12.- De bar en bar

Los ansiosos funcionarios del ayuntamiento eran más lentos de lo que pensaba con las solicitudes, los impuestos y las direcciones incomprensibles que les hice repetir hasta la saciedad. Iba tarde pero pasé por el despacho de mi abogado para dejarle una fotocopia de la reclamación que encontré en el piso de Peter Thayer. Mi abogado era un hombre seco que no se inmutaba por nada; sin pestañear, accedió a cumplir mis instrucciones de dar el borrador a Murray si me pasaba algo en los próximos días.

Cuando llegué al Fiorella, un agradable restaurante con terraza frente al río, Murray estaba apurando su segunda cerveza. Era una versión pelirroja y aumentada de Elliott Gould; levantó la mano cansinamente cuando me vio llegar.

Un velero con un mástil gigantesco surcaba el río.

– Van a tener que levantar todos los puentes para que pase este barquito. Qué putada, ¿no? -me dijo cuando me acerqué a la mesa.

– A mí me hace gracia que una embarcación tan pequeña pueda paralizar el tráfico de la avenida Michigan.

Excepto cuando el puente se levanta justo cuando vas a pasar tú, claro.

Eso pasaba a menudo, y a los conductores no les quedaba más remedio que soportar la espera pacientemente.

– ¿Nunca se han cargado a nadie por culpa de un puente levadizo? Me refiero a alguien que se cabreara tanto que disparara a un barco o algo por el estilo.

– Todavía no -dijo Murray-. Pero si pasa, ya me ocuparé de entrevistarte. ¿Qué tomas?

La cerveza no me apasiona especialmente; pedí vino blanco.

– Encontré lo que buscabas -dijo Murray alargándome una carpeta-. Teníamos muchas de McGraw, pero sólo he encontrado una de Masters; creo que está recibiendo algo del ayuntamiento de Winnetka. No llegamos a publicarla, pero el ángulo es muy bueno. Te he traído un par de copias.

– Gracias -dije abriendo la carpeta.

La foto de Masters estaba muy bien. La tomaron justo cuando le daba la mano al presidente de los boy-scouts de Illinois. A su derecha había un chico con uniforme y ademán solemne que parecía su hijo. La foto tenía dos años.

De McGraw me había traído varias. La primera que miré la habían tomado a la entrada de un juzgado federal mientras McGraw andaba con actitud amenazadora delante de tres empleados de tesorería. La segunda, en circunstancias más agradables, era de su condecoración como presidente de los Afiladores nueve años atrás. La mejor para mi objetivo era un primer plano que le hicieron sin que se diera cuenta. Estaba relajado y concentrado.

Se la enseñé a Murray.

– Esta es muy buena. ¿Dónde estaba?

Murray sonrió.

– En la audiencia que hizo el senado sobre el crimen organizado y los sindicatos.

No me extrañaba que estuviera tan concentrado.

Se acercó un camarero para tomar nota de lo que queríamos. Yo pedí mostaccioli y Murray, espagueti con albóndigas. Tenía que volver a mis sesiones de jogging aunque me dolieran los músculos; estaba comiendo mucha fécula últimamente.

– Y ahora, Warshawski, la detective más guapa de todo Chicago, dime para qué necesitas las fotografías -dijo Murray frotándose las manos e inclinándose hacia mí-. He leído en alguna parte que el pobre Peter Thayer trabajó en Ajax, concretamente para el Sr. Masters, un viejo amigo de la familia. También recuerdo de entre todo el cotilleo que se ha publicado acerca de la muerte del chico, que su novia era la encantadora y entregada Anita McGraw, hija del conocido líder sindicalista Andrew McGraw. Y me pides fotos de los dos. ¿Estás sugiriendo, por casualidad, que los dos actuaron en connivencia en el asesinato del chico Thayer, y probablemente en el de su padre también?

Me puse seria.

– Mira, Murray. La historia es ésta: McGraw siente un odio exacerbado hacia los capitalistas. Cuando descubrió que su propia hija, que siempre había estado alejada del mundo de los que mandan, estaba planteándose, no sólo casarse con el hijo de un capitalista, sino con el hijo de uno de los hombres más ricos de Chicago, pensó que lo único que podía hacer era meter al chico unos metros bajo tierra. Su psicosis es tan exagerada que decidió cargarse también al padre para…

– Ahórrate el final -dijo Murray-, puedo imaginármelo. ¿Quién es tu cliente, McGraw o Masters?

– Supongo que la comida corre a cargo del periódico, porque está claro que es una comida de negocios.

El camarero dejó los platos en la mesa de forma muy brusca, marca de la casa de casi todos los restaurantes que sirven comidas de negocios. Cogí las fotos justo a tiempo para que no se mancharan de espagueti y esparcí queso por encima de la pasta: me encanta con mucho queso.

– ¿Tienes un cliente? -dijo al mismo tiempo que pinchaba una albóndiga con el tenedor.

– Sí.

– Pero no vas a decirme quién es.

Sonreí y asentí para darle la razón.

– ¿Crees que Mackenzie es el asesino de Peter Thayer? -preguntó Murray.

– No he hablado con él. Pero si Mackenzie mató al hijo, es normal preguntarse quién mató al padre. No me convence la idea de que dos personas de una misma familia mueran en una sola semana por razones y personas que no tienen nada que ver las unas con las otras: las leyes de la probabilidad van contra esa teoría -contesté-. ¿Y tú, qué piensas?

Sonrió al estilo de Elliot Gould.

– Hablé con el teniente Mallory cuando empezó el caso y no me habló de robo. Ni del chico ni del piso. Tú encontraste el cadáver, ¿no? ¿Te pareció que habían entrado a robar en el piso?

– No sabría decirte si se llevaron algo porque no sé qué se supone que tenía que haber en aquel piso.

– Por cierto, ¿cómo fuiste a parar al piso? -preguntó como quien no quiere la cosa.

– Por nostalgia, Murray. Estudié en aquella zona y me picó el gusanillo de ir a ver si habían cambiado las cosas.

Murray se echó a reír.

– Está bien, Vic. Tú ganas, pero comprende que tenía que intentarlo.

Yo también me eché a reír. No me importó que lo intentara. Me terminé la pasta; ningún niño había muerto nunca en la India por mi imperdonable defecto de no rebañar el plato.

– Si descubro algo que pueda interesarte, ya te avisaré -le dije.

Murray me preguntó cuántos partidos creía que les quedaban a los Cubs antes de que los eliminaran. No estaban en forma. Ya habían perdido dos juegos.

– Sabes, Murray, tengo muy pocas ilusiones en la vida y los Cubs son una de ellas.

Removí el café con la cuchara.

– Pero supongo que la segunda semana de agosto. ¿Y tú?

– A ver, si estamos en la tercera semana de julio… les doy diez partidos más. Martin y Buckner no pueden con el equipo.

Tenía razón, por desgracia. Seguimos hablando de béisbol, y al final pagamos la cuenta a medias.

– Tengo que decirte una cosa, Murray.

Me miró con atención y casi me dio por reír. Le había cambiado tanto la expresión en un segundo. Parecía un sabueso rastreando el terreno.

– Creo que tengo una pista. No sé exactamente lo que significa ni por qué es una pista, pero he hecho una copia para mi abogado. Si me borraran del mapa, durante un tiempo, o para siempre, le he pedido que te la dé a ti.

– ¿Qué es? -preguntó Murray.

– Tendrías que ser detective, Murray. Haces tantas preguntas como nosotros y te emocionas de la misma forma cuando tienes una pista. Te voy a decir una cosa: Earl Smeissen está metido en el caso. Él me puso este precioso ojo morado que tú, caballero donde los haya, has evitado mencionar. No es del todo imposible que acabe flotando en el río de Chicago. Mira por la ventana de tu despacho cada hora o cada dos para comprobarlo.

Murray no pareció muy sorprendido.

– ¿Ya lo sabías? -le pregunté.

Esbozó una sonrisa.

– ¿Sabes quién arrestó a Donald Mackenzie?

– Sí. Frank Carlson.

– ¿Y para quién trabaja Carlson? -preguntó.

– Para Henry Vespucci.

– ¿Y sabes quién le ha cubierto la espalda a Vespucci durante estos últimos años?

Medité la respuesta.

– ¿Tim Sullivan?

– ¡Acaba de ganar una preciosa muñeca de porcelana! -dijo Murray-. Como eres tan lista, te diré con quién pasó Sullivan las últimas navidades en Florida.

– ¿!Con Earl!? No…

Murray se echó a reír.

– Sí. Con el mismísimo Earl Smeissen. Si te vas a mezclar con esta gente, será mejor que tengas mucho cuidado.

Me levanté y me puse la carpeta bajo el brazo.

– Gracias, Murray. No eres la primera persona que me lo dice. Gracias por las fotos. Si averiguo algo ya te lo diré.

Cuando saltaba la barrera que separaba la terraza de la acera, oí que Murray gritaba algo. Me alcanzó jadeando al final de las escaleras que van del nivel del río hasta la avenida Michigan.

– Quiero que me digas qué le dejaste a tu abogado -dijo sin aliento.

Le sonreí.

– Hasta la vista, Murray -dije y me monté en un autobús que pasaba por ahí.

Tenía un plan, aunque en realidad estaba dando palos de ciego. Suponía que McGraw y Masters tenían un asunto entre manos. Tenían que verse en alguna parte. Aunque seguramente les bastaría con el teléfono y el correo electrónico para llevar sus negocios, McGraw temía que le pincharan el teléfono o le interceptaran el correo. Lo más seguro es que prefiriera hacer los negocios cara a cara. Así que tenían que verse de vez en cuando. En un bar, por ejemplo. Y si se encontraban en un bar, lo más sencillo sería escoger uno cerca del despacho de Masters o de McGraw. Claro que también era posible que se vieran en un sitio lo más alejado posible de sus despachos para que nadie los relacionara. Pero total, como estaba dando palos de ciego… Como no tenía los recursos para recorrerme toda la ciudad, di por sentado que sí quedaban para verse, y si lo hacían en un bar, tenía que ser un bar cerca de sus despachos. A lo mejor mi plan no serviría para nada, pero es todo lo que se me ocurría. Tenía más esperanzas de averiguar algo sobre Anita al día siguiente en la reunión de mujeres radicales, pero mientras tanto no podía estar inactiva.

El rascacielos acristalado de Ajax estaba situado en la avenida Michigan con Adams. El Loop está limitado al este por Michigan. En una acera está el Instituto de Arte y en la otra el Grant Park, que se extiende hasta el lago con parterres y bonitos surtidores. Escogí el banco Dearborn, en la calle La Salle, para limitar el oeste, y recorrer desde Van Buren, dos manzanas al sur de Ajax, hasta Washington, tres manzanas al norte. Fue una decisión totalmente arbitraria pero en esta zona había suficientes bares para estar entretenida un buen rato; siempre estaba a tiempo de expandirla si era necesario.

Bajé del autobús unos metros más allá del Instituto de Arte, en Van Buren. Me sentía muy pequeña entre edificios tan altos y con tanto que recorrer. No sabía cuánto tendría que beber para obtener respuestas de los miles de camareros que tendría que interrogar. Seguramente existía una forma mejor de conseguir la información que necesitaba, pero a mí no se me ocurría otra. Tenía que trabajar con lo que tenía más a mano. No tenía a Peter Wimsey en casa para que me dijera cuál era el paso más lógico a seguir.

Me encogí de hombros y caminé media manzana hasta llegar al primer bar de Van Buren, el Spot. Después de meditar qué historia les podía contar, pensé que lo mejor era decir algo que se aproximara a la verdad.

El Spot era un bar estrecho y oscuro que parecía un furgón de cola. Tenía mesas separadas por biombos a la izquierda, y una barra a lo largo de la pared derecha con un pequeño hueco para que la camarera regordeta y blancucha pasara y atendiera a los clientes de las mesas.

Me senté en un taburete de la barra. El camarero estaba limpiando vasos. Ya no quedaba casi nadie comiendo; sólo algunos bebedores empedernidos al final de la barra. Un par de mujeres apuraban hamburguesas y daiquiris en una mesa. El camarero siguió con su trabajo de forma metódica y no me atendió hasta que no acabó de enjuagar el último vaso. Yo lo esperé mirando al vacío como si tuviera todo el tiempo del mundo para perder.

Aunque la cerveza no era mi bebida preferida, si tenía que pasarme el día de bar en bar, seguramente era la más apropiada. No me emborracharía; o al menos no tan rápidamente como si tomara vino o licor.

– Una cerveza de barril, por favor -dije.

Fue a llenarme una copa de cerveza espumosa. Cuando me la trajo, le enseñé las fotos.

– ¿Alguna vez ha visto a estos hombres por el bar? -le pregunté.

Me lanzó una mirada de desprecio.

– ¿Es de la pasma o algo así?

– Sí. ¿Ha visto a estos hombres por el bar?

– Voy a llamar al jefe -dijo, e inmediatamente gritó-: ¡Herman!

De una de las mesas del fondo del bar se levantó un hombre robusto con un jersey de poliéster. No me había fijado en él cuando entré, pero entonces me di cuenta de que estaba sentado con una camarera. Estaban comiendo aprovechando que ya había pasado la hora punta de clientes.

El hombre robusto se puso al lado del camarero, detrás de la barra.

– ¿Qué pasa, Luke?

Luke me señaló con la cabeza.

– Esta señorita quiere hacerte una pregunta -contestó y se fue a apilar los vasos distribuidos piramidalmente a ambos lados de la caja registradora. Herman se me acercó. Aunque las facciones muy marcadas le daban un aire de hombre duro, parecía buena persona.

– ¿Qué desea, señora?

Le enseñé las fotos.

– Intento averiguar si han visto alguna vez a estos dos hombres juntos -dije en un tono neutro.

– ¿Es por motivos legales?

Le enseñé mi licencia de detective.

– Soy investigadora privada. Se está llevando a cabo una investigación del gran jurado y se cree que ha habido un acto de connivencia entre un testigo y un miembro del jurado -dije enseñándole también mi carné de identidad.

Se miró el carné unos segundos, resopló y me lo devolvió bruscamente.

– Sí, ya veo que es investigadora privada, pero no he oído nada de esta historia del gran jurado. Conozco a este hombre -y señaló la foto de Masters-. Trabaja en Ajax. No viene a menudo pero desde que tengo este negocio viene unas tres veces al año.

No dije nada, pero me tomé un trago de cerveza. Cualquier cosa para aliviar una situación incómoda.

– También le diré que este otro no ha venido nunca, al menos cuando yo estaba aquí -soltó una carcajada y me dio una palmadita en la mejilla-. Tranquila, tesoro, no le diré a nadie que ha pasado por aquí.

– Gracias -dije secamente-. ¿Cuánto es la cerveza?

– Invita la casa.

Soltó otra carcajada y se marchó hacia la mesa para acabar de comer. Tomé otro trago de cerveza, dejé un dólar en la barra para Luke y salí tranquilamente del bar.

Bajé por Van Buren y pasé por los almacenes Sears más grandes de Chicago. La otra acera estaba llena de restaurantes de comida rápida, pero tuve que cruzar a la siguiente manzana para encontrar otro bar. El camarero se miró las fotos sin comprender nada y llamó a una camarera. Ella se miró las fotos más detenidamente y al final señaló a McGraw.

– Me suena -dijo-. ¿Sale en la tele o algo así?

Le dije que no y le pregunté si lo había visto alguna vez en el bar. No estaba segura pero creía que no. ¿Y Masters? Tampoco lo creía pero después de ver a tantos hombres de negocios con traje y el pelo canoso, al final le parecían todos iguales. Dejé dos monedas en la barra, una para el camarero y otra para la camarera y salí del bar para seguir la ruta.

Su pregunta sobre si salía en televisión me dio una idea para el siguiente bar. Les dije que estaba haciendo un estudio sobre la capacidad de los telespectadores de recordar a los personajes que aparecían en televisión. Les pregunté si habían visto alguna vez a aquellos dos hombres juntos. Aunque se miraron las fotos con mayor interés, tampoco obtuve ningún resultado.

En este bar tenían puesto el partido. Estaban al final de la cuarta entrada y Cincinnati ganaba 4-0. Buttner lanzó un sencillo y lo eliminaron en un doble cuando yo salía del bar. En total fui a treinta y dos bares y pude seguir el partido a trozos. Los Cubs perdieron 6-2. Había pasado por la mayoría de bares de la zona. Sólo en un par de sitios reconocieron a McGraw, pero era posible que les sonara porque había salido muchas veces en el periódico. Seguramente a la gente también les sonaría Jimmy Hoffa. En otro bar conocían a Masters de vista y sabían que trabajaba en Ajax, y Bill conocía su nombre y su cargo. Pero en ningún sitio recordaban haberlo visto junto a McGraw. En algunos bares fueron tan desagradables que tuve que amenazarles y sobornarles para que me contestaran. En otros bares me atendieron sin problema. Y en el resto, como en el Spot, llamaron al jefe para que decidiera él. Pero en ningún bar los habían visto a los dos juntos.

A las seis llegué a Washington con State, dos manzanas al oeste de Michigan. Había dejado de beber las cervezas que pedía a partir del quinto bar. Aun así, estaba hinchada, acalorada y un poco deprimida. Había quedado con Ralph a las ocho para cenar. Decidí dar la tarde por finalizada y volver a casa para ducharme.

Marshall Field se extendía al norte de la calle que estaba entre State y Wabash. Tenía la sensación de que había otro bar en Washington, cerca de la avenida Michigan, si la memoria no me fallaba. Podía dejarlo para otro día. Bajé las escaleras del metro de State y me fui a Addison.

Era la hora punta de la gente que volvía del trabajo. Tuve que ir de pie hasta Fullerton.

Cuando llegué a casa de Lotty fui directa al baño a darme una ducha de agua fría. Cuando acabé me asomé a la habitación de invitados. Jill ya se había levantado; tiré la ropa sucia en un cajón y me puse un caftán. Jill estaba sentada en el suelo del salón jugando con dos niñas de mejillas sonrosadas y pelo negro que tendrían unos tres o cuatro años.

– Hola, cielo. ¿Has dormido bien?

Levantó la vista y me sonrió. Tenía más color en la cara y parecía estar más relajada.

– Hola -dijo-. Sí. Me he levantado hace una hora. Son las sobrinas de Carol. Tenía que hacerles de canguro esta noche pero Lotty la convenció para que vinieran aquí y preparáramos enchiladas. Ñam, ñam.

– Ñam, ñam -repitieron las niñas.

– ¡Qué buena idea! Lástima que tenga que salir otra vez esta noche porque me lo voy a perder.

Jill asintió.

– Me lo ha dicho Lotty. ¿Sales a investigar otra vez?

– Eso espero.

Lotty me llamó desde la cocina y fui a saludarla. Carol estaba ocupada cocinando y sólo se giró un momento para sonreírme. Lotty estaba sentada en la mesa leyendo el periódico y bebiendo el consabido café. Me miró frunciendo el ceño.

– Esta tarde no has tenido tanta suerte, ¿eh?

Me eché a reír.

– No. No he averiguado nada y he tenido que beber mucha cerveza. Esto huele de maravilla. Ojalá pudiera cancelar la cita de esta noche.

– Pues hazlo.

Negué con la cabeza.

– Creo que se me está acabando el tiempo, seguramente por culpa de este segundo asesinato. Aunque estoy un poco mareada y el día ha sido muy largo y caluroso, no puedo parar ahora. Sólo espero no vomitar durante la cena; mi cita ya está bastante harta de mí. Aunque tal vez si me desmayara le haría sentirse más fuerte, más protector -me encogí de hombros-. Jill tiene mejor aspecto, ¿no crees?

– Ah, sí. Dormir le ha sentado bien. Tuviste una buena idea al apartarla de aquella casa unos días. Hablé un poco con ella cuando llegué; se porta muy bien y no se queja ni lloriquea, pero está claro que su madre no se ocupa de ella. Y su hermana… -Lotty hizo un gesto muy expresivo.

– Sí, es verdad. Pero no se puede quedar aquí para siempre. Además, ¿qué podría hacer durante el día? Mañana también tengo que trabajar y no puede acompañarme.

– He estado pensando en eso. Carol y yo hemos tenido una idea cuando la hemos visto con Rosa y Tracy, las sobrinitas. Jill tiene buena mano para los niños; se ha puesto a jugar con ellas nada más verlas, no se lo hemos pedido nosotras. Los bebés son perfectos para la depresión. Son agradables y puedes achucharlos sin dar explicaciones. ¿Qué te parecería si me la llevara mañana a la clínica para que entretuviera a los niños? Ya has visto que andan revoloteando por la sala de espera. Si las madres se ponen enfermas, no pueden dejarlos solos en casa; o si un bebé se pone enfermo, ¿quién cuidará del otro si mamá lo lleva a la clínica?

Medité la situación y no le vi ninguna pega.

– Pregúntaselo -dije-. Seguramente lo que más le conviene ahora es tener algo en que ocupar el tiempo.

Lotty se levantó y se dirigió al salón. Fui tras él.

Estuvimos un rato de pie observando a las niñas. Estaban enfrascadas en algo pero no acabamos de entender qué era. Lotty se hizo un sitio entre ellas con naturalidad. Yo me quedé detrás. Lotty hablaba español perfectamente y estuvo hablando con las chiquillas un rato. Jill la miraba con respeto.

Después Lotty, aún en cuclillas, se giró hacia Jill.

– Se te da muy bien con las chiquillas. ¿Has cuidado a niños alguna vez?

– Fui monitora en un campamento de verano en junio pasado -dijo sonrojándose un poco-. Pero nada más. Nunca he hecho canguros ni nada por el estilo.

– Bueno, he tenido una idea. A ver qué te parece. Vic no estará nunca en casa porque tiene que averiguar quién mató a tu padre y a tu hermano. Mientras estés aquí, me podrías ser de gran ayuda en la clínica -dijo resumiendo la idea.

A Jill se le pusieron los ojos brillantes.

– Pero no tengo experiencia -dijo seria-. Si se ponen todos a llorar, a lo mejor no sabré qué hacer.

– Bueno, si eso pasa, descubrirás si tienes un don para los niños y hasta qué punto tienes paciencia -dijo Lotty-. Te puedo ayudar con un cajón lleno de chupa-chups. Son malos para los dientes pero fantásticos para las lágrimas.

Fui a la habitación a vestirme para la cena. Jill no se había hecho la cama. Las sábanas estaban arrugadas. Las estiré y pensé que podría tumbarme unos minutos para recuperar el equilibrio.

Después recuerdo que Lotty me despertó.

– Son las siete y media, Vic. ¿No tendrías que irte?

– Oh, mierda -maldije. Tenía la cabeza embotada-. Gracias, Lotty.

Salté de la cama y me puse un vestido naranja muy veraniego. Metí la Smith & Wesson en el bolso, cogí un jersey y salí disparada hacia la puerta despidiéndome de Jill. Pobre Ralph, pensé. Estaba abusando de él haciéndole esperar en todos los restaurantes para poder sacarle información de Ajax.

A las 7.50 giré por la avenida Lake Shore y a las 8.00 torcí por la calle Rush, donde estaba el restaurante. No soporto tener que pagar para aparcar, pero hoy no tenía tiempo de ponerme a buscar sitio en la calle. Enfrente del Ahab encontré un parking. Miré el reloj cuando crucé la puerta del restaurante: las 8.08. Genial. Aún tenía la cabeza un poco espesa pero por lo menos había llegado a tiempo.

Ralph me esperaba en la entrada. Me dio un beso de bienvenida y se apartó un poco para observarme la cara.

– Mucho mejor. Y veo que ya puedes andar.

Se acercó el maître. El lunes no era un día de mucho trabajo y nos llevó directamente a la mesa.

– Tim será su camarero -dijo-. ¿Desean algo para beber?

Ralph pidió un gin-tonic. Yo pedí un vaso de soda. Después de haber bebido tanta cerveza, el scotch no parecía lo más apropiado.

– Lo mejor que tiene divorciarse y venir a vivir a la ciudad, son los restaurantes -observó Ralph-. Aquí sólo he comido un par de veces, pero en mi barrio hay muchos.

– ¿Dónde vives? -pregunté.

– En la calle Elm. Bastante cerca de aquí. He alquilado un piso amueblado con ama de llaves.

– Qué práctico.

Seguro que le costaba una barbaridad. Tendría que ganar bastante.

– Debe de ser muy caro, ¿no? Y además tienes que pagar la pensión a tu ex.

– No me lo recuerdes -sonrió amargamente-. Como no conocía la ciudad cuando llegué, busqué un sitio agradable y cerca de Ajax. Pero algún día me gustaría comprarme un piso.

– Por cierto, ¿has averiguado si Masters recibe llamadas de McGraw?

– Sí, te he hecho este pequeño favor, Vic. Pero ya te lo dije: nunca ha recibido llamadas de McGraw.

– No se lo preguntaste a él directamente, ¿verdad?

– No -dijo con el rostro ensombrecido de resentimiento-. Hice lo que me pediste, sólo hablé con la secretaria, aunque no te puedo asegurar que ella no le comente nada. ¿Podemos cambiar de tema?

Yo también estaba un poco enfadada pero me retuve: aún tenía que enseñarle la reclamación.

Tim vino a tomar nota de lo que queríamos tomar. Yo pedí salmón poché y Ralph, langostinos. Después nos levantamos y fuimos a buscar ensalada en el bufé mientras yo pensaba un tema trivial para seguir hablando. No quería enseñarle la reclamación hasta después de la cena.

– Te he hablado tanto de mi divorcio, que no te he preguntado si te has casado alguna vez -dijo Ralph para entablar conversación.

– Sí, una vez.

– ¿Qué pasó?

– De eso hace mucho tiempo. Creo que ninguno de los dos estaba preparado para el matrimonio. Ahora él es un abogado famoso, vive en Hinsdale, tiene una esposa y tres hijos.

– ¿Aún os veis? -quería saber Ralph.

– No, y tampoco pienso en él. Pero sale a menudo en los periódicos. Me envió una postal por Navidad; por eso sé lo de Hinsdale y lo de los críos. Me envió una de aquellas fotos tan empalagosas con tres niños sonriendo estúpidamente enfrente de la chimenea. No sé si me la envió para demostrarme su virilidad o para que viera lo que me estaba perdiendo.

– ¿Y crees que te lo estás perdiendo?

Me estaba empezando a hartar.

– ¿Estás dando tantos rodeos para averiguar si me gustaría tener un marido y una familia? Pues te diré que no echo de menos a Dick, ni sueño con tener tres niños a mi alrededor.

Ralph estaba desconcertado.

– Cálmate, Vic. ¿No puedes echar de menos tener una familia sin confundirlo con la familia de Dick? Yo no echo de menos a Dorothy pero eso no significa que haya abdicado del matrimonio. Y no sería muy hombre si no echara de menos a mis hijos.

Tim nos trajo los platos. El salmón estaba aderezado con una salsa de pimientos deliciosa, pero no lo saboreé como se merecía porque Ralph había conseguido alterarme. Forcé una sonrisa.

– Lo siento. Es que me pongo muy a la defensiva cuando alguien piensa que una mujer sin hijos es como un escocés sin falda.

– Pero no te ensañes conmigo. Aunque haya actuado como un macho protector pidiéndote que no te mezcles con gángsters, no significa que piense que deberías estar en casa viendo culebrones y lavando la ropa.

Comí unos bocados de salmón mientras pensaba en Dick y nuestro corto y desafortunado matrimonio. Ralph me estaba mirando con un poco de ansiedad y preocupación.

– Mi matrimonio fracasó porque soy demasiado independiente. Y no me gusta limpiar, como comprobaste la otra noche. Pero el verdadero problema es mi independencia. Es como si quisiera conservar mi espacio a toda costa -sonreí-. Me cuesta hablar de ello.

Ataqué el salmón de nuevo y me concentré un rato en la comida. Me mordí el labio inferior y continué con el monólogo.

– Tengo lazos mucho más fuertes con mujeres porque creo que no intentan invadir mi territorio. Pero en cambio, con los hombres, siempre tengo la sensación de tener que luchar para seguir siendo quien soy.

Ralph asintió con la cabeza. No sé si me entendía pero parecía que le interesaba lo que le estaba contando. Seguí comiendo y tomé un sorbo de vino.

– Con Dick aún fue peor. No sé por qué me casé con él. A veces pienso que es porque representaba a la clase burguesa y parte de mí quería ser como él. Dick no era un marido adecuado para una mujer como yo. Trabajaba con Crawford y Meade, uno de los gabinetes jurídicos más prestigiosos, no sé si lo conoces, y yo era una joven abogada de oficio con ganas de comerme el mundo. Nos conocimos en un seminario de abogados. Dick creía que se había enamorado de mí porque era muy independiente, pero en realidad creo que vio mi independencia como un reto, y cuando vio que no podía cambiarme, se cabreó. Al cabo de un tiempo me cansé de trabajar de abogada de oficio porque el sistema está muy corrompido. Nunca discutes sobre justicia, sólo sobre cuestiones de derecho. Quería dejarlo pero tenía que encontrar un trabajo que estuviera relacionado con mi sentido de la justicia, y que no consistiera únicamente en ganar puntos. Dejé la abogacía de oficio y mientras pensaba qué podía hacer, una chica me pidió que defendiera a su hermano de una acusación de robo. Realmente, tenía el «culpable» escrito en la cara; habían robado videos y cámaras en un estudio y el chico tenía acceso y oportunidades para entrar. Total, que acepté el caso y descubrí que era inocente cuando encontré al verdadero culpable.

Bebí un trago de vino y pinché un trozo de salmón. Ralph ya había acabado pero alejó a Tim con la mano para que no le retirara el plato hasta que yo no hubiera acabado.

– Cuando dejé de trabajar como abogada, Dick pensó que me convertiría en ama de casa. Me animó para que dejara lo de oficio pero luego descubrí que lo hacía para que yo me quedara en casa aplaudiendo su meteórica carrera jurídica. Entonces acepté aquel caso, bueno, aunque en realidad no era un caso, sino más bien un favor a una mujer que me envió a la chica.

Aquella mujer era Lotty. Hacía tiempo que no pensaba en eso y me eché a reír. Ralph arqueó las cejas.

– Como me tomo mis obligaciones muy en serio, acabé pasando una noche en un muelle de carga y descarga, ya que era crucial para resolver el caso. Aquella misma noche, Crawford y Meade daban una fiesta para abogados con esposas incluidas. Yo me había arreglado porque pensaba ir a la fiesta después de lo del muelle pero el tiempo pasó tan deprisa que al final no fui y Dick no quiso perdonarme. Así que nos separamos. En aquel momento se me vino el mundo encima, pero cuando lo recuerdo ahora me parece tan absurdo que me entra la risa.

Aparté el plato hacia a un lado de la mesa. Sólo me había comido la mitad pero no tenía más hambre.

– El problema es que ahora me asustan un poco las armas. A veces pienso que debería tener un par de hijos y llevar la típica vida de clase media, pero es un mito, sabes: hay muy poca gente que viva como en los anuncios, en completa armonía, con mucho dinero y todo eso. Sé que aspiro a un mito, no a una realidad. A veces pienso que me equivoqué de camino; no sé cómo expresarlo… Quizás debería quedarme en casa viendo culebrones, a lo mejor no estoy haciendo lo más correcto con mi vida. Así que cuando alguien me lo insinúa, le salto a la yugular.

Ralph alargó el brazo para estrecharme la mano.

– Creo que eres una mujer excepcional, Vic. Me gusta tu forma de actuar. Dick parece un capullo. No desistas de nosotros, los hombres, sólo porque con él no funcionó.

Sonreí y también le estreché la mano.

– Lo sé, pero soy una buena detective y me he hecho un nombre. Mi trabajo no se puede combinar fácilmente con el matrimonio. No trabajo todos los días, pero cuando estoy a punto de resolver un caso, no puedo distraerme por tener a un hombre en casa que se pone nervioso porque no sabe hacerse la cena, o que se preocupa porque Earl me ha pegado.

Ralph se quedó pensativo mirando el plato vacío.

– Entiendo -y sonrió-. Podrías encontrar a un hombre que ya hubiera tenido hijos y los hubiera criado en los barrios residenciales, y que estuviera dispuesto a quedarse al margen aplaudiendo tus éxitos profesionales.

Tim vino a tomar nota de los postres. Pedí el helado especial de Ahab; aunque no me había acabado el pescado, estaba harta de pensar en la dieta. Ralph pidió lo mismo.

– Aunque creo que acostumbrarse a temas del tipo Smeissen sería mucho más difícil -añadió cuando Tim ya se había marchado.

– ¿Y encargarse de las reclamaciones no tiene riesgos? -pregunté-. Me imagino que cuando descubres a algún asegurado que está cobrando algo indebidamente, no debe de ponerse muy contento.

– Es verdad, pero demostrar que una reclamación es fraudulenta es mucho más complicado de lo que parece, especialmente si se trata de accidentes. Hay muchos médicos corruptos que, parar sacar tajada, no tienen ningún reparo en declarar que alguien tiene una lesión que no se puede probar porque no se aprecia en una radiografía, como un esguince en la espalda. A mí no me han amenazado nunca. Lo que se hace normalmente cuando averiguas que la reclamación es falsa y saben que tú lo sabes, pero nadie puede demostrarlo, es llegar a un acuerdo monetario, que es mucho más barato que ir a juicio. Así te los quitas de encima. Llevar un caso a juicio es muy caro para una compañía de seguros porque los jurados acostumbran a estar a favor del asegurado, así que es una práctica bastante habitual.

– ¿Existen muchos casos fraudulentos? -pregunté.

– Bueno, mucha gente cree que es muy fácil sacar dinero a las compañías de seguros, pero no se dan cuenta de que según lo que quieran conseguir deberían contratar pólizas más caras. ¿Nos engatusan muy a menudo? No sé qué decirte. Cuando trabajaba en la sucursal, yo diría que una de cada veinte o treinta reclamaciones era fraudulenta. Pero al final se acumulan tantas que es muy difícil estudiar una a una detalladamente; sólo te fijas en las más caras.

Tim trajo el helado, que estaba realmente delicioso. Me acabé hasta las últimas gotas que se habían derretido en el plato.

– El otro día encontré un borrador de una reclamación en un piso. Era una copia, de Ajax. No sé si es falso.

– ¿Lo encontraste? -preguntó Ralph sorprendido-. ¿Dónde lo encontraste? ¿En tu piso?

– No. De hecho lo encontré en el piso de Peter Thayer.

– ¿Lo tienes aquí? Me gustaría verlo.

Cogí el bolso, abrí la cremallera y le di el papel. Se lo miró con atención. Al cabo de un rato dijo:

– Sí, es nuestra. No entiendo por qué se la llevó Peter. No te puedes llevar las reclamaciones a casa.

Dobló el papel y se lo guardó en la cartera.

– Tendré que devolverlo a la oficina.

No me sorprendió, pero me alegré de haber hecho fotocopias.

– ¿Conoces al asegurado?

Sacó el papel de la cartera.

– No. Ni siquiera puedo pronunciar su nombre. Pero pide la máxima indemnización, o sea que debe de tratarse de un caso de invalidez temporal o permanente, no lo sé. Supongo que tendrá un archivo exhaustivo. ¿Por qué está tan pegajoso?

– Estaba en el suelo -contesté sin dar muchas explicaciones.

Cuando Tim trajo la cuenta, insistí para que la pagáramos a medias.

– Sí te pasas el día en estos restaurantes, al final tendrás que dejar el piso o la pensión de tu mujer.

Al final me dejó pagar la mitad de la cena.

– Por cierto, antes de que me echen por no pagar el alquiler, ¿te gustaría ver dónde vivo?

Me eché a reír.

– Por supuesto, Ralph. Me encantaría.

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