CAPÍTULO III

Bird estaba en la escalera, frente a la unidad de cuidados intensivos, luchando contra la fatiga que sentía desde que se le secaran las lágrimas, cuando de pronto el doctor de un solo ojo salió de la sala con aspecto aturdido. Bird se puso de pie.

– ¡Este hospital es tan burocrático que ni las enfermeras escuchan lo que se les dice! -dijo el doctor.

El hombre había sufrido un cambio sorprendente, había perdido su aire de autoridad y su voz sonaba preocupada.

– Tengo una carta de presentación de nuestro director para un profesor que trabaja aquí. Son parientes por alguna parte, pero ni siquiera consigo averiguar dónde está.

Bird comprendió el repentino abatimiento del doctor. Aquí, en esta sala, trataban a todos como a novatos y el joven médico comenzaba a dudar de su propia importancia.

– ¿Y el bebé? -preguntó Bird, sorprendiéndose del tono autoritario de su propia voz.

– ¿El bebé? ¡Ah, sí! Sabremos la situación exacta cuando el cirujano acabe su examen…, si el niño dura lo suficiente. En caso contrario, la autopsia revelará datos más precisos. Dudo de que el crío resista hasta mañana. En cualquier caso, usted podría pasarse por aquí mañana por la tarde, alrededor de las tres. Pero le advierto que aquí la burocracia es reina y señora… ¡Incluso en las enfermeras!

Como decidido a no escuchar más preguntas, el doctor se alejó. Bird lo siguió como una lavandera, apretando contra su costado la cesta vacía del bebé. En el pasillo que conducía al ala principal se les unieron el conductor de la ambulancia y el anestesista, que enseguida advirtieron que el doctor había perdido su anterior jovialidad. Ellos tampoco conservaban su aire de dignidad, el que habían manifestado mientras la ambulancia atravesaba a toda velocidad el corazón de la ciudad, con la sirena abierta y saltándose los semáforos. Vistos desde atrás, los dos bomberos [En Japón, los servicios de transporte de enfermos de urgencia están a cargo del cuerpo de bomberos. (N. de la T.)] parecían gemelos. Ya no eran jóvenes, y su estatura y constitución física era media. Los dos estaban quedándose calvos por el mismo lado.

El médico tuerto no les prestaba atención. Bird preguntó al anestesista:

– Con respecto a la ambulancia… ¿pueden usar la sirena para saltarse los semáforos también en el camino de regreso?

¿En el camino de regreso!

Los dos bomberos repitieron la pregunta al unísono, intercambiaron una mirada con los rostros encendidos como borrachos y soltaron una carcajada que dilató las aletas de sus narices. Bird se sintió molesto tanto por la estupidez de su pregunta como por la respuesta obtenida. Su malestar estaba relacionado, a través de un delgado tubo, con el tanque de ira, inmensa y oscura, comprimida dentro de él. Una ira que no lograba liberar había crecido en su interior desde la madrugada, cada vez más intensa.

Pero ahora los dos hombres parecieron sosegarse, como si lamentaran haberse reído de un joven padre desafortunado. Su evidente aflicción aplacó la ira de Bird. Incluso le remordió la conciencia. ¿Acaso no había sido él mismo el promotor de la situación, con una pregunta absurda y fuera de lugar? ¿Y esa pregunta acaso no había salido de un cerebro, el suyo propio, avinagrado por la pena y la falta de sueño?

Bird miró el capacho del bebé que llevaba bajo el brazo.

Ahora era como un agujero vacío que hubiera surgido en vano. En el capacho sólo quedaba una sábana doblada, un poco de algodón y un rollo de gasa. La sangre que había en el algodón y la gasa, aunque conservaba el rojo intenso, ya no evocaba la imagen del bebé con la cabeza vendada, inhalando oxígeno por los tubos de goma aplicados a su nariz. Bird ni siquiera lograba recordar con precisión lo grotesco de la cabeza del bebé, ni el débil destello de la película de grasa que le recubría su piel. Incluso ahora, el bebé se alejaba de él a toda velocidad. Bird experimentó una mezcla de alivio culpable y temor infinito. Pensó: Muy pronto le olvidaré por completo. Una vida procedente de la oscuridad eterna y que se mantuvo latente durante diez meses de existencia fetal, [En Japón, el período de embarazo se considera como de diez meses. (N. de la T.)] saboreó algunas horas de cruel incomodidad y volvió a descender a la oscuridad, definitiva y permanente. Tal vez le olvide enseguida. Pero cuando llegue mi hora final quizá le recuerde, y si al recordarle aumentan mi agonía y mi temor a la muerte, habré cumplido una pequeña parte de mis obligaciones como padre.

Llegaron a la entrada principal del ala central. Los dos bomberos corrieron en dirección al aparcamiento. Como su profesión los mantenía siempre relacionados con emergencias, el correr sin aliento debía de representar su actitud normal ante la vida. Cruzaron la resplandeciente plaza de cemento a toda prisa, como perseguidos por un demonio hambriento. Entretanto, el doctor de un solo ojo telefoneó a su hospital desde una cabina y habló con el director. Le explicó la situación en pocas palabras. La suegra de Bird se puso luego al teléfono.

– Es su suegra -le dijo el doctor, dándose la vuelta-. ¿Quiere hablar con ella?

¡Mierda, no!, hubiera deseado gritar Bird. Desde las frecuentes conversaciones telefónicas de la noche anterior, el sonido de la voz de su suegra le acosaba como el zumbido inevitable del mosquito, provocándole una sensación de amenaza. Bird cogió el auricular con displicencia.

– El especialista de cerebro todavía no ha efectuado su examen. Tengo que volver aquí mañana por la tarde.

– Pero ¿con qué objeto? ¿Qué esperas conseguir? -La suegra preguntó con un tono de voz como considerándole responsable directo de la desgracia.

– Tiene objeto, porque resulta que el bebé sigue vivo -dijo Bird, y esperó a que la mujer le replicase.

Pero ella calló. Sólo se oía el sonido débil de una respiración dificultosa.

– Voy hacia allá y se lo explicaré todo -dijo Bird y se dispuso a colgar el auricular.

– ¡No! Por favor, no vengas -exclamó ella, y enseguida agregó-: Mi hija cree que has llevado al bebé a una clínica del corazón. Si vienes ahora, sospechará. Sería mejor que vinieras mañana, cuando ya esté más tranquila, y le dijeras que el bebé murió del corazón. Contacta conmigo sólo por teléfono.

Bird estuvo de acuerdo.

– Entonces iré a la universidad y le explicaré a su esposo lo ocurrido -empezó a decir cuando oyó que del otro lado colgaban el auricular.

De modo que a la mujer también le molestaba la voz de su yerno. Bird colgó y recogió la cesta del bebé. El doctor de un solo ojo ya estaba en la ambulancia. Bird colocó la cesta sobre la camilla y dijo:

– Gracias por todo. Creo que regresaré por mi cuenta.

– ¿Volverá solo a casa? -preguntó el doctor.

– Sí -respondió Bird, queriendo significar «me voy yo solo».

Tenía que informar a su suegro acerca de las circunstancias del nacimiento. Después le quedaría tiempo libre. En comparación con regresar junto a su suegra y su esposa, una visita al profesor se le aparecía como una promesa de auto-salvación.

El doctor cerró la puerta y la ambulancia se alejó como un vehículo normal, respetando el límite de velocidad y con la sirena apagada. Bird atisbó que el doctor y el anestesista se acercaban al conductor, seguramente para chismorrear sobre él y su bebé. Pero no le importó. La conversación con su suegra le había proporcionado un inesperado tiempo para él mismo, para pasarlo como le apeteciera. Esa idea le refrescó el cerebro.

Comenzó a cruzar la plaza del hospital, ancha y larga como un campo de fútbol. A mitad de camino, se dio la vuelta y contempló el edificio donde acababa de abandonar a su primer hijo, un bebé al borde de la muerte. El edificio era gigantesco, de aspecto altanero, como una fortaleza. Brillante a la luz del sol de comienzos de verano, hacía que el bebé que gemía en alguno de sus rincones pareciera más insignificante que un grano de arena.

¿Qué ocurrirá si, efectivamente, vuelvo mañana? Podría extraviarme en el laberinto de esa fortaleza, vagar aturdido por pasillos y escaleras. Quizá no encontraría nunca a mi bebé moribundo, o tal vez ya muerto. Esta idea apartó todavía más a Bird de su infortunio. Atravesó el portal de entrada y se alejó calle abajo.

Media mañana: las horas más estimulantes de un día a principios de verano. La brisa le hacía recordar las excursiones escolares, y sintió que las mejillas y los lóbulos de las orejas se le estremecían de placer. Alejadas de cualquier restricción consciente, las neuronas de su piel absorbían la dulzura de la estación y la hora. Y al poco una sensación de liberación alcanzó la superficie de su conciencia.

Antes que nada me lavaré y afeitaré. Bird entró en la primera peluquería que encontró. Y el peluquero le condujo al sillón como a un cliente cualquiera, sin advertir ninguna señal de desgracia. Convirtiéndose en la persona que veía el peluquero, Bird lograría escapar de su tristeza y aprensión. Cerró los ojos. Una toalla caliente y pesada, con olor a desinfectante, bañó en vapor sus mejillas y su mandíbula. Cuando niño, Bird había oído un Rakugo sobre una peluquería: el joven peluquero tiene una toalla endiabladamente caliente, demasiado caliente para enfriarla en las manos o incluso para sujetarla, así que la arroja, tal y como está, sobre la cara del cliente. Desde entonces, Bird no podía contener la sonrisa cuando cubrían su rostro con una toalla caliente. Incluso ahora sonreía. Algo intolerable. Bird se estremeció y borró la sonrisa. Pensó en el bebé. La sonrisa había delatado su culpabilidad.

La muerte de un bebé vegetal. Contempló la desgracia de su hijo desde el ángulo más doloroso. La muerte de un bebé vegetal, que sólo tiene funciones vegetativas, no iba acompañada de sufrimiento. Muy bien, pero ¿qué significa la muerte para un bebé así? ¿O la vida? El germen de una existencia aparece sobre una llanura de nada extendida durante millones de años, y allí crece durante diez meses. Evidentemente, un feto no tiene conciencia; tan sólo se acurruca formando una bola y existe en un mundo oscuro y mucoso. Luego sale peligrosamente al mundo exterior, donde todo es duro, frío, estridente, seco y de un fulgor impetuoso. Un mundo que el bebé no puede abarcar por entero y se ve obligado a vivir con numerosos entes extraños. Pero, para un bebé vegetal, esa estancia en el mundo exterior sólo consiste en unas pocas horas de sufrimiento incomprensible. A continuación, el instante de sofocación y, una vez más, vuelve a ser la fina arena de la nada en la llanura que abarca infinitos años. ¿Y si en realidad existía un juicio final? ¿En qué categoría de los Muertos podría emplazarse, juzgarse y sentenciarse a un bebé vegetal muerto a poco de nacer? ¿Acaso las pruebas no resultarían insuficientes para cualquier juez? ¡Pruebas totalmente irrelevantes!, pensó Bird sofocándose. Podrían llamarme como testigo y ni siquiera sería capaz de identificar a mi propio hijo, a no ser por la protuberancia de la cabeza. Bird sintió un dolor agudo en el labio superior.

– ¡Estése quieto, por favor! Le he cortado -siseó el peluquero con voz serena, mientras posaba la navaja cerca de la nariz de Bird y le contemplaba.

Bird se tocó el corte y la sangre le provocó una náusea. Su sangre era tipo A, como la de su mujer. Probablemente el litro de sangre que circulaba por el cuerpo de su bebé moribundo también era del tipo A. Bird cerró los ojos y el peluquero continuó rasurándolo.

– ¿Querrá lavado de cabeza?

– No, así está bien.

– Tiene el cabello muy sucio y lleno de hierba -objetó el peluquero.

– Lo sé. Anoche me caí.

Bird se bajó del sillón y contempló su cara en un espejo reluciente. Efectivamente su cabello tenía aspecto enmarañado y quebradizo, pero su cara brillaba rozagante y fresca como el vientre de una trucha arco iris. Si sus ojos color pegamento recuperasen su brillo, los párpados consiguieran aflojar la tensión y los labios cesaran de crisparse, Bird tendría aspecto más joven y vivaz.

Detenerse en una peluquería había sido una buena idea. Bird estaba complacido. Por lo menos había introducido un elemento positivo en su equilibrio psicológico, que desde el amanecer se había inclinado hacia lo negativo. Le echó un vistazo a la sangre coagulada en el corte bajo la nariz y salió a la calle. Cuando llegara a la universidad, seguramente habría desaparecido el fulgor de sus mejillas, pero de todos modos no daría a su suegro la sensación de un pobre y ridículo hombre atribulado. Mientras buscaba la parada del autobús, recordó el dinero extra que desde ayer llevaba en el bolsillo, y llamó a un taxi.

Se apeó del taxi en medio de una muchedumbre de estudiantes que transitaban por el portal principal. Iban a comer: eran las doce y cinco. En el campus preguntó a un estudiante corpulento cómo llegar al departamento de inglés. Y le sorprendió que el estudiante sonriera y dijese con cierta nostalgia:

– ¡Sí que ha pasado mucho tiempo, profesor!

Bird continuaba atónito.

– Fui alumno suyo en la academia preuniversitaria. Como en las universidades estatales no hubo caso, mi padre donó algo de dinero aquí y así pude entrar, por la puerta trasera.

– De modo que ahora estudias aquí -dijo Bird aliviado, recordando quién era el muchacho.

Aunque no era mal parecido, tenía ojos como platos y nariz bulbosa como las ilustraciones de los campesinos alemanes en los cuentos de hadas de Grimm.

– Parece que la academia preuniversitaria no te ha servido de gran cosa -dijo Bird.

– ¡Por el contrario, profesor! Estudiar nunca comporta pérdidas. Aunque uno no recuerde nada, el estudio es el estudio.

Bird intuyó cierto aire burlón y le miró ceñudamente. Pero el estudiante sólo intentaba demostrarle simpatía. Bird lo recordaba claramente: en una clase muy numerosa, este chico había destacado por su inocultable estupidez. Y precisamente por ello era capaz de contar simple y jovialmente que había ingresado en una universidad privada de segunda categoría por la puerta trasera, y de expresarle gratitud por unas clases que no le habían servido de nada. El resto de los alumnos hubieran intentado evitar a su instructor preuniversitario.

– Con lo cara que resulta nuestra enseñanza, es un alivio escuchar lo que dices.

– Cada céntimo estuvo bien gastado. ¿Dará clases aquí?

Bird negó con la cabeza.

– Pues… -Con tacto, el estudiante cambió de tema-. Permítame acompañarle hasta el departamento de inglés. Es por aquí. Le aseguro, profesor, que los estudios que realicé en la academia preuniversitaria no se han perdido. Lo tengo todo en algún lugar de la cabeza, como un depósito nutritivo. Algún día esos conocimientos me serán útiles. Hay que saber esperar el futuro. ¿Acaso no es eso el estudio, en definitiva, profesor?

Detrás de su antiguo alumno, tan optimista e ingenuo, Bird atravesó un sendero rodeado de árboles frondosos hasta un edificio de ladrillos ocre rojizo.

– Es en el tercer piso, en la parte posterior. Cuando ingresé aquí me sentía tan contento que exploré todas las dependencias, y ahora las conozco como a la palma de mi mano -dijo el muchacho con orgullo, y se rió de sí mismo con evidente ironía-. Lo que digo suena muy simple, ¿no?

– En absoluto; no tan simple.

– Pues bien, ya nos veremos, profesor. Y cuídese, se le ve un poco pálido.

Mientras subía las escaleras, Bird pensó: Ese chaval manejará su vida adulta mil veces mejor que yo. Seguro que no dejará morir bebés de hernias cerebrales. ¡Vaya extraño moralista que he tenido en clase!

Bird se asomó a la oficina del departamento de inglés y localizó a su suegro. Permanecía repantigado en una mecedora de roble, en un balcón pequeño, observando la luz proveniente de una claraboya. La oficina parecía una sala de conferencias y era mucho más amplia que la de la universidad en donde se graduara Bird. Su suegro decía a menudo irónicamente que el trato que recibía en esta universidad privada, incluida la mecedora, era mucho mejor que el que solían dispensarle en la Universidad Nacional. Bird comprobó ahora que no se trataba de un chiste.

Sentados a una gran mesa cerca de la puerta, tres jóvenes profesores adjuntos de caras rojizas tomaban café. Bird los conocía de vista: habían estado entre los mejores estudiantes de la promoción universitaria anterior a la suya. Si no hubiera sido por la etapa de la borrachera y su abandono del curso de posgrado, sin duda se hubiera lanzado en pos de sus carreras.

Bird llamó en la puerta abierta, entró en la habitación y saludó a los tres asistentes. Luego cruzó la sala en dirección al balcón. Su suegro se giró y le vio acercarse, con la cabeza hacia atrás y sin dejar de balancearse en la mecedora. Los asistentes también le observaron, con sonrisas idénticas, sin ningún significado concreto. Pese a que consideraban a Bird un fenómeno poco común, era alguien de fuera y, por tanto, no merecía que se le tomara en cuenta. Un personaje extraño y peculiar que se había ido de juerga sin ningún motivo y acabó abandonando la escuela de licenciados; más o menos eso era Bird para ellos.

– ¡Profesor! -dijo Bird, dejándose llevar por la costumbre adquirida antes de casarse con la hija del viejo.

Su suegro le indicó una silla giratoria de largos posabrazos.

– ¿Ha nacido el bebé? -preguntó.

– Sí, ha nacido… -Bird hizo un gesto de desaliento y comprobó que la voz se le apagaba. Entonces se obligó a decirlo todo de un tirón-: Tiene una hernia cerebral y el doctor dice que morirá mañana o pasado mañana. La madre está bien.

La mecedora estaba apoyada contra la pared y el profesor no pudo girar por completo su cuerpo, de modo que quedó en una posición oblicua a Bird. Su rostro, que evocaba la majestuosidad de un león de tez dorada y cabellera plateada, en un instante adquirió una tonalidad bermellón. Incluso las bolas blandas bajo los párpados inferiores refulgieron, como si la sangre se escurriera por ellas. Bird también sintió que el color le subía a la cara. Una vez más se dio cuenta de lo solo y desamparado que estaba desde el amanecer.

– ¡Una hernia cerebral! ¿Has visto al bebé?

Bird advirtió un cierto parecido con la voz de su mujer, incluso en la ligera carraspera del profesor. Eso hizo que la echara de menos.

– Sí. Tiene la cabeza vendada, como Apollinaire.

– La cabeza vendada como Apollinaire… -El profesor repitió las palabras para sí mismo, como si estuviera recordando el punto culminante de alguna broma. Cuando habló, a Bird le pareció que se dirigía más a los tres asistentes que a él mismo-: En esta época que nos ha tocado, resulta difícil afirmar que haber vivido es mejor que no haberlo hecho.

Los tres jóvenes rieron con moderación. Bird se dio la vuelta y los miró fijamente. Ellos también lo miraron, como queriendo significar que no les extrañaba en absoluto que alguien tan raro como Bird se hubiese topado con un accidente inaudito. Incómodo, Bird bajó la mirada hasta sus zapatos embarrados.

– Le llamaré cuando todo haya terminado -dijo finalmente.

El profesor se meció de manera casi imperceptible y no respondió. A Bird se le ocurrió que tal vez ahora su suegro no sentía la satisfacción que solía producirle el balanceo de la mecedora.

Bird permaneció en silencio. Sentía que ya había dicho todo lo que tenía que decir. ¿Sería capaz de hacerlo con tanta claridad y sencillez cuando llegara el momento de comunicárselo a su esposa? Probablemente no. Habría lágrimas, preguntas, sensación de futilidad al hablar a toda prisa, la garganta le dolería y la cabeza se le embotaría.

– Será mejor que regrese. Todavía restan papeles por firmar en el hospital -dijo Bird, por último.

– Muy amable de tu parte el haber venido.

El profesor continuó en la mecedora. Bird se alegró de no tener que quedarse más y se puso en pie.

– En ese escritorio hay una botella de whisky -dijo el profesor-. Llévatela.

Bird se puso rígido y supo que los ojos de los tres asistentes permanecían expectantes. Debían de conocer tan bien como su suegro la interminable y desastrosa borrachera de Bird. Dudando, recordó una frase del libro de texto en inglés que leía a sus alumnos. Un joven norteamericano decía, enfadado: Are you kidding me? Are you looking for a fight?

No obstante, Bird se inclinó hacia delante, abrió la parte superior del escritorio y cogió la botella de Johnny Walker. Se ruborizó, y sin embargo experimentó un júbilo febril. Era como pedirle a un hombre que pisoteara un crucifijo para probar que no era cristiano. Pues bien, ¡no le verían dudar!

– Gracias -dijo Bird.

Los tres asistentes se relajaron. El profesor movió la mecedora lentamente hasta la posición inicial; la cabeza erguida, el rostro todavía escarlata y lánguido. Bird echó un vistazo a los asistentes, hizo una fugaz reverencia y salió de la habitación.

Escaleras abajo y mientras atravesaba el patio de piedra, asía la botella con prudente firmeza, como si fuera una granada. El resto del día le pertenecía. Sus pensamientos se entrecruzaban con la imagen del Johnny Walker y presentía el éxtasis y el peligro.

Mañana o pasado mañana, o quizá tras una semana de largas, cuando mi mujer se entere de la tragedia, quedaremos presos en una mazmorra de neurosis. Por tanto, afirmaba Bird ante la voz aprensiva que burbujeaba en su interior, tengo todo el derecho a gozar de una botella de whisky y de unas horas de esparcimiento. La voz interior retrocedió. ¡Así está bien! ¡A beber! Sólo eran las doce y media del mediodía. En principio, pensó en regresar al apartamento y beber en su estudio. Pero no era buena idea: si regresaba, la anciana casera y sus amigos lo acorralarían, por teléfono o personalmente. Además, en cuanto entrara en el dormitorio, la cuna de esmalte blanco le destrozaría los nervios como un tiburón rechinando los dientes. Bird descartó la idea. ¿Y si se escondiera en cualquier hotelucho donde sólo hubiera desconocidos? Pero la posibilidad de emborracharse encerrado en una habitación de hotel le atemorizó. Observó al jovial escocés, de gran zancada y vestido de chaqué, que recorría la etiqueta de la botella. ¿Adonde iría tan de prisa? De pronto, Bird recordó a una vieja amiga. En invierno y verano se pasaba el día tumbada en su habitación a oscuras, planteándose cuestiones metafísicas y fumando un cigarrillo tras otro, hasta que sobre su cama se formaba una nube de humo. Nunca salía de su casa hasta después del anochecer.

Bird se detuvo a esperar un taxi justo frente a los portales de la universidad. Vio a su antiguo alumno sentado a una mesa con algunos amigos en la cafetería al otro lado de la calle. El estudiante le reconoció enseguida y, como un cachorro afectuoso, le hizo gestos amistosos. Sus acompañantes también contemplaron a Bird con una curiosidad indefinida y adormecida. ¿Qué diría a sus amigos sobre Bird? ¿Que era un instructor de inglés que se había alcoholizado al máximo para poder abandonar sus estudios de posgrado, un hombre dominado por una pasión inexplicable o un temor demencial?

El estudiante siguió sonriéndole hasta que Bird estuvo dentro de un taxi. Mientras se alejaba, sintió como si hubiera recibido una limosna. ¡Una limosna de un zopenco que jamás había distinguido un gerundio de un participio pasivo, un antiguo alumno cuyo cerebro no era más grande que el de un gato!

Bird explicó al conductor cómo llegar a la casa de su amiga, en una de las muchas colinas de la ciudad, en un barrio rodeado de templos y cementerios. La muchacha vivía sola en una casita al final de un callejón. Bird la había conocido durante un ejercicio de presentación en su clase, durante el mes de mayo, [Los cursos escolares en Japón comienzan en abril, o sea que mayo es todavía la época de presentación entre estudiantes. (N. de la T.)] el primer año de su carrera. Cuando le tocó a ella ponerse en pie y presentarse, desafió a la clase a que adivinara el origen de su nombre poco frecuente, Himiko -es decir, criatura que ve el fuego-. Bird respondió acertadamente que provenía de las Crónicas de la antigua provincia de Higo: «El emperador ordenó a sus remeros: Allí a lo lejos brilla una señal de fuego; dirigíos a ella de inmediato». A partir de entonces, Bird e Himiko, de la isla de Kyushu, se hicieron amigos.

En la universidad de Bird había pocas chicas, tan sólo un puñado en la facultad de literatura, venidas a Tokio desde provincias. Y todas ellas, por lo que Bird sabía, se habían transformado en monstruos inclasificables poco después de su graduación. Cierto porcentaje de sus células cerebrales fueron desarrollándose en exceso, arracimándose y anudándose hasta que las muchachas comenzaron a moverse con indolencia y a tener aspecto sombrío y melancólico. Por último, la fatalidad las incapacitó para llevar vida cotidiana de posgraduadas normales. Si se casaban, se divorciaban al poco; si se empleaban, las despedían enseguida; y las que se dedicaban a viajar sufrían absurdos y espantosos accidentes automovilísticos. Las graduadas de universidades femeninas se adaptaron con júbilo a sus nuevas vidas profesionales. ¿Por qué sólo mis compañeras de universidad fracasaron?, se preguntó Bird. Himiko, poco después de graduarse, se había casado con un licenciado. Pese a que no hubo divorcio, un año después de la boda su marido se suicidó. El suegro de Himiko le regaló la casa donde vivía la pareja, y todavía le proporcionaba, cada mes, el dinero necesario para cubrir sus gastos. Tenía la esperanza de que Himiko volviera a casarse, pero de momento ella ocupaba sus días en la meditación metafísica y por las noches recorría la ciudad en un coche deportivo.

Bird había oído rumores acerca de que Himiko era una aventurera sexual. Algunas habladurías incluso atribuían el suicidio de su esposo a tales desviaciones y aberraciones eróticas. Bird sólo había dormido en una ocasión con ella, pero ambos estaban terriblemente borrachos y ni siquiera tenía la certeza de haber llegado a la copulación. Había ocurrido mucho antes del desafortunado matrimonio de Himiko, y aunque se le notaba un ardiente deseo y una búsqueda del placer, en esa época sólo era una colegiala inexperta.

Bird se apeó del taxi a la entrada del callejón de Himiko. Calculó rápidamente cuánto dinero le quedaba en la cartera. A la mañana siguiente debería solicitar un anticipo en la academia donde trabajaba.

Metió la botella de whisky en el bolsillo de la chaqueta y avanzó por el callejón precipitadamente. Como todo el vecindario conocería las excentricidades de Himiko, era probable que desde las ventanas se observara con discreción a los visitantes.

Pulsó el timbre de la puerta. No hubo respuesta. Golpeó con los dedos y llamó a la chica suavemente. Luego caminó por el flanco de la casa hasta la parte trasera y vio un polvoriento MG de segunda mano aparcado bajo la ventana de Himiko. El coche parecía abandonado hacía mucho tiempo. Pero era una prueba de que la chica estaba en casa. Apoyó uno de sus zapatos embarrados sobre el parachoques abollado y descansó un momento. El MG escarlata se meció con suavidad, como una barca. Volvió a llamar a Himiko y miró hacia la ventana con cortinas del dormitorio. Un ojo le observaba desde donde las cortinas se juntaban. Bird dejó de sacudir el MG y sonrió: siempre podía comportarse con naturalidad ante Himiko.

– ¡Vaya! Pero si es Bird…

La voz, apagada por la cortina y el cristal, sonó como un suspiro débil, tonto.

Bird supo al instante que había encontrado el sitio ideal para destapar una botella de Johnny Walker en pleno día. Sintiéndose más aliviado, regresó al frente de la casa.

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