CAPÍTULO IV

– Espero no haberte despertado -dijo Bird cuando Himiko abrió la puerta.

– ¿Despertarme? ¿A estas horas? -replicó burlonamente.

Himiko alzó una mano para protegerse del sol de mediodía. La luz a espaldas de Bird le caía impetuosamente sobre el cuello y los hombros que su bata de algodón violeta dejaban al descubierto. El abuelo de Himiko había sido un pescador de Kyushu que tomó por esposa, o, mejor dicho, raptó a una muchacha rusa de Vladivostok. Ello explicaba la blancura de la piel de Himiko. Además, en su forma de moverse algo sugería la confusión del inmigrante que nunca consigue sentirse cómodo del todo en su nuevo país.

Himiko frunció el entrecejo ante la luz y dio un paso atrás, en dirección a la sombra del interior, con la presteza de una gallina. Se encontraba en la breve etapa de las mujeres que dejan atrás la vulnerable belleza de las jóvenes y se acercan a la plenitud de la madurez. Himiko era una mujer que probablemente pasaría mucho tiempo en ese estado intermedio.

Bird entró rápidamente y cerró la puerta. Por un instante, cegado por la repentina oscuridad, el reducido espacio del vestíbulo le hizo sentirse como en el interior de una jaula para transporte de animales. Parpadeó con rapidez mientras se quitaba los zapatos. Himiko daba vueltas en la oscuridad a sus espaldas, observando.

– No me gusta molestar a la gente cuando duerme -se disculpó Bird.

– ¡Qué remilgado estás hoy, Bird! No estaba durmiendo. Si duermo durante el día ya no puedo hacerlo por la noche. Estaba meditando sobre el universo pluralista.

¿El universo pluralista? De acuerdo, pensó Bird, podremos discutirlo con un whisky de por medio. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, olfateó a su alrededor como un sabueso, y siguió a Himiko al interior de la casa. En la sala de estar parecía de noche: la penumbra era profunda y estática; y el aire, húmedo y turbio como el lecho de paja donde reposa el ganado enfermo. Bird miró de soslayo la vieja pero firme silla de caña en la que siempre se sentaba, y se ubicó en ella con cuidado tras apartar algunas revistas. Hasta después de ducharse, vestirse y maquillarse, Himiko no encendería las luces ni, desde luego, abriría las cortinas. Habría que esperar con paciencia, a oscuras. En su última visita, un año atrás, Bird había pisado un bol de cristal y se había cortado el dedo gordo de un pie. Al recordar el dolor y el pánico que había sentido, se estremeció.

Le resultó difícil poner la botella en algún sitio: una elaborada confusión de libros y revistas, cajas y botellas vacías, conchillas, cuchillos, tijeras, flores marchitas y ramas secas, especímenes de insectos, cartas viejas y recientes, cubrían no sólo el suelo y la mesa, sino también la estantería baja para libros junto a la ventana, el gramófono y el televisor. Bird titubeó. Luego hizo un poco de espacio en el suelo y depositó el Johnny Walker entre sus tobillos. Desde la puerta, Himiko dijo a modo de saludo:

– Todavía no he aprendido a ser ordenada, Bird. ¿Estaba todo así la última vez que estuviste aquí?

– Claro que sí. ¡Si hasta me corté el dedo gordo de un pie!

– Sí, ahora lo recuerdo. Alrededor de la silla todo el suelo estaba manchado de sangre. Ocurrió hace siglos, Bird. Pero todo sigue igual por aquí. Y tú, ¿qué tal?

– Pues, verás, he sufrido una especie de accidente.

– ¿Accidente?

Bird titubeó. No había pensado en soltarlo tan de repente.

– Tuvimos un niño… pero murió casi enseguida -simplificó.

– ¿De verdad? Conozco a dos personas que les ha sucedido lo mismo. Contigo ahora son tres. ¿Crees que la precipitación radiactiva en la atmósfera pueda tener algo que ver?

Bird trató de comparar al bebé, que parecía de dos cabezas, con las imágenes que recordaba sobre las mutaciones producidas por la radiactividad. Pero sólo de pensar en la anormalidad de su hijo, sentía en la garganta el calor de una extrema vergüenza personal. ¡Cómo iba a discutir su desgracia con otras personas si le era inherente a sí mismo! Le parecía que nunca podría compartir su problema con el resto de la humanidad.

– En el caso de mi hijo, aparentemente sólo fue un accidente.

– ¡Qué experiencia terrible, Bird! -exclamó Himiko, y lo miró con una expresión en los ojos que parecía nublar sus párpados con tinta negra.

Bird no hizo caso del mensaje oculto en esos ojos. Por el contrario, levantó la botella de Johnny Walker.

– Buscaba un sitio en donde beber y pensé que no te importaría, aunque fuese en pleno día. ¿Bebes conmigo?

Bird advirtió que estaba lisonjeando a su amiga como cualquier joven y desvergonzado chulo. Pero así solían comportarse con Himiko los hombres que ella conocía. Su esposo, más abiertamente que Bird o sus demás amigos, se comportaba con ella como si fuese su hermano menor. Y de pronto, una mañana, se había ahorcado.

– Veo que la tragedia todavía está contigo, Bird. Aún no te has recuperado. Está bien, no preguntaré nada más al respecto.

– Supongo que es lo mejor. De todas maneras, hay poco más que contar.

– ¿Tomamos una copa?

– De acuerdo.

– Quiero ducharme; pero empieza tú, Bird. En la cocina encontrarás vasos.

Himiko desapareció en el cuarto de baño y Bird se puso de pie. La cocina y el baño compartían un espacio retorcido al final del vestíbulo, estrecho como un compartimiento de cochecama en un tren. Saltó por encima de la bata y la ropa interior que Himiko acababa de tirar en el suelo, y entró en la cocina. Al regresar con una jarra de agua y vasos, se le ocurrió fisgonear por la puerta de cristal abierta del cuarto de baño, más oscuro aún que el vestíbulo. Vio a Himiko duchándose: con la mano izquierda levantada como queriendo detener el agua de la ducha, y la derecha apoyada en el vientre, la chica se miraba por sobre el hombro derecho las nalgas y la pantorrilla derecha ligeramente arqueada. Bird le vio la espalda, las nalgas y las piernas. La imagen le provocó una repugnancia irreprimible: se le puso carne de gallina. De puntillas, escapó hacia su silla de caña. No sabía desde cuándo, pero había logrado dominar el asco juvenil y la angustia que le producía la visión de un cuerpo desnudo. Sin embargo, ahora volvía a despertar en él. Y tenía la sensación de que el pulpo de la repugnancia extendería sus tentáculos incluso cuando regresara junto a su mujer, que ahora yacía en la cama de un hospital y pensaba que el bebé se había ido con su padre a otro hospital porque tenía el corazón débil. Esa sensación, ¿duraría mucho?, ¿se agudizaría?

Bird se sirvió una copa. El brazo le temblaba: el vaso castañeteó contra la botella como una rata enfadada. Frunció el entrecejo y bebió. ¡Cómo quemaba! La tos lo sacudió y los ojos se le llenaron de lágrimas. Pero la flecha del placer ardiente traspasó de inmediato su estómago, y Bird dejó de temblar. Eructó con sabor a fresas salvajes, se secó los labios con el dorso de la mano y volvió a llenar el vaso, esta vez con pulso firme. ¿Durante cuántos miles de horas había evitado el whisky? Sintiendo una animosidad general, vació su segundo vaso. En esta ocasión no le quemó la garganta, ni tosió, ni sus ojos lagrimearon. Levantó la botella y observó la imagen de la etiqueta. Suspiró extasiado y bebió un tercer vaso.

Cuando Himiko regresó, Bird comenzaba a sentirse borracho. Ante el cuerpo de Himiko, el asco renació pero el veneno del alcohol amortiguó sus efectos. Además, el vestido de punto negro que llevaba reducía la amenaza de la carne que ocultaba. Después de peinarse, Himiko encendió las luces. Bird hizo sitio en la mesa y le sirvió whisky y un vaso con agua. Himiko se sentó en una gran silla de madera tallada y se arregló el vestido para no dejar su piel al descubierto más de lo necesario. Bird lo agradeció mentalmente. Aunque la iba superando poco a poco, su repugnancia todavía persistía.

– De todos modos -dijo Bird y vació su vaso.

– De todos modos.

Himiko frunció el labio inferior, como un orangután que prueba un sabor nuevo, y bebió un sorbito de whisky.

Permanecieron sentados, entretejiendo el aire con sus alientos alcohólicos, y se miraron por primera vez a los ojos. Recién salida de la ducha, Himiko no era fea. Se apreciaba tanta diferencia entre la Himiko que le recibiera en la puerta y ésta, como entre una madre y una hija. Bird se sentía contento. A la edad de Himiko todavía se producían estos renacimientos tan sorprendentes.

– Mientras me duchaba recordé un poema. ¿Lo recuerdas?

Himiko susurró un verso de un poema inglés como si fuera un hechizo. Bird escuchó y le pidió que volviera a recitarlo.

– Sooner murder an infant in its cradle than nurse unacted desires.

– Pero no es posible asesinar a todos los bebés en la cuna -dijo Bird-. ¿Quién es el autor?

– William Blake. ¿Recuerdas que mi tesis fue sobre él?

– Tienes razón.

Bird giró la cabeza y descubrió una reproducción de Blake en la pared contigua a la habitación. Había visto la pintura muchas veces pero nunca le había prestado atención. Ahora observó lo extraña que era. Una plaza pública rodeada de edificios estilo Oriente Medio. A lo lejos se elevaban un par de pirámides estilizadas: debía de ser en Egipto. La tenue luz del amanecer bañaba la escena. ¿O sería el crepúsculo? Tendido en la plaza, como un pez con el vientre desgarrado, estaba el cadáver de un hombre joven. Junto a él, angustiada, estaba su madre rodeada de un grupo de ancianos con lámparas y mujeres meciendo bebés. Pero lo más impresionante del cuadro era la presencia dominante de un ser gigantesco que, por encima de las cabezas, arremetía contra la plaza con los brazos extendidos. ¿Sería una presencia humana? El cuerpo musculoso estaba recubierto de escamas; los ojos, llenos de dolor y amargura; la boca, hundida en el rostro tan profundamente como una boca de salamandra. ¿Sería un demonio? ¿Un dios? La criatura parecía elevarse hasta la turbulencia del cielo nocturno, mientras ardía en las llamas de sus propias escamas.

– ¿Qué hace? ¿Son escamas o es una cota de malla estilo caballero medieval?

– Creo que son escamas -dijo Himiko-. Es la Peste, que intenta aniquilar a los primogénitos de Egipto.

Bird sabía poco acerca de la Biblia. Tal vez fuese una escena del Éxodo. De todos modos, los ojos y la boca de la criatura resultaban tremendamente grotescos. Pena, temor, sorpresa, fatiga, soledad…, incluso un atisbo de risa manaban ilimitadamente de los ojos negros como el carbón y de la boca de salamandra.

– ¿No es encantador? -preguntó Himiko.

– ¿El hombre de las escamas?

– Por supuesto. Y me agrada imaginar cómo me sentiría si fuese el espíritu de la Peste.

– Probablemente tan mal que tus ojos y tu boca empezarían a parecerse a los de él. -Bird echó un vistazo a la boca de Himiko.

– Da miedo. ¿A que sí? Siempre que pienso en algo que me atemoriza, imagino que sería mucho peor si yo estuviera aterrorizando a alguien. Así obtengo cierta compensación psicológica. ¿Crees que alguna vez le has producido a otra persona tanto miedo como el que has sentido en tu vida?

– No lo sé. Tendría que pensarlo.

– Probablemente no sea algo para meditar.

– Pues entonces supongo que nunca he asustado realmente a nadie.

– Muy bien. Pero ¿no te parece una experiencia que tarde o temprano tendrás? -La voz de Himiko adoptó un tono cauteloso y profético a la vez.

– Supongo que asesinar a un bebé en su cuna aterraría a cualquiera, incluso a ti.

Bird llenó los vasos. Apuró su whisky de un trago y volvió a llenar el vaso. Himiko no bebía con tanta celeridad.

– ¿Qué te ocurre? -preguntó Bird.

– Nada, sólo que luego tendré que conducir. ¿Alguna vez te he llevado en mi coche, Bird?

– Creo que no. Tendremos que hacerlo un día de éstos.

– Ven cualquier noche y te llevaré. De día es peligroso por el tráfico. Mis reflejos funcionan mejor durante la noche. Ya sabes, durante el día…

– ¿Por eso permaneces encerrada y pensando todo el día? Llevas la vida de un auténtico filósofo; un filósofo que corre por ahí en un M G escarlata a medianoche. No está mal, ¿sabes? Por cierto, ¿qué es eso del universo pluralista?

Bird observó con ligera satisfacción cómo el rostro de Himiko se contraía de placer. Así la compensaba por lo intempestivo de su visita y por todo lo que pensaba beber. Aparte de él, poca gente prestaría atención a las fantasías de Himiko.

– En este preciso momento, ambos estamos sentados y conversando en una habitación que forma parte de lo que se denomina mundo real -comenzó la chica.

Bird se acomodó para escucharla, sosteniendo cuidadosamente el vaso lleno de whisky en su mano, como un crío haría con su juguete preferido.

– Bueno, resulta que tú y yo también existimos, bajo diversas formas, en numerosos universos diferentes. ¡Ahora mismo! Podemos recordar varias ocasiones, en el pasado, cuando las oportunidades de vivir o morir se equilibraban. Por ejemplo, de niña enfermé de fiebre tifoidea y estuve a punto de morir. Recuerdo perfectamente el momento cuando llegué a la encrucijada: podía descender hacia la muerte o escalar la ladera de la recuperación. Naturalmente, la Himiko que ahora está contigo escogió el segundo camino. ¡Pero en ese mismo instante otra Himiko escogió el primer camino, hacia la muerte! Y un universo de personas que conservan un fugaz recuerdo de la Himiko que murió se puso en movimiento en torno a mi cadáver. ¿Entiendes, Bird? Cada vez que te encuentras en una encrucijada entre la vida y la muerte, se abren ante ti dos universos: uno pierde toda relación contigo porque te mueres, el otro la mantiene porque en él sobrevives. Como si te desnudaras, abandonas el universo donde sólo existes como cadáver y pasas al universo en donde sigues vivo. En otras palabras, en torno a cada uno de nosotros surgen varios universos, tal como las ramas y las hojas se bifurcan y se alejan del tronco.

»Este tipo de división celular universal también se produjo cuando mi esposo se suicidó. Yo lo sobreviví en el universo en el que murió, pero en otro universo, donde sigue viviendo sin haberse suicidado, otra Himiko vive con él. El mundo que un hombre deja atrás cuando muere muy joven, y el mundo en el que se libra de la muerte, siguen coexistiendo… Los mundos que nos contienen se multiplican continuamente. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de universo pluralista.

»¿Y sabes una cosa, Bird? No tienes que estar tan apenado por la muerte del bebé. Porque ahora vive en otro universo, en el que tú eres un joven padre borracho de felicidad y yo me siento feliz porque acabo de enterarme de la buena noticia y estamos brindando juntos. ¿Comprendes, Bird?

Mientras bebía whisky, Bird sonreía apaciblemente. El alcohol ya se había extendido por todo su cuerpo y estaba surtiendo efecto; la tensión entre su oscuridad interior y el mundo exterior se había equilibrado. Aunque Bird sabía que tal sensación no duraría mucho.

– Bird, tal vez no lo entiendas por completo, pero ¿comprendes al menos la idea general? En tus veintisiete años de vida debes de recordar momentos en los que te has hallado en una posición dudosa entre la vida y la muerte. Pues bien, en cada uno de esos momentos, has sobrevivido en un universo y has abandonado tus cadáveres en otro. ¿Bird? Tienes que recordar algunos de esos momentos.

– Sí que los recuerdo. Y según tu opinión, en cada ocasión he dejado atrás mi propio cadáver y he escapado a este universo.

– Exactamente.

¿Tendría razón Himiko?, se preguntaba Bird, soñoliento. ¿Habría dejado tras de sí a otro Bird, convertido en cadáver, en cada ocasión crítica? Y entonces, ¿habría numerosos Bird muertos en tantos otros universos? ¿Cuál de todos esos muertos sería el Bird más valioso? Algo era seguro: se trataría de otro, no del Bird que habitaba en este universo.

– ¿Y hay una muerte definitiva? Cuando fallas intentando escapar a otro universo y finalmente mueres en este mundo, ¿significa la muerte en todos los demás?

– Supongo que sí. De lo contrario, viviríamos hasta el infinito al menos en un universo. Probablemente la muerte definitiva se produzca por vejez, después de los noventa. Así, todos vivimos en uno u otro universo hasta que morimos de vejez en nuestro último universo. Parece justo, ¿verdad, Bird?

De pronto, Bird lo comprendió todo y la interrumpió:

– Todavía te reprochas por el suicidio de tu esposo, ¿verdad? Y has inventado todo este enredo para quitarle a la muerte su carácter definitivo.

– Puedes creer lo que quieras. Mi vida, desde que él me abandonó en este universo, ha consistido en preguntarme por qué ha muerto… -La piel grisácea que rodeaba sus debilitados ojos se coloreó grotescamente-. Es una vida triste, pero la he aceptado. No evado mis responsabilidades, al menos no en este universo.

– No tengo intenciones de criticarte, Himiko, pero eso significa -Bird sonrió, procurando diluir el veneno de sus palabras- que intentas convertir en algo relativo la irrevocabilidad de la muerte de tu esposo. Te imaginas que hay otro universo en donde él continúa vivo. Pero no puedes convertir lo absoluto de la muerte en relativo, por más trucos psicológicos que emplees.

– Quizá tengas razón, Bird… ¿Puedo beber otro vaso de whisky, por favor? -dijo Himiko, con voz seca como si de pronto perdiera todo interés en su teoría del universo pluralista.

Bird llenó ambos vasos y rogó que Himiko olvidara pronto su crítica espontánea y que, al día siguiente, pudiera volver a soñar con su universo pluralista. Como un viajero en el tiempo que visitara un mundo diez mil años atrás, a Bird le aterrorizaba la idea de provocar cualquier desgracia en el presente. Esta sensación había crecido poco a poco en su interior desde que supo que su bebé era anormal. Ahora quería salir de este mundo por un tiempo, como el jugador que quiere abandonar la partida cuando tiene una mala racha.

En silencio, ambos intercambiaron sonrisas comprensivas y bebieron whisky como escarabajos sorbiendo savia. Los ruidos callejeros le sonaban a Bird como señales lejanas, sin un significado preciso. Se movió y bostezó, y sin motivo derramó una lágrima. Volvió a llenar su vaso y bebió a sorbos, como para asegurarse, en su alejamiento del mundo real…

– ¿Bird?

Bird estaba a punto de dormirse y se sobresaltó. Abrió los ojos. Se daba cuenta de que se encontraba en la segunda etapa de su borrachera.

– ¿Qué?

– Aquel abrigo de piel de ante que te dio tu tío… ¿Qué fue de él?

También Himiko, presa de la embriaguez, movió la lengua con lentitud y procuró pronunciar con exactitud. Su rostro era redondo y estaba enrojecido como un tomate.

– Hum…, no me acuerdo. Solía llevarlo durante mi primer año de universidad.

– Lo llevabas incluso durante el invierno de tu segundo año universitario…

Invierno… La palabra chapoteó en la piscina de la memoria de Bird, debilitada por la embriaguez.

– Es verdad… Lo extendí sobre el suelo húmedo del depósito de madera la noche en que hicimos el amor. No pude usarlo otra vez, el barro y las virutas lo dejaron imposible. En aquella época las tintorerías no limpiaban abrigos de piel de ante. Creo que lo arrumbé en un armario y más adelante lo tiré a la basura.

Mientras hablaba, Bird recordaba la noche oscura, en pleno invierno, y lo sucedido. Todo parecía pertenecer a un pasado remoto. Era su segundo año de universidad. Por alguna razón, Bird e Himiko habían bebido juntos y estaban ebrios. Él la acompañó a su casa y la arrinconó en la oscuridad del depósito de madera detrás de la pensión en donde ella vivía. Quedaron muy juntos, tiritando de frío, y sus caricias fueron sencillas hasta que la mano de Bird tocó por azar la vagina de Himiko. Agitado, Bird empujó a Himiko contra la madera apilada junto a la cerca e intentó penetrarla. Ella hizo lo posible por colaborar, aunque de tanto en tanto se le escapaba una risilla sofocada. Ambos estaban excitados. Sin embargo, al darse cuenta de que no podía penetrarla de pie, Bird se sintió humillado y se obstinó aún más. Extendió el abrigo de piel de ante en el suelo y acostó a Himiko sobre él. Ella todavía seguía riendo. Era una muchacha alta, su cabeza y sus piernas descansaban sobre el suelo lleno de virutas. Al cabo de un rato, cesó la risilla y Bird supuso que estaba alcanzando el orgasmo. Pero cuando poco después se lo preguntó, Himiko contestó que tenía frío. Bird interrumpió el acto sexual.

– En esa época yo era un auténtico bárbaro -dijo Bird, reflexivo, como si fuese un viejo centenario.

– Yo también lo era.

– Me pregunto por qué nunca volvimos a intentarlo en cualquier otro sitio.

– Lo sucedido en el depósito de madera pareció tan casual que a la mañana siguiente tuve la sensación de que nunca podría repetirse.

– Sí, fue algo excepcional. Un accidente. Casi una violación -dijo Bird, sintiéndose incómodo.

– ¿Casi? Fue una verdadera violación -corrigió Himiko.

– Pero ¿de verdad no sentiste placer alguno? Quiero decir, ¿no estuviste a punto de alcanzar el orgasmo? -preguntó Bird con cierto resentimiento en la voz.

– ¿Qué esperabas?… Al fin y al cabo, era mi primera vez.

Bird contempló a Himiko, sorprendido. Sabía que ella no era capaz de mentir o bromear en estos asuntos. Atónito, se le escapó una risa breve. Himiko se contagió y también rió.

– La vida está llena de sorpresas -dijo él, al tiempo que se ruborizaba.

– Bird, no te sientas agobiado. El hecho de que fuera mi primera relación sexual sólo me incumbe a mí… No tiene nada que ver contigo.

Bird llenó su vaso y bebió el whisky de una sola vez. Quería recordar con más precisión lo ocurrido en el depósito de madera. Su pene había sido rechazado una y otra vez por algo elástico y resistente, como un labio contraído. Pero él había supuesto que Himiko estaba tensa por el frío. ¿Y las manchas de sangre que encontró a la mañana siguiente en su camisa? ¿Por qué no sospeché entonces?, se preguntó. Y, como un capricho, el deseo le invadió. Bird se mordió los labios y cogió con firmeza su vaso. Sentía el deseo en lo más profundo de sí: un violento dolor y una aguda aprensión. El deseo que se parece al dolor y la angustia que experimenta un hombre durante un ataque cardíaco. Lo que Bird sentía ahora no era ese deseo exangüe, apenas un lunar sobre la cara laxa de la vida cotidiana, el punto opuesto al sueño africano que centelleaba en los cielos de su mente, que satisfacía una o dos veces por semana cuando penetraba a su mujer; no ese deseo doméstico que se hundía en el fango de la fatiga con un gruñido libidinoso y desganado. Este deseo no se podía mitigar aunque el coito se repitiera mil veces; era un deseo que sólo se podía satisfacer una vez: el que Bird pudo haber satisfecho una noche invernal en un depósito de madera, si hubiese tenido la certeza de que estaba violando a una virgen.

Bird acechó a Himiko con los ojos palpitantes, acalorado de whisky. Su cabeza se infló como un globo de sangre cálida. El humo del tabaco circulaba en la habitación como un cardumen de sardinas atrapadas. Himiko parecía ir a la deriva sobre un mar de niebla. Observaba a Bird con una sonrisa arrobada, simple, pero sus ojos no percibían nada. Se encontraba perdida en un sueño de whisky, y todo su cuerpo parecía más suave y redondeado, en especial su cara roja y ardiente. Apesadumbrado, Bird pensó: Si al menos pudiera repetir con Himiko la escena invernal de la violación nocturna. Pero sabía que no había posibilidad alguna. Si en alguna ocasión llegaban a repetirlo, el coito le recordaría el pene con aspecto de gorrión aplastado que había visto esa mañana mientras se vestía, y también los genitales distendidos de su esposa contrayéndose lentamente tras la agonía del parto. El sexo, para Bird e Himiko, estaría vinculado a todas las miserias humanas, a las desgracias de la humanidad, tan terribles que quienes no las sufrían actuaban como si no existieran, comportamiento que se denominaba humanismo. ¿La sublimación del deseo? Todo lo contrario, significaría aniquilarlo por completo. Bird tragó el whisky y sus entrañas se estremecieron. Si quería recrear en su maravillosa tensión el momento sexual arruinado aquella noche invernal, probablemente no le quedaba más alternativa que estrangular a la muchacha. Matarla. Una profunda voz interior aleteó desde el deseo que anidaba en su cuerpo: ¡Mátala y copula con su cadáver! Pero Bird sabía que, tal como se encontraba, jamás emprendería una cosa así. Me lamento porque acabo de enterarme de que aquella noche Himiko era virgen, pensó. Bird sintió desdén hacia su propia confusión e intentó sosegarse. Pero el deseo ardiente, lleno de espinas como un erizo de mar, se negó a desaparecer. Si no puedes asesinarla y violar el cadáver, ¡busca algo que te permita experimentar una situación similar! Pero Bird permanecía indefenso, ignoraba todo lo referido a los peligros de la perversión. Bird bebió de su vaso como bebe agua el jugador de baloncesto que ha salido del campo por sus repetidos errores: malhumorado, desdeñoso y disgustado. Ahora el whisky había perdido su aroma y ardor, ni siquiera era amargo como al principio.

– Bird…, ¿siempre bebes el whisky así, como si fuera té? Yo ni siquiera podría hacerlo tan aprisa con té de verdad.

– Siempre lo hago así -masculló Bird.

– ¿Incluso cuando estás con una mujer?

– ¿Por qué lo preguntas?

– No creo que puedas satisfacer a una mujer después de beber de ese modo. Incluso a ti te costaría mucho alcanzar el orgasmo. Terminarías con el corazón agotado, como un nadador de fondo extenuado… Y dejando una nube de alcohol junto a la cabeza de la mujer.

– ¿Estás pensando en irte a la cama conmigo?

– Has bebido demasiado. No tendría sentido para ninguno de los dos.

Bird se metió el dedo por un agujero en el bolsillo del pantalón y exploró algo tibio y suave: una cobaya tonta, adormecida. Y marchita. Totalmente opuesta al erizo de mar que llameaba en su pecho.

– Seguro que no puedes hacer nada, Bird.

– Tal vez no llegue a correrme, ¡pero sin duda podré comportarme como el Song Goku y empujarte por encima del muro!

– No es tan fácil, ¿sabes?…, que tenga un orgasmo. Bird, me parece que no recuerdas muy bien lo ocurrido en el suelo del depósito de madera. No tienes por qué recordarlo. Pero para mí representó un rito de iniciación. Un rito frío y sórdido, además de ridículo y patético. Desde entonces estoy corriendo una carrera de fondo, y todo ha sido una gran batalla, Bird.

– ¿Te hice frígida?

– Si te refieres al orgasmo común, lo descubrí muy pronto con la colaboración de algunos compañeros de clase, casi antes de que se secara por completo el barro del depósito de madera que me quedó bajo las uñas. Pero desde entonces busco un orgasmo mejor, y luego otro mejor aún… ¡Como si estuviera subiendo una escalera!

– ¿Eso es todo lo que has hecho desde que acabaste la universidad?

– Desde antes de graduarme. Ahora comprendo que ése ha sido mi verdadero trabajo desde mi época de estudiante.

– Deberás de estar harta de él.

– No, no es así, Bird. Cualquier día te lo demostraré… a menos que el único recuerdo sexual que prefieras conservar de mí sea lo del depósito de madera.

– Y yo te enseñaré lo que he aprendido en mi propia carrera de fondo -dijo Bird-. Dejemos de picotearnos como un par de polluelos frustrados. ¡Vámonos a la cama!

– Has bebido demasiado, Bird.

– ¿Crees que el pene es el único órgano relacionado con el sexo? Una exploradora que busca el orgasmo supremo debería saber que no es así.

– ¿Utilizarás los dedos, entonces? ¿O los labios? ¿O tal vez algún miembro extravagante…? Lo siento, pero no me sirve. Se parecería demasiado a la masturbación.

– Sí que eres sincera -dijo Bird, sorprendido.

– En realidad, Bird, hoy no buscas nada sexual. Presiento que el sexo te daría asco. Supongamos que fuésemos a la cama; todo lo que lograrías sería arrodillarte entre mis piernas y vomitar. Tu repugnancia te abrumaría y embadurnarías mi vientre con whisky y bilis. En cierta ocasión me ocurrió, y fue espantoso.

– Supongo que a veces se aprende por experiencia. Tus observaciones son correctas -dijo Bird, abatido.

– No hay prisa -lo consoló Himiko.

– No, ninguna prisa. Me parece que ha pasado muchísimo tiempo desde la última vez que tuve que darme prisa. De joven siempre tenía prisa. Me pregunto por qué.

– Quizá porque se es niño durante muy poco tiempo. Quiero decir que crecemos tan rápido…

– Crecí muy rápido, es cierto. Y ahora tengo edad suficiente como para ser padre. Pero no la preparación; y no pude procrear un hijo normal. ¿Crees que alguna vez seré padre de un niño normal? No estoy seguro -dijo Bird con tono sentimental.

– Nadie está seguro de ese tipo de cosas, Bird. Cuando tu próximo bebé resulte totalmente sano, tendrás la certeza de ser un padre normal. Y sentirás seguridad también hacia el pasado.

– Te has vuelto sabia en las cosas de la vida. -Bird se sentía animado-. Himiko, quiero preguntarte…

La anémona del sueño lo envolvía en oleadas. Bird se dio cuenta de que no resistiría más de un minuto. Le echó un vistazo al vaso vacío que fluctuaba en su campo visual y sacudió la cabeza. Se preguntó si todavía podría beber, y decidió que no toleraría ni una gota más de whisky. El vaso se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo.

– Himiko, quiero preguntarte algo -dijo Bird, mientras intentaba ponerse en pie-. ¿A qué tipo de mundo van los bebés cuando mueren?

– Quizá un mundo muy sencillo, Bird. Pero ¿por qué no aceptas mi universo pluralista? ¡Tu bebé vivirá hasta la madurez de los noventa en su último universo!

– Hum, hum -masculló Bird-. Bien. ¡Me voy a dormir, Himiko! ¿Ya es de noche? Compruébalo por la ventana, por favor.

– Todavía es de día, Bird. Si quieres dormir puedes utilizar mi cama. Yo me iré en cuanto anochezca.

– O sea, abandonas a un amigo en desgracia, te marchas en un coche deportivo escarlata y me dejas aquí.

– Cuando un amigo en desgracia está ebrio, lo mejor que puedes hacer es dejarlo en paz. De lo contrario, ambos podríamos lamentarlo más adelante.

– ¡Tienes toda la razón! Dominas lo mejor de la sabiduría humana. ¿Por eso vas a toda velocidad en el MG hasta el amanecer?

– Algunas veces, Bird. Necesito hacer rondas… Como el personaje del cuento que hace dormir a los niños con su arena mágica, yo busco a los niños que no consiguen dormir.

Cuando Bird logró por fin levantarse de la silla, débil y pesado, pasó un brazo alrededor de los hombros robustos de Himiko y se encaminó al dormitorio. Se sentía como si fuese el cuerpo de otro hombre. Un enano alegre bailaba dentro del sol ardiente de su cabeza, desparramando polvo de luz como el hada de Peter Pan en la película de Disney. Bird rió, la alucinación le hacía cosquillas. Al derrumbarse sobre la cama alcanzó a exclamar:

– ¡Himiko! ¡Eres como una dulce y comprensiva tía abuela!

Bird se durmió. En su sueño, un hombre cubierto de escamas se movía a través de una plaza crepuscular. Tenía ojos oscuros y tristes, y una boca horrible como de salamandra. Pero enseguida le envolvió el remolino de un crepúsculo negro rojizo: el ruido de un coche deportivo alejándose. Un sueño profundo, completo.

Durante la noche Bird despertó dos veces. Himiko no estaba. Lo despertaron voces sofocadas y persistentes desde el exterior.

– ¡Himiko! ¡Himiko!

La primera voz todavía tenía eco de adolescente. A la siguiente vez oyó la voz de un hombre de mediana edad. Saltó de la cama, separó las cortinas y espió al visitante nocturno. A la pálida luz de la luna vio a un caballero menudo vestido de esmoquin. Con su cabeza redonda, en forma de huevo, alzada hacia la ventana, el hombrecillo llamaba a Himiko con expresión sombría, como desconcertado y asqueado de sí mismo. Bird se dirigió a la habitación contigua en busca de la botella de whisky. Bebió de un trago lo que quedaba, se refugió nuevamente en la cama de su amiga y se durmió al instante.

Загрузка...