9

Volví a casa y encontré una nota: «Marc ha venido a recogernos. Vamos de paseo y cenaremos fuera. Cariño, podrás estar tranquilo. Besos.» Me serví una copa tratando de no pensar en nada y me dejé caer hacia atrás en la cama. Sonó el teléfono pero no me levanté. Seas quien seas cuelga, no puedo hacer nada por ti, y me serví una segunda copa. Iba descalzo, me gusta ir descalzo cuando me invade el furor, me gusta respirar hondo y afilar mi cerebro como una navaja barbera. Qué locura me había contado, qué gilipollez, cómo Nina iba a enrollarse con un tipo medio enfermo. El cuento apenas se tenía en pie. Di una vuelta en la cama, encendí la radio, oí dos o tres horteradas de un vacío tan desarmante que no fui consciente del paso del tiempo, y me calmé.

Hacia mediodía me arrastré hasta la cocina y la verdad es que aquellas dos no se mataban yendo de compras. No encontré en la nevera más que cosas descremadas y cartones de leche. Puse a sal tear un poco de maíz y volví a la habitación. El tipo de la radio chillaba A TI TE QUIERO… OHOHOOOO A TI TE QUIERO NO SERÍA NADA SIN TI, pero había que esperar hasta el fin de la canción para comprender que se refería a su madre. Me pregunté qué gusto le puede uno encontrar a la vida en ciertas ocasiones, y suspirando me comí un puñado de palomitas.

Luego me puse a trabajar en mi novela y durante una hora machaqué una pequeña frase. No tolero bromas respecto del estilo y nunca me dejo vencer por la facilidad, por eso tardo una enormidad en escribir un libro y eso me consume, me acerca a la muerte. cs duro decirme a mí mismo que tal vez tendré cuarenta años cuando me lean en las escuelas, y un chorbo escriba una tesis sobre mí.

Me dejé ganar por la noche. La luna entró por la ventana, por el pequeño cristal de más arriba. Eran las nueve y ella había dicho tendremos que salir hacia las diez, pasaré a recogerte, se tarda alrededor de una hora en llegar, conozco el camino. Así que no había prisa y me lo podía tomar con calma. Estuve en el baño un poco más de lo previsto y salí con la piel de los dedos arrugada y blanquecina, como si un vampiro me hubiera besado la mano. Pero uno nunca está realmente vivo al cien por ciento, así que no me inquieté.

Volví a instalarme ante mi máquina y tecleé como un loco durante una media hora. La cosa iba bien, tecleaba tan rápido como una mecanógrafa, con el culo tieso y un cigarrillo en los labios. Me caían las lágrimas pero no pensaba en quitarme esa mierda de los ojos, y me fastidió que ella llamara a la puerta. Siempre me fastidia que vengan a molestarme cuando estoy escribiendo pero no digo nada, sonrío. Fui a abrir.

– ¿Qué tal? ¿Te ha costado mucho llegar? -le pregunté.

– Bueno, vamonos -me dijo.

– Pero al menos tomarás algo, ¿no?

– Me gustaría estar ya de vuelta.

Estaba nerviosa y evitaba mirarme. Tomé dos cervezas para el viaje, dos buenas, y cerré la puerta tras ella.

Me había tomado una buena delantera. Era una chica en la noche azul, con los puños hundidos en los bolsillos de su cazadora, y me tomé mi tiempo para mirarla. La calle estaba desierta y a veces ellas tienen ángel para atravesar la pureza, para marcar todo lo que las rodea. Se detuvo y se volvió hacia mí:

– Bueno, ¿vienes o qué? -dijo-. Iremos en mi coche. Conduciré yo.

– De acuerdo -le contesté-. De acuerdo, no me importa, tú eres la que conoce el camino.

Arrancó con las luces largas encendidas, el break dio un salto hacia delante y salimos de la ciudad circulando exactamente por el centro de la calzada. No dije nada cuando apareció un coche en sentido contrario; ella se apartó gruñendo y luego volvió a ocupar su lugar en plena mitad de la carretera. No dije nada porque no hubiera servido para nada y me destapé una cerveza. La verdad es que me gusta creer en el destino.

Abrió su ventanilla y condujo con un codo fuera. El viento silbó en el coche pero nos acostumbramos enseguida. Yo acababa de descubrir la Osa Mayor en un rincón del parabrisas cuando ella cogió la segunda cerveza. Comprendí que había calculado mal. Lo que más jode en esta vida es que hay que pensar en todo. La tía vació la botella de un trago y yo hice otro tanto con la mía. Bueno, así ya no hablaremos más del asunto y ¡hop! tiré el envase al asiento trasero.

Al cabo de un momento ella me miró sin disminuir la velocidad. Creo que la aguja pasó a la zona roja y en esas ocasiones siempre me fijo en la carretera, no puedo hacer otra cosa.

– Tengo que decirte algo -empezó ella-. A lo mejor te preguntas por qué no he avisado al pasma, ¿verdad?

– No, no me lo pregunto. Así está muy bien.

– No te lo había dicho pero resulta que es como mi hermano, crecimos juntos. No siempre fue así. Oye, todo irá bien si hacemos lo que hemos dicho, ¿eh?

– Aja, me parece razonable. Es un buen plan.

– Estaremos tranquilos. Son casas aisladas.

– No me arriesgaré.

– Cuando yo era una niña, él dejaba plantadas a sus amiguitas para jugar conmigo. Siempre se ocupaba de mí.

– Normal, un tipo no puede ser malo de cabo a rabo.

Iba a una velocidad tremenda pero se notaba que dominaba el coche. Estaba acostumbrada. El viento nos golpeaba en los oídos y estábamos realmente tocados, en parte también por la cerveza que nos habíamos tomado, la Muerte súbita. Pasamos por un lugar desértico, un lugar extraño con la luna pegada a nuestras cabezas, y le puse un cigarrillo entre los labios, porque eso era lo que quería la tal Sylvie. Coño, eso es, Sylvie es su nombre, nunca lograré recordarlo:

– Sylvie -le dije-, no tenemos de qué preocuparnos, Sylvie. ¿Por qué las cosas han de ir siempre tan mal como imaginamos? Puras tonterías.

Ella lanzó una risita nerviosa.

– No tengo ni idea, pero suele pasar. Este mundo es más bien difícil, ¿no?

Me hundí. Permanecimos en silencio durante un buen rato, con el morro del coche cortando la noche y los pequeños paquetes de niebla que se deslizaban por los cristales. Habría dado cualquier cosa por tener bebida; siempre intento que la cosa vaya lo mejor posible para mí. Lo único que pasamos fueron apenas unas cuantas casas y un poco de luz, pero tuve la impresión de que todo el mundo estaba dormido, o de que los marcianos se los habían llevado, o de yo qué sé, y a continuación nos sumergimos de nuevo en la noche. Dejamos atrás las lucecitas, como si arrastráramos un haz de chispas.

El asunto apareció a la derecha, un montón de casitas pegadas a la carretera pero relativamente separadas las unas de las otras. Ella redujo la velocidad, giramos en torno a un bloque y se detuvo. Empezó a respirar más aprisa.

– ¿La ves? -preguntó- ¿La ves? Es la segunda. Los postigos del primer piso están cerrados.

Asentí con la cabeza. Al mirar la casa comprendí que no me había tomado el pelo. Supe que Nina estaba allí adentro, pero no sentí nada más, no sentía si ella me necesitaba o no.

Sylvie me tomó por el brazo antes de seguir:

– Y la cabina está allí, exactamente al final, a la derecha. ¿Vale? Bueno, allá voy y cuando lo veas salir vas tú. A todo gas. Vale, allá voy.

Mientras ella salía del coche, yo pasé por encima del respaldo y me escondí detrás sin dejar de mirar aquella jodida puerta.

Pasaban los minutos, pero yo sabía que Sylvie necesitaría un buen rato para endilgarle su cuento y obligarlo a salir. La cosa no era segura ni mucho menos. Sé de qué estoy hablando, me sorprendería mucho que un telefonazo me hiciera salir de casa una noche en que no tengo ganas; cuando me tocan demasiado las narices descuelgo y apago todas las luces. Empecé a contar, se me ocurrió porque sí, sin pensarlo realmente, y me quedé bloqueado en quinientos por culpa de un dolor en la pierna, un calambre abominal que me hizo rodar hasta el fondo del break gimiendo. Precisamente en aquel momento vi que el tipo salía, me agarré el muslo y me erguí para verlo mejor, para verle bien su jeta de hijo de puta.

Era un chaval joven, del tipo protagonista de spots de chicle o de pasta de dientes. Tenía un aspecto relajado e informal con su camisa de estudiante, y su cara era de rasgos suaves. A una chica seguro que le parecería un chico guapo, siempre ha funcionado eso de los rubios tallados como lianas y bronceados a tope.

Esperé a que se alejara un poco, sufría como un mártir pero igualmente logré abrir el maletero y me dejé caer al suelo con mi pierna que seguía tiesa. Sin bromas, el dolor me hizo sudar mientras corría hacia la puerta. Estaba cerrada. Avancé por la terraza hasta la primera ventana, cogí una tumbona que estaba por ahí y la tiré con todas mis fuerzas contra los cristales. Qué ruido infernal metí, qué puto escándalo. Tuve la impresión de que había hecho saltar una montaña pero el silencio volvió enseguida; ninguna chalada empezó a gritar desde lo alto de su ventana, con una crema blanca en la cara y el pelo recogido detrás de las orejas.

Separé las cortinas y entré. Tenía aquel arpón clavado en la pierna y durante un momento tuve que apoyarme en la pared con regueros de fuego en el cerebro. La casa estaba silenciosa y también apestaba. Vi una piel de plátano tirada en la moqueta y un cenicero que desbordaba a la luz de un rayo de luna. Tomé impulso y cojeé hasta la cocina. Santo Dios, habían logrado amontonar la tira de platos en el fregadero y las bolsas de basura llegaban hasta la ventana. Qué lástima llegar a eso, me dije, qué lástima. Conozco lo que es abandonarse durante un tiempo, de todos modos hay que papear y hay que cagar, y todas esas cosas se amontonan a tu alrededor. Cono, cuánto odio esas bolsas llenas de porquerías, ese plástico de mierda.

Bueno, pero no estaba allí para soñar. Mi pierna me dolía mef nos pero seguía tiesa; atravesé la habitación en la oscuridad y me salió bastante bien, sólo tropecé con el teléfono que estaba tirado en el suelo. Se volcó y oí el tono. En aquel momento me pregunté qué cosa habría podido contarle Sylvie al tipo; pero no me detuve demasiado en el asunto, me daba exactamente igual. Me agache con gestos de dolor y colgué. Sí, teníamos un plan de acero, Sylvie llamaría por teléfono si no lograba retenerlo; apenas oyera el teléfono tenía que salir corriendo.

Avancé hacia la escalera. Me agarré al pasamanos y respiré hondo. Luego levanté la cabeza hacia el piso superior, pero seguía sin pasar nada. Llamé a Nina en un susurro y después un poco más inerte. Creo que fue en el momento en que pronuncié su nombre a gritos cuando empecé a sentirme desesperado, a sudar un poco más, como si una tormenta se hubiera instalado en el cielo sin avisar.

Me colgué del pasamos para subir, sin ningún estilo, simplemente doblado en dos y haciendo muecas de dolor. Así será dentro de veinte años, me dije, el cuerpo hundiéndose y el espíritu buscando la luz. A lo mejor tenía razón aquella chica de cincuenta y siete años; si un día soy rico y famoso trataré de mantenerme el mayor tiempo posible.

Había cuatro puertas y las abrí una tras otra, cuatro agujeros negros y silenciosos. Nina no saltó para abrazarse a mi cuello, ni se refugió llorando en mis brazos. Me quedé agarrado al último picaporte. Distinguía vagamente las cosas en la penumbra, y no soy del tipo de individuos que encuentran el interruptor de la luz a la primera en una casa desconocida, mi cerebro no abarca todos los campos. Bueno, pensé, ¿qué vas a hacer ahora, qué es lo que está previsto en el programa, dónde debe de estar Nina, o tal vez todo haya sido una gilipollez?

También había una especie de olor increíble, una mezcla de sudor rancio y de algo más fuerte, algo así como mierda según me pareció, combinados al cincuenta por ciento. Sólo con eso ya se le ponía a uno el corazón en un puño y poco menos que lo obligaba a ponerse de rodillas.

Volví a bajar despacio, totalmente confuso. Acababa de vivir otra historia idiota, una historia hijoputesca más. Se parecía demasiado a lo que ya conocía. Nina tal vez hubiera estado en esa casa pero ya no estaba. Cuando yo llegaba ella ya no estaba. Una vez en nu vida, una única vez que hubiera querido ser el tipo que llega en el momento preciso… de verdad que quiero vivir una cosa así.

Hice el camino en sentido inverso y me rasgué la camisa al pasar entre las astillas de cristal. Aquello era la guinda, la cosa quedaba ya perfecta.

Lo más fuerte de la historia es que Nina estaba en una de las habitaciones, me lo explicó después, estaba en un rincón y yo no fui capaz de verla. Si no escribiera tan bien, creo que no serviría para gran cosa. Me pregunto si todos los Grandes son como yo.

Subí al coche, me instalé tras el volante y me quedé allí sin moverme. Ni me acuerdo en qué pensaba, pero al cabo de un momento vi llegar a aquel gilipollas; iba con las manos en los bolsillos y lucía una sonrisa de oreja a oreja bajo el cielo estrellado. No tenía prisa. Fue por esa forma que tenía de sonreírle a la vida precisamente en una noche así, y también porque llevaba mi camisa preferida, una verde con un sol poniente en la espalda. Además aquel tipo no era ningún gigante, incluso yo debía de pesar un poco más que él. Bueno, el caso es que cuando estaba metiendo la llave en la cerradura, yo ya había saltado del coche y corría sobre el césped del jardín de al lado. Llegué hasta él en el preciso momento en que abría la puerta. Le salté encima, me aferré a él, y con el impulso atravesamos la mitad del vestíbulo como si hubiéramos sido empujados por una bomba. Rodamos hasta el pie de la escalera. Su cabeza golpeó contra un escalón, y entonces empezó a chillar en serio y a lloriquear con una vocecita ridicula. Me levanté para romperle una silla en la cabeza, volví la mirada y entonces la vi, ya no entendía nada pero la vi, en lo alto de la escalera, cogida al pasamanos y casi en pelotas, envuelta en una sábana.

Levanté un brazo en su dirección sin poder articular ni una palabra y me volví hacia el tipo en el mismo momento. Se levantó y retrocedió hacia la salida.

– ¡¡Estás totalmente majara!! -soltó.

Se sostenía la cabeza y sus ojos tenían una mirada enloquecida. Luego, de golpe, dio media vuelta y corrió hacia la puerta. Era un buen follador y un corredor rápido.

Bajé la cabeza para respirar una buena bocanada y me senté en un escalón. Creía que ella iba a bajar, que vendría a besarme el cuello y nos abriríamos a todo gas; pero en lugar de eso Nina intentó meterse la sábana entera en la boca.

Mientras tomaba la decisión de moverme, oí el golpe que daba la puerta de una habitación al cerrarse. Nina había desaparecido. Trepé los escalones de cuatro en cuatro. Había sólo una puerta de acceso, era una de esas de tres milímetros de espesor con cartón dentro. Apunté al centro y mi pie la atravesó con un SCRRAAAAACHHH. Me costó sacar la pierna pero, cuando lo eguí pude pasar la mano y abrir la cerradura. Entré.

En Ia habitación había un poquito de luz que venía de la calle. Rodeé la cama, me incliné sobre ella. Lo primero que toqué fueron sus cabellos, y suavemente le coloqué un mechón detrás de la oreja.

– Eh -le dije-, me parece que sena mejor no quedarse aquí. Creo que sería bueno irnos rápidamente.

Pero ella se quedó inmóvil en su rincón, con la sábana de través, la espalda totalmente desnuda y el pelo en la cara. Yo me mordí un poco los labios para pensar, apenas un segundo, porque en el mismo instante vi la botella al pie de la cama. Me tomé un trago para ver de qué se trataba. Era lo que decía la etiqueta. Yo quería cambiarme las ideas, olvidarme del olor que reinaba en la habitación. Me parece que un trago era lo mínimo, para olvidarme de los arañazos que Nina tenía en los brazos, y es que con aquella luz ambiente podía tomar las gotitas de sangre por bolitas de mercurio. Estuve a punto de preguntarle si le había gustado eso de estar atada al pie de una cama, y dejarse arañar y llenar de mierda de la mañana a la noche. Pero me guardé la pregunta y la coloqué en mi bolsa de úlceras.

Me levanté, la alcé estirándola por un brazo y la sábana resbaló. Era tal como había imaginado, no llevaba ni bragas ni nada. Me imagino que es normal que en aquel momento pensara en su raja y en sus labios; sí, sentí unas condenadas ganas de echarle un polvo, fue un pensamiento que me atravesó como un relámpago. Me quedé grogui durante un minuto y a continuación la hice sentar en la cama. Conseguí echar mano a una camiseta que estaba en el suelo. Increíble, santo Dios, todos aquellos platos de cartón tirados por la moqueta, era increíble, con cosas pegadas y secas y aplastadas y pieles de naranja y colillas de cinco centímetros planadas en botes de yogur. Aparte de eso era una habitación normal, mcluso tenía ese gusto de los cacharros que se ven en los catálogos, como las cosas que se hacen habitualmente.

Ella se dejó hacer mientras le ponía la camiseta, pero no hizo ni un solo gesto para ayudarme y más bien mantenía los ojos en el vacío; en fin, prefería eso a un ataque de nervios o a que me dijera bueno, a ver, por qué te metes, nadie te ha llamado, lárgate antes de que te saque los ojos.

No perdí el tiempo buscando sus cosas, simplemente enrollé la sabana alrededor de su cintura y la arrastré. Recorrí la casa en sentido contrario, en la oscuridad. Ella se dejaba llevar por aquellas malditas escaleras y gimoteaba quedamente, pero yo no prestaba atención a ese detalle, trataba de no romperme la crisma con ella y tenía bolas de fuego en los pulmones, porque era una noche cálida y me faltaba un poco el aire.

En la sala se cayó de rodillas, se dobló en dos. Volví a levantarla, no es fácil levantar a una chica que no dice ni una palabra y que abandona. La tomé en brazos y le metí la sábana entre las piernas para que no la fuera arrastrando por el suelo, quería tener todas las bazas a mi favor.

Evité cuidadosamente las astillas de cristal al atravesar la ventana, y cuando puse un pie en la terraza sentí en la cara un poco de aire fresco que me devolvió un mínimo de confianza. Tuve la impresión de que habíamos salido bastante airosos los dos y que después de todo, ella tampoco pesaba tanto. Me concedí un segundo de descanso para mandarle una sonrisa a las estrellas. Hay una cosa importante en la vida: debemos dar gracias al cielo de cuando en cuando si queremos tener posibilidades de continuar.

El coche estaba a un centenar de metros, no era el fin del mundo. Avancé por la acera con aquella hermosa chica en brazos. Hacía buen tiempo. Hacía realmente un tiempo bueno aquella noche y naturalmente yo estaba lejos de esperar una sorpresa así. Simplemente lo vi saltar al lado, exactamente entre dos coches y no sé con qué me dio. El cacharro no brilló como un relámpago, pero yo sentí la impresión de haberme partido en dos. Las lucecitas de la zona se pusieron a bailar y caí de rodillas. Conservaba toda mi lucidez y me dije ahora va a acabar contigo, no puedes ni moverte, su primer golpe te ha paralizado totalmente y ahora va a hacer correr tu sangre por la acera. Los periódicos van llenos de historias de ese tipo, pasan a cada rato. El segundo golpe me dio en la cabeza y salí despedido hacia delante. Quedé tendido y me abrí la frente con el reborde de cemento.

Nina lanzó un grito al verme. A través de una cortina de sangre, o casi, vi que el tipo dudaba, y justo en aquel momento un coche dio la vuelta a la esquina y el cerdo ese se largó corriendo. No me incorporé inmediatamente. Saboreé durante un momento la tibieza del asfalto en mi espalda, estaba aún sonado pero vivo. Estoy contento, pensé, estoy contento, podré terminar mi novela. Oí que Nina discutía con alguien; seguramente había hecho parar al coche que venía por la calle. Sonó un portazo y a continuación un individuo se inclinó sobre mí. Era del tipo indefinible, con los hombros caídos y un vago pliegue en los pantalones. Le sonreí y le tendí mi blanca mano para tratar de levantarme, pero se apartó rápidamente.

– Vaya, está usted mal, ¿eh?… -tartamudeó.

– Ya está -dije-. Quiero levantarme.

– Oiga, ¿y qué le ha pasado?

– Me han agredido. Estaría mejor de pie -insistí.

– ¡Eh! ¡Fíjese! ¡Está usted herido! -exclamó.

Enseguida me di cuenta, era uno de esos funcionarios a dos pasos de la jubilación, con cojines nuevos en el coche y patines de felpa para no ensuciar el suelo de su condenada casa.

– Papaíto, por Dios, no me dejes en el suelo. Soy un ser humano. Simplemente quiero levantarme. Eso es todo.

Pero me quedé con la mano tendida hacia su cara. No recuerdo cuánto tiempo estuve así, e incluso traté de mandarle una sonrisa; soy un ángel herido que trata de volar hacia el cielo, no me dejes morir en este desierto, pensé, no en este maldito suburbio.

El tipo retrocedió lentamente meneando la cabeza. Me incorporé un poco, apoyándome en el codo.

– ¡¡ABANDONO DE PERSONA EN PELIGRO!!- grité. Empujó a Nina, que estaba delante de la puerta, y subió rápidamente a su coche.

– ¡¡APUNTA LA MATRÍCULA DE ESE HIJOPUTA!! -vociferé-. ¡¡RECUERDA TODOS LOS DETALLES!!

Oí que el coche arrancaba, e inmediatamente después volvió el silencio. Luego, para mi sorpresa, me puse de pie sin ninguna dificultad, sin sentir ningún dolor en particular, sólo un poco en la cabeza. Vi a Nina plantada en medio de la calle, inmóvil, enrollada en su sábana como un marisco de los mares cálidos, y me acerqué a ella.

– Está todo controlado -le dije-. El coche está ahí al lado.

Como no se movía, le di la espalda y me dirigí hacia el coche. Me siguió.

– ¿Te duele? -preguntó.

– Qué cosas tan raras -dije.

– Lo siento.

Le abrí la puerta y me quedé aferrado al picaporte. Le previne:

– Es una tontería -dije-, pero creo que voy a desmayarme.

Nina me asió por un brazo.

– ¡Oh, no! ¡Aguanta! -exclamó.

– Me coge el pasmo…

– No me dejes sola.

– Soy un escritor -le dije-. Resistiré.

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