LA ASTILLA Y EL MUNDO

Hace algunos años circulaba un chiste referido progresivamente a una u otra de las pequeñas naciones que iban emergiendo de condiciones de minoría o de opresión – por parte de pueblos más potentes o de Estados más vastos de los que formaban parte – y proclamaban orgullosamente, con un énfasis a veces ingenuo aunque comprensible, su peculiaridad y la fuerza de su juventud. La historieta cuenta que la delegación de una de esas naciones, recién obtenida su independencia o por lo menos una amplia autonomía, se dirige a Pekín en visita oficial. "¡Somos tres millones!" – o dos o cuatro, según el pueblo al que se refiriera el chiste -, declara orgullosamente el jefe de la delegación al representante del gobierno chino que les recibe y éste les pregunta, con cortés preocupación: "¿En qué hotel?"

El chascarrillo, como muchas otras gracias, es más bien vulgar, porque se mofa de los comprensibles sentimientos de orgullo de naciones y etnias conculcadas, que están volviendo a respirar y a asumir conciencia de su propia dignidad y a veces expresan ese estado de ánimo en formas pueriles y resentidas. No es fácil ser señores enseguida, en las relaciones con el mundo, después de haber estado durante mucho tiempo sometidos; el señorío, la tranquila modestia que no tiene necesidad de afirmaciones ni reconocimientos, esa despreocupación en lo tocante a sí mismos que hace más desenvueltos y serenos, nacen de la libertad y la seguridad de las que la persona se ha empapado como cosa natural. La violencia y la injusticia, como cualquier otra penalidad y dolor, son mala escuela, dejan marcas en el rostro y en el alma de quien las sufre; los infelices y los parias son a menudo también desagradables. Pero por eso hay que amarles y ayudarles más, porque la culpa de esas cicatrices que los desfiguran espiritualmente es de quien les ha infligido esas heridas. Los violentos y los prevaricadores, escribe Manzoni, son responsables no sólo del mal que infligen a sus víctimas, sino también de aquel al que les inducen a continuación los agravios sufridos. Toda minoría que sale de la marginación – nacional, cultural, religiosa, política, sexual – tiende, por lo menos al principio, al narcisismo exhibicionista y hasta que no se libera de él, aprendiendo a vivir espontáneamente su propia peculiaridad y a no hacerle demasiado caso, revela estar todavía, interiormente, en una condición de inferioridad.

Puede haber tenido su justificación, aunque a veces patética, proclamar que "lo pequeño es hermoso", contra la brutal convicción de que la historia, conforme al famoso dicho, la hacen los grandes batallones; el redescubrimiento de las diversidades – no sólo nacionales – ha sido una conquista libertaria de estos decenios, la toma de conciencia del valor insustituible de la individualidad, la conciencia de que en lo pequeño puede estar lo grande, de la misma manera que toda la primavera puede concentrarse en una margarita. Herder, el gran escritor alemán contemporáneo de Goethe, percibía en Homero y la Biblia la creatividad auroral y perenne de la poesía, pero la encontraba asimismo en una anónima canción popular letona escuchada en la fiesta del solsticio de verano.

Pero, si esa oscura canción de un pueblo que – a diferencia del griego o del judío – no ha sido protagonista de la historia del mundo es hermosa, no es porque se trate de la voz ignorada de una realidad periférica, sino porque resuena en ella una universalidad que trasciende aquel apartado rincón y forma parte, no en menor medida que una obra ilustre, del gran mundo. El eslogan "lo pequeño es hermoso" es falso, no sólo porque no basta ser pequeños para ser hermosos, de la misma manera que no basta ser débiles para ser buenos, sino porque ofende a la vitalidad de las culturas locales, exaltando en ellas el localismo, esto es, lo que en ellas hay de angosto, antes que la extraordinaria savia de la vida que fluye incluso en el rincón más remoto y no pertenece sólo a esa cultura sino a la humanidad.

Los localismos tribales degradan el amor por el lugar de nacimiento, porque lo convierten en un tosco fetiche, objeto y culto idólatra o de folclore chabacano. Una cosa es ser napolitano, escribió Raffaele La Capria, y otra "hacerse el napolitano", degradando así Nápoles y la relación con ella, y esto vale para cualquier identidad. Cultura significa siempre pensar y sentir en grande, tener el sentido de la unidad por encima de las diferencias, darse cuenta de que el amor por el paisaje que se ve desde la ventana de uno está vivo sólo si se abre al contraste con el mundo, si se inserta espontáneamente en una realidad más grande, como la ola en el mar y el árbol en el bosque.

Cualquier lugar puede ser el centro del mundo, decía Alce Negro, guerrero sioux y gran poeta, fraternalmente volcado a la multiplicidad de la vida, pero sabedor de que ésta adquiere significado si se reconoce, cada vez, en un centro que le confiere unidad. En mis viajes, danubianos o no, he rastreado culturas mínimas o periféricas, comunidades de dimensiones incluso reducidísimas, como por ejemplo los cici, los istrorómenos de Istria, que según el último censo ascienden a 810 personas y que, si hubiera continuado tratándoles tan sólo un poco más, habría terminado por conocerles a todos individualmente, uno por uno. Pero la peripecia de un microcosmos tiene sentido sólo si se encuentra en él – bajo los despojos incluso menos aparentes, como un rey con ropas de mendigo – algo grande, que no pertenezca sólo a ese horizonte limitado.

Las debidas – y todavía insuficientes – medidas de descentralización, las reformas federalistas y la potenciación de las autonomías locales, necesarias para el funcionamiento eficiente de la administración y la organización de la vida política y social, serían nocivas si minasen este sentido del contraste con el mundo y encerrasen a los hombres en una perspectiva estrechamente particularista, incapaz de mirar más allá de las puertas de la ciudad. Un empeño concreto se lleva a cabo siempre en una realidad determinada, es decir, local, porque en caso contrario se desvanecería en una abstracta retórica, como quien dice amar a la humanidad pero comete un atropello tras otro con los hombres, empezando por los vecinos de casa, pero no existe perspectiva que confiera sentido a un trabajo si no es la de grandes vuelos que induce a sentirse – mientras se trabaja en el barrio de uno – ciudadanos de todo el país, de Europa, del mundo, respecto a los cuales uno se siente responsable.

No hace falta ir a Roma o a Nueva York para tener ese sentimiento de pertenencia a un contexto más amplio que el propio ámbito inmediato de uno; algunos pescadores y barqueros que encuentro en mis vueltas por las islas del Alto Adriático lo tienen instintivamente, en su modo de ser y de sentir la vida, a lo mejor sin haber ido nunca más lejos de esas islas y hablando sólo su dialecto – un dialecto hablado espontáneamente, sin las retrógradas reivindicaciones ideológicas de los artificiosos teóricos de las pequeñas patrias, y por lo tanto, como cualquier lengua, lenguaje de la vida y de todos.

La identidad no es un rígido dato inmutable, sino que es fluida, un proceso siempre en marcha, en el que continuamente nos alejamos de nuestros propios orígenes, como el hijo que deja la casa de sus padres, y vuelve a ella con el pensamiento y el sentimiento; algo que se pierde y se renueva, en un incesante desarraigo y retorno. Quien mejor ha expresado el amor a la patria, siempre pequeña y siempre grande, no ha sido quien celebraba bárbaramente el terruño y la sangre, olvidándose de que ésta es siempre mestiza, sino quien ha tenido experiencia del exilio y de la pérdida y ha aprendido, de la nostalgia, que una patria y una identidad no se pueden poseer como se posee una propiedad. Los supervivientes del disuelto imperio habsbúrgico, que en los estados nacionales que vinieron después se sintieron siempre unos ex, enseñan, incluso más allá de su destino y del de su mundo, que el amor a las propias raíces necesita insertarse en un horizonte más grande.

No hay que confundir el federalismo, la descentralización o las autonomías locales con las cerrazones particularistas; entre otras cosas, no hay que olvidar que no todos los grandes Estados unitarios, con sus burocracias, son necesariamente ineficaces: el pago de los sueldos y las obras públicas funcionaban mejor en el vastísimo imperio romano que en el atomizado Medioevo feudal, mejor en el imperio habsbúrgico que en los pequeños Estados que vinieron después. La agilización administrativa, que requiere descentralizaciones y autonomías cada vez más amplias, no puede perder la visión de conjunto, nacional y supranacional. Ningún sistema es una garantía total contra la corrupción y la componenda, pero cuanto más amplio sea el contraste – y desvinculado de la visceralidad de las relaciones inmediatas – tanto más fácil de eliminar son las escorias e incrustaciones que tienen relieve sólo al estar circunscritas. Ninguna lavandería asegura una limpieza auténtica y absoluta, pero si se lavan los trapos sucios en familia el riesgo de volverlos a encontrar manchados es mayor.

Toda endogamia – toda pretensión de identidad pura – es asfixiante e incestuosa. Se aprende a amar a Irlanda en Joyce, que la abandonó y la criticó ferozmente, mucho más que en todas esas novelas irlandesas rebosantes de muchachas pelirrojas y de prados verdes. En una astilla puede estar el mundo, pero ésta es algo si no es sólo una astilla sino el mundo.


1997

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