– ¿Dónde está Elizabeth? -siseó enojado Vincent a Benjamin tratando de que no le oyera la muchedumbre reunida para la inauguración del hotel.
– Todavía está en el cuarto de los niños.
Benjamin suspiró con la sensación de que el muro de aprensión que había ido creciendo durante la última semana por fin se había solidificado y se asentaba pesadamente sobre sus doloridos hombros.
– ¿Todavía? -gritó Vincent, y unas cuantas personas se volvieron dejando de escuchar el discurso que alguien estaba pronunciando en los jardines del hotel. Un político del municipio de Baile na gCroíthe había acudido para la apertura oficial del establecimiento y los oradores se sucedían junto a la torre que desde hacía más de mil años se erguía en lo alto de la montaña. La multitud no tardaría en deambular por el hotel inspeccionando una habitación tras otra para admirar el trabajo realizado, y los dos hombres aún no sabían qué estaba haciendo Elizabeth en el cuarto de jugar. La última vez que tanto uno como otro habían entrado en él era cuatro días atrás y entonces seguía siendo una tela en blanco.
Elizabeth prácticamente no había salido de esa habitación en los últimos días. Benjamin le había llevado bebidas y bocadillos de una máquina expendedora. Ella los recogía precipitadamente en la puerta para acto seguido cerrarla otra vez. Benjamin no tenía ni idea de cómo estaba quedando el interior y había pasado una semana infernal tratando de calmar el nerviosismo de Vincent. Hacía ya tiempo que a éste no le seducía la extravagancia de Elizabeth consistente en hablar con una persona invisible. Jamás se había encontrado en la situación de inaugurar un edificio mientras aún se estaba trabajando en alguna habitación, cosa que resultaba ridícula y extremadamente poco profesional.
Los discursos por fin concluyeron, los asistentes aplaudieron con cortesía y pasaron al interior, donde inspeccionaron el nuevo mobiliario inhalando el olor a pintura fresca mientras escuchaban las explicaciones de la azafata que guiaba la visita.
Vincent no cesaba de soltar palabrotas en voz alta, para disgusto de los padres, que le lanzaban miradas de enojo. Habitación tras habitación se iban acercando al cuarto de jugar. Benjamin casi no podía soportar el suspense y andaba de allá para acá detrás del gentío. Entre la multitud reconoció al padre de Elizabeth, apoyado en su bastón con aire aburrido, y a su sobrino acompañado de la niñera. Rogó a Dios que Elizabeth no los defraudara. A juzgar por la última conversación que mantuvo con ella en lo alto de la colina creía que a la hora de la verdad no les fallaría. Al menos eso esperaba. Tenía previsto tomar el avión para regresar a su pueblo natal en Colorado la semana siguiente y no estaba dispuesto a solucionar ningún problema que retrasara la obra. Por una vez pondría su vida personal por delante de su trabajo.
– Atención, niños y niñas -dijo la azafata como si estuviera en un episodio de Barney el Dinosaurio-, la habitación que vamos a ver ahora está dedicada a vosotros, de modo que, papás y mamás, por favor abran paso a sus hijos porque ésta es una habitación muy especial.
Se oyeron exclamaciones extasiadas, risas y susurros de emoción mientras los niños soltaban las manos de sus padres; unos se adelantaron con timidez, otros corriendo con arrojo a ponerse en primera fila. La azafata hizo girar el picaporte, pero la puerta no se abrió.
– Dios santo -farfulló Vincent tapándose los ojos con la mano-, estamos arruinados.
– Esto…, aguardad un instante, niños -dijo la azafata mirando de manera inquisitiva a Benjamin.
Este se encogió de hombros y negó con la cabeza.
La azafata probó la puerta otra vez, pero fue en vano.
– A lo mejor hay que llamar -gritó un niño y algunos padres rieron.
– ¿Sabéis qué? Es una idea muy buena.
La azafata les seguía el juego, ya que no sabía qué hacer.
Llamó una vez a la puerta y de repente ésta se abrió desde dentro. Los niños comenzaron a entrar arrastrando los pies.
El silencio era absoluto y Benjamin se tapó la cara con las manos. Estaban metidos en un buen lío.
De pronto un niño soltó un «¡Uau!» y uno por uno los callados y atónitos chiquillos comenzaron a gritarse unos a otros con excitación: «¡Mira eso!, ¡Mira aquello de allí!»
Los niños no salían de su asombro. Sus padres los siguieron y Vincent y Benjamin se miraron sorprendidos al oír similares susurros de aprobación. Poppy se quedó en el umbral recorriendo la habitación con la mirada, boquiabierta y absolutamente pasmada.
– Déjenme ver esto -dijo Vincent con grosería abriéndose paso entre la gente. Benjamin fue tras él y lo que vio una vez dentro le dejó sin habla.
Las paredes de la gran habitación estaban cubiertas por enormes murales pintados con espléndidos estallidos de color. Cada uno representaba una escena distinta. A Benjamin una de ellas en concreto le resultó familiar: tres personas saltando alegremente en un prado de hierba alta, con los brazos extendidos, radiantes sonrisas en sus rostros y el pelo ondeando al viento mientras trataban de atrapar…
– ¡Jinny Joes! -exclamó Luke arrebatado, comiéndose las pinturas con los ojos, al igual que el resto de los niños. La mayoría de ellos guardaban silencio mientras contemplaban los detalles de cada mural.
– ¡Mira, aquí sale Ivan! -gritó Luke a Elizabeth.
Perplejo, Benjamin miró a la desaliñada Elizabeth, que estaba de pie en un rincón con un pantalón de peto manchado de pintura y marcadas ojeras. Pero a pesar de sus evidentes signos de cansancio, su rostro estaba iluminado por una sonrisa radiante causada por la reacción de los visitantes ante la decoración de la sala. Los ojos le brillaban con no disimulado orgullo mientras todo el mundo señalaba las pinturas murales.
– ¡Elizabeth! -susurró Edith tapándose la boca con las manos-. ¿Has hecho todo esto tú sola?
Miró a su patrona con una mezcla de orgullo y confusión.
Otra escena mostraba un campo donde una niña contemplaba cómo un globo rosa subía flotando hacia el cielo; en la siguiente un montón de niños libraban una batalla de agua, iban salpicándose de pintura mientras bailaban sobre la arena de una playa; más allá un niña pequeña sentada en un prado verde tomaba un picnic con una vaca que llevaba un sombrero de paja, un grupo de niños y niñas trepaban a los árboles y se colgaban de las ramas. En el techo Elizabeth había pintado un firmamento azul oscuro salpicado de estrellas fugaces, cometas y planetas lejanos. En la pared del fondo había representado a un hombre y a un niño que, con sendos bigotes negros y armados de unas lupas, se inclinaban para estudiar el rastro de unas pisadas negras que bajaban hasta el suelo, lo cruzaban y subían por la pared de enfrente. Había creado un mundo nuevo, un país de las maravillas que era puro escapismo, diversión y aventura. Pero lo que deslumbró a Benjamin fueron la minuciosidad de los detalles, la expresión de regocijo en las caras de los personajes y las alegres sonrisas de puro placer infantil. Era la misma expresión que tenía Elizabeth cuando él la sorprendió bailando en el campo y atravesando el pueblo con algas en el cabello. Era el rostro de alguien que se había liberado de sus inhibiciones y era verdaderamente feliz.
Elizabeth bajó la vista hacia una niña de un par de años que jugaba en el suelo con uno de los muchos juguetes esparcidos por toda la habitación. Cuando se disponía a agacharse para hablar con la pequeña, se fijó en que ésta estaba hablando sola. Mantenía una conversación muy seria, de hecho se estaba presentando a alguien invisible.
Elizabeth paseó la mirada a su alrededor, inspiró profundamente e intentó captar el inconfundible olor de Ivan.
– Gracias -susurró cerrando los ojos e imaginando que él estaba a su lado.
La niñita seguía balbuceando para sí misma, aunque se interrumpía para volver la cabeza hacia la derecha y escuchar antes de hablar. Y entonces se puso a tararear aquella canción que Elizabeth conocía tan bien y había sido incapaz de apartar de su mente.
Elizabeth echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír.
En el nuevo hotel, yo me mantenía de pie junto a la pared del fondo del cuarto de jugar con los ojos llenos de lágrimas y un nudo tan grande en la garganta que creía que nunca sería capaz de pronunciar otra palabra. No podía dejar de mirar aquellos murales, que eran como el álbum de fotos de todo lo que había hecho con Elizabeth y Luke durante los últimos meses. Parecía como si alguien sentado a lo lejos se hubiese dedicado a representarnos a la perfección.
Mirando las paredes, los colores y los ojos de los personajes supe que Elizabeth lo había comprendido todo y que me recordaría siempre. A mi lado, formando una fila en el fondo de la sala, mis amigos me brindaban su apoyo moral en un día tan señalado.
Opal me puso una mano en el brazo y me lo apretó para darme aliento.
– Estoy muy orgullosa de ti, Ivan -susurró, y me plantó en la mejilla un beso que sin duda me dejó una mancha de carmín en la piel-. Como ves hemos venido todos. Siempre podremos contar los unos con los otros.
– Gracias, Opal. Ya lo sé -dije muy emocionado viendo a Caléndula, que estaba a mi derecha, a Tommy, que miraba fascinado las paredes, a Jamie-Lynn, que se había agachado para jugar con un niño muy pequeño sentado en el suelo, y a Bobby, que señalaba las escenas que tenía ante sí y reía tontamente. Todos levantaron los pulgares en señal de aprobación y comprendí que nunca me sentiría solo, ya que estaba en compañía de auténticos amigos.
Amigo imaginario, amigo invisible…, llamadnos como queráis. Quizá creáis en nosotros, quizá no. El caso es que eso no importa. Como la mayoría de personas que realizan tareas realmente fantásticas, no existimos para que se hable de nosotros y nos dediquen alabanzas; existimos sólo para satisfacer las necesidades de quienes nos precisan. Tal vez no existamos en absoluto; tal vez sólo seamos producto de la imaginación de la gente; quizá sea pura coincidencia que niños de dos años que apenas saben hablar decidan entablar amistad con personas que sólo los adultos no ven. Acaso todos esos médicos y psicoterapeutas tengan razón al sugerir que simplemente esas criaturas están desarrollando la imaginación.
Pero seguidme la corriente un instante. ¿Es posible que haya otra explicación que no se os haya ocurrido para mi historia?
La posibilidad de que en efecto existamos. De que estemos aquí para ayudar a quienes nos necesitan, a quienes creen en creer y por consiguiente nos ven.
Siempre miro el lado positivo de las cosas. Siempre digo que no hay mal que por bien no venga, pero, la verdad sea dicha -y creo firmemente en la verdad-, durante un tiempo me costó mucho encajar mi experiencia con Elizabeth. No lograba entender qué había ganado yo, sólo veía que su pérdida era una gran nube negra de tormenta. Pero luego, como en el transcurso de los días pensaba en ella a cada segundo y cada vez sonreía, me di cuenta de que conocerla y, por encima de todo, el hecho de amarla habían sido lo mejor que me había pasado en la vida.
Era mejor que la pizza, mejor que las aceitunas, mejor que los viernes y mejor que dar vueltas en una silla giratoria, e incluso ahora que ya no está entre nosotros, y se supone que no debería decir esto, de todos mis amigos, Elizabeth Egan ha sido con mucho mi favorita.