27

Ooooohhhh -lanzó Gladys.

– ¿Qué le "pasa? -pregunté yo.

– Tengo la impresión de que no voy a poder respirar.

– Es normal. Es lo que buscaba. Tuve ganas de dar un pequeño sprint al final. ¿Le ha gustado?

Se separó de la máquina y cruzó las manos por detrás de la cabeza. Tenía las mejillas coloreadas.

– Reconozco que no carece de aliento -dijo.

– Gracias -le contesté.

Fui a la cocina y destapé dos cervezas. Le tendí una.

– Estoy encantado de haber trabajado con usted -comenté.

– Yo también. Me ha gustado -contestó.

Levantamos nuestros vasos. No estaba totalmente seguro de haberle aportado algo como escritor, pero como bebedor de cerveza había hecho un buen trabajo. Metí el original en una caja de cartón y le di tres vueltas con «cello». No quise su ayuda en esa labor. Quería encargarme personalmente, por razones sentimentales. No era un paquete bonito, pero era lo mejor que podía hacer con una sola mano. Se lo entregué de manera un tanto formal:

– Aquí lo tiene -le dije-. Y sea prudente, trate de que no se la lleve un huracán.

Sonrió. La acompañé hasta la puerta y estuve mirando cómo se alejaba con el paquete bajo el brazo. Ciao, baby, murmuré, y durante el tiempo que dura un relámpago me sentí un hombre libre.


Durante los días siguientes me encontré totalmente vacío. Pero siempre me ocurría cuando terminaba un libro, y no me inquieté. Me dejaba embarcar en cualquier tontería, en salidas estúpidas o en veladas lamentables. A veces tenía la impresión de despertarme sobresaltado y me encontraba en casa de éste o de aquél con una sonrisa imbécil en los labios y me preguntaba cómo había llegado hasta allí y qué demonios estaba haciendo. Pero no me comía excesivamente el coco, me bastaba con reconocer dos o tres caras que me fueran familiares para deslizarme otra vez hasta la más completa indiferencia. Especialmente, no lograba interesarme por mí. Me sentía tan digno de atención como una muñeca hinchable. Y, no obstante, esa consideración no me sumía en delirios mórbidos o en estados particularmente depresivos. No, la cosa iba pasando más o menos bien, y la verdad es que me importaba muy poco. Vivía, respiraba y funcionaba como cualquier otra persona, y me daba completamente igual pensar que yo no era nada. Lo contrario nunca me había hecho feliz. Estaba más vivo, de acuerdo, pero no era más feliz. Y además sabía que no podía durar, a fuerza de flotar uno acaba llegando a algún lado. Era normal no ver nada cuando el río se hundía bajo tierra, pero uno podía esperar que saliera a la luz de un momento a otro.

Una mañana, estaba hurgándome en el interior del yeso con una regla de plástico, cuando oí un concierto de bocinas y golpearon violentamente a mi puerta. Fui a abrir. Era Marc. Eché una ojeada por encima de su hombro y vi una docena de coches alineados a lo largo de la acera, en doble fila, con gente que se agitaba dentro. El tiempo era nuboso.

– Bueno, ¿qué? -me dijo-. ¿Aún no estás listo?

– ¿Qué?

– Venga, date prisa. ¡Sólo faltas tú!

– ¿Qué es todo este cachondeo? -le pregunté.

Me miró frunciendo el ceño:

– Lo sabes perfectamente -me dijo-. Vamos a casa de Z. No me digas que lo habías olvidado…

– Claro que no -le dije.

De golpe, toda la historia me vino a la memoria. Sí, sí, aquel condenado Z., no podía soportarlo pero ahora me acordaba. Habíamos quedado dos días antes, sí, claro que sí, debía de estar medio volado cuando acepté. El viejo Z., el mamón aquel sin alma, que paría novelas en tres semanas y que tiraba regularmente trescientos mil ejemplares. Recordaba que la cuestión era pasar el día en su casa y que nos reservaba una sorpresa. Mientras me ponía una camisa, me dije de todo. Posiblemente, en aquel momento consideraba que la vida carecía de sabor y que todo me daba igual, pero la verdad es que las cosas tienen un límite. Z. era un tipo que conseguía ponerme nervioso al cabo de un segundo de verlo.

Al salir a la calle, saludé a los coches que esperaban; parecía que estuviera todo el mundo. No hacía mucho calor, me eché la cazadora al hombro antes de entrar en mi coche y a continuación la gran salchicha multicolor se puso en marcha.

Z. vivía en una casa grande y muy semejante a sus libros, de una pesadez espantosa y sin ningún tipo de interés, pero tenía ochenta o noventa hectáreas alrededor que no eran desdeñables en absoluto. Z. tenía un público formidable.

Nos esperaba de pie sobre la escalinata de entrada, con su sonrisa inimitable. Dentro había bebida y algo para ir hincando el diente. Me mantuve lo más alejado posible de aquel tipo y charlé un poco con Yan y algunos más, hasta que alguien pidió silencio. No necesité girarme para saber quién era.

– Bien -dijo-, os había prometido una sorpresa, ¿no? Pues he preparado una especie de pequeño juego por equipos…

Escondí la boca detrás de mi mano.

– ¡Formidable! -grité.

– A ver, Djian, por favor… Mi última novela saldrá la semana que viene y ofrezco una caja de botellas de champaña al equipo ganador.

Todo el mundo se precipitó hacia el exterior, mientras que yo me entretenía un poco junto a la comida. Cuando bajé la escalinata todos los equipos estaban formados. Sólo quedaba una chica de ochenta kilos, que parecía bailar apoyándose alternativamente sobre un pie y sobre el otro. Me acerqué a ella.

– ¿Qué hay que hacer exactamente? -le pregunté.

– Bueno, le va a entregar un sobre a cada equipo y dentro estarán las instrucciones que permitirán encontrar el punto de cita. Me parece que tienen que pasarse tres pruebas cada vez…

– Este tipo es realmente genial -comenté.

Z. montaba una pequeña moto todo terreno. Miró a todo el grupo con una sonrisa diabólica y arrancó a todo gas. Todos los equipos abrieron finalmente su sobre. Mi compañera iba a hacer lo mismo pero la detuve.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté.

– Elise.

– Bueno, mira, Elise, no vamos a estar fastidiándonos con sus adivinanzas imbéciles. Sólo por el ruido del motor imagino dónde está. Sigúeme.

Nos dirigimos hacia un pequeño bosque mientras los demás salían en todas direcciones. Resultado: llegamos los últimos y todo el mundo nos esperaba con una sonrisa en los labios. En cualquier caso, nunca he sido un fanático del champaña.

– Bueno, Djian -comentó Z.-, ¿qué te ha pasado…?

No le contesté. Garabateó no sé qué en una libretita.

– Hay una pequeña prueba de recuperación -continuó-. Te descontaré cinco minutos si consigues enhebrar tres agujas en menos de treinta segundos.

– ¿Y si no lo consigo? -pregunté.

Miró mi brazo enyesado con aire satisfecho y le brilló la mirada:

– ¡Diez minutos de penalización!

– Pues súmame los diez minutos. ¡Qué juegos tan divertidos, ¿verdad?!

Estuvo a punto de abrir la boca pero se contuvo en el último instante. Irritado, me endilgó los diez minutos de un plumazo.

Luego distribuyó más sobres y se largó. Al cabo de un momento me encontré solo con Elise. Mordisqueé una brizna de hierba mientras miraba correr las nubes.

– Venga, vamos -dije.

– ¿Ni siquiera vamos a mirar lo que hay en el sobre? -me preguntó ella.

– Jamás he logrado leer una sola línea escrita por ese tipo -dije.

Como Elise tenía frío, le pasé mi cazadora. Nos paseamos un rato por el campo y de pura suerte nos encontramos con los demás.

– ¿Estáis aquí desde hace mucho rato? -pregunté. Z. no estaba para bromas.

– Bien -me dijo-, tienes treinta segundos para responder a la siguiente pregunta: ¿qué es el cero absoluto?

Me rasqué la nunca sonriendo:

– ¿Es obligatorio contestar? -le pregunté.

Se miró los pies y se puso pálido.

– Tienes otra penalización -dijo.

Bueno, este tipo de gilipolladas duró una parte de la tarde y permitió que respiráramos una buena dosis de aire puro. En cualquier caso era mejor que estar encerrados, es decir, mejor que estar encerrados CON ÉL. Pese a todo, fui el primero en la última etapa; estaba harto y le propuse a Elise que regresáramos a la casa para esperar tranquilamente a que acabara el juego. Cuando llegamos al patio, encontramos a Z. sentado en su moto y ocupado en limarse las uñas. Se sorprendió al vernos.

– Vaya, eh… ¿Y cómo lo habéis logrado?

– Cuestión de olfato -dije yo.

Estaba visiblemente incómodo para encontrarse frente a frente conmigo. Y era bastante divertido porque en realidad él era el escritor famoso, el tipo que firmaba autógrafos en la calle, que comía con su banquero y que vendía sus estados de ánimo en los grandes almacenes. Era él de quien hablaban, el autor más interesante de los últimos diez años. Pero se sentía incómodo delante de mí y yo lo entendía, se encontraba un poco en la situación de un tipo vestido con esmoquin blanco y que tiene que descargar sacos de carbón: no se hallaba en su elemento.

Como el silencio era demasiado espeso para su gusto, se puso a hojear nerviosamente su libreta.

– De todas maneras llevas excesivo retraso -dijo-. No tienes ninguna oportunidad.

Precisamente en aquel momento empezaron a llegar los demás. Z. recuperó la sonrisa.

– No -añadió-, empezaste en serio un poco tarde…

Saltó de su máquina para hacer pasar la última serie de pruebas. Al final, se volvió hacia mí:

– Al menos, la del honor -dijo.

– Ah, de acuerdo, con eso no admito bromas -dije.

Los otros estaban a nuestro alrededor y charlaban. Z. elevó el tono de voz:

– Por cierto, me he enterado de que pronto va a salir lo tuyo, ¿no?

– Sí -dije yo.

– Y sigues con ese estilo un poco… ¿cómo decirlo…?, ¿un poco especial?

Su sonrisa iba de oreja a oreja.

– Bueno, a ver, ¿de qué va tu prueba? -le pregunté.

– No temas. Es una cosa que puedes hacer fácilmente. No voy a pedirte que escribas una frase correctamente. No pido cosas imposibles.

Era evidente que sentía un inmenso placer diciendo esas tonterías, sin duda acababa de recordar que era él quien hacía y deshacía. Colocó en el suelo un cubo pequeño, a unos diez metros de mí, y me dio una bola de madera, bastante pesada, como para jugar al croquet.

– Trata de meterla en el cubo -me dijo.

– ¿Con la mano izquierda?

– Ah, bueno… Espera, buscaré algo que esté más acorde con tus habilidades.

Entró en la casa y al cabo de un segundo volvió a salir con una cubeta de plástico de casi un metro de lado. Muy divertido, la cambió por el cubo.

– ¿Crees que así podrás?

– Yo qué sé.

– Eres un tipo divertido -dijo-. Siempre me has hecho reír, sobre todo con tus libros.

Apunté tranquilamente a la cubeta. Soy muy torpe con la mano izquierda y fallé, la bola se fue más lejos. Se rió nerviosamente. Era más alto que yo y me pasó el brazo por los hombros.

– Bueno, muchacho, tengo la impresión de que has hecho lo que has podido. Pero, ya ves, no basta.

En aquel momento, él no estaba en absoluto atento, se reía mirando los árboles, y pude cogerlo por sorpresa. Lo agarré por el cuello, lo acerqué hacia mí y lo besé furiosamente en la boca. Dio tal salto que estuvo a punto de caerse sobre la gravilla blanca. Se salvó por un pelo. Era un verdadero acróbata el tal Z.

Me largué. Estaba a punto de entrar en mi coche cuando lo oí gritar a mi espalda:

– ¡Me cago en la puta! ¡Ese tipo está completamente zafado!

Me limpié metódicamente la boca y me instalé al volante. Iba a arrancar cuando vi que Elise venía corriendo.

– Oh, ibas a olvidarte de tu cazadora -dijo.

La cogí por la ventanilla.

– Gracias -le dije-. Espero que no me guardes rencor por haberte hecho perder una caja de champaña.

– No, claro que no… No es que formáramos precisamente un equipo formidable nosotros dos, ¿verdad?

La miré alejarse antes de encender el motor.

– Es verdad -murmuré-, no formábamos un equipo formidable.

Desde el momento en que estuve solo en la carretera, sentí una impresión extraña, como si el coche se llenara de un gas muy sutil y ligeramente embriagador, y mi cuerpo supiera perfectamente lo que tenía que hacer y dejara fuera a mi alma. Además, iba directamente hacia una puesta de sol, y unas hojas de oro se pegaban al parabrisas y temblaban con el viento. Era algo como para poner de rodillas a cualquier tío mínimamente normal, había azules pálidos y tiras de frambuesas aplastadas; era como para sentirse a punto de volver a aprenderlo todo. No tenía más que echar una ojeada a mi estómago, para saber que ya estaba sumergido en un baño de oro líquido.

Conocía ese estado. Me sucedía a menudo cuando empezaba a escribir. Pasaba primero por una fase de imbecilidad total, después notaba ese calor y sentía que mi espíritu quedaba liberado, y sólo en aquel momento podía empezar; era como si me encontrara en medio de un desierto ardiente. Cogí fuertemente el volante y me dejé ir levantando un poco el pie del acelerador. Hermoso final para un día, pensé, y lo segundo que me pasó por la cabeza fue la última frase que había pronunciado Elise. Había dicho que no formábamos un buen equipo y aquellas palabras resonaban en mi cabeza como un disco rayado, ¡NO FORMAMOS UN EQUIPO FORMIDABLE!, ¡¡¡NO FORMAMOS UN EQUIPO FORMIDABLE!!!, ¡¡¡ESTO NO PUEDE FUNCIONAR!!!

Ahora mi novela estaba terminada. Yo era un poco como un tipo que ha sido lanzado a una playa y que entorna los ojos ante la claridad de la mañana. ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Cómo reconocer cualquier cosa en la niebla? ¿Por qué me había detenido en medio del camino? Tardé un rato en comprender que estaba totalmente obligado a reconocer que debía a Nina los mejores momentos de mi vida. Estaba llegando a la edad en que uno empieza a mirar hacia atrás, y a sentirse nervioso ante la idea de haber olvidado algo. Peor para mí si todo aquello era una tontería. Recordaba algunos momentos con Nina en los que su sola presencia me producía el mismo efecto que hallarme en un fumadero de opio, con rayos de sol clavados como lanzas a través de los postigos cerrados.

Durante todo el camino de vuelta pensé más o menos en ella. Casi me dejé convencer de que había llegado el momento de hacer algo. Pero los dados ya habían rodado en la sombra. Comí en un autoservicio que encontré por el camino. Estaba iluminado de una forma inverosímil y yo tenía incluso conciencia de los menores objetos que había en la sala. Seguramente nadie se había dado cuenta de mi presencia. Comí una cosa deliciosa cubierta con salsa de tomate.

Cuando volví a casa, estaba en una forma espléndida. Abrí la puerta de aquel pequeño apartamento astroso, como si acabaran de comunicarme que había obtenido todos los premios del año y todos los tipos se dieran codazos para firmarme cheques. Me acosté, pero no pude cerrar los ojos hasta el amanecer. Me sentía tan excitado como el día que precede a un viaje. Era imposible meterme en la cabeza que ya estaba en camino, y tiraba de las sábanas en todas direcciones. Era para destornillarse.


A la mañana siguiente salté al coche y volé hacia su casa. Por mucho que pasara revista a todo lo imaginable, era incapaz de saber qué iba a poder explicarle. La idea de que pudiera darme con la puerta en las narices ni siquiera se me ocurría o, en cualquier caso, la ahuyentaba rápidamente, y lograba que se deslizara de inmediato una sonrisa entre sus labios.

Cuando una vecina me dijo que Nina había dejado su apartamento desde hacía bastante tiempo, me quedé plantado como un gilipollas delante de la puerta. Luego troté hasta el bar más cercano y llamé por teléfono a casi todo el mundo, sosteniendo el listín con mi yeso.

Su ex marido no sabía nada y colgó suspirando. Llamé a todos los que de cerca o de lejos podían haber estado en contacto con ella, pero no logré ni el menor indicio. Era como si nunca hubiera existido. Hablé también con Yan, y me dijo que daría voces. -Podías haberlo pensado un poco antes -me dijo. -Bueno, tampoco es cuestión de vida o muerte -le dije-. No estoy a punto de abrirme las venas. -Entonces, ya vale -me dijo. -Pero date prisa igualmente.

– Por cierto, ni vale la pena que te diga que a Z. le ha cogido un rencor mortal hacia ti.

– Me alegra saber que no dejo insensible a ese hijo de puta. A la vuelta, me detuve en la tienda del italiano. Compré dos raciones de lasaña y, pese al aire fresco, me obsequié con un helado al salir. Me senté en un banco con el paquete aceitoso apoyado en las rodillas y chupé con aire soñador, de espaldas a las ráfagas de viento.

Estuve durante tres días en el mayor de los silencios. Recibí las pruebas de mi libro y pude hacer algunas correcciones en una calma repugnante. Casi tenía la sensación de que aquello había sido escrito por otro. Tan lejano me parecía.

Una mañana, sonó el teléfono de forma inhabitual. Era Yan, que finalmente tenía algo concreto. Me instalé en el silón.

– Venga, suéltalo ya -le dije.

– ¿Sabes?, es una chica que viene al bar de vez en cuando -dijo-. Parece que Nina está en casa de una amiga suya, a un centenar de kilómetros de aquí, siguiendo la costa…

– ¿Dónde? -pregunté.

– Será mejor que cojas un lápiz -me aconsejó.

Cogí lo necesario para escribir y me ayudó a trazar un plano con los nombres de los poblachos, el número que les ponían a las carreteras y algunos detalles folklóricos en los que tenía que fijarme. Parecía un mensaje cifrado para llegar a la Cámara Sepulcral.

– No puedes equivocarte a menos que lo hagas a propósito.

– ¿Sabes detalles? -le pregunté.

– Creo que la tía en cuestión tiene una tienda de ropa y que Nina le echa una mano. ¿Tienes intención de ir? -me preguntó.

– No, seguramente voy a quedarme en la cama mordiéndome los pulgares…

– ¿Y tu yeso?

– Van a quitármelo un día de esta semana -le dije.


Después de esta llamada, volví a la cama. Pensaba estar estirado menos de una hora, pero me quedé dormido. Tenía los ojos cerrados y oía el canto de las gaviotas afuera, no pensaba en nada más y caí redondo sin darme cuenta. ¿Qué son treinta y cuatro años? Nada. Yo era verdaderamente joven, y era normal que durmiera mucho; era aún una especie de bebé. Lo siento mucho, estoy seguro de que habría podido echarle un pulso a un tipo de veinte años o que podría haber hecho cualquier cosa que no exigiera demasiado resuello. Bueno, sea como fuere, cuando me desperté ya era de noche.

Era el límite. Aún podían verse grandes nubes oscuras que se deslizaban rápidamente por el cielo como submarinos atómicos. Me levanté de golpe. Tenía frío. Encendí todas las luces y me puse mi cazadora. Durante el invierno ese puto apartamento iba a convertirse en una nevera feroz. Comí algo mientras me tomaba dos o tres cafés ardiendo. Tenía la impresión de que iba a salir el sol y apenas acababa de anochecer. En realidad creo que habría preferido que amaneciera, pero tenía que tomar las cartas que había recibido, y eso me dio ganas de bostezar.

El tiempo de dar unas cuantas vueltas sin sentido, de tomarme una cerveza y de poner en orden unas cuantas cosas, aunque se tratara de una batalla perdida de antemano, porque hay cosas que NUNCA van a encontrar su verdadero lugar. El tiempo de que los altavoces anuncien la señal de partida y pongan en marcha mi cerebro. Ya eran las nueve de la noche. Comprobé el gas antes de salir y di un portazo. Aún se veía un pedazo grande de luna, hacía buen tiempo y el viento dominante era del Este, fuerza cinco.

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