La enfermera hundió una pequeña espátula de madera en un bote de crema verde y me embadurnó la mejilla. El asunto terminó por escocerme seriamente. Tenía la cabeza echada hacia atrás y miraba las luces del techo, cuando entró un tipo con una bata blanca y se detuvo frente a mí. Se rió.
– Bueno, ya he acabado de coser a su amigo. Nada grave, excepto que me he cortado el dedo con una ampolla.
– ¿Puedo verlo?
– Ahora debe de estar durmiendo.
– ¿Puedo quedarme con él?
– Si le divierte.
– Me divierto con muy poca cosa -dije.
La enfermera me acompañó hasta su habitación. Entré y ella cerró la puerta a mis espaldas. Habían dejado encendida una lam-parita encima de la cama. Me acerqué.
Yan parecía dormir profundamente. Su cara todavía estaba tumefacta, pero no era nada en comparación con lo que había visto poco antes. Los tipos le habían limpiado la sangre y sólo tenía un vendaje encima del ojo y una esquina del labio reventada. Estaba casi presentable. Levanté la sábana, tenía las piernas cubiertas de vendas blancas, y mirarlas ya no daba miedo. Especie de mamo pensé, y yo que creía que estabas medio muerto…
A los pies de la cama había justo el espacio suficiente para que yo pudiera estirarme un poco. La verdad es que un tipo, en el fondo, no necesita gran cosa.
Al día siguiente caminó un poco por el pasillo, apoyado en mi hombro, y el domingo, después de haber rellenado todo el papeleo y de haber firmado varios cheques, nos dejaron marchar. Yan estaba de mal humor. En aquel maldito hospital no habían conseguido encontrarle unos pantalones o cualquier cosa semejante, incluso unos pantalones de pijama hubieran servido, pero tuvo que subir al coche con la cazadora, anudada en torno a las caderas y con los vendajes al descubierto. También era difícil encontrar una tienda abierta en domingo y además, le dije, no vamos a pararnos treinta y seis veces, sólo tenemos que hacer 250 kilómetros, casi nada, hombre.
Arrancamos a primera hora de la tarde, y la carretera estaba llena de gente. Era verdaderamente penoso, había que adelantar coches con bicicletas en el techo y con niños que hacían muecas frente al vidrio trasero; el cielo estaba de un azul consternante y por la radio sólo ponían cosas espantosas. ¿Qué puede ser más mortal que un domingo por la tarde cuando has sido cazado por su tela de araña?
Debían de ser las seis o las siete cuando aparqué delante de la casa de Yan. Estaba anocheciendo y aquel condenado se había dormido. Lo desperté y lanzó un bostezo formidable. Avanzamos los dos hasta la puerta y llamamos. Debíamos de parecer dos tipos a quienes acaban de evacuar del frente.
Annie salió a abrirnos. Frunció el ceño al vernos.
– ¿Es una broma? -preguntó-. No me parece en absoluto divertido.
Pero antes de que tuviéramos tiempo de contestar, se llevó la mano a la boca y se quedó pálida.
– ¡Dios santo! -exclamó-. ¿Qué os ha pasado?
Entramos y Yan se derrumbó en el sofá de la sala. Era un milano, al fin podíamos respirar tranquilos. Mientras Yan explicaba la historia, di un salto hasta el bar, preparé un maravilloso cóctel de o y llené tres copas grandes, con la mirada brillante.
– ¿Y tú tienes el brazo roto? -comentó.
– Sí, pero es una historia distinta. Una aventura sexual.
– ¡Mierda, pero cómo se os ocurre largaros así, sin avisar, para aterrizar en cualquier parte! Ya no sois ningunos crios, ¿eh? Creía que al final se os pasaría…
– Las cosas buenas pueden contarse con los dedos de la mano -dije yo.
Me bebí un sorbo cerrando los ojos. Sentía que la calma de la habitación me invadía. Desordenadamente podría haberle dicho a Annie: hacer el amor, dormir, escribir, soñar despierto y olvidarse de todo de cuando en cuando. Pero preferí continuar tomándome mi copa.
– Oye, ¿dónde está Jean-Paul? -preguntó Yan.
– Ha salido a dar una vuelta. Pero por desgracia volverá.
– Oh, Annie, por favor, deja el tema por esta noche, ¿vale? -suspiró Yan.
– Bueno, ¿qué os parecería comer alguna cosa, eh? -preguntó ella.
– Si quieres, puedo ayudarte -le propuse.
– No, creo que no me servirías para gran cosa.
Mientras esperábamos, Yan lió un canuto y nos lo fumamos tranquilamente. Algo crepitaba en la cocina, y yo me encontré en un sillón gigantesco con una sonrisa en los labios y mi copa en la mano.
– Me siento feliz al comprobar una vez más que el placer y el dolor se equilibran -dije.
– Bueno, pues entonces todo va bien. Yo aún no he llegado al final -comentó él.
– Mierda -dije-, tendré que levantarme antes de que este sillón me digiera por completo.
Fui a hacerle compañía a Annie en la cocina. Me encargué de sacar los cubiertos y de ponerlos en una bandeja. Ella había preparado una ensalada formidable, y también huevos fritos y salchichas asadas. Me sentía eufórico.
– Este asunto podía haber terminado muy mal -comentó ella.
Cogí un bote de pimienta de la estantería.
– No hablemos más del asunto -dije yo-. No nos dejes morir de hambre.
En aquel preciso instante oímos que Jean-Paul entraba. Annie suspiró y levantó la mirada al techo.
– Oh, no, el tipo ese siempre tiene que meterse en medio.
Pasé la mano por los hombros de Annie.
– Oye, seguro que es un plasta y todo lo que quieras, pero te ruego que por una vez hagas un esfuerzo. En serio, estamos un poco reventados, ¿sabes? Tampoco puede ser tan terrible aguantarlo por una noche, trata de no fijarte en él, me gustaría pasar una velada tranquila, ¿eh? ¿Estás de acuerdo, verdad? No vamos a perdernos la ocasión de pasar un rato agradable por culpa de ese plasta, ¿no crees?
No me contestó pero se le escapó una sonrisa y yo añadí un cubierto más. Quería mucho a Annie.
Nos presentamos en la sala con la comida. Jean-Paul estaba arrodillado junto a Yan y lo abrazaba.
– Hola -exclamé-. ¿Has visto? Se las he hecho pasar moradas…
– Qué horror, ¿no? Me pone enfermo…
– ¡A la mesa! -anuncié.
En realidad, apoyamos los platos en las rodillas. Yo le cedí el sillón a Annie y me senté en el suelo. Comimos rápidamente, mientras charlábamos como si no hubiese ocurrido nada. Cuando terminamos hice circular unos cuantos porros en todas direcciones para mantener el buen ambiente. Finalmente llegamos a donde yo quería: las cosas empezaron a flotar suavemente.
Puse un poco de música y ayudé a Annie a quitar las cosas. El otro no hizo un solo gesto para levantar ni un plato, se quedó pegado a Yan como un tipo a quien no se le ha abierto el paracaídas. Me quedé con ella en la cocina. Tenía el espíritu sereno.
– ¿Ves cómo es, te das cuenta? -me dijo ella-. Siempre pasa lo mismo. Fíjate en el chorbo que se ha buscado…
– De acuerdo, pero es joven. Es normal que no se preocupe Por los demás. Hay que darle tiempo.
– ¡Claro, pero tú no tienes que vivir en la misma casa que él!
Abrió el grifo del fregadero y vi que la cosa empezaba a hacer espuma de un modo bastante raro. Echó los platos dentro.
– Tú me conoces y sabes que no soy una liosa.
– Claro que no eres ninguna liosa. Eres como las demás.
– Oh, y además, no sé, me siento cansada y cualquier cosa me altera los nervios.
Lavó unos cuantos cacharros y los enjuagó.
– Bueno, y ahora, ¿te sientes nerviosa?
Se rió.
– No, esta noche estoy bien. Me gusta charlar contigo.
Apoyé una nalga en la esquina de la mesa.
– Debes de estar totalmente tensa -le dije.
– No, no te rías, más bien estoy de buen humor. Pero no debería estarlo, hace mucho que estoy en punto muerto. No he dado pie con bola, en cuestiones de amor, desde hace siglos.
– No te preocupes, a todo el mundo le pasa.
– Sí, podría ser…
Estábamos poniendo un poco de orden cuando Yan se plantó en el marco de la puerta.
– Lo siento -dijo- pero no me tengo en pie. Vamos a acostarnos.
Nos dirigió un leve saludo con la mano antes de desaparecer con Jean-Paul pisándole los talones. Annie y yo volvimos a la otra habitación. Ella empuñó una botella y la levantó hacia mí.
– ¿Nos quedamos un rato más? -preguntó.
– Yo me encargo del hielo.
Fui a buscar cubitos. Cuando regresé, ella estaba estirada en el sofá. Me senté en el suelo, a su lado, y llené las copas.
– ¿Y tu libro? -me preguntó-. ¿Avanza?
– Está terminado.
– ¡Bueno, podremos brindar por alguna cosa!
– Podemos brindar por cantidad de cosas más, si quieres.
– Para empezar, brindaremos por tu libro. Espero que sea una cosa grande.
– Yo qué sé. A veces ya no sé nada de nada. Hay momentos en los que ya no sé ni lo que he querido decir. Hay cosas que quedan en el misterio, incluso para mí. Tengo la impresión de estar reviviendo una historia que se remonta a la noche de los tiempos.
– Entonces, brindemos por lo que queda en el misterio.
– De acuerdo -dije yo.
Vaciamos nuestras copas. Conocía a Annie desde hacía al menos veinte años y creo que nunca me había sentido tan cerca de ella como esa noche. Había tenido cantidad de ocasiones de tomarla entre mis brazos, o de besarla, o de cosas así durante todos esos años, pero nunca me había sentido así con ella; casi podía ver los lazos luminosos y sensibles que nos unían. Realmente me gustó y tuve la impresión de que el cielo me enviaba mi recompensa. Cuando me ocurren asuntos de este tipo, siempre me pregunto qué cosas formidables habré hecho para merecerlos.
Bebimos, fumamos y charlamos durante un buen rato más, pero sin prisas, y nuestros silencios tenían el mismo color que todo lo demás; tenían un perfume salvaje. Qué lástima que a ella sólo le gusten las mujeres, pensé, qué estupidez tan abominable para un tipo tan imaginativo como yo. Era tanto más duro cuanto que yo tenía la cabeza apoyada en una esquina del sofá y podía respirar su olor, podía concentrarme en él con los ojos semicerrados, tratando de llenar la habitación de un ambiente sexual irresistible. Pero no creía excesivamente en él, era únicamente un pequeño ejercicio cerebral que producía imágenes, como la de una chica abriéndose de piernas con la ayuda de las dos manos.
Hacia las dos se levantó suspirando y me deseó buenas noches. Vale, le dije, no puedo levantarme tarde mañana, y mientras ella subía al piso superior me estiré como pude. Logré levantar el yeso tres centímetros.
Di unas cuantas vueltas por la habitación antes de decidirme a desplegar el sofá; tenía pereza y sentía la cabeza un poco pesada. Pensé que sería bueno poner un rato la cabeza debajo del grifo antes de acostarme, a lo mejor me aireaba las ideas. Así que subí en busca de refresco.
Abrí el grifo y me vi en el espejo. Tenía verdaderamente una cara espantosa. No me entretuve y dejé la cabeza debajo del grifo al menos durante cinco minutos, para ver si barría con todo eso. A continuación me erguí y cogí una toalla. Miré de nuevo al espejo y vi que Annie estaba de pie, detrás de mí. Llevaba una camiseta blanca que le llegaba justo encima de las rodillas. Me sequé la cabeza.
– Eres un cerdo -me dijo-, pero, ¿puedo tener confianza en ti?
– Yo qué sé. Depende.
– No quiero estar sola. Estoy segura de que no conseguiría dormir. Siempre te he considerado como una especie de hermano -añadió.
– Por supuesto -dije yo.
– ¿Crees que podrías pasar la noche a mi lado sin hacer tonterías?
– Estoy demasiado reventado para hacer nada de nada -le contesté.
Asintió lentamente con la cabeza sin dejar de mirarme y luego caminó hacia su habitación.
La seguí. Nos estiramos en la cama. Tal vez yo fuera un cerdo, pero no me quité los pantalones. Había una pequeña lámpara encendida en el suelo. Daba una luz suave.
– ¿Te molesta que la deje encendida?
– No, no me importa -dije.
Coloqué mi brazo válido debajo de la cabeza. El otro debía de estar por cualquier parte, encima de la cama. Miramos el techo. Nos quedamos un buen rato así, y creo que ya había conseguido no pensar en nada cuando ella se volvió bruscamente hacia mí y apoyó la cabeza en mi hombro. No dije nada. Contuve la respiración.
– No es lo que te imaginas -dijo.
– Ya lo sé.
En realidad, lo único que sabía era que una chica viva estaba pegada a mí. Desplegué lentamente mi brazo y la apreté con suavidad; imagino que un hermano habría hecho algo por el estilo. Se dejó hacer. Nos quedamos un momento inmóviles y luego empecé a moverme casi imperceptiblemente. Parecía que estuviéramos en una barca con el mar en calma. Empecé a notar seriamente que sus tetas se aplastaban contra mi cuerpo. Seguí más y más y más, durante siglos, y me parece que ninguno de los dos sabía exactamente qué hacíamos. Por fin me lancé francamente. Restregaba su pecho contra mí sin que pudiera quedar la menor duda acerca de lo que estaba haciendo. Ella también parecía bastante excitada, pero no me tocaba, tenía las manos apretadas la una contra la otra. Estábamos totalmente derrengados los dos: el alcohol, el cansancio, la soledad; el tiempo había dejado de pasar y la corriente n había abandonado por un momento en la orilla. La cosa tenía que degenerar forzosamente, yo no podía hacer nada por evitarlo. Nunca me he creído tan hacha como para ir contra la voluntad de los dioses.
Le arremangué la camiseta y ella se tapó los ojos con un brazo. Llevaba unas bragas blancas. Mantenía las piernas juntas.
– No podría -murmuró-. Sabes perfectamente que no podría…
Besé sus pechos uno tras otro. Ella los tendía hacia mí lanzando breves gemidos. Aspiraba sus pezones, se los mordisqueaba, los apretaba entre mis labios; los lamí y los chupé como un loco y, con toda la suavidad que me fue posible, deslicé la mano debajo de su vientre. Necesitaba romperle el cerebro en mil pedacitos para conseguir algo, necesitaba que olvidara que era un hombre quien estaba con ella, un hombre quien recorría su piel con dedos nerviosos. Deslicé la mano bajo el elástico pero fue imposible hacerle abrir las piernas. Yo estaba de rodillas y el yeso me estorbaba. Empezaba a sudar. Su pecho centelleaba a causa de la saliva y su boca estaba abierta. Mientras trataba de meterle un dedo en la raja me incliné sobre su oreja:
– ¿Por qué? -dije en voz baja.
– No puedo explicártelo.
Conseguí deslizar mi dedo y acariciarle el botón dos o tres veces. No separó las piernas, pero sentí que ya no las mantenía apretadas. La acaricié suavemente. Al cabo de un minuto, me asió la mano. Colocó mi dedo en el lugar preciso, puso su mano encima de la mía y marcó el ritmo adecuado. Durante todo aquel rato mantuvo el brazo sobre los ojos. No me miró ni una sola vez. Pero al menos eso podía entenderlo.
Empezó a gozar y dobló las rodillas sobre el vientre, y no detuvo el movimiento de mi mano hasta que se encontró replegada sobre sí misma, como un trozo de plástico arrugado por las llamas. Luego se volvió hacia el otro lado sin decir ni una palabra. Yo estaba empapado en sudor. Le puse la mano en el hombro y ella se contrajo.
– No intentes metérmela, por favor -murmuró.
– No -dije yo.
– Estoy completamente borracha -añadió.
– Yo también -dije.
– Quiero que olvidemos esto, que lo olvidemos los dos.
Su hombro era blanco y liso como la cascara de un huevo. Retiré la mano.
– De acuerdo, que duermas bien -le dije.
Al día siguiente, por la mañana, no sé qué milagro ocurrió pero me desperté temprano. Todo el mundo estaba durmiendo. Me tomé un café a toda velocidad y volví a casa. A las ocho en punto, Gladys llamó a la puerta. OOOoohhh, exclamó al verme.
– Es exactamnente lo que se llama morder el polvo -le dije.
Tenía aspecto de estar de buen humor, más fresca y más relajada que la semana anterior. Llevaba una especie de pantalón de tubo a cuadros blancos y negros realmente espantoso, y parecía menos maquillada.
– Para ser un escritor, tiene usted un aire realmente curioso.
Pero empiezo a acostumbrarme.
Preparé café en la cocina. Era una hermosa mañana.
– Si todo va bien, habremos terminado antes del fin de semana -le dije.
Encendió un largo cigarrillo mentolado, lo que me alegraba el corazón. Me acerqué a la ventana, la playa estaba completamente desierta y no había ni una gaviota en el cielo. Era relajante.
– ¿Puedo hablarle con franqueza? -me preguntó.
Quise volverme hacia ella, pero no pude arrancarme de mi contemplación.
– Evidentemente -le dije.
– Es acerca de su libro, lo he estado pensando durante el fin de semana. Es como si usted se negara a ir hasta el fondo de las cosas.
– Sí, no creo que mis lectores sean unos imbéciles. No tengo ganas de llevarlos de la mano.
Igualmente podría haber escupido al cielo, porque siguió en su ataque:
– Me parece que hay ciertas ideas que podría haber desarrollado más, que podría haber ahondado en algunos personajes, haber aislado algunos temas fundamentales…
Seguí mirando al exterior y la sensación de vacío que se des prendía del conjunto empezaba a invadirme. Siempre lo mismo…
– Oiga, mire -le dije-, no me siento investido de una misión sagrada. Y ya no estoy en la escuela. Hay tipos capaces de hacerte seguir durante cuatrocientas o quinientas páginas la lenta evolución de un alma y de ponerte una habitación patas arriba sin dejar nada al azar. Pero yo no tengo nada que ver con todo eso, no me obsesiono por los detalles. Prefiero emplear proyectores y dejarlo todo otra vez en sombras. Trato de tragarme de nuevo mis vómitos.
Permaneció un segundo silenciosa a mi espalda, creí que se había volatilizado.
– Crear es estallar -dijo ella.
– No lo sé, nunca me he planteado esa cuestión.
Siguió un rato diciendo tonterías sobre la creación, y citó a varios autores que yo había colocado más bien entre las filas de los psiquiatras y de los plastas. Pero había dejado de escucharla, nunca he podido mantener una conversación de ese tipo durante más de cinco minutos, y eso cuando estoy en forma… Debe ser por eso que no tengo demasiados amigos en el Mundo de las Letras. Jamás he acabado de entender a dónde querían ir a parar esos tipos. En mi caso, al menos estaba claro: no quería ir a parar a ningún lado. Soy el único escritor que pide a sus lectores que tengan los ojos vendados.
Esperé a que se calmara un poco y me bebí tranquilamente mi café. Suspiré ante la idea del trabajo que teníamos por delante. Creí que ya lo había soltado todo, pero tuvo que hacer una última consideración acerca de mi estilo. Y eso me horroriza.
– Oiga -le dije-, no sé nada de argot, apenas he oído hablar de eso. Y tampoco empleo todas esas expresiones de moda ni el vocabulario gilipollas que las acompaña. Seguramente soy uno de los últimos autores clásicos con vida.
– Vaya, no se conforma con poco, ¿eh?
– Pues así es -le dije-. Y nadie la obliga a creerme.
– No tiene por qué irritarse -comentó ella.
– No estoy irritado. Pero he pasado la noche casi en blanco y no he podido descansar realmente durante estos dos días.
– Ya.
– Si le parece bien, podemos empezar -le dije.
Seguí estrujándome hasta la caída de la tarde. Cuando se fue hice mi numerito de payaso bajo la ducha, con ese puto yeso que era imprescindible mantener seco y con la pastilla de jabón que salía disparada en todas direcciones. Luego me afeité. Tardé horas al tener que hacerlo con una sola mano y el resultado no fue tan terrible. Salí a comprar algunas cosas, y al volver me instalé delante de la tele y vi un documental sobre la vida en el interior de una gota de agua. Terrorífico. Fui a tomarme un bourbon con coca-cola.
Estuve ordenando y encontré una camiseta de Nina. No me cogió de nuevo, pero en cualquier caso le corté una manga con unas tijeras y me la puse. Era una camiseta rosa con lentejuelas que me quedaba bastante estrecha, pero no quería negarme ese pequeño placer. Me sentía relajado, con el espíritu fresco como una fuente manando al sol. Me sentía bien dentro de mi piel.
Había casi luna llena y se veía bastante bien dentro de la habitación, incluso con las luces apagadas. Me estiré en la cama para fumarme un cigarrillo. Era un momento de paz muy agradable y el silencio era perfecto. En esos momentos uno es realmente invulnerable.
– Eh, Djian -murmuré-, ¿sigues ahí, Orfeo de ambos?