Elizabeth se arrebujó en la bata y se abrochó el cinturón. Se acurrucó en el inmenso sillón de la sala de estar doblando las largas piernas debajo del cuerpo. Se había hecho la toga con una toalla que formaba una torre en lo alto de su cabeza; su piel desprendía un aroma afrutado después del baño de espuma con esencia de maracuyá. Sostenía con ambas manos una taza de café recién hecho con la nube de crema de leche de rigor y miraba la televisión. Estaba viendo en sentido literal cómo se secaba una capa de pintura. Emitían su programa favorito de reformas y le encantaba ver cómo se podían remozar las habitaciones más decadentes convirtiéndolas en hogares sofisticados y elegantes.
Desde que era niña le había encantado mejorar el aspecto de cuanto tenía a su alcance. Mientras aguardaba el regreso de su madre mataba el rato decorando la mesa de la cocina con margaritas, espolvoreando el felpudo de la entrada con purpurina cuyo rastro adornaba las deslucidas baldosas de la casa, guarneciendo los marcos de las fotos con flores frescas y perfumando la ropa de cama con pétalos. Suponía que aquella necesidad de arreglar las cosas era innata, pues siempre deseaba algo mejor que lo que tenía, no concediéndose nunca una tregua ni dándose por satisfecha.
También suponía que era su manera, ingenuamente infantil, de intentar convencer a su madre para que se quedara. Recordó haber pensado que quizá cuanto más bonita se viera la casa, más tiempo permanecería su madre en ella. Pero las margaritas de la mesa eran admiradas durante menos de cinco minutos, la purpurina del felpudo enseguida quedaba pisoteada, las flores de los marcos de las fotos no sobrevivían sin agua y los pétalos de la cama se dispersaban y flotaban hasta el suelo durante el irregular sueño de su madre. En cuanto se marchitaban, Elizabeth se ponía a pensar de inmediato en algo que realmente captara y retuviera la atención de su madre, algo que la atrajera durante más de cinco minutos, algo que le gustara tanto que no pudiera separarse de ello. Elizabeth nunca se planteó que, siendo hija de su madre, ese algo debería ser ella misma.
A medida que se fue haciendo mayor creció en ella el afán por sacar a relucir la belleza que encerraban las cosas. Había adquirido una dilatada experiencia en ese campo mientras vivió en la vieja granja de su padre. Ahora al trabajar disfrutaba cuando tenía ocasión de restaurar chimeneas antiguas y arrancar moquetas viejas para revelar hermosos suelos originales. Incluso en su propio hogar siempre andaba cambiando las cosas y los muebles de sitio para que quedaran mejor. Se esforzaba por alcanzar la perfección. Le encantaba imponerse tareas, a veces imposibles, para demostrarse a sí misma que dentro de cualquier objeto, por feo que pareciera, era posible hallar belleza.
Adoraba su profesión, pues le causaba una inmensa satisfacción, y con todas las promociones inmobiliarias de Baile na gCroíthe y las localidades vecinas se había ganado muy bien la vida. Si se construía algo nuevo, era a la empresa de Elizabeth a la que llamaban los promotores. Defendía a capa y espada que el buen diseño mejoraba la calidad de vida. Los espacios bonitos, cómodos y funcionales constituían la clave de su éxito.
Su propia sala de estar era toda una sinfonía de texturas y colores suaves. Almohadones de ante y alfombras esponjosas; le encantaba tocarlo y sentirlo todo. Imperaban los tonos claros café y crema, que, igual que el tazón que sostenía en la mano, ayudaban a despejar la mente. En un mundo donde casi todo era un revoltijo, la serenidad de su hogar le resultaba vital para conservar la cordura. Aquél era su escondite, su nido, el lugar donde alejarse de los problemas que había al otro lado de la puerta. Al menos en su casa mandaba. A diferencia del resto de su vida, podía dejar entrar a quien le diera la gana, podía decidir cuánto tiempo se quedaban y qué partes de su hogar podían ocupar. No como su corazón, que invitaba a personas sin pedirle permiso, les ofrecía un sitio de honor sin contar con la opinión de ella al respecto y luego ansiaba que permanecieran más tiempo del que aquéllas tenían previsto. No, en casa de Elizabeth los invitados iban y venían según ella dispusiera. Y había resuelto que se quedaran fuera.
La reunión del viernes había sido vital. Había pasado semanas preparándola, poniendo al día su carpeta de trabajos, montando una proyección de diapositivas, reuniendo recortes de revistas y artículos de periódico sobre lugares que había diseñado. Había condensado el trabajo de toda su vida en una carpeta a fin de convencer a aquella gente para que la contrataran. Iban a derribar una antigua torre de defensa que se erguía en lo alto de una ladera con vistas a Baile na gCroíthe para construir un hotel. Antaño, en tiempos de los vikingos, la torre había protegido a la villa de los ataques, pero Elizabeth no veía a santo de qué debía preservarse dado que no era bonita ni revestía ningún interés histórico. Cuando los autocares atestados de turistas de ávidos ojos procedentes de todos los rincones del mundo pasaban por Baile na gCroíthe, la torre ni siquiera se mencionaba. Nadie se mostraba orgulloso o interesado por ella. No era más que un feo montón de piedras que los lugareños habían dejado que se desmoronara y deteriorase, que de día albergaba a los adolescentes del pueblo y de noche cobijaba a los borrachos, contándose Saoirse entre los miembros de ambos colectivos.
Sin embargo, un nutrido grupo de habitantes había emprendido una lucha para impedir que se construyera el hotel arguyendo que la torre encerraba una historia mítica y romántica. Comenzó a circular el rumor de que, si el edificio se derribaba, se perdería todo el amor. El caso captó la atención de la prensa popular y las tertulias de radio y televisión, hasta que finalmente los promotores supieron ver en él una mina de oro aún mayor de lo esperado. Decidieron restaurar la torre hasta devolverle su antiguo esplendor y construir edificios a su alrededor, dejando la torre como elemento histórico en el jardín central y salvaguardando así el amor en la Ciudad de los Corazones. De repente Baile na gCroíthe suscitó un vivo interés entre creyentes de todo el país deseosos de alojarse en el hotel para estar cerca de la torre bendecida por el amor.
Elizabeth habría manejado la excavadora ella misma. Pensaba que se trataba de una historia ridícula, creada por una localidad temerosa de los cambios y por ende resuelta a conservar la torre en la montaña. Era una historia que se mantenía viva para regocijo de turistas y soñadores, aunque no podía negar que el trabajo de diseñar los interiores del hotel le venía como anillo al dedo. Sería un establecimiento pequeño, pero aun así proporcionaría empleo a los ciudadanos de Hartstown. Y lo que era aún mejor, sólo quedaba a unos pocos minutos de su casa y por tanto eliminaba la preocupación de tener que separarse de Luke durante prolongados períodos mientras trabajase en el proyecto.
Antes del nacimiento de Luke, Elizabeth solía viajar sin descanso. Nunca pasaba más de unas pocas semanas seguidas en Baile na gCroíthe y le encantaba tener libertad de movimientos para ocuparse de diseños distintos en condados diferentes. Su último gran proyecto la había llevado a Nueva York, pero en cuanto nació Luke todo aquello se acabó. Mientras Luke fue un bebé Elizabeth no pudo seguir realizando su actividad profesional en otras partes del país y mucho menos del mundo. Durante esa época las había pasado canutas tratando de establecer su negocio en Baile na gCroíthe al tiempo que se acostumbraba de nuevo a criar a un niño. No tuvo más remedio que contratar a Edith, ya que su padre no parecía dispuesto a echarle una mano y Saoirse desde luego no mostraba el menor interés. Ahora que Luke había crecido e iba al colegio, Elizabeth estaba descubriendo que encontrar trabajo a una distancia de casa que no la obligara a pernoctar fuera se estaba volviendo más difícil cada día. El boom inmobiliario de Baile na gCroíthe tarde o temprano tocaría a su fin y la perseguía constantemente la inquietud de que entonces las fuentes de trabajo se secasen del todo.
Tendría que haber asistido a la reunión del viernes. En la oficina nadie era capaz de vender su talento como decoradora mejor que ella misma. Su personal lo constituían Becca, la recepcionista, y Poppy. Becca era una adolescente extremadamente tímida y apocada que durante su año de transición entró a trabajar en prácticas con Elizabeth y decidió no proseguir sus estudios. Era una trabajadora aplicada y reservada que no charlaba demasiado en la oficina, cosa muy del agrado de Elizabeth. Elizabeth la había contratado en cuanto Saoirse, que supuestamente trabajaba con ella a media jornada, la dejó plantada. Había hecho más que dejarla plantada y Elizabeth andaba desesperada por contar con alguien cuanto antes. A fin de arreglar el desaguisado. Otra vez. Porque al mantener a Saoirse cerca de ella durante el día con intención de ayudarla a sentar cabeza sólo había conseguido alejarla aún más y que se diera a la bebida.
Luego estaba Poppy, de veinticinco años, recién licenciada por la Facultad de Bellas Artes, llena de montones de ideas creativas y maravillosas imposibles de realizar y ansiosa por pintar el mundo de un color que aún tenía que inventar. En la oficina sólo estaban ellas tres, aunque Elizabeth con frecuencia requería los servicios de la señora Bracken, de sesenta y ocho años, un genio con la aguja y el hilo que regentaba su propio taller de tapicería en el centro. También era una cascarrabias de armas tomar e insistía en que la llamaran señora Bracken y no Gwen por respeto a su querido y difunto señor Bracken, quien, según el parecer de Elizabeth, había nacido sin nombre de pila. Y por último estaba Harry, un hombre muy mañoso de cincuenta y dos años que lo mismo colgaba cuadros que efectuaba la instalación eléctrica de un edificio, pero a quien no entraba en la cabeza la idea de una mujer soltera con una carrera y mucho menos la de una mujer soltera con una carrera y un hijo que no era suyo. Según el presupuesto de que dispusieran sus clientes, Elizabeth dirigía a pintores y decoradores o hacía el trabajo ella misma, aunque por lo general le gustaba tener las manos ocupadas. Le gustaba presenciar la transformación con sus propios ojos y su manera de ser la impulsaba a querer arreglarlo todo ella misma.
No había tenido nada de inusual que Saoirse se hubiese presentado en casa de Elizabeth aquella mañana. Con frecuencia llegaba beoda y grosera, dispuesta a llevarse cualquier cosa que cayera en sus manos; cualquier cosa que mereciera la pena vender, por supuesto, lo cual excluía automáticamente a Luke. Elizabeth ni siquiera sabía si todavía era adicta sólo a la bebida; hacía mucho tiempo que no conversaba con su hermana. Había intentado ayudarla desde que ésta cumpliera los catorce años, pues parecía que alguien hubiese accionado un interruptor en su cabeza y se hubiese perdido en otro mundo. Elizabeth había intentado enviarla a terapeutas, centros de rehabilitación, médicos, le había pasado dinero, conseguido empleos, la había contratado ella misma, le había permitido que se mudara a su casa, le había alquilado apartamentos. Había intentado ser su amiga, había intentado ser su enemiga, había reído con ella y le había gritado, todo en balde. Saoirse estaba perdida en un mundo donde nadie más importaba.
Elizabeth no podía por menos de pensar en la ironía del nombre de su hermana. Saoirse no era libre. Quizás había creído que lo era, yendo y viniendo a su antojo, sin ninguna atadura con nadie, con nada ni con ningún sitio, pero era esclava de sus adicciones. Sin embargo era incapaz de darse cuenta de ello y Elizabeth no sabía cómo ayudarla a verlo. No podía volverle la espalda del todo a su hermana, pero se le habían agotado las energías, las ideas y la fe para seguir creyendo que Saoirse cambiaría, y con su persistencia Elizabeth ya había perdido amantes y amigos. La frustración de éstos iba en aumento al ver cómo Saoirse se aprovechaba de Elizabeth una y otra vez hasta que dejaban de tener sitio en su vida. Ahora bien, contrariamente a lo que éstos creían, Elizabeth no se consideraba víctima de las circunstancias. Siempre mantenía el control. Sabía lo que hacía y por qué lo estaba haciendo y se negaba a abandonar a un miembro de su familia. No sería como su madre. A lo largo de toda su vida se había esforzado muchísimo para no serlo.
De súbito Elizabeth pulsó el botón «Mute» del mando a distancia del televisor y la sala se sumió en el silencio. Ladeó la cabeza. Creyó haber oído algo otra vez. Después de echar un vistazo por la sala y comprobar que todo estaba en su sitio volvió a subir el volumen.
Ahí lo tenía otra vez.
Silenció el televisor de nuevo y se levantó del sillón. Eran las diez y cuarto, pero aún no había oscurecido del todo. Escudriñó el jardín de atrás y en la penumbra sólo acertó a ver sombras y contornos negros. Corrió a toda prisa las cortinas y de inmediato se sintió más segura en su capullo crema y beis. Volvió a arrebujarse en la bata y se sentó de nuevo en el sillón, dobló las piernas y las apretó aún más que antes al tronco abrazándose las rodillas con ademán protector. El sofá vacío de piel crema la miraba fijamente. Tuvo otro estremecimiento, subió todavía más el volumen del televisor y bebió un sorbo de café. El líquido aterciopelado se le deslizó garganta abajo y le calentó las entrañas, y Elizabeth volvió a intentar quedar absorta en el mundo de la televisión.
Llevaba todo el día un poco rara. Su padre siempre decía que cuando tenías un escalofrío significaba que alguien estaba caminando sobre tu tumba. Elizabeth no creía en esas cosas, pero mientras veía la televisión tenía que esforzarse por apartar la vista del sofá de piel de tres plazas y quitarse de encima la sensación de que un par de ojos la estaba observando.
Ivan la observó silenciar el televisor una vez más, dejar aprisa el tazón de café en la mesita que tenía al lado y ponerse de pie de un salto como si hubiese estado sentada sobre alfileres. «Ahí va de nuevo», pensó. Con los ojos muy abiertos por el terror, Elizabeth recorrió rápidamente la sala con la mirada. Una vez más Ivan se preparó adelantándose hasta el borde del sofá. La tela de sus téjanos crujió contra el cuero.
De un brinco, Elizabeth se puso de cara al sofá.
Agarró un atizador negro de hierro de la gran chimenea de mármol y giró sobre sí misma. Los nudillos se le pusieron blancos de tanto apretarlo. Poco a poco fue recorriendo la sala de puntillas con los ojos desorbitados por el miedo. El tapizado de piel volvió a crujir bajo el peso de Ivan y Elizabeth cargó hacia el sofá. Ivan saltó del asiento y se zambulló en un rincón.
Se escondió detrás de las cortinas para protegerse y observó cómo ella quitaba los almohadones del sofá mientras rezongaba para sus adentros algo sobre ratones. Tardó diez minutos en registrar el sofá, y después puso todos los almohadones de nuevo en su sitio para devolverle su inmaculada forma original.
Elizabeth cogió el tazón de café con cierta inseguridad y se dirigió a la cocina. Ivan la siguió pisándole los talones; iba tan pegado a ella que los mechones de su suave cabellera le hacían cosquillas en la cara. El pelo de la mujer olía a coco y la piel a frutas.
Ivan no comprendía su fascinación por ella. La había estado observando desde el almuerzo del viernes. Luke no había dejado de llamarle para que fuera a jugar con él partida tras partida, pero Ivan había preferido quedarse con Elizabeth. Al principio fue sólo para ver si ella podía oírle o notar su presencia otra vez, pero luego, al cabo de unas horas, la encontró cautivadora. Era obsesivamente pulcra. Se fijó en que nunca salía de la cocina para contestar el teléfono o ir a abrir la puerta principal hasta tenerlo todo limpio y ordenado. Bebía mucho café, miraba el jardín, quitaba pelusas imaginarias a casi todos los objetos. Y reflexionaba. Se le notaba en la cara. Fruncía el ceño al concentrarse y mudaba la expresión del rostro como si estuviera conversando con personas dentro de su cabeza. A juzgar por la actividad de su frente, las más de las veces tales conversaciones terminaban siendo discusiones.
Ivan se percató de que siempre la envolvía el silencio. Nunca había música o ruidos de fondo como solían tener la mayoría de personas, una radio encendida, la ventana abierta para dejar entrar los sonidos del verano: el canto de los pájaros y las cortadoras de césped. Luke y ella hablaban poco y cuando lo hacían era casi siempre para dar órdenes (ella) o para pedir permiso (él), nada divertido. El teléfono rara vez sonaba, nadie venía a visitarla. Daba la impresión de que las conversaciones dentro de la cabeza de Elizabeth eran lo bastante ruidosas como para llenar su silencio.
Ivan pasó gran parte del viernes y el sábado siguiéndola de un lado a otro, sentándose en el sofá de piel crema al anochecer para verla mirar el único programa de televisión que por lo visto le gustaba. Ambos reían en los mismos momentos, gruñían en los mismos momentos y parecían estar perfectamente sincronizados, sin embargo ella no sabía que él estaba allí. La noche anterior Ivan la había observado dormir. Había estado inquieta, como mucho durmió unas tres horas seguidas; el resto del tiempo lo había pasado leyendo un libro, dejándolo al cabo de cinco minutos, mirando el vacío, cogiendo el libro otra vez, leyendo unas cuantas páginas, leyendo de nuevo las mismas páginas, volviendo a dejar el libro, cerrando los ojos, abriéndolos de nuevo, encendiendo la luz, garabateando bocetos de muebles y habitaciones, jugando con colores y sombras y retales, apagando la luz otra vez.
Había conseguido que Ivan se cansara sólo con mirarla desde la silla de paja del rincón de la habitación. Los viajes a la cocina en busca de café también habían contribuido a cansarle. El domingo por la mañana ella se levantó temprano y se puso a ordenar, aspirar y sacar brillo a una casa que ya estaba impoluta antes de comenzar. Dedicó toda la mañana a la limpieza mientras Ivan jugaba con Luke a tocar y parar en el jardín de atrás. Recordó que a Elizabeth le había molestado particularmente ver cómo Luke corría por el jardín riendo y gritando a solas. Después de reunirse con ellos a la mesa de la cocina, la mujer estuvo observando a Luke jugar a las cartas, y meneó la cabeza con preocupación cuando éste explicó pacientemente y con todo detalle las reglas del juego al vacío.
Pero cuando a las nueve en punto Luke se acostó, Ivan le leyó el cuento de Pulgarcito más deprisa de lo que acostumbraba hacerlo y luego fue corriendo a seguir observando a Elizabeth. Pero notó que se iba poniendo más nerviosa a medida que pasaban los días.
Elizabeth enjuagó el tazón de café asegurándose de que quedara bien limpio antes de meterlo en el lavavajillas. Secó el fregadero mojado con un paño que luego arrojó al canasto de la ropa sucia del office. Quitó pelusas imaginarias a varios objetos que encontró a su paso, recogió migas del suelo, apagó todas las luces y comenzó el mismo proceso en la sala de estar. Había hecho exactamente lo mismo las dos últimas noches.
Esta vez, no obstante, antes de salir de la sala de estar se detuvo bruscamente y a punto estuvo de que Ivan se diera de bruces contra ella. El corazón le latió descompasadamente. ¿Acaso había percibido ella su presencia?
Elizabeth se volvió lentamente.
Ivan se alisó la camisa para tener un aspecto presentable. Una vez la tuvo de cara a él sonrió.
– Hola-dijo muy cohibido.
Elizabeth se restregó los ojos con gesto cansado y los volvió a abrir.
– Ay, Elizabeth, te estás volviendo loca -susurró. Se mordió el labio y arremetió contra Ivan.