresar a su hogar después de una jornada de trabajo y encontrarse con una casa que les envía vibraciones dramáticas desde cada viga ni colores que les dan dolor de cabeza. Después del estrés de los lugares de trabajo, las personas sólo piden hogares manejables, relajantes y serenos. -Era el discurso que largaba a todos sus clientes-. Y esto es un hotel, Poppy. Tenemos que agradar a toda clase de personas y no sólo a los pocos, los escasísimos, en realidad, que disfrutarían residiendo en un útero tapizado de terciopelo -agregó sin mover un solo músculo del rostro.
– Bueno, no conozco a muchas personas que no hayan residido al menos una vez en úteros tapizados de terciopelo. ¿Tú sí? Creo que nadie se ha librado de eso, al menos en este planeta. -Siguió intentándolo-. Podría despertar reconfortantes recuerdos en la gente.
Elizabeth pareció asqueada.
– Elizabeth. -Poppy gimoteó su nombre y se desplomó dramáticamente en la silla frente a ella-. Tiene que haber algo en lo que me dejes poner mi sello. Me siento muy constreñida aquí, es como si mis fluidos creativos no pudieran discurrir y… ¡Oh, eso está muy bien! -dijo súbitamente alegre inclinándose para mirar el boceto que Elizabeth tenía delante-. Los colores chocolate y lima juntos crean un efecto magnífico. ¿Cómo se explica que precisamente tú los hayas elegido?
Ivan volvió a acercarse a Elizabeth y se puso en cuclillas para verle la cara. Elizabeth contempló el bosquejo que tenía delante como si lo viera por primera vez. Frunció el ceño y acto seguido se relajó.
– No lo sé, la verdad. Simplemente… -Cerró los ojos un instante, respiró profundamente y recordó la sensación-. Fue simplemente como si… como si de repente llegara flotando a mi mente.
Poppy sonrió y asintió entusiasmada con la cabeza.
– ¿Lo ves? Ahora entenderás lo que me ocurre a mí. No puedo reprimir mi creatividad, ¿entiendes? Sé exactamente lo que quieres decir. Es algo natural e instintivo -los ojos le brillaban y bajó la voz hasta un susurro-, como el amor.
– Eso, eso -repitió Ivan observando a Elizabeth tan de cerca que casi le tocaba la mejilla con la nariz, aunque esta vez fue un leve susurro el que hizo revoletear los cabellos sueltos de Elizabeth alrededor de su oreja.