10.- Gente guapa

Lotty levantó las cejas cuando me vio entrar en el salón.

– Ah, se nota que estás contenta por la forma de andar. ¿Tu despacho estaba en condiciones?

– No, pero he encontrado lo que andaban buscando.

Saqué el borrador del bolsillo y se lo enseñé.

– ¿Ves algo raro?

Se puso las gafas y leyó el papel con atención mordiéndose los labios.

– He visto unas cuantas reclamaciones como ésta, sabes, cuando me pagan por gestionar accidentes laborales. A simple vista, todo parece legal, pero la verdad es que yo no me fijo en el contenido; sólo les echo un vistazo y los envío al banco. Y este nombre, Gielczowski, no me dice nada, excepto que es polaco, ¿no?

Me encogí de hombros.

– No sé. A mí tampoco me dice nada. Pero haré una copia y la esconderé en alguna parte. ¿Has cenado?

– Te estaba esperando, cielo -contestó.

– Pues deja que te invite a cenar. Lo necesito. Me ha costado mucho trabajo encontrar este papel, a trabajo físico, me refiero, aunque el proceso mental también me ha servido. No hay nada mejor que la universidad para adquirir un poco de lógica.

Lotty me dio la razón. Me duché y me puse unos pantalones decentes. Una blusa y una chaqueta ancha completaron el conjunto, y la pistolera ajustada bajo el brazo izquierdo. Guardé el borrador de la reclamación en el bolsillo de la chaqueta.

Lotty me miró de arriba abajo cuando entré en el salón.

– Lo disimulas muy bien, Vic.

Hice cara de no entender nada y ella se echó a reír.

– Cielo, tiraste la caja vacía en la basura de la cocina. Y te aseguro que yo no he comprado una Smith & Wesson. ¿Vamos?

Solté una carcajada pero no hice ningún comentario. Fuimos a cenar a una antigua bodega austríaca reconvertida en un pequeño y acogedor restaurante en el hotel Chesterton de Belmont con Sheridan. Lotty dio el aprobado al café que servían y probó un par de pasteles vieneses.

Cuando volvimos a casa, insistí en comprobar las puertas trasera y delantera antes de entrar para asegurarme de que no se había colado nadie. Nada más llegar, llamé a Larry Anderson, mi amigo del servicio de limpieza, y le pedí que adecentara mi piso. Mañana no podía porque ya lo habían contratado para otro servicio, pero iría el martes sin falta con sus mejores empleados. De nada, era un placer. Llamé a Ralph y quedamos para cenar al día siguiente en Ahab's.

– ¿Cómo va la cara? -me preguntó.

– Mucho mejor, gracias. Mañana por la noche estaré casi presentable.

A las once le di las buenas noches a Lotty y me tumbé en la cama. Me dormí al instante y caí en el negro inconsciente. Más tarde empecé a soñar. Las copas venecianas estaban alineadas en la mesa del comedor de mi madre.

– Toca un do mayor sostenido -me decía mi madre.

Hice un esfuerzo increíble para sostener la nota. Bajo mi mirada aterrorizada, la fila de copas se convertía en un charco rojo. Era la sangre de mi madre. Me costó mucho despertarme. Estaba sonando el teléfono.

Cuando conseguí orientarme en aquella cama extraña, Lotty ya lo había descolgado desde su habitación. Aun así, cogí el auricular y oí su voz clara y calmada: «Sí, soy la Dra. Herschel.» Colgué y miré la hora en el despertador que había en la mesilla de noche: las 5.13. Pobre Lotty, pensé, qué vida, y volví a dormirme.

El sonido del teléfono me transportó de nuevo al mundo de los vivos unas horas más tarde. Apenas me acordaba de la llamada anterior y, como no sabía si Lotty había vuelto, descolgué.

– ¿Sí? -dije, al mismo tiempo que Lotty contestaba desde la otra habitación. Estaba a punto de colgar cuando una vocecita temblorosa dijo:

– ¿La señorita Warshawski?

– Sí, soy yo. ¿Qué puedo hacer por usted?

Oí como Lotty colgaba el teléfono.

– Soy Jill Thayer -dijo con voz trémula y sin perder la calma-. ¿Puede venir a mi casa, por favor?

– ¿Ahora mismo? -le pregunté.

– Sí -murmuró.

– Voy para allá, cielo. ¿Me puedes decir lo que ha pasado?

Me puse el auricular entre el hombro derecho y la oreja para empezar a vestirme. Eran las siete y media y las finas cortinas de Lotty dejaban pasar suficiente luz para no tener que buscar el interruptor de lámpara.

– Es… No puedo hablar ahora. Mi madre me llama. Pero venga, por favor.

– Jill, aguanta. En 40 minutos estoy allí.

Colgué y me vestí rápidamente con la misma ropa que llevaba la noche anterior sin olvidarme de la pistola bajo el brazo izquierdo. En la cocina, Lotty tomaba tostadas y el inevitable y espeso café vienes.

– ¿La segunda emergencia del día? La mía era una niña tonta que tuvo un aborto complicado porque no se atrevía a venir a la clínica -hizo una mueca-. Y su madre no podía saberlo, por supuesto. ¿Y la tuya?

– Voy a Winnetka. Otra niña, pero agradable, no tonta.

Lotty tenía el Sun-Times abierto encima de la mesa.

– ¿Dicen algo de los Thayer? Me ha parecido que estaba muy asustada.

Lotty me sirvió una taza de café; me la tomé a grandes sorbos y me quemé la lengua mientras hojeaba el periódico, pero no vi nada. Me encogí de hombros, le robé un trozo de tostada con mantequilla a Lotty, le di un beso en la mejilla y me fui.

Mi precaución innata me obligó a comprobar, antes de salir a la calle, que no había nadie en las escaleras ni en la entrada principal. Incluso comprobé el asiento de atrás y el motor del coche para que no hubiera nada de lo que lamentarse más tarde. Realmente, Smeissen había conseguido asustarme.

El tráfico era intenso en Kennedy porque era un lunes a hora punta, y aparte de la gente que iba a trabajar, estaban los que apuraban hasta el último momento para volver a la ciudad después de pasar el fin de semana en el campo. Sin embargo, cuando llegué a la salida de Edens, tuve la autopista para mí sola. Le había dado mi tarjeta a Jill como un gesto simbólico, para que viera que alguien se preocupaba por ella, pero no me esperaba en absoluto un grito de socorro; olvidándome un poco de los peligros de la velocidad, intenté buscar una explicación a la demanda de ayuda de Jill. No me extrañaba que una adolescente de la zona residencial que nunca se había enfrentado a la muerte pudiera perturbarse ante un hecho semejante, pero cuando conocí a Jill me pareció una chica muy equilibrada. A lo mejor su padre se había vuelto loco de remate finalmente.

Salí de casa de Lotty a las 7.42 y torcí por la calle Willow a las 8.03. No estaba mal, teniendo en cuenta que de los veinte kilómetros del trayecto, cinco fueron bajo el intenso tráfico de Addison. A las 8.09 llegué a las puertas del jardín de los Thayer. Y no pasé de allí. No sabía lo que había pasado, pero fuera lo que fuera, causaba conmoción. Un coche de policía con las sirenas puestas había bloqueado la entrada y al fondo, en el patio, se veían más coches y más policías. Aparqué el Chevy en el arcén de gravilla unos metros más abajo. Cuando salí del coche vi el impecable Mercedes, que el sábado estaba aparcado en el patio, con la diferencia de que ahora no estaba en el patio, sino fuera de la calzada y en un ángulo un tanto extraño. Y ya no estaba impecable. Tenía las ruedas delanteras pinchadas y el parabrisas hecho añicos con círculos pequeños. Balas, pensé, muchas balas fueron la causa del destrozo.

Si esto hubiera sucedido en mi barrio, una multitud ruidosa se habría apiñado para ver lo que pasaba. Como estábamos en los barrios altos, el grupo era mucho más reducido y moderado del que habría acudido a Halsted y Belmont. Un enjuto policía con bigote les prohibía el paso.

– ¡Cómo han dejado el coche de Thayer! -le dije mientras pasaba a su lado.

Cuando ocurre una catástrofe, a la policía le gusta guardar el secreto. Nunca te dicen lo que ha pasado y nunca contestan preguntas importantes. La patrulla de Winnetka no era ninguna excepción.

– ¿Qué quiere? -me dijo el policía desconfiado.

Estaba a punto de decirle la cándida verdad cuando caí en la cuenta de que nunca conseguiría pasar de la puerta.

– Me llamo V. I. Warshawski -y le dediqué una sonrisa angelical-. Durante un tiempo fui la institutriz de la señorita Jill Thayer. Cuando empezó el alboroto esta mañana, me llamó para que le hiciera compañía.

El poli frunció el ceño.

– ¿Puede identificarse? -preguntó.

– Por supuesto -dije con rectitud.

No entendía que un permiso de conducción sirviera para verificar mi historia, pero lo saqué del bolsillo y se lo extendí solícitamente.

– Está bien -dijo después de mirárselo el rato suficiente para aprenderse el número de memoria-, puede hablar con el sargento.

Abandonó su puesto de vigilancia para acompañarme a la puerta.

– ¡Sargento! -gritó.

Uno de los hombres que estaban en la puerta alzó la vista.

– Es la institutriz de la señorita Thayer -dijo ahuecando las manos.

– Gracias, agente -dije al estilo de Jean Brodie. Caminé hasta la siguiente puerta y repetí la misma historia al sargento.

Él también frunció el ceño.

– No nos han dicho nada de una institutriz. Lo siento, pero no puede entrar nadie. No trabajará para algún periódico, ¿verdad?

– Por supuesto que no -dije tajante-. Escuche, sargento -y sonreí un poco para demostrar que podía ser conciliadora- ¿por qué no le pide a la señorita Thayer que baje? Y que ella decida si quiere verme o no. Si dice que no, me iré, pero ya que me ha llamado, podría ofenderse si supiera que no me han dejado entrar.

Que un Thayer pudiera sentirse ofendido, aunque fuera una cría, preocupaba al sargento. Por un momento temí que llamaran a Lucy, pero pidió a uno de sus hombres que fuera a buscar a la señorita Thayer.

Pasaban los minutos y Jill no bajaba; empecé a pensar que Lucy me había visto y me había delatado a la policía. Finalmente, Jill apareció. Tenía mala cara y no se había cepillado el pelo. Esbozó una sonrisa cuando me vio.

– ¡Ah, es usted! Me han dicho que había venido mi institutriz y pensé que se trataba de la Sra. Wilkens.

– ¿No es tu institutriz? -preguntó el guardia.

Jill me miró angustiada. Entré en la casa.

– Dile que me has llamado para que viniera -le dije.

– Ah, sí, por supuesto. Llamé a la Srta. Warshawski hace una hora y le pedí por favor que viniera.

El guardia no se creía la historia pero yo ya estaba dentro y uno de los Thayer reclamaba mi presencia. Me dejó pasar con la condición de que le deletreara mi nombre, arduo trabajo, para poder apuntárselo en la libreta. Jill me tiraba del brazo mientras yo deletreaba, y cuando acabé, antes de que el guardia me hiciera más preguntas, le di una palmadita en la espalda y la empujé hasta el vestíbulo. Entramos en una pequeña habitación cuya puerta estaba al lado de la enorme estatua verde, y Jill cerró la puerta.

– ¿Les ha dicho que era mi institutriz? -preguntó desconcertada.

– Pensé que no me dejarían entrar si les decía la verdad -expliqué-. A la policía no le gusta que los detectives privados invadan su territorio. Y ahora cuéntame qué ha pasado.

La mirada se le volvió sombría y torció el gesto.

– ¿Ha visto el coche, afuera?

Asentí con la cabeza.

– Era mi padre… lo han matado.

– ¿Viste a las personas que lo mataron?

Negó con la cabeza y se pasó la mano por la nariz y la frente. De repente se echó a llorar.

– Los oí -gimoteó.

En la habitación había un sofá y unas cuantas revistas encima de una mesa. Orientados hacia la ventana con vistas al césped, había dos cómodos sillones. Los acerqué a la mesa y senté a Jill en uno de ellos. Yo me senté en el otro, frente a ella.

– Siento que tengas que pasar por esto, pero tendrás que contarme cómo sucedió. Tómate el tiempo que quieras, y llora si lo necesitas.

Empezó a contarme la historia entre sollozos.

– Mi padre siempre se va… se va a trabajar entre las siete y las siete y media. A veces, más pronto. Si tiene algo especial… especial en el banco, se levanta más pronto y yo todavía estoy durmiendo cuando se va. Lucy le prepara el desayuno, y cuando yo me levanto me prepara el mío. Mamá se toma el café y las tostadas en su habitación. Siempre… siempre está a régimen.

Asentí para que viera que entendía lo que me contaba pero que no necesitaba todos aquellos detalles.

– Pero hoy no estabas durmiendo.

– No. Con todo lo de Peter… Ayer le hicimos el funeral y, y me afectó mucho, y esta noche no he podido dormir… No he dormido muy bien.

Había dejado de llorar e intentaba que no le temblara la voz.

– Oí cómo se levantaba papá, pero no bajé a desayunar con él. Como hace días que está tan raro… no quería oírle decir tonterías sobre Pete.

Empezó a sollozar otra vez.

– No quise desayunar con él y ahora está muerto, nunca tendré otra oportunidad.

Las palabras le salían a borbotones y entre sollozos, y no paraba de repetir esta frase.

Le cogí las manos.

– Sé que es duro, Jill. Pero tú no lo mataste por no comer con él.

Le estreché las manos durante un rato sin hablar. Cuando se calmó un poco me decidí a hablar.

– Dime qué pasó, cariño, y tal vez podamos encontrar una respuesta.

Le costó tranquilizarse y al final dijo:

– No hay mucho que contar. Mi habitación está en el primer piso, y desde la ventana se ve una parte de la casa. Me acerqué a la ventana y vi cómo cogía el coche.

Se detuvo un momento para tragar saliva y se contuvo las lágrimas.

– En realidad, desde mi habitación no se ve muy bien la calle porque la tapan todos estos arbustos, pero por el ruido del coche supe que había arrancado y girado por Sheridan.

Sin soltarle las manos, asentí con la cabeza para que siguiera con la historia.

– Me alejé de la ventana para vestirme, y entonces oí los disparos. Aunque no sabía lo que era.

Se secó las lágrimas que acababa de derramar.

– Fue horrible. Oí un ruido de cristales rotos y luego el chirrido que hacen los coches cuando giran demasiado rápido, y pensé que a lo mejor papá había tenido un accidente. Estaba tan descentrado que podría haber ido como un loco por Sheridan y atropellar a alguien.

– Bajé corriendo con el batín y Lucy también salió desde la otra punta de la casa. Estaba gritando no sé qué para que volviera arriba y me vistiera, pero yo salí corriendo y no me paré hasta que vi el coche.

Hizo una mueca y cerró los ojos para no llorar.

– Fue horroroso. Papá sangraba y estaba tendido encima del volante.

Movió la cabeza de un lado para otro.

– Seguía pensando que era un accidente, pero no veía el otro coche. Pensé que a lo mejor el coche que chirrió se dio a la fuga, pero Lucy supo que le habían disparado. Pero no dejaba que me acercara al coche. Iba descalza y un montón de coches se habían parado a ver lo que pasaba y Lucy pidió a uno de ellos que llamara a la policía. Insistía en que volviera a casa, pero no le hice caso, al menos hasta que llegó la policía. No quería dejarlo ahí solo, ¿entiendes?

– Claro. Hiciste muy bien quedándote con él. ¿Tu madre también salió?

– No. Entramos en casa cuando llegó la policía, yo subí a mi habitación y me acordé de ti, y decidí llamarte. ¿Pero te acuerdas cuando te colgué?

Asentí con la cabeza.

– Lucy fue a despertar a mi madre para explicarle lo que había pasado, y mi madre se puso a llorar y pidió a Lucy que me llamara, y entonces entró Lucy en mi cuarto y tuve que colgar.

– ¿Así que no viste a las personas que mataron a tu padre?

Negó con la cabeza.

– ¿Y la policía cree que estaban en el coche que tú oíste?

– Sí. Han dicho algo de los cartuchos. Creo que no había ningún cartucho, y por eso creen que estaban en el coche.

– Tiene sentido. Pero hablemos de lo más importante, Jill. ¿Me llamaste para que te escuchara y te consolara, lo cual me alegra, o para que haga algo?

Me miró con unos ojos grises que últimamente habían visto y oído muchas cosas para su edad.

– ¿Qué puede hacer? -preguntó.

– Puedes contratarme para que averigüe quién mató a tu padre y a tu hermano -dije con naturalidad.

– Yo no tengo dinero. Sólo mi mensualidad. Cuando tenga veintiún años tendré derecho a una parte del dinero de mi familia, pero ahora sólo tengo catorce.

Me eché a reír.

– No te preocupes por eso. Si quieres contratarme, dame un dólar y yo te haré una factura. Ése será el contrato, pero primero debes consultarlo con tu madre.

– Tengo el dinero arriba -dijo levantándose-. ¿Cree que la misma persona que mató a Pete ha matado a papá?

– Es muy probable, aunque no tengo pruebas.

– ¿Cree que quieren eliminar a mi familia?

No había considerado esa posibilidad. No era descabellada, pero si se trataba de eso, lo estaban haciendo de una forma muy cruel y muy lenta.

– No lo creo -dije finalmente-. No es totalmente imposible, pero si quisieran hacer eso lo podrían haber hecho ayer cuando estabais todos en el coche.

– Voy a buscar el dinero -dijo Jill dirigiéndose hacia la puerta. Cuando abrió, apareció Lucy en el umbral.

– Así que estabas aquí -dijo con brusquedad-. ¿Cómo se te ocurre desaparecer cuando tu madre te necesita?

Miró dentro de la habitación.

– No me digas que la detective ésta ha conseguido entrar. ¡Usted! -me dijo-. ¡Salga de esta casa ahora mismo! Ya tenemos bastantes problemas para que encima venga usted a alborotar.

– Haz el favor, Lucy -dijo Jill en un tono muy adulto-, la Srta. Warshawski ha venido porque yo la he invitado, y se irá cuando yo lo decida.

– Tu madre tendrá algo que decir al respecto -dijo Lucy enfurecida.

– Ya hablaré yo con ella -soltó Jill-. ¿Puede esperarme aquí mientras voy a buscar el dinero? -dijo dirigiéndose a mí-. Y después, ¿le importaría acompañarme a ver a mi madre? No creo que pueda explicárselo yo sola.

– Con mucho gusto -dije educadamente con una sonrisa en los labios para que no se hundiera.

Cuando Jill desapareció, Lucy dijo:

– Sólo puedo decirle que el Sr. Thayer no la quería en esta casa, y no sé qué diría si pudiera verla.

– Las dos sabemos que no puede -la interrumpí-. Sin embargo, si hubiera sido capaz de explicarme, a mí o a otra persona, lo que le pasaba, seguramente ahora estaría vivo. Mire, Jill me cae bien y me gustaría ayudarla. No tiene ni idea de lo que puedo hacer por ella como detective. Si me llamó fue para que la respaldara. ¿No cree que está muy desatendida en esta casa?

Lucy me miró con rabia.

– Seguramente, señorita detective, seguramente. Pero si Jill tuviera un poco de consideración por su madre, tal vez recibiría un poco de consideración a cambio.

– Entiendo -dije con sequedad.

Jill bajó las escaleras.

– Tu madre te está esperando -le recordó Lucy con amargura.

– ¡Ya lo sé! -gritó Jill-. ¡Ahora voy!

Me dio un dólar y le escribí una factura en un trozo de papel que encontré en el bolso. Lucy observó nuestros trueques con las facciones crispadas y la boca cerrada. Después rehíce el camino del sábado a través del vestíbulo. Pasamos la biblioteca y llegamos a la parte trasera de la casa.

Lucy abrió una puerta que quedaba a la izquierda y dijo:

– Aquí está, Sra. Thayer. Se ha hecho amiga de una detective que intenta sacarle dinero. El Sr. Thayer la echó de esta casa el sábado y ahora ha vuelto.

El guardia que custodiaba la puerta me miró desconcertado.

– ¡Lucy! -bramó Jill-. ¡Eso es mentira!

Jill se adentró en la habitación sin hacer caso de aquella mirada desaprobadora. La habitación era preciosa, con ventanas en tres de las cuatro paredes que daban al lago si mirabas al este, y a un campo de tenis si mirabas al norte. Los muebles eran de bambú blanco, pero los cojines, las lámparas y el suelo, de tonalidades rojas y amarillas, le daban mucho color. Las plantas repartidas por toda la sala creaban una sensación de efecto invernadero.

En medio de este coqueto escenario estaba la Sra. Thayer. Aun sin maquillaje y con lágrimas en las mejillas estaba guapísima, como en la foto del Herald Star del día anterior. A su lado, una joven muy guapa, una versión adulta de Jill, y delante de ella, un joven muy apuesto con polo y pantalones a rayas, y con expresión de estar ahí a disgusto.

– Jill, no entiendo nada de lo que me decís, ni tú ni Lucy, pero hazme el favor de no gritar, cariño. Tengo los nervios destrozados.

Pasé al lado de Lucy y me acerqué al sillón donde se sentaba la Sra. Thayer.

– Sra. Thayer, siento mucho lo de su marido y lo de su hijo -dije-. Me llamo V. I. Warshawski. Soy detective privada. Su hija me pidió que viniera para ver si podía ayudarla.

El jovencito respondió dándoselas de importante.

– Soy el yerno de la Sra. Thayer, y creo poder decir, sin temor a equivocarme, que si mi suegro la echó de casa el sábado, probablemente no es bienvenida.

– Jill, ¿le llamaste tú? -preguntó la joven escandalizada.

– Sí, le llamé yo -dijo Jill con aire testarudo-. Y tú, Jack, no tienes ningún derecho a echarla; ésta no es tu casa. Le pedí que viniera y la he contratado para que averigüe quién mató a Pete y a papá. Ella cree que fue la misma persona.

– De verdad, Jill, la policía ya se encargará de eso. ¿Por qué quieres disgustar a mamá contratando a una detective?

– Eso mismo le estaba diciendo yo, Srta. Thorndale, pero por supuesto no me hizo caso -dijo Lucy triunfante.

A Jill se le crispaban las facciones otra vez, como si estuviera a punto de llorar.

– Tranquila, cielo -le dije-. El ambiente ya está bastante caldeado. ¿Por qué no me dices quién es quién?

– Lo siento -y tragó saliva-. Ésta es mi madre, mi hermana, Susan Thorndale, y su esposo Jack. Jack cree que porque puede mandar a Susan, también me puede mandar a mí, pero…

– Cálmate, Jill -le dije poniéndole la mano en el hombro.

Susan se había sonrojado.

– Jill, si no fueras una niña mimada, mostrarías un poco más de respeto por alguien como Jack, que tiene mucha más experiencia que tú. ¿Sabes lo que va a decir la gente sobre como mataron a papá? Porque parece el asesinato de una banda y la gente dirá que papá estaba involucrado.

En la última frase alzó considerablemente el tono de voz.

– De la mafia -dije.

Susan me miró desconcertada.

– Parece un asesinato de la mafia. Algunas bandas utilizan estos métodos para asesinar, pero la mayoría no tienen tantos recursos.

– Oiga -dijo Jack enfadado-. Ya le hemos pedido una vez que se vaya. ¿Por qué no nos deja en paz en vez de demostrarnos lo lista que es? Como ha dicho Susan, ya será bastante complicado explicar cómo murió el Sr. Thayer, para que encima tengamos que explicar por qué hemos contratado a una detective.

– ¿Sólo os importa eso? -gritó Jill-. ¿Lo que dirá la gente? Pete y papá han muerto y sólo os importa eso…

– A nadie le duele tanto como a mí que hayan matado a Peter -dijo Jack-, pero si hubiera hecho lo que quería tu padre y hubiera vivido en un sitio decente en lugar de vivir en aquella pocilga con una fulana, nunca lo hubieran matado.

– ¡Ah! -berreó Jill-. ¿Cómo puedes hablar así de Peter? Intentaba hacer algo interesante y verdadero, y no… Tú eres un falso. A ti y a Susan sólo os preocupa cuánto dinero ganáis y qué dirán los vecinos. ¡Os odio!

Se echó a llorar desconsoladamente y se arropó en mis brazos. Le di un achuchón y luego la rodeé con el brazo derecho mientras con el izquierdo buscaba pañuelos en el bolso.

– Jill -dijo su madre en tono de queja-. Jill, cielo, hazme el favor de no gritar de esa manera. Tengo los nervios a flor de piel y no puedo tolerar que grites. Me duele tanto como a ti que Peter esté muerto, pero Jack tiene razón: si hubiera escuchado a su padre, todo esto no habría sucedido, y tu padre no estaría… -se le rompió la voz y empezó a sollozar.

Susan abrazó a su madre para calmarla.

– ¡Mira lo que has conseguido! -dijo con rabia, aunque no sé si me lo decía a mí o a su hermana.

– Creo que ya ha causado bastantes problemas, detective polaca, como se llame… -empezó Lucy.

– ¡No te atrevas a hablarle así! -gritó Jill, con la voz amortiguada por mi hombro-. ¡Se llama Srta. Warshawski, y le llamarás Srta. Warshawski!

– Madre Thayer -dijo Jack compungido- no quisiera que te vieras afectada por esto, pero ya que Jill no hace caso a su hermana ni a mí, ¿puedes decirle que eche a esta mujer de casa?

– Jack, por favor -dijo su suegra apoyándose en Susan.

Le alargó la mano sin mirarle a la cara y me pareció curioso que no se le enrojecieran los ojos.

– No tengo fuerzas para soportar los ataques de mal humor de Jill.

Sin embargo, se aposentó, y sin soltarle la mano a Jack, miró a Jill con seriedad.

– Jill, no toleraré una de tus rabietas. Ni tú ni Peter hacéis caso de lo que os dicen. Si Peter nos hubiera hecho caso, ahora no estaría muerto. Hemos perdido a Pete y a John. No puedo soportar nada más. Así que deja de hablar con la detective. Te está utilizando para salir en los periódicos y no sería capaz de soportar otro escándalo en la familia.

Antes de que pudiera reaccionar, Jill se deshizo de mi abrazo y se acercó a su madre acalorada.

– ¡No me hables en ese tono! -gritó-. Yo estoy afectada por lo de papá y Peter, y tú no. La única que monta escándalos en esta casa eres tú. ¡Todo el mundo sabe que no querías a papá! ¡Todo el mundo sabe lo que pretendíais tú y el Dr. Mulgrave! Papá estaría…

Susan se levantó del sillón y dio una bofetada a su hermana.

– Eres una mocosa. ¿Te quieres callar de una vez?

La Sra. Thayer se puso a llorar en silencio. Jill no pudo soportar la situación y volvió a sollozar.

En aquel instante entró un hombre con aire preocupado acompañado por un guardia. Fue hasta la Sra. Thayer y le estrechó las manos.

– Margaret, he venido enseguida que me he enterado de la noticia. ¿Cómo estás?

Susan se sonrojó. Jill dejó de sollozar. Jack se sintió atrapado. La Sra. Thayer puso cara de pena en honor al recién llegado.

– Ted, qué atento eres -dijo con dignidad en apenas un susurro.

– El Dr. Mulgrave, supongo -dije.

Soltó las manos de la Sra. Thayer y se puso derecho.

– Sí, soy el Dr. Mulgrave -dijo y miró a Jack-. ¿Es policía?

– No -dije-, soy investigadora privada. La Srta. Thayer me ha contratado para que averigüe quién mató a su hermano y a su padre.

– ¿Margaret? -preguntó incrédulo.

– No. La Srta. Thayer. Jill -dije.

Jack dijo:

– La Sra. Thayer le acaba de pedir que se vaya de esta casa y que deje en paz a su hija. Creo que incluso una oportunista como usted entiende la indirecta.

– Cálmate, Thorndale -dije-. ¿Qué te carcome? Jill me pidió que viniera porque está muerta de miedo, como lo estaría cualquiera con todo este asunto. Pero vosotros estáis tan a la defensiva que me gustaría saber qué escondéis.

– ¿A qué se refiere? -gruñó.

– ¿Por qué no quieres que investigue la muerte de tu suegro? ¿Qué temes que descubra? ¿Que él y Peter te pillaron con las manos en la masa y tuviste que matarlos para que mantuvieran la boca cerrada?

Hice oídos sordos a su grito ahogado.

– ¿Y usted, doctor? ¿Acaso el Sr. Thayer descubrió que es el amante de su esposa y la amenazó con divorciarse? ¿Pero usted pensó que una viuda rica era mucho mejor que una mujer que probablemente no tenía derecho ni a pensión alimenticia?

– Oiga, como quiera que se llame. No tengo por qué escuchar todas esas mentiras -dijo Mulgrave.

– Entonces, váyase -dije-. O tal vez Lucy utiliza la casa como centro de operaciones para organizar robos en esta zona residencial. Las criadas acostumbran a saber dónde se guardan las joyas y los documentos importantes. Cuando el Sr. Thayer y su hijo estaban a punto de pillarla, contrató a alguien para que los matara.

Sonreí entusiasmada a Susan, que intentaba balbucear algo. Me estaba dejando llevar por mi imaginación.

– Seguramente también podría encontrar un motivo para ti. Lo que intento decir es que tenéis una actitud tan hostil que da mucho que pensar. Cuanto más os empeñáis en que no investigue, más pienso que debo de tener razón.

Se quedaron callados un buen rato. Mulgrave se había sentado al lado de la Sra. Thayer y le volvía a estrechar las manos. Susan parecía un gatito a punto de escupir a un perro. Mi clienta estaba abstraída en una silla de bambú con los puños en la falda.

– ¿Nos está amenazando? ¿Está amenazando a la familia Thayer?

– Si esto significa que estoy amenazando con hallar la verdad, sí; si significa sacar un montón de trapos sucios a la luz, no.

– Un momento, Ted -dijo Jack, e hizo un gesto con el brazo a Ted-. Sé lo que quiere.

Me miró.

– ¿Vamos? ¿Cuánto quiere? -dijo sacando el talonario.

Mis dedos estuvieron a punto de agarrar la Smith & Wesson y darle un golpe con la culata.

– No seas tan ingenuo, Thorndale -dije bruscamente-. Hay algunas cosas en este mundo que el dinero no puede comprar. No me importa lo que tú o tu suegra, o incluso el alcalde de Winnetka diga al respecto. El caso es que yo estoy investigando este asesinato, estos asesinatos -sonreí amargamente-. Hace dos días John Thayer intentó sobornarme con 5.000 dólares para que dejara de investigar. Los de este barrio vivís en un mundo de ficción. Pensáis que podéis comprar a cualquiera para que os esconda los trapos sucios como hacéis con el barrendero para que se lleve la basura, o con Lucy, para que la limpie y la saque a la calle. La vida no funciona así. John Thayer está muerto. No tuvo bastante dinero para que se llevaran la porquería en la que estaba envuelto él y su hijo. El motivo de sus asesinatos ha dejado de ser un asunto privado. Ya no os pertenece. Quien lo desee, puede investigar para averiguarlo. Y yo pienso hacerlo.

La Sra. Thayer sollozaba en silencio. Jack se sentía incómodo. Con un intento de salvar su dignidad, dijo:

– Si quiere meter baza en algo que no le incumbe, no podremos impedírselo, pero pensamos que de estos temas es mejor que se encargue la policía.

– Pues no es que se les dé muy bien el tema -dije-. Pensaban que tenían al asesino entre rejas, pero mientras se estaba comiendo su desayuno en la prisión, asesinaron a John Thayer.

Susan se volvió hacia Jill.

– ¡Todo esto es culpa tuya! Por traer a esta persona. Has dejado que nos insulte y nos humille. Nunca había pasado tanta vergüenza en mi vida. Asesinan a papá y a ti sólo se te ocurre traer a una forastera para que nos insulte.

Mulgrave se puso frente a la Srta. Thorndale, y Jack y Susan empezaron a hablar con él a la vez. Mientras discutían, me acerqué a Jill y me arrodillé a su lado para verle la cara. Parecía que estaba a punto de desmayarse o de sufrir un ataque de histeria.

– Creo que te iría bien alejarte de este ambiente. ¿Tienes algún amigo o pariente con el que puedas quedarte unos días hasta que pase lo peor del temporal?

Pensó un momento, y luego negó con la cabeza.

– No. Tengo muchos amigos pero no creo que sus madres me quisieran en sus casas -sonrió con amargura-. Por el escándalo, que decía Jack. Ojalá estuviera Anita aquí.

Dudé unos instantes.

– ¿Te gustaría venir a Chicago conmigo? A mí me han destrozado el piso y estoy en casa de una amiga, pero seguro que le encantaría que te quedaras unos días.

Seguro que a Lotty no le importaría otra descarriada. Tenía que hacerle unas cuantas preguntas a Jill y no podía estar cerca de su familia. Era fuerte, y podría resistirlo, pero no tenía por qué aguantar todo aquello cuando estaba en estado de shock por la muerte de su padre.

Se le iluminaron los ojos.

– ¿De verdad?

Hice que sí con la cabeza.

– ¿Por qué no vas arriba y coges algo de ropa mientras ellos siguen discutiendo?

Cuando salió de la habitación, expliqué la situación a la Sra. Thayer. Como era de esperar, mi comentario enfureció a toda la familia. Pero al final Mulgrave dijo:

– Creo que lo más importante es que Margaret, la Sra. Thayer, pueda descansar. Si Jill le destroza los nervios, sería conveniente que se fuera unos días. Puedo encontrar referencias de la detective, y si no es de fiar, siempre podemos traer a Jill de vuelta.

La Sra. Thayer hizo una mueca como si fuera una mártir.

– Gracias, Ted. Si tú dices que es conveniente, te creo. Mientras viva en un barrio seguro, Srta…

– Warshawski -dije secamente-. Por lo menos esta semana no han asesinado a nadie.

Mulgrave y Jack acordaron que tenía que darles alguna referencia para que pudieran llamar. Vi que sólo lo hacían para guardar las apariencias, y les di el teléfono de uno de mis antiguos profesores de derecho. Si le preguntaban por mí, se quedaría estupefacto, pero me dejaría bien.

Cuando volvió Jill, noté que se había cepillado el pelo y se había lavado la cara. Se acercó a su madre, que seguía en el sofá.

– Lo siento, mamá, no quería gritarte.

La Sra. Thayer sonrió lánguidamente.

– No te preocupes. No puedes entender cómo me siento ahora -y me miró a los ojos-. Trátela bien, por favor.

– Por supuesto -contesté.

– No quiero problemas -dijo Jack.

– Lo tendré en cuenta, Sr. Thorndale.

Cogí la maleta y Jill me siguió hacia la puerta.

En el umbral se paró para despedirse de su familia.

– Bueno, adiós -dijo.

Todos la miraron pero nadie dijo nada.

Cuando llegamos a la puerta principal, informé al sargento de que la Srta. Thayer se quedaría unos días en mi casa para descansar. ¿La policía había tomado todas las declaraciones que necesitaba? Habló un rato con su teniente por el walkie-talkie y me pidió que le diera mi dirección antes de marcharnos. Se la di y nos fuimos.

Jill no dijo nada de camino a Edens. Tenía la vista fijada en el infinito y no prestaba atención al paisaje. Cuando llegamos al atasco de la salida de Kennedy, se incorporó en el asiento para mirarme.

– ¿Cree que he hecho mal dejando a mi madre así?

Reduje la velocidad para que me adelantara un camión de 50 toneladas.

– La verdad, Jill, yo creo que estaban jugando con tus sentimientos de culpabilidad y finalmente han conseguido que te sientas culpable. A lo mejor es eso lo que querían.

Tardó un rato en digerir la información.

– ¿Es un escándalo la forma en que mataron a mi padre?

– Supongo que la gente estará cuchicheando sobre el asunto y por eso Jack y Susan se sienten tan violentos.

Pero la pregunta importante es ¿por qué lo mataron?, y la respuesta no tiene que ser forzosamente escandalosa para ti.

Adelanté a un repartidor del Herald Star.

– Lo realmente importante es que sepas qué es, para ti, lo que está bien y lo que no. Si tu padre se enredó con gente que lo soluciona todo con armas, a lo mejor fue porque le obligaban a hacer algo que él no creía que estuviera bien. Eso no es ningún escándalo. Aunque se hubiera metido en algún asunto turbio, no debería afectarte sí tú no quieres que te afecte.

Cambié de carril.

– Yo no creo que tengamos que pagar por los pecados de nuestros padres y no creo en la gente que se pasa la vida buscando venganza.

Jill puso cara de no saber de qué le estaba hablando.

– A veces pasa. Si quieres que pase, claro. Fíjate en tu madre. Es una mujer infeliz, ¿verdad?

Jill asintió.

– Seguramente es infeliz por cosas que pasaron hace treinta años. Pero ella lo ha querido así. Tú también puedes escoger. Imagina que tu padre cometió algún delito y lo descubrimos. Será duro para ti pero no tiene que ser un escándalo ni amargarte la vida si tú no quieres. Nos pasan muchas cosas que no podemos controlar y que no son culpa nuestra, como los asesinatos de tu padre y de tu hermano. Lo que sí puedes controlar es cómo van a afectarte estos hechos. Puedes dejar que te amarguen, aunque creo que eso no va con tu carácter, o puedes aprovecharlos para aprender y madurar.

Me di cuenta de que me había saltado la salida de Addison y tuve que girar por la rampa de Belmont.

– Lo siento. He convertido la respuesta en un sermón y me he despistado tanto que me he pasado la salida. ¿Me perdonas?

Jill asintió y se quedó callada otra vez. Subí por Pulaski y giré al este por Addison.

– Me siento sola sin Peter -dijo al rato-. Era el único de mi familia que se preocupaba por mí.

– Te va a costar superarlo -le dije con ternura agarrándole la mano.

– Gracias por todo, Srta. Warshawski -musitó.

Tuve que inclinarme para oírla.

– Mis amigos me llaman Vic -le dije.

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