CAPITULO VI

Bird se detuvo, indeciso, en el cruce de corredores que conducían a los diversos servicios del hospital. Un paciente joven que avanzaba en silla de ruedas le obligó a hacerse a un lado con una mirada poco amistosa; donde se suponía que debían estar sus pies llevaba una radio anticuada de gran tamaño. Bird se pegó a la pared, desconcertado. El paciente volvió a mirarlo con hostilidad, como si Bird simbolizara a todos los que llevaban su cuerpo sobre dos pies, y luego avanzó por el corredor a toda velocidad. Bird lo vio alejarse y suspiró. Si su bebé todavía estaba vivo, debía ir inmediatamente a la unidad de cuidados intensivos, en caso contrario tendría que dirigirse a las oficinas de pediatría y hacer los arreglos necesarios para la autopsia y la cremación. Tenia que decidir. Comenzó a caminar hacia las oficinas: había apostado por la muerte del bebé, y lo tuvo presente. En este momento, él era el gran enemigo de su bebé, el primer enemigo que tenía en la vida, el peor. Si la vida fuera eterna y existiera un dios que juzgase, pensó, le declararían culpable. Pero ahora su culpabilidad, al igual que la pena que había sentido en la ambulancia cuando comparó al bebé con Apollinaire, tenía el sabor de la miel.

Apresuró el paso, como si fuera a reunirse con una amante. Buscaba una voz que le anunciara la muerte del bebé, para luego hacer los trámites necesarios (la autopsia sería sencilla porque el hospital cooperaría en las formalidades; la cremación resultaría más problemática). Hoy rezaré sólo yo por el alma del bebé; mañana informaré a mi esposa. El bebé ha muerto de una herida en la cabeza y ahora se ha convertido en un lazo de carne entre nosotros…, le diré algo así. Nos las arreglaremos para que nuestra vida familiar se normalice. Y entonces, una vez más, las mismas insatisfacciones, los mismos deseos postergados, África tan lejos como siempre…

A través de la ventanilla de recepción, Bird le explicó el caso a una enfermera.

– ¡Ah, sí! Usted quiere ver al bebé de la hernia cerebral -dijo ella alegremente. Era una mujer de mediana edad. Alrededor de los labios le crecían algunos pelos oscuros-. Vaya directamente a la unidad de cuidados intensivos. ¿Sabe dónde está?

– Sí, pero… -respondió Bird con voz ronca y débil-. El bebé… ¿no ha muerto?

– Desde luego que no. Se alimenta bien y tiene brazos y piernas sanos y fuertes. ¡Enhorabuena!

– Pero… la hernia cerebral…

– Sí, tiene una hernia cerebral. -La enfermera le sonrió-. ¿Es su primer hijo?

Bird asintió con la cabeza y se dirigió a toda prisa hacia la unidad de cuidados intensivos. De modo que había perdido la apuesta. ¿Cuánto tendría que pagar? En un recodo del corredor volvió a encontrarse con el paciente de la silla de ruedas, pero esta vez siguió adelante con decisión y el inválido tuvo que apartarse de su camino. Bird ni siquiera se percató de sus padecimientos y frustraciones por no tener pies. Bird estaba tan vacío por dentro como un depósito sin mercancías. En lo más profundo de su cabeza y su estómago, la resaca seguía entonando una canción venenosa. Avanzando irregularmente, Bird continuó por el corredor a toda prisa. El pasillo que enlazaba las distintas salas internas se elevaba como un puente colgante, lo cual acrecentó la sensación de desequilibrio en Bird. Y el corredor que atravesaba las salas parecía una alcantarilla oscura que se prolongaba hacia una luz débil y distante. Con el rostro ceniciento, Bird aceleró el paso hasta casi correr.

La puerta de la unidad de cuidados intensivos, como la entrada a una cámara frigorífica, estaba recubierta por placas metálicas. Bird susurró su nombre a una enfermera, como si estuviera diciendo algo vergonzoso. Otra vez se sentía incómodo por tener un cuerpo, al igual que cuando se había enterado de que el bebé era anormal. La enfermera lo condujo al interior de la sala. Mientras ella cerraba la puerta, Bird se miró en un espejo y su cara desencajada le pareció la de un maníaco sexual. Asqueado repentinamente, apartó la mirada, pero el rostro ya le había quedado grabado en la mente. Tuvo el presentimiento de que a partir de entonces sufriría mucho cada vez que recordara ese rostro.

– ¿Sabe cuál es el suyo?

De pie junto a Bird, la enfermera le hablaba como si él fuera el padre del bebé más sano y hermoso de todo el hospital. Pero no sonreía, ni siquiera tenía aspecto compasivo. Bird pensó que esa pregunta constituía el interrogatorio habitual en la unidad de cuidados intensivos. Y advirtió que el resto de enfermeras y doctores que se hallaban en la sala habían interrumpido sus quehaceres y le miraban silenciosos y expectantes.

Bird recorrió con la mirada la habitación de los bebés, al otro lado del enorme cristal. La presencia de las demás personas en la sala desapareció de su conciencia. Como un puma que recorre la planicie con ojos secos y feroces en busca de una presa débil, Bird observó a cada uno de los bebés. La sala estaba iluminada chillonamente: ya estaban en verano, en el vientre del verano. Había veinte cunas y cinco incubadoras. Los bebés que estaban en estas últimas sólo se veían como formas desdibujadas envueltas en niebla. Los que estaban en las cunas parecían demasiado desnudos. El veneno de la luz fulgurante los había marchitado a todos. Parecían un rebaño del ganado más dócil del mundo. Algunos apenas movían los brazos y las piernas, pero incluso en ellos los pañales y las batas de algodón parecían tan pesados como trajes de buzo. Todos daban la impresión de personas encadenadas. Algunos tenían las muñecas atadas a la cuna o los tobillos sujetos con tiras de gasa, y de esa manera presentaban un aspecto más nítido de prisioneros débiles y diminutos. Los bebés guardaban un silencio uniforme. Bird se preguntó si el cristal apagaría sus voces. Pero no, como tortugas afligidas y sin apetito, todos mantenían la boca cerrada. La mirada de Bird buscaba. Ya no recordaba la cara de su hijo, pero la cabeza tenía una marca inconfundible. ¿Cómo había dicho el director del hospital?: «¿Apariencia? ¡Parece que tiene dos cabezas! En cierta ocasión escuché algo de Wagner, Bajo la doble águila…». Seguro que el hijoputa era fanático de la música clásica.

Bird seguía sin encontrar al bebé con la cabeza adecuada. Una y otra vez examinó la fila de cunas. De pronto, todos los bebés abrieron la boca y comenzaron a llorar y a moverse. Bird titubeó. Se dio la vuelta hacia la enfermera, como preguntando qué sucedía. Pero nadie en la sala prestaba la menor atención al jaleo de los bebés. Todos observaban a Bird, en silencio y expectantes.

– ¿Ya lo ha adivinado? Está en una incubadora. Ahora bien, ¿qué incubadora supone usted que es la casa de su bebé? -preguntó la enfermera, continuando con el juego.

Obediente, Bird se inclinó hacia la incubadora más cercana y descubrió a un bebé tan pequeño como un pollo desplumado, con una piel extraña, cuarteada y llena de manchas oscuras. El bebé estaba desnudo, una bolsa de vinilo encerraba su pene como una crisálida y el cordón umbilical estaba envuelto en gasa. Como los enanos de los cuentos de hadas ilustrados, le devolvió la mirada a Bird con una expresión prudente similar a la de un anciano, como si él también participara en el juego de la enfermera. Aunque no se trataba de su bebé, la apariencia de viejo tranquilo que se consume sin rechistar le inspiró a Bird un sentimiento de camaradería. Luego se enderezó y se dio la vuelta hacia las enfermeras, como diciéndoles que no estaba dispuesto a continuar con el jueguecito. Los reflejos y la disposición de las incubadoras impedían ver en el interior de las otras cuatro.

– ¿Todavía no lo ha adivinado? Es la incubadora que está al fondo, junto a la ventana. La acercaré para que pueda ver al bebé.

Bird se enfureció. Pero entonces comprendió que el juego era una especie de ritual iniciático en la unidad de cuidados intensivos pues, ante esta señal de la enfermera, los demás médicos y enfermeras volvieron a sus cosas y conversaciones.

Observó con paciencia la incubadora que le habían indicado. Desde que había entrado en la sala se encontraba bajo la influencia de esta enfermera, y poco a poco iba perdiendo su resentimiento y la necesidad de resistirse. Ahora se sentía débil y resignado, incluso podría haber estado con tiras de gasa como los bebés que lloraban al unísono. Bird suspiró, se secó las manos sudorosas y luego la frente, los ojos y las mejillas. Se presionó los párpados con los dedos y saltaron llamas negruzcas, tuvo la sensación de que se despeñaba a un abismo, se tambaleó…

Cuando abrió los ojos, la enfermera ya estaba del otro lado del cristal y le acercaba la incubadora. Bird se animó, se puso tenso y apretó los puños. Entonces vio al bebé. Ya no tenía la cabeza vendada como Apollinaire. A diferencia de los demás bebés, tenía la piel tan roja como un langostino hervido y con un extraño aspecto lustroso. El rostro le resplandecía como recubierto por tejido nuevo procedente de una quemadura recién sanada. Considerando el modo en que tenía cerrados los ojos, parecía como si soportara una gran incomodidad, sin duda originada por el bulto que sobresalía de la parte posterior del cráneo como otra cabeza roja. Seguro que producía una sensación de pesadez, de molestia, como un ancla sujeta a la cabeza. ¡Esa cabeza larga y afilada, modelada por el útero! Machacaba dentro de Bird las aristas del shock con más brutalidad que el propio bulto, y le producía una náusea espantosa que afectaba su existencia de manera fundamental. Para la enfermera que observaba sus reacciones, Bird hizo un gesto con la cabeza como diciendo «¡Ya estoy harto!» o algo que ella no podía comprender. El bebé ya no estaba al borde de la muerte, ¿crecería con su bulto craneal? El bebé seguía vivo y oprimía a Bird, incluso comenzaba a atacarle. Envuelto en esa piel roja de langostino, el bebé comenzaba a vivir ferozmente con un ancla a rastras en el cráneo. ¿Una existencia vegetativa? Quizá. Un cactus mortal.

La enfermera asintió con la cabeza, como satisfecha por las reacciones de Bird, y retiró la incubadora. Una ráfaga de llanto infantil volvió a soplar. Bird bajó los hombros y dejó la cabeza colgando. El llanto cargaba su cabeza inclinada, como la pólvora carga una pistola de pedernal. Deseó que hubiera una cuna o una incubadora para él, llena de vapor flotando como niebla; Bird estaría acostado en ella, respirando a través de sus branquias como un pez.

Cuando regresó, la enfermera le dijo:

– Por favor, haga el trámite de hospitalización cuanto antes. Deberá dejar un depósito de treinta mil yenes.

Bird asintió.

– El bebé toma leche y mueve los brazos y las piernas sin problemas.

¿Por qué diablos tenía que tomar leche y hacer ejercicio?, se preguntó Bird… y se contuvo. Sus continuas quejas, que estaban convirtiéndose en un hábito, le asqueaban.

– Si espera aquí, llamaré al pediatra que lleva el caso.

Bird quedó solo. Nadie le prestaba atención. Las enfermeras que pasaban con pañales y bandejas de biberones lo empujaban con sus codos extendidos, pero nadie lo miraba a la cara. Bird se disculpaba con un susurro. Entretanto, había aparecido un hombrecillo que parecía enfadado con uno de los médicos:

– ¿Cómo puede estar seguro de que no hay hígado? ¿Y cómo puede ocurrir semejante cosa? Ya he oído la explicación un centenar de veces, pero no acabo de comprenderlo. ¿Es verdad que el bebé no tiene hígado? ¿Es verdad, doctor?

Bird se instaló en un lugar que no estorbara los desplazamientos apresurados de las enfermeras. Allí permaneció, inclinado como un sauce, mirándose las manos sudorosas. Parecían guantes húmedos. Bird recordó las manos del bebé, manos grandes como las suyas, de dedos largos. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y miró al hombrecillo. Rondaba los cincuenta años y desarrollaba una lógica pertinaz en su conversación con el doctor; llevaba calzones marrones y camisa deportiva demasiado grande para su cuerpo delgado. Sus brazos y cuello estaban tostados en una tonalidad tan oscura como el cuero; eran nervudos y le daban un aspecto de notable vulgaridad. Era la clase de piel y de músculos que tienen los trabajadores manuales que no poseen capacidad física para realizar su tarea y sufren fatiga crónica. El cabello ensortijado del hombrecillo estaba pegado a la frente y tenía un gran cráneo plano; el conjunto daba un aspecto aceitoso e indecente. La frente era demasiado ancha y los ojos, opacos. La pequeñez de los labios y la mandíbula rompía el equilibrio del rostro. Era un obrero manual, evidentemente, pero no un simple operario. Probablemente colaboraba tanto en el trabajo pesado como en la responsabilidad de llevar una pequeña empresa. La forma de hablar y comportarse del doctor correspondían a las de un funcionario de rango secundario, y el hombrecillo parecía querer inclinar los argumentos en su favor, aduciendo una ambigua autoridad. Pero de tanto en tanto se daba la vuelta y miraba a las enfermeras y a Bird con ojos que traslucían una inminente derrota, como si reconociera una desgracia de la que nunca conseguiría recuperarse. Un hombrecillo extraño.

– No sabemos cómo ha podido ocurrir. Supongo que no es más que un accidente. Pero de hecho su bebé no tiene hígado. Las deposiciones son blancas, ¡completamente blancas! ¿Alguna vez ha visto algo así? -interrogó el doctor con soberbia, intentando desembarazarse del tozudo hombrecillo.

– He visto pollos recién nacidos deponer blanco. Y los pollos tienen hígado, ¿no es cierto? La mayoría de los pollos tienen hígado, ¡pero los recién nacidos deponen blanco!

– Ya lo sé, pero no estamos hablando de pollos… Se trata de un bebé humano.

– Pero ¿de verdad es tan raro un bebé con disposiciones blancas?

– ¿Disposiciones blancas? -interrumpió el doctor, enfadado-. Un bebé con disposiciones blancas sería algo más que raro, sin duda. ¿Acaso se refiere usted a deposiciones blancas?

– Sí, eso, deposiciones blancas. Las criaturas sin hígado hacen blanco, eso lo comprendo. Pero ¿automáticamente todos los bebés que hacen deposiciones blancas no tienen hígado? ¿Es así, doctor?

– ¡Se lo he explicado cien veces, señor mío!

La voz indignada del médico sonó como un grito de dolor. Pretendía mofarse del hombrecillo pero su rostro estaba contraído y los labios le temblaban.

– ¿Sería tan amable de repetírmelo una vez más, doctor? -La voz del hombrecillo de pronto sonaba tranquila y amable-. El hecho no es cuestión de risa, ni para mí ni para mi hijo. Es un problema serio, ¿verdad, doctor?

El médico se rindió. Sentó al hombrecillo frente a su escritorio, cogió un historial médico y comenzó a explicar. El diálogo entre ellos ahora no se oía, salvo cuando la voz del hombrecillo sobresalía con un tono de duda. Bird intentaba escuchar lo que hablaban, cuando un hombre de bata blanca entró presuroso por la puerta y cruzó enérgicamente la sala hasta un punto situado a espaldas de Bird.

– ¿Está aquí el padre del bebé de la hernia cerebral? -preguntó el hombre, seguramente un médico, con voz aguda.

– Sí -dijo Bird dándose la vuelta-, soy el padre…

El doctor le examinó con ojos de tortuga. También la barbilla y la garganta colgante y fláccida recordaban a una tortuga…, una tortuga brutal y altanera. Sin embargo, en sus ojos blancuzcos e inexpresivos se advertía un atisbo de sencillez y bondad.

– ¿Es su primer hijo? -preguntó el doctor, mientras observaba a Bird desconfiado-. Debe de sentirse desconcertado…

– Sí…

– Hasta ahora no se detectan cambios dignos de mención. En los próximos días lo examinará un experto en cirugía cerebral. Nuestro subdirector es una eminencia en ese campo. Desde luego, antes de la operación el bebé tendrá que fortalecerse, de lo contrario sería un fracaso. ¿Sabe?, tenemos demasiado trabajo de cirugía cerebral, los cirujanos no pueden perder tiempo innecesariamente.

– Entonces… ¿Lo someterán a una operación?

– Si el bebé se fortalece lo suficiente como para resistirla, sí -respondió el doctor, malinterpretando la vacilación de Bird.

– ¿Existe posibilidad de que crezca con normalidad si lo operan? En el hospital donde nació dijeron que, a lo sumo, podría esperarse una especie de vida vegetativa.

– Vegetativa… no sé si es la denominación adecuada…

El doctor no dijo más. Bird lo miró a la cara, esperando que volviera a hablar. Y de pronto sintió crecer en su interior una pregunta de extrema bajeza, una especie de neblina negra que había nacido cuando se enteró de que el bebé seguía vivo: ¿Qué significaría para nosotros, mi esposa y yo, pasar el resto de nuestras vidas prisioneros de un ser casi vegetal, de un bebé monstruoso? Tengo que… librarme de él. Además, ¿qué ocurriría con mi viaje a. África? En un impulso de autodefensa, como si el bebé estuviera atacándole desde la incubadora, Bird se preparó para la batalla. Al mismo tiempo se ruborizó y comenzó a sudar, avergonzado de sí mismo. Tenía un oído sordo a causa del ruido de la sangre que se precipitaba a su través, y los ojos se le enrojecieron como golpeados por un puño inmenso e invisible. El sentimiento de vergüenza le hizo lagrimear. Si al menos pudiera librarme de la carga que implica un bebé vegetal, pensó. Pero no podía preguntarle al doctor cómo hacerlo, su bochorno era demasiado pesado. Desesperado, con la cara roja como un tomate, inclinó la cabeza.

– Oiga, ¿acaso no quiere que operen al bebé y se recupere al menos en parte?

Bird se estremeció: sentía como si un dedo sabio acabara de tocar la parte de su cuerpo más horripilante y más sensible al placer, como los pliegues carnosos de su escroto. Bird habló en un tono de voz tan ruin que apenas pudo soportarlo:

– Incluso con cirugía… si hay tan pocas probabilidades… de que crezca normalmente…

Se dio cuenta de que acababa de dar el primer paso hacia el precipicio de la infamia. Y todo indicaba que correría hacia allí a toda velocidad: su infamia crecería como una bola de nieve, mientras él la contemplaba. Volvió a estremecerse, consciente de la inevitabilidad de los acontecimientos. Sin embargo, sus ojos nublados y febriles miraban implorantes al médico.

– ¡Se dará cuenta de que no puedo tomar ninguna medida directa para acabar con la vida del bebé!

Despectivo, el doctor miró a Bird con un destello de repugnancia en los ojos.

– Desde luego que no… -dijo Bird atropelladamente, como si acabara de escuchar algo inesperado.

Entonces se dio cuenta de que el doctor no se había dejado engañar ni un solo momento. La humillación de Bird se duplicó y ni siquiera intentó explicarse.

– Ciertamente es usted un padre joven…, vamos, de mi edad, más o menos.

El doctor giró lentamente su cabeza de tortuga y miró a los demás miembros del personal hospitalario que estaban allí. Bird sospechó que el médico intentaba burlarse y se aterrorizó. Si intenta pasarse de listo ¡lo mataré!, murmuró inútilmente en el fondo de su garganta. Pero el doctor tenía intenciones de colaborar en el abyecto plan de Bird. En voz muy baja, le dijo:

– Procuraremos regularle la leche. O darle una mezcla de agua con azúcar. Veremos qué sucede, pero si ni siquiera así se debilita no tendremos otra opción que operar.

– Gracias -dijo Bird y suspiró ambiguamente.

– De nada. -El tono de voz del doctor le hizo pensar otra vez si no estaría tomándole el pelo. Entonces, con voz tranquilizadora, agregó-: Venga dentro de tres o cuatro días. No habrá cambios significativos hasta esa fecha. Tampoco tiene sentido inquietarnos y apresurar las cosas. -Luego cerró la boca como una rana que engulle una mosca.

Bird apartó la mirada del doctor, inclinó la cabeza y se dirigió hacia la puerta. La voz de la enfermera le llegó antes de abandonar el recinto:

– ¡Lo antes posible, por favor, los trámites de hospitalización!

Bird atravesó rápidamente el corredor en penumbra, como si escapara de la escena de un crimen. Hacía calor, y se dio cuenta de que la sala de cuidados intensivos estaba climatizada. Bird se secó furtivamente las lágrimas calientes de la humillación. Pero el interior de su cabeza estaba más caliente que la atmósfera y que las lágrimas. Torció por el corredor con andar inseguro. Cuando pasó, sollozando todavía, frente a la puerta abierta del pabellón de ingresados, los enfermos, parecidos a animales sucios, acostados o sentados en las camas, lo observaron con gestos inexpresivos. El llanto se le calmó cuando pasó por una zona de habitaciones particulares, cuyas puertas daban al corredor, pero la vergüenza se había convertido en un grano alojado detrás de los ojos, como un glaucoma. Y no sólo allí sino en todas las partes del cuerpo, a la vez que se endurecía. La vergüenza: un tumor maligno. Bird era consciente de ese cuerpo extraño, pero no podía repelerlo: su cerebro se había quemado, consumido. Una de las habitaciones estaba abierta, pero una joven delgada, joven y completamente desnuda permanecía de pie junto a la puerta como impidiendo el paso y miraba a Bird con ojos agudos. En la penumbra, su cuerpo parecía no haber llegado todavía a la plenitud. Mientras se apretaba con una mano los diminutos pechos, con la otra se acariciaba un vientre plano y se tironeaba el vello púbico. Luego separó los pies poco a poco y hundió un dedo suavemente en su vulva perfilada con toda claridad, durante un momento, por la escasa luz que penetraba por una ventana a sus espaldas. Bird se compadeció de la ninfómana y pasó a su lado sin darle tiempo a que alcanzara su climax solitario en presencia suya. La vergüenza que sentía era demasiado intensa como para permitirse pensar en nadie que no fuera él mismo.

Cuando Bird salió al exterior, el hombrecillo del cráneo plano y el pelo pegado a la frente le alcanzó y se puso a caminar a su lado. Mostraba el mismo aire arrogante de antes y avanzaba brincando entre las plantas para compensar la diferencia de altura con Bird. Empezó a hablar con firme determinación. Bird le escuchó en silencio.

– Hay que presentarles batalla, ¿sabe? ¡Luchar! ¡Luchar! ¡Luchar! -dijo-. ¡Es una lucha contra el hospital y en especial contra sus médicos! Pues bien, hoy les he golpeado duro. Lo ha oído, ¿no?

Bird asintió, mientras recordaba las «disposiciones» blancas del hombrecillo.

– Mi hijo no tiene hígado, ¿sabe usted? Así que tengo que luchar y seguir luchando. De lo contrario podrían cortarle en rebanadas aunque siguiera vivo. Pues no, ¡es una verdad como un templo! Si uno quiere que las cosas funcionen en un hospital, lo primero es hacerse a la idea de que hay que luchar. Es inútil comportarse correctamente, con tranquilidad, e intentar caerles bien. Los pacientes moribundos están tan quietos como cadáveres, pero sus familiares no podemos hacer lo mismo. ¡Hay que luchar! Verá usted, hace unos días les dije directamente: si el bebé no tiene hígado, ustedes le hacen uno. Y agregué que hay bebés sin recto a los que les ponen recto artificial, así que también podrán hacer un hígado artificial. Además, les dije, ¡un hígado artificial no se ve todos los días!

Se encontraban ante la puerta principal del hospital. A Bird le parecía que el hombrecillo pretendía alegrarlo, pero él no tenía ningunas ganas de alegrarse.

– ¿Se recuperará su bebé antes del otoño? -preguntó como disculpándose por su indiferencia.

– ¿Recuperarse? ¡Ni en sueños! ¡Mi hijo no tiene hígado! Yo simplemente presento batalla a los dos mil funcionarios que tiene este hospital.

Bird quedó atónito. El hombrecillo se ofreció a llevarle en su extraño vehículo de tres ruedas hasta la estación. Bird declinó el ofrecimiento y se dirigió solo a la parada de autobús. Pensaba en los treinta mil yenes para el hospital. Decidió de dónde cogería el dinero, pero cuando tomó la decisión una ira ciega desplazó a la vergüenza: tenía algo más de esa cantidad en el banco, pero era dinero ahorrado para el viaje a África. Ese dinero en su cuenta era un indicador de su voluntad. Pero ahora estaba a punto de desaparecer. A excepción de los mapas Michelin, ya no le quedaría nada que lo vinculase a África. Sudaba intensamente y sintió frío en los labios, las orejas y las yemas de los dedos. Se puso al final de la cola para el autobús y, con una voz que parecía el zumbido de un mosquito, dijo:

– ¿África? ¡Una mierda!

El anciano que estaba delante comenzó a darse la vuelta, pero desistió y lentamente irguió su gran cabeza calva. Todo el mundo parecía extenuado a causa del verano que consumía la ciudad antes de tiempo.

Bird entrecerró los ojos y, estremeciéndose por un escalofrío, continuó sudando. Poco después advirtió que su cuerpo empezaba a apestar. El autobús no llegaba y el calor era intenso. Avergonzado, Bird se sintió aletargado e insensible a la luz y el ruido de alrededor. Y entonces, un incipiente deseo sexual fue abriéndose paso a través de la oscuridad de su mente, y ante la sorpresa de Bird creció como un árbol de caucho joven. Manteniendo los ojos cerrados, se tanteó por dentro del bolsillo y comprobó que tenía una erección. Se sintió miserable, ruin; deseó lo peor del sexo más corrompido que pudiera existir. Abandonó la cola y buscó un taxi, cegado por el resplandor; veía la plaza como si fuera un negativo. Tenía la intención de regresar a la habitación de Himiko, donde no entraba la luz del sol. Si me rechaza, pensó irritado, la golpearé hasta dejarla inconsciente y luego la follaré.

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