2.- Abandonar los estudios

El amanecer anunciaba un día tan caluroso y húmedo como el anterior. Intento hacer ejercicio cuatro veces por semana. Me había saltado los dos días anteriores con la esperanza de que pasara la ola de calor, pero decidí que debía salir esa mañana. Cuando los treinta son un grato recuerdo, cuanto más tiempo pasas sin hacer ejercicio, más te cuesta arrancar de nuevo. Además, tengo muy poca fuerza de voluntad, y prefiero hacer ejercicio antes que hacer régimen, y correr me ayuda a mantenerme en forma. No es que me apasione, especialmente en mañanas como ésta…

Los 500 dólares que me dio John Thayer la noche anterior me animaron bastante, y me puse los pantalones cortos y la camiseta con una sonrisa. El dinero me ayudaba a olvidarme del calor. Corrí unos 7 kilómetros sin mucho esfuerzo alrededor del lago y del puerto de Belmont y volví a mi pisito de Halsted. Sólo eran las ocho y media y ya estaba sudando a mares. Bebí un gran vaso de zumo de naranja y preparé café antes de ducharme. Tiré la ropa sudada en una silla y dejé la cama sin hacer. Tenía trabajo y no me sobraba el tiempo. Además, ¿quién iba a verla?

Mientras tomaba café y arenque ahumado, pensaba la manera de abordar a Peter Thayer acerca de su novia desaparecida. Si la familia del chico no la aceptaba, seguramente a Peter le sentaría mal que su padre contratara a un detective privado para buscarla. Tendría que hacerme pasar por alguien relacionado con la universidad. ¿Una compañera de clase que quería pedirle apuntes? Soy demasiado vieja para parecer universitaria, ¿y si Anita no se había matriculado en el trimestre de verano? Podría trabajar en una revista alternativa y buscar a Anita para pedirle que escribiera algo. Un artículo sobre sindicalismo… Thayer dijo que Anita presionaba a Peter para que se hiciera sindicalista.

Amontoné los cacharros en el fregadero y los miré con el ceño fruncido: de mañana no pasa. Saqué la basura: soy desordenada pero no una cerda. Tenía periódicos acumulados desde hacía días y tardé un rato en llevarlos hasta el vestíbulo. El hijo del portero se sacaba un sobresueldo con el reciclaje de papel.

Me puse tejanos y un top amarillo y me miré al espejo con satisfacción. En verano me veo más guapa. Heredé de mi madre el color aceituna de la piel y el bronceado me sienta muy bien. Se me escapó una sonrisa. La recuerdo cuando decía: «Sí, Vic, eres guapa, pero ser guapa no lo es todo en esta vida. Cualquier chica puede ser guapa, pero para cuidar de ti misma tienes que ser inteligente. Debes tener una profesión. Tienes que trabajar». Quería que fuera cantante y tuvo paciencia para enseñarme. Seguro que no le habría gustado que fuera detective. Y a mi padre tampoco. Era policía; un polaco en un mundo de irlandeses. Nunca pasó de sargento. En parte, debido a su falta de ambición, pero también debido a sus antepasados. Estoy convencida. Tenía grandes esperanzas puestas en mí. Se me congeló la sonrisa y me di la vuelta con brusquedad.

Antes de dirigirme hacia el sur de la ciudad, fui al banco a ingresar los 500 dólares. Primero lo primero. El cajero los cogió sin pestañear; no podía esperar que a todo el mundo le impresionaran como a mí.

A las diez y media entré por Belmont en la avenida Lake Shore con mi Chevy Monza. El sol deslumbrante se reflejaba en los remolinos del lago con un brillo cobrizo. Las amas de casa, los niños y los detectives son las únicas personas que están en la calle a esta hora del día. En tan sólo veintitrés minutos me planté en Hyde Park y aparqué en Midway.

Hacía diez años que no venía al campus, pero vi que no había cambiado tanto; por lo menos no tanto como yo. Leí en alguna parte que los estudiantes estaban sustituyendo el aspecto desaliñado por un estilo más cuidado tipo el de los años cincuenta. Sin duda, esta moda había pasado de largo de Chicago. Jóvenes de sexo indeterminado se paseaban, de la mano o en grupos, con el pelo revuelto, pantalones cortos deshilachados y camisetas tipo obrero agujereadas; seguramente la relación más directa que establecían con el mundo del obrero. Teóricamente, una quinta parte de los estudiantes pertenecía a familias con una renta anual de más de 50.000 dólares pero con la pinta que tenían me era imposible adivinar quiénes eran.

Dejé atrás la luz cegadora y entré en un vestíbulo de piedra mucho más fresco para llamar a secretaría. «Estoy buscando a una estudiante: la señorita Anita Hill.» Una voz estridente de vieja me dijo que esperara. Oí un crujido de papeles. «¿Puede deletreármelo?» Por supuesto. Más frufrú de papeles. La voz estridente me dijo que no les constaba ninguna estudiante con ese nombre. ¿Quería decir que no se había matriculado en el trimestre de verano? Quería decir que no tenían ninguna estudiante con ese nombre. Pregunté por Peter Thayer y me sorprendió que me diera la dirección de la calle Harper. Si Anita no existía, ¿por qué tendría que existir el chico?

«Disculpe las molestias, pero soy su tía. ¿Podría decirme qué clases tiene hoy? No está en casa y sólo estoy de paso por Hyde Park.» Supongo que le pareció que era de fiar porque la Sra. Estridente me dijo que Peter no se había matriculado aquel trimestre pero que tal vez la facultad de Ciencias Políticas podría ayudarme a encontrarlo. Le agradecí enormemente su ayuda y colgué.

Miré el teléfono con cara de duda y reflexioné sobre el siguiente paso. Si no existía Anita Hill, ¿cómo iba a encontrarla? Y si no existía una tal Anita Hill, ¿por qué me habían contratado para buscarla? ¿Y por qué me habían dicho que los dos estudiaban en la universidad si la chica no estudiaba allí? Quizás se confundió al decirme que estudiaba en la universidad de Chicago; tal vez estudiaba en Roosevelt y vivía en Hyde Park. Decidí probar en el piso.

Fui a buscar el coche. El aire era irrespirable y el volante estaba ardiendo. Entre los papeles del asiento de atrás encontré una toalla que me había llevado a la playa semanas atrás. La desenterré y la puse encima del volante. Me perdí un poco en las calles de sentido único porque llevaba años sin pasar por aquel barrio pero al final llegué a Harper. El número 5462 era un edificio de tres pisos cuya fachada había sido amarilla en otra época. La entrada olía como las paradas del metro: una extraña mezcla de moho y pipí. En una esquina había una bolsa arrugada de Harold's Chicken Shack y unos cuantos huesos de pollo esparcidos por el suelo. La puerta que daba a las escaleras no cerraba bien. Imaginé que nadie se había molestado en repararla desde hacía meses. La mayor parte de la pintura había saltado. Arrugué la nariz. Comprendía perfectamente que a los Thayer no les gustara el sitio en el que vivía su hijo.

Los nombres del interfono estaban escritos a mano en tarjetitas enganchadas a la pared con cinta adhesiva. Thayer, Berne, Steiner, McGraw y Harata vivían en el tercer piso. Supuse que se trataba de la comuna asquerosa que disgustaba tanto a mi cliente. Pero no había ninguna Hill. O se equivocó con el apellido de Anita, o la chica usaba un nombre falso. Llamé al interfono y esperé. No contestaron. Probé otra vez. Tampoco.

Eran las doce y decidí hacer una pausa. El Wimpy que recordaba al lado del centro comercial ya no existía y en su lugar había un restaurante medio griego. Tomé una ensalada de carne deliciosa y un vaso de Chablis y volví al piso. Seguramente los chicos tenían algún trabajito de verano y no volverían hasta las cinco, pero aquella tarde yo no tenía nada previsto aparte de buscar al impresor que se escaqueaba de pagar.

Mientras llamaba otra vez, salió un chico joven con unas pintas…

– ¿Sabe si hay alguien en el piso de Thayer y Berne? -le pregunté.

Me miró con los ojos vidriosos y masculló que no había visto a ningún vecino del tercero durante varios días. Le enseñé la foto de Anita y le dije que estaba buscando a mi sobrina.

– Debería estar en casa pero no sé si tengo la dirección correcta -añadí.

Me miró con cara de aburrimiento.

– Creo que vive aquí, pero no sé cómo se llama.

– Anita -dije, pero ya se había ido arrastrando los pies.

Me apoyé en la pared para pensar un poco. Podía esperar hasta que llegara alguien. Pero, seguramente, si entraba ahora, descubriría muchas más cosas que haciendo preguntas.

Abrí la puerta que no cerraba bien y subí de rondón hasta el tercer piso. Golpeé en la puerta de Thayer y compañía. No contestó nadie. Pegué la oreja a la puerta y oí el leve zumbido de un aparato de aire acondicionado. Saqué un manojo de llaves de mi bolsillo y, después de varios intentos frustrados, encontré una llave que cedió.

Entré y cerré la puerta sin hacer ruido. Un pequeño vestíbulo daba directamente a un salón con escasos muebles. Había unos cojines de ropa tejana por el suelo y un equipo de música. Me acerqué y vi que la platina era Kenwood y los altavoces JBL. Allí vivía alguien con dinero. El hijo de mi cliente, sin la menor duda.

El salón daba a un pasillo con habitaciones a ambos lados, parecido a un coche-cama de un tren. A medida que avanzaba por el pasillo, notaba un olor fétido, como de comida pasada o de ratón muerto. Eché un vistazo a todas las habitaciones pero no vi nada. Al final del pasillo estaba la cocina. El olor se volvió más intenso pero tardé un poco en darme cuenta de donde venía. Un chico estaba desplomado en la mesa de la cocina. Aunque el aire acondicionado estaba en marcha, el cuerpo empezaba a descomponerse.

El olor era fuerte, dulzón y nauseabundo. La ensalada de carne y el Chablis se me revolvieron en el estómago, pero retuve las nauseas e incorporé al chico en la silla. Tenía un agujero de bala en la frente. Un hilillo de sangre seca le recorría la cara, pero no tenía marcas de golpes. El cráneo tenía un aspecto mucho más desagradable.

Volví a dejarlo como estaba. Algo me decía, supongo que mi intuición femenina, que estaba ante los despojos de Peter Thayer. Tenía que llamar a la policía pero seguramente no tendría otra oportunidad de entrar en el piso. El chico llevaba muerto unos días: la policía podía esperar unos minutos más.

Me lavé las manos en la cocina y fui a investigar en las habitaciones. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí el cadáver ni por qué ninguno de los compañeros de piso había llamado a la policía. Hallé la respuesta a la segunda pregunta al ver una lista al lado del teléfono con las direcciones de veraneo de Berne, Steiner y Harata. Un par de habitaciones con libros y papeles pero sin ropa tenía que pertenecer a estos tres.

La tercera habitación era del chico muerto y de una chica llamada Anita McGraw. Su nombre estaba escrito con letras grandes y alargadas en las guardas de varios libros. En la destartalada mesa de madera había una foto del muerto y de una chica junto al lago. La chica tenía el pelo ondulado y rojizo y desprendía tal vitalidad e intensidad que parecía que de un momento a otro saldría de la foto. Era una foto mucho más bonita que la que me había dado mi cliente la noche anterior. Un chico sería capaz de dejar muchas más cosas que los estudios de empresariales por una chica así. Quería conocer a Anita McGraw.

Hurgué entre los papeles pero no había nada personal: panfletos que instaban a boicotear pactos sin la negociación de los sindicatos, literatura marxista y un montón de apuntes y libretas previsibles en un piso de estudiantes. En un cajón encontré unos cheques de la compañía de seguros Ajax a nombre de Peter Thayer. Era evidente que el chico tenía un trabajo aquel verano. Los tuve un momento en la mano y al final me los metí en el bolsillo trasero de los tejanos. Seguí revolviendo papeles y encontré una tarjeta del censo con una dirección de Winnetka. También la guardé. Nunca sabes qué te podrá servir. Cogí la foto y me fui.

Al salir a la calle respiré profundamente. Nunca imaginé que aquel aire irrespirable pudiera oler tan bien. Entré en el centro comercial y llamé al distrito 21 de policía. Mi padre había muerto hacía diez años, pero todavía me sabía el número de memoria.

– Departamento de homicidios, le habla Drucker -gruñó una voz.

– Hay un cadáver en el 5462 de South Harper, en el tercer piso -dije.

– ¿Quién es usted? -dijo bruscamente.

– 5462 de South Harper. Tercer piso -repetí-. ¿Entendido? -y colgué.

Volví al coche y me fui. Los policías me echarían la bronca por no haberme quedado en el escenario del crimen pero tenía que arreglar algunas cosas. Llegué a casa en 21 minutos y me duché para intentar borrar de mi mente la imagen de la cara de Peter Thayer. Me puse pantalones blancos y una camisa negra de seda: ropa limpia y elegante para adentrarme en el mundo de los vivos. Cogí los papeles y la foto que había robado y los metí en un bolso grande. Fui a mi despacho, deposité el botín en la caja fuerte y llamé al contestador automático. No tenía ningún mensaje, así que llamé al número que Thayer me había dado. Sonó tres veces y luego saltó la voz de una mujer que decía: «El número al que llama -6749133- no está asignado a ningún usuario. Compruebe que el número sea correcto y vuelva a intentarlo». Aquella voz monótona destrozó mi última esperanza de que mi cliente fuera John Thayer. ¿Quién era entonces? ¿Por qué quiso que encontrara el cadáver? ¿Y por qué había involucrado a la chica y le había dado un nombre falso?

Con un cliente y un cadáver no identificados, dudaba de cuál era mi trabajo: cabeza de turco para encontrar un cadáver, por supuesto. Aun así, nadie había visto a McGraw desde hacía días. A lo mejor mi cliente sólo quería que encontrara el cadáver, pero la chica me despertaba mucha curiosidad.

Supongo que mi trabajo no incluía anunciar la muerte de Peter a su padre, si es que aún no lo sabía. Pero antes de descartar por completo que mi cliente era John Thayer, tenía que conseguir una foto suya. «Aclara las dudas cuanto antes» es mi lema. Me mordí los labios mientras pensaba dónde podría encontrar una foto de este hombre sin causar demasiado alboroto.

Cerré el despacho y crucé el Loop para llegar a Monroe con La Salle. El banco Dearborn ocupaba cuatro edificios enormes en esta intersección. Me decidí por el que tenía letras doradas en la puerta y le pregunté al guarda dónde estaba el Departamento de Relaciones Públicas.

– Piso 32 -masculló-. ¿La están esperando?

Le dediqué mi sonrisa más angelical, le contesté que sí y me escurrí hasta el piso 32 mientras él apuraba un cigarrillo.

Las recepcionistas de Relaciones Públicas van siempre impecables, engominadas y vestidas a la última. El mono ajustado de color lavanda que llevaba ésta tenía todos los números de ser el modelito más extravagante del banco. Me ofreció una sonrisa falsa y una copia del último informe anual. Le devolví la sonrisa falsa, cogí el ascensor, saludé al guarda con la cabeza y salí como si tal cosa.

Mi estómago todavía se quejaba, así que me llevé el informe al Rosie para hojearlo al mismo tiempo que tomaba café y helado. John L. Thayer, vicepresidente ejecutivo del Banco Fiduciario Dearborn, aparecía en la primera página junto a otros peces gordos. Delgado, con la piel bronceada y el típico traje gris de banquero; no tenía que verlo bajo una luz de neón para darme cuenta de que no se parecía en absoluto a la visita de la noche anterior.

Me mordí el labio inferior otra vez. La policía estaría interrogando a todos los vecinos. Pero yo tenía una pista que ellos no tenían: los cheques. La compañía de seguros Ajax estaba en el Loop, no muy lejos de donde me encontraba ahora. Eran las tres de la tarde: todavía estaba a tiempo de hacer una visita de negocios.

La sede de Ajax se hallaba en un moderno rascacielos de cristal y acero de 60 pisos. Visto desde fuera, siempre me había parecido uno de los edificios más feos de la zona de negocios. El vestíbulo principal era muy soso y nada de lo que vi después me hizo cambiar de opinión. El guarda era más agresivo que el del banco y no me dejaba entrar sin acreditación. Le dije que tenía una cita con Peter Thayer y le pregunté en qué piso estaba.

– No tan rápido, señorita -gruñó-. Preguntaré si el señor está en su despacho, y si es así, él la autorizará.

– ¿Autorizarme? Querrá decir que autorizará mi visita. Él no tiene ninguna autoridad sobre mi existencia.

El guarda se dirigió a la cabina que comunicaba con las oficinas y llamó. No me sorprendió que Thayer no estuviera en su despacho. Exigí hablar con alguien del departamento. Ya me estaba cansando de ser femenina y conciliadora y casi amenacé al guarda para que me dejara hablar con una secretaria.

– Me llamo V. I. Warshawski -dije bruscamente-. El señor Thayer me está esperando.

La delicada voz femenina se disculpó al otro lado del teléfono.

– El señor Thayer no ha venido en toda la semana. Hemos llamado a su casa pero no contesta.

– Entonces será mejor que hable con alguien del departamento-. Seguí en mi línea brusca y la secretaria quiso saber de qué asunto se trataba.

– Soy detective -dije-. El Sr. Thayer quería hablarme de un asunto delicado. Si él no está, me gustaría hablar con alguien que sepa en qué consiste su trabajo.

No me pareció muy convincente pero la mujer me dijo que me esperara para que pudiera consultarlo. Al cabo de cinco minutos el guarda seguía sin quitarme los ojos de encima mientras jugueteaba con la pistola, pero la voz sin aliento de la señorita cogió el teléfono. El señor Masters, vicepresidente del Departamento de Reclamaciones, estaba dispuesto a hablar conmigo.

Al guarda no le hacía ninguna gracia dejarme pasar y volvió a llamar a la Srta. Tacto Personificado para saber si mentía. Al final conseguí llegar al piso 40. Cuando salí del ascensor avancé por una moqueta verde. Al fondo del pasillo estaba la recepción. Una recepcionista aburrida dejó de leer una novela y señaló a la mujer de la voz agradable que estaba sentada en una mesa de teca con una máquina de escribir. Ella me hizo pasar al despacho del Sr. Masters.

Masters tenía un despacho enorme con vistas al lago en el que cabrían todos los jugadores de los Bears. Tenía la cara rechoncha y ligeramente rosada que se les pone a algunos hombres de negocios a partir de los 45. Vestido con un traje gris a medida, me sonrió abiertamente.

– No me pase llamadas, Ellen -le dijo a su secretaria cuando salía del despacho.

Le extendí mi tarjeta y nos dimos la mano.

– Y bien, ¿qué quería, señoritaaa…? -sonrió condescendiente.

– Warshawski. Quería hablar con Peter Thayer, Sr. Masters. Pero ya que no está y usted ha accedido a verme, me gustaría saber por qué el chico necesita un detective privado.

– Pues no sabría decirle, Srtaaa… ¿Le importa si le llamo…? -miró la tarjeta.

– ¿Qué significa la V?

– Es la inicial de mi nombre, Sr. Masters. ¿Puede decirme en qué consiste el trabajo del Sr. Thayer?

– Es mi ayudante -dijo amistosamente-. John Thayer es un buen amigo mío, y cuando me dijo que su hijo, que estudia en la universidad de Chicago, necesitaba un trabajo en verano, estuve encantado de echarle una mano.

Hizo un gesto de preocupación.

– Si el chico está metido en algún asunto que precisa de un detective para solucionarlo, me gustaría saber de qué se trata.

– ¿Qué trabajo hace como ayudante? ¿Reclamaciones?

– Ah, no -sonrió-. Las reclamaciones no las llevamos en esta oficina. Nosotros nos encargamos de la parte administrativa: los presupuestos y ese tipo de cosas. El chico hace cálculos, estudia los informes… Es un buen chico. Espero que no se haya metido en algún lío con los hippies esos con los que anda -bajó el tono de voz-. Entre usted y yo, John dice que le han dado una idea equivocada del mundo de los negocios. El objetivo de este trabajo es que tenga una mejor impresión de este mundo cuando lo vea desde dentro.

– ¿Y funciona?

– Eso espero, Srta… eso espero-. Se frotó las manos-. Me encantaría poder ayudarla. Si me diera alguna pista para saber qué le preocupaba al chico…

Negué con la cabeza.

– No me lo dijo. Sólo me llamó y me pidió que me pasara por aquí esta tarde. Supongo que no habrá nada en esta empresa que le hiciera pensar que necesitaba un detective.

– Normalmente el jefe del departamento no sabe lo que pasa en su propio departamento -Masters frunció el ceño dándoselas de importante-. Eres demasiado inaccesible. La gente no confía en ti -sonrió otra vez-. Pero me sorprendería.

– ¿Por qué quiso verme?

– Le prometí a John que me ocuparía de su hijo. Y si viene una detective, parece que el tema es serio. Aunque yo no me preocuparía demasiado, Srta… Tal vez podríamos contratarla para que encontrara a Peter -se rió de su propio chiste-. No ha venido en toda la semana, y hemos llamado a su casa pero no contesta. Todavía no se lo he dicho a John. Está un poco harto de su hijo.

Me acompañó por el pasillo hasta el ascensor. Bajé hasta el piso 32, salí del ascensor y subí de nuevo. Recorrí el pasillo.

– Me gustaría saber dónde se sienta el Sr. Thayer -le dije a Ellen. Miró hacia la puerta de Masters buscando respuesta pero estaba cerrada.

– No creo que…

– Seguramente no -la interrumpí-. Pero voy a mirar entre sus cosas de todas formas. Siempre puedo preguntar a otra persona dónde se sienta.

No le hizo mucha gracia pero me llevó hasta una mesa separada de las otras por una mampara.

– Si sale el Sr. Masters, estaré metida en un buen lío -dijo.

– No veo por qué -le dije-. No es culpa suya. Le diré que hizo lo posible para echarme.

La mesa de Peter Thayer no estaba cerrada con llave. Ellen estuvo mirándome un rato mientras revolvía papeles.

– Puede registrarme antes de que me vaya para comprobar que no me llevo nada -le dije sin levantar la mirada.

Dio un resoplido y volvió a su mesa.

Los papeles del escritorio eran tan inofensivos como los que encontré en el piso. Varios libros de contabilidad con los presupuestos del departamento, listados con las sumas aproximadas de las indemnizaciones de los trabajadores, cartas enviadas a Ajax para verificar las reclamaciones: «Sr. X, compruebe que la suma adjudicada al Sr. X es la adecuada». Nada por lo que matarías a un chico.

Mientras comprobaba estos beneficios irrisorios y pensaba cuál sería mi próximo paso, me di cuenta de que alguien me estaba observando. Alcé la vista. No era la secretaria.

– Es mucho más decorativa que Peter. ¿Va a sustituirlo?

Mi interlocutor iba en mangas de camisa, tenía unos treinta años y sabía perfectamente que era atractivo. Me fijé en su cinturita y en lo bien que le quedaban los pantalones Brooks Brothers.

– ¿Hay alguien en este departamento que conozca realmente a Peter? -pregunté.

– La secretaria de Yardley se preocupa mucho por él, pero no sé si le conoce realmente.

Se acercó.

– ¿Por qué tanto interés? ¿Es de Hacienda? ¿Es que el chico ha olvidado pagar los impuestos de las propiedades que le ha traspasado su familia? ¿O se ha fugado con fondos del Departamento de Reclamaciones para donarlos al comité revolucionario?

– Creo que no va muy desencaminado -admití-. Y parece ser que ha desaparecido. Nunca he hablado con él -añadí, midiendo mis palabras-. ¿Usted lo conoce?

– Mejor que la mayoría de gente que trabaja aquí.

Sonrió alegremente, y aunque era un poco arrogante, me pareció simpático.

– Se supone que hace el trabajo pesado de Yardley, Yardley Masters. Acaban de verla hablando con él. Yo me encargo de los presupuestos.

– ¿Le apetece una copa? -le propuse.

Miró el reloj y sonrió de nuevo.

– Tiene una cita, jovencita.

Se llamaba Ralph Devereux. En el ascensor me dijo que acababa de llegar a la ciudad después de divorciarse y perder la casa que compartía con su mujer en el campo. El único bar del Loop que conocía era el Billy, donde acostumbraban a ir los del Departamento de Reclamaciones. Le sugerí que fuéramos al Golden Glow, un poco más alejado, para no encontrarnos con sus colegas. En la calle Adams compré el Chicago Sun-Times.

El Golden Glow es una rareza en el Loop. Es una pequeña taberna del siglo pasado en cuya barra de caoba con forma de herradura se sientan bebedores empedernidos. También tiene ocho o nueve mesas separadas por biombos y unas lámparas de Tiffany que dan una luz muy acogedora. Sal, la camarera, es una mujer negra extraordinaria que mide casi metro ochenta. La he visto parar una pelea con una palabra y una mirada. Nadie se mete con Sal. Hoy llevaba un traje pantalón plateado. Estaba despampanante.

Me saludó con la cabeza y me trajo un Black Label. Ralph pidió un gin-tonic. Sólo eran las cuatro de la tarde; un poco pronto incluso para los grandes bebedores del Golden Glow. No había casi nadie en el bar.

Devereux dejó un billete de cinco dólares en la mesa.

– Y dígame, ¿por qué una mujer tan imponente está interesada en un jovencito como Peter Thayer?

Le devolví el billete.

– Tengo una cuenta en el bar -le dije.

Hojeé el periódico. La historia había llegado demasiado tarde al periódico para que la publicaran en portada pero en la página 7 le habían dedicado dos columnas. ASESINADO EL HEREDERO RADICAL DE UN BANQUERO, decía el titular. Sólo mencionaban al padre de Thayer en el último párrafo; sus compañeros de piso tenían todo el protagonismo; ni una sola línea de la compañía de seguros Ajax.

Doblé el periódico por la mitad y enseñé el artículo a Devereux. Le echó un vistazo y al cabo de unos segundos reaccionó y me quitó el periódico de las manos. Lo observé mientras leía la historia. Supongo que la leyó varias veces porque el artículo era corto. Después me miró perplejo.

– ¿Peter Thayer está muerto? ¿Qué significa esto?

– No lo sé. Pero me gustaría averiguarlo.

– ¿Ya lo sabía cuando compró el periódico?

Asentí con la cabeza. Volvió a mirar el periódico y luego me miró a mí. Su cara expresiva estaba crispada.

– ¿Cómo lo sabía?

– Encontré el cadáver.

– ¿Por qué no me lo dijo en Ajax en lugar de montar esta farsa?

– Porque… cualquiera puede haberlo matado. Usted, Yardley Masters, su novia… Quería ver cómo reaccionaba ante la noticia.

– ¿Pero y usted quién es?

– Me llamo V. I. Warshawski. Soy detective privado e investigo la muerte de Peter Thayer -le dije alargándole mi tarjeta.

– ¡Anda ya! Si usted es detective, yo soy bailarina -exclamó.

– No me importaría verlo en medias y tutú -le dije mientras sacaba la fotocopia plastificada de mi licencia de detective.

Se la miró con detenimiento y se encogió de hombros sin decir nada. La guardé en la cartera otra vez.

– Dejemos las cosas claras, Sr. Devereux. ¿Mató usted a Peter Thayer?

– ¡Pues claro que no!

Movía la mandíbula de un lado para otro. Empezó a hablar pero se calló porque no sabía expresar en palabras lo que le pasaba por la cabeza.

Hice una señal a Sal y nos trajo otra ronda. El bar se estaba llenando de los hombres de negocios que se detienen a beber antes de iniciar el largo viaje de vuelta a casa. Devereux se bebió el segundo gin-tonic y se relajó un poco.

– Me gustaría haber visto la cara que hizo Yardley cuando le preguntó si había matado a Peter -dijo secamente.

– No se lo pregunté. Aunque no sé por qué quiso hablar conmigo. ¿Se preocupaba mucho por Thayer? Es lo que me dio a entender.

– No -dijo meditando la respuesta-. En realidad no le hacía mucho caso. Pero como Yardley conoce a su familia… Si Peter se metía en algún problema, Masters creía que debía ocuparse de él porque se lo debía a John… Muerto… Era un chico muy majo, a pesar de sus ideas radicales. Yardley se quedará de piedra. Y el padre del chico también. A Thayer no le gustaba el sitio donde vivía el chico, sólo le faltaba que lo asesinara un yonqui.

– ¿Cómo sabe que a su padre no le gustaba?

– No era ningún secreto. Poco después de que Peter entrara a trabajar con nosotros, vino su padre berreando y dándoselas de vicepresidente cabreado diciendo que su hijo traicionaba a la familia con sus teorías sindicalistas y que vivía en una pocilga. Me imagino que le compraron un piso en alguna parte. Aunque él se lo tomó muy bien; no lo quemó ni nada por el estilo.

– ¿Trabajaba con papeles confidenciales en Ajax?

Devereux se quedó estupefacto.

– ¿Está intentando relacionar su muerte con Ajax? Pero si lo ha asesinado uno de esos drogadictos que siempre andan por Hyde Park.

– Lo dice de una forma que parece que Hyde Park sea el centro de operaciones de la mafia china. De los 32 asesinatos que se cometieron el año pasado en el distrito 21, sólo 6 sucedieron en Hyde Park; uno cada dos meses. No creo que Peter Thayer sea la estadística de julio-agosto.

¿Y qué le hace pensar que el asesinato está relacionado con Ajax?

– Nada. Sólo intento eliminar posibilidades. ¿Alguna vez ha visto un cadáver? ¿O a alguien asesinado por una bala?

Negó con la cabeza y se escudó en la silla.

– Pues yo sí. Y según la posición del muerto se puede saber si la víctima intentaba defenderse. Este chico estaba sentado en la mesa de la cocina. Llevaba una camisa blanca, supongo que para venir a trabajar aquí el lunes por la mañana, y alguien le metió una bala en la cabeza. Seguramente lo hizo un profesional, pero iba acompañado de alguien que conocía al chico para ganarse su confianza. Esta persona podría ser usted, Masters, su padre, su novia… Sólo intento averiguar por qué es imposible que fuera usted.

Movió la cabeza de un lado para otro.

– No puedo hacer nada para probarlo. Aunque no sé utilizar una pistola, no sé si podría demostrárselo.

Solté una carcajada.

– Tal vez podría. ¿Y Masters?

– ¿Yardley? ¡No! Es uno de los tipos más honrados de Ajax.

– Eso no lo excluye como asesino. ¿Por qué no me cuenta qué hacía Peter en la compañía?

Se quejó un poco pero al final accedió a contarme en qué consistía el trabajo de Peter Thayer. No parecía ser el móvil dé un asesinato. Masters se encargaba de la parte financiera de las reclamaciones, daba el visto bueno o las denegaba y este tipo de cosas. Peter le llevaba las cuentas, hacía copias de las peticiones denegadas, vigilaba que no se pasaran del presupuesto en las oficinas centrales y se encargaba de todas las tareas rutinarias que se hacen en un negocio para que no se vaya a pique. Aun así… aun así… Masters había aceptado ver a una desconocida, detective para más inri, sin pensárselo un momento. Si no supiera que Peter estaba metido en líos, o que estaba muerto, no creo que su amistad con Thayer le obligara a concederme una visita.

Observé a Devereux. ¿Era sólo otra cara bonita o sabía algo? El desconcierto y la rabia que mostró al enterarse del asesinato del chico me parecieron verdaderos. Aunque la rabia es una forma de esconder otros sentimientos…

Por el momento decidí ponerlo en la lista de inocentes.

El carácter engreído de los irlandeses se le notaba a Devereux, y se rió un poco de mi profesión. Al ver que no podía sacarle más información hasta que no tuviera preguntas más concretas, decidí cambiar de tema y hablar de cosas más triviales.

Le dije a Sal que pusiera las bebidas a mi cuenta (me manda una factura al mes), y fui con Devereux al Officer's Mess para cenar tranquilamente. Es un restaurante indio y creo que uno de los más románticos de Chicago. Y hacen un Pimm's Cup delicioso. Cuando el whisky hizo su efecto, imaginé que bailaba en todas las discotecas del norte de Chicago. Aún podía tomarme unas copas más. A la una y pico volví, sola, a mi piso. Tirar la ropa en una silla y echarme en la cama fue un verdadero placer.

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