Una semana después de aquella madrugada, Elizabeth se encontró limpiando la casa en pijama, arrastrando las pantuflas de una habitación a otra a primera hora del domingo. Se detenía en el umbral de cada pieza, miraba dentro y buscaba… algo, aunque no sabía bien qué. Como ninguna de las habitaciones le daba la solución al enigma siguió deambulando. Más tarde se quedó plantada en el vestíbulo y mientras se calentaba las manos con un tazón de café trató de decidir qué hacer. Por lo general no se mostraba tan lenta y nunca había tenido la mente tan ofuscada, pero lo cierto era que de un tiempo a esa parte muchos aspectos de su carácter ya no eran los de antes.
Tampoco se trataba de que no tuviera cosas que hacer; la casa tenía pendiente la segunda limpieza general de cada semana y aún quedaba por resolver el problema de la sala infantil del hotel, que continuaba inacabada. Aunque el caso era que no estaba siquiera empezada. Vincent y Benjamin habían estado apremiándola toda la semana, y por las noches ella había perdido más horas de sueño de lo habitual, porque simple y llanamente no se le ocurría ningún diseño y, siendo tan perfeccionista como era, no podía comenzarla hasta tener muy claro lo que iba a hacer. Pasarle el muerto a Poppy constituiría un fracaso por su parte. Era una profesional competente, pero ese mes se había vuelto a sentir como una colegiala que despreciara sus lápices y bolígrafos y evitara el ordenador portátil para no tener que hacer los deberes. Buscaba una distracción, una excusa aceptable que la librara por una vez del estúpido bloqueo en el que se encontraba.
No había visto a Ivan desde la fiesta de la semana anterior, no había recibido una sola llamada, una carta, nada. Era como si hubiese desaparecido de la faz de la tierra, y además de enojada se sentía sola. Lo echaba de menos.
Eran las siete de la mañana y en el cuarto de jugar sonaba la algarabía de unos dibujos animados. Elizabeth cruzó el vestíbulo y asomó la cabeza por la puerta.
– ¿Te importa si me siento aquí?
Faltó poco para que agregara «te prometo que no diré nada». Aunque Luke se mostró sorprendido, asintió con la cabeza. Estaba sentado en el suelo estirando el cuello para ver el televisor. Parecía una postura muy incómoda, pero Elizabeth optó por guardar silencio en vez de criticarlo. Se dejó caer a su lado sobre el saco de alubias y recogió las piernas.
– ¿Qué estás viendo?
– Bob Esponja.
– ¿Bob qué? -rió Elizabeth.
– Bob Esponja -repitió Luke sin apartar los ojos del televisor.
– ¿De qué va?
– De una esponja que se llama Bob y lleva pantalones a cuadros -contestó Luke divertido.
– ¿Es buena?
– Aja -asintió Luke-. Aunque ya la he visto dos veces.
Se llevó una cucharada de Rice Krispies a la boca olvidando los buenos modales y se ensució la barbilla de leche.
– ¿Por qué la estás viendo otra vez? ¿Por qué no sales a jugar con Sam y respiras un poco de aire fresco? Llevas todo el fin de semana encerrado.
Luke dio la callada por respuesta.
– Por cierto, ¿dónde está Sam? ¿Se ha marchado?
– Ya no somos amigos -dijo Luke con pesar.
– ¿Y eso? -preguntó sorprendida incorporándose y dejando la taza de café en el suelo.
Luke se encogió de hombros.
– ¿Os habéis peleado? -preguntó Elizabeth con delicadeza.
Luke negó con la cabeza.
– ¿Ha dicho algo que te haya puesto triste? -aventuró Elizabeth.
Luke volvió a negar.
– ¿Le has hecho enfadar?
Una negación más.
– Bueno, dime, ¿qué ha pasado?
– Nada -explicó Luke-. Un día me dijo que ya no quería ser mi amigo.
– Vaya, eso es muy feo -dijo Elizabeth con dulzura-. ¿Quieres que hable con él para ver qué le pasa?
Luke se encogió de hombros. Reinó el silencio entre ellos mientras él seguía mirando fijamente la pantalla, absorto en sus pensamientos.
– ¿Sabes una cosa, Luke? Sé lo que se siente cuando echas de menos a un amigo. ¿Recuerdas a mi amigo Ivan?
– También era amigo mío.
– Sí. -Elizabeth sonrió-. Bueno, pues lo extraño. Tampoco le he visto en toda la semana.
– Claro. Se ha marchado. Ya me lo dijo; ahora le toca ayudar a otra persona.
Elizabeth abrió los ojos y el enojo se apoderó de ella. Ivan ni siquiera había tenido la decencia de despedirse de ella.
– ¿Cuándo se despidió de ti? ¿Qué te dijo?
Ante la mirada asustada de Luke optó por dejar de inmediato de acribillarlo a preguntas con tanta agresividad. Debía seguir recordándose a sí misma que su sobrino sólo tenía seis años.
– Me dijo adiós el mismo día que te dijo adiós a ti -protestó Luke subiendo la voz una octava como si Elizabeth estuviera loca. Arrugó el semblante y la miró como si fuese un bicho raro, y de no haber estado tan confundida ella se habría echado a reír al ver su expresión.
Pero por dentro no se reía en absoluto. Hizo una pausa para reflexionar un momento y de repente explotó.
– ¡Cómo! ¿De qué estás hablando?
– Después de la fiesta en el jardín vino a casa y me dijo que daba por terminado su trabajo con nosotros, que iba a ser invisible otra vez, como antes, pero que seguiría estando por aquí y que eso significaba que estábamos bien -explicó alegremente antes de volver a prestar atención al televisor.
– Invisible. -Elizabeth pronunció la palabra como si tuviera mal sabor.
– Pues sí -confirmó Luke-. Bueno, la gente no le llama imaginario porque sí. ¡Bang! -Se golpeó la cabeza y se tiró al suelo.
– ¿Qué te ha metido en la cabeza? -rezongó Elizabeth enojada preguntándose si se había equivocado al introducir a una persona como Ivan en la vida de Luke-. ¿Cuándo va a volver?
Luke bajó el volumen del televisor y se volvió hacia ella mirándola de nuevo como si estuviera loca.
– No volverá. Te lo dijo él mismo.
– A mí no me… -se le quebró la voz.
– Claro que sí, en tu habitación. Le vi entrar; le oí hablar.
Elizabeth rememoró aquella noche y el sueño que había tenido, el sueño en el que había pensado durante toda la semana, el sueño que la había estado fastidiando, y de pronto se le cayó el alma a los pies al comprender que no había sido un sueño en absoluto.
Le había perdido. En sus sueños y en la vida real, había perdido a Ivan.