Capítulo 16

Elizabeth tenía trece años y se estaba empezando a adaptar a sus primeras semanas de enseñanza secundaria. Eso significaba que tenía que viajar más allá del pueblo para ir al instituto, de modo que se levantaba y salía más temprano que todos los demás por la mañana y, como las clases terminaban tarde, regresaba a casa cuando ya había oscurecido. Pasaba muy poco tiempo con la pequeña Saoirse, que contaba a la sazón once meses. A diferencia del autocar de la escuela primaria, el autocar del instituto paraba al final de la larga carretera que conducía a la granja, dejándola sola ante la caminata hasta la puerta de casa, donde nunca la aguardaba nadie para recibirla. Era invierno y las mañanas y atardeceres oscuros extendían su manto de terciopelo negro sobre el campo. Elizabeth, por tercera vez aquella semana, había recorrido el camino a pie bajo la lluvia y el viento, con la falda del uniforme arremolinándose en torno a sus piernas mientras la cartera, cargada de libros, le encorvaba la espalda.

Ahora estaba sentada en pijama junto al fuego intentando entrar en calor, con un ojo puesto en los deberes y el otro en Saoirse, que gateaba por el suelo metiéndose cuanto quedara al alcance de sus regordetas manos en la boca babeante. Su padre, en la cocina, calentaba su estofado casero de verduras una vez más. Era lo que comían a diario. Gachas para desayunar, estofado para la cena. De vez en cuando tomaban un grueso bistec de ternera o algún pescado fresco que su padre hubiese capturado ese día. A Elizabeth le encantaban esos días.

Saoirse gorjeaba y babeaba agitando las manos en derredor y observando a Elizabeth, contenta de ver a su hermana mayor en casa. Elizabeth le sonreía y hacía ruidos alentadores antes de volver a concentrarse en los deberes. Usando el sofá como punto de apoyo, Saoirse se puso de pie tal como llevaba haciendo durante las últimas semanas. Poco a poco avanzó hacia un lado, yendo adelante y atrás, adelante y atrás antes de dar media vuelta hacia Elizabeth.

– Venga, Saoirse, puedes hacerlo.

Elizabeth soltó el lápiz y fijó la atención en su hermanita. Desde hacía unos días Saoirse cada tarde intentaba cruzar la habitación caminando hasta su hermana, pero acababa desplomándose sobre su trasero almohadillado. Elizabeth estaba decidida a estar presente cuando por fin diera aquel salto adelante. Quería inventar una canción y un baile sobre aquel momento, tal como su madre habría hecho si no se hubiese marchado.

Saoirse soltaba el aire por la boca formando burbujas en sus labios y chapurreaba en su misterioso lenguaje.

– Sí -asentía Elizabeth-, ven con Elizabeth. Le tendió los brazos.

Muy despacio, Saoirse se soltó y con una mirada resuelta en su rostro comenzó a dar unos pasos. Avanzaba inexorablemente mientras Elizabeth contenía el aliento esforzándose por no gritar de entusiasmo por miedo a hacerle perder el equilibrio. Saoirse sostuvo la mirada de Elizabeth todo el trayecto. Elizabeth nunca olvidaría aquella mirada en los ojos de su hermana bebé, cargada de determinación. Finalmente alcanzó a Elizabeth y ésta la tomó en brazos y se puso a bailar de aquí para allá cubriéndola de besos mientras Saoirse reía y hacía más burbujas.

– ¡Papá, papá! -llamó Elizabeth.

– ¿Qué? -gritó su padre, malhumorado.

– ¡Ven aquí, corre! -instó Elizabeth ayudando a Saoirse a aplaudirse a sí misma.

Brendan se asomó a la puerta torciendo el gesto con preocupación.

– ¡Saoirse ha caminado, papá! ¡Mira, hazlo otra vez, Saoirse; camina para que te vea papá!

Puso a su hermana en el suelo y la alentó a repetir la proeza.

Brendan resopló.

– Jesús, pensaba que era algo importante. Creía que te pasaba algo malo. Deja de fastidiarme con chorradas.

Le dio la espalda y regresó a la cocina.

Cuando Saoirse levantó la vista durante su segundo intento por mostrar a su familia lo lista que era y vio que su papá se había marchado, puso cara de disgusto y enseguida dio con el trasero en el suelo otra vez.

Elizabeth había estado en el trabajo el día que Luke aprendió a caminar. Edith la había llamado en medio de una reunión y ella no pudo ponerse al teléfono, de modo que sólo se enteró cuando llegó a casa. Al recordarlo, cayó en la cuenta de que había reaccionado de forma muy similar a su padre y, una vez más, se odió por ello. Como adulta podía comprender la reacción de su padre. No era que no estuviera orgulloso o que no le importase, era sólo que le importaba demasiado. Primero caminan, luego se largan.

La idea alentadora era que si Elizabeth había conseguido ayudar a su hermana a caminar una vez, seguramente podría ayudarla a hacer pie una segunda vez.


Elizabeth se despertó sobresaltada, muerta de frío y miedo después de una pesadilla. La luna había finalizado su turno en aquella parte del mundo y se había desplazado dejándole sitio al sol. El sol contemplaba a Elizabeth con aire paternal sin quitarle el ojo de encima mientras ésta dormía. El haz de luz azul plateada que atravesaba la cama había sido reemplazado por un reguero amarillo. Eran las cuatro y treinta y cinco y Elizabeth se sintió bien despierta de inmediato. Se apoyó en los codos. Tenía medio edredón caído al suelo y el otro medio hecho un lío entre las piernas. Había dormido de manera irregular con sueños que empezaban antes de concluir los anteriores, solapándose unos con otros, creando una estrambótica sucesión de rostros, lugares y palabras aleatorios. Estaba agotada.

Echó un vistazo al dormitorio y la irritación se apoderó de su ser. Aunque había hecho la limpieza en la casa de arriba abajo hasta dejarla reluciente dos días atrás, sintió la urgente necesidad de volver a hacerlo. Había cosas fuera de sitio que le llamaban la atención por el rabillo del ojo. Se frotó la nariz, que estaba comenzando a picarle ante tanta contrariedad y apartó de un tirón la ropa de encima de la cama.

Se puso a ordenar todo de inmediato. Tenía un total de doce almohadones que disponer en la cama, seis filas de dos consistentes en almohadas convencionales seguidas por otras oblongas y redondas en la parte de delante. Todas eran de texturas diferentes, abarcando desde la piel de conejo a la gamuza, en distintas tonalidades de crema, beis y café. Una vez satisfecha con la cama comprobó que sus prendas de vestir estuvieran colgadas en el orden correcto, con los tonos más oscuros a la izquierda y los claros a la derecha, aunque su guardarropa tenía muy poco colorido. Ponerse el más ligero toque de color le daba la impresión de ir por la calle envuelta en destellos de neón. Aspiró el suelo, quitó el polvo y sacó brillo a los espejos, enderezó las tres toallas de mano del cuarto de baño, tarea que la entretuvo varios minutos hasta alinear a la perfección las rayas que las cruzaban. Los grifos refulgían y no dejó de fregar febrilmente las baldosas hasta que logró ver su reflejo en ellas. A las seis y media había terminado la sala de estar y la cocina y, algo menos inquieta, salió al jardín, donde se sentó con una taza de café a repasar sus diseños para preparar la reunión de aquella mañana. En total había dormido solamente tres horas aquella noche.


Benjamin West puso los ojos en blanco e hizo rechinar los dientes un poco contrariado mientras su jefe iba de un lado al otro del Portakabin, [2] despotricando con su marcadísimo acento de Nueva York.

– Mira, Benji, estoy…

– Benjamin -interrumpió Benjamin.

– … más que harto -prosiguió sin hacerle el menor caso- de oír la misma mierda en boca de todos. Todos esos diseñadores son iguales. Quieren esto contemporáneo y aquello minimalista. ¡Me tienen hasta las pelotas con el art déco, Benji!

– Me llam…

– Vamos a ver. ¿Con cuántas empresas de ésas nos hemos reunido hasta ahora?

Dejó de caminar y miró a Benjamin. Benjamin hojeó su agenda.

– Em… Con ocho, sin contar a la mujer que tuvo que marcharse de improviso el viernes, Elizabeth…

– No importa -interrumpió el jefe-, es igual que el resto.

La descartó con un gesto desdeñoso de la mano y dio media vuelta para mirar por la ventana hacia el edificio en construcción. Su delgada trenza gris osciló con su cabeza.

– Bueno, tenemos otra reunión con ella dentro de media hora -dijo Benjamin echando un vistazo a su reloj de pulsera.

– Cancélala. Me importa un bledo lo que tenga que contarnos. Es tan mojigata como los demás. ¿Cuántos hoteles hemos construido juntos, Benji?

Benjamin suspiró.

– Me llamo Benjamin y hemos trabajado juntos un montón de veces, Vincent.

– Un montón -asintió Vincent para sí-. Justamente lo que pensaba. ¿Y en cuántos hemos tenido unas vistas tan buenas como en éste?

Tendió la mano para mostrar el panorama que ofrecía la ventana. Benjamin se dio la vuelta en la silla, indiferente, y a duras penas logró ver más allá del ruido y el caos de la obra. Iban con retraso. Sin duda era una vista bonita, pero habría preferido mirar por aquella ventana y contemplar un hotel terminado, no una sucesión de verdes colinas y lagos. Ya llevaba dos meses en Irlanda y según lo previsto el hotel debía estar terminado en agosto, al cabo de tres meses. Nacido en Haxton, Colorado, pero residente en Nueva York, creía haber escapado hacía mucho a la sensación de claustrofobia que sólo se daba en las poblaciones pequeñas. Al parecer no era así.

– ¿Y bien?

Vincent había encendido un puro y lo chupaba con deleite.

– Es una vista fantástica -dijo Benjamin en un tono aburrido.

– Es una vista de puta madre, joder, y no pienso permitir que un interiorista cursilón y pretencioso venga aquí y haga que esto parezca un hotel urbano cualquiera como los que hemos hecho a millones.

– ¿Qué tienes en mente, Vincent?

Lo único que Benjamin había estado oyendo a lo largo de los dos últimos meses era lo que Vincent no quería que hicieran con «su» hotel.

Vincent, enfundado en un traje gris brillante, fue con paso decidido hasta su maletín, sacó una carpeta y la lanzó a la mesa delante de Benjamin.

– Mira estos recortes de periódicos. Este lugar es una puñetera mina de oro, quiero lo mismo que quieren ellos. La gente no quiere un hotel del montón; ha de ser romántico, divertido, artístico, nada que ver con la asepsia hospitalaria de lo que llaman moderno. Si la próxima persona que entre en esta habitación tiene las mismas ideas de mierda, yo mismo me encargaré de diseñar este maldito lugar.

Volvió el rostro sonrojado de cara a la ventana y dio una calada a su puro.

Benjamin puso los ojos en blanco ante el histrionismo de Vincent.

– Quiero a un artista de verdad -prosiguió Vincent-, a un loco de atar. Alguien creativo con un poco de estilo. Estoy harto de esos trajes de ejecutivo que hablan de colores de pintura como si fuesen diagramas de tartas y que no han utilizado una brocha en su puñetera vida. Quiero al Van Gogh del interiorismo…

Unos golpes a la puerta le interrumpieron.

– ¿Quién es ahora? -dijo Vincent con aspereza, aún con el rostro colorado debido a su perorata.

– Supongo que Elizabeth Egan, que viene para la reunión.

– Creía haberte dicho que la cancelaras.

Benjamin hizo caso omiso de él y se dirigió a la puerta para abrir a Elizabeth.

– Hola -dijo Elizabeth entrando en la habitación seguida por el pelo ciruela de Poppy, toda salpicada de pintura y cargada de carpetas rebosantes de muestras de alfombras y tejidos.

– Hola, soy Benjamin West, director del proyecto. Nos conocimos el viernes.

Estrechó la mano de Elizabeth.

– Sí, lamento haber tenido que irme tan pronto -contestó Elizabeth resueltamente sin mirarle a los ojos-. No es algo que me ocurra con frecuencia, se lo aseguro. -Se volvió de cara a la apurada señorita que tenía detrás-. Ella es Poppy, mi ayudante. Confío en que no les importe que se siente con nosotros -agregó en tono cortante.

Poppy forcejeó con las carpetas para darle la mano a Benjamin y como resultado unas cuantas carpetas se le cayeron al suelo.

– Mierda -dijo Poppy en voz alta, y Elizabeth se volvió a mirarla echando chispas.

Benjamin se rió.

– No pasa nada. Permítame ayudarla.

– Señor Taylor -dijo Elizabeth levantando la voz y cruzando la habitación con la mano extendida-, me alegra volver a verle. Lamento lo de la última reunión.

Vincent se apartó de delante de la ventana, miró de arriba abajo el traje chaqueta negro de Elizabeth y dio una calada a su puro. No le estrechó la mano, sino que se volvió de nuevo de cara a la ventana.

Benjamin ayudó a Poppy a dejar sus carpetas encima de la mesa e intervino para disipar el mal ambiente de la habitación.

– ¿Por qué no nos sentamos todos?

Elizabeth, sonrojada, bajó despacio la mano y se volvió hacia la mesa. Su voz subió una octava.

– ¡Ivan!

Poppy arrugó el semblante y miró a ver si había alguien más.

– No pasa nada -le dijo Benjamin-, la gente se confunde con mi nombre constantemente. Me llamo Benjamin, señora Egan.

– Oh, no me dirigía a usted -rió Elizabeth-. Hablo con el hombre que está sentado a su lado. -Se aproximó a la mesa-. ¿Qué estás haciendo aquí? No sabía que estuvieras metido en el proyecto del hotel. Creía que trabajabas con niños.

Vincent enarcó las cejas y la observó asentir y sonreír con cortesía en el silencio reinante. El empresario se echó a reír; una sonora carcajada que acabó en un ataque de tos perruna.

– ¿Se encuentra bien, señor Taylor? -preguntó Elizabeth con preocupación.

– Sí, señora Egan, muy bien. La mar de bien, diría yo. Es un placer conocerla.

Le tendió la mano.

Mientras Poppy y Elizabeth ordenaban sus carpetas, Vincent se dirigió a Benjamín entre dientes.

– A ésta quizá no le falte mucho para cortarse la oreja, después de todo.

La puerta se abrió y entró la recepcionista con una bandeja de tazas de café.

– En fin, me ha encantado volver a verte. Adiós, Ivan -se despidió Elizabeth antes de que la mujer saliera cerrando la puerta a sus espaldas.

– ¿Ya se ha marchado? -preguntó Poppy con acritud.

– No se preocupe -dijo Benjamín a Poppy riendo por lo bajo mientras observaba admirado a Elizabeth-, ella encaja en el perfil a la perfección. Han estado escuchando al otro lado de la puerta, ¿verdad?

Poppy le miró confundida.

– No se preocupe más, no van a meterse en líos ni nada por el estilo -dijo Benjamín con aire un poco festivo-. Pero nos han escuchado hablar, ¿no?

Poppy reflexionó un ratito y luego asintió lentamente con la cabeza mostrándose todavía bastante perpleja.

Benjamín chasqueó la lengua y apartó la vista.

– Lo sabía. Chica lista-pensó en voz alta mirando a Elizabeth enfrascada en la conversación con Vincent.

Ambos prestaron atención a la charla.

– Me gusta usted, Elizabeth, en serio -estaba diciendo Vincent con franqueza-. Me gusta su excentricidad.

Elizabeth frunció el ceño.

– Ya sabe, su extravagancia. Así es como uno sabe que alguien es un genio y me agrada tener genios en mi equipo.

Elizabeth asintió despacio, absolutamente desconcertada con lo que estaba sucediendo.

– Pero -prosiguió Vincent- no me acaban de convencer sus ideas. En realidad, no estoy nada convencido. No me gustan.

Se hizo el silencio.

Elizabeth se revolvió incómoda en el asiento.

– Muy bien -dijo tratando de demostrar profesionalidad-, ¿qué tiene usted pensado exactamente?

– Amor.

– Amor -repitió Elizabeth desanimada.

– Sí. Amor.

Vincent se recostó en el respaldo del asiento con los dedos entrelazados encima del estómago.

– Tiene pensado amor -dijo Elizabeth impávidamente mirando a Benjamín para asegurarse.

Benjamín puso los ojos en blanco y se encogió de hombros.

– Eh, a mí me importa una mierda el amor -aclaró Vincent-. He estado unos veinticinco años casado -añadió a modo de explicación-. Es el público irlandés quien lo quiere. ¿Dónde he podido meter eso?

Buscó con la mirada y acercó a Elizabeth la carpeta de recortes de prensa deslizándola por la mesa.

Después de pasar unas páginas Elizabeth habló. Por su tono de voz Benjamín comprendió que estaba decepcionada.

– Ah, ya lo veo. Usted quiere un hotel temático.

– Dicho así suena vulgar -repuso Vincent quitándole importancia con un ademán.

– Es que considero que los hoteles temáticos son vulgares -replicó Elizabeth con firmeza. No podía renunciar a sus principios, ni siquiera por un encargo tan fantástico como aquél.

Benjamín y Poppy miraron a Vincent para ver qué contestaba. Era como seguir un partido de tenis.

– Elizabeth -dijo Vincent con un esbozo de sonrisa-, usted es una joven muy guapa, seguro que sabe esto de sobra. El amor no es un tema. Es una atmósfera, un estado de ánimo.

– Entiendo -dijo Elizabeth dando la impresión de no estar entendiendo absolutamente nada-. Usted quiere un hotel donde se respire amor en el ambiente.

– ¡Exacto! -exclamó Vincent mostrándose complacido-. Pero no se trata de lo que yo quiero, es lo que ellos quieren.

Golpeó con el dedo los recortes de prensa. Elizabeth carraspeó y habló como si se estuviera dirigiendo a un niño.

– Señor Taylor, estamos en junio, lo que llamamos la estación tonta, cuando no hay nada más sobre lo que escribir. Los medios de comunicación sólo ofrecen una imagen distorsionada de la opinión pública; distan de ser exactos, como bien sabe. No representan los deseos y expectativas del pueblo irlandés. Esforzarse por alcanzar algo que encaje con las necesidades de los medios de comunicación constituiría una equivocación descomunal.

Vincent no parecía nada impresionado.

– Mire -prosiguió ella-, este hotel cuenta con una ubicación realmente maravillosa y unas vistas que quitan el hipo, se encuentra junto a un pueblo precioso con una oferta interminable de actividades al aire libre. Mis diseños pretenden prolongar el exterior en el interior haciendo que el paisaje pase a formar parte del establecimiento. Mediante el uso de tonos semejantes a los del entorno natural, como marrones y verdes oscuros, y empleando piedra podemos…

– Todo eso ya lo he oído mil veces -interrumpió Vincent resoplando-. No quiero que el hotel armonice con las montañas, quiero que destaque. No quiero que los huéspedes se sientan como puñeteros gnomos que duermen en catres de hierba y barro.

Apagó el cigarrillo aplastándolo con furia en el cenicero.

«Lo ha perdido -pensó Benjamin-. Qué lástima: ésta lo había intentado con ganas.» Observó cómo se transformaba el rostro de Elizabeth mientras el encargo se le escurría de las manos.

– Señor Taylor -replicó Elizabeth enseguida-, todavía no ha oído todas mis ideas.

Se estaba agarrando a un clavo ardiendo.

Vincent gruñó y miró su Rolex con corona de diamantes.

– Tiene treinta segundos.

Elizabeth se quedó paralizada durante los veinte primeros y finalmente el semblante se le descompuso y pronunció las palabras siguientes con una expresión de intenso dolor

– Poppy -suspiró-, cuéntale tus ideas.

– ¡Sí! -Poppy se levantó de un salto y bailoteó entusiasmada hasta la otra punta de la mesa para plantarse delante de Vincent-. Muy bien, me imagino camas de agua con forma de corazón, baños calientes, copas de champán que salen de las mesillas de noche. Me imagino una fusión de la era Romántica con el art déco. Una explosión -hizo el gesto de una explosión con las manos- de intensos rojos, borgoñas y granates que te harán sentir arropado por el tapizado aterciopelado de un útero. Velas por doquier. El tocador francés se funde con…

Mientras Poppy disertaba y Vincent asentía animadamente con la cabeza bebiéndose cada palabra suya, Benjamin se volvió para mirar a Elizabeth, quien a su vez, con la cabeza apoyada en una mano, hacía una mueca de dolor ante cada una de las ideas de Poppy. Los ojos de ambos se encontraron y cruzaron una mirada de exasperación a propósito de sus respectivos colegas.

Luego intercambiaron una sonrisa.

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