EL PUENTE HUNDIDO DE IVO ANDRIC

Una fotografía de 1920 o 1921 muestra a Ivo Andric asomándose al solemne alféizar de un palacio romano, probablemente la embajada del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos ante la Santa Sede, donde trabajaba con el cargo de consejero. Acicalado y sonriente, con unos bigotillos que le dan un aire vagamente mefistofélico y no dejan intuir la extraordinaria melancolía de sus páginas y del rostro de su madurez, Andric se asoma y mira irónicamente hacia abajo, como si posase para la foto amanerada de un elegante diplomático. En esa imagen Ivo Andric ronda los treinta años; atrás quedan su infancia y adolescencia en su Bosnia natal, en Visegrad a orillas del Drina (más tarde inmortalizado en su obra más famosa) y en Sarajevo, sus estudios en Zagreb, Viena y Cracovia, su actividad en la organización nacional revolucionaria Joven Bosnia y su detención por ese motivo por parte de la policía austríaca, sus polémicas contra los escritores ebrios de furor bélico durante la Primera Guerra Mundial y un volumen de prosas líricas, Ex Ponto, que otro escritor más o menos connacional suyo, el serbio Milos Crnjanski, definió como un libro "escrito en la agonía y con la vergüenza de sus propias lágrimas".

El mejor escritor de Yugoslavia, que en tanta medida colaboró para crear el sentido poético de su sin embargo variada y contradictoria unidad cultural y que falleció en 1975 – probablemente persuadido de que esa unidad trabajosamente alcanzada tras un atormentado proceso plurisecular era una cosa hecha -, es también un símbolo, casi una encarnación de esa identidad compuesta que se ha disgregado con sangre, de esa espesa y pictórica irrealidad que resume la palabra "Yugoslavia".

Andric nació el 10 (tal vez el 9) de octubre de 1892 en Dolac, un pueblecito bosnio de los alrededores de Travnik. Siempre permaneció fiel a Bosnia, a su belleza y su civilización, crisol de Oriente y Occidente, de la media luna islámica y el águila bicéfala habsbúrgica. Si la patria de un escritor es el lugar que se le imprime indeleblemente como metáfora del mundo, como paisaje en el que encuentra la vida y recibe el don de contarla, Andric es un escritor bosnio y ha convertido a Bosnia en uno de los escenarios de los que la literatura universal ya no podrá prescindir.

En Bosnia están ambientadas grandes novelas como Un puente sobre el Drina (1945) y La crónica de Travnik (1945), además de una larga serie de relatos, muchos de ellos estupendos; es el paisaje concretísimo y a la par musical y simbólico de las historias en las que Andric capta la tristeza del poder y la soledad de la gloria, la apática flojera que les invade a sus Visires en el momento de su más desdeñoso dominio, el entrelazarse ora lento ora feroz de Oriente y Occidente, de varias oleadas de pueblos, fes y pasiones.

No sólo en su más célebre novela, sino también en otros relatos, Andric está obsesionado y seducido por la imagen del puente: puente tendido sobre ríos impetuosos y sobre abismos que separan religiones y estirpes, puente sobre el que se lucha y se choca pero sobre el que se acaba por fundirse y mezclarse. Toda su Bosnia, en este sentido, es un puente y es por ello casi el símbolo, el núcleo esencial y más auténtico de lo que Andric quiso que fuera la plural Yugoslavia; no en vano fue Bosnia la víctima más maltratada de la fratricida disolución yugoslava, y la destrucción de sus espléndidas ciudades, de la civil Sarajevo tan querida por el escritor en primer lugar, es el rostro más atrozmente verdadero de la atroz insensatez en la que ha muerto Yugoslavia.

Se afilió, cuando asistía a las clases del colegio en Sarajevo, a la Joven Bosnia y fue también el presidente de una sección juvenil de ésta que él mismo fundó y que se llamaba Sociedad de la juventud progresista servocroata – el sentirse bosnio no estaba pues en contradicción con el sentirse servocroata, binomio que era a su vez la afirmación de una realidad solidaria. Durante los últimos años de la Primera Guerra Mundial, Andric proclamó su pertenencia a la nacionalidad y la literatura croata; tras el conflicto se reconoció en Serbia, el "Piamonte" balcánico artífice de la unidad yugoslava, porque para él era importante la coexistencia de los diferentes componentes étnicos, religiosos y culturales de su mundo en una trabazón superior – aunque él tampoco estuviera del todo exento de sus cerrazones retrógradas respecto a los albaneses – y veía en Serbia al elemento capaz de realizar esa identificación, respecto a las tendencias presentes en Croacia que le parecían separatistas.

Se siente pues escritor serbio, tomando en tal sentido incluso determinadas opciones lingüísticas, pero sólo debido a que, en ese momento histórico, "serbio" le parece el término que mejor equivale a "yugoslavo" y éste, a su vez, no es más que la ampliación de "bosnio", de ese crisol de historia y vida, de esa unidad captada en las diferencias y producida incluso por los conflictos, que él aprendió en su tierra natal. Andric se trasladó a Belgrado, pero continuó escribiendo sobre Bosnia, como relevan los títulos de sus obras más famosas; hasta cuando sitúa sus historias en Estambul o Belgrado – como por ejemplo El lugar maldito (1954) y, en parte, La señorita (1945) – no hace más que ampliar las fronteras de su Bosnia, del corazón de ese universo humano y cultural constituido no sólo pero sobre todo por el elemento turco-islámico y sus mezclas con los pueblos de la Europa centro-oriental-meridional.

Una vez en Belgrado y después de retirarse en un radical aislamiento durante la ocupación alemana, Andric se reconoció en la nueva Yugoslavia surgida de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de su reserva, que le indujo a retraerse progresivamente de todo acto oficial y a consagrarse sólo a la escritura, antes y después del premio Nobel que le fue concedido en 1961. Se había hecho desde luego también de Belgrado y murió en esta ciudad el 13 de marzo de 1975.

En Belgrado hay una Fundación Ivo Andric, que organiza congresos sobre él y está dedicada a su obra, un centro de documentación y un museo consagrado a su memoria que se halla emplazado en la casa en la que vivió, en la calle Proleterenskih Brigada que ahora se llama Andricev Venac. Esta variación toponímica rinde homenaje al escritor, pero se enmarca involuntariamente en ese proceso que está destruyendo y ha destruido ya su mundo. En un opúsculo publicado por la Fundación en ocasión de su centenario, algunas fotografías celebrativas muestran a Andric en su amada Bosnia. Ese opúsculo está impreso en Belgrado, de donde salieron las bombas que arrasaron Bosnia, los lugares de Andric.

Por supuesto que las bombas salieron sobre todo pero no sólo de Belgrado, y las que tuvieron una procedencia distinta aumentaron no sólo materialmente la aflicción del mundo del escritor. El escritor serbo-bosnio Bozidar Stanisic, que se refugió en Italia, ha descrito, en un intenso relato traducido por Ljljana Avirovic, el incendio de la biblioteca de Sarajevo bajo las bombas, que asume un trágico valor simbólico.

Andric, que hunde sus raíces como narrador en una coralidad épica, está impregnado por el sentimiento de que la vida no se extravía en el tiempo, sino que se salva en la construcción duradera de la humanidad; el puente de su Drina se parece al homérico escudo de Aquiles, porque refleja un mundo entero en el que todo tiene significado. La corriente del Drina fluye, pero no en vano, bajo los arcos del puente y las distintas existencias, pertenecientes a pueblos y épocas diversas, no se diluyen sino que se consolidan, casi como piedras de ese puente. Andric tuvo la suerte de ser heredero de un acervo arcaico en el momento de su transformación en la modernidad, de vivir la transición de lo antiguo a lo contemporáneo, y de este modo pudo ser un escritor del siglo XX relatando avatares y motivos que por lo general le están vedados a la novela de este siglo.

Tal vez su grandeza, más que en su notabilísimo Un puente sobre el Drina, se impone en sus relatos, que dan la impresión de estar narrados por una voz anónima y coral y donde la sabiduría se mezcla con el sentido del humor y la fábula con la tragedia. Andric sabe evocar la melancolía de los Visires que anulan sus obras y sus palabras como en la historia picaresca del elefante que fue llevado a Bosnia, la truculenta ferocidad de Mustafá el húngaro, la belleza de Anika o la locura del pope Vujadin, en páginas de desconcertante potencia; parece hablar en nombre de una antigua tradición y es a la vez experto en la más sobria escritura contemporánea.

Andric es un poeta de la profundidad del tiempo. Quería fijar, para la conciencia de la nueva Yugoslavia que había visto nacer con alborozo, la múltiple riqueza de su pasado en el momento en que estaba a punto de ser devorado por el olvido, y pensaba haber recogido con piedad las tragedias del pasado componiéndolas en una unidad, heredera y a la par superadora de la historia y de los conflictos que la habían conformado a lo largo de los siglos.

Ahora esa unidad ha saltado hecha añicos y el tiempo ha ido hacia atrás, ha vuelto a aquellos enfrentamientos feroces de los que Andric había captado el eco en el pasado y que han vuelto a ser cosa del presente y de la actualidad. La destrucción de los puentes – como el de Mostar – es un trágico símbolo del derrumbamiento del mundo de Andric. El puente se agrieta y las piedras se dan las unas contra las otras, no son ya partes solidarias de un edificio, sino proyectiles que lo destruyen. La profundidad del tiempo, que el aedo del Drina había recogido y recompuesto, regurgita a la superficie la sangre y la podredumbre acumuladas a lo largo de los siglos y no absorbidas por el fluir de la historia; el suplicio del hombre cruelmente empalado, con el que comienza Un puente sobre el Drina, no parece cosa de hace siglos, sino de ahora mismo.

El mismo Andric, en su novela inacabada Omer-Pascia Latas, oscura historia de un renegado que va sembrando la muerte y las desgracias en la Bosnia-Herzegovina del siglo pasado, quería escribir un aviso contra el peligro de una resurrección de los espectros fratricidas en Yugoslavia.

Pero ésta ya sólo existe en la mente y el corazón de sus mejores escritores, tan distintos de muchos de sus irresponsables colegas que, en su misma tierra, se han hecho y se hacen portavoces de un odio estúpido. Ese espíritu existe – por citar sólo algunos nombres – en la obra de Predrag Matvejevic, testimonio humano y literario de una valiente defensa de la libertad y del profundo sentimiento cosmopolita de una humanidad irreductible a toda cerrazón nacional; existe en los relatos y en los ensayos o versos de los croatas Ranko Marinkovic y Tonko Maroevic y del serbio Dragan Velikic, criado en Istria. Pero la literatura, incluso la más elevada, es impotente contra los furores chauvinistas porque, como decía Schiller, contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano.


1992

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