Tardé un tiempo en comprender que ninguna chica podía sustituir a Nina. En conjunto, la cosa me hizo más feliz. Pensaba en ella de cuando en cuando, como quien va a abrir su cofre para ver sus lingotes de oro; me gustaba mucho pensar en ella. Sin embargo, no traté de encontrarla, la sola idea de hacerlo me paralizaba, y la única vez que marqué su número de teléfono la historia se puso chunga: iba a llevarme el auricular a la oreja cuando sentí que una corriente helada invadía mi brazo, y al cabo de un segundo me vi golpeando el aparato contra el borde de la mesa. No lo volví a intentar.
Durante algún tiempo llevé una vida perfectamente en regla. Había resuelto mi eterno problema de dinero con un trabajo de media jornada, por la mañana, lo que me dejaba el resto del día para escribir o para no hacer nada de nada.
Era una tienda de muebles. Mi trabajo consistía en cargar una camioneta con los pedidos, evitando que me atrapara la mujer del director, una gorda con un moño que había encontrado la forma de leerse uno de mis libros. Oooohhh, ¿y cómo hace para escribir cosas tan pornográficas? Eso era lo primero que me había preguntado. Me ocupaba de los repartos de género pequeños, nunca nada mayor que una mesilla de noche o una lámpara de hierro forjado. Había otros tipos para la categoría de armarios o aparadores, tipos más altos y más fuertes que yo, y que llevaban un camión.
Había que subir kilómetros de escaleras, pero en conjunto no era muy cansado. Hubo días en que ni me enteré, como si fueran jornadas de despacho. Además, no lo hacía del todo mal, iba de prisa y siempre había terminado hacia las once. Daba grandes rodeos para regresar y soñaba despierto. Si tenía la desgracia de regresar excesivamente pronto, la gorda se me echaba encima y me arrastraba hacia las zonas alejadas, con el pretexto de hacer su puto inventario.
– Caramba, joven, ¿ya ha vuelto? Pues no podía ser más oportuno. Vamos a echarle un vistazo a las existencias de alfombras, tengo que comprobar una cosa…
La zona de las alfombras era un verdadero laberinto y los cacharros aquellos se amontonaban casi hasta el techo. Nunca estabas seguro de poder volver al mismo sitio. Nos detuvimos frente a las imitaciones de piezas únicas 100% acrílico y ella se abanicaba con una libreta que llevaba en la mano.
– ¡Jesús, María! ¡Qué calor! ¿no le parece?
– Pues a mí el jersey no me molesta -dije yo.
– No perdamos tiempo. Trate de encontrar una escalera, joven.
Encontré la escalera. Miraba en otra dirección mientras esperaba que ella me dijera qué tenía que hacer. Ella respiraba agitadamente. Las pilas de alfombras estaban pegadas unas con otras, y todo aquello olía a trampa.
– Adelante, suba la escalera. Hay que contarlas una a una.
Llegué hasta lo más alto, y agarrándome con una mano de la escalera, empecé a contar las alfombras. Al cabo de diez segundos, noté que la escalera temblaba, eché un vistazo hacia abajo y vi que la gorda atacaba los primeros escalones. Estaba oscuro. Era mons truoso. contuve la respiración, me quedé paralizado durante tre segundos y a continuación ella plantó sus tetas en mis ríñones. Hizo como si no pasara nada.
– Ocúpese usted de la pila de la derecha y yo me ocuparé de de la izquierda.
Me agarré a los flecos de una alfombra.
– Oiga, mire -le dije-, vamos a terminar rompiéndonos la cabeza, ¡le juro que nos vamos a romper la crisma!
– Vamos, deje de gesticular… No haga chiquilladas.
Debió de aprovechar la ocasión para subir un escalón más, porque sentí que su barriga me frotaba las nalgas. A continuación me achuchó descaradamente y toda la escalera vibró.
– Señora, necesito este trabajo, no haga tonterías. Es peligroso, por lo menos estamos a diez metros de altura…
Se echó a reír.
– Diez metros dice, jajá…, diez metros. Pobre pajarito mío, no hay ni tres metros, no tengas miedo…
Afortunadamente, logré escabullirme e hice una acrobacia para llegar a lo alto de la pila.
– ¡No sea estúpido! -exclamó.
Salté de un montón a otro, me tiré sobre unos colchones que estaban un poco más bajos y el polvo me hizo estornudar. Después me deslicé hasta el suelo y llegué a la salida.
Lo bueno que tenía aquella mujer era que al día siguiente te saludaba con la misma sonrisa. Era fácil darse cuenta de que no se lo tomaba a mal. Realmente cada día parecía un nuevo día para ella, era una supercarta que tenía en su juego, una especie de comodín luminoso.
A veces los otros se retrasaban en las entregas y yo tenía que repartir somieres y colchones. Era realmente divertido, me encantaba hacerlo. Se suponía que el hijo de la patrona me ayudaba en esos casos, lo llevaba conmigo y no nos decíamos gran cosa. Rápidamente habíamos puesto los puntos sobre las íes.
– Oye, ¿y tú qué escribes, policiacas?
– No.
– Vale, de acuerdo, ya veo de qué vas.
La mayor parte de las veces él dormía mientras yo conducía. Tenía un aire francamente idiota cuando dormía, le colgaba la mandíbula inferior. Es raro lo que me pasa con las personas a las que no les gustan mis libros, termino por considerarlos idiotas al cabo de un tiempo. De todos modos, prefería tener a mi lado a un idiota dormido que a un tipo normal despierto, porque la verdad es que no me gusta excesivamente hablar, y menos por la mañana.
Así que él dormía, y teníamos que llevar un colchón y un somier al otro lado de la ciudad. Hacía fresco pero el cielo estaba azul, con alguna nube. Me detuve en un semáforo, con la mente medio en blanco y un brazo colgando por fuera; pero todo aquello no existía realmente, y los motores funcionaban a marcha lenta.
Cuando se encendió la luz verde, arranqué, y precisamente en aquel momento vi a Nina, que doblaba la esquina. Frené en seco El idiota salió despedido hacia delante y el coche que nos seguja hundió las puertas traseras de la camioneta. Por el retrovisor me pareció que el coche había intentado subirse a la plataforma. Pa. sado ese instante, Nina había desaparecido, y oí el sonido seco de puertas que se cerraban.
Perdimos al menos un cuarto de hora llenando papeles. El tipo estaba claramente en estado de shock y me las apañé para que cargara con todos los estropicios. Entretanto, Bob, el hijo de la patrona, trataba de enderezar un parachoques a patadas. Éramos un estorbo para la circulación, la gente nos pasaba dirigiéndonos sonrisas asesinas, y las primeras gotas empezaron a caer cuando firmábamos los últimos papeles. Volví a poner la camioneta en marcha y circulamos con las puertas traseras colgando de sus goznes, lo que provocaba una corriente de aire húmedo.
– Oye, Bob -le dije-, supongo que lo has visto todo, ¿no? Te has dado cuenta, aquel gilipollas me ha embestido cuando yo estaba TOTALMENTE parado. Me alegro de que vengas conmigo, porque ha sido tan fuera de lugar que nadie iba a creérselo…
Asintió vagamente con la cabeza, estaba de nuevo a punto de dormirse. Tenía razón y a mí, en el fondo, me importaba un comino. Sin ese ruido de chatarra incluso habría olvidado por completo el incidente. Llovía, pero había podido atrapar mi rayo de sol. Seguía teniendo aspecto de ángel, pero más sexy. Hacía ya tiempo que estábamos separados, y me pregunté si un mame cualquiera se estaría aprovechando de la ocasión. Pensé espere que la trates bien, que seas amable con ella, mierda, espero que hayas salido bien de ésta.
Aparqué delante del edificio en el que teníamos que dejar el colchón y el somier, y me sobresalté, era un edificio viejo de seis pisos, y el número de piso estaba indicado en el albarán: SEXTO PISO, PUERTA IZQUIERDA. En general las escaleras tenían tendencia a estrecharse a partir del quinto, y siempre era un gilipollas del sexto el que se hacía llevar un aparador de seis metros de longitud o un somier de uno noventa, perfectamente manejable, claro.
Esperé a que parara la lluvia con los limpiaparabrisas en marcha. La imagen de Nina me atravesaba la mente de cuando en cuando. Yo era como el tipo que desea levantarse a cualquier precio y que siente que una mano suave y tranquila vuelve a sentarlo una y otra vez. Empezaba a estar harto.
Dejé de pensar memeces cuando aclaró un poco. Le di un codazo a Bob en las costillas y le señalé la casa con un movimiento de cabeza.
– Mi despertarte -dije-. Mi no poder hacer más.
Gruñó y bajamos. Como no era el hijo del patrón, estaba claro que era yo quien tenía que hacer el trabajo y que él sólo estaba allí para los casos imposibles. Llevar un colchón solo no es imposible, pero no hay nada peor en el mundo; es casi el horror total. Bob saltó a la caja de la camioneta y me cargó el colchón a la espalda. Mierda, la verdad es que era muy pesado, y fofo, y no había por dónde agarrarlo. Atravesé la calle zigzagueando. Cualquiera hubiera podido creer que había sido atacado por una medusa espacial y que aquello iba a chuparme el cerebro.
Cuando llegué al vestíbulo, me apoyé en una pared y le pegué una patada a la puerta de la portera. Cuando oí que la puerta se abría, aspiré un poco de aire debajo de mi colchón y vociferé el nombre del tipo.
– ¿No está? -pregunté.
– ¿Y por qué no iba a estar?
– No sé -dije yo.
Me dirigí hacia la escalera y al pasar me enganché con un extintor y estuve a punto de arrancarlo de la pared, al igual que una pequeña hacha contra incendios y su armario de vidrio.
Llegué como pude hasta la puerta del sexto izquierda, llamé y salió a abrirme un tipo en camiseta sin mangas y con pinta de tonto.
Atravesé el apartamento con mi cacharro a la espalda, arrasando varias cosas a mi paso. Estaba harto. Siempre tengo la sensación de ser un esclavo cuando tengo un trabajo así, me hace ese efecto a la primera gota de sudor, y a continuación soy como un lobo herido y al acecho, me hago hipersensible y se me pone la cara ligeramente blanca. Metí el albarán en la mano del tipo y volví a bajar. Zarandeé a Bob.
– Si el somier pasa, será por los pelos -le dije-, pero me sorprendería que pasara.
Evidentemente, había calculado bien y quedamos atrapados en la última curva, era imposible avanzar ni un milímetro más sin destrozar algo. Por mucho que lo intentáramos en todas direcciones, era imposible. El cliente nos miraba desde el rellano superior, pues sí, colega, murmuré, así es, nos hemos reventado para nada y eso sin contar con que ahora tendremos que bajar esta puta mierda.
– A ver, ¿qué pasa? -soltó el tipo.
– Que no pasa -dije.
– Hombre, cómo no va a pasar. Lo han encarado mal.
– No, no lo ha entendido… El asunto no funciona, el somier es demasiado grande.
– ¿Pero qué dice? TIENE que pasar. Venga, muévanse.
Es posible que yo fuera un esclavo, pero conocía quién era mi amo, y el dueño de la tienda había dado instrucciones muy precisas para hacer frente a situaciones de ese tipo. No debe intentarse nada que pueda dañar nuestra mercancía o poner en peligro la vida de uno de nuestros empleados. Yo estaba completamente de acuerdo y estaba decidido a aplicar la consigna al pie de la letra. Aquel tipo no me gustaba nada. Le hice a Bob una señal con la cabeza:
– Media vuelta, Bob -le dije.
El cliente bajó corriendo los pocos escalones que nos separaban y puso una mano en el somier.
– Oigan, ¿me quieren tomar el pelo? -preguntó-. Ya casi estamos arriba.
– Es posible que casi estemos arriba -dije yo-, pero, ¿ve?, esta escalera es como una especie de embudo, no vale la pena insistir. Conozco mi trabajo…
Como escritor, todo el mundo me parece formidable, pero como conductor-repartidor casi todo el personal con el que me topaba era gilipollas.
– Oh, mierda, empujen sólo un poco, déjenme a mí -dijo-. Sólo estorba una pequeña joroba, nada, pasará fácilmente.
– Oiga, déjelo -dije-. Soy responsable de este cacharro hasta que lo haya entregado.
– Pues entonces, muchacho, considera que YA lo has entregado sólo hay que esforzarse un poco. Como no pareces muy decidido, voy a tener que enseñarte a hacerlo.
Por un momento me pregunté qué hacía yo allí. Fui en busca de las cadenas y el tipo aprovechó la ocasión para deslizarse hasta la parte posterior del somier y empezó a empujar como un mulo apoyándose en la barandilla. Claro, eso era precisamente lo que no había que hacer. Se puso rojo y las venas del cuello se le hincharon.
– Creo que va a conseguir atascarlo de verdad -comentó Bob.
– ¡¡¡EL CLIENTE NO PUEDE INTERVENIR DURANTE LA ENTREGA, ARTÍCULO SIETE!!! -grité yo.
Pero era ya demasiado tarde, el otro lo había conseguido plenamente: un ángulo del somier estaba hundido diez centímetros en el techo y otro había quedado atrapado en la barandilla. Nos miró con aire estúpido, sudando ligeramente y con el pelo revuelto. Le di un golpe al somier y el cacharro vibró como una cuerda de piano.
– ¡Me cago en la puta, muy bien! -dije-. Ahora sí que lo tenemos perfecto, ¿eh?
Nos pasamos más de diez minutos tratando de desenganchar el maldito somier. La escalera empezaba a llenarse de curiosos y no conseguíamos nada, simplemente zarandeábamos el edificio y el cacharro no se movía ni un milímetro. Abandoné.
– ¿Vienes, Bob? -pregunté.
Iba a largarme, pero el tipo me retuvo agarrándome por el brazo.
– Oigan, ¿no se van a ir dejándome esto aquí, verdad?
Me solté el brazo.
– Considero que el somier ha sido entregado -dije-. Le deseo buenos días.
– No se va a largar tan fácilmente -soltó el tipo.
– Trata de impedirme el paso y vas a hacer un vuelo planeado por el agujero de la escalera -le dije.
Empecé a bajar, pero una anciana de cabellos blancos se puso en medio, parecía una especie de pájaro perdido en la nieve, era una cabeza más baja que yo y olía a violetas.
– Oiga, señor -lloriqueó-, tengo que entrar en mi casa, ¿entiende?, tengo que entrar en mi casa.
– Pues claro, señora, no se preocupe. Lo único que ocurre es que ha sido aquel señor, aquel de allí, el que ha atascado el somier. Yo no tengo nada que ver, yo le había avisado, yo le había dicho que no tocara nada. Así que ahora es él quien tiene que apañárselas.
Parece que hay una edad en la que ya no oyen nada, en la que ya no entienden nada y Dios sabe qué más. Parece que pasa así, es increíble. Me cogió el brazo con su mano blanca y me miró de una forma tal que parecía que yo fuera el Salvador.
– Oiga, señor, a mi edad no puedo quedarme fuera y, ¿sabe?, empiezo a sentir apetito.
– Pues es verdad, yo también empiezo a sentir apetito. Arréglelo con él.
– Oooooohhhhh, ooooohhhh, ¿qué va a ser de mí?
Justo detrás de la vieja había una chica joven mascando chicle.
– Oye, tío, ¿te enteras?, me parece que no tienes mucho corazón… Bueno, colega, ¿te imaginas que esa cochinada te la hicieran a ti? Creo que alucinas un poco, tío.
Miré al tipo. Sonreía abiertamente. Miré a la vieja, miré a la chica, miré a la gente que estaba en la escalera, miré a Bob, y entendí que todos esperaban algo de mí.
– Vale, de acuerdo -dije-; déjenme pasar. Bob, tú no te muevas de ahí, yo voy a por las herramientas.
– ¿Qué herramientas? -gritó Bob.
Empujé a unas cuantas personas y bajé a toda velocidad. Llegué abajo realmente caliente, con las piernas temblando. A veces la vida te atrapa en una lengua de fuego y no puedes resistirte. Rompí el cristal con el codo y agarré el hacha. Je, je, tengo que reconocer que la tenían muy a mano y que cortaba como una navaja. Apenas hube recuperado el aliento, subí la escalera con el corazón lleno de ira.
La gente se pegaba a la pared cuando yo pasaba y, cuando llegué hasta él, el tipo empezó a poner caras raras y se produjo un silencio mortal.
– Escúchame atentamente -le dije-. Te voy a quitar una espina muy grande que tienes en el pie pero, si haces un solo gesto, te emplasto el cerebro en la pared, ¿vale? ¿Lo has entendido bien?
Asintió con la cabeza mirando hacia otra parte. A continuación me desahogué bien, demolí el somier a hachazos, lo convertí en un montón de palillos y lo hice en un tiempo récord. Todo el mundo se había quedado de piedra. Recién había terminado el trabajo cuando vi que Bob corría como un conejo.
– ¡MIERDA, LA PASMA! -gritó.
Me deshice del hacha y corrí como un loco tras él. Se había adueñado de mí un miedo irracional y aquellos pisos no acababan nunca. Me preguntaba si no habrían quitado la calle.
Cuando llegamos afuera, no vi nada, el lugar estaba perfectamente desierto.
– ¿Dónde has visto a la pasma? -le pregunté.
Cruzamos la calle a la carrera y saltamos a la camioneta. Seguía sin ver nada en el horizonte.
– Oye, eres un gilipollas haciendo bromas como ésta -le dije-. Eres el rey de los gilipollas.
Se rió.
En ese momento hacía buen tiempo, el cielo estaba claro, me detuve en un bar y le pagué una copa. Mientras yo me tomaba la mía, él se lanzó hacia la máquina tocadiscos y pudimos escuchar algunos viejos rocks no demasiado malos. Lo miré y revisé mi opinión sobre él, me pareció que se comportaba bien. Habíamos hecho una buena publicidad para la tienda de papá y mamá y habíamos arrugado la camioneta, pero estaba claro que esas historias lo dejaban frío: estaba escuchando la música con los ojos cerrados. Te hace bien sentir, de cuando en cuando, que no estás solo en el camino, porque así se ensancha durante un momento, y siempre es mejor que nada. Cuando terminaron los discos, Bob vino a sentarse a mi lado.
– Oye -le dije-, aparte de oír rock y de leer policiacas durante todo el día, ¿qué haces?
– Pues me parece que eso ya es mucho, ¿no? -me contestó.
– Claro, tienes razón -le dije. Olvidaba que los Caminos del Cielo son inescrutables.
– En general, no hay gran cosa que valga verdaderamente la pena -añadió.
– Puedes guardarte este tipo de buenas noticias -comenté-. Me siento con el corazón roto esta mañana, pero aceptaría con gusto que me invitaras a otra copa.
– ¿No estás de acuerdo conmigo?
– No, me parece que no, encuentro que todo es formidable. Esa copa a la que vas a invitarme va a ser una verdadera bendición
A continuación regresamos. Bob limó tanto los ángulos, que logré que no me echaran y pude cobrar mi paga semanal.
Había un largo fin de semana por delante y yo no había planeado nada especial. Al pasar frente a unos grandes almacenes, aparqué, fui a comprar unas cuantas cosas y para variar me ofrecí lo más delicado y delicioso. También me compré una tele. Pasarse un fin de semana lluvioso frente a la tele, mordisqueando pijadas y con una buena provisión de cervezas, formaba parte de las cosas que Nina me había hecho descubrir, y quería ver si podía hacerlo solo. ¿Era posible que ella estuviera haciendo lo mismo que yo? ¿Era posible que también ella fuera a pasarse los dos días sola en su casa, con la tele encendida? ¿Era posible que pensara en mí cuando estuviera dándole a los botones de las cadenas? No debe de ser muy difícil pensar en el único tipo del mundo que se levanta tres veces en una noche para mover la antena.