LOS PUNTOS SUSPENSIVOS DE MONTALE

No sé si existe una historia orgánica de la literatura jamás escrita, de los libros hechos de páginas blanca, como aquel tan famoso que Virginia Woolf le regaló a una amiga suya, presentándoselo como si fuera su obra más personal y complicada; el arte contemporáneo es ciertamente rico – en una trama continua de pasión y mistificación – de esos silencios y ausencias, de vacíos en los que se quiere reconocer a la única o más auténtica expresión de la vida, o sea la imposibilidad de vivirla y representarla. Naturalmente hay diferencia ente unos silencios y otros, entre una página en blanco que con su vacío alude a sentimientos y valores inexpresados e inexpresables y las páginas blancas de los cuadernos que, en una papelería, esperan al cliente.

El documento que puedo poner a disposición del historiador de la literatura de páginas blancas forma parte sin duda de los textos significativos, en los cuales el vacío, el espacio no colmado por las palabras, constituye un mensaje, dice algo. Se trata de una hoja a cuadros arrancada de un bloc de notas que Eugenio Montale me remitió, hace doce años, a través de una amiga común, Nora Baldi. En ese trozo de papel está escrito, con una escritura un poco trémula, solamente el nombre del destinatario, es decir, el mío, y dos líneas más abajo el del remitente, la firma de Montale; las dos líneas están marcadas con una serie de puntos.

A diferencia de muchos, exégetas sin embargo más avezados en páginas blancas, estoy en condiciones de descifrar con seguridad esos puntos suspensivos, porque la mensajera que me trajo el billete desde Milán a Trieste me refirió lo que Montale me mandaba a decir, sin querer ponerlo por escrito. Era marzo o abril de 1975; algunas semanas antes, en un artículo para el Corriere, yo había expresado mi acuerdo con Pasolini y la posición que éste asumió por aquellos días en la polémica sobre el aborto y había hablado de su capacidad de vivir y dar testimonio directamente, en su propia piel, de los desgarros colectivos de la época.

Poco tiempo después de aquel artículo mío, hablando en Milán con Nora Baldi, que había ido a verle, Montale le dijo que no tenía que nombrar a Pasolini, ni siquiera en los casos en que pudiera tener razón, que su nombre en cualquier caso no tenía que mencionarlo, y le encargó que me transmitiera esa orden. Como un oficial que recibe de un superior una orden que le parece arriesgada o temeraria, la amable y perspicaz intermediaria le pidió al poeta que pusiera esa prohibición por escrito. Montale la miró con un aire divertido e inocente, murmuró que era demasiado viejo para enzarzarse en discusiones y controversias y le dijo que escribiría una nota pero sólo parcialmente y que ella, al entregármela, me completaría de viva voz las lagunas del mensaje. Así llegó a mis manos aquel fragmento: "Querido Claudio Magris… suyo, Eugenio Montale." Algunos años después, cuando se celebraba su Nobel, le dije bromeando que en el fondo habría podido rellenar a mi antojo aquel cheque literario en blanco, y el elusivo poeta de las cosas sobrias y duras, el maestro de la irónica pelea con la nada, me respondió que tal vez aquél sería entonces uno de los pocos textos suyos que permanecerían.

Los dos grandes protagonistas de esta mínima historia han desaparecido ya; sus finales – el normal de Montale y el anómalo de Pasolini – fueron a su modo coherentes, en ambos casos, con sus vidas y sus obras. La historia de aquel recado es un apólogo que pone de manifiesto la radical contraposición que existió entre los dos poetas que más a fondo escrutaron, en los últimos decenios, la maraña, el pantano o el desierto de nuestra historia. En la ironía con la que Montale disimula en los puntos suspensivos, como en un ballet, su aversión a Pasolini está, probablemente, el despectivo pudor del poeta para el que la realidad ha hecho superfluo al yo y sus emociones – a todo yo, al yo trascendental por cuya boca hablaba en los siglos pasados la inspiración poética y al psicológico e individual de cada uno, incluso del autor de aquella nota. Ésta lleva aparejada un juicio brutal, una condena sin apelación posible, pero la sentencia no se expresa, porque su autor no está o es como si no estuviese, es casi inexistente, es nadie; el fastidio de Montale por la exhibición egocéntrica y transgresora de Pasolini no le quita desde luego lucidez y le impide por consiguiente dar demasiado crédito luego a su propia impaciencia. Al fin y al cabo, la ocasión es mínima, todo se queda en una broma y la hoja permanece vacía o poco menos.

Montale decía que vivía al cinco por ciento, su verdad poética era la experiencia profunda y por ello reticente de ese bajo porcentaje de existencia y su poesía consistía en afrontar íntegramente la aridez, un desafío que se había hecho necesariamente convivencia cotidiana e identificación. Pasolini era, para usar sus palabras, "desesperada vitalidad"; su poesía era inmediatez física y corporal, donde el latido de la vida y la fe de que en ese oscuro latido, incluso en sus momentos más turbios y desordenados, pudiera haber una redención era una y la misma cosa – era una vida al mil por cien, en el bien y en el mal, en la esperanza y en el pecado. Quien sentía superfluo su propio yo, como Montale, no podía no sentir repugnancia por quien, como Pasolini, vivía igual que si el yo fuera un Mesías doliente y pecador y como si sus pasiones, deseos, nostalgias y secreciones pudieran redimir al mundo.

Montale era impersonalidad, recato, pudor, escepticismo y autoescepticismo pagano, distancia, sobriedad, rigor ceñido hasta la sequedad de sus huesos de jibia secos y deshidratados; Pasolini, con toda su aguerrida inteligencia crítica, era una subjetividad exasperada hasta la exhibición impúdica, esperanza mesiánica, cercanía visceral y promiscua, narcisismo descarado y egocéntrico, limo primordial irrigado por el agua de la vida, aunque fuera turbia y fangosa. Ambos fueron poetas. Montale lo fue ciertamente mucho más; el enrarecimiento y la renuncia extrema de su lírica muestran las hendiduras desde las que resplandece la luz de la poesía exiliada. Su discreción personal, su dignidad y seguridad auto – suficiente a la que no le hace falta exhibirse ni recibir aprobaciones constituyen una lección de la que se tiene hoy más necesidad que nunca. Pero en la sobria distancia de aquellos puntos suspensivos está también la frialdad de quien pasa junto al dolor y las bajezas humanas y sigue adelante.

Para dar testimonio poético de los dramas de la realidad es a veces necesario descender directamente a los remolinos del vicio por muy cenagosos que sean, acercarse a la existencia hasta arriesgarse a la indecencia y la promiscuidad; la egolatría del yo que se pone siempre en primer plano, declamando a diestro y siniestro su atormentada vitalidad y su martirio, resulta a menudo insoportable y acaba fácilmente en su involuntaria autoparodia, pero sin esa participación fisiológica y ostentosa no es posible, en ciertos casos, señalar el escándalo de la miseria y de la oscuridad de las criaturas.

En todo redentor cristiano hay una punta de interioridad puesta descaradamente al desnudo y de pathos sentimental que se aviene mal con la lógica, desarreglos que ofenden la decencia del espíritu clásico y estoico que se prohíbe a sí mismo transgredir el sentido de la honestidad y el orden, confundir las tripas con la razón, violar el principio de contradicción y armar líos en nombre del corazón. Pero sin esa transgresión del orden, del buen gusto y a veces hasta de la misma honestidad intelectual no sería posible, alguna vez, el grito que denuncia lo intolerable del dolor y exige su redención.

Sin la "desesperada vitalidad" no tendríamos algunas de las más esenciales revelaciones de la condición humana e histórica. Esa vitalidad complacida y continuamente absuelta en cualquiera de sus manifestaciones por violentas y culpables que sean está siempre a un paso de la caída más torpe y penosa, cae con facilidad en la caricatura ridícula y en la arrogancia, como a veces le sucedía también a Pasolini. La desesperada vitalidad tiene una egocéntrica e infantil necesidad de autoafirmación, que hace a veces insoportable su cercanía. Se pasa más a gusto una tarde junto a quien está convencido de que el yo, incluso el suyo, es superfluo y sabe estar por lo tanto en su sitio con una libertad superior y un amable desencanto, sin entrometimientos ni pretensiones. Pero para defender a alguien, como hizo Pasolini en aquella circunstancia, es necesario un adarme de fe, la fe en que aquel que defendemos no es del todo superfluo. No una fe retumbante y estentórea, sino justamente un adarme, que puede convivir, en lo más hondo del corazón, con el más amargo y escéptico pesimismo y puede avenirse hasta con la perplejidad y la levedad de los puntos suspensivos de aquella nota de Montale.


1987

Загрузка...