Capítulo 14

– ¡Sam, tu papá ha venido a buscarte! -gritó Elizabeth con voz débil hacia lo alto de la escalera. No obtuvo respuesta, sólo el sonido de unos pies menudos corriendo por el descansillo. Suspiró y miró su reflejo en el espejo. No reconoció a la mujer que vio. Tenía el rostro hinchado y el pelo revuelto por la brisa y húmedo de atusarlo con las manos mojadas de lágrimas.

Luke apareció en lo alto de la escalera con cara soñolienta y vestido con el pijama de Spiderman que se negaba a dejar que le lavara y que escondía detrás de su oso de peluche favorito, George, para protegerlo. Se frotó los ojos cansinamente con los puños y la miró confundido.

– ¿Eh?

– Luke, se dice perdón, no eh -le corrigió Elizabeth, y acto seguido se preguntó qué importancia tenía en las presentes circunstancias-. El padre de Sam todavía espera. ¿Puedes decirle a tu amigo que se dé prisa en bajar, por favor?

Luke, aturdido, se rascó la cabeza.

– Pero… -se interrumpió y se frotó el rostro con aire cansado.

– Pero ¿qué?

– El papá de Sam ha venido a buscarle mientras te encontrabas en el jar…

Se calló y desvió la mirada por encima del hombro de Elizabeth. Sonrió mostrando un hueco entre los dientes.

– Vaya, hola, papá de Sam. -Sofocó a duras penas una risita-. Sam bajará enseguida -agregó aguantándose la risa, y se fue corriendo por el descansillo.

Elizabeth no tuvo más remedio que volverse despacio y enfrentarse al padre de Sam. No podía seguir evitándole mientras él aguardaba a su hijo en su casa. Al primer vistazo reparó en la expresión de perplejidad con que el hombre miraba a Luke desaparecer por el descansillo a la carrera y riendo tontamente. El padre de Sam se volvió de cara a ella, a todas luces preocupado. Estaba apoyado contra el marco de la puerta con las manos en los bolsillos traseros de unos téjanos desteñidos que hacían juego con una camiseta azul. Unos mechones de pelo negro azabache escapaban de debajo de su gorra también azul. A pesar de aquel atuendo juvenil Elizabeth supuso que tenía su misma edad.

– No le haga mucho caso a Luke -dijo Elizabeth un tanto apurada por la conducta de su sobrino-. Es sólo que está un poco excitado esta noche y… -No supo cómo seguir-. Lamento que me sorprendiera en un mal momento en el jardín. -Se envolvió el torso con los brazos en un ademán protector-. Normalmente no estoy así. -Se secó los ojos con las manos temblorosas y las entrelazó para disimular el temblor. El exceso de emociones la había desorientado.

– No pasa nada -respondió la voz grave con ternura-. Todos tenemos días malos.

Elizabeth se mordió el interior de la boca e intentó en vano recordar su último día bueno.

– Edith se ha marchado durante unos días. Seguro que ha tratado con ella. Por eso no nos habíamos conocido antes.

– Ah, Edith -sonrió-. Luke la menciona muy a menudo. Le tiene mucho cariño.

– Sí. -Esbozó una sonrisa y se preguntó si Luke la habría mencionado a ella alguna vez-. ¿Quiere sentarse? -preguntó indicando la sala de estar. Después de ofrecerle una bebida regresó de la cocina con un vaso de leche para él y un expreso para ella. Se detuvo un momento en la puerta del salón, sorprendida al pillarle dando vueltas en la silla giratoria de cuero. Verlo de aquella guisa la hizo sonreír.

Al verla en la puerta él sonrió a su vez, dejó de girar, cogió el vaso de leche y se dirigió al sofá de cuero. Elizabeth tomó asiento en su sillón acostumbrado, tan enorme que casi se la tragó, y se odió a sí misma por esperar que las deportivas de él no ensuciaran la alfombra color crema.

– Tendrás que perdonarme, pero no sé cómo te llamas -dijo Elizabeth procurando alegrar su apagado tono de voz.

– Me llamo Ivan.

Elizabeth se atragantó y espurreó café por toda su blusa.

Ivan corrió a su lado para darle palmaditas en la espalda. Sus ojos preocupados miraron directamente a los de ella. Arrugó la frente con inquietud.

Elizabeth tosió sintiéndose estúpida, apartó la vista enseguida y carraspeó.

– No te preocupes, estoy bien -murmuró-. Sólo es que resulta curioso que te llames Ivan porque… -Se interrumpió. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a contarle a un desconocido que su sobrino deliraba? A pesar de los consejos de Internet todavía no estaba convencida de que el comportamiento de Luke pudiera considerarse normal-. Bueno, es una larga historia. -Hizo un gesto con la mano como descartándola y tomó otro sorbo-. ¿A qué te dedicas, Ivan, si no es indiscreción preguntarlo?

El café caliente corría por su organismo llenándola de una reconfortante y conocida sensación. Notó que volvía en sí y salía del coma de la tristeza.

– Supongo que podría decirse que estoy en el negocio de hacer amigos, Elizabeth.

Elizabeth asintió como si lo entendiera perfectamente.

– ¿No lo estamos todos, Ivan?

Ivan consideró esa idea.

– ¿Cómo se llama tu empresa? -preguntó ella.

Los ojos de Ivan se iluminaron.

– Es una compañía excelente. Lo cierto es que me encanta mi trabajo.

– ¿«Compañía excelente»? -repitió Elizabeth frunciendo el ceño-. No me suena. ¿Tiene su sede aquí, en Kerry?

Ivan pestañeó.

– Tiene sedes por doquier, Elizabeth.

Elizabeth enarcó las cejas.

– ¿Es internacional?

Ivan asintió con la cabeza y bebió un poco de leche.

– ¿Y a qué se dedica la compañía?

– A los niños -contestó Ivan-. Excepto Olivia, que trabaja con los ancianos, pero yo trabajo con niños. Les ayudo, ¿sabes? Bueno, antes eran sólo niños, pero ahora parece que nos estamos diversificando…, creo…

No supo cómo proseguir, dio unos golpecitos al vaso con la uña y se quedó mirando al vacío.

– Vaya, eso está muy bien -terció Elizabeth sonriendo. Aquello explicaba la ropa juvenil y el carácter juguetón-. Me figuro que si ves sitio en otro mercado tienes que ocuparlo, ¿no es así? Expandir la empresa, aumentar los beneficios. Yo siempre ando buscando la manera de hacerlo.

– ¿Qué mercado?

– El de los ancianos.

– ¿Tienen un mercado? Fantástico, me pregunto cuándo lo celebran. ¿Los domingos, supongo? Siempre se pueden encontrar buenas gangas en esos mercadillos. El padre de mi viejo amigo Barry compraba coches de segunda mano y los restauraba. Su madre compraba cortinas y las transformaba en prendas de vestir; parecía un personaje de Sonrisas y lágrimas, y además es estupendo que viva aquí, porque cada domingo quería «escalar todas las montañas», [1] y como Barry era mi mejor amigo no me quedaba más remedio que hacerlo, figúrate. ¿Cuándo crees que se puede ir? No a ver la película, me refiero al mercado.

Elizabeth apenas le oía; su mente había vuelto al modo pensamiento. No podía detenerse.

– ¿Estás bien? -preguntó la voz amable.

Elizabeth dejó de mirar el fondo de su taza de café para verle la cara. ¿Por qué parecía que ella le importara tanto? ¿Quién era aquel desconocido que le hablaba con ternura y la hacía sentirse tan a gusto en su presencia? Cada chispa de sus ojos azules añadía un puntito de piel de gallina a los brazos de Elizabeth, su mirada era hipnótica y el tono de su voz era como una canción favorita que ella habría querido poner a todo volumen pulsando el botón «Repetir». ¿Quién era aquel hombre que había entrado en su casa y le había hecho una pregunta que ni siquiera su propia familia era capaz de hacerle? «¿Estás bien?» ¿Y qué? ¿Estaba bien? Hizo dar vueltas al café en la taza y lo observó alzarse en espuma contra los bordes, igual que el mar contra los acantilados de Slea Head. Pensó en la pregunta y llegó a la conclusión de que si habían transcurrido años desde la última vez que oyera a alguien pronunciar aquellas palabras seguramente la respuesta era que no. No estaba bien.

Estaba cansada de abrazar almohadas, de confiar en las mantas para darse calor y de revivir momentos románticos sólo en sueños. Estaba cansada de esperar que cada día transcurriera deprisa para pasar al siguiente. De esperar que fuese un día mejor, un día más fácil. Pero nunca lo era. Trabajaba, pagaba las facturas y se acostaba, pero nunca dormía. Cada mañana la carga que pesaba sobre sus hombros era mayor y cada mañana deseaba que anocheciera cuanto antes para poder regresar a la cama y abrazarse a sus almohadas y envolverse en el calor de sus mantas.

Miró al amable desconocido de ojos azules que la estaba observando y vio más preocupación en aquellos ojos que en los de cualquier otra persona que ella hubiese conocido hasta entonces. Deseaba decirle cómo se sentía, deseaba oírle decir que todo iría bien, que no estaba sola y que todos vivirían felices y comerían perdices y… se interrumpió. Los sueños, los deseos y las esperanzas eran poco realistas. Debía impedir que la mente la llevara por aquellos derroteros. Tenía un buen trabajo y ella y Luke gozaban de buena salud. Eso era cuanto necesitaba. Levantó la vista hacia Ivan y pensó sobre cómo contestar a su pregunta. ¿Estaba bien?

Ivan bebió un sorbo de leche.

Elizabeth sonrió y se echó a reír, ya que encima del labio le había quedado un bigote blanco tan grande que le llegaba hasta las ventanas de la nariz.

– Sí, gracias, Ivan, estoy bien.

Él no parecía tenerlas todas consigo mientras se limpiaba la boca y, tras estudiarla un ratito, reanudó la conversación.

– Así pues, eres diseñadora de interiores.

Elizabeth frunció el ceño.

– Sí. ¿Cómo lo sabes?

Los ojos de Ivan chispearon maliciosos.

– Lo sé todo.

Elizabeth sonrió.

– Como todos los hombres. -Miró la hora-. No me explico por qué tarda tanto Sam. Seguro que tu esposa ya estará pensando que os he raptado a los dos.

– Oh, no estoy casado -contestó Ivan enseguida-. Chicas, ¡puf!

Hizo una mueca.

Elizabeth se rió.

– Lo siento, no sabía que tú y Fiona no seguíais juntos.

– ¿Fiona? -Ivan parecía confundido.

– ¿La madre de Sam? -preguntó Elizabeth sintiéndose estúpida.

– Ah, ¿ella? -Ivan hizo otra mueca-. Ni hablar. -Se inclinó hacia delante en el sofá de piel y éste crujió bajo sus téjanos. Un ruido que Elizabeth conocía-. ¿Sabes?, le encanta preparar ese espantoso plato de pollo. La salsa echa a perder la carne de pollo, en serio.

Elizabeth se encontró riendo de nuevo.

– Ésa es una razón poco frecuente para que no te guste alguien. -Aunque curiosamente Luke se había quejado de lo mismo después de cenar en casa de Sam durante el fin de semana.

– No, si te gusta el pollo es una razón de peso -respondió Ivan con sinceridad-. El pollo es con mucho mi plato favorito -agregó sonriendo.

Elizabeth asintió con la cabeza tratando de aguantarse la risa.

– Bueno, desde luego mi carne de ave favorita.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Elizabeth rompió a reír otra vez. Sin duda Luke había copiado algunas de sus frases.

– ¿Qué pasa?

Ivan sonrió de oreja a oreja mostrando una dentadura blanca y reluciente.

– Eres tú -dijo Elizabeth tratando de serenarse y controlar la risa. No podía creer que estuviera comportándose de aquel modo con un perfecto desconocido.

– ¿Qué pasa conmigo?

– Eres divertido.

Elizabeth sonrió.

– Eres preciosa -dijo Ivan con calma y ella volvió a mirarle sorprendida.

Se ruborizó. ¿Cómo se atrevía a decirle algo semejante? Hubo otro silencio por parte de ella mientras se preguntaba si tenía que ofenderse o no. La gente no acostumbraba hacer tales comentarios a Elizabeth. No sabía cómo se suponía que debía reaccionar.

Miró de reojo a Ivan y la intrigó ver que no se mostraba en absoluto perplejo ni avergonzado. Como si para él fuese normal decir esas cosas. Para un hombre como él seguramente lo era, pensó con cinismo. Un seductor, eso era lo que era. Aunque por más que lo mirara con forzado desdén, en realidad no conseguía creérselo. Aquel hombre no sabía nada acerca de ella, la había conocido hacía escasos diez minutos, le había dicho que era preciosa y sin embargo seguía sentado en su sala de estar como si fuese su mejor amigo, inspeccionando la habitación como si fuese el lugar más interesante que había visto en su vida. Era de natural muy afable, resultaba muy fácil hablar con él y escucharle, y a pesar de haberle dicho que era guapa sentada allí con su ropa vieja, los ojos enrojecidos y el pelo grasoso, lo cierto era que no la incomodaba lo más mínimo. Cuanto más se prolongaba el silencio más claro tuvo que simplemente le había hecho un cumplido.

– Gracias, Ivan -dijo Elizabeth educadamente.

– Gracias a ti.

– ¿Por qué?

– Has dicho que yo era divertido.

– Ah, sí. Bueno…, de nada.

– No suelen hacerte cumplidos, ¿verdad?

Elizabeth tendría que haberse levantado en aquel preciso instante y ordenarle que saliera de su sala de estar por ser tan entrometido, sin embargo no lo hizo porque por más que pensara que técnicamente, según sus propias reglas, debería sentirse molesta, la verdad era que no lo estaba. Suspiró.

– No, Ivan, más bien no.

Él le sonrió.

– Bueno, pues que éste sea el primero de muchos.

La miró fijamente y a Elizabeth comenzaron a temblarle los párpados por haberle sostenido la mirada tanto rato.

– ¿Sam duerme contigo esta noche?

Ivan puso los ojos en blanco.

– Espero que no. Para ser un crío de sólo seis años, no te imaginas cómo ronca.

Elizabeth sonrió.

– Seis años son bastantes a… -Se interrumpió y tomó un trago de café.

Ivan enarcó las cejas.

– ¿Cómo dices?

– Nada -masculló Elizabeth. Mientras Ivan seguía estudiando la habitación Elizabeth le echó otro vistazo por el rabillo del ojo. Le costaba calcular qué edad tenía. Era alto y musculoso, viril pero con un encanto juvenil. Estaba confundida. Decidió salir de dudas.

– Ivan, hay algo que me tiene confundida.

Tomó aliento para hacer la pregunta.

– Pues no lo estés. Nunca estés confundida.

Curiosamente, Elizabeth frunció el ceño y sonrió a la vez. Hasta su propio rostro estaba confundido ante semejante declaración.

– De acuerdo -dijo despacio-. ¿Te importa que te pregunte qué edad tienes?

– No -contestó Ivan alegremente-. No me importa lo más mínimo.

Silencio.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien qué?

– ¿Qué edad tienes?

Ivan sonrió.

– Digamos que una persona me ha dicho que tengo la misma edad que tú.

Elizabeth se rió. Ya lo había supuesto. Obviamente Ivan no se había librado de los comentarios poco sutiles de Luke.

– Los niños te mantienen joven, Elizabeth. -Su voz se volvió seria, sus ojos profundos y meditabundos-. Mi trabajo consiste en cuidar de los niños, ayudarlos a crecer y brindarles apoyo.

– ¿Eres asistente social? -preguntó Elizabeth.

Ivan lo meditó.

– Puedes llamarme asistente social, amigo íntimo profesional, consejero… -Extendió las manos y se encogió de hombros-. Los niños son quienes saben exactamente lo que está ocurriendo en el mundo, ¿sabes? Ven más cosas que los adultos, creen en más cosas, son sinceros y siempre te harán saber a qué debes atenerte, cuál es tu posición.

Elizabeth asintió con la cabeza. Saltaba a la vista que Ivan adoraba su trabajo, como padre y como asistente social.

– Resulta muy interesante, ¿sabes? -Él volvió a inclinarse hacia delante-. Los niños aprenden muchísimo más deprisa que los adultos. ¿Adivinas por qué?

Elizabeth supuso que existía alguna explicación científica, pero negó con la cabeza.

– Porque no tienen prejuicios. Porque desean saber y desean aprender. Los adultos… -negó tristemente con la cabeza- piensan que lo saben todo. Crecen y olvidan fácilmente y en vez de abrir la mente y desarrollarla, eligen qué deben creer y qué no. No es posible elegir esa clase de cosas: o crees o no crees. Por eso su aprendizaje es más lento. Son más cínicos, pierden la fe y sólo desean saber las cosas que los ayudarán a seguir adelante día tras día. No les interesan los extras. Pero, Elizabeth… -agregó en un audible susurro, con los ojos muy abiertos y chispeantes, y Elizabeth se estremeció al tiempo que se le ponía la piel de gallina. Tenía la impresión de que estaba contándole el secreto más grande del mundo. Acercó la cabeza a la de Ivan-. Son esos extras los que hacen la vida.

– ¿Que hacen la vida qué? -susurró Elizabeth.

Ivan sonrió.

– Que hacen la vida.

Elizabeth tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

– ¿Eso es todo?

Ivan volvió a sonreír.

– ¿Qué quieres decir con que si eso es todo? ¿Qué puedes conseguir mejor que la vida, qué más le puedes pedir a la vida? La vida es el regalo. La vida lo es todo. Y no la habrás vivido como es debido hasta que creas.

– ¿Hasta que crea en qué?

Ivan puso los ojos en blanco y sonrió.

– Bueno, Elizabeth, ya lo irás viendo.

Elizabeth quería más extras de esos de los que le estaba hablando. Quería la chispa y el entusiasmo de la vida, quería soltar globos en un campo de cebada y llenar una habitación con pastelillos de color rosa. Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas y el corazón le palpitó en el pecho ante la idea de romper a llorar delante de él. Pero no tendría que haberse apurado, ya que él se puso de pie lentamente.

– Elizabeth -dijo Ivan con delicadeza-, ahora tengo que dejarte. Ha sido un placer pasar este rato contigo.

Le tendió la mano.

Cuando Elizabeth tendió la suya para tocar su suave piel, él la asió con ternura y la apretó hipnóticamente. Elizabeth no pudo articular palabra debido al nudo que se le había hecho en la garganta.

– Buena suerte con tu reunión de mañana -añadió Ivan sonriendo alentadoramente. Y dicho eso salió de la sala de estar. Luke cerró la puerta principal a sus espaldas después de gritar «¡Adiós, Sam!» a pleno pulmón y luego, muerto de risa, subió la escalera haciendo retumbar los escalones.

Entrada la noche Elizabeth estaba tumbada en la cama con la cabeza caliente, la nariz tapada y los ojos escocidos de tanto llorar. Abrazó la almohada y se acurrucó debajo del edredón. Las cortinas descorridas dejaban que la luna pintara una senda de luz azul plateada a través de su dormitorio. Miró por la ventana la misma luna que había contemplado de niña, las mismas estrellas a las que había pedido deseos y de súbito cayó en la cuenta.

A Ivan no le había dicho ni una palabra acerca de su reunión del día siguiente.

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