17.- Tiroteo en Elm Street

Larry y su amigo carpintero habían hecho un trabajo fantástico en mi piso. La puerta era una obra de arte, con flores grabadas en la madera. El carpintero me había puesto dos cerrojos, que cerraban con mucha suavidad. Habían dejado el piso reluciente como hacía tiempo que no lo veía. No había ni rastro del saqueo del fin de semana. Aunque Larry se había llevado el sofá hecho trizas, había puesto una mesa y unas sillas para reemplazar el espacio vacío. En la mesa de la cocina había dejado la factura. Dos personas a 8 dólares la hora, 256 dólares. La puerta, los cerrojos y la mano de obra, 315. Harina, azúcar, judías y especias, más almohadas nuevas para la cama, 97. No me parecía desorbitado. Aunque no sabía quién iba a pagármelo. Tal vez Jill podría pedir dinero prestado a su madre hasta que tuviera acceso a los fondos de inversiones de su familia.

Fui a buscar el joyero. Por algún milagro divino, los vándalos no se habían llevado las pocas joyas valiosas de mi madre, pero pensé que sería mejor guardarlas en la caja fuerte de un banco en vez de dejarlas allí para el próximo intruso. No vi los pedacitos de la copa veneciana que se rompió; Larry debía de haberlos tirado. Tendría que haberle dicho que no los tocara, pero en el fondo era igual; era imposible recomponer la copa. Las otras siete ocupaban un sitio destacado en el armario de porcelana empotrado, pero no podía mirármelas sin que se me hiciera un nudo en el estómago.

Volví a llamar a Ralph. Esta vez contestó al cabo de poco.

– ¿Qué pasa, Miss Marple? -preguntó-. Pensaba que estarías buscando al profesor Moriarty hasta mañana.

– Lo encontré antes de lo que esperaba. De hecho, he descubierto el secreto que mató a Peter. Aunque él no quería mantenerlo en secreto. ¿Sabes la reclamación que te di? ¿Verdad que no encontraste el archivo?

– No, ya te dije que la puse en la carpeta de archivos extraviados, pero no ha aparecido.

– Seguramente no aparecerá nunca. ¿Sabes quién es Joseph Gielczowski?

– ¿Qué es esto, un concurso de respuestas rápidas? Espero a una visita dentro de veinte minutos.

– Joseph Gielczowski es un vicepresidente de los Afiladores. Hace veintitrés años que dejó la cadena de montaje. Si fueras a visitarle a su casa, verías que está tan sano como tú. O podrías ir al sindicato y comprobar que puede trabajar y cobrar un sueldo sin necesidad de indemnizaciones.

Se hizo un breve silencio.

– ¿Me estás diciendo que este hombre está cobrando una indemnización fraudulenta por accidente laboral?

– No -dije.

– Joder, Vic. Si está sano y está cobrando una indemnización, es que la indemnización es fraudulenta.

– No -repetí-. Claro que es fraudulenta, pero no la está cobrando él.

– Entonces, ¿quién?

– Tu jefe.

A Ralph le entró un ataque de cólera.

– ¿Es que no te puedes sacar a Masters de la cabeza? ¡Me estás hartando con esta historia! Masters es uno de los miembros más respetables de una de las compañías más respetables de una de las industrias más respetables. Y te atreves a sugerir que está metido en algo así…

– No lo estoy sugiriendo. Lo sé -dije con brusquedad-. Sé que él y McGraw, el director del sindicato de los Afiladores, abrieron una cuenta conjunta que les permite cobrar las indemnizaciones a nombre de Gielczowski y de al menos veintidós personas más que no han tenido ningún accidente.

– ¿Cómo puedes saber algo así? -dijo Ralph furioso.

– Porque me han leído la copia del acuerdo por teléfono. Porque he encontrado a una persona que ha visto a Masters y a McGraw varias veces cerca del sindicato. Y sé que Masters había quedado con Peter, en su piso, el lunes que lo mataron a las nueve de la mañana.

– No me lo creo. He trabajado para Yardley durante tres años, y ya estaba en la compañía desde diez años antes, y estoy convencido de que existe otra explicación a todo lo que has descubierto, si es que lo has descubierto. No has visto el acuerdo. Y Yardley puede haber quedado para comer o para tomar algo con McGraw para hablar de reclamaciones. A veces lo hacemos con algunos asegurados.

Tenía ganas de gritar de frustración.

– Avísame diez minutos antes de que vayas a ver a Masters para comprobar si la historia es cierta. Al menos déjame tiempo para que pueda venir a salvarte el pellejo.

– Si crees que voy a poner mi trabajo en peligro diciéndole a mi jefe los rumores que he oído sobre él, estás loca -gritó Ralph-. Y mira, qué casualidad, Masters llegará dentro de unos minutos y te aseguro que no seré tan imbécil como para contárselo. Si la reclamación de Gielczowski es falsa, eso ya explica muchas cosas. Le diré esto.

Los pelos se me erizaban de la ira.

– ¿Qué? Ralph, cómo puedes ser tan inocente, es increíble. ¿Se puede saber por qué viene Masters a tu casa?

– No tienes ningún derecho a preguntarme esto -soltó-, pero te lo diré de todas formas, ya que fuiste tú la que empezaste con este jaleo de la reclamación. Las reclamaciones más importantes no se tramitan en la oficina central. He estado preguntando a mis compañeros quién se ocupaba de este archivo y nadie se acordaba. Si alguien hubiera llevado un caso tan importante durante tantos años, es imposible que se hubiera olvidado. Eso me extrañó mucho, así que llamé a Masters a casa esta tarde, porque esta semana no ha venido a trabajar, y se lo comenté.

– ¡Por favor! Esto ya es el colmo. Te dijo que parecía algo serio, ¿verdad? Y que ya que tenía que bajar al centro por algún otro motivo, aprovecharía y se pasaría por tu casa para que hablarais. ¿He acertado? -dije furiosa.

– Pues, sí, ¿y qué? -gritón-. Y ahora vete a buscar un perrito perdido y deja de tocarnos los cojones en el Departamento de Reclamaciones.

– Ralph, ahora mismo vengo. Díselo a Yardley cuando llegue, enseguida que entre por la puerta, y a lo mejor consigues salvar tu pellejo durante unos minutos.

Colgué el teléfono con un golpe seco sin esperar su respuesta.

Miré el reloj: las 7.12. Masters llegaría a casa de Ralph en veinte minutos. Más o menos. Pongamos que llegara a las 7.30, o unos minutos antes. Cogí el carné de conducir, la licencia de armas y la de detective, y me las metí en el bolsillo trasero junto con un poco de dinero. No tenía tiempo de coger un monedero. Comprobé que la pistola tuviera el seguro puesto y guardé munición en la chaqueta. Perdí cuarenta y cinco segundos en ponerme zapatillas de deporte. Cerré con llave los relucientes cerrojos nuevos y bajé las escaleras a toda prisa de tres en tres. Recorrí la media manzana a la que estaba mi coche en quince segundos. Lo puse en marcha y me dirigí hacia la avenida Lake Shore.

¿Por qué todo Chicago se había puesto de acuerdo para salir a la calle aquella noche? ¿Y por qué casi todos estaban en la avenida Belmont? Estaba furiosa. Parecía que los semáforos estuvieran cronometrados de forma que cuando estaba a punto de llegar al cruce, el capullo que tenía delante no se decidía a pasar en ámbar. Di unos cuantos porrazos al volante, pero no conseguí que el tráfico disminuyera. Ponerme a pitar como una loca tampoco tenía ningún sentido. Respiré hondo un par de veces para calmarme. Ralph, mira que eres gilipollas. Regalarle tu vida al tipo que ha matado a dos hombres en las dos últimas semanas… Sólo porque Masters es de tu gremio y trabajáis en equipo, no puede hacer nada delictivo. ¡Ya! Adelanté a un autobús y tuve el camino despejado hasta la calle Sheridan y el principio de la avenida. Eran las 7.24. Recé al patrón que protege a los conductores suicidas de los peligros de la velocidad, y pisé el gas a fondo. A las 7.26 salí de la avenida y giré por La Salle, y por la calle paralela llegué a Elm. A las 7.29 dejé el coche enfrente de una boca de incendios que había al lado del bloque de Ralph y corrí hacia la puerta.

No tenían portero. Pulsé todos los timbres de los interfonos en cuestión de segundos. Muchos me preguntaron: «¿Quién es?», pero al final alguien abrió. Aunque se hayan cometido un montón de robos de esta forma, siempre habrá algún imbécil que te abrirá sin saber quién eres. El ascensor tardó un siglo o dos en bajar. Cuando por fin llegó, me subió al séptimo piso en un momento. Corrí por el pasillo hasta llegar a la puerta de Ralph y aporreé la puerta con la Smith & Wesson en la mano.

Me arrimé contra la pared cuando se abrió la puerta, y después entré en el apartamento protegiéndome con la pistola. Ralph me miraba desconcertado.

– ¿Pero qué coño estás haciendo? -dijo.

No había nadie más en el piso.

– Buena pregunta -dije relajando la tensión.

Llamaron abajo y Ralph fue al interfono para abrir.

– Preferiría que te fueras -me dijo.

No me inmuté.

– Al menos esconde la cosa esta.

Me la metí en el bolsillo de la chaqueta pero no dejé de agarrarla ni un momento.

– Hazme un favor -dije-. Cuando abras la puerta, protégete, ponte detrás. No te quedes en el umbral.

– Eres la tía más chalada que…

– Si vuelves a llamarme chalada, te disparo. Cúbrete con la puerta cuando abras.

Ralph me fulminó con la mirada. Cuando llamaron a la puerta al cabo de un rato, se quedó expresamente en medio del umbral. Me arrimé a la pared y me preparé para actuar. No oí ningún disparo.

– Hola, Yardley. ¿Qué significa todo esto? -dijo Ralph.

– Te presento a mi vecina, Jill Thayer, y a unos socios que me han acompañado.

Me quedé atónita y me acerqué a la puerta.

– Jill? -dije.

– ¿Estás aquí, Vic? -dijo con un hilillo de voz-. Lo siento. Paul me llamó esta mañana para decirme que cogería el tren para venir a verme y salí para recogerlo en la estación. Pero por el camino me encontré con el Sr. Masters, se paró y me dijo que me llevaba en coche. Le pregunté por el papel y me obligó a venir con él. Lo siento, Vic. Sé que no tendría que haber dicho nada.

– No te preocupes, cariño -empecé a decir, pero Masters me interrumpió.

– Ah, estás aquí. Pensábamos venir a verte, a ti y a la doctora que Jill admira tanto, un poco más tarde, pero nos has ahorrado un viaje.

Miró hacia mi pistola, que ya le estaba apuntando, y sonrió de una forma insultante.

– Yo de ti la guardaría. A Tony no le cuesta disparar, y sé que no soportarías que le pasara algo a Jill.

Tony Bronsky había entrado detrás de Masters. Earl también iba con ellos. Ralph sacudía la cabeza como si intentara despertar de un sueño. Guardé la pistola en el bolsillo.

– No culpes a la chica -me dijo Masters-. Pero no tendrías que haberla involucrado. Cuando Margaret Thayer me dijo que había vuelto a casa, intenté encontrar la forma de hablar con ella sin que se enterara su familia. Pura casualidad que anduviera por Sheridan cuando yo pasaba por allí. Pero conseguimos sacarle algo, ¿verdad, Jill?

Entonces vi que tenía un moratón en una mejilla.

– Qué bueno eres, Masters -dije-. Qué valiente pegando a las niñas. Me gustaría verte con una abuela.

Tenía razón: era una estúpida por haberla traído a casa de Lotty y haberla involucrado en cosas que ni Masters ni Smeissen querían que se supieran. Pero me guardé los reproches para más tarde. Ahora no tenía tiempo.

– ¿Quieres que la liquide? -dijo Tony con los ojos brillantes de felicidad, y su cicatriz en forma de Z tan intensa que parecía una herida reciente.

– Todavía no, Tony -dijo Masters-. Primero tenemos que averiguar lo que sabe, y a quién se lo ha contado. Lo mismo digo, Ralph. Es una lástima que te hayas traído a la polaca a casa. No queríamos matarte a menos que fuera absolutamente necesario, pero me temo que tendremos que hacerlo.

Masters se giró hacia Smeissen.

– Earl, tú tienes más experiencia en estas cosas que yo. ¿Cómo lo hacemos?

– Quítale la pistola a la Warchoski -dijo Earl con su aguda voz-, y después que se siente en el sofá con el tipo este para que Tony pueda apuntar a los dos a la vez.

– Ya le has oído -dijo Masters dirigiéndose hacia mí.

– No -gritó Earl-. No te acerques más. Que tire la pistola. Tony, apunta a la niña.

Tony apuntó a Jill con la Browning. Yo tiré la Smith & Wesson al suelo. Earl se acercó y le dio una patada para apartarla. Jill estaba pálida como un muerto.

– Al sofá -dijo Masters.

Tony seguía apuntando a Jill. Me senté en el sofá. Era muy cómodo, no te hundías cuando te sentabas. Distribuí el peso del cuerpo en ambas piernas.

– Vamos -dijo Earl a Ralph.

Ralph estaba aturdido. Le caían gotas de sudor por la frente. Se tropezó con la gruesa alfombra cuando vino a sentarse a mi lado.

– Masters, huele tan mal tu negocio, que si quieres cubrirte las espaldas, tendrás que matar a todo Chicago -dije.

– ¿Ah sí? ¿Quién más lo sabe? -dijo con aquella sonrisa insultante.

Estuve a un tris de romperle la mandíbula.

– El Star está más o menos al caso. Mi abogado también, y algunas personas más. Ni siquiera el gran Earl podrá sobornar a toda la pasma si os cargáis a todos los miembros de la redacción de un periódico.

– ¿Es verdad, Yardley? -preguntó Ralph.

Apenas le había salido la voz, y tuvo que aclararse la garganta.

– No me lo creo. No quise creérmelo cuando Vic intentó decírmelo. Tú no mataste a Peter, ¿verdad?

Masters sonrió con autosuficiencia.

– Claro que no. Fue Tony, pero tuve que acompañarlo, como he hecho hoy, para poder entrar en el piso. Y Earl ha venido como cómplice. Earl normalmente no participa, ¿verdad, Earl? Pero no queremos tener problemas de chantaje.

– Muy buena táctica, Masters -lo alabé-. Por eso está tan gordo Earl, porque lleva años sin mover el culo.

Earl se sonrojó.

– Pedazo de zorra, te acabas de ganar una paliza de Tony antes de que te mate -gritó.

– Vamos, Earl -dije mirando a Masters-. Earl nunca pega a nadie. Siempre deja que lo hagan sus hombres. Pensaba que era porque no tenía cojones, pero la semana pasada descubrí que me equivocaba, ¿verdad, Earl?

Earl se abalanzó hacia mí, como era de esperar, pero Masters lo retuvo.

– Tranquilo, Earl; sólo intenta provocarte. Haz lo que quieras con ella, pero cuando hayamos averiguado qué sabe y dónde está Anita McGraw.

– No lo sé, Yardley -dije con una sonrisa.

– ¡Anda ya! -dijo inclinándose para pegarme en la boca-. Has desaparecido esta madrugada. El gilipollas que contrató Smeissen para que te vigilara se durmió y tú te escapaste. Pero hablamos con algunas de las Mujeres Unidas de la reunión a la que fuiste ayer, y Tony persuadió a una de ellas para que nos dijera dónde estaba Anita. Cuando llegamos a Hartford, Wisconsin, al mediodía, Anita acababa de irse. La mujer del restaurante te describió bastante bien. Pensó que eras la hermana mayor de Jody Hill. Y ahora, dime: ¿dónde está?

Recé en silencio para agradecer la prisa que tuvo Anita en dejar Hartford.

– No me creo que este chanchullo sólo sean los veintitrés nombres que encontró Jill en el documento original -dije-. Aun con 250 dólares a la semana no puedes pagar los servicios de un tipo como Smeissen. Y pagar a alguien que me vigilara las veinticuatro horas del día tiene que haberte costado un pastón, Masters.

– Tony -dijo Masters sin alterarse-, pégale. Fuerte.

Jill ahogó un grito. Buena chica. Muy valiente.

– Si matas a la chica, no podrás hacer nada para detenerme -dije-. Estás en un pequeño apuro. En el momento en que Tony deje de apuntar a Jill, ella se tirará al suelo y se esconderá detrás de aquel sillón, y yo saltaré encima de Tony y le romperé el pescuezo. Y si la mata, haré lo mismo. Por supuesto que no me gustaría ver cómo pegas a Jill, pero si la matas, pierdes tu única arma.

– ¡Mata a Warchoski de una vez! -gritó Earl-. Tiene que morir de todas formas.

Masters movió la cabeza.

– No la mataremos hasta que nos haya dicho dónde está la hija de McGraw.

– ¿Sabes qué, Yardley? Te cambio a Jill por Anita. Si dejas que Jill se vaya a casa, te diré dónde está Anita.

Aunque parezca mentira, Masters estuvo a punto de aceptar.

– ¿Me tomas por un idiota o qué? Si dejo que se vaya, llamará a la policía.

– Claro que te tomo por un idiota. Como dijo Dick Tracy, todos los gángsters son idiotas. ¿De cuántos falsos asegurados consigues indemnizaciones fraudulentas para tu cuenta?

Sonrió con insolencia, otra vez.

– De casi trescientos, repartidos por todo el país. El documento que encontró Jill es muy antiguo. Ya veo que John no se preocupó de comprobar hasta qué punto había aumentado la lista.

– ¿Cuánto sacaba Thayer por supervisaros la cuenta?

– Lo siento, pero no he venido hasta aquí para contestar a las preguntas de una sabelotodo -dijo Yardley sin perder los estribos-. Quiero saber qué has descubierto.

– Bastantes cosas, la verdad -dije-. Sé que acudiste a McGraw para contactar con Smeissen cuando Peter Thayer te habló de los archivos comprometedores. Sé que no le dijiste a McGraw a quién te ibas a cargar, y cuando lo descubrió, se le pusieron los pelos de punta. Lo tienes atrapado, ¿eh? Sabe que quieres cargarte a su hija, pero no puede declarar como testigo de la acusación, o no tiene cojones para hacerlo, porque de todas formas él sería declarado instigador de la muerte de Peter por haberte puesto en contacto con Smeissen. A ver, ¿qué más? Sé que convenciste a Thayer para que dejara de investigar la muerte de su hijo al decirle que él era cómplice del delito por el que murió Peter. Y que si seguía investigando, su imagen saldría tan dañada que tendría que dimitir de su cargo en el banco. Sé que estuvo dándole vueltas durante un par de días hasta que vio que no podía vivir con ese sentimiento de culpa, te llamó y te dijo que no sería cómplice de la muerte de su hijo. Tú llamaste a súper Tony para que lo liquidara a la mañana siguiente antes de que Thayer le contara la historia al fiscal.

Dejé de hablar con Masters, y me dirigí a Tony.

– Ya no eres tan bueno como antes, cielo. Te vieron enfrente de casa de Thayer. El testigo está bajo protección policial. Dejaste pasar la oportunidad de acabar con él in situ.

Earl montó en cólera de nuevo.

– ¿Existe un testigo y no lo viste? -soltó a forma de alarido-. ¡Maldita sea! No sé por qué te pago. Para contratar a un aficionado, puedo coger a cualquiera de la calle. ¿Y Freddie? Le pago para vigilar a alguien y no ve nada. ¡Sois unos imbéciles y unos incompetentes! -dijo agitando sus rechonchos y cortos brazos para escenificar su rabia.

Miré a Ralph de reojo; estaba pálido, seguramente en estado de shock. Pero ahora no podía ayudarle. Jill me sonrió con disimulo. Había captado el mensaje: a la que Tony dejara de apuntarla, se tiraría al suelo y se escondería detrás del sillón.

– Lo siento, chicos -dije compungida-, habéis cometido tantos errores que añadir tres cadáveres más a esta historia no os ayudaría en absoluto. Ya te lo dije, Earl: Bobby Mallory no se deja sobornar. No puedes cargarte a cuatro personas por un mismo caso y salirte con la tuya.

Earl sonrió con suficiencia.

– Nunca han logrado inculparme de un solo asesinato, Warchoski, y tú lo sabes.

– Me llamo Warshawski, alemán de mierda. ¿Sabes por qué los chistes polacos son tan cortos? -pregunté a Masters-. Para que los alemanes puedan recordarlos.

– Ya está bien, Warchoski o como te llames -dijo Masters con el mismo tono autoritario que usaría para imponerse a sus trabajadores más jóvenes-. Dime dónde está la hija de McGraw. Jill es como si estuviera muerta. Odio tener que hacerlo porque la conozco desde que nació, pero no puedo arriesgarme. Eso sí, te daré a escoger. Puedo decirle a Tony que la mate de un disparo, una muerte rápida y limpia, o puedo pedirle que la viole mientras tú miras y que luego la mate. Si me dices dónde está la hija de McGraw, le ahorrarás un montón de sufrimiento.

Jill se puso muy pálida y abrió sus ojos negros de par en par.

– ¡Yardley, por favor! -dije-. Me estás asustando con tus amenazas. ¿De verdad crees que Tony la violará si tú se lo pides? ¿Por qué crees que lleva una pistola? Porque no se le levanta, nunca se le ha levantado, y se conforma con llevar un enorme pene en la mano.

Mientras hablaba me apoyaba con las manos en el sofá para darme impulso. Tony se puso como un tomate y soltó un alarido estremecedor. Se giró para apuntarme.

– ¡Ahora! -grité mientras saltaba.

Jill se tiró al suelo y se escondió tras el sillón. La bala de Tony se desvió, y yo le di un manotazo en el brazo con tanta fuerza como para romperle el hueso. Gritó de dolor y dejó caer la Browning. Mientras me daba la vuelta para cogerla, Masters me embistió y la atrapó. Me apuntó con la Browning mientras se levantaba del suelo. Retrocedí unos pasos.

El ruido del disparo de Tony había conseguido sacar a Ralph del trance. Por el rabillo del ojo vi como se acercaba al teléfono y descolgaba el auricular. Masters también lo vio y se giró para dispararle. En el instante en que se giró, me tiré al suelo y cogí la Smith & Wesson. Cuando Masters se volvió con el dedo preparado en el gatillo, le disparé en la rodilla. No estaba acostumbrado al dolor: se desplomó con un grito de agonía y dejó caer la pistola. Earl, que se había quedado en segundo plano como si también formara parte de la contienda, intentó recogerla. Le disparé en la mano. Aunque estaba desentrenada y fallé, se echó atrás del susto.

Apunté a Tony con la Smith & Wesson.

– Al sofá. Vamos.

Le resbalaban lágrimas por la mejilla. El brazo derecho le colgaba de una forma un poco extraña: le había roto el cubito.

– La verdad es que sois pura escoria. Me encantaría mataros a los tres. El estado se ahorraría un montón de dinero. Si alguien intenta coger aquella pistola, os mato. Earl, mueve tu precioso culo hasta el sofá y siéntate al lado de Tony.

Parecía un crío de dos años cuya madre le acabara de pegar una zurra. Tenía los músculos de la cara tan tensos que parecía que también se pondría a llorar. Se sentó al lado de Tony. Recogí la Browning del suelo sin dejar de apuntarles ni un momento. Masters estaba tumbado en la alfombra sangrando. Apenas podía moverse.

– Seguro que a la policía le gustará esta pistola -dije-. Me juego lo que sea a que disparó la bala que mató a Peter, ¿verdad, Tony?

Llamé a Jill.

– ¿Sigues viva, cariño?

– Sí, Vic -dijo con una vocecita.

– Bien. Ahora ya puedes salir, y marcarás el número que te diré. Llamaremos a la policía para que venga a recoger esta basura. Después podrías llamar a Lotty y pedirle que viniera para echar un vistazo a Ralph.

Ojalá que quedara algo de Ralph cuando llegara Lotty. No se movía pero no podía acercarme a él. Había caído demasiado lejos y detrás del sofá; si me acercara, no podría apuntar bien a los otros con el sofá y la mesa de por medio.

Jill salió de su escondite. Su cara oval seguía pálida y estaba temblando un poco.

– Pasa por detrás de mí -le dije- y respira hondo unas cuantas veces. Dentro de nada podrás desahogarte y relajarte, pero por ahora tienes que aguantar y ser valiente.

Evitó mirar a Masters, que sangraba en el suelo, y fue hasta el teléfono. Le di el teléfono de la comisaría y le dije que preguntara por Mallory. Se había ido a casa, dijo Jill. Le di el número de casa.

– ¿Puedo hablar con el teniente Mallory, por favor? -dijo muy educadamente con su voz clara.

Cuando Mallory se puso al teléfono, le dije que me acercara el aparato pero sin pasar por delante de mí.

– ¿Bobby? Vic. Estoy en el dos, cero, tres de Elm Street con Earl Smeissen, Tony Bronsky, y un tipo de Ajax llamado Yardley Masters. Masters tiene la rodilla destrozada, y Bronsky el cubito roto. También tengo el arma que utilizaron para matar a Peter Thayer.

Mallory hizo un sonido explosivo al otro lado del teléfono.

– No me estarás gastando una broma, Vic…

– Bobby. Soy hija de policía. Nunca gasto este tipo de bromas. El dos, cero, tres de la calle Elm. Apartamento diecisiete, cero, ocho. Intentaré no cargármelos antes de que llegues.

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