1.- Verano

El ambiente de la noche era húmedo y denso. Mientras bordeaba el lago Michigan con el coche dirección sur, el hedor de los arenques perfumaba ligeramente el aire sofocante. En el parque se veían destellos de pequeñas barbacoas nocturnas. Un montón de luces rojas y verdes se deslizaban por el agua e iluminaban a la gente que intentaba aliviarse del bochorno. Fuera del agua el tráfico era denso, la ciudad se revolvía inquieta intentando respirar. Era julio en Chicago.

Dejé la avenida paralela al lago en la calle Randolph y giré por el río Wabash bajo los arcos de acero del metro aéreo. Aparqué en Monroe y bajé del coche.

A medida que te alejabas del lago, la ciudad era más tranquila. South Loop, sin más atractivo que algunos peep-shows y el calabozo de la ciudad, estaba desierto. Un borracho que se tambaleaba era mi única compañía. Crucé el Wabash y entré en el edificio Pulteney, al lado del estanco de la calle Monroe. Por la noche parecía un sitio horrible para tener un despacho. El mosaico de la entrada estaba sucio y desconchado, y se diría que nunca fregaban el linóleo rajado del suelo. El vestíbulo tiene que transmitir una sensación de tranquilidad a los clientes potenciales.

Llamé al ascensor. Nada. Probé otra vez. Tampoco pasó nada. Empujé la pesada puerta que llevaba a las escaleras y subí lentamente hasta el cuarto piso. Hacía fresco en las escaleras y me demoré unos minutos antes de encaminarme por el pasillo mal iluminado hacia la parte este, donde los alquileres son más baratos porque todos los despachos dan al metro aéreo del Wabash. Aun con aquella luz tan tenue, alcancé a leer el rótulo de la puerta: V. I. Warshawski, investigadora privada.

Había llamado a mi contestador desde una gasolinera del norte de la ciudad; pura rutina de camino a casa antes de ducharme, poner el aire acondicionado y cenar tarde. Me sorprendí cuando me dijeron que habían llamado y me preocupé cuando me dijeron que no habían querido dejar un nombre. Los clientes anónimos son un coñazo. Casi siempre esconden algo, a menudo delictivo, y no se identifican para que no puedas saber antes de tiempo qué esconden.

El tipo se presentaría a las nueve y cuarto, así que no tendría tiempo de cenar. Había perdido la tarde bajo un calor sofocante intentando encontrar la pista de un impresor que me debía 1.500 dólares. La primavera pasada impedí que una cadena hiciera competencia desleal a su empresa, y ahora me arrepentía de haberlo ayudado. Si mi cuenta bancaria no estuviera tan anémica, habría ignorado la llamada. Tal como estaban las cosas, me armé de valor y abrí la puerta.

Con la luz encendida mi despacho tenía un aire espartano pero no desagradable; me animé un poco. Así como mi piso siempre está hecho un desastre, mi despacho suele estar ordenado. Había comprado la mesa grande de madera en una subasta de la policía. La pequeña Olivetti portátil había pertenecido a mi madre, al igual que la reproducción de los Uffizi que colgaba encima del archivador verde. Intentaba causar buena impresión a los clientes. Dos sillas un tanto incómodas completaban mi conjunto de muebles. No pasaba mucho tiempo aquí y no necesitaba más comodidades.

Hacía días que no había venido y tenía un montón de facturas y cartas acumuladas. Una empresa de ordenadores quería hacerme una demostración de lo que eran capaces de hacer los ordenadores para ayudarme en mi negocio. No sé si un IBM portátil sería capaz de encontrar clientes que pagaran.

El ambiente estaba cargado. Repasé las facturas para saber cuáles eran urgentes. La póliza del coche… mejor pagarla. Tiré el resto a la basura; la mayoría eran primeros avisos de facturas y algunas, segundos avisos. Normalmente sólo pago las facturas la tercera vez que llegan. Si realmente quieren cobrar, no se olvidan de ti. Metí la póliza en el bolso, fui hacia la ventana y puse el aire acondicionado al máximo. La habitación se quedó a oscuras. Había fundido los plomos del frágil sistema eléctrico de Pulteney. ¡Estúpida! No se puede poner el aire acondicionado al máximo en un edificio así. Maldije a los encargados del edificio y a mí misma y me pregunté si el cuarto de los fusibles estaría abierto por la noche. Con el tiempo que llevaba en el edificio había aprendido a arreglar la mayoría de las cosas que podían estropearse, incluido el váter del séptimo piso, que se atascaba, como mínimo, una vez al mes.

Volví a recorrer el pasillo y bajé por las escaleras hasta el sótano. Una bombilla pelada iluminaba el final de las escaleras. La puerta del cuarto de los suministros tenía un candado. Ton Czarnik, el irascible portero del edificio, no se fiaba de nadie. Sé abrir algunos candados pero ahora no tenía tiempo para uno americano. Un día de estos. Conté hasta diez en italiano y volví a subir las escaleras con menos entusiasmo que antes.

Oí unos pasos a lo lejos y supuse que era mi visita anónima. Cuando llegué arriba, abrí la puerta sigilosamente y lo observé en la tenue luz. Estaba llamando a mi despacho. No podía verlo muy bien pero me pareció que era un hombre bajo y robusto. Tenía aspecto agresivo y cuando vio que nadie contestaba, abrió la puerta sin dudarlo un instante y entró. Recorrí el pasillo y entré tras él.

El neón de metro y medio del Arnie's Steak Joynt despedía destellos rojos y amarillos en la calle y entraban ráfagas de luz en mi despacho. Al abrir la puerta, vi como mi visita se daba la vuelta.

– Estoy buscando a V. I. Warshawski -dijo con voz ronca y segura, la voz de un hombre acostumbrado a salirse con la suya.

– Sí -dije, y fui hacia la mesa para sentarme.

– Sí, ¿qué? -preguntó.

– Sí, soy yo, V. I. Warshawski. Llamó a mi contestador para concertar una cita, ¿verdad?

– Sí, pero no sabía que esto supondría subir cuatro pisos para llegar a un despacho oscuro. ¿Por qué coño no funciona el ascensor?

– Los inquilinos de este edificio son unos fanáticos de la vida sana. Decidimos suprimir el ascensor. Todo el mundo sabe que subir escaleras previene los infartos.

En un destello del Arnie vi que hacía una mueca.

– No he venido aquí para escuchar tonterías -dijo exagerando su voz ronca-. Cuando pregunto algo espero una respuesta.

– En ese caso, haga preguntas razonables. ¿Y puede decirme por qué necesita a un detective privado?

– No lo sé. Necesito ayuda, pero este lugar… ¿Por qué está tan oscuro?

– Porque no hay luz -el genio me dominaba-. Si no le gusta mi aspecto, váyase. A mí tampoco me gusta la gente que no deja su nombre.

– Está bien, está bien -dijo para apaciguar los ánimos-. Cálmese. Pero ¿tenemos que sentarnos aquí, a oscuras?

Solté una carcajada.

– Se fundieron los plomos unos minutos antes de que usted llegara. Podemos ir al Arnie's Steak Joynt si quiere luz.

No me habría importado echarle un buen vistazo.

Negó con la cabeza.

– Da igual, quedémonos aquí.

Se movía nervioso hasta que decidió sentarse en una silla.

– ¿Tiene nombre? -pregunté para llenar el silencio mientras él pensaba.

– Ah, sí, disculpe -dijo mientras revolvía en su cartera.

Sacó una tarjeta y me la dio. Me la puse a la altura de los ojos para mirarla aprovechando algún destello del Arnie. «John L. Thayer. Vicepresidente ejecutivo, Banco Fiduciario Dearborn.» Apreté los labios. No acostumbraba a pasearme por la calle La Salle pero John Thayer era un nombre importante en el banco más grande de Chicago. Dinero calentito, pensé. Cúrrate a este pez gordo, Vic, me dije dándome ánimos. Tienes el alquiler en las narices.

Me puse la tarjeta en el bolsillo de los tejanos.

– Entonces, Sr. Thayer, ¿cuál es el problema?

– Se trata de mi hijo. En realidad se trata de su novia. Al fin y al cabo es ella la que…

Y se calló. Muchas personas, sobre todo los hombres, no están acostumbradas a compartir los problemas y les cuesta un poco soltarse.

– Verá, sin ánimo de ofender, pero creo que no debería hablar de esto con usted. A menos que tenga un socio o algo así.

No dije nada.

– ¿Tiene algún socio? -insistió.

– No, Sr. Thayer -dije con voz suave-. No tengo ningún socio.

– No creo que sea un trabajo para una chica sola.

Noté como el pulso me vibraba en la sien.

– Me he saltado la cena después de un día muy caluroso para encontrarme con usted.

Mi voz se volvió ronca de ira. Me aclaré la garganta e intenté tranquilizarme.

– No se ha identificado hasta que he insistido. Ha escogido mi despacho y a mí y no puede preguntar nada de forma directa. ¿Intenta descubrir si soy honrada, rica, dura o qué? Si quiere referencias, búsquelas. Pero no me haga perder el tiempo de esta forma. No tengo que convencerlo para que me contrate, ya que fue usted quien insistió en que nos viéramos tan tarde.

– No cuestiono su honradez -se apresuró a decir-. Ni intento ponerla de mala leche. Pero es una chica, y el asunto podría ponerse feo.

– Soy una mujer, Sr. Thayer, y sé cuidar de mí misma. Si no supiera, no estaría en este negocio. Si el asunto se pone feo, ya me las arreglaré, o lo intentaré. Pero éste es mi problema, no el suyo. Bien, ¿quiere hablarme de su hijo o puedo irme a casa a poner el aire acondicionado?

Mientras meditaba la respuesta aproveché para respirar hondo en un intento de calmarme y liberar la tensión acumulada en la garganta.

– No sé -dijo finalmente-. Lo siento, pero me estoy quedando sin alternativa.

Me miró pero no pude ver su cara.

– Todo lo que le diga tiene que ser estrictamente confidencial.

– De acuerdo, Sr. Thayer -dije suspirando-. Sólo usted, yo y Arnie.

Se aguantó la respiración pero recordó que estaba intentando ser conciliador.

– Se trata de Anita, la novia de mi hijo. Eso no quiere decir que Pete, mi hijo, no me traiga de cabeza también.

Droga, pensé con aire taciturno. Todos estos tipos de los barrios altos sólo piensan en droga. Cuando se trata de un embarazo, lo pagan y ya está. Aunque yo no podía andarme con remilgos, así que resoplé para darme ánimos.

– Anita no es una chica muy conveniente, que digamos, y desde que anda con Pete, él ha empezado a tener unas ideas muy peculiares.

La voz ronca daba un aire excesivamente formal a sus frases.

– Me temo que sólo descubro cosas, Sr. Thayer. No puedo hacer mucho acerca de las ideas de un chico.

– No, no. Ya lo sé. Pero es que han estado viviendo juntos en una especie de comuna asquerosa… ¿Le he dicho que estudian en la Universidad de Chicago? De todas formas, Pete empezaba a decir que quería formar un sindicato en vez de estudiar empresariales, así que fui a hablar con la chica. Para que entrara en razón, sabe, y…

– ¿Cuáles el apellido de la chica, Sr. Thayer?

– Hill. Anita Hill. Bueno, como le he dicho, fui a hablar con ella para que entrara en razón y luego desapareció.

– Parece que su problema ya se ha solucionado.

– Ojalá fuera así. Pero Pete dice que la compré para que desapareciera. Y me amenaza con cambiarse el apellido y desaparecer del mapa si ella no aparece.

Ya lo he oído todo, pensé. Me pagan por encontrar a una persona y así conseguir que su novio estudie empresariales.

– ¿Fue el responsable de su desaparición, Sr. Thayer?

– ¿Yo? Si lo fuera, podría hacer que volviera.

– No necesariamente. Ella podría haberle sacado 50 de los grandes y haberse largado. O usted podría haberle pagado para que desapareciera para siempre. Podría haberla matado o haber contratado a alguien para que la matara y colgarle el muerto a otro. Un tipo como usted tiene muchos recursos.

Creo que eso le hizo un poco de gracia.

– Sí, supongo que todo esto podría ser cierto. De todas formas, quiero que la encuentre; que encuentre a Anita.

– Sr. Thayer, no me gusta rechazar un trabajo pero ¿por qué no va a la policía? Ellos están mejor equipados que yo para este tipo de cosas.

– La policía y yo -dijo, y luego se detuvo-. No me apetece contar mis problemas personales a la policía -dijo con firmeza.

Ahí estaba la clave… Pero ¿qué había empezado a decir?

– ¿Y por qué le preocupa tanto que se complique el asunto? -me pregunté en voz alta.

Se revolvió un poco en la silla.

– Algunos de estos estudiantes pueden ser un poco salvajes -masculló.

Levanté las cejas con escepticismo, pero en la oscuridad él no lo vio.

– ¿Por cierto, cómo encontró mi nombre? -pregunté como si se tratara de una encuesta de un producto: «¿Nos conoció a través de Rolling Stone o a través de un amigo?».

– En las Páginas Amarillas. Quería a alguien en la zona del Loop pero que no conociera a mis socios.

– Sr. Thayer, cobro 125 al día, más gastos. Y necesito un depósito de 500 dólares. Hago informes sobre mis progresos, pero los clientes no me dicen cómo debo trabajar de la misma manera que ni las viudas ni los huérfanos no le dicen a usted cómo dirigir el banco.

– ¿Entonces, acepta mi caso? -preguntó.

– Sí -dije escuetamente-. A menos que la chica esté muerta, no debería ser demasiado complicado encontrarla. Necesito la dirección de su hijo en la universidad -añadí-. Y una foto de la chica, si es que tiene alguna.

Vaciló un momento, hizo semblante de decir algo, y me dio la dirección: 5462 South Harper. Ojalá fuera el sitio que buscaba. También me dio una foto de Anita Hill. Con la luz intermitente no podía estar muy segura pero parecía una foto del anuario escolar. Mi cliente me pidió que lo llamara a casa para informarle, en vez de a la oficina. Anoté el número de su casa en la tarjeta y me la metí en el bolsillo otra vez.

– ¿Cuándo cree que sabrá algo? -preguntó.

– No puedo decirle nada hasta que no haya empezado, Sr. Thayer. Pero empezaré con su caso mañana por la mañana.

– ¿Por qué no empieza esta noche? -inquirió.

– Porque tengo que hacer otras cosas -contesté escuetamente.

Como cenar y tomar una copa.

Insistió un poco, no porque pensara que yo cambiaría de opinión, sino porque estaba acostumbrado a salirse con la suya. Al final desistió y me dio 500 dólares en billetes.

Me los miré de reojo bajo la luz del Arnie.

– Acepto cheques, Sr. Thayer.

– Prefiero que los del banco no sepan que he acudido a un detective privado. Y mi secretaria lleva las cuentas de mi talonario.

No me extrañé demasiado. Hay muchos ejecutivos que encargan esta tarea a sus secretarias. Yo pensaba que sólo Dios, Hacienda y mi banco debían tener acceso a mis operaciones financieras.

Se levantó para irse y salí con él. Cuando yo había cerrado la puerta, él ya estaba bajando las escaleras. Quería verle mejor y corrí tras él. No quería tener que ver a todos los hombres de Chicago bajo una luz de neón para reconocer a mi cliente. La luz de la escalera no era muy buena pero vi que tenía la cara cuadrada y las facciones muy marcadas. Seguramente irlandés, pensé; no tenía el aspecto que esperaba de un segundo cargo del Banco Dearborn.

Llevaba un traje caro y hecho a medida pero tenía más pinta de salir de una película de Edward G. Robinson que del octavo banco más grande del país. Pero ¿y yo? ¿Acaso tenía pinta de detective? En realidad, la gente no intenta averiguar de qué trabaja una mujer por la manera en que viste, pero se quedan atónitos cuando descubren lo que hago.

Mi cliente se fue dirección este, hacia la avenida Michigan. Me encogí de hombros y crucé la calle para entrar en el Arnie. El propietario me sirvió un Johnnie Walker Black doble y un entrecot de su colección privada.

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