2

Volví muy lentamente, giré justo después del pequeño supermercado; el tipo entraba sus cajas de leche bostezando. Me encontré en la playa, entre el brillo de las tapas de yogur y las bolsitas de papel del azúcar. Era el camino más largo pero no tenía prisa, y me preguntaba si la encontraría todavía en casa.

Sabía que por un lado tenía la perspectiva de los peores malos! rollos, lo sabía, hay chicas así. Pero hacía un buen rato que no tenía una chica entre mis brazos, y eso también lo sabía. No había vivido nada demasiado excitante desde que Nina y yo nos separamos. La verdad es que desde entonces no había mirado a las chicas con los mismos ojos y en conjunto me cansaban.

Mientras me acercaba a casa, me decía que verdaderamente Cecilia se apartaba del montón, sobre todo porque me caía directa-? mente del cielo y porque seguro que estaba metida en mi cama; sí, o algo por el estilo. Así que recorrí a toda prisa los últimos cien metros.

Abrí sin hacer ruido. Me quité los zapatos y toda la arena cayó en la moqueta; es una mierda, ya lo sé, pero había otras mierdas peores. La habitación estaba en silencio y los rayos de sol vibraban como lanzas a través de las cortinas. Sólo se había tapado con la sábana y me quedé plantado frente a la cama viéndola dormir. Me quedé así por lo menos cinco minutos. Soy idiota, una mujer que está dormida no es peligrosa. Recogí todas las cosas que estaban tiradas por el suelo, las puse encima de una silla. No sólo pensaba en tirármela, sino también en el momento en que abriera los ojos.

Luego di vueltas por la cocina. Me sentía extraño allí dentro. Era el peor lugar de los que yo conocía y entraba raramente en él, sólo cuando el cubo de la basura desbordaba o para enjuagar los vasos. Nunca comía en casa, y cuando lo hacía eran sólo cosas preparadas, por lo que me encontraba con toneladas de papeles aceitosos y bolsas de patatas fritas que chasqueaban de noche. Era imposible hallar un paquete de café y, en cualquier caso, tampoco tenía filtros. Si ella no hubiera estado ahí, justo al lado, envuelta en mis sábanas, con un mechón en la frente y las piernas en escuadra, habría seguido desmontando los condenados armarios, porque no podía abrir ni una de esas puertas sin que se me quedara una bisagra en las manos.

Volví a verla y, como que seguía sin moverse, me decidí a ir de compras y salí.


Mi coche acababa de cumplir quince años y no había un solo tipo que quisiera abrirle el capó. Nunca sabía si iba a querer ponerse en marcha. Me deslicé en el asiento y apreté las mandíbulas. La verdad es que los coches eran mi última preocupación, excepto cuando metía la llave en el contacto. Bueno, pero seguro que se anunciaba un buen día, aquella chica estaba en mi cama y dejé que el motor funcionara un rato con el aire cerrado. Aproveché para rascar dos o tres cochinadas soldadas en el parabrisas, mierda o sangre, y pestañeé debido a los reflejos.

Estaba cansado pero me sentía más o menos bien. Sostenía el volante entre dos dedos, llevaba un brazo colgando por afuera, con la mano pegada a la pintura tibia. Era una carretera recta, muy ancha, con palmeras de diez metros de altura; exactamente lo indicado para que un tipo pudiera pasarte tranquilamente, con una lancha de quinientos caballos en el remolque o con una caravana de tres pisos. Era la carretera que llevaba directamente al infierno y a los patines de pedales.

Todavía era temprano, no había demasiada gente por ahí; di unas cuantas vueltas por las calles y pasé veinte veces por los mismos lugares antes de encontrar una tienda abierta, un pequeño autoservicio completamente nuevo en el que el tipo, detrás de su mostrador, parecía guiñarte el ojo entre pilas de jabón para lavadoras y cajones de plátanos verdes. Encontré un lugar vacío un poco más lejos y aparqué bostezando.

Tomé un carrito y caminé entre las estanterías. Era una tienda alargada, con una musiquita completamente estúpida, que parecía perfumada con violetas. No acababa de entender bien por qué, pero en general todas esas cosas me excitaban; todas esas botellas, todas esas latas bien ordenadas, sólo había que tomarlas y echarlas al carrito; parecía fácil y sin límites, y siempre me sentía febril en esos momentos. Al fondo de la tienda pasé a una mujer, que estaba empinada en su carrito tratando de alcanzar una lata de salchichas de la estantería más alta. Le miré las piernas mecánicamente sin detenerme demasiado, porque a partir de cierta edad es difícil que el asunto merezca la pena. Me proveí de lo estrictamente necesario y recorrí la tienda en sentido inverso, empujando una montaña de mercancías.

Cuando llegué a la caja rascándome la cabeza, el tipo con su bata blanca me esperaba con una sonrisa. Eché una rápida mirada hacia el fondo de la tienda para ver si la mujer se acercaba, y me incliné hacia el oído del individuo con aire molesto:

– Odio hacer esto -le dije-, la verdad, no es asunto mío, pero, mierda, aquella tía, allá al final, se está metiendo cantidad de cosas debajo del vestido. No, en serio, no me gustan nada los chivatazos…

El tipo estaba en forma. Salvó el mostrador de un salto y corrió por la tienda con los faldones de la bata flotando como si fueran alas. Aproveché el momento para empujar mi carrito hacia la salida, desemboqué a la luz del día y corrí hasta el coche.

El tiempo se detuvo por completo; abrí el maletero a todo trapo y tiré todas las cosas dentro. No veía nada y me costó un buen rato arrancar, pero el asunto fue como sobre ruedas. No había ni un alma viviente en aquella madrugada nacida muerta.

Me detuve más lejos, a la salida de la ciudad, bajo una palmera. El sol comenzaba a golpear. Fui a buscar un paquete de cacahuetes al maletero, lo dejé encima de mis rodillas, lo abrí y seguí mi camino. Cada fin de mes me encontraba al borde del abismo, pero yo no era de ese tipo de escritores que alguien encuentra un día muertos de hambre en una habitación oscura; ni hablar. Fui paralelo a las olas durante kilómetros de playa y estuve a punto de dormirme. El asunto era como un bocadillo asqueroso, con el cielo como rebanada superior.

Aparqué exactamente delante de casa, corté el contacto y me quedé inmóvil durante cinco minutos. Comenzó a hacer calor. Encontré unas bolas viejas debajo de los asientos y empecé a llenarlas. Las botellas pesaban como condenadas y además estaban todas aquellas latas; la verdad es que había cogido un auténtico montón y respiré aliviado cuando logré mantener todo aquello en equilibrio encima de la mesa de la cocina.

No se oía nada, las cortinas de la habitación seguían cerradas. Puse un cazo al fuego para hacer café; había elegido lo mejor de lo mejor. Me quité la camiseta y la mandé a hacer compañía al montón de ropa que se asomaba desde el otro lado de la puerta. Empezaba a ser urgente que me ocupara de ese asunto, pero entretanto lo aparté con el pie. Le pegué un mordisco a una tableta de chocolate, puse un poco de orden y, después de darle una última pasada con la esponja al fregadero, fui a ver si ella seguía con vida.

A continuación, abrí las cortinas, ordené la habitación e hice la cama. Formidable. No había encontrado ni una nota, ni una palabra escrita con carmín en las paredes; no había encontrado ni el menor pedazo de nada suyo, ni siquiera buscando a fondo. En cierta forma tal vez sea mejor así, me dije, podrás seguir trabajando, adelantarás en tu novela, no pienses más en eso, relájate. Le pegué un directo a la almohada, exactamente en el lugar en que ella había apoyado la cabeza, y el polvo atravesó un rayo del sol levante.

Esa historia no me puso precisamente de buen humor. Apreté las mandíbulas mientras recogía los trozos de cristal del lavabo y lancé un leve gemido al abrirme la cabeza con el sifón. Me había incorporado excesivamente pronto y todo el mundo sabe que ése es el peor error que puede cometerse en un ring; y la verdad es que lo mismo pasa en la vida.

Sonó el teléfono, era Yan y me instalé al lado de la ventana acariciándome el chichón.

– Bueno -empezó-, aún no te han puesto los grilletes, ¿eh?

– ¿Por qué tendrían que ponérmelos?

– Secuestro. Corrupción de menores.

No le contesté en seguida. Cerré los ojos.

– De acuerdo -le dije-. No lo había pensado.

– Pues sería mejor que lo pensaras, ¿sabes?

– Vale, pero ahora ya está arreglado. Se ha abierto. Cuando cuelgues, me derrumbaré en la cama con una toalla mojada en la frente.

– No te llamaba por esa cuestión -añadió-. Esta noche celebramos el cumpleaños de Annie. Con comida china.

– ¿Cuántos tacos?

– Treinta y seis.

– Pues vaya, qué cosas…

– Te esperamos, vendrá todo el mundo.

– No importa. Iré igualmente. Llevaré el té de jazmín.

– Espléndido -dijo.

Durante un segundo pensé en pasar por la ducha, pero no tenía fuerzas y abandoné la idea. Fui a sacar del fuego el agua del café, pero ya no quedaba ni una gota, así que cogí una cerveza y me la fui tomando con una mano mientras con la otra corría las cortinas. Luego me eché en la cama. Sólo pasaba un minúsculo rayo de sol, pero me daba en plena cara. No podía moverme y apenas conseguí cruzar un brazo sobre la frente y pegarme a la pared. Tenía la cabeza completamente vacía y me tomaba la cerveza a sorbos. A veces se tiene la sensación de haber resbalado hasta el fondo de una trampa y sin embargo no ocurre nada, pero por si acaso, no quería ni entreabrir un ojo.


Me desperté hacia las siete de la tarde, estuve un buen rato bajo la ducha y me preguntaba qué iba a regalarle a Annie. La hermana de Yan era realmente alguien y los tres formábamos un buen equipo cuando teníamos diez años. Sé que me llevaré eso a la tumba aunque no me sobre espacio. Al revés de su hermano, lo que le interesaba eran sobre todo las chicas. No era yo el único en considerar que era una verdadera lástima, pero sí era el único tipo que podía acercarse mínimamente a ella, porque tú eres especial, decía, a ti te tengo siempre vigilado.

Me vestí, preparé un paquete con varias cassettes de buena música y la suerte estuvo echada. Antes de salir, metí unas cuantas botellas en una bolsa, y añadí un pollo y un pan cortado en rebanadas. Con eso de la comida china, siempre tengo la impresión de que voy a quedarme con hambre.

Vivían juntos, a unos veinte kilómetros de allí, en un lugar tranquilo, medio residencial. Dejé el pollo a mi lado y arranqué suavemente en una puesta de sol formidable, así que pesqué las gafas de la guantera pues la gama rosa anaranjada era realmente violenta. Me tomé tranquilamente mi tiempo y empleé más de media hora en llegar.

Aparqué justo enfrente. Con eso de que las casitas estaban llenas de jubilados y de que era la hora de la cena, afuera estaba realmente tranquilo. Se oían miles de cli cli cli cli clic de las dentaduras postizas y parecía que hubieras desembarcado en Marte.

Golpeé la puerta con el pie, detrás de mis paquetes; teníamos que comernos todo eso. Annie vino a abrirme, estaba totalmente fresca, y siempre siento un pequeño latigazo de tristeza cuando la veo.

– Feliz cumpleaños -le dije.

– Gracias. Eres el primero. Voy retrasada.

– Bueno, he venido a ayudarte, pero tengo que dejar esto rápidamente.

Se apartó y me dirigí directamente hacia la cocina.

– A ver, ¿qué puedo hacer? ¿Y dónde está Yan? -pregunté.

Annie hundió las manos bajo el grifo y empezó a limpiar unas cosas que flotaban en el fregadero. Tal vez fuera a envolverlas en una hoja de arroz y no lograba ver si estaban vivas.

– Yan no está -me contestó-. Siempre desaparece cuando hay trabajo. Pero aparecerá enseguida, sólo hay que servir bebida.

– De acuerdo. Si quieres, me encargo de cortar cualquier cosa en pedacitos, puedo hacerlo.

– Muy bien -me dijo-. Fíjate.

Me acerqué a ella, me planté junto al fregadero y miré aquellas especies de cosas retorcidas que flotaban allí dentro.

– Hay que lavar todas estas mierdas -suspiró-. Además, tengo que cambiarme, ni siquiera estoy lista.

Retiró sus manos del agua y se las secó durante un buen rato mientras me miraba con cara de sorpresa.

– Bueno, oye -me dijo-, ¿así es como me ayudas?

Me comí una uña, me arremangué y metí las manos en la piscina de los tiburones. Agarré una de aquellas cosas blanquecinas y la apreté mirando fijamente el embaldosado de la pared, con las luces que bailaban. Hagas lo que hagas, siempre hay momentos malos y es casi imposible evitarlos, así que le di unas vueltas entre mis dedos a la cosa aquella y le pregunté pausadamente a Annie:

– ¿Qué se supone que tengo que hacer con exactitud?

– Nada. Los lavas. Tengo el tiempo justo para pasar por el baño; ¡hey!, ¿vendrás a frotarme la espalda?

– Vale, sí, cuando me haya librado de estas cosas.

– ¿Te gusta? Es súper, es pulpo.

– Jo, pues menos mal que no han puesto la cabeza -dije.

Se marchó, yo me volví para coger mi copa y oí que hacía correr el agua en el primer piso. Di una vuelta por la cocina y descubrí que había mantequilla de cacahuete, una tableta de chocolate con almendras y dos o tres pastelitos alemanes; era bastante tranquilizador. Había también un fondo de Coca y lo eché a mi bourbon. A continuación, repesqué los pedazos del monstruo con una espumadera. Mierda, esos bichos viven en el agua, en el fondo del mar, no pueden estar excesivamente sucios.

Me zampé unas cuantas aceitunas plantado delante de la ventana. Era un buen instante, silencioso, sólo una única copa y uní fondo de cielo malva. Además, me encantan las palmeras y Yan tenía una en su jardín, el muy cerdo. A veces sucede que un anochecer parece arrancado del paraíso.

Cuando Annie me llamó, subí corriendo hasta el cuarto da baño. De toda la casa, era la habitación que más me gustaba, repleta de plantas verdes, con la luz tamizada que se filtraba, con todos los frascos bien alineados y con montones de toallas suaves! como la bruma. No tenía nada que ver con esos cuartuchos minúsculos y hediondos, cubiertos con mosaicos de hospital y decorados con colores vomitivos. Annie estaba estirada en la bañera y tuve la impresión de meterme en un spot publicitario; dos pequen ños hombros redondeados, el agua azul y burbujas de espuma que! rebasaban los bordes.

– Bueno -dije-, aquí estoy, cuando quieras…

Se echó a reír y se puso a cuatro patas. Su espalda emergió como una isla, con pequeñas olas que le lamían las caderas. En realidad apenas me permitía verle gran cosa; sólo podía imaginar sus tetas apuntando hacia el fondo y su vientre liso como el casco de un barco de regatas. Recuerda que te vigila, pensé, olvida todo esto. Me enfundé el guante, empuñé la pastilla de jabón, le froté la espalda y no logré ahuyentar mis ensoñaciones.

No sé cómo ocurrió, pero mi brazo se enredó con la cadenilla. Oí BROOOEEUUUU, la bañera empezó a vaciarse, vi que el nivel descendía y que las burbujas explotaban en su piel. Mierda, dije, pero me quedé inmóvil con un ojo fijo en su mata de pelos nevados, mientras ella extendía nerviosamente la mano hacia la toalla. Le di lo que buscaba, y cuando llevado por mi impulso quise secarle la espalda, me encontré con mis dos manos aferradas a sus caderas. Me había olvidado de todo.

– Bueno, oye, ¿qué te pasa? -me preguntó.

La luz, el silencio, las plantas verdes, la toalla húmeda, las gotas de agua en el suelo, el calor, las noches interminables, todo me llevaba a forzar un poco la suerte.

– Mierda -dije-, ¿qué hacemos?

Se echó a reír, no tardaba nada en comprender.

– ¡¿Qué quiere decir eso de qué hacemos?!

– Que si tengo que enjuagar unos cuantos platos, o tengo que preparar unas tapas, o montar la nata, o qué…

– Voy enseguida -dijo.

Bajé de nuevo y fui al jardín a tomarme una copa en solitario. No era fácil escribir una novela y a la vez ocuparme de mi propia vida; había tenido dificultades para manejar ambos asuntos en el mismo frente y desde hacía cierto tiempo mi novela era la que quedaba mejor parada; me sorbía toda mi energía. Lo dejaba así, me había pasado lo mismo con las anteriores y a fin de cuentas lo había superado. A veces me venían ganas de mandarlo todo al diablo, sobre todo al anochecer, después de haberme pasado todo el día clavado en una silla espiando el menor ruido. De todo el asunto se des-Prendía un dulce cansancio, y no me gustaba; habría preferido algo más brutal, algo que hubiera podido arrancarme con las manos; pero aquello era casi imperceptible, una verdadera mierda, y había que esperar a que pasara. En general, tenía tiempo de tomarme unas cuantas copas.

Poco después fueron llegando los demás, en pequeños grupos. La casa se fue llenando y mi estado de ánimo viró al rosa como si fuera papel tornasol. El sonido de las conversaciones me hacía! bien, y lo demás no era sino un montón de hojas colocadas bajo mi máquina de escribir, al menos hasta la mañana siguiente.

Todo iba bien y llegó Nina. Estaba sola y me pareció un poco pálida. Le lancé una mirada furibunda a Yan, pero hizo como sil no estuviera al corriente. Por supuesto. Me pregunto cómo podría haber hecho para no acercarme a ella; me pregunto si hubiese servido de algo romperme las dos piernas o que me clavaran al suelo. Supongo que no. Tomé una copa al paso y se la llevé.

– Fíjate -le dije-. Me parece que no tienes demasiado buen aspecto, ¿estás enferma?

Pareció molesta por mi comentario y sacudió la cabeza sin mirarme.

– No, en absoluto, quizás esté un poco cansada, Lili está conmigo y me lleva por todas partes, ¿te imaginas? Y a ti, ¿qué tal te va?

– Estoy escribiendo la novela del siglo y no sé si saldré con vida.

Ya no sé si hacía dos o seis meses que nos habíamos separado, pero me seguía pareciendo muy guapa. En realidad era la chica más guapa de las que había tenido, no me hacía ilusiones, y en la, cama era la mejor de todas, así que era normal que fuera a decirle dos o tres palabras y que me preocupara por su salud. Me quedé! plantado delante de ella mirando al fondo de mi vaso y en el ins-n tante siguiente había desaparecido. Estaba al fondo de la habitación y reía con los demás. Mis relaciones con esta chica son algo: muy misterioso que me supera un poco. Tal vez nos conocimos! en una vida anterior y nuestros papeles ya están escritos, y por eso! siempre tengo la impresión de que con ella nunca hago lo que tendría que hacer. Bueno, en ese momento Annie me tomó por ell hombro y la ayudé a servir el pulpo y los rollos de las narices. Torturarse el cerebro nunca sirve para nada, y hace que el destino sa estremezca.

Por casualidad me encontré sentado a su lado con mi tazón de arroz sobre las rodillas, intentando pescar con las puntas de mis palillos un trozo de tentáculo tan gordo como un dedo. Estaba medio trompa. Había algo que no quería preguntarle. Se lo pregunté:

– ¿Estás sola?

– No -dijo ella.

– Entonces, ¿estás con alguien?

– Eso es exactamente lo que he querido decir.

– Aja.

Miré cómo se llevaba los granos de arroz a los labios.

– ¿Y cómo es el tipo?

Ella movió la cabeza y puso unos ojos como platos.

– Yo estoy solo -continué-. Me hace mucho bien. No voy a empezar enseguida con otra, prefiero seguir respirando un poco…

Nina volvió a mover la cabeza, y como la conocía supe que no valía la pena insistir. Iba a mantener las distancias hasta el fin de la velada, y menos mal que uno de nosotros dos mantenía la cabeza fría, porque si no todo iba a empezar de nuevo. Me pregunto si algún día las cosas serán un poco más sencillas entre nosotros. La verdad es que me parece difícil, o sea que agarré mi copa, me levanté y me fui al jardín.

Me paseé entre los demás con una piedra en el estómago, pero nadie se dio cuenta de nada. Habría sido necesario que me desplomara en la hierba con una lanza clavada en la espalda para que se preguntaran si algo no funcionaba, así que hacía bien conservando mi sonrisa porque, además, era yo quien lo había querido así, ¿no? Nos habíamos puesto de acuerdo en dejarlo, no expliques más cuentos, la libertad, chico, tu jodida libertad. También va de que ella se acuesta con otro, de que un chorbo le hunda su aparato hasta el cerebro, y es tu problema si se te viene encima, solo en tu rincón y luciendo tu sonrisa imbécil.

Por suerte, reuní un poco de fuerza al cabo de un momento y logré unirme a los demás para entregarle mi regalo a Annie. La besé y me quedé detrás suyo mientras soplaba las velas. Miré a Nina por encima del pastel de fresa. Una tarde estaba yo estirado en la cama mirando el techo mientras hacía sus maletas, y me decía a mí mismo tal vez todavía nos montemos algunas buenas sesiones. Pensándolo bien, ESO no tiene nada que ver, aunque sólo fuera una vez por semana; pero la verdad es que no ocurrió nada parecido y había ayunado hasta entonces.

Me pasé el fin de la velada como alguien que tuviera agua en la oreja y se escuchara a sí mismo al tragar; estaba vagamente ausente y podía unirme a cualquier conversación en marcha, y de verdad que no me molestaba en absoluto hacerlo.

Nina fue una de las primeras en marcharse y la acompañé hasta su coche explicándole que un poco de aire me iba a sentar bien.

– Pero si estás en el jardín -me dijo.

– No es lo mismo.

Montó en su coche y yo me quedé plantado en la acera. Oí que el motor de arranque giraba en el vacío. La cosa duró un momento y yo me eché a reír.

– Te juro que no tengo nada que ver, no poseo ningún poder mental sobre los coches.

Nina me miró y luego se encogió de hombros.

– Bueno, dame la manivela -suspiré-. Tendrás que decirle a tu chorbo que te arregle este cacharro.

Metí la manivela en el motor, le hice una seña a Nina a través del parabrisas y dejé mi copa encima del capó.

Al tercer intento el motor arrancó, pero con todo el lío me gané un retroceso de la manivela en el antebrazo. El dolor hizo que se me doblaran las rodillas y sentí que un sudor frío me recorría la cara.

Ella sacó la cabeza por la ventanilla, sin soltar el volante.

– ¿Te has hecho daño? -me preguntó.

– ¡Si seré imbécil! -solté.

– Pero, ¿cómo te lo has hecho? A ver…

– No, si no se ve nada, ya está…

Moví los dedos.

– No ha sido nada, se me pasará -añadí-. Puedes irte…

En el momento en que arrancaba, vi que la copa resbalaba sobre el capó y estallaba en la calle. Me quedé mirando cómo se alejaba el coche con su cinta de humo azul pegada en el trasero.

Escuchaba las voces que venían del jardín, pero decidí volver a casa; ya me había hartado. Caminé hasta mi coche con el brazo pesándome toneladas, y me pareció que me dolía menos si hacía muecas de dolor.

Conduje tranquilamente con un cigarrillo encendido en los labios, con los ojos semicerrados, sin música y a caballo sobre la línea blanca. Puedo conducir incluso cuando he bebido, incluso cuando estoy tieso, incluso cuando la vida no me dice gran cosa; soy un as en las grandes carreteras rectas y desiertas.

Cuando casi había llegado, me detuve en un semáforo en rojo. Estaba solo, pero igualmente me esperé, y eso que era el único semáforo de los alrededores. El brazo me daba punzadas. Al pasar frente a lo de Yan, vi que el Mini estaba aparcado en un ángulo. Reduje la velocidad y me detuve justo a su lado. La chica estaba dentro, tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el cristal. Golpeé suavemente, con la mirada fija en su minifalda. Se sobresaltó, puso una cara de película, me sonrió y bajó la ventanilla.

– Oh -dijo-, está cerrado. Me he dormido.

– Ya me di cuenta.

Pareció pensar un momento. Miró al frente mientras se sostenía la uña del pulgar entre los dientes y luego se volvió hacia mí con el rostro iluminado.

– ¿Adonde podríamos ir? -preguntó.

– Me parece que yo me voy a casa -le dije-. Me siento un poco cansado. Estoy herido.

– ¿No hay nada abierto donde podamos tomar algo? ¿No hay nada…?

– No, está todo cerrado. Me he dado un golpe con el retroceso de una manivela y tengo que ver con mayor atención cómo está.

– ¡Qué mierda! Tengo una sed tan espantosa…

– Podemos ir a mi casa, puedo arreglármelas solo. Hasta soy capaz de servir dos copas con una sola mano.

Ella se inclinó hacia la llave de contacto.

– De acuerdo, vamos a verlo… -dijo.

Durante todo el recorrido me pregunté por qué por qué por qué por qué mientras echaba ojeadas por el retrovisor; pero apenas iba a treinta, no podía perderla. Aparcamos frente a la casa, fui hasta la puerta sin esperarla, no tenía ganas de discutir afuera. Me gustó su apresurado taconeo en la acera y cerré apenas hubo entrado, con un segundo suspiro.

No hacía ni cinco segundos que había encendido la luz cuando ella cayó de rodillas en la alfombra, con mi montón de dis eos apretado contra el pecho y los ojos en blanco.

– Es fantástico… es fantástico -dijo-. ¡Podremos oír música!

– Tengo algunos discos viejos -comenté-. No valen mucho.

– ¡Y qué demonios importa! ¡No son para OÍRLOS!

– Entonces servirán.

Empezó a tocar los botones, me pareció que les daba vuelta en todas direcciones; carraspeé y avancé hacia ella.

– Espera, lo haré yo -le dije-. Estoy acostumbrado.

Puse en marcha el cacharro; luego fui a la cocina para preparar las copas. Aumenté la dosis para ella, sabía que era una chica difícil de derrotar. Cuando regresé, había tirado su chaqueta en el sillón y empezaba a calentarse, ya iba descalza. Le pasé su copa mirándola a los ojos, pero no me pareció que la tuviera ya en el bolsillo. Había¡ algo en aquella chica que se me escapaba, aunque a lo mejor estaba equivocado. Levantó su copa.

– Y yo que creía que se me había fastidiado la noche… A tu salud.

Asentí con la cabeza. De nuevo empezaba a sentir cierto cansancio, el brazo me dolía y fui al cuarto de baño mientras ella volvía a poner en marcha su cuerpo. Se ha levantado en bloque, pensé suspirando.

Encontré una venda y pomada. Mientras me hacía la cura, la música hizo temblar las paredes, la tía debía de haber encontrado el botón del volumen y yo me preguntaba cómo iba a apañármelas, sobre todo para que se aguantara el puto vendaje. Le corté la inspiración para pedirle que me ayudara. Lo hizo rápidamente. Luego recuperó su marcha infernal y yo pensé bueno, o espero a que se canse o hago saltar los fusibles. Me senté en los almohadones a la altura adecuada, y bebí mi copa a sorbos breves. Ella llevaba aquella minifalda y una blusa a rayas que se le pegaba a la piel y yo la miraba sin pensar demasiado. Al cabo de un momento entendí lo que había querido decirme a proposito de bailar, sentí hasta qué punto le gustaba y me dije mierda, esta chica casi es guapa, le gusta algo. Me levanté y traje la botella de la cocina. Cuando paró la música, la chica se deslizó hasta el suelo, sentada en sus talones, y desparramó los discos a su alrededor.

– Que bárbaro… -dijo-. ¡Está lleno de cosas que no conozco!

– ¿Qué tal si respiráramos un poco? -propuse.

No me contestó, hizo como si no me hubiera oído y yo adelanté una mano hacia su muslo; era arriesgado, pero a veces el cansancio te hace ser audaz. Sin embargo, la chica sacó un disco con dos dedos y como si no pasara nada se inclinó sobre el tocadiscos. La dejé hacer, me parecía que el precio no era excesivamente alto, tenía la piel suave y muy blanca y yo sentía que la cosa iba a estar bien. Me desplacé lentamente para acariciarle las nalgas y tuve la opresión de caer en el vacío cuando encontré el elástico de sus bragas. Tardé un cuarto de segundo en reconocer la cara dos de Grasshoppery me pregunté si ella lo habría hecho a propósito porque estaba tan bien elegido y era tan perfecto para nosotros dos… Empecé a reptar por la alfombra; iba ganando terreno y no sé qué le pasó, ni siquiera había deslizado un dedo entre sus pelos y ella sonreía mirando el techo, pero de improviso salió disparada como una flecha y la encontré de pie.

– ¿Lo oyes? -exclamó-. ¡¿LO ESTÁS OYENDO?! No puedo desperdiciarlo. ¡Hey!, es realmente BUENO.

Volvió a dar saltos con sus pies y a gesticular por encima de mi cabeza. En aquel momento tenía que haberlo comprendido, pero no hice comentarios. Regresé a mi puesto junto la pared, tomé un trago y chasqueé los dedos intensamente; en ese disco hay pasajes que te hacen lanzar gemidos de placer y estábamos totalmente metidos en su música.

Hice un segundo intento un poco después. Estábamos en la cocina porque ella había decidido hacer crepés. Vas a ver, decía, vas a verlo, son mi especialidad; y me senté en una silla mientras ella mandaba a paseo todas mis ollas y tiraba el azúcar en polvo. Se puso de puntillas para alcanzar no sé qué y mi mano se colocó inmediatamente entre sus piernas. Permaneció sin moverse, con los muslos ligeramente abiertos, lo suficiente como para que pasaran mis dedos.

Al cabo de un minuto, retiró mi mano.

– Necesito un medidor -dijo.

– ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no funciona? -pregunté.

– Nada, ¿pero no quieres comer crepés?

– No, las crepés pueden esperar.

Me dedicó una sonrisa interrogativa. El silencio se hacía pesado. Me levanté, la tomé del brazo y la conduje hasta la cama. Ella le seguía sonriendo al techo. Le arremangué la minifalda, le bajé las bragas y ella se dejó hacer mientras le besaba el interior de los muslos. Ya casi lo tenía, me estiré para seguir y ella sólo separó las piernas para que yo pudiera pasar la cabeza.

Algunas chicas tardan en llegar, algunas son frías como estatuas y otras han hecho promesas insensatas; algunas te hacen sufrir los tormentos del infierno antes de cerrar los ojos y otras prefieren a las mujeres o a los tipos un poco maduros. Me pregunté a cuál de esas categorías pertenecería aquella chica. Me sequé la boca y me apoyé en un codo para mirarla.

En un segundo pasó las piernas por encima de mi cabeza y se levantó riendo. Detrás de las cortinas el día empezaba, le di un porrazo al interrumptor y la penumbra me sentó bien. Puso música antes de venir a sentarse en el borde de la cama.

– Lo siento -dijo.

No le contesté. Sólo a mí me pasaban cosas así. Había empezado el día encontrándome una chica en mi cama y no me la había tirado. Luego le saqué brillo a otra chica en su cuarto de baño y tampoco me la tiré. Finalmente, había levantado a otra chica en la calle, la había llevado a mi casa y otra vez no hubo caso de tirármela. A veces me parecía que la vida era realmente fatigante, y era como para preguntarse si no se divertía arrastrándome por un lecho de brasas. Bostecé mirando su espalda en la oscuridad, pero la cosa no tenía importancia. Era como si estuviera sola. Estaba tan acostumbrado a oír música en la oscuridad, con un porro, con algunas cervezas o con fiebre… o a lo mejor simplemente estaba soñando y me deslizaba por una pequeña pesadilla con el aparato; tieso. Ella se volvió hacia mí y sólo vi su silueta, era como en la tele cuando los tipos no quieren ser reconocidos.

– No me gusta, no puedo remediarlo -continuó-. Mejor dicho, nunca siento nada. Me pone nerviosa…

– No importa -le dije-. No es grave.

– Mejor que me vaya, ¿no? -propuso.

– Como prefieras -le dije-. No me molestas, pero voy a acostarme. Si quieres, puedes quedarte oyendo música, no me molesta.

– ¿En serio?

– De verdad. Lo único que tienes que hacer es cerrar la puerta cuando salgas.

Luego dejé de ocuparme de ella. Me desnudé y me metí en la cama con la cara vuelta hacia la pared. Noté que había bajado el volumen y la oía elegir discos. Era una presencia silenciosa y agradable, me subí la sábana hasta los hombros y esperé a que me venciera el sueño.

Más tarde, me volví lentamente. Seguía habiendo música. Aparenté dormir, abrí un poco los ojos y la miré, bailaba sólo para sí misma, sólo por el placer que sentía. Parecía tocada por la gracia. Era algo formidable de ver. Todas las mierdas que te pasan en la vida quedan barridas por una cosa así.

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