5.- El blues de Goald Coast

En la avenida Lake Shore estaban reparando un bache enorme. Sólo se podía circular por dos carriles y se habían formado unas colas de varios kilómetros. Giré hacia el oeste por la autopista Stevenson para salir del atasco y luego retomé la dirección norte, por Kennedy, que llevaba a la zona industrial y al aeropuerto. Además de ser hora punta, era viernes, y un montón de familias intentaban alejarse del calor sofocante de la ciudad. Tardé más de una hora en llegar a la salida de Belmont y aún me quedaban quince calles hasta llegar a mi casa. Cuando por fin llegué, sólo tenía ganas de tomarme una copa y meterme en la ducha.

No me di cuenta de que me estaban siguiendo, y cuando estaba abriendo la puerta de mi piso noté una mano en el hombro. Ya me habían atracado una vez en el rellano. Me di la vuelta instintivamente y di un golpe en la espinilla de mi asaltante con la rodilla. Gimió y retrocedió un poco pero enseguida contraatacó con un puñetazo dirigido a mi cara. Lo esquivé y sólo me dio en el hombro izquierdo. Me dolió un poco pero podría haber sido peor. Me aparté.

El asaltante era un hombre bajito y robusto con una chaqueta que le sentaba fatal. Cuando vi que respiraba con dificultad me tranquilicé un poco. Si un hombre no está en forma, una mujer tiene muchas más posibilidades de ganarle. Esperaba su próximo golpe o su huida pero de repente sacó una pistola. Me quedé quieta.

– Si quieres atracarme debes saber que sólo llevo 13 dólares. No merece la pena que me mates.

– No me interesa tu dinero. Quiero que vengas conmigo.

– ¿Contigo? ¿Adónde? -pregunté.

– Ya lo verás cuando lleguemos.

Con una mano me apuntaba con la pistola y con la otra señalaba las escaleras.

– Me sorprende que los matones que ganáis tanta pasta os vistáis tan mal -comenté-. La chaqueta no te pega y llevas la camisa por fuera. Da pena verte. Si fueras policía, aún, porque los…

Me cortó enfurecido.

– Lo último que quiero ahora es que una tía me diga cómo tengo que vestirme.

Me cogió del brazo con una agresividad desmesurada y me empujó para que bajara por las escaleras. Pero estaba demasiado cerca de mí. Me giré un poco y le di un puñetazo certero en la muñeca. Me soltó pero no le cayó la pistola. Me giré del todo y le di un codazo en el pecho. Luego un manotazo en las costillas con la palma de la mano y oí un clac: había acertado, le había dado entre la sexta y la quinta y las había separado. Gritó de dolor y tiró la pistola. Fui a cogerla pero él fue más rápido y me pisó la mano. Le di con la cabeza en el estómago y del impacto dejó caer la pistola, pero con mi propio impulso me caí al suelo. Oí un ruido en el piso de arriba y aparté la pistola con el pie sin saber quién era.

Pensé que sería un vecino que habría oído el follón pero vi que era otro matón, tan mal vestido como el primero pero más gordo. Cuando vio que su compañero se apoyaba en la pared gimiendo se abalanzó sobre mí. Rodamos por el suelo y lo agarré por el pescuezo, pero él me dio un golpe muy fuerte en la cabeza. El dolor me recorrió todo el espinazo, pero no me rendí. Seguimos rodando hasta que conseguí levantarme apoyándome en la pared. No quería que tuviera tiempo de sacar otra pistola, así que me agarré a la caja de los fusibles para darme impulso y le di una patada con los pies en el pecho. Lo derrumbé y me caí encima de él. Intentó darme en la mandíbula pero me moví y me dio en el hombro. Me deshice de él. Era más fuerte que yo pero no estaba en tan buena forma. Además, yo era más ágil, me levanté antes y le di una patada en los riñones. Se retorció de dolor, y cuando estaba a punto de darle otra patada el otro matón se recuperó y me dio un golpe en la oreja con la culata. Recuerdo que caí rodando, rodando hasta el fin del mundo.

No estuve inconsciente mucho rato, pero sí el suficiente para que me bajaran por las escaleras. No lo habían hecho tan mal teniendo en cuenta lo torpes que eran. Imaginé que los vecinos que habían oído ruido subieron el volumen del televisor para acallarlo.

Muy mareada, recobré la conciencia cuando me metían en el coche; vomité encima de uno de ellos y me desmayé otra vez. Al cabo de un rato me recuperé. Aún no habíamos llegado. Conducía el de las costillas rotas. Había vomitado sobre el otro y el olor era nauseabundo. Tenía los músculos de la cara tan contraídos que pensé que se pondría a llorar de un momento a otro. No tiene mucho mérito que dos hombres se dejen romper los riñones y las costillas para secuestrar a una mujer, y que además ella les vomite encima y no puedan limpiarse. A mí tampoco me gustaría. Busqué un paquete de Kleenex en el bolsillo de la chaqueta. Estaba demasiado mareada para poder hablar y no tenía ganas de ponerme a limpiar la chaqueta, así que le tiré los Kleenex y me acomodé en el asiento. Gritó cabreado y los tiró al suelo.

Paramos en la avenida North Michigan, enfrente de Astor con División, la zona donde viven los ricos en antiguas casas victorianas o enormes pisos. El que estaba sentado a mi lado salió del coche, se quitó la chaqueta y la tiró al suelo.

– Se te ve la pistola -le dije.

Miró la pistola y luego la chaqueta en el suelo. Se puso rojo de cólera.

– Maldita hija de puta -dijo.

Metió la cabeza dentro del coche e intentó golpearme, pero no tenía mucho espacio ni estaba en una posición adecuada.

El Costillas abrió la boca.

– Vamos, Joe. Es tarde y a Earl no le gusta esperar.

Esta frase fue como una orden para Joe; desistió de pegarme y me sacó del coche con la ayuda del Costillas.

Entramos en una de esas mansiones antiguas que me gustaría comprar si algún día rescataba a un magnate de las zarpas de unos secuestradores y me daba una recompensa que me solucionara la vida. Obra vista con hierro forjado en la escalinata y en las ventanas de la fachada. Construida para una sola familia y reconvertida en tres pisos. Las paredes del vestíbulo y de las escaleras estaban forradas con un bonito estampado blanco y negro. La barandilla tenía grabados y estaba perfectamente pulida. Seguramente era de nogal. A los tres nos costó subir por las escaleras enmoquetadas hasta el segundo piso. El Costillas no coordinaba el movimiento de los brazos, Joe cojeaba por culpa de las patadas en los riñones y yo tampoco me sentía bien.

Un hombre armado nos abrió la puerta del segundo piso. Vestía con más elegancia que mis acompañantes, pero no tenía pinta de pertenecer al vecindario. Llevaba el pelo negro a lo afro. Tenía una cicatriz roja en la mejilla derecha que parecía una zeta. Era tan oscura que parecía que alguien se la hubiera pintado con un lápiz de labios.

– ¿Por qué habéis tardado tanto? Earl empezaba a cabrearse -dijo, y nos acompañó por un amplio pasillo. Moqueta marrón, una mesita Luis XV y unos cuantos cuadros en la pared. Monísimo.

– Earl nos dijo que la Warshawski de los cojones era una tía lista, pero no nos dijo que era cinturón negro -dijo el Costillas. Mi nombre lo pronunció «Worchotsi». Me miré las manos con disimulo.

– ¿Son Joe y Freddie? -dijo una voz nasal desde lejos.

Y apareció por la puerta.

– ¿Por qué habéis tardado tanto?

Era bajito, rechoncho y calvo y me sonaba de cuando trabajé con la policía de Chicago.

– Earl Smeissen. ¡Qué honor! Si me hubieras llamado y me hubieras pedido que viniera todo habría sido mucho más fácil.

– Por supuesto, Warchoski -dijo agriamente.

Earl se había ganado un lugar respetable en el mundo de la prostitución de lujo, y también practicaba el chantaje y la extorsión. Tenía una parte del mercado de la droga y se decía que mataría por un amigo si acordaban un buen precio.

– Vaya pisazo, Earl. Veo que la inflación no te afecta demasiado.

No me hizo caso.

– ¿Dónde está tu chaqueta, Joe? ¿Te has paseado por Chicago enseñando la pistola a la poli?

Joe se sonrojó y empezó a mascullar unas palabras. Lo interrumpí.

– Me temo que es culpa mía, Earl. Tus amigos se abalanzaron sobre mí sin presentarse ni decirme que venían de tu parte. Tuvimos un altercado y las costillas de Freddie se separaron. Pero se recuperó como un hombre y me dejó sin conocimiento. Cuando lo recobré, vomité en la chaqueta de Joe. No tuvo más remedio que tirarla.

Earl se dio la vuelta para echar la bronca a Freddie, pero él se escudó en el pasillo.

– ¿Dejas que una tía te reviente las costillas? -dijo chillando-. Con todo lo que te pago y no puedes hacer un trabajo tan simple como coger a una tía y traerla hasta aquí.

Una de las cosas que más odio de mi trabajo son los insultos repetitivos y limitados que utilizan los matones. Tampoco soporto la palabra tía.

– Earl, ¿por qué no echas la bronca a tus empleados cuando me haya ido? Tengo una cita esta noche y me gustaría saber por qué querías verme con tanta urgencia que me mandaste a dos matones.

Earl miró a Freddie con rabia y le dijo que se fuera al médico. Nos dijo que pasáramos al salón y se dio cuenta de la cojera de Joe.

– ¿Tú también necesitas a un médico? ¿Te rompió la pierna, o qué? -preguntó sarcásticamente.

– Los riñones. Conozco una táctica para romperlos.

– Me han hablado de ti, Warchoski. Sé que eres lista y que dejaste a Joe Correl fuera de combate. Si Freddie te dejó sin sentido, se merece una medalla. Pero quiero que sepas que no puedes meterte en mis asuntos.

Me aposenté en un sillón enorme. Tenía la cabeza embotada y me costaba fijar la vista.

– No me meto en tus asuntos, Earl -dije con sinceridad-. No me interesa la prostitución, ni la extorsión, ni…

Me golpeó en la boca.

– ¡Cállate de una vez! -se le escapó un gallo y se le achicaron los ojos de su rechoncha carita. Noté que me salía sangre de la barbilla. Seguro que me había dado con el anillo.

– ¿Es una advertencia general? ¿Vas por ahí diciendo a todos los detectives de Chicago que no se metan con Earl Smeissen?

Se acercó para darme otro puñetazo, pero lo paré con mi brazo izquierdo. Se miró la mano con cara de sorpresa como si no entendiera lo que había pasado.

– No hagas el idiota, Warchoski. Conozco a un montón de gente que te borraría esa sonrisita de la cara.

– No harían falta tantos, pero aún no me has dicho en qué asunto me he metido.

Earl hizo un gesto al hombre que nos abrió la puerta para que me sujetara los brazos. Joe me miraba desde lejos con cara de satisfacción. Se me revolvió el estómago.

– Está bien, Earl. Estoy muerta de miedo -dije.

Me pegó otra vez. Al día siguiente no podría mirarme en el espejo. Disimulé el miedo. Tenía el estómago hecho un nudo. Respiré profundamente varias veces para liberar la tensión.

Otra bofetada y Earl se quedó satisfecho. Se sentó en un sofá negro cerca de donde estaba yo.

– Warchoski -gritó-, te he traído aquí para decirte que dejes el caso de Thayer.

– ¿Mataste al chico, Earl?

Se levantó de nuevo.

– Puedo dejarte la cara hecha un asco y conseguir que nadie te vuelva a mirar jamás -gritó-. Haz lo que te digo: no te metas en mis asuntos.

No quise discutir otra vez. No me apetecía pelearme con Earl y el guardaespaldas seguía sujetándome los brazos. A lo mejor tenía la cicatriz más roja de la emoción, pero preferí no preguntárselo.

– Aunque me alejes del caso tienes a la policía investigando. Bobby Mallory tendrá sus defectos, pero nunca se dejaría sobornar.

– No me preocupa Mallory -dijo sin gritar, lo que me hizo pensar que se había calmado un poco-. Y no intento sobornarte. Sólo te aviso.

– ¿Cómo te metiste en esto? Los universitarios no son tu especialidad… A no ser que Thayer te estuviera sacando ventaja en el mercado de la droga.

– Te he dicho que no te metieras en mis cosas -dijo levantándose otra vez.

Earl estaba decidido a machacarme. Sería mejor acabar cuanto antes. Cuando se acercó, balanceé los pies y le di una patada en la entrepierna. Aulló como un loco y se tiró en el sofá.

– ¡Machácala, Tony, machácala!

Con Tony no tenía ninguna posibilidad de ganar. Tenía mucha práctica en dar palizas a los morosos sin dejar huellas. Cuando acabó, se acercó Earl cojeando.

– Esto es sólo el aperitivo, Warchoski -susurró-. Vas a dejar el caso Thayer, ¿entendido?

Lo miré sin abrir la boca. Podía matarme sin ser juzgado. Ya lo había hecho con otras personas. Tenía contactos en el ayuntamiento y seguramente también en la policía. Me encogí de hombros e hice una mueca. Lo tomó como un sí.

– Échala, Tony.

Tony me abandonó en las escaleras sin miramientos. Temblando, me quedé sentada un rato intentando recuperarme. Estaba tan mareada que me olvidé del dolor de cabeza. Una mujer que paseaba con un hombre dijo: «Ni siquiera es de noche y mira cómo está. La policía tendría que expulsar a esta gente del vecindario». Tenía toda la razón. Me levanté y empecé a andar dando tumbos. Me dolían los brazos pero no me había roto nada. Me arrastré hasta la calle paralela a la avenida Lake Shore y busqué un taxi. El primero que pasó me miró y no se paró pero el segundo me cogió. El taxista parecía una madre judía preocupada por lo que me había pasado y se ofreció para llevarme al hospital y a la policía. Le agradecí su preocupación, pero le dije que estaba bien.

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