14

Me desperté hacia las diez, con la cabeza un poco pesada. Había dormido mal debido al calor, y quizás también porque lo había hecho completamente vestido. Había soñado que mi habitación estaba invadida de flamencos rosados, y que un nido de crótalos o algo de ese tipo bloqueaba la salida. Una especie de pesadilla coloreada y absurda. Me levanté y no encontré a nadie en la casa. Era lo mejor que podía pasarme. Salí, y atravesé el aparcamiento sin que sonara ni una voz a mis espaldas. El aire permaneció puroy sedoso mientras me instalaba en el «Mercedes». Maniobré lentamente, con gestos pausados, di media vuelta frente a la barrera) me largué evitando mirar al retrovisor.

Rodé durante algo así como una hora, conduciendo nerviosamente por pequeñas carreteras rurales. Puede ocurrir que el mundo te abra los brazos y que no sepas demasiado bien qué hacer, es una chorrada pero puede ocurrir. En general, ese tipo de pequeñas escapadas me sentaban bien, traían jaleos con Nina pero no podía evitarlos; y casi siempre volvía con la moral en lo más alto y sabía hacerme perdonar. Al principio, ella creía que yo desaparecía para ir a joder por ahí, pero se colaba y había terminado por admitirio, lo que no significaba que le gustara excesivamente. Yo no habría dicho nada si ella hubiera hecho lo mismo, simplemente habría apretado las mandíbulas. Bueno, al menos eso es lo que creo, no soy imbécil y supongo que a veces ese tipo de cosas deben de ser duras para todo el mundo.

Me entretuve machacando los neumáticos en las curvas, incluso intenté darme miedo, pero la verdad es que no ponía el corazón en el empeño. No sabía si tenía ganas de regresar o no, y no dejaba de bostezar.

Me detuve en un chiringo siniestro para tomarme un café. Había bastante gente, tipos en chandal y tías excitadas que berreaban alrededor de ellos. Los tipos estaban colorados de sudor y las mujeres iban brutalmente maquilladas. Me fui a beber mi café a una mesa del fondo, mientras ellos gritaban y bebían en el bar como si el mundo entero les perteneciera. De cuando en cuando los tíos me mandaban una mirada reluciente con una chispa salvaje; es posible que leyeran mis pensamientos o que los desorientara la turquesa que llevaba en la oreja. En cuanto a las tías pasaba lo mismo, salvo que debían de haber visto mi coche y algo del cacharro las excitaba, en una especie de atracción viciosa por el lujo. Adoptaban poses en el bar y se sentaban en los taburetes hundidas por el calor, el ruido y el alcohol, impulsadas por la prisa de mandar aquella vida a hacer puñetas. Era un buen ambiente. Dejé unas cuantas monedas encima de la mesa, y me fui sin esperar a que terminara el programa.

Me pasé la tarde en el coche, con la radio a tope, sin preocuparme del paisaje y totalmente distanciado del mundo. No sentía nada de nada. Me había detenido justo al borde de una carretera y había comprado diez kilos de melocotones a un chorbo. Eran unos melocotones blancos con una cara abofeteada por el sol, y tiraba los huesos en todas direcciones para plantar árboles. Cuando el cielo viró hacia los malvas, tenía el vientre hinchado como un odre y la soledad me había agotado. Entonces no pude resistirlo más y di media vuelta.


Llegué a casa de Yan hacia medianoche, bajo un cielo estrellado. Llamé a su puerta. Veía la luz arriba y esperé. En su bar hacía lo que quería, nunca podía saberse si trabajaba o si había decidido quedarse en casa, el asunto dependía de su humor, y dependía también de que su madre le mandaba regularmente un buen pastón. Las partidas de póquer sólo le servían para comprarse cigarrillos y para jugar al tipo que gana dinero; pero, claro, es raro que alguien no tenga un par de pequeños problemas que resolver para simplificarse la vida. Al cabo de un minuto retrocedí y busqué algo en la acera. Tiré a los cristales lo primero que encontré. Una piel de plátano atraveso los aires como una medusa apergaminada y desapareció en la habitación. Comprendí que la ventana estaba abierta.

– ¡¡MIERDA -vociferé-, GUARDA ESE TIPO DE BROMAS PARA OTRO!! ¡¡ÁBREME!!

Volví a la puerta, e hice retumbar toda la casa como si fuera un tambor. Al final abrieron. No era Yan, sino su amiguito, torso desnudo y blanco como un muerto, con la mirada turbia. Lo empujé y entré.

– ¿Y Yan? ¿No está? -pregunté.

Se quedó agarrado a la puerta y la cerró como si pesara tres toneladas. Así, de repente, pensé en un «Mandrax» acompañado de unas cuantas copas.

– Pareces fresco -le dije-. ¿Estabas mirando la tele?

Fue hasta la cocina apoyándose en las paredes. Lo seguí. Se derrumbó en una silla con una mueca espantosa. Cogí una cerveza de la nevera y me senté delante de él.

– ¡Eh! -le dije-. Trata de hacerme una señal si me oyes. Golpea la mesa con la cabeza, por ejemplo.

– Deja ya de fastidiarme. Estoy solo.

Me bebí mi cerveza a sorbos, balanceándome en mi silla, mientras él se estremecía y se acariciaba los brazos. Evitaba mirarme con sus grandes ojos maquillados.

– ¿Yan está en el bar?

Asintió con la cabeza y después se levantó precipitadamente para llenarse un vaso de agua. Abrió el grifo y oí que el vaso se ron pía en el fregadero. Al cabo de diez segundos se volvió hacia mí con la mirada enloquecida y su boca se torció.

– ¡¡MAMÓN!! ¡¡ME HE ABIERTO LAS VENAS!! -vociferó.

– ¿A quién has tratado de mamón, colega?

– ¡¡MIRA, FÍJATE!! ¡¡ME SALE SANGRE!!

Era verdad, aquel gilipollas debía de haberse cortado con algún trozo de vidrio, yo veía que la sangre le corría por el brazo. Empezó a vociferar y a lloriquear, con el brazo extendido por encima de la cabeza. No podía ser demasiado grave, pero yo imaginaba lo que el niñato sentía; las porquerías que se había tomado debían de transformar aquel hilo de sangre en una visión horrible. Me adelanté hacia él; pero empezó a berrear aún más fuerte:

– ¡¡¡NNNOOOO!!! ¡¡NI SE TE OCURRA INTENTAR TOCARME!!

Lo agarré por el pelo y lo arrastré como pude hasta el cuarto de baño. Él chillaba, yo resoplaba y por supuesto encontró el sistema de restregarse contra las paredes y dejarlo todo manchado de sangre. Seguro que a Yan le iba a gustar la bromita.

Cerré la puerta con llave y, mientras él se caía de rodillas al lado de la bañera y se sorbía los mocos, investigué en el botiquín. A continuación cogí su brazo herido y se lo limpié bajo el chorro de la ducha. Era un buen corte, en la mano, de plano en la línea de la vida. Le hice un vendaje y se calmó. Simplemente me miraba con aire estúpido.

– ¿Qué, va mejor la cosa? -le pregunté.

– Nnaa… tengo la mandíbula bloqueda…

– ¿Qué estás diciendo?

– No puedo hablar. Me duele.

Se apoyó en la bañera, con los músculos agarrotados y agitado por pequeños temblores. Me quedé acuclillado a su lado, y lo miré preguntándome qué iba a hacer con él. Se dejó resbalar sobre la alfombra de toalla cerrando los ojos, con los brazos entre las piernas:

– Nunca me había sentido tan mal con el ácido -soltó.

Recordé que había una caja de «Valium» en el botiquín. Me levanté y la cogí. Tranquilo, le dije, he encontrado algo que te irá bien. Me incliné y le rompí dos ampollas entre los dientes. Ni siquiera puso mala cara. Luego, me di una buena ducha.

Cuando terminé, él dormía. Volví a vestirme, lo llevé a la sala y lo estiré en el sofá. Tenía la piel lisa como la de una chica, pero ahí Se detenía el asunto por lo que a mí respecta; no estaba de humor para intentar una experiencia loca. Estaba cansado, y al mismo tlempo pensé me jode ir a buscar a Yan al bar, es tarde y vas a llegar allí con cara de funeral, estarán todos los soplapollas, los colgados rendrán a tocarte los huevos, y a las tías les parecerá que no estás a a altura; ya sabes de qué va la historia, hay lugares que es mejor pitar cuando se está en ese estado de ánimo.

Me dediqué a dar vueltas en redondo durante un minuto, y luego fui a prepararme un cóctel. No tengo la clase de Yan, paso de las rodajas de no sé qué y de la cereza en el fondo de la copa, pero no me salió mal del todo. Cogí una revista que estaba encima de la mesa y me dejé morir en un sillón. Recorrí los titulares. Rápidamente me di cuenta de que todo seguía yendo muy mal. Por escrúpulos de conciencia, comprobé la fecha, pero realmente era de esa semana. Así que había que encontrarse una razón. Después de todos esos años la Crisis seguía ahí y, según decían, íbamos directo a la catástrofe. Me pregunté qué efecto nos produciría el día que saliéramos de la crisis, qué iba a cambiar para tipos como yo con eso de vivir en un mundo sin paro, sin inflación, sin crisis. ¿Todo aquello iba a hacerme más feliz, más libre, más inteligente? ¿La recuperación iba a elevar mi alma y a aportar algo a mi talento? Los tipos que escribían esos artículos parecían realmente aterrorizados; pero ¿qué sentirían en mi lugar si vieran que el mundo quizás iba a solucionar sus propios problemas pero no los míos? Supongo que tener cojones, para un escritor, consiste en aceptar subir a una barca cuando todo el mundo toma el barco. Afortunadamente, todo eso terminaba con una página de publicidad de sostenes sin armadura y la chica me miró fijamente a los ojos durante un buen minuto.

Me levanté y en aquel momento una mano del tipo cayó al suelo. No me precipité en volver a poner las cosas en su sitio, sino que prudentemente me serví media copa más y salí al jardín. Me fui a ligar con la palmera de aquel cerdo de Yan. La noche era silenciosa y suave. No había bombarderos en el cielo. No había misiles ni fogonazos en el horizonte. Sólo oía los ladridos de un perro en la calle; aquel perro no tenía la rabia y nadie aullaba en la noche. Aquel lugar era exactamente como lo había deseado, tranquilo y vivo, exactamente lo necesario para devolver a un escritor un poco borracho una imagen tranquila del mundo, una imagen torcida pero almibarada.

Sin saber cómo, me encontré estirado en la tumbona, frente al cielo estrellado, y no pensé que era muy poca cosa, no pensé en esos centenares de miles de soles ni en todo el rollo sobre la vida, ni en el abismo infinito de los agujeros negros, ni en la teoría del big bang. No. Pensé me cago en la puta, espero que no haya tirado mi novela. ¡Espero que no lo haya hecho! Apreté los dientes y me estremecí durante un buen rato.

Más tarde escuché que Yan volvía. Me arranqué de algunos pensamientos inconsistentes, y fui a ver.

– Vaya, ¿eres tú? -comentó-. Así que sólo era un pequeño paseo…

– Eso mismo, no me he metido en aventuras extraordinarias. La edad me ha dado sensatez.

– ¿Has visto a Jean-Paul?

– Está ahí al lado, en el sofá. Está con el muermo.

– ¿Eh? ¿Qué dices?

Se lanzó hacia la sala y pude apartar mi copa justo a tiempo para dejarlo pasar, si no me lo habría tirado encima. Tenía la tira de energía para ser un tipo que vuelve a casa a las tres de la madrugada. Sostenía la cabeza de Jean-Paul entre sus manos en el momento que llegué. Me tomé un trago.

– Cuando me dejó entrar, ya estaba colgado. Luego se cortó con un trozo de cristal, me habría gustado que vieras el numerito. Chillaba como si fuera a degollarlo… Pero bueno, eso no debe impedir que nos tomemos una copa los dos…

– Parece que está bien. Tengo la impresión de que duerme.

– Es posible. Nos va a dejar tranquilos.

– Oh, ¿por qué eres tan desagradable?

– Mierda, se lo ha buscado. ¿Por qué todos tienen que fastidiarme con mis libros? ¿Qué tienen que ver conmigo?

– Tienen mucho que ver.

– Bueno, pero soy muy quisquilloso en ese punto. Me cuesta mucho escribirlos, creo, y me merezco que luego me dejen en paz. No hago servicio posventa.

– Vale, pero no te olvides de que en la actualidad la gente espera que el artista haga su numerito.

– Ya lo sé, y siempre he deseado preparar un espectáculo de baile. Si mis libros me necesitan, lo mejor que puedo hacer por ellos es mantener la boca cerrada.

– Claro, y por cierto eso me hace pensar que tengo un hambre atroz, ¿te apetece algo?

– No he comido más que melocotones desde esta mañana.

Nos replegamos hasta la cocina. Yan vació la nevera sobre la mesa, y no había más que chorradas y queso envuelto en plástico. Nos sentamos el uno frente al otro.

– A propósito, ¿qué le contaste a Nina? -le pregunté.

– Le dije que no se preocupara.

– Siento mucho que al menos no tengas un tomate -dije-, algo un poco más fresco. No entiendo que no comas más que cosas químicas.

Comí con desgana. Yan estaba bastante serio. Sacó una botella de vino pero yo no quise, ya empezaba a estar colocado. De todas maneras abrí una cerveza porque hacía calor. Realmente era un buen verano, con noches para dormir sobre las baldosas o para quedarse despierto y beber cosas frescas, esperando una brisa ligera a las cuatro de la madrugada.

– Seguro que has encontrado el sistema de tirar toda tu pasta durante estos dos días -dijo Yan.

– Qué va…

Saqué todo el paquete que llevaba en el bolsillo y lo dejé encima de la mesa. Era MI DINERO, un montón de billetes que se retorcían entre las migas de pan. Lo miré durante un rato.

– Tengo ganas de comprarme algo -dije-. Tengo ganas de hacerme un buen regalo…

– No hagas tonterías.

– ¿No se te ocurre nada? Todo eso me pone nervioso, así, de golpe.

– Oye, mejor espera a mañana. Estudia la cuestión en ayunas.

Bueno, realmente debía de haber bebido demasiado porque hice algo que normalmente nunca hago, tomé el paquete de billetes con una mano y los dejé caer en forma de lluvia sobre la mesa. Mi mirada se hizo profunda, no veía a un metro de mis ojos:

– Fíjate -solté-, esto mueve el mundo desde el principio. No te rías, cada billete que cae es un eslabón de la cadena. ¿Y qué puedes hacer con él aparte de pagar las mierdas…? Apenas hay nada válido en la tierra que pueda comprarse con dinero.

– Bah, desvarías… No son más que palabras.

Le agarré por la pechera de la camisa y torcí la mano para apretar:

– Ahí la has cagado: deja en paz las palabras. No desprecies mis herramientas de trabajo.

A continuación, pusimos algo de orden y Yan me propuso que fuéramos al jardín a fumarnos un porro. Estuve de acuerdo. Mientras él se ocupaba del asunto, yo miré las cintas y puse música, pensé que Las cuatro estaciones de «Harmonium» pondrían buen ambiente. Le llevé su botella de vino y yo me permití una última cerveza. Me estiré en la tumbona mientras Yan liaba el canuto.

– Apúrate -le dije-. Pronto va a amanecer.

– No oía esa música desde hace mucho -comentó-. Al menos diez años.

– Sí. Recuerdo una vez en que estabas totalmente empinado, te quedaste pegado al casco y lloraste de alegría oyendo eso. Hiciste un numerito terrible.

– Creo que me acuerdo -dijo-. Fue la noche en que tú te pasaste más de una hora encerrado en el cagadero sin contestarle a nadie.

– La mayoría de los tipos tenían cara de sátiros.

– Nunca has podido tragar a mis amigos.

– Te equivocas, pero aquéllos tenían los brazos realmente enormes. Tenía miedo de que me destrozaran.

Nos fumamos el canuto manteniendo el humo al máximo y a la última calada comprendí que iba a quedarme prisionero de la tumbona, con las rodillas bloqueadas, clavado en la madrugada. Oía que Yan hablaba en voz baja y me explicaba cosas, pero no entendía nada. Miraba el día que nacía y parpadeé lentamente ante el primer rayo de sol que me atravesó.

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