CAPÍTULO V

El gemido invadió su sueño una y otra vez hasta que, a regañadientes, se despertó. Al principio pensó que él mismo había gemido; de hecho, al abrir los ojos, los numerosos demonios que se reproducían en su vientre perforaron sus entrañas con minúsculas flechas y le obligaron a suspirar de dolor. Pero ahora volvió a oír un gemido que no provenía de su garganta. Sin moverse, levantó sólo la cabeza y miró hacia abajo: Himiko dormía sobre el suelo, en el espacio que había entre la cama y el televisor. Y gemía como un animal poderoso, transmitiendo sonidos como señales del mundo de su sueño. Las señales indicaban temor.

Bird observó que el rostro joven, redondo y ceniciento de Himiko se endurecía, como dolorido, y luego se aflojaba en una expresión estúpida. La sábana se le había deslizado hasta la cintura. Bird le escudriñó el cuerpo. Tenía los pechos como hemisferios perfectos, pero le colgaban a ambos lados de forma poco natural, evitándose el uno al otro. La zona entre ambos era ancha, plana y algo sosa. Bird sintió que ese pecho inmaduro le era familiar: debía de haberlo visto aquella noche invernal en el depósito de madera. Sin embargo, los costados de Himiko y su prominente vientre, casi oculto bajo la sábana, no le producían nostalgia alguna. Podía percibirse un atisbo de la grasitud que la edad comenzaba a instalar en su cuerpo, pero eso pertenecía a una parte de la vida de Himiko que Bird ignoraba por completo. Probablemente esas raíces adiposas se extenderían como el fuego y modificarían por completo la forma de su cuerpo. Incluso sus pechos perderían la poca juventud y frescura que aún conservaban.

Himiko volvió a gemir y de pronto sus ojos se abrieron como sobresaltados. Bird simuló dormir. Cuando un minuto después abrió los ojos, Himiko dormía nuevamente. Ahora permanecía inmóvil como una momia, tapada hasta el cuello por las sábanas, sumida en un sueño tan silencioso e inexpresivo como el de un insecto. Seguramente había llegado a un acuerdo con los ogros que poblaban su sueño. Aliviado, Bird cerró los ojos y volvió a concentrarse en su estómago, que se comportaba como un chantajista amenazante. De pronto, el estómago se le hinchó hasta invadir todo su cuerpo y su conciencia. Algunos fragmentos de pensamiento pretendieron escapar hacia el centro de su cerebro: ¿cuándo había regresado Himiko? ¿Ya habrían llevado al bebé a la mesa de disección, con la cabeza vendada como Apollinaire? ¿Sería capaz de acabar la clase de hoy sin ningún contratiempo? Pero la presión ejercida por su estómago los desalojó uno a uno. Bird se sintió a punto de vomitar y el temor enfrió la piel de su cara.

¿Qué pensará de mí si vomito en la cama? En cierta ocasión, cuando era un buen hombre, le robé la virginidad mediante una especie de violación, a la intemperie, en pleno invierno, ¡y ni siquiera fui consciente de lo que hacía! Años después, vengo a pasar la noche en su habitación, me emborracho por completo y cuando despierto estoy a punto de vomitar en su cama. ¡Cómo se puede llegar a ser tan despreciable! Bird eructó varias veces y se incorporó en la cama, padeciendo un intenso dolor de cabeza. Le costó mucho alejarse de la cama pero, finalmente, logró encaminarse hacia el cuarto de baño. Comprobó sorprendido que sólo llevaba puesta la ropa interior.

Cuando cerró la puerta de cristal y estuvo recluido en el baño, vislumbró con satisfacción cierta posibilidad inesperada: quizá lograse vaciar su estómago sin que Himiko lo pillara. Si al menos pudiera vomitar con la delicadeza de un saltamontes…

De rodillas, apoyó los codos en la taza del retrete, bajó la cabeza y esperó, en actitud de piadosa oración, a que la tensión de su estómago explosionara. Su rostro, antes frío por completo, ahora se sonrojaba de calor, y enseguida volvía a entumecerse y helarse. Visto desde su posición, el retrete era una inmensa garganta blanca, con agua clara en su estrecho fondo.

La primera oleada de náusea lo golpeó. Bird emitió un sonido como un ladrido. El cuello estirado se le endureció y vomitó violentamente. Un líquido picante le llenó la nariz, y las lágrimas se le escurrieron hasta la porquería que tenía pegada alrededor de la boca. Sintió nuevas náuseas y vomitó débilmente los restos que le quedaban en el esófago. La cabeza le daba vueltas; era hora de darse un respiro momentáneo. Se enderezó como un fontanero tras realizar su trabajo, se secó la cara y se sonó la nariz ruidosamente. ¡Ah!, suspiró. Pero aún no había terminado. Una vez empezaba a vomitar, generalmente lo repetía al menos dos veces. Y la segunda vez tenía que valerse de los dedos en la garganta. Volvió a suspirar, previendo la agonía, y bajó la cabeza. El interior del water ofrecía un aspecto desolador. Bird cerró los ojos, asqueado. Buscó a tientas la cadena y tiró de ella. Cuando abrió los ojos, la gran garganta estaba nuevamente limpia, boquiabierta como antes. Bird se metió un dedo en su garganta y vomitó otra vez. Lamentos y lágrimas, chispas amarillas en su cabeza… Cuando terminó, se secó los dedos, las mejillas y la boca, y se desplomó contra el water. ¿Compensaría esto, por lo menos en parte, los sufrimientos del bebé?, se preguntó, y en seguida se ruborizó de su propia desvergüenza. No hay padecimiento más estéril que la agonía de una resaca: a través de él no puede expiarse el sufrimiento de ninguna persona.

No puedes ser tan cretino como para permitirte una compensación tan falsa, ni siquiera el tiempo que dure un parpadeo de tu cerebro, se amonestó Bird severamente. Sin embargo, el alivio que sentía después de vomitar y el relativo silencio momentáneo de los demonios en su estómago, le concedieron los primeros momentos tolerables del día. Hoy tenía que dictar una clase y luego probablemente rellenar impresos en el hospital, si el bebé ya había muerto. También tendría que contactar con su suegra para comunicarle la muerte del bebé y para decidir de común acuerdo cuándo convendría informar a su esposa. Sin duda, un programa abrumador. Y heme aquí, en el cuarto de baño de Himiko, desplomado contra el water y aturdido al máximo. ¡Qué historia más extraordinaria! Pese a ello, Bird no sentía temor ante una situación tan acuciante. Por el contrario, esta media hora de total irresponsabilidad tenía el dulce sabor de la autosalvación. Encogido sobre el suelo, consciente tan sólo del picor que sentía en la nariz y la garganta, Bird era como una especie de hermano del bebé al borde de la muerte. Mi única gracia es que no berreo a gritos como los recién nacidos, pero mi conducta es diez veces más lamentable…

De ser posible, Bird hubiese preferido arrojarse dentro del water cuando tiró de la cadena, y ser arrastrado al infierno de una cloaca. En vez de ello, escupió, se apartó trabajosamente del water y abrió la puerta de cristal. Casi había olvidado a Himiko, pero ahora vio que estaba totalmente despierta y seguramente intuyendo el ridículo drama desarrollado en el cuarto de baño y el silencio que le siguió. La muchacha continuaba acostada en el suelo, con los ojos abiertos e iluminada oblicuamente por un tenue rayo de luz que se filtraba por la ventana. Lo único que podía hacer era escurrirse hacia su ropa, que permanecía al pie de la cama. Mientras tanto, Himiko probablemente observaría su vientre fláccido y sus muslos fibrosos.

– ¿Me has oído vomitar como un perro? -preguntó con voz tímida.

– ¿Como un perro? Los perros no suelen hacer semejante escándalo -respondió Himiko con voz soñolienta, mirando a Bird con sus apacibles ojos abiertos.

– Era un San Bernardo grande como una vaca -dijo Bird.

– Sonaba doloroso… ¿Has terminado?

– De momento, sí.

Bird se tambaleó en dirección a la cama y tropezó con las piernas de Himiko. Finalmente logró llegar hasta los pantalones y, mientras se los ponía, dijo:

– Creo que esta mañana volveré a tener náuseas. Siempre me sucede. Hacía tiempo que no bebía y que no tenía resaca. Así que probablemente ésta será la peor de mi vida. Ahora que lo pienso, me parece que sé el motivo de aquella borrachera interminable: intentaba curarme una resaca con un nuevo trago, y de ese modo caí en una infinita espiral alcohólica.

Bird trató de imprimir a sus palabras un aire burlón, pero terminó con una nota amarga imposible de ocultar.

– ¿Por qué no vuelves a intentarlo?

– Hoy no puedo permitirme estar borracho.

– Un zumo de limón te reanimará. En la cocina encontrarás algunos limones.

Bird fue a la cocina. En el fregadero, bañados por un rayo de luz típico de la escuela flamenca -que penetraba a través de una ventana con vidrios mate-, una docena de limones brillaban tan intensamente que los nervios del estómago se le estremecieron.

– ¿Siempre compras tantos limones?

Tras ponerse los pantalones y abotonarse la camisa, Bird había recuperado el dominio sobre sí mismo.

– Depende, Bird -respondió Himiko, indiferente a la pregunta.

Bird, otra vez sofocado, preguntó:

– ¿A qué hora regresaste? ¿Toda la noche fuiste por ahí en ese MG?

Himiko no contestó y le miró con sorna. Bird agregó apresuradamente, como si tal información fuese crucial:

– En plena noche estuvieron aquí dos amigos tuyos. Uno parecía joven, y el otro un señor maduro con una cabeza como un huevo. Le vi pero no lo saludé.

– ¿Saludarlo? Naturalmente que no tenías por qué saludarlo -dijo Himiko.

Bird miró su reloj de pulsera: eran las nueve. Su clase comenzaba a las diez. Un instructor de academia preuniversitaria que tuviera la valentía de quedarse en casa sin dar parte o de llegar retrasado a una clase, sin duda sería un hombre extraordinario. Bird no era ni tan intrépido ni tan tonto. Se anudó la corbata al tacto.

– Me he ido a la cama con ellos algunas veces. Creen que eso les da derecho a presentarse aquí en medio de la noche. El joven es un tipo raro; no le interesa especialmente dormir conmigo, pero sí estar presente cuando estoy en la cama con otro, por si lo necesitamos. Ya sabes, espera a que alguien esté conmigo para presentarse. ¡Y eso que los celos lo consumen!

– ¿Le has brindado la oportunidad que está buscando?

– ¡Desde luego que no! -replicó Himiko-. Ese chico tiene algo con los adultos. Si alguna vez te lo encuentras, haría lo imposible por complacerte. Tú has recibido esa clase de atenciones muchas veces. ¿Acaso no había chicos en los cursos inferiores que te adoraban? También los habrá en tus clases. Siempre he pensado que los chavales de esas características te considerarían un héroe.

Bird negó con la cabeza y entró en la cocina. Sintió frío en la planta de los pies y se dio cuenta de que todavía no se había puesto los calcetines. No le sería fácil: si contraía el estómago al agacharse por los calcetines, quizá vomitara nuevamente. Se estremeció. Pero era agradable sentir el suelo. Lo mismo que sujetar un limón bajo el grifo abierto. Escogió un limón grande, se hizo el zumo y lo bebió. Una sensación de alivio, que recordaba de otras ocasiones similares, fría y estimulante, le bajó desde la garganta hasta el estómago. Regresó al dormitorio en busca de los calcetines.

– Ese limón ha hecho un buen trabajo -le dijo a Himiko.

– Si vomitas otra vez, tendrá gusto a limón. Quizá te agrade.

– Gracias por alentarme.

Bird sintió que el alivio producido por el zumo se diluía como la niebla bajo el viento.

– ¿Qué buscas? Pareces un oso persiguiendo un cangrejo.

– Mis calcetines -murmuró. Sus pies desnudos le parecían ridículos.

– Están dentro de tus zapatos. Los he puesto ahí.

Bird dirigió a Himiko, que yacía aún en el suelo envuelta en una manta, una mirada de duda. Supuso que se trataría de una costumbre de Himiko en cuanto sus amantes se acomodaban en la cama. Probablemente tomaba esa precaución para que ellos pudieran huir, descalzos y zapatos en mano, en caso de que se presentara un amante más grande y apasionado.

– Tengo que irme -dijo Bird-. Esta mañana tengo dos clases. Has sido muy amable.

– ¿Volverás? Bird, es posible que nos necesitemos.

El grito de un mudo no hubiese dejado más atónito a Bird. Himiko lo miraba con sus gruesos párpados bajos y el ceño fruncido.

– Quizá tengas razón. Quizá nos necesitemos el uno al otro.

Como un explorador que atraviesa un terreno pantanoso, lleno de espinas, vegetación y alambradas, Bird se abrió camino medrosamente a través de la sala de estar en penumbra. Una vez en el vestíbulo, se inclinó y se calzó calcetines y zapatos a toda prisa, temeroso de una nueva náusea.

– Hasta pronto -dijo Bird-. Que duermas bien.

Himiko permaneció en silencio.

Bird salió afuera. Una mañana de verano, llena de luz tan acre como el vinagre. Al pasar junto al MG observó que la llave de encendido estaba puesta. Cualquier día lo robarían. La idea lo entristeció. ¡Himiko! ¿Cómo una compañera de estudios diligente, cuidadosa y astuta, se había convertido en una persona tan desconcertante? Se había casado y al poco tiempo su joven esposo se había suicidado. Y ahora, tras la catarsis de conducir a toda velocidad en plena noche, tenía sueños que la hacían gemir de terror.

Bird pensó en retirar la llave. Pero si regresaba a la habitación donde su amiga yacía en la oscuridad, le resultaría muy difícil volver a salir. Bird desechó la idea y miró a su alrededor: en ese momento no había ladrones de coches en la vecindad, se consoló. En el suelo, junto a una de las ruedas, había una colilla de cigarro. Seguramente el hombre con cabeza de huevo la había arrojado allí. Sin duda habría muchas personas que querían cuidar de Himiko con más devoción y afecto que Bird.

Sacudió la cabeza bruscamente y aspiró hondo varias veces para defenderse del cangrejo de la resaca. Pero no pudo librarse de cierto sentimiento que le intimidaba, y abandonó el callejón radiante de luz con la cabeza gacha.

Logró alcanzar y atravesar con destreza el portal de la escuela. Primero fue la calle, luego el andén, por último el tren. Lo peor fue el tren, pero pese a su garganta reseca Bird sobrevivió a las vibraciones y al olor de los otros cuerpos. Bird era el único pasajero que sudaba, como si todo el calor del verano se hubiese aglutinado a su alrededor. Todas las personas que lo rozaban se giraban para observarlo con extrañeza. Bird sólo podía encogerse y, como un cerdo que se hubiese hartado a comer limones, exhalar aliento cítrico. Su mirada vagaba sin descanso por el vagón, buscando un sitio donde refugiarse en caso de que tuviera urgencia por vomitar.

Cuando finalmente llegó al portal de la escuela sin sentir náuseas, se sintió como un viejo soldado, agotado tras una larga retirada del frente. Pero todavía no había pasado lo peor. El enemigo había dado un rodeo y lo esperaba en la retaguardia.

Bird cogió un libro de lectura y una caja de tizas de su armario. Le echó un vistazo al Concise Oxford Dictionary que estaba en la parte superior de la estantería, pero hoy parecía demasiado pesado para llevarlo hasta la clase. Entre sus alumnos había varios que dominaban muy bien la dicción y la gramática, mejor incluso que él. Si tropezaba con alguna palabra desconocida o una frase difícil, tendría que recurrir a uno de ellos. Las cabezas de sus alumnos estaban tan llenas de conocimientos detallados y minuciosos que resultaban como almejas superdesarrolladas; en cuanto intentaban percibir un problema en su totalidad, el mecanismo se enredaba y atascaba. Por consiguiente, la tarea de Bird consistía en integrar y resumir el significado de todo un pasaje. Sin embargo, siempre le quedaba la duda de si sus clases servirían para algo en los exámenes de ingreso a la universidad.

Esperando evitar al jefe de su departamento -un licenciado por la Universidad de Michigan, bien parecido y de mirada aguda, surgido del selecto grupo de jóvenes que estudió en el extranjero-, Bird salió por una salita posterior, evitando el ascensor de la sala de profesores. Comenzó a subir por la escalera de caracol, pegada como la hiedra a la pared exterior. Sin atreverse a mirar hacia abajo, a la perspectiva de la ciudad que se extendía a sus pies; soportando apenas la vibración de la escalera, como el balanceo de un barco, producida por los estudiantes que pasaban a su lado; pálido, sudoroso, jadeante, eructando cada poco. Bird subía tan despacio que los alumnos, sorprendidos por su propia rapidez, se detenían en seco y lo miraban a la cara, dudaban, y después proseguían su carrera, sacudiendo la escalera de hierro. Bird suspiró, la cabeza le flotaba, y se aferró a la barandilla metálica…

Finalmente llegó a lo alto de la escalera y sintió alivio. Entonces, un amigo que lo esperaba allí le llamó. Bird volvió a ponerse tenso. Se trataba de un colaborador en la organización de un grupo de estudio de lenguas eslavas, que Bird había formado junto a otros intérpretes. Pero como en ese momento ya tenía suficiente, jugando al gato y el ratón con su resaca, encontrarse con alguien imprevisto le resultaba un contratiempo insoluble. Se encerró en sí mismo como un molusco atacado.

– ¡Hola, Bird! -exclamó su amigo. El apodo seguía vigente en cualquier situación, para amigos de todas clases-. Estoy llamándote desde anoche, pero no he podido localizarte. Así que se me ocurrió venir…

– ¿Ah, sí? -dijo Bird con un tono poco sociable.

– ¿Te has enterado del rumor sobre el señor Delchef?

– ¿Rumor? -preguntó, con una vaga aprensión.

El señor Delchef era agregado en la legación diplomática de un pequeño país socialista de los Balcanes, y profesor del grupo de estudio.

– Parece que se ha ido a vivir con una muchacha japonesa y que no quiere volver a la legación. Dicen que ocurrió hace una semana. La legación quiere que todo quede en familia y ocuparse ellos mismos de que Delchef regrese, pero no conocen mucho de por aquí. La muchacha vive en el barrio más bajo de Shinjuku, una especie de laberinto. Nadie en la legación conoce el lugar como para encontrar allí a Delchef. Aquí entramos nosotros: han pedido ayuda al grupo de estudio. Desde luego, nosotros somos responsables en cierta forma…

– ¿Responsables?

– El señor Delchef la conoció en aquel bar al que le llevamos después de una reunión, ¿lo recuerdas?, La Silla. -El amigo de Bird rió con disimulo-. ¿No te acuerdas de aquella chica menuda, extraña y pálida?

La recordó de inmediato: una chica menuda, extraña y pálida.

– Pero ella no hablaba inglés ni ninguna lengua eslava, y los conocimientos de japonés del señor Delchef son bastante precarios… ¿Cómo se entienden?

– Eso es lo peor de todo. ¿Cómo imaginas que han pasado una semana juntos? ¿Sin hablarse y cruzados de brazos?

El amigo pareció incómodo ante su propia insinuación.

– ¿Qué sucederá si el señor Delchef no regresa a la legación? ¿Lo considerarán desertor o algo así?

– ¡Puedes estar seguro de que sí!

– Realmente se está buscando problemas… -dijo Bird con displicencia.

– Pensamos convocar una reunión del grupo de estudio y analizar la situación. ¿Tienes algo que hacer esta noche?

– ¿Esta noche? -Bird quedó desconcertado-. Yo… esta noche no puedo.

– De todos nosotros, tú eres el que mejor se entendía con el señor Delchef. Si decidimos que un representante del grupo vaya a verlo, esperábamos que fueras tú…

– Un representante… En cualquier caso, esta noche me es imposible -dijo Bird. Y se sintió obligado a agregar-: Hemos tenido un bebé, pero tiene algo mal. Se está muriendo…

– ¡Dios mío! -exclamó el amigo, estremecido.

Por encima de sus cabezas comenzó a sonar una campana.

– Es espantoso, realmente espantoso. Mira, esta noche nos arreglaremos sin ti. Y procura que no se lleve lo mejor de ti… ¿Tu esposa está bien?

– Sí, gracias.

– Cuando decidamos qué hacer con lo del señor Delchef, te avisaré. ¡Dios! Pareces agotado… ¡Cuídate!…

– Gracias.

Mientras observaba a su amigo bajar la escalera de caracol moviendo los hombros precipitadamente, como si estuviera escapando de algo, Bird sintió remordimiento por no haber mencionado su resaca. Luego entró en su clase y se enfrentó a cien caras tan grotescas como cabezas de moscas. Automáticamente bajó la cabeza. Enfiló hacia el atril, decidido a no mirar la cara de sus alumnos y sujetando el libro y las tizas contra el pecho, como si fueran armas para defenderse. ¡Ya era hora de iniciar la clase! Bird abrió el libro por la marca, en el pasaje donde quedaran la semana anterior. No tenía idea de lo que trataba. Comenzó a leer en voz alta y enseguida advirtió que era un texto de Hemingway. El libro de lectura incluía una extensa serie de pasajes breves de autores norteamericanos contemporáneos. Al jefe de departamento le gustaban y por eso lo había elegido, además de por las trampas gramaticales que contenía. ¡Hemingway! Bird se alegró. Le gustaba Hemingway, en especial Las verdes colinas de África, una de sus lecturas preferidas. El pasaje que ahora leía pertenecía a Fiesta, una escena próxima al final, en la que el héroe va a nadar al mar. Lo hace hasta más allá de la rompiente, zambulléndose de tanto en tanto, y cuando llega a mar abierto, donde el agua es serena, se pone de espaldas y flota. No ve más que cielo y no siente más que el movimiento de las olas que suben y bajan…

Bird sintió que en las profundidades de su cuerpo comenzaba una crisis irreprimible. La garganta se le secó y la lengua se le hinchó como si fuera un cuerpo extraño dentro de la boca. El líquido amniótico del temor lo empapó. Pero siguió leyendo, mientras atisbaba astuta y débilmente hacia la puerta, como una comadreja enferma. ¿Llegaría a tiempo si corría en esa dirección? Cuánto mejor sería poder superar la crisis sin necesidad de ello. Ansioso por apartar la mente del estómago, Bird intentó situar el párrafo que leía dentro de su contexto. El héroe permanece acostado en la playa y luego se da otro baño. Cuando regresa al hotel, hay un telegrama de su amante: se ha ido con un joven torero. Bird trató de recordar el telegrama: could you come hotel montana MADRID AM RATHER IN TROUBLE BRETT. [En inglés en el original japonés. VEN POR FAVOR HOTEL MONTANA MADRID TENGO PROBLEMAS BRETT. (N. de la T.)]

.Pues sí, sonaba bien; y lo recordó con facilidad. Es un buen presagio; de todos los telegramas que he leído, éste es el más interesante. Tendría que lograr eliminar las náuseas… Bixd prosiguió su reconstrucción: el héroe se zambulle con los ojos abiertos en el océano y ve que algo fluye por el fondo. Si esto aparece en este pasaje, lograré terminar sin vomitar. Es un hechizo. Bird continuó: héroe salí del agua, regresé al hotel y recogí el siguiente telegrama. Tal como Bird lo recordaba: COULD YOU COME HOTEL MONTANA MADRID AM RATHER IN TROUBLE BRETT. Sin embargo, el héroe se había marchado de la playa y no se mencionaba ni una palabra sobre nadar con los ojos abiertos bajo el agua. Bird se sorprendió: ¿la habría confundido con otra novela de Hemingway? La duda rompió el hechizo y Bird perdió la voz. Su garganta se abrió en millones de grietas secas y la lengua se le hinchó desmesuradamente. Levantó la mirada hacia las cien caras como cabezas de moscas, y sonrió. Fueron cinco segundos de ridículo y desesperado silencio. A continuación, Bird se desplomó sobre sus rodillas, apoyó las manos sobre la madera del suelo y, con un gruñido, comenzó a vomitar. Lo hizo como un gato con náuseas, con el cuello tenso y separado de los hombros. Parecía un insignificante demonio retorciéndose bajo el pie de un enorme rey Deva. Bird esperaba que, al menos, su particular estilo de vomitar resultara gracioso, pero su actuación distaba mucho de ser divertida. Eso sí, cuando el vómito volvía a bajarle por la garganta, tenía un marcado gusto a limón, tal como había vaticinado Himiko. Como la violeta que florece en el muro del calabozo, se dijo Bird, mientras intentaba recuperar la compostura. Pero este ardid psicológico se desvaneció ante los violentos espasmos que ahora experimentaba: un gruñido que parecía un trueno le abrió la boca y su cuerpo se puso rígido. A los lados de su cabeza fue creciendo una negrura similar a las anteojeras para caballos, y su campo visual se oscureció. Anheló hundirse en algún lugar todavía más oscuro, más profundo, y saltar desde allí a otro universo.

Un segundo después constató que seguía en el mismo universo. Lagrimeando, bajó la mirada hasta el charco de vómito. Un charco pálido, ocre rojizo, sembrado de sedimentos de limón amarillo brillante. Vistas desde un avión a baja altura, en una época del año desolada y marchita, las llanuras de África tal vez fueran de ese color; acechando en la sombra de los vestigios cítricos había hipopótamos y osos hormigueros y cabras monteses salvajes. ¡Sujeta el paracaídas, coge tu rifle y salta con la velocidad de un saltamontes!

La náusea había cedido. Bird se frotó la boca con una mano sucia de bilis y se puso de pie.

– Dadas las circunstancias, hoy terminaremos antes la clase -dijo con un tono de voz moribundo.

Las cien cabezas de mosca parecían comprender. Bird empezó a recoger sus cosas. De pronto, una cabeza de mosca se puso en pie de un salto y comenzó a gritar. Los labios rosados del chico gesticulaban, y su cabeza de campesino, redonda y afeminada, adquirió un tono rojo vibrante. Pero la boca amortiguaba sus palabras y tenía un leve tartamudeo, resultaba difícil comprender lo que decía. Poco a poco, la cuestión fue aclarándose. En principio, el alumno había criticado el insólito comportamiento de Bird frente a su clase, pero cuando comprobó que éste sólo respondía con un aire de perplejidad, se lanzó al ataque como un demonio. Durante un rato disertó sobre el elevado coste de la enseñanza, el poco tiempo que restaba para los exámenes de ingreso, las esperanzas que ellos habían depositado en la academia con vistas al ingreso en la universidad, y la indignación ante lo recién sucedido, que traicionaba sus expectativas. Lentamente, como el vino se convierte en vinagre, la consternación de Bird fue convirtiéndose en temor. Sintió que se transformaba en un mono lémur aterrorizado. En breve, la indignación del que hablaba contagiaría a las restantes noventa y nueve cabezas de mosca. Bird sería rodeado por un centenar de individuos furiosos, sin la menor posibilidad de huida. Una vez más comprendió cuan poco entendía a los alumnos que instruía semana a semana. Un enemigo inescrutable apoyado en la fuerza de cien lo había acorralado. Y para peor, las sucesivas oleadas de náusea habían hecho desaparecer todas sus fuerzas.

La agitación del acusador fue en aumento hasta llegar casi a las lágrimas. Pero Bird no hubiese podido responderle, aunque lo hubiera intentado: tenía la garganta totalmente seca y no segregaba ni una gota de saliva. Lo más que podía hacer era emitir un chillido como de pájaro. ¡Ah!, se lamentó en silencio, ¿qué debía hacer? En la vida siempre me acechan estos peligros latentes, a la espera de que tropiece y me caiga. Y esto es muy diferente de los peligros que un aventurero encontraría en África. En esta trampa no puedo desmayarme ni morir en forma violenta. Sólo puedo mirar fijamente, aturdido, hacia la empalizada de la trampa por siempre. Quisiera enviar un telegrama AM RATHER IN TROUBLE… Pero ¿a quién?

En ese momento, un joven de aspecto listo que estaba sentado en medio del aula se puso en pie y dijo pausadamente:

– ¡Basta ya!, ¿quieres?… ¡Deja de quejarte!

El ambiente duro y espinoso que crecía en toda la clase desapareció al instante, como si hubiera sido un espejismo. En su lugar cobró vida una excitación divertida, y los alumnos hablaron a viva voz y soltaron carcajadas. Era el momento oportuno. Bird puso el libro sobre la caja de tizas y se dirigió hacia la puerta. Cuando salía, volvió a escuchar gritos y se dio la vuelta: el alumno de la arenga estaba a cuatro patas en el suelo, en idéntica posición a la de Bird vomitando, y olisqueaba el charco de vómito.

– ¡Apesta a alcohol! -gritó el muchacho-. ¡Es una resaca! ¡Hijoputa! ¡Apelaré al director y te denunciaré para que te echen de una patada en el culo!

¿Una denuncia?, se preguntó Bird, y de pronto comprendió: ¡Ah! ¡Una denuncia! El joven apaciguador se puso en pie nuevamente.

– ¡Oye, tú, no pensarás comértelo! -dijo con un tono de voz que provocó una carcajada general.

A salvo de su acusador, Bird bajó por la escalera de caracol. Quizá Himiko tenía razón y efectivamente existía un grupo de jóvenes dispuestos a acudir en su ayuda en cuanto se metiera en líos o problemas. Durante los minutos que tardó en descender los escalones, aunque de vez en cuando frunciera el entrecejo ante la acidez que sentía en la boca y la garganta, durante esos escasos minutos, Bird se sintió feliz.

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