14.- En el calor de la noche

A las siete salí de casa de Lotty hacia la reunión de Mujeres Universitarias Unidas. Había dormido tres horas por la tarde y estaba como una rosa. La fritata, una receta que aprendí de mi madre, quedó muy buena, y Paul se deshizo en elogios. Además, me ayudó con la cena: preparó una ensalada y añadió tostadas a la fritata. Paul creía que su trabajo de guardaespaldas incluía pasar la noche en casa de Lotty, así que se trajo un saco de dormir. El comedor era el único sitio donde podía dormir, le advirtió Lotty.

– Y no te muevas de allí -añadió.

Jill estaba encantada. Me gustaría ver la cara que pondría su hermana si volviera a casa con Paul y lo presentara como su novio.

No había tráfico en la ciudad porque la mayoría de la gente había salido a tomar el fresco a pie. En verano, ésta es la parte del día que más me gusta. Hay algo en el aire que evoca la magia de la infancia.

No tuve ningún problema para aparcar en el campus, y entré en la sala de la asociación antes de que empezara la reunión. Habría una docena de mujeres vestidas con camisetas enormes y pantalones desteñidos o faldas tejanas hechas de retazos de pantalones y cosidas con las costuras fuera. Yo llevaba tejanos y una camiseta ancha para disimular la pistola, pero aun así, iba más arreglada que cualquiera de ellas.

Gail Sugarman, que se encontraba entre el grupo de mujeres, me reconoció enseguida y dijo:

– ¡Eh! Te has acordado de la reunión.

Todos los ojos se pusieron en mí.

– Se llama… -y se quedó cortada-. He olvidado cómo te llamas, pero me acuerdo que tenías un nombre italiano. Da igual. La conocí el otro día en la cafetería, le hablé de las reuniones, y aquí está.

– No serás periodista… -dijo una mujer del grupo.

– No -dije en un tono neutral-. Estudié filosofía y letras en esta universidad, una licenciatura que ya no existe. La semana pasada vine a hablar con Harold Weinstein y conocí a Gail por casualidad.

– Weinstein -rezongó otra mujer-. Se cree radical por llevar camisetas y despotricar contra el capitalismo.

– Es verdad -dijo otra-. Lo tuve en «El poder de las empresas y el poder de los sindicatos». Dijo que la opresión dejó de existir cuando Ford perdió la batalla contra el sindicato de trabajadores de automóviles en los años cuarenta. Si le decías que las mujeres estaban marginadas, no sólo en las empresas, sino también en los sindicatos, te contestaba que esto no era opresión, que sólo era un reflejo de las costumbres sociales de hoy en día.

– Con este argumento justifica todo tipo de opresión -dijo una mujer rechoncha con el pelo corto y rizado-. Claro, los campos de trabajo de Stalin reflejaban las costumbres soviéticas de los años treinta. Y qué decir del exilio de Scheransky condenado a trabajos forzados…

La delgadita y morena Mary, la mujer que estaba en la cafetería con Gail el viernes pasado, intentó poner orden en el grupo.

– No tenemos nada preparado para hoy -dijo-. En verano somos tan pocas que no podemos justificar la presencia de un conferenciante. Pero podemos sentarnos en círculo y hacer un debate.

Mary daba unas caladas interminables al cigarrillo, como si quisiera succionarlo entero. Tuve la impresión de que no se creía mi historia, pero a lo mejor era cosa de los nervios.

Me senté en el suelo de inmediato y doblegué las piernas hasta tener las rodillas a la altura de la barbilla. Me dolía un poco la pantorrilla. Las otras mujeres se fueron sentando poco a poco después de coger una taza de café con una pinta horrible. Cuando entré en la sala me fijé en aquel brebaje requemado y pensé que no era imprescindible tomar una taza para demostrar que formaba parte del grupo.

Cuando sólo faltaban dos mujeres para sentarse, Mary propuso que nos presentáramos.

– Hoy han venido dos compañeras nuevas -dijo-. Yo me llamo Mary Annasdaughter.

Se giró hacia la mujer que estaba sentada a su derecha, la que se había quejado por la exclusión de las mujeres en los sindicatos. Cuando me tocó presentarme, simplemente dije:

– Me llamo V. I. Warshawski, pero casi todo el mundo me llama Vic.

Cuando se acabó la ronda de presentaciones, una mujer se había quedado con la curiosidad.

– ¿Te identificas con las iniciales o Vic es tu nombre verdadero?

– Vic es un apodo -dije-. Normalmente me presento con las iniciales. Cuando empecé a trabajar de abogada descubrí que si mis colegas y oponentes de sexo masculino no conocían mi nombre de pila, no se atrevían a tratarme con tanta condescendencia.

– Muy bueno -dijo Mary retomando las riendas de la reunión-. Me gustaría ver qué podemos hacer para respaldar la caseta de Igualdad de Derechos en la Feria del Estado de Illinois. La Asociación Nacional de Mujeres monta todos los años una caseta y vende libros, pero este año quieren hacer algo más; han pensado organizar un pase de diapositivas y necesitan ayuda. Gente que pueda ir uno o más días a Springfield durante la segunda semana de agosto para ayudarlas con las diapositivas y la caseta.

– ¿Nos dejarán un coche? -dijo la regordeta del pelo rizado.

– Supongo que depende del número de voluntarios. Seguramente yo iré. Si os apuntáis, podemos coger el autobús todas juntas. No está tan lejos.

– ¿Y dónde dormiríamos? -alguien quiso saber.

– Yo había pensado acampar -dijo Mary-. Pero seguramente encontraréis mujeres de la organización que quieran compartir una habitación de hotel. Ya lo preguntaré.

– No me gusta la idea de hacer algo para la Asociación Nacional de Mujeres -dijo una mujer con las mejillas rosadas y el pelo hasta la cintura. Llevaba un peto y una camiseta encima; tenía el aspecto de una matrona victoriana.

– ¿Por qué, Annette? -preguntó Gail.

– No tocan los problemas realmente importantes: la posición social de la mujer, las desigualdades en el matrimonio, el divorcio, el cuidado de los niños… Además, siempre lamen el culo de algún político. A la que un candidato hace un miserable gesto hacia los niños, ya lo respaldan, y se olvidan de que no hay mujeres en su partido y de que su mujer es un mero florero que se queda en casa a apoyar su carrera.

– Nunca tendrás justicia social si no consigues primero unas igualdades políticas y económicas básicas -dijo una mujer corpulenta que se llamaba Ruth, creo-. Contra los poderes políticos se puede luchar. No puedes arrancar de cuajo la opresión de hombres y mujeres sin ninguna herramienta: la ley es tu herramienta.

Este argumento era muy viejo: se remontaba a los inicios del feminismo radical de finales de los sesenta. ¿Nos concentramos en la igualdad de derechos y de salarios, o intentamos cambiar toda la sociedad y establecer nuevos roles sexuales? Mary dejó que discutieran durante diez minutos. Después dio unos golpecitos en el suelo con los nudillos.

– No quiero que nos pongamos de acuerdo en lo que pensamos sobre la Asociación de Mujeres, ni siquiera sobre la Enmienda de la Igualdad de Derechos -dijo-. Sólo me gustaría saber a quién le gustaría ir a Springfield.

Gail fue la primera voluntaria, como era de esperar, y luego Ruth. Las dos que habían estado criticando las opiniones de Weinstein también se apuntaron.

– ¿Y tú, Vic? -preguntó Mary.

– Gracias, pero no -dije.

– ¿Por qué no nos dices qué has venido a hacer exactamente? -dijo Mary con sequedad-. Aunque sea cierto que estudiaste en la Universidad de Chicago, nadie viene a un grupo de discusión un martes por la noche para comprobar si ha cambiado el campus.

– Tienes razón, no ha cambiado tanto. He venido porque estoy buscando a Anita McGraw. Aunque no os conozca, sé que Anita estaba en este grupo, y espero que alguien pueda decirme dónde está.

– En ese caso, ya puedes irte -dijo Mary enfadada.

El grupo se me comía con las miradas. Sentía su hostilidad como una fuerza física.

– La policía ya ha venido varias veces. Ahora habrán pensado que podían meter a una poli para ver si conseguía sonsacarnos la dirección de Anita, suponiendo que la tuviéramos. Yo no sé dónde está, y no sé si alguien de esta sala lo sabe. Pero la pasma no puede dejarnos tranquilas, ¿no?

No hice ningún gesto.

– No soy policía ni periodista. ¿Piensas que la policía busca a Anita para acusarla de la muerte de Peter?

– Claro -rezongó Mary-. Han estado preguntando si Peter se acostaba con otras chicas y si Anita era celosa, o si él había escrito un testamento y le había dejado dinero. Lo siento. Ya puedes irte y decirles que no se saldrán con la suya.

– Me gustaría plantear otra versión -dije.

– Vete a la mierda -dijo Mary-. No nos interesa. Vete de aquí.

– No me iré hasta que no me hayáis escuchado.

– ¿Quieres que la eche, Mary? -preguntó Annette.

– Inténtalo -dije-. Pero os pondréis más furiosas si hago daño a alguien, y de todas formas no pienso irme hasta que no hayáis escuchado lo que quiero deciros.

– Está bien -dijo Mary de mal humor y sacó el reloj del bolsillo-. Tienes cinco minutos. Después Annette te echará.

– Gracias. Mi historia es corta. Puedo adornarla más tarde si tenéis alguna pregunta. Ayer asesinaron a John Thayer, el padre de Peter, delante de su casa. La policía cree que lo mató un asesino a sueldo que tienen fichado, aunque no tienen ninguna prueba. Yo creo, al contrario que la policía, que es el mismo hombre que mató a Peter el pasado lunes. ¿Por qué asesinaron a Peter? Pues porque descubrió algo que podía perjudicar a un sindicalista muy poderoso y muy corrupto. No he descubierto lo que sabía Peter, pero me imagino que tiene que ver con transacciones de dinero ilegales. También es probable que su padre estuviera metido en este asunto, al igual que su jefe.

Estiré las piernas y apoyé las manos en el suelo. Nadie decía nada.

– Todo esto son suposiciones. No tengo ninguna prueba que pueda llevar a los tribunales, pero tengo bastante experiencia en observar las relaciones y las reacciones de las personas. Si mis suposiciones son ciertas, la vida de Anita McGraw está en grave peligro. Lo más probable es que Peter Thayer contara a Anita lo que había descubierto, y que cuando ella encontró su cadáver el lunes, se asustara y se fugara. Mientras esté viva y sea la única que conozca el secreto de la historia, sea cual sea, los hombres que mataron dos veces para que no saliera a la luz no tendrán ningún reparo en matarla a ella también.

– Sabes muchas cosas -dijo Ruth-. ¿Cómo puedes saber tanto del tema si no eres ni policía ni periodista?

– Soy investigadora privada -dije como si no fuera conmigo-. Mi cliente es una chica de catorce años que vio cómo mataban a su padre y que está muy asustada.

Mary seguía enfadada.

– Eso es lo mismo que ser policía. Da igual quién pague tu sueldo.

– Te equivocas -dije-. Hay una gran diferencia. Yo tomo mis propias decisiones, no dependo de una jerarquía de agentes, oficiales e inspectores.

– ¿Qué pruebas tienes? -preguntó Ruth.

– El viernes pasado me dio una paliza el jefe del asesino a sueldo que seguramente mató a los Thayers. Quería que dejara el caso. Aunque no puedo demostrarlo por el momento, creo que sé quién lo contrató: un hombre que consiguió el contacto a través de un socio que tiene relaciones con criminales reputados. Este hombre es el que contrató a Peter este verano. Y sé que el hombre que tiene contactos con criminales se veía con el jefe de Peter. Su ex jefe. Todavía no he descubierto si se trata de dinero, pero me lo imagino. En ese ambiente, un escándalo sexual no viene a cuento, y tampoco creo que se trate de espionaje.

– ¿Y de droga? -preguntó Gail.

– No creo -dije-. Aunque es verdad que es una fuente ilegal de dinero que no hace ascos al asesinato para protegerse.

– Sinceramente, V. I., Vic, o como te llames, no me has convencido. No creo que Anita esté en peligro. Pero si alguien no está de acuerdo conmigo y sabe dónde está Anita, adelante, traicionadla.

– Tengo otra pregunta -dijo Ruth-. Suponiendo que supiéramos dónde está y te lo dijéramos, ¿en qué saldría ganando Anita si todo lo que has dicho es cierto?

– Si descubro en qué consiste exactamente el negocio ilegal, podré conseguir pruebas definitivas de quién es el asesino -dije-. Cuanto antes lo averigüe, menos probabilidades tendrá el asesino de encontrar a Anita.

Nadie hablaba. Esperé, callada, durante un rato. En el fondo deseaba que Annette intentara echarme. Me apetecía romperle el brazo a alguien. Las mujeres radicales son tan paranoicas, y las estudiantes radicales combinan la paranoia con el aislamiento y la pomposidad. Podría romperles los brazos a todas para divertirme un rato. Annette no se movió. Y nadie me dio la dirección de Anita.

– ¿Satisfecha? -preguntó Mary triunfante y con una sonrisita de suficiencia.

– Gracias por vuestro tiempo, compañeras -dije-. Si alguien cambia de opinión, os dejo tarjetas de visita con mi número de teléfono al lado del café.

Las dejé en la mesa y me fui.

Estaba muy deprimida de camino a casa. Peter Wimsey se habría camelado a todas esas zafias radicales hasta que babearan por él. Nunca habría desvelado que era detective; habría empezado una charla inteligente para descubrir todo lo que quería saber y después habría dado doscientas libras a la Fundación para la Liberación de las Lesbianas.

Torcí a la izquierda por la avenida Lake Shore disfrutando del placer de ir a toda velocidad hasta perder casi el control del coche. Me daba igual si me paraban. Recorrí los cinco kilómetros que hay entre la calle 51 y la plaza McCormick en tres minutos. En aquel momento me di cuenta de que me estaban siguiendo.

La velocidad máxima permitida era 70, y aunque yo iba a 120, veía las mismas luces en el retrovisor desde que había entrado en la avenida. Reduje la velocidad y me puse en el carril de la derecha. El otro coche no cambió de carril pero también redujo la velocidad.

¿Desde cuándo me estaban siguiendo y por qué? Si Earl quisiera eliminarme, había tenido muchas oportunidades; no tenía ninguna necesidad de perder dinero en sicarios para seguirme. A lo mejor no sabía dónde había ido después de dejar mi piso, pero no era muy probable. Había dejado el número de Lotty en mi contestador, y es muy fácil conseguir una dirección a través de la compañía de teléfonos, si tienes el número.

A lo mejor buscaban a Jill y no sabían que estaba en casa de Lotty. Seguí conduciendo a poca velocidad sin cambiar de carril ni salir de la autopista precipitadamente. Mi acompañante seguía en el carril del medio y había dejado pasar a unos cuantos coches. A medida que nos acercábamos al centro, la autopista estaba más iluminada y pude ver mejor el coche; parecía un sedán gris.

Si cogían a Jill, tendrían un arma poderosa para que dejara el caso. Pero era casi imposible que Earl pensara que yo tenía un caso. Me había asustado y me había destrozado el piso, y había conseguido que la policía detuviera a alguien. Por lo que yo sabía, y a pesar de la muerte de John Thayer, Donald Mackenzie seguía encarcelado. Tal vez creyeran que los llevaría hasta el documento que no vieron en el piso de Peter y que no encontraron en el mío.

La frase «llevaría hasta» me dio la clave. Claro. No les interesaba yo, ni Jill, ni siquiera la reclamación. Buscaban a Anita, como yo, y pensaban que podría llevarles hasta ella. ¿Pero cómo habían averiguado que esta noche iría al campus? No lo habían averiguado, me habían seguido hasta allí. Cuando hablé con McGraw, le dije que tenía una pista que me llevaría hasta Anita; él se lo habría dicho a… ¿Smeissen? ¿Masters? No me convencía que McGraw delatara a su hija. Tendría que habérselo dicho a alguien de su confianza. A Masters seguro que no.

Si mis deducciones eran ciertas, tenía que dejar que siguieran con sus conjeturas. Mientras creyeran que sabía algo, seguramente mi vida no corría peligro. Salí de la avenida por la fuente de Buckingham y vi los chorros de agua de colores que iluminaban la noche. Un montón de gente estaba disfrutando del espectáculo. Tal vez podría perderme en la multitud, pero no me convenció la idea. Seguí hasta la avenida Michigan y aparqué en la acera de enfrente del hotel Conrad Hilton. Cerré la puerta del coche y crucé la calle tranquilamente. Desde la entrada del hotel eché un vistazo fuera hasta que vi como el sedán aparcaba delante de mi coche. Sin esperar a ver qué hacían sus ocupantes, caminé a toda prisa por el pasillo del hotel que daba a una entrada lateral, en la calle Eighth.

En esta parte del hotel vendían billetes de aviones, y justo cuando pasaba por delante de los mostradores, un portero dijo: «Ultimo aviso para los pasajeros que van al aeropuerto. El autobús va directo a O'Hare Field». Sin pensármelo un momento y sin mirar atrás, adelanté a un grupo de sonrientes azafatas y subí al bus. Las azafatas subieron detrás mío tranquilamente; el conductor comprobó que todo el mundo hubiera subido y arrancó. Cuando giramos por Michigan, vi a un hombre que miraba a un lado y al otro de la calle. Tal vez era Freddie.

El autobús cruzó el Loop pesadamente hasta llegar a la calle Ontario, unas doce manzanas al norte, mientras yo miraba por la ventanilla de atrás; creo que la escasa imaginación de Freddie no consideró la posibilidad de que me hubiera subido al bus.

A las nueve y media llegamos a O'Hare. Al salir del bus me escondí a la sombra de una enorme columna que sostenía la terminal, pero no vi ningún sedán gris. Estaba a punto de salir de mi escondite cuando pensé que a lo mejor tenían un segundo coche; comprobé que no hubiera ningún vehículo que hiciera el mismo recorrido más de una vez, y me fijé en los ocupantes de los coches para ver si reconocía a algún socio de Smeissen. A las diez decidí que ya no había peligro y cogí un taxi para ir a casa de Lotty.

Le dije al conductor que me dejara al principio de la calle. Cogí el callejón que daba detrás del edificio con la mano agarrada a la pistola. No vi a nadie excepto a un grupito de adolescentes aburridos que bebían cerveza.

Tuve que dar varios porrazos a la puerta trasera para que Lotty me oyera y me abriera. Arqueó sus negras y espesas cejas en señal de sorpresa.

– ¿Problemas? -dijo.

– Un poco, en el centro. A lo mejor hay alguien vigilando la casa.

– ¿Jill? -preguntó.

– No creo. Se piensan que les llevaré hasta Anita McGraw. Mientras no la encuentre, o la encuentren ellos primero, creo que estamos bastante a salvo.

Moví la cabeza para mostrar mi preocupación.

– Pero no me gusta. Podrían secuestrar a Jill si pensaran que sé dónde está Anita. Estoy segura de que alguna de estas malditas radicales sabe dónde está, pero creen que son nobles y que están ganando una guerra contra la pasma, y no van a decírmelo. Es frustrante.

– Entiendo -dijo Lotty muy seria-. A lo mejor no es tan buena idea que Jill se quede aquí. Está mirando una película con Paul -añadió señalando el salón con la cabeza.

– He dejado el coche en el centro -dije-. Cuando salí de la universidad, vi que me seguían. Los despisté en el Loop y cogí un autobús hasta O'Hare, un viaje muy largo y caro para deshacerme de ellos, pero funcionó. He quedado con Jill para que me acompañe mañana a Winnetka para rebuscar entre los papeles de su padre, pero tal vez sería mejor que se quedara aquí.

– Vamos a consultarlo con la almohada -sugirió Lotty-. A Paul le encanta cuidar de Jill pero creo que no tendría muchos recursos para enfrentarse a hombres armados. Además, está estudiando arquitectura y no debería perderse demasiadas clases.

Fuimos al salón. Jill estaba acurrucada en el sofá-cama mirando la película. Paul, tumbado en el suelo boca arriba, alzaba la vista a cada rato para comprobar que Jill estaba bien. Jill parecía no darse cuenta de la impresión que daba, la de su primera conquista, pero estaba encantada de la vida.

Fui a la habitación de los invitados para hacer unas cuantas llamadas. Larry Anderson me dijo que mi piso estaba a punto.

– Pensé que no querrías guardar el sofá, así que se lo llevó uno de los chicos. Y respecto a la puerta, tengo un amigo que tiene buena mano con la carpintería. Tiene una puerta de roble muy bonita que consiguió de no sé qué mansión. Si quieres, puede ponértela y añadirle unos cerrojos.

– Larry, no sé cómo agradecértelo -dije, conmovida-. Lo de la puerta me parece muy buena idea. ¿Cómo habéis cerrado hoy?

– Con clavos -dijo alegremente.

Larry y yo habíamos estudiado juntos pero él abandonó antes que yo. Charlamos un rato y después colgué para llamar a Ralph.

– Soy yo, Sherlock Holmes -dije-. ¿Cómo van tus reclamaciones?

– Muy bien. El verano es la época de más accidentes con tanta gente en la carretera. Tendrían que quedarse en casa, pero seguro que entonces se cortarían las piernas con el cortacésped y tendríamos que indemnizarles de todas formas.

– ¿Devolviste la reclamación a su sitio sin problemas?

– De hecho, no. No encontré el archivo. Pero he mirado en su cuenta bancaria. Tuvo que pasarle algo grave porque hace cuatro años que le mandamos un cheque semanal -dijo, y se le escapó la risa-. Quería fijarme en la cara de Yardley para ver si era culpable de asesinato múltiple, pero se ha tomado la semana libre, supongo que por el disgusto de la muerte de Thayer.

– Vaya.

No iba a molestarme en contarle que había descubierto una relación entre Masters y McGraw; estaba cansada de discutir con él sobre si tenía un caso o no.

– ¿Cenamos juntos mañana por la noche? -preguntó.

– Mejor el jueves -sugerí-. Mañana no sé cómo voy a acabar el día.

Cuando acababa de colgar, llamaron.

– Residencia de la Dra. Herschel -contesté.

Era mi periodista favorito: Murray Ryerson.

– Me han soplado que Tony Bronsky seguramente mató a John Thayer.

– ¿Ah sí? ¿Y vas a publicarlo?

– Creo que sólo publicaremos una foto de una banda de gángsters. No tenemos pruebas, nadie lo vio en el escenario del crimen, pero huele a chamusquina. Nuestro asesor legal dice que es mejor que no pongamos su nombre porque nos podrían llevar a juicio.

– Gracias por mantenerme informada -dije educadamente.

– No he llamado sólo por caridad -dijo Murray-. Aunque no sea muy astuto, he caído en la cuenta de que Bronsky trabaja para Smeissen. Cuando charlamos ayer en el restaurante, mencionamos a Smeissen varias veces. ¿Qué pinta en este asunto? ¿Por qué mataría a un respetable banquero y a su hijo?

– No tengo ni pajolera idea, Murray -dije, y colgué.

Volví al salón para ver el final de la película, Los cañones de Navarone, con Lotty, Jill y Paul. Estaba inquieta y con los nervios a flor de piel. Lotty no tenía scotch. No tenía nada de alcohol excepto brandy. Fui a la cocina y me serví un buen trago. Lotty me miró inquisitivamente pero no dijo nada.

Alrededor de medianoche, cuando la película estaba a punto de acabarse, sonó el teléfono. Lotty lo cogió desde su cuarto y volvió angustiada. Me hizo una señal para que la siguiera hasta la cocina.

– Era un hombre -susurró-. Preguntó si estabas aquí, y cuando le dije que sí, colgó.

– Mierda -musité-. Ahora no podemos hacer nada. Mañana por la noche mi piso ya estará listo. Me iré de aquí y me llevaré esta bomba de relojería de tu casa.

Lotty movió la cabeza de un lado para otro y torció el gesto.

– No te preocupes, Vic. Sé que algún día harás una donación a la Asociación de Médicos de América.

Lotty mandó a Jill a la cama sin miramientos. Paul desplegó su saco de dormir. Le ayudé a arrimar la pesada mesa de nogal a la pared, y Lotty le trajo una almohada de su habitación y se fue a dormir también.

Hacía mucho calor. Las delgadas paredes de ladrillo de casa de Lotty resguardaban un poco del bochorno y los ventiladores removían el aire sin cesar en la cocina y en el comedor para facilitar el sueño. Pero para mí, el aire era irrespirable. Tumbada en el sofá-cama en camiseta, sudaba, dormía un poco, me despertaba, daba vueltas y volvía a dormirme. Al final me levanté enfadada. Quería hacer algo, pero no podía hacer nada. Encendí la luz. Eran las 3.30.

Me puse unos tejanos y caminé de puntillas hasta la cocina para prepararme un café. Mientras el agua goteaba a través del filtro de porcelana blanca, busqué en el salón algo para leer. De madrugada, todos los libros parecen igual de aburridos. Al final me quedé con Viena en el siglo diecisiete, de Dorfman, me serví una taza de café y fui pasando páginas que hablaban de la devastadora peste que siguió a la Guerra de los Treinta Años, y de la calle llamada Graben, «la tumba», porque en ella habían enterrado a mucha gente. Aquella terrible historia me puso más nerviosa de lo que estaba.

Por encima del zumbido de los ventiladores, oí el teléfono que sonaba en la habitación de Lotty. Habíamos desenchufado el de la habitación de Jill. Pensé que tenía que ser para Lotty, una mujer a punto de parir, el aborto de una muchacha, pero estaba tensa y no me sorprendió ver que Lotty venía hacia mí con el batín rayado.

– Es para ti. Una tal Ruth Yonkers.

Me encogí de hombros; el nombre no me decía nada.

– Siento haberte despertado -dije y caminé por el pasillo hasta la habitación de Lotty. Pensé que toda la tensión que había acumulado aquella noche se basaba en aquella llamada inesperada de una mujer desconocida. El aparato estaba en una pequeña mesa indonesia al lado de la cama de Lotty. Me senté en la cama y contesté.

– Soy Ruth Yonkers -dijo una voz ronca-. Nos conocimos hace unas horas en la reunión de la universidad.

– Ah, sí -dije calmada-. Ya me acuerdo de ti.

Era la rechoncheta que me hizo todas las preguntas al final.

– Hablé con Anita después de la reunión. No sabía si creerte o no, pero tenía que consultarlo con ella de todas formas.

Me aguanté la respiración y no dije nada.

– Me llamó la semana pasada, y me dijo que había encontrado el ca…, que había encontrado a Peter. Me hizo prometer que no le diría a nadie dónde estaba sin consultárselo antes. Ni siquiera a su padre, o a la policía. Me pareció muy extraño…

– Entiendo -dije.

– ¿De verdad? -preguntó con recelo.

– Pensaste que mató a Peter, ¿verdad? -dije sin usar un tono amenazador-. Y te sentiste atrapada cuando decidió confiar en ti. No querías traicionarla pero tampoco querías tener nada que ver con un crimen. Cuando yo aparecí en escena, te sentiste aliviada de poder recurrir a la promesa.

Ruth suspiró levemente y se le escapó una risa a medias.

– Exactamente. Eres más lista de lo que creía. No había pensado que Anita pudiera estar en peligro realmente. Ahora entiendo por qué estaba tan asustada por teléfono. Bueno, la cuestión es que la llamé y estuvimos hablando mucho rato. Nunca ha oído hablar de ti y hemos estado discutiendo si podíamos confiar en ti.

Hizo una pausa pero no la interrumpí.

– En realidad, todo se reduce a eso. Si es verdad que un grupo mafioso la busca, aunque parezca surrealista, dice que tienes razón.

– ¿Dónde está? -pregunté con suavidad.

– En Wisconsin. Te llevaré hasta ella.

– No. Dime dónde está y ya la encontraré. Me están siguiendo, y sólo empeoraría las cosas si tuviera que encontrarme contigo.

– Entonces no te diré dónde está -dijo Ruth-. Le he prometido que yo te acompañaría.

– Ruth, te has comportado como una buena amiga y has cargado con un gran peso, pero si los que persiguen a Anita descubren que tú sabes dónde está, tu propia vida correrá peligro. Deja que me arriesgue yo sola; es mi trabajo, al fin y al cabo.

Estuvimos discutiendo un rato, pero Ruth se dejó convencer. Había acumulado mucha tensión desde que Anita la llamó por primera vez, y estaba contenta de cargarle el muerto a otro. Anita estaba en Hartford, un pueblecito al noroeste de Milwaukee. Trabajaba de camarera en una cafetería. Se había cortado el pelo y se lo había teñido de negro, y se hacía llamar Jody Hill. Si me iba ahora, podría llegar a Hartford justo a la hora de abrir.

Eran más de las cuatro cuando colgué. Me sentía como nueva y con los cinco sentidos, como si hubiera dormido ocho horas plácidamente, en vez de dormitar tres miserables horas.

Lotty estaba en la cocina tomando café y leyendo.

– Lotty, lo siento mucho. Con lo poco que duermes, sólo te faltaba yo. Pero creo que es el principio del final.

– Qué bien -dijo poniendo un punto en el libro y cerrándolo-. ¿Sabes dónde está la chica que desapareció?

– Sí. Una amiga suya me ha dado la dirección. Ahora tengo que salir de aquí sin que me vean.

– ¿Dónde está?

No sabía si responderle.

– Cariño, me han interrogado expertos más obstinados que los matones de Smeissen. Y creo que alguien más debería saberlo.

Esbocé una sonrisa.

– Tienes razón. Pero el problema es: ¿qué hacemos con Jill? Teníamos que ir a Winnetka mañana, bueno, hoy, para averiguar si su padre tiene documentos que puedan demostrar su conexión con Masters y McGraw. Aunque a lo mejor Anita me da la respuesta. Pero estaría más tranquila si Jill estuviera en su casa. Todo este tinglado, Paul durmiendo bajo la mesa del comedor y Jill cuidando a los niños, me pone nerviosa. Si quiere volver y quedarse el resto del verano conmigo, genial, pero cuando se haya arreglado todo esto. Por el momento, sería mejor que volviera a su casa.

Lotty apretó los labios y clavó la mirada en el café durante un rato hasta que dijo:

– Tienes razón. Ahora ya está mejor, después de dormir dos noches de un tirón y estar rodeada de gente tranquila que la aprecia, seguramente puede volver con su familia. Estoy de acuerdo. Y todo esto de Paul es muy delicado. Es muy amable pero es muy delicado en un espacio tan reducido.

– Mi coche está delante del hotel Conrad Hilton, en el centro. No puedo ir a buscarlo porque lo estarán vigilando. A lo mejor podría ir a buscarlo mañana y llevar a Jill a su casa. Yo estaré de vuelta mañana por la noche, me despediré y te daré un poco de intimidad.

– ¿Quieres coger mi coche? -sugirió Lotty.

Lo medité un momento.

– ¿Dónde lo tienes aparcado?

– Aquí delante.

– Gracias, pero tengo que salir sin que me vean. No sé si nos están vigilando, pero buscan a Anita desesperadamente. Y han llamado antes para asegurarse de que estaba aquí.

Lotty se levantó y apagó la luz de la cocina. Miró por la ventana medio escondida por el geranio y las cortinas de gasa.

– Yo no veo a nadie. ¿Por qué no despertamos a Paul? Que coja mi coche y dé unas cuantas vueltas a la manzana. Si nadie lo sigue, que te recoja en el callejón de detrás, y tú lo dejas al final de la calle.

– No me convence. Tú te quedarás sin coche, y cuando Paul vuelva andando, si hay alguien vigilando, sospecharán de él.

– Vic, no es tu estilo encontrar tantas pegas. No nos dejarás sin coche. Tendremos el tuyo. Y por lo de Paul -dijo y se quedó pensando un rato-. Ya lo tengo: déjalo en la clínica. Que siga durmiendo ahí. Tenemos una cama por si tenemos que quedarnos alguna noche Carol o yo.

– Está bien, no voy a buscar más pegas. Despertemos a Paul y a ver qué pasa.

Paul se despertó deprisa y de buen humor. Cuando le explicamos el plan, se entusiasmó.

– Si veo a alguien merodeando por aquí fuera, ¿quieres que le pegue?

– No hace falta, cariño -dijo Lotty entre risas-. Será mejor pasar desapercibido. En Sheffield con Addison hay un bar abierto toda la noche. Llámanos desde allí.

Dejamos a Paul solo para que se vistiera. Al cabo de unos minutos apareció en la cocina peinándose el pelo hacia atrás con la mano izquierda y abrochándose una camisa azul con la derecha. Lotty le dio las llaves de su coche. Observamos a Paul, a oscuras, desde la habitación de Lotty. Nadie le atacó y subió al coche sin problemas; no vimos a nadie que lo siguiera.

Volví al salón y me vestí para salir. Lotty me miraba sin decir nada mientras cargaba la Smith & Wesson y la metía en la pistolera. Llevaba tejanos ajustados y una chaqueta primaveral encima de una camiseta de canalé.

Unos diez minutos más tarde sonó el teléfono.

– Sin problemas -dijo Paul-, pero hay alguien enfrente del edificio vigilando. Creo que será mejor que no baje por el callejón porque podría seguirme o mirar detrás de la casa de Lotty. Te espero al final del callejón, a la salida.

Le transmití la información a Lotty, que asintió con la cabeza.

– ¿Por qué no sales por el sótano? Así no te verán en la calle principal, y la puerta de detrás está camuflada por las escaleras y por los cubos de basura.

Me llevó hasta el sótano. Estaba muy nerviosa y alerta a cualquier ruido. Por la ventana vimos como la noche empezaba a dejar paso a un amanecer grisáceo. Eran las 4.40 y el silencio era sepulcral. Oímos una sirena a lo lejos, pero no pasaban coches por la calle de Lotty.

Lotty había traído una linterna para evitar encender la luz y que se viera desde la calle por la ventana lateral. Enfocó las escaleras para que pudiera guiarme, y luego la apagó. La seguí sigilosamente. Al final de las escaleras me agarró la muñeca y me llevó a través de bicicletas y una lavadora, y muy despacio abrió los cerrojos de la puerta. Se oyó un pequeño clic cuando cedieron. Esperó unos minutos antes de abrir la puerta. Se abrió sin apenas ruido; las bisagras estaban engrasadas. Me deslicé hacia fuera con zapatos de suela de crepé.

Observé el callejón escondida tras las basuras. Freddie estaba sentado contra la pared al final del callejón, unas dos manzanas más abajo. Me pareció que estaba dormido.

Subí las escaleras sigilosamente.

– Dame diez minutos -susurré al oído de Lotty-. Tengo que buscar alguna forma de escaparme sin que me vea.

Lotty asintió sin decir nada.

Desde las escaleras observé a Freddie otra vez. ¿Tenía la habilidad de hacerse el dormido? Salí de detrás de los cubos de basura y caminé hasta el siguiente edificio apoyada en la pared y con la mano derecha en la culata. Freddie no se movió. Arrimada a la pared, me deslicé por el callejón. Cuando estaba más o menos a la mitad, me puse a correr silenciosamente.

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