INTELECTUALES, INTELIGENCIA Y LIBERTAD

En la Universidad de Varsovia, en el transcurso de un debate sobre literatura y fronteras, alguien observó que con los políticos les corresponde fijar con claridad estas últimas en relación con los Estados y a los intelectuales mantenerlas abiertas en la mente y en el corazón, impidiendo que separen espiritualmente a los hombres y se conviertan en un ídolo obsesivo y sanguinario. Pero Eugeniusz Kabatc, escritor y traductor del italiano, pudo replicar con todo su pesar que, por ejemplo en la feroz guerra de la ex Yugoslavia, fueron algunos escritores e intelectuales los que incitaron en determinados casos al odio más aberrante y dieron mayores pruebas de cerrazón mental y violento chauvinismo, a veces incluso más que los políticos responsables de aquella tragedia.

Naturalmente no faltaron, en aquel horror, luminosos testimonios de coraje, humanidad y espíritu de paz por parte de los escritores y los hombres de cultura. Pero el ejemplo de otros que alentaron al fanatismo y a la masacre – lo mismo que muchos de sus colegas en otros tiempos y países y otras atroces situaciones históricas – nos debiera poner en guardia respecto a la ingenua confianza en que el ejercicio de algunas actividades – como por ejemplo dedicarse a la literatura, la filosofía o el arte – garantice por sí mismo una humanidad civil e ilustrada.

En nuestro imaginario, el intelectual, incluso cuando está políticamente comprometido, se contrapone idealmente al político en cuanto representante de los valores, de la verdad y la libertad, de la moral sin compromisos. A veces esto es verdad, como prueban muchos extraordinarios ejemplos de valerosa disidencia y resistencia frente a las tiranías totalitarias y también a la corrupción, a la complicidad con la mentira. Es cierto que siempre hace falta quien tenga la claridad conceptual y la fuerza de ánimo para contraponer las "leyes no escritas de los dioses" de Antígona, los mandamientos morales absolutos, a la lógica del poder y el dominio. Pero es bastante discutible identificar, como a menudo sucede, la cualidad de intelectual con la posesión de algunas competencias en lugar de otras, como si un sociólogo o un literato tuvieran que ser a priori – antes de cualquier comprobación de la calidad de su trabajo – más "intelectuales" que un estudioso de derecho comercial o un dentista.

Fuera de esta costumbre injustificada de privilegiar automáticamente a los psicoanalistas respecto a los ortopédicos o a los agentes de seguros, no hay ningún título de estudios y ni siquiera ningún nivel de cultura que proporcione necesariamente esa conciencia crítica y autocrítica, esa capacidad de superar la visceral inmediatez, en que estriba la cualidad de intelectual. Un literato completamente enfrascado en los ritos de su clan cultural no está evidentemente menos alienado que un obrero en una cadena de montaje y no es en absoluto relevante, en este caso, que una máquina produzca libros o congresos y la otra tuercas. No es una casualidad que, en los trágicos momentos de crisis política y ofuscamiento colectivo, no hayan sido siempre las clases más cultas o las que se autoproclamaban tales las que mostraran mayores capacidades de resistencia.

Ni siquiera los grandes intelectuales y escritores han demostrado tener siempre mayor autonomía de juicio y más humanidad que los políticos. Gilas es un gran intelectual, a quien hay que reconocer el mérito indiscutible de haber desenmascarado los equívocos de la nueva clase titoísta, que él mismo contribuyó a llevar al poder, y de haber pagado valientemente las consecuencias de su denuncia. Pero Gilas era ya un intelectual cuando, en el fervor de la lucha revolucionaria, escribía que sin Stalin ni siquiera el sol habría podido resplandecer como lo hacía, bobada retórica y fanática que Tito – en este caso más intelectual que él – no dijo ni habría dicho nunca. Y cuando Gilas, en la época de su mayor poder, pedía la cabeza de Krleza, el gran escritor croata de izquierdas, pero sospechoso de herejía, Tito – que no hacía ascos a la violencia cuando la consideraba necesaria, y era culpable de ello, pero no estaba trastornado por el delirio ideológico – protegió al escritor, revelándose así, en su pragmatismo, más humano que él.

En uno de sus mejores libros, La vida está en otra parte, Milán Kundera ha descrito los vínculos perversos que pueden establecerse a veces entre un excitado lirismo totalizante y el totalitarismo político. También la aceptación de límites, que a menudo ofende a la exigencia de una redención total de la vida, puede ser, en ocasiones, una prueba de responsabilidad, un sacrificio que evita males peores.

Naturalmente es necesario – por parte de cualquiera, haga o no profesión explícita de intelectual – denunciar sin piedad el pragmatismo de los políticos que con tanta frecuencia degenera en vulgar cinismo, abyecta corrupción, vil oportunismo, ridículo conformismo e incluso feroz delito. Es también necesario, cuando se dé el caso, resistir a los halagos del poder, a la patética tentación de sentirse al unísono con la marcha de la Historia y a la ilusión de ponerse a acaudillarla. Pero la denuncia de la degeneración de la política es válida si se hace con intransigencia y a la vez con caridad, con la conciencia de que cualquiera, si baja la guardia, está expuesto a caer en las redes del mecanismo del mal y del error. Algunos de los mayores autores del siglo han vitoreado a las tiranías más crueles, desde el nazismo al estalinismo; seguimos amando a, Pirandello, a pesar de su telegrama de solidaridad a Mussolini tras el asesinato de Matteotti; a Céline, a pesar sus Bagatelas para una masacre; a Hamsun, a pesar de su adhesión al nazismo; a Éluard y a Aragón, a pesar de su aprobación de los procesos y las ejecuciones estalinistas; seguimos incluso aprendiendo de ellos a entender el sufrimiento y comprendemos el ofuscamiento que alteró su visión del mundo, pero no podemos evidentemente considerarlos, en su desgraciada opción a favor del nazismo, más abiertos e iluminados que los millones de personas sin renombre ni genio poético que demostraron, en aquella ocasión, mucha más inteligencia y humanidad.

El espíritu sopla donde quiere y nadie, aunque haya acabado de escribir una obra maestra, puede tener la certeza de que en ese momento el espíritu no le ha abandonado, dejándole ciego y sordo ante la vida y la historia.


1997

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