CAPÍTULO X

Estaban mirando las noticias de medianoche en la televisión. Bird permanecía echado en la cama boca abajo, la cabeza apenas levantada como un pequeño cocodrilo. Himiko estaba en el suelo, abrazándose las rodillas. Disfrutaban desnudos de la frescura del aire nocturno. Previendo la llamada telefónica, habían bajado el sonido del aparato, por lo que sólo se oía una especie de murmullo continuo, tan débil como el zumbido de una abeja. Bird no quería escuchar ninguna voz dotada de significado y emoción, ni se preocupaba por distinguir las formas que se sucedían en la pequeña pantalla. Quería evitar que todo lo procedente del mundo exterior se proyectara con nitidez en su conciencia. Tan sólo esperaba una señal, una única señal. De pronto, Himiko dejó en el suelo el libro que leía, Mi vida en el bosque de los fantasmas, del escritor africano Amos Tutuola, se inclinó hacia delante y subió el volumen del televisor. Bird, ajeno a todo, continuaba esperando como atontado. Al cabo de pocos minutos, Himiko apagó el televisor. El punto de mercurio resplandeció y desapareció: una abstracción pura de la forma de la muerte. Bird, impresionado, casi dejó escapar un grito. ¡Quizá el bebé acaba de morir!, pensó. Todo el día había estado esperando la noticia, no había hecho otra cosa que comer algo de pan con jamón, beber cerveza y penetrar a Himiko varias veces. Ni siquiera había mirado sus mapas de África ni leído su novela africana (en cambio, Himiko, como contagiada de aquella fiebre, se había enfrascado en el mapa y el libro). Sólo había pensado en la muerte del bebé.

Hitniko se dio la vuelta y dijo algo, con un brillo ardiente en la mirada.

– ¿Qué? -preguntó él, sin entender las palabras de Himiko.

– ¡Que éste puede ser el comienzo de la guerra atómica! ¡El fin del mundo!

– ¿A qué te refieres? -dijo sorprendido.

– Pero ¿no has escuchado la noticia?

– ¿Noticia? ¿Qué noticia?

Himiko contempló a Bird con incredulidad, pero comprendió que realmente no entendía nada. Con los ojos brillantes de excitación, exclamó:

– ¡Prepárate, Bird!

– ¿Qué diablos ocurre?

– Jruschov ha reanudado las pruebas nucleares. Al parecer, han probado una nueva bomba mucho más potente que la de hidrógeno.

– ¿De veras?

– No pareces muy impresionado.

– Supongo que no…

– Pues me resulta extraño.

Sí que era extraño. Bird fue consciente de que la noticia no le impresionaba lo más mínimo. Pensó que tampoco se sorprendería al enterarse del estallido de la Tercera Guerra Mundial…

– De verdad que no siento nada -dijo.

– ¿Por qué te has vuelto tan indiferente a la política?

Bird caviló en silencio durante unos segundos.

– Mis días de estudiante han pasado. Ya no soy tan sensible a la situación internacional ni a la política. Sin embargo, las armas atómicas siempre me han preocupado. Nuestro grupo de estudio de lenguas eslavas participó en una campaña antinuclear. Con respecto a lo de Jruschov, no sé qué me ha pasado…

– Bird…

– Parece como si mi sistema nervioso sólo fuera sensible al problema del bebé -afirmó Bird, vagamente ansioso.

– Lo sé. Durante todo el día no has hablado más que del bebé y su posible muerte.

– Su fantasma ocupa mi cabeza. Es como estar sumergido en un lago que fuera el bebé mismo.

– Eso no es normal. Si esto se prolongara, digamos, cien días, te volverías loco, Bird.

Bird la miró con el ceño fruncido, como si el eco de sus palabras pudiese otorgar al bebé la energía que Popeye encontraba en un bote de espinacas. ¡Cien días! ¡Dos mil cuatrocientas horas!

– Si permites que el fantasma del bebé se adueñe de ti, no creo que puedas escapar ni siquiera después de su muerte. Por favor, reflexiona. -Y a continuación, citó en inglés un pasaje de Macbeth-: These deeds must not be thought after these ways, so it will make us mad [«No puede pensarse así sobre esos hechos. Nos enloquecerá,» (N. de la T.)].

– No puedo evitar pensar en el bebé. Y probablemente me suceda lo mismo después de su muerte. No puedo evitarlo -murmuró-. Quizá tengas razón, lo peor vendrá tras su muerte.

– Todavía estás a tiempo de llamar al hospital…

– ¿De qué serviría exigir que vuelvan a darle leche? -interrumpió Bird con voz quejumbrosa y agitada-. ¡Si hubieras visto el bulto que tiene en la cabeza!

Evitaron mirarse a los ojos. Luego, Himiko apagó la luz y se metió en la cama junto a Bird. Durante un rato permanecieron en silencio, inmóviles. Hasta que ella se apretó contra su cuerpo como una novata en relaciones sexuales. Bird sintió el vello púbico contra su muslo. Experimentó una fugaz sensación de repugnancia. Deseaba que Himiko se durmiera y al mismo tiempo que permaneciera despierta hasta que él se rindiera al sueño. Transcurrieron varios minutos en que ambos percibían que el otro estaba despierto e inmóvil. Cuando Hirniko no soportó más esa situación, dijo:

– Anoche soñaste con el bebé, ¿no? -Su voz sonaba extrañamente aguda.

– Sí. ¿Por qué lo preguntas?

– ¿Cómo fue?

– Había una base de misiles en la luna y la cuna del bebé estaba allí, completamente sola en los desiertos lunares. Un sueño sencillo.

– Pues te encogiste, cerraste los puños y lloraste como un recién nacido. Lo presencié todo.

– No me lo creo -dijo Bird, un poco avergonzado.

– Tuve miedo, pensé que tal vez seguirías siempre así, sin retornar jamás a la vigilia.

Bird permaneció en silencio, con las mejillas ardiendo en la oscuridad. Himiko se quedó inmóvil.

– Bird…, si se tratase de algo que también me afectara a mí, que pudiese compartir contigo, entonces podría ayudarte mejor. -Su tono era afectuoso.

– Tienes razón. Es una cuestión personal. Cuando estás solo dentro de una cueva privada, al final llegas a una salida lateral que conduce a una verdad que te concierne a ti y a todo el mundo. Eso recompensa los sufrimientos padecidos. ¿No le ocurrió así a Tom Sawyer? Tuvo que sufrir en una cueva oscura, pero al mismo tiempo encontró el camino hacia la luz y un saco de oro. Sin embargo, lo que experimento ahora es como cavar en solitario el pozo vertical de una mina, recto hacia abajo, hacia una profundidad sin esperanzas y que nunca se abrirá al mundo de nadie más. Así que, aunque sude y sufra en mi cueva privada, mi experiencia jamás le importará o concernirá a nadie. Lo único que hago es cavar y cavar, algo estéril y vergonzoso. ¡Esta vez Tom Sawyer está en el fondo de un pozo sin salida y no me sorprendería que enloqueciera!

– Según mi experiencia, ningún sufrimiento es totalmente estéril. Poco después de que mi esposo se quitara la vida, me fui a la cama sin tomar precauciones con un hombre que podría haber tenido la sífilis. Y estuve un tiempo desquiciada pensando en ello, por miedo al contagio. Sufrí mucho, y mientras sufría pensaba que era un sufrimiento infructuoso e improductivo. Pero ¿sabes?, cuando lo superé había ganado algo. A partir de entonces soy capaz de irme a la cama con cualquier cosa, no importa lo letal o enfermizo que sea. Y la sífilis ya casi no me preocupa.

Himiko lo contó como si fuera algo divertido, incluso concluyó con una risita ahogada. Pero Bird notó que todo era fingido: Himiko sólo intentaba levantarle el ánimo. Entonces se permitió un toque de cinismo:

– En pocas palabras, la próxima vez que mi mujer tenga un bebé monstruo no sufriré por mucho tiempo.

– Yo no he dicho tal cosa -dijo Himiko-. Bird, si al menos pudieras convertir ese pozo vertical sin fondo en una cueva con un túnel de salida…

La conversación tocaba a su fin.

– Voy por una cerveza y algunas píldoras para dormir -concluyó Himiko-. ¿Quieres también?

– No -contestó ásperamente-. Odio despertarme por las mañanas con resaca a píldoras de dormir.

«No» hubiese sido suficiente. El resto de palabras sólo habían servido para acallar la necesidad de cerveza y píldoras que ardía en su garganta.

– ¿De veras? -dijo Himiko sin contemplaciones, mientras tragaba las píldoras con un trago de cerveza-. Ahora que lo mencionas, saben a diente roto.

Himiko se durmió pero Bird continuó despierto con el cuerpo rígido, como padeciendo elefantiasis desde los hombros al estómago. Estar acostado en una cama con otra persona le resultaba un gran sacrificio para su cuerpo. Bird intentó recordar cómo había sido durante su primer año de matrimonio, cuando él y su esposa dormían en la misma cama, pero no lo consiguió. Finalmente decidió dormir en el suelo, aunque Himiko, moviéndose en sueños, le abrazó el cuerpo con piernas y brazos y lo inmovilizó. Bird sintió otra vez el vello púbico sobre su muslo. Desde la oscuridad, más allá de los labios de Himiko, le llegaba un olor a metal oxidado.

Inmóvil y dolorido, Bird permaneció despierto sin remedio. Al poco tiempo tuvo una sospecha sofocante: ¿y si el doctor y las enfermeras atiborraban al bebé con leche entera? Bird vio al bebé atragantándose de leche, con dos bocas rojas abiertas, una en cada cabeza roja. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo y se sintió más víctima que nunca: el bebé monstruo le haría la vida imposible. Sudaba, zarandeado por una tempestad de egoísmo. Cortó todos los lazos con el entorno perceptible y sólo se percibió a sí mismo, sudando e inmóvil. Rezumaba una secreción verde, como una oruga de jardín espolvoreada con insecticida.

El doctor y las enfermeras atiborran al bebé con leche entera…

El amanecer estaba cerca, pero Bird sabía que ni siquiera entonces sería capaz de revelarle a Himiko sus temores: los mismos temores vaticinados por la productora de radio en su ataque de celos. Tal vez iría al hospital a echar un vistazo si la agonía de la espera se tornaba insoportable.

Amaneció sin que el teléfono sonara. Cuando la luz de la mañana empezó a filtrarse por las cortinas. Bird seguía sumergido en una tina de alquitrán de angustia, sin dormir, sudando. Y en sus oídos sonaba y sonaba un teléfono inexistente.

En silencio, Bird y el doctor miraron a través del cristal como si examinaran un pulpo en el estanque de un acuario.

Habían trasladado al bebé a una cama normal. Nada indicaba que se tomaran precauciones especiales debido a su anormalidad. Rojo brillante como un langostino hervido, a Bird no le pareció una criatura debilitada y al borde de la muerte. Incluso había aumentado de tamaño. Y la protuberancia de la cabeza parecía haber crecido también. El bebé intentaba tocarse el bulto infructuosamente y mantenía los ojos cerrados con fuerza.

– ¿Cree usted que la protuberancia le da comezón?

– ¿Cómo? -preguntó el doctor, pero enseguida comprendió-. En realidad, no lo sé. La piel del lado inferior de la protuberancia está muy inflamada. Quizá le dé comezón, sí. Le hemos inyectado antibióticos. Con todo, es probable que la protuberancia se abra muy pronto. En ese caso, el bebé tendrá dificultades respiratorias.

Bird observó al médico y se contuvo. Quería verificar si el doctor recordaba que él, el padre, deseaba la muerte del bebé. Tragó saliva.

– La crisis debería producirse entre hoy y mañana -dijo el doctor.

Bird contempló al bebé: se frotaba la cabeza con sus manos grandes y rojas por encima de las orejas. Eran orejas idénticas a las de Bird, pegadas a la cabeza.

– Agradezco su colaboración -susurró Bird, como si temiese que el bebé lo oyera.

Después saludó al doctor con una inclinación y, con las mejillas ardiendo, se marchó de la sala a toda prisa.

En cuanto estuvo fuera, Bird lamentó no haberle reiterado su deseo al doctor. Mientras avanzaba por el corredor se puso las manos detrás de las orejas y comenzó a frotarse la cabeza. Poco a poco fue inclinándose hacia atrás, como si llevara un gran peso sujeto a la cabeza. Momentos más tarde, se detuvo en seco. Estaba imitando los gestos del bebé. Miró a su alrededor con nerviosismo. En una esquina del corredor, de pie ante un surtidor de agua, dos mujeres embarazadas le observaban con caras inexpresivas. Bird sintió náuseas. Giró hacia el ala principal y echó a correr frenéticamente.

El amigo de Bird le vio conducir con lentitud, buscando sitio donde aparcar, y salió del restaurante a su encuentro. Cuando Bird logró aparcar, miró el reloj. Media hora de retraso. La cara de su amigo mostraba signos de aburrimiento e impaciencia, como si estuviera cubierta de moho.

– El coche es de una amiga -dijo Bird para justificar el MG-. Lamento llegar tarde. ¿Ya están todos aquí?

– Sólo nosotros. Los demás fueron a una concentración en Hibiya Park contra la reanudación soviética de las pruebas nucleares.

– Comprendo -dijo Bird.

Recordaba que durante el desayuno Himiko había leído algo en el periódico sobre la nueva bomba soviética. A Bird le importaba poco: en ese momento su única preocupación era el bebé monstruo. Está muy bien que ellos participen en el destino del mundo con sus concentraciones de protesta, pueden hacerlo mientras no les caiga encima un bebé con dos cabezas, pensó.

– Nadie quiere mezclarse en el asunto Delchef, por eso se han ido al parque.

Su amigo le observó como desaprobando que a Bird no le importara la ausencia de los demás.

– ¡Ninguno de los que protestan en Hibiya Park tendrá problemas personales con Jruschov! -dijo irritado.

Bird pensó en cada uno de los miembros del grupo de estudio. No cabía duda de que si se veían involucrados en el caso Delchef tendrían problemas. Varios trabajaban en importantes empresas dedicadas al comercio exterior, otros en el Ministerio de Asuntos Exteriores, o eran profesores auxiliares en la universidad. En caso de que los periódicos montaran un escándalo con el asunto Delchef, se verían en aprietos en sus respectivos trabajos. Ninguno de ellos era tan libre como Bird, profesor de una mediocre academia y con un pie en la calle.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Bird.

– Nada. Creo que tendremos que denegar la solicitud de ayuda que ha hecho la legación.

~¿Tú tampoco quieres verte involucrado en el asunto? -preguntó Bird sin otro interés que la curiosidad.

Los ojos de su amigo se encendieron y miró a Bird con evidente enfado. Bird comprendió que su amigo había esperado que él estuviera de acuerdo en denegar la solicitud de ayuda.

– Míralo desde el punto de vista del señor Delchef -intentó explicarse Bird-. Tal vez su última oportunidad es dejarse persuadir por nosotros. ¿No han dicho los de la legación que recurrirían a la policía si nuestro intento fracasaba? Siendo así, no me parece correcto rehusarnos a colaborar.

– Si Delchef aceptara nuestros planteamientos, ¡fantástico! Pero en caso contrario, si estalla un escándalo, nos veríamos metidos en un incidente internacional.

Sin mirar a Bird a la cara, su amigo habló con la mirada puesta en el vientre de oveja destripado que constituía el asiento del conductor del MG.

Era evidente que su amigo intentaba convencerle. Pero palabras tan imponentes como «escándalo» o «incidente internacional» no le impresionaban en absoluto. El incidente doméstico en que estaba hasta el cuello sobrepasaba con creces a cualquier otro. Bird no temía a ninguna de las trampas que, al parecer, rodeaban al señor Delchef. Por primera vez comprendió que el agigantamiento de su vida cotidiana y los problemas más inmediatos le permitía una amplitud mental y de comportamiento mucho más generosa que a los demás. Lo irónico de todo el asunto incluso le resultó divertido.

– Si el grupo de estudio rechaza la solicitud de ayuda, me gustaría ver al señor Delchef por mi cuenta y riesgo. Soy su amigo, y si el asunto saliera a luz y me viese involucrado en un escándalo, no me importaría demasiado.

Bird buscaba algo que lo mantuviera ocupado hoy y mañana, el nuevo plazo de espera dictaminado por el doctor. Además, era verdad que tenía deseos de conocer la nueva vida de Delchef.

Su amigo recobró el ánimo enseguida.

– Si lo quieres, adelante. No se me ocurre nada mejor -dijo con entusiasmo febril-. A decir verdad, esperaba esto de ti. Los demás se acobardaron nada más oír hablar de Delchef, pero tú manifestaste una actitud tan sosegada e imparcial que, de verdad, me provocaste admiración y respeto.

Bird sonrió. De momento, en todo lo ajeno al bebé se sentía con una infinita capacidad sosegada e imparcial. Pero ello no alcanzaba para que los habitantes de Tokio que no llevaban al cuello las cadenas de un bebé monstruo lo miraran con envidia, pensó Bird.

– Te invito a comer -propuso su amigo, entusiasmado-. Primero tomaremos una cerveza. Venga, hombre.

Bird asintió y regresaron juntos al restaurante. Cuando ya estaban sentados a la mesa y habían pedido cerveza, el alborozado amigo de Bird dijo:

– Esa costumbre de frotarte las orejas, ¿la tenías ya en nuestra etapa universitaria?

Mientras avanzaba por un callejón estrecho y semejante a una grieta, que se abría entre un restaurante coreano y un bar, Bird se preguntaba si ese laberinto tendría una salida secreta. Según el mapa que le dibujara su amigo, acababa de entrar en un callejón sin salida y en forma de estómago, un estómago con el duodeno obstruido. ¿Cómo un hombre que vivía una vida de fugitivo podía enclaustrarse en un sitio tan cerrado sin sentir una angustia insoportable? ¿Tan acosado se sentiría Delchef como para elegir aquel horroroso lugar? Probablemente ya no estaría oculto en ese callejón. Bird llegó a la última casa y se detuvo a la entrada de lo que podría haber sido un sendero secreto que llevase a una fortaleza en la montaña. Se secó el sudor de la cara, cerró los ojos y se frotó tras las orejas. De pronto escuchó el grito desquiciado de una muchacha.

Zapatos en mano, Bird subió una escalera corta y entró en el edificio. A la izquierda del vestíbulo había numerosas puertas que parecían calabozos. Siguió adelante, mirando los números de las puertas, todas cerradas aunque se percibía presencia humana tras ellas. ¿Qué harían los habitantes de ese edificio para evitar el calor? ¿Tal vez Himiko era la precursora de una secta que se propagaba por toda la ciudad y cuyos adeptos se encerraban bajo llave en sus respectivas habitaciones incluso en pleno día? Bird llegó a unas escaleras empinadas y estrechas, ocultas como un bolsillo interior. Entonces miró hacia atrás: una mujer inmensa plantada en la entrada le observaba. Su espalda impedía la entrada de luz y todo estaba en penumbra.

– ¿Qué diablos busca? -gritó la mujer, moviéndose como para ahuyentar un perro.

– Busco a un amigo extranjero -respondió Bird con voz temblorosa.

– ¿Norteamericano?

– Vive con una chica japonesa.

– Sé a quién se refiere. Primera habitación, segundo piso -dijo, y se escabulló ágilmente.

Suponiendo que el «norteamericano» fuese Delchef, estaba claro que se había ganado la estima de la giganta. Bird todavía dudaba mientras subía la escalera de madera sin pulir. Pero al llegar al estrecho rellano descubrió al señor Delchef: estaba delante de él, con los brazos abiertos en señal de bienvenida. Bird sintió una gran alegría: el señor Delchef era el único inquilino con el suficiente sentido común como para combatir el calor dejando la puerta abierta. Se estrecharon la mano sonrientes. Delchef llevaba pantalones cortos y una camisa; tenía el cabello pelirrojo muy corto, pero el bigote abundante. Bird no percibió nada que le indicara que ese hombre era un fugitivo, excepto el intenso olor que desprendía su cuerpo. Probablemente no se bañaba desde que había llegado a ese lugar.

Intercambiaron saludos en el limitado inglés de ambos. Delchef explicó que su amiga acababa de marchar a la peluquería e invitó a pasar dentro a Bird. Éste se excusó alegando que tenía los pies sucios -la habitación estaba recubierta de tatami- [estera de junco, de un tamaño aproximado a los 180 centímetros de largo, por 90 centímetros de ancho y 5 centímetros de alto, que se utiliza para cubrir el suelo de madera en el interior de las casas japonesas, y sobre la cual se camina descalzo. (N. de la T.)]. En realidad, quería conversar de pie en el corredor, pues tenía un vago temor a quedar atrapado en la habitación de Delchef. Bird alcanzó a ver que la estancia no tenía muebles y que la única ventana estaba tapiada con madera por el lado de afuera.

– Señor Delchef, la legación de su país exige que usted regrese inmediatamente -dijo Bird yendo derecho al grano.

– No regresaré. Mi amiga quiere que permanezca aquí -sonrió Delchef. La pobreza del inglés que manejaban determinó que el diálogo pareciese un juego. Pero también les permitió una franqueza descarnada.

– Yo soy el último mensajero. Luego vendrán de la legación, o incluso de la policía.

– La policía japonesa no tiene nada que hacer. Sigo siendo un funcionario diplomático.

– De acuerdo. Pero cuando le atrapen le devolverán a su país.

– Sí, lo sé. Como he provocado problemas, perderé mi puesto o me asignarán otro de menor importancia.

– Señor Delchef, será mejor que vuelva. Esto puede acabar en un escándalo.

– No volveré. Mi amiga quiere que permanezca aquí -dijo Delchef esbozando una amplia sonrisa.

– ¿No se debe a motivos políticos? ¿Está aquí simplemente por relaciones sentimentales con esa chica?

– Sí, exactamente.

– Señor Delchef, es usted un hombre peculiar.

– ¿Peculiar? ¿Por qué?

– Su amiga no habla inglés, ¿es correcto?

– No, no lo habla. Nos entendemos en silencio, sin palabras.

El tubérculo de una tristeza insoportable comenzó a brotar poco a poco dentro de Bird.

– Pues, lo siento, señor Delchef… Espero que lo entienda, pero debo hacer un informe de esta entrevista y remitirlo a la legación. Luego vendrán por usted…

– No se preocupe, Bird. Lo comprendo. Me llevarán contra mi voluntad, no podré impedirlo. Supongo que mi amiga lo entenderá.

Bird sacudió débilmente la cabeza en señal de derrota. Delchef tenía todo el cuerpo cubierto de sudor.

– Les diré lo que usted piensa -concluyó Bird y se inclinó para recoger sus zapatos.

– Bird, ¿ha nacido su bebé?

– Sí, pero… Ha nacido enfermo; esperamos su muerte de un momento a otro. -Bird no entendía por qué lo había expresado tan derechamente-. Tiene una hernia cerebral, una deformación espantosa…

– ¿Por qué espera su muerte? Lo que necesita es una intervención quirúrgica. -Delchef lo miró con franqueza.

– No hay oportunidad de que crezca normalmente, ni siquiera tras una intervención -dijo Bird consternado.

– Kafka, ya sabe, le escribió a su padre que lo único que puede hacer un padre por su hijo es acogerlo con satisfacción cuando llega. Usted, en cambio, parece rechazarlo. ¿Puede excusarse el egoísmo que rechaza a otro ser, basándose en un derecho de padre?

Bird permaneció en silencio. Delchef había dejado de ser el extranjero excéntrico de bigote rojo, que mantenía el humor pese a lo apurado de su situación. Bird sentía como si un francotirador le hubiese dado de lleno. Reunió ánimo para replicar, pero de pronto se dio cuenta que no tenía nada que alegar. Bajó la cabeza.

Ah, this poor little thing! [«Esa pobre criatura.» (N. de la T.)] -susurró Delchef.

Bird levantó la mirada estremecido y comprendió que esas palabras iban dirigidas a él. En silencio, esperó a que Delchef decidiera dejarle en libertad.

Cuando por fin pudo despedirse, Delchef le regaló un pequeño diccionario de su lengua natal. Bird le rogó que lo firmara. Delchef escribió una sola palabra en alguna lengua eslava, firmó debajo y explicó:

– En mi país, esto quiere decir «esperanza».

En la parte más estrecha del callejón, Bird se cruzó con una chica japonesa. Olfateó la fragancia del cabello recién peinado y vio la palidez enfermiza de su cuello. Se abstuvo de dirigirle la palabra.

Cuando abandonó el callejón, la luz brillante del sol le dio en plena cara. Corrió como un fugitivo sudando a chorros hacia el coche que estaba en el aparcamiento de una tienda. A la hora más calurosa del día, Bird era el único hombre que corría en toda la ciudad.

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