EL HOMERO DE LOS LAPONES

"No es completamente seguro que todas estas historias, tan numerosas y distintas entre sí, correspondan plenamente a la realidad, porque antes de ahora no habían sido escritas jamás", dice Johan Turi al comienzo de su Relato de la vida de los lapones. Su libro constituye en cierta manera el inicio oficial, en el año 1910, de la literatura escrita de su pueblo, que sin embargo ya contaba no sólo con una tradición de poesía oral, sino también con textos en prosa, en especial memorias, por pocos que fueran y arrinconados que estuvieran en el polvo y el olvido de los archivos. Turi, que escribe – y a veces dicta – durante los años 1907 – 1908 su libro, publicado dos años después, es por consiguiente en cierto modo el fundador, el que fija por primera vez por escrito su mundo, su gente y la vida de su gente; es pues una fuente originaria, un testigo directo, una autoridad.

Pero este cazador y pastor de renos, que pasó un año de su vida narrando a la antropóloga danesa Emilie Demant – y escribiendo con su ayuda y bajo su dirección – la vida de los lapones, no está ni mucho menos contento con ser el primer escritor de su gente, con no tener precursores; cuenta la caza del lobo y del oso en la que ha tomado parte innumerables veces, las tempestades de nieve y los fugaces veranos boreales que ha vivido, las leyendas y las historias de migraciones o maleficios que circulaban de boca en boca, habla de los trineos y de las tiendas en las que se alojaban, pero parece como si no le bastase conocer todas esas cosas por experiencia personal y quisiera que alguien las hubiera escrito ya, para estar seguro de su verdad.

Al nómada narrador, que bajo cualquier techo y hasta en un bosque se siente prisionero y como arrancado de la libertad de la landa y el cielo, le hace falta el papel. Muy a su pesar, es un escritor y un individuo del siglo XX y da la impresión de que incluso él, para llegar a saber de veras lo que le ha sucedido, tiene que leerlo a la mañana siguiente en el periódico.

El rapsoda lapón, que ha vivido durante toda su vida en la lejanía y en soledades inhóspitas, tiene una instintiva conciencia del poder y de la precariedad de la palabra escrita, una conciencia que hace de él, poeta épico capaz de una imperturbable adhesión a la realidad, casi un escritor moderno. Cuando Emilie Demant fue a verle, en 1904, Turi tenía cincuenta años; un retrato muestra su descarnado y hermoso rostro y sus ojos azules entrecerrados, acostumbrados a protegerse de la cegadora blancura.

Su familia, cuando él era todavía un muchacho, abandonó el territorio de Koutokeino para trasladarse más hacia el sur, y vivió esa odisea de los lapones que describe en su libro. Acosados por la modernización que avanzaba con industrias, minas y ferrocarriles, les requisaron a menudo el ganado y extorsionaron de pronto con impuestos que les hacían imposible el pasto y la caza; la progresiva extensión de la propiedad campesina les iba acotando la tierra y el cierre de las fronteras septentrionales entre los Estados escandinavos bloqueó su atávico nomadismo.

Como buen cazador y pescador que era, Turi desaparecía, durante el largo invierno, y reaparecía, inesperado e imprevisible, tras varios meses; conocía bien, además de su lengua materna, sólo el finlandés y había hecho ya varios intentos de escribir, naturalmente en finés, porque su lapón natal le parecía un habla tosca que sólo valía para las necesidades de comunicación cotidiana y era inadecuada para la verdadera expresión. Pero por otra parte, su mundo poético era el de su identidad lapona y podía expresarlo sólo en su lengua materna y no en una lengua aprendida igual que se aprende una lengua extranjera, como era el finlandés para él. Finlandeses y lapones – o por lo menos los pocos que, en su realidad de enormes distancias y grandes soledades, podía tener ocasión de tratar – estaban además de acuerdo, por lo general, en mofarse de un cazador y propietario de rebaños de renos que aspiraba a dedicarse a bobadas fútiles tales como escribir. Turi, por otro lado, no quería salirse del mundo de sus renos, osos y zorros polares, no tenía intención de pagar el precio que la escritura suele exigir a menudo, imponiendo por ejemplo a quien canta la vida marinera que deje la gorra de capitán y el mar para descender a tierra, si desea continuar describiendo esa vida.

Incluso tras la publicación de su libro (bien pronto traducido a varias lenguas), Turi continuó siendo lo que siempre había sido. Igual que otros autores – y entre ellos incluso alguno verdaderamente grande, como Alce Negro -, pertenece a ese tipo de escritores que, para expresarse, necesita, por lo menos en parte, de la voz y la pluma de otro, que les escucha y graba.

Turi sabía escribir y de hecho escribió él mismo su libro, interrumpiéndose sin embargo cada tanto para pedirle consejos y sugerencias a Emilie Demant, para explicarle algo que no conseguía decir con la suficiente claridad o ponerse – cuando se le cansaba la mano de escribir – simplemente a hablar y a evocar, lo que probablemente le gustaba bastante más.

Emilie Demant era una amiga inteligente y una estudiosa libre de arrogancias culturales, que sabía afrontar con humildad ese papel mayéutico y subalterno, sin dejarse tentar por la asunción en primera persona del papel de escritora ni condescender al pastiche, sino deseosa de hacer de comadrona a un escritor. Estas obras casi intermedias entre la literatura oral y la escrita, de las que nuestro siglo y también nuestros años han atesorado una rica experiencia, constituyen un capítulo fascinante de la historia del individuo que descubre en él una pluralidad de almas. Knud Rasmussen, hijo de un misionero danés y de una mujer esquimal y pionero de la cultura groenlandesa, cuando habla, en sus libros, de los esquimales dice a veces "nosotros" y a veces "ellos".

Turi carece de dudas de ese tipo, puesto que no le interesa la psicología sino la epicidad de lo real, donde las cosas simplemente son. Es un homérido y, como para todos los homéridos y para el mismo Homero, no tiene sentido preguntarse qué es lo que cree, qué dioses venera y qué dioses considera fábulas o cuál es su opinión. Lo mismo que en los encantadores dibujos que esbozaba para explicarle mejor a Emilie Demant las escenas que le contaba, también en su relato está la iglesia, con su cruz, y están los espíritus elementales que hacen guiños detrás de la iglesia; representa con la misma imparcial objetividad las astucias de los campesinos en perjuicio de los nómadas que las costumbres de los gigantes, los Stallos, o de los demonios, Uldas, que viven bajo tierra.

El suyo es el arte épico de nombrar las cosas, con absoluta inocencia: las mujeres que paren de pie o de rodillas, las ropas mojadas que hielan el sexo o el cuerpo entero, agarrotándolo como una estatua fúnebre, el lobo tan destructor como el fuego, el oso que copula con una muchacha que luego da a luz a un lapón de manos terminadas en garras, las sutilezas de las leyes que para los lapones, sus víctimas, representan una costra de niebla incomprensible, pero que él demuestra comprender bastante bien, los vados de los ríos que atraviesan los grandes rebaños de renos, la hilera de muertos que vuelan por el aire pero muy bajos, haciendo cimbrearse y susurrar a los arbustos, la noche de verano, el verde de la primavera que embriaga a los renos, oscuras historias de ritos o de juegos crueles, el dolor de los animales siempre acosados y exterminados, o escenas cómicas como la del lapón que quiere casarse y que, cuando el sacerdote le enseña la fórmula matrimonial que tiene que repetir, se enoja porque se cree que es el pastor el que quiere casarse con su novia.

Su poesía del nombrar conoce el embrujo, que es objetivo y tal vez involuntario, del catálogo de lo real, como cuando enumera los distintos nombres del reno macho según la edad: Tsjarmák es el que tiene un año; Varek, el de dos años; Vuobbes, el de tres; Goddodas, el de cuatro, y luego Goassotas Makan, Nammalapag y así sucesivamente. El reno es el continuo coprotagonista del libro, medio de subsistencia y compañía del lapón, casi como una especie de sosias en la aventura común. Pero no porque Turi esté todavía tan arraigado en esa simbiosis con el mundo animal deja de saber contar, no sólo con extraordinaria intensidad sino también con agudeza intelectual, los desórdenes sociales y religiosos que se produjeron en Koutokeino, en el año 1852, protagonizados por los seguidores del pastor Laestadius, un sanguinario y trágico episodio de cuya represión – en la que tomó parte activa también el propio padre de Turi – nació, en parte, una autoconciencia de la identidad lapona.

Como vagabundo que era, Turi narra la guerra épica del agricultor, que al final sale Víctorioso, contra el nómada que siempre está yendo hacia otra parte. Sin embargo no era un enemigo de la modernización que iba extendiéndose; alentado y apoyado por Hjalmar Lundbom, director de las minas suecas de Kiruna, escribió asimismo para dar a conocer la realidad de su pueblo a los gobiernos, con el objeto de que éstos pudieran comprender y satisfacer sus exigencias. Su progresismo, entonces ilusorio y patético, tal vez lo sea hoy en día, al menos por aquella zona, un poco menos, aunque él no advirtiera ciertamente la fuerza de anonadamiento de la historia universal.

El libro de Turi no contiene sermones contra la técnica o la sociedad moderna; narra simplemente una realidad, en todos sus aspectos. No es exótico ni pintoresco, como por lo demás no lo son casi nunca los libros de este tipo. Entre los suyos, Turi no obtuvo el menor éxito; no se fiaban, decían, de alguien que, si perdía tanto tiempo escribiendo sobre los renos, no podía ocuparse de ellos ni por lo tanto saber nada.


1986

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