Cuando Bird terminó de instalar la capota negra del coche, el viento soplaba a ráfagas por todo el callejón, trayendo olor a salchicha y ajo quemado. Recordó una receta que le había enseñado el señor Delchef: fríase en mantequilla ajo bien picado, añádase la salchicha y agua suficiente para que se cueza al vapor. Bird se preguntó qué le habría ocurrido a Delchef. Probablemente ya lo habían apartado de la chica japonesa y ahora permanecía en la legación, o en su país. ¿Se habría resistido, haciendo uso de la violencia incluso, en la guarida de su amante al final del callejón? ¿La muchacha habría gritado cosas en japonés, incomprensibles para Delchef y los miembros de su legación? Al fin y al cabo, no les quedaba otra cosa que capitular, rendirse.
Bird miró el coche deportivo. Con el techo negro sobre su carrocería escarlata parecía una herida abierta en carne viva y sus costras aledañas. Sintió un asco inexpresable. El cielo continuaba oscuro, y la atmósfera húmeda y agobiante. La lluvia descendía como una neblina hasta que el viento la arremolinaba, y así sucesivamente. Los árboles estaban cargados de agua y el follaje tenía un verde sombrío e intenso. Quizá, pensó, desde su lecho de muerte volvería a ver esa clase de verde. Le pareció que era él, y no el bebé, quien estaba a punto de morir a manos de un abortista inescrupuloso.
Puso la cesta y la ropa del bebé dentro del coche. Ropa interior, calcetines, una chaquetilla de lana, pantalones y hasta una gorra diminuta. Éstas eran las cosas que Himiko había tardado más de una hora en comprar, mientras él aguardaba en el coche, intranquilo por la tardanza. Incluso llegó a pensar que Himiko le había abandonado, tanto se demoraba.
– Bird, la comida está lista -dijo la chica cuando Bird entró.
Himiko estaba comiendo una salchicha de pie en la cocina. A Bird le asqueó el olor a ajo que desprendía la sartén y sacudió la cabeza. Himiko tomó un sorbo de agua y, con el vaso en la mano y expeliendo un fuerte olor a ajo, dijo:
– Si no tienes hambre, dúchate.
– Eso haré -dijo Bird, aliviado.
Generalmente cuando se duchaba sentía deseos sexuales, pero hoy sólo sentía un doloroso martilleo en el corazón. Cerró los ojos bajo la lluvia tibia, inclinó la cabeza hacia atrás e intentó frotarse detrás de las orejas. Poco después, Himiko se metió con él bajo la ducha y comenzó a lavarse rascándose enérgicamente en todo el cuerpo. Bird salió del cuarto de baño. Mientras se secaba oyó un golpe seco, como el golpe de algo pesado contra el suelo, fuera de la casa. Se asomó a la ventana y vio que el MG escoraba peligrosamente, semejante a un barco naufragando: el neumático delantero derecho había desaparecido. Se vistió en un santiamén y salió: las pisadas se alejaban por el callejón pero Bird se entretuvo examinando el coche. Alguien lo había levantado con un gato, había quitado el neumático y desaparecido en un momento. El gato estaba bajo el coche, como un brazo fracturado. Un faro delantero se había roto.
– ¡Han robado un neumático! -gritó a Himiko, que aún seguía en la ducha-. ¿Tienes repuesto?
– Al fondo del trastero.
– Pero ¿a quién se le ocurriría robar sólo un neumático?
– ¿Recuerdas el chico joven que viste por la ventana aquella noche, antes de que llegara el doctor de cabeza de huevo? Pues ha sido él. Es uno de sus numeritos. Seguro que nos está observando desde algún sitio -explicó Himiko a gritos, como si no hubiera sucedido nada-. Si no le damos importancia y nos ve partir, seguro que llorará en su escondite como un niño. Intentémoslo.
– Si, muy bien, pero antes hay que ver si el coche funciona.
Bird puso el neumático de recambio y encendió el motor. Funcionaba, pero él estaba sucio de barro y grasa, y sudaba a mares. Tuvo ganas de darse otra ducha, pero Himiko ya estaba lista. Partieron como estaban y al salir del callejón alguien les arrojó guijarros al techo.
– Ven tú también -instó a Himiko cuando ella no hizo nada por salir del coche.
Avanzaron juntos y de prisa por el corredor que conducía a la sala de cuidados intensivos. Bird sujetaba la cesta e Himiko la ropa del bebé. En el hospital había una atmósfera extraña, ningún paciente les prestaba atención. Tal vez se debía a la lluvia y el viento, y a los truenos que retumbaban a lo lejos. Bird buscaba las palabras para hacer entender a las enfermeras que se llevaría al bebé. Pero en la sala ya se sabía que venían por el bebé, lo que alivió a Bird. Igual se mantuvo inexpresivo, con la mirada fija en el suelo, y respondió lo imprescindible a las preguntas rutinarias. No deseaba que ninguna enfermera se pusiera a hacer preguntas inoportunas.
– Sólo tiene que llevar esta tarjeta a la oficina y pagar -dijo una enfermera-. Mientras llamaré al pediatra.
Bird cogió la tarjeta. Tenía un color rosa lujurioso.
– He traído algo de ropa para el bebé…
– Muy bien, será de utilidad. Yo la llevaré.
Mientras hablaba, los ojos de la mujer evidenciaban que desaprobaba la conducta de Bird. Le entregó la ropa y ella examinó prenda por prenda; finalmente le devolvió la gorra. Bird se la metió en el bolsillo y miró malhumorado a Himiko, que no se había percatado de lo que sucedía.
– ¿Qué?
– Nada. Tengo que ir a la oficina.
– Te acompaño -dijo Himiko como si temiese que la abandonara.
En tanto hablaron con las enfermeras de la sala, ambos habían permanecido de pie y dando la espalda a los bebés tras la mampara de cristal.
La muchacha que estaba en la ventanilla cogió la tarjeta, le pidió a Bird su sello [En Japón es habitual el uso de sellos personales, en lugar de firmas manuscritas. (N. de la T.)] y dijo:
– Veo que el bebé vuelve a casa… Enhorabuena.
Bird asintió con la cabeza, sin afirmar ni negar.
– ¿Qué nombre le ha puesto a su hijo?
– Todavía no lo hemos decidido…
– De momento está registrado como su primer hijo, pero necesitaríamos un nombre para nuestros archivos.
Un nombre, pensó Bird. La idea le turbaba. Si le proporcionaba un nombre al monstruo, desde ese instante parecería más humano y era probable que poco a poco se afirmara como ser humano. Una cosa era que muriese sin nombre pero otra muy distinta que lo hiciera con un nombre.
– Puede dejarnos un nombre provisional, aunque luego se lo cambie por otro -dijo la chica con amabilidad.
– Ponle un nombre, Bird -intervino Himiko impaciente.
– … Kikuhiko -dijo, recordando las palabras de su mujer. Y le enseñó a la chica qué caracteres tenía que emplear.
Una vez saldadas las cuentas, recuperó casi todo el dinero dejado en garantía. El bebé sólo había consumido leche diluida y agua azucarada. Su estancia en el hospital había resultado más barata de lo previsible.
Bird e Himiko retornaron a la sala de cuidados intensivos.
– Este dinero lo cogí de los ahorros para un viaje a África. Y ahora, cuando he decidido librarme del bebé e irme contigo a África, lo tengo de nuevo en mi poder…
Al hablar, Bird fue asaltado por sentimientos confusos y no tuvo claro qué quería decir con esas cosas.
– Entonces ese dinero será realmente para África -afirmó Himiko entusiasmada, y agregó-: Bird, ese nombre, Kikuhiko… Conozco un bar gay con ese nombre, se escribe con los mismos caracteres. La mama-san se llama Kikuhiko.
– ¿Qué edad tiene?
– Mmmm… Es difícil de calcular en maricas como ése; unos cuatro o cinco años menos que tú.
– Apuesto a que es el mismo Kikuhiko que conocí en provincias antes de venir a Tokio. Durante la ocupación tuvo una aventura con un funcionario norteamericano, después huyó a Tokio.
– ¿Lo dices en serio? ¿Qué tal si luego nos dejamos caer por allí para que lo compruebes? Será divertido, ¿no crees?
Luego, pensó Bird, luego de abandonar el bebé en manos de un abortista corrupto.
Recordó cómo había abandonado a su amigo Kikuhiko en una ciudad de provincias desconocida y en plena noche. Y ahora el bebé que estaba a punto de abandonar se llamaría Kikuhiko. Durante un instante Bird consideró la posibilidad de regresar y cambiarle el nombre. Pero en vez de hacerlo, dijo como necesitado de castigarse:
– ¡Despediremos la noche en ese bar gay Kikuhiko! ¡Será un auténtico velatorio!
El bebé Kikuhiko ya estaba de este lado del cristal, en su cesta y con la ropa escogida por Himiko. El pediatra esperaba junto a la cesta. Bird percibió la sorpresa de Himiko cuando vio al bebé. Había crecido un poco y tenía los ojos abiertos como grietas en su piel, y la mirada bizca. La protuberancia craneal también se había hecho mayor, más roja y brillante. Con los ojos abiertos el bebé parecía un anciano ermitaño salido de un Nang. Con todo, no tenía aspecto demasiado humano: la parte frontal del cráneo todavía estaba muy contraída y no equilibraba la monstruosa protuberancia posterior. Agitaba los puños cerrados como si quisiera salirse de la cesta.
– No se parece a ti -susurró Himiko con voz nerviosa.
– No se parece a nadie. Ni siquiera a un ser humano.
– Yo no diría eso… -intervino el pediatra.
Bird echó una mirada súbita al otro lado de la mampara de cristal: todos los bebés se movían frenéticamente. Parecían muy excitados. Imaginó que estaban cotilleando acerca del camarada a punto de ser deportado a un sitio desconocido. ¿Qué habría sido del bebé de ojos pensativos? ¿Y del hombrecillo cuyo hijo no tenía hígado?
– ¿Ha hecho los trámites en la oficina? -preguntó la enfermera.
– Sí.
– Muy bien, ya puede llevárselo.
– ¿Seguro que no cambiará de opinión? -preguntó el pediatra.
– Completamente seguro -dijo Bird, inflexible-. Gracias por todo.
– No tiene nada que agradecerme…
– Pues bien, entonces adiós.
– Adiós, y cuídese -dijo el doctor con voz muy suave.
Cuando salieron de la sala, los pacientes que haraganeaban en el corredor se dieron la vuelta como a una señal, y avanzaron hacia ellos. Bird avanzó mirándoles furiosamente y sujetando con firmeza la cesta. Himiko le seguía a toda prisa. Los enfermos se hicieron a un lado.
– Bird -dijo Himiko volviéndose para mirar atrás-, tal vez ese doctor o alguna enfermera avise a la policía.
– No lo creo -dijo Bird con firmeza-. No olvides que ellos mismos hicieron un intento por acabar con el bebé.
Se acercaban a la puerta principal y a lo que parecía una multitud de pacientes. Esta vez, defender al bebé de su malsana curiosidad le pareció tarea casi imposible. Bird se sintió como un jugador de rugby que corre en solitario hacia la portería defendida por todo el equipo contrario. De pronto se le ocurrió algo:
– El gorro está en el bolsillo de mis pantalones. ¿Puedes cogerlo y taparle la parte posterior de la cabeza?
Himiko lo hizo. Y juntos avanzaron hacia los pacientes que se les acercaban furtivamente y sonriendo como idiotas.
– ¡Qué hermoso bebé! ¡Parece un ángel! -exclamó una mujer de mediana edad, pero ellos prosiguieron sin titubear hasta lograr zafar a la multitud.
Afuera llovía otra vez. Subieron al coche y se acomodaron, Bird con la cesta sobre su regazo.
– ¿Listo?
– Sí, todo listo.
El coche salió disparado como dando inicio a una carrera.
– ¿Qué hora es, Bird?
El reloj indicaba una hora imposible. Estaba estropeado. Bird lo llevaba por hábito, pero desde hacía varios días no lo miraba ni lo ponía en hora. Le pareció que había estado viviendo fuera del tiempo que regía las vidas apacibles de todos aquellos que no se sentían amenazados por un bebé monstruo.
– Mi reloj no funciona.
Himiko encendió la radio del coche. Un locutor comentaba las repercusiones de la reanudación de las pruebas nucleares por parte soviética. La Liga Japonesa contra la Guerra Nuclear aprobaba la decisión soviética. Sin embargo, las luchas internas entre las distintas facciones de la Liga hacían prever que la próxima conferencia mundial para el desarme nuclear se hundiría en un pantano de discordia. Luego pasaron unas declaraciones de algunas víctimas de Hiroshima contrarias a las tesis de la Liga: ¿podía existir un arma nuclear limpia? Aunque las pruebas se efectuasen en las estepas siberianas, ¿podía existir una bomba nuclear que no perjudicase al hombre y su entorno?
Himiko cambió de emisora. Música popular…, un tango. Bird era incapaz de distinguir un tango de otro. El que sonaba era interminable. Al final apagaron la radio sin haber podido enterarse de la hora.
– Parece que la Liga se ha sometido al criterio soviético -dijo Himiko, inexpresiva.
– Así parece.
En un mundo que compartían todos los demás, el tiempo de la humanidad transcurría como un gigantesco destino maligno. Bird sólo era responsable del bebé que llevaba en su regazo, el monstruo que regía su destino personal.
– Bird, ¿crees que pueden existir personas que quieran una guerra nuclear, no porque se beneficien en ningún sentido, sino porque simplemente lo quieran así? La mayor parte de la gente cree, sin ningún motivo en particular, que el mundo se perpetuará y así lo esperan. Pero es probable que una minoría crea y aguarde, sin ningún motivo consciente, que la humanidad sea aniquilada. En el norte de Europa existe un animalillo similar a una rata, el lemming; a veces los lemmings se suicidan en masa. ¿No te parece que pueden existir personas como los lemmings?
– ¿Personas como los lemmings? La ONU tendría que organizar su caza y captura -bromeó Bird, aunque no tenía intenciones de salir en persecución de esas personas.
– Hace calor, ¿no? -dijo Himiko cambiando bruscamente de tema.
– Sí, es verdad.
EL calor del motor se transmitía al interior del coche a través de las delgadas placas metálicas de la carrocería, y como el techo de lona no dejaba que corriera el aire, comenzaron a sentirse como atrapados en un invernadero. Bird pensó en abrir un poco la lona, aunque entonces se mojarían por la lluvia.
– Detengámonos de vez en cuando para abrir las puertas -opinó Bird.
Enseguida vieron un gorrión empapado y muerto delante del coche. Al intentar esquivarlo, Himiko metió un neumático en un bache oculto bajo un charco. Bird se golpeó contra el tablero pero no soltó la cesta. Pensó que cuando llegasen a la clínica del médico abortista estarían llenos de magulladuras. Ninguno de los dos mencionó al gorrión muerto.
Bird volvió a acomodar la cesta sobre su regazo y por primera vez miró al bebé. Su rostro estaba enrojecido, pero no se sabía con certeza si respiraba o no. Asustado, Bird movió la cesta. Y de pronto el bebé, abriendo la boca al máximo, comenzó a berrear a todo pulmón. Lloraba a gritos, pero sus ojos cerrados estaban completamente secos. Bird tragó saliva y se calmó.
– Siempre he creído que el llanto de un bebé está lleno de significado -dijo Himiko, alzando la voz por encima del llanto que no cesaba-. Por lo que se sabe, puede significar lo que las palabras para los adultos.
El bebé continuaba llorando a todo volumen.
– Es una suerte que no comprendamos lo que dice -afirmó Bird con inquietud.
El coche siguió avanzando a toda velocidad, llevando consigo el llanto del bebé. Era como transportar una carga de cinco mil cigarras chillonas, o como si Bird e Himilco se hubiesen metido dentro de una cigarra chillona. Poco después, la atmósfera sofocante y el llanto se volvieron insoportables… Himiko paró y abrieron las puertas. El aire recalentado y húmedo del interior salió hacia, afuera como el eructo de un inválido enfebrecido. Tiritaron de frío ante la ola de aire fresco y lluvia que invadió el coche. El llanto del bebé se fue haciendo intermitente y en su lugar empezó a toser espasmódicamente. Bird se preguntó si no habría cogido alguna enfermedad del aparato respiratorio y protegió la cesta de la lluvia.
– Es peligroso exponerlo así al aire frío. Ha vivido en una incubadora…, podría coger una pulmonía.
– Ya lo sé -dijo Bird, de pronto fatigado.
– ¿Qué podemos hacer?
– ¿Qué se supone que uno debe hacer para que un bebé deje de llorar en estas circunstancias? -Bird nunca se había sentido tan inútil.
– He visto que les dan el pecho para que se calmen… -Himiko se detuvo como horrorizada y luego agregó-. Debimos haber traído un poco de leche.
– ¿Leche con agua? ¿O agua azucarada? -La fatiga le volvía cínico.
– Iré hasta una farmacia. Quizá tengan uno de esos juguetes con forma de pezón.
Himiko se apeó y corrió bajo la lluvia. Bird la vio alejarse y pensó que ninguna mujer de su edad tenía mejor educación que ella, pero hasta ahora esa inmejorable condición se estropeaba sin aplicarse en nada. Además, desconocía las cosas más elementales de la vida cotidiana. Probablemente nunca tuviera hijos. La recordó durante su primer año de universidad: la más activa del grupo. Y sintió pena de que ahora estuviera corriendo entre el barro y la lluvia. ¿Quién hubiera podido vaticinar este futuro para aquella compañera de estudios tan llena de juventud, tan pretenciosa y confiada en sí misma? Algunos camiones pasaron rugiendo como una manada de rinocerontes, y a Bird le pareció que eran como una llamada aguda y apremiante, pero ambigua. Durante un instante permaneció escuchando con atención.
Himiko luchaba contra las ráfagas de viento y lluvia en tanto se afanaba por regresar al coche. Bird advirtió en su cuerpo una fatiga tan grande como la suya propia. Sin embargo, cuando por fin llegó junto al coche, dijo alegremente:
– Les llaman chupetes. Mira. Son para succionar. He traído de dos clases,
Himiko parecía contenta del éxito, pero los chupetes no daban la impresión de ser útiles para un recién nacido.
– Mira, éste tiene dentro una sustancia azul; es para la dentición, para niños de más edad. Pero este otro más blando debe de ser el adecuado para él. -Mientras hablaba, se lo puso al bebé en la boca.
¿Por qué has tenido que comprar uno para la dentición?, estuvo a punto de preguntar Bird. Pero se distrajo viendo que el bebé no paraba de llorar y movía la boca como queriendo librarse del chupete.
– No parece gustarle. Todavía es demasiado pequeño para usar chupete, ¿no te parece? -dijo Himiko, desilusionada.
Bird se abstuvo de responder.
– No conozco otra manera de calmar un bebé.
– Entonces tendremos que continuar así… Vamonos -dijo Bird y cerró la puerta de su lado.
– El reloj de la farmacia marcaba las cuatro en punto. Llegaremos a la clínica alrededor de las cinco.
Himiko encendió el motor. Se la veía al borde de la irritación.
– No puede pasarse toda una hora llorando -dijo Bird.
Eran las cinco y media. El bebé había llorado hasta quedarse dormido, pero todavía no llegaban a destino. Hacía cincuenta minutos que recorrían la misma hondonada. Subían y bajaban colinas, cruzaron varias veces el mismo río sinuoso y lleno de barro, se metían por callejones sin salida, desembocaban en el lado incorrecto de la ladera que subía desde el valle. Cuando llegaban a la parte más alta de los repechos eran capaces de localizar la zona que buscaban, pero cuando descendían a la hondonada atestada de casas y callejones estrechos, se extraviaban una y otra vez. En cierta ocasión en que al parecer iban por la dirección correcta, se toparon con un camión que bloqueaba la calle y no les cedió el paso. Tuvieron que dar un giro de más de cien metros y luego ya no supieron cómo seguir.
Bird se mantenía silencioso. Ambos estaban molestos y preferían no abrir la boca para evitar enfados y discusiones. Pasaron varias veces delante de la misma caseta de policía, pero allí era imposible preguntar por la dirección de un médico abortista. Los ocupantes de un coche deportivo, llevando un bebé con dos cabezas, preguntan por una clínica de reputación más que dudosa. Una cosa así hubiera levantado polvareda en toda la barriada. De hecho, el mismo doctor había advertido a Himiko que no se detuviera en el vecindario, ni siquiera a comprar tabaco. Y así prosiguieron lo que parecía un recorrido interminable. Poco a poco, la angustia se apoderó de Bird: era probable que continuaran dando vueltas toda la noche sin encontrar nunca el lugar que buscaban, era probable que no existiera ninguna clínica para el exterminio de bebés anormales. Y luego de la angustia le vino sueño. ¿Y si se dormía y la cesta caía al suelo?: la protuberancia craneal estallaría, el bebé moriría lentamente en el suelo embarrado del coche… Bird luchó por mantenerse despierto. La voz de Himiko le ayudó:
– Por el amor de Dios, Bird, no te duermas.
La cesta se le deslizaba del regazo. Estremecido, la sujetó con ambas manos.
– Bird, despierta. Yo también tengo sueño. Temo que no podré conducir mucho más.
El aura oscura del atardecer descendía sobre la hondonada. El viento había cesado, pero la lluvia continuaba y se había convertido en una niebla que desdibujaba el campo visual. Himiko encendió el único faro delantero en condiciones: la iracundia de la joven comenzaba a. hacerse seatir. Al acercarse nuevamente a la caseta de policía, un oficial con aspecto de campesino les hizo señas de que se detuvieran.
Pálidos, sudorosos y con aspecto francamente sospechoso, Bird e Himiko quedaron expuestos a la mirada del policía que, agachándose, echó un vistazo al interior del coche.
– Su permiso de conducir, por favor. -Su voz sonó como si fuera la del policía más experimentado del planeta, aunque en realidad tenía la misma edad que los alumnos de Bird. Pero sabía que los intimidaba y disfrutaba con ello.
– ¿Sabe que tiene un faro delantero estropeado? Lo he visto la primera vez que pasaron por aquí e hice la vista gorda. Pero si continúan pasando una y otra vez, me obligan a detenerles…
– Naturalmente -dijo Himiko inexpresiva.
– ¿Qué lleva ahí? ¿Un bebé o qué? -Parecía enfadado por la respuesta de Himiko-. Quizá sea mejor que deje el coche aquí y se lleve al bebé.
La cara del bebé se le había puesto morada y respiraba irregularmente por la boca. Bird se olvidó del policía y pensó si no habría cogido una pulmonía. Le tocó la frente. Sin duda tenía fiebre. Bird emitió un grito.
– ¿Qué sucede? -exclamó el oficial, sobresaltado.
– El bebé está enfermo -dijo Himiko-. Por eso estamos aquí, aunque un faro esté estropeado. -Himiko intentaba sacar ventaja de la sorpresa del policía-. Nos hemos extraviado, no sabemos por dónde seguir.
– ¿Adonde quiere ir? ¿Cómo se llama el médico?
Himiko vaciló pero finalmente dio el nombre de la clínica. El oficial dijo que la encontrarían al final de la callejuela en que estaban. Pero no cedió:
– Está muy cerca. Quizá convenga que vayan andando y el coche se quede aquí.
Decidida, Himiko extendió la mano y quitó la gorra de la cabeza del bebé. Fue un golpe decisivo.
– ¿Le parece que podemos sacudirle mucho? -remachó Himiko.
Abrumado, el policía le devolvió el permiso de conducir.
– Ocúpese de ese faro en cuanto deje al bebé -dijo estúpidamente, con los ojos fijos en el cráneo del bebé-. Pero… ¿qué diablos es eso? ¿Fiebre cerebral?
El coche avanzó por la calle indicada y aparcaron frente a la clínica. Himiko ya había recuperado la compostura.
– No tomó el número del permiso de conducir, ni mi nombre ni nada… ¡Qué tío tan despistado!
La clínica era de madera y argamasa. Entraron al vestíbulo. No había indicios de enfermeras ni pacientes. En cuanto Himiko llamó, apareció el hombre de la cabeza de huevo. Esta vez no llevaba esmoquin sino una bata corta y salpicada de manchas sanguinolentas.
Ignoró por completo a Bird y, sin dejar de mirar la cesta, como si estuviera comprándole pescado a un vendedor ambulante, regañó a Himiko:
– Llegas tarde, Himi. Ya comenzaba a pensar que me habías gastado una broma.
Bird tuvo la impresión de que el vestíbulo estaba en ruinas. Se sintió abrumado y amenazado.
– Tuvimos problemas para encontrar el lugar -respondió Himiko con frialdad.
– Temí que por el camino se les hubiera ocurrido lo peor. Hay personas radicales, sabes. Una vez que han tomado una decisión les da igual que el bebé muera de debilidad o estrangularlo… ¡Dios mio! -exclamó el doctor alzando la cesta-, como si no tuviera bastante, ha cogido una pulmonía. Al igual que antes, el médico habló con voz tranquila.