Error número uno: ir a la reunión de Elizabeth. Yo no tendría que haberlo hecho. Es la misma regla que nos prohíbe entrar en el colegio con nuestros amigos más jóvenes y debería haber tenido el suficiente sentido común como para darme cuenta de que la escuela de Luke es el equivalente del lugar de trabajo de Elizabeth. Me habría dado de patadas. De hecho, lo hice, pero Luke lo encontró tan divertido que comenzó a hacer lo mismo y ahora tiene ambas espinillas magulladas. De modo que paré.
Cuando me marché de la reunión fui a casa de Sam, donde cuidaban de Luke. Me senté en la hierba en el jardín trasero sin perderlos de vista mientras luchaban, esperando que el combate no acabara en lágrimas y practicando mi deporte mental favorito: pensar.
Además resultó ser una actividad constructiva, ya que me hizo ver unas cuantas cosas. Una de las cosas que aprendí fue que había acudido a la reunión por la mañana obedeciendo a un impulso visceral. Aunque no acertaba a comprender cómo mi presencia allí podría ayudar a Elizabeth, mi instinto me decía que tenía que ir y di por sentado que Elizabeth no me vería. Mi encuentro con ella la noche anterior había sido tan irreal e inesperado que empecé el día con la sensación de haberlo imaginado. Y sí, soy consciente de lo irónico del caso.
Me puso muy contento que me viera. Cuando la vi columpiándose tan ensimismada en el balancín del jardín supe que si alguna vez iba a verme aquél sería el momento. Se respiraba en el aire. Me constaba que necesitaba verme y me había preparado para el hecho de que un buen día ocurriría, pero para lo que no estaba preparado era para el estremecimiento que me recorrió la columna vertebral la primera vez que nos miramos a los ojos. Fue extraño, porque había pasado los últimos cuatro días observando a Elizabeth y me había acostumbrado a su cara, me la sabía como la palma de mi mano, podía verla claramente hasta con los ojos cerrados, sabía que tenía un lunar minúsculo en la sien izquierda, un pómulo ligeramente más alto que el otro, el labio inferior más grueso que el superior y una delicada pelusa como de bebé en el nacimiento del pelo. La conocía muy bien, pero ¿no es extraño cómo cambia la gente cuando la miras a los ojos? De repente parece que sean otras personas. Por lo que a mí respecta, considero verdadero el dicho de que los ojos son las ventanas del alma.
Nunca había experimentado aquella sensación hasta entonces, pero lo atribuí a no haberme encontrado antes en esa situación. Jamás había trabado amistad con alguien de la edad de Elizabeth y supuse que era culpa de los nervios. Para mí era una experiencia nueva, aunque estuve dispuesto a aceptar el reto de inmediato.
Hay dos cosas que rara vez me suceden. La primera es estar confundido y la segunda preocupado, pero mientras aguardaba en el jardín trasero de casa de Sam aquella mañana soleada estaba preocupado. Y eso me confundía y como estaba confundido, todavía me preocupaba más. Esperaba no haber causado problemas a Elizabeth en el trabajo, aunque aquella misma tarde, mientras el sol y yo jugábamos al escondite, no tardé en averiguarlo.
El sol intentaba ocultarse detrás de la casa de Sam cubriéndome con un manto de sombra. Yo me iba desplazando por el jardín, sentándome en los últimos espacios soleados antes de que desaparecieran por completo. La mamá de Sam se estaba dando un baño después de haber realizado una tanda de ejercicios gimnásticos con ayuda de un vídeo, cosa que había resultado enormemente entretenida, de modo que cuando sonó el timbre de la puerta fue Sam quien se encargó de abrir. Tenía estrictas instrucciones de no abrir a nadie excepto a Elizabeth.
– Hola, Sam -oí que ella decía al entrar en el vestíbulo-. ¿Está en casa tu papá?
– No -contestó Sam-. Está en el trabajo. Luke y yo estamos jugando en el jardín.
Oí pasos que se acercaban, el ruido de unos tacones sobre el parquet y luego una voz enojada cuando Elizabeth salió al jardín.
– Vaya, conque está en el trabajo, ¿eh? -dijo Elizabeth plantada en lo alto del césped con los brazos en jarras y bajando la vista hacia mí.
– Sí, eso es -dijo Sam, confundido, y se fue corriendo a jugar con Luke.
Había algo tan atractivo en Elizabeth con aquel aire autoritario que me hizo sonreír.
– ¿Pasa algo divertido, Ivan?
– Un montón de cosas -respondí sentándome en el único trozo de césped que todavía bañaba el sol. Supongo que gané la partida de escondite-. Gente salpicada por coches que pisan charcos, que te hagan cosquillas justo aquí -me señalé el costado-, Chris Rock, Eddie Murphy en Superdetective en Hollywood II y…
– ¿Qué estás diciendo? -preguntó Elizabeth con el ceño fruncido acercándose a mí.
– Cosas que son divertidas.
– ¿Qué estás haciendo?
Se acercó un poco más.
– Intento recordar cómo se hace una cadeneta de margaritas. La de Opal era muy bonita -levanté la vista hacia ella-. Opal es mi jefa y llevaba una en el pelo -expliqué-. La hierba está seca si te apetece sentarte.
Seguí arrancando margaritas del suelo.
Elizabeth tardó un poco en acomodarse en el césped. Parecía incómoda y hacía muecas como si estuviera sentada encima de alfileres. Tras quitarse una pelusa invisible de los pantalones y tratar de sentarse encima de las manos para que el trasero no se le manchara de hierba volvió a fulminarme con la mirada.
– ¿Ocurre algo, Elizabeth? Algo me dice que sí.
– Muy perspicaz por tu parte.
– Gracias. Es parte de mi trabajo, pero aun así te agradezco el cumplido.-Noté su sarcasmo.
– Tengo que ajustar cuentas contigo, Ivan -dijo.
– Espero que sean divertidas. -Anudé un tallo con el siguiente-. Hete aquí otra cosa divertida: los chistes macabros. Duelen pero también te hacen reír. Como tantas cosas en la vida, supongo, o incluso la propia vida. La vida es una tragicomedia.
Elizabeth me miró confundida.
– Ivan, he venido a cantarte las cuarenta. Te hablaré con el corazón. Hoy he charlado con Benjamin después de que te marcharas y me ha dicho que eras socio de la empresa. También me ha acusado de otra cosa, pero prefiero no recordarlo siquiera -dijo echando chispas.
– Has venido a cantarme las cuarenta -repetí mirándola-. Esa frase es realmente bonita. No te he oído cantar nunca, ¿sabes? Y además, has dicho que me hablas con el corazón. Sólo se habla así con alguien de tu confianza. De modo que… gracias, Elizabeth. Me siento muy halagado. Eso significa que te caigo bien. -Hice una lazada con el último tallo y formé una cadeneta-. Te daré una cadeneta de margaritas a cambio de tu confianza.
Le puse el brazalete. Elizabeth se quedó sentada en la hierba. No se movió, no dijo nada, simplemente miró su cadeneta de margaritas. Luego sonrió y cuando habló su voz fue más dulce.
– ¿Alguna vez alguien ha conseguido estar enfadado contigo durante más de cinco minutos?
Miré el reloj.
– Sí. Tú, desde las diez de esta mañana hasta ahora.
Elizabeth se rió.
– ¿Por qué no me dijiste que trabajas con Vincent Taylor?
– Porque no trabajo con él.
– Pero si Benjamin me ha dicho que sí.
– ¿Quién es Benjamin?
– El director del proyecto. Me ha dicho que eras un socio silencioso.
Sonreí.
– Supongo que lo soy. Estaba siendo irónico, Elizabeth. No tengo nada que ver con la empresa. Soy tan silencioso que no digo nada de nada.
– Bueno, ése es un aspecto tuyo que no he tenido ocasión de conocer -sonrió-. ¿De modo que no participas activamente en este proyecto?
– Trabajo con personas, Elizabeth, no con edificios.
– De acuerdo. ¿Pues qué diablos ha querido decir Benjamin West? -Estaba perpleja-. Es un tipo raro, ese Benjamin West. ¿De qué negocio estabas hablando con Vincent? ¿Qué tienen que ver los niños con el hotel?
– Eres muy entrometida -comenté riendo-. Vincent Taylor y yo no estábamos hablando de ningún negocio. De todos modos es una buena pregunta. ¿Qué crees tú que los niños deberían tener que ver con el hotel?
– Absolutamente nada -replicó Elizabeth riendo a su vez, y luego se calló de golpe temiendo haberme ofendido-. En tu opinión el hotel debería tener en cuenta a los niños.
Sonreí.
– ¿No opinas que todo y todos deberíamos tener en cuenta a los niños?
– Se me ocurren unas cuantas excepciones -dijo Elizabeth con agudeza dirigiendo la mirada hacia Luke.
Entendí que estaba pensando en Saoirse y en su padre, puede que incluso en sí misma.
– Mañana hablaré con Vincent sobre un posible cuarto de jugar o una zona de juegos… -Se calló-. Nunca he diseñado un cuarto para los niños. ¿Qué diablos desean los niños?
– Se te ocurrirá fácilmente, Elizabeth. Una vez fuiste niña. ¿Qué deseabas entonces?
Sus ojos castaños se ensombrecieron y apartó la vista.
– Ahora todo es distinto. Los niños no desean lo que yo deseaba entonces. Los tiempos cambian.
– Tampoco tanto. Los niños siempre desean lo mismo, porque todos necesitan las mismas cosas básicas.
– ¿Como qué?
– Bueno, ¿por qué no me dices lo que tú deseabas y dejas que te diga si ellos desean las mismas cosas?
Elizabeth se rió un poco.
– ¿Siempre estás jugando, Ivan?
– Siempre. -Sonreí-. Cuéntame.
Me estudió los ojos batallando consigo misma sobre si hablar o no y al cabo de unos instantes suspiró.
– Cuando era niña, mi madre y yo nos sentábamos a la mesa de la cocina cada sábado por la noche con nuestros lápices de colores y papel y escribíamos un plan de lo que haríamos al día siguiente. -Sus preciados recuerdos le hacían brillar los ojos-. Cada sábado por la noche me entusiasmaba tanto pensando en cómo pasaríamos el día siguiente que colgaba el programa con chinchetas en la pared de mi dormitorio y me obligaba a dormir para que la mañana llegara cuanto antes. -La sonrisa se le desvaneció y salió de su trance-. Pero no es posible incorporar esas cosas a un cuarto de jugar; los niños quieren Play Stations y Xboxes y esa clase de cosas.
– ¿Por qué no me cuentas qué actividades había en el programa del domingo?
Miró a lo lejos.
– Eran colecciones de sueños imposibles. Mí madre me prometía que nos tumbaríamos en el campo por la noche y que veríamos un sinfín de estrellas fugaces que harían realidad nuestros deseos. Nos imaginábamos recostadas en grandes bañeras llenas a rebosar de flores de cerezo, tomando duchas de sol, girando alrededor de los aspersores del pueblo que regaban el césped en verano, cenando a la luz de la luna en la playa y bailando zapateado en sordina descalzas por la arena. – Elizabeth rió al recordarlo-. Son tonterías, sobre todo si las dices en voz en alta, pero ella era así. Juguetona y aventurera, alocada y despreocupada, cuando no una pizca excéntrica. Siempre ansiaba cosas nuevas que ver, probar y descubrir.
– Todo eso debía de ser muy divertido -dije intimidado por su madre. Darse una ducha de sol ganaba de largo a cualquier telescopio hecho con rollos de cartón del papel higiénico.
– No lo sé, la verdad. -Elizabeth apartó la vista y tragó saliva-. En realidad nunca hicimos ninguna de esas cosas.
– Pero apuesto a que las hiciste un millón de veces mentalmente -dije.
– Bueno, hubo una cosa que hicimos juntas. Justo después de tener a Saoirse me llevó al campo, extendió una manta y dispuso una cesta de picnic. Comimos pan moreno recién horneado con mermelada casera de fresa. -Elizabeth cerró los ojos e inspiró-. Todavía recuerdo el olor y el sabor. -Meneó la cabeza maravillada-. Pero mi madre había elegido tomar la merienda en el campo de nuestras vacas. Allí estábamos las dos, en mitad del campo, merendando rodeadas de vacas curiosas.
Ambos nos echamos a reír.
– Pero eso fue cuando me dijo que se marchaba. Era una persona demasiado grande para este pueblo tan pequeño. No es lo que me dijo entonces, pero me consta que era lo que debía de sentir.
A Elizabeth le tembló la voz y dejó de hablar. Miraba a Luke y Sam persiguiéndose por el jardín, pero no los veía, escuchaba sus infantiles chillidos de alegría pero no los oía. Estaba absorta.
– En fin -su voz sonó seria otra vez y carraspeó-, eso es irrelevante. No tiene nada que ver con el hotel; ni siquiera sé por qué lo he sacado a colación.
Estaba avergonzada. Adiviné que Elizabeth no había contado nunca aquello en voz alta, ni una sola vez en su vida, de modo que dejé que el silencio se prolongara mientras ponía en orden sus ideas.
– ¿Tenéis una buena relación tú y Fiona? -preguntó resistiéndose aún a mirarme a los ojos después de lo que me había contado.
– ¿Fiona?
– Sí, la mujer con quien no estás casado.
Sonrió por primera vez y pareció más compuesta.
– Fiona no me habla -respondí sin salir de mi asombro. Aún no comprendía por qué pensaba que era el padre de Sam. Tendría que hablar con Luke para que me lo aclarase. Me incomodaba bastante aquella confusión de identidad.
– ¿Acabaron mal las cosas entre vosotros dos?
– Nunca empezaron, así que no podían terminar -contesté con sinceridad.
– Conozco esa sensación. -Puso los ojos en blanco y rió-. Pero al menos salió algo bueno de ello. -Apartó la vista y miró jugar a Sam y Luke. Se había referido a Sam, pero tuve la impresión de que estaba mirando a Luke y eso me alegró.
Antes de que nos marcháramos de casa de Sam, Elizabeth se volvió hacia mí.
– Ivan, nunca había hablado con nadie de lo que te acabo de contar -tragó saliva-, jamás. No sé qué me ha hecho soltarlo.
– Ya lo sé -sonreí-, así que gracias por hablarme con el corazón. Creo que eso se merece otra cadeneta de margaritas.
Le ofrecí otro brazalete que acababa de hacer.
Error número dos: cuando se lo puse en la muñeca sentí como si le estuviera dando un trozo de mi corazón.