21. «Dar carbón en la nieve»

Mis hermanos y mis amigos (1967-1968)

Durante 1967 y 1968, Mao luchó por afianzar su sistema de poder personal y mantuvo a sus víctimas -entre ellas mis padres- en un estado de incertidumbre y sufrimiento. La angustia humana no le preocupaba. La existencia de la gente no se justificaba sino como medio para ayudarle a conseguir sus planes estratégicos. Su propósito, no obstante, no era el de llevar a cabo un genocidio, y mi familia, al igual que otras muchas víctimas, no se vio deliberadamente desprovista de alimentos. Mis padres continuaron recibiendo sus salarios todos los meses a pesar de que no sólo no estaban realizando trabajo alguno sino que estaban siendo denunciados y atormentados. La cantina principal del complejo funcionaba normalmente para permitir a los Rebeldes continuar con su revolución, y también nosotros, al igual que las familias de otros seguidores del capitalismo, podíamos obtener comida. Disfrutábamos de las mismas raciones estatales que el resto de los habitantes de las ciudades.

La revolución mantenía a gran parte de la población urbana en estado de espera. Mao quería que los habitantes lucharan, pero también que vivieran. Así, procuraba proteger a su inapreciable primer ministro Zhou Enlai para que mantuviera el funcionamiento normal de la economía. Sabía que necesitaba contar con otro administrador de calidad como reserva en caso de que algo le ocurriera a Zhou, por lo que mantuvo a Deng Xiaoping relativamente a salvo. No podía permitir que el país se derrumbara totalmente.

A medida que avanzaba la revolución, sin embargo, grandes sectores de la economía se paralizaron. La población urbana crecía en decenas de millones de personas, pero en las ciudades apenas se construían nuevas viviendas e instalaciones. Casi todo -desde la sal, la pasta de dientes y el papel higiénico hasta los alimentos y la ropa- hubo de ser racionado o desapareció por completo. En Chengdu faltó el azúcar durante un año, v durante seis meses fue imposible obtener una sola pastilla de jabón.

La escolarización se interrumpió a partir de junio de 1966. Los maestros o bien habían sido denunciados o bien estaban ocupados en la organización de sus propios grupos Rebeldes. La falta de escuelas implicaba la falta de control aunque, ¿qué podíamos hacer con nuestra libertad? Prácticamente no había libros, ni música, ni cine, ni teatro, ni museos ni casas de té; no había modo de mantenerse ocupado con excepción de los naipes, los cuales, a pesar de no haber sido oficialmente aprobados, comenzaron a reaparecer con gran cautela. A diferencia de lo sucedido en numerosas revoluciones, en la de Mao apenas había nada que hacer. Ni que decir tiene que la Guardia Roja se convirtió en la ocupación constante de numerosos jóvenes. El único modo en que éstos podían dar rienda suelta a su energía y su frustración consistía en celebrar violentas denuncias y enzarzarse en batallas físicas y verbales los unos con los otros.

El alistamiento en la Guardia Roja no era obligatorio. Tras la desintegración del sistema del Partido el control de los individuos se había relajado, y a la mayor parte de los habitantes se los dejaba en paz. Muchas personas se limitaban a permanecer ociosas en sus hogares, lo que entre otras cosas tenía como resultado el estallido de frecuentes rencillas. La amabilidad y cortesía de los días anteriores a la Revolución Cultural se vieron sustituidas por una actitud de hosquedad generalizada. Las discusiones callejeras con tenderos, conductores de autobús y peatones comenzaron a ser algo corriente. Otra de las consecuencias fue una explosión demográfica resultante de la falta de control sobre la natalidad. Durante la Revolución Cultural, la población china se incrementó en doscientos millones de personas.

A finales de 1966, mis hermanos adolescentes y yo habíamos decidido que estábamos hartos de ser guardias rojos. Se esperaba de los hijos de familias condenadas que «trazaran una línea» entre ellos y sus progenitores, y muchos de ellos lo hicieron. Una de las hijas del presidente Liu Shaoqui se dedicó a escribir carteles murales «desenmascarando» a su padre. Conocí a niños que se cambiaron el apellido para demostrar que repudiaban a sus padres, otros que se negaron a visitar a sus padres detenidos y algunos que incluso se prestaron a participar en asambleas de denuncia contra los mismos.

En cierta ocasión, durante la época en que estaba siendo sometida a fuertes presiones para divorciarse de mi padre, mi madre nos preguntó nuestra opinión. Permanecer a su lado significaba que podíamos convertirnos en negros, y todos habíamos sido testigos de los tormentos y la discriminación que éstos sufrían. Sin embargo, todos dijimos que nos mantendríamos junto a él ocurriera lo que ocurriese. Mi madre afirmó que le alegraba y enorgullecía nuestra decisión, y la devoción que sentíamos por nuestros padres se vio incrementada por nuestra empatia con sus sufrimientos, nuestra admiración hacia su integridad y valentía y el odio que sentíamos por sus torturadores. Así, llegamos a experimentar una nueva forma de respeto y de amor hacia ambos.

Crecimos con rapidez. Entre nosotros no había rivalidades, rencillas o resentimientos. Carecíamos de los problemas -así como de los placeres- propios de nuestra edad. La Revolución Cultural destruyó la adolescencia normal de los jóvenes, con todos sus obstáculos, e hizo de nosotros personas adultas y prudentes antes de superar nuestra primera juventud.

A la edad de catorce años, el amor que sentía hacia mis padres poseía una intensidad que hubiera sido imposible en circunstancias normales. Mi vida giraba por entero en torno a ellos. En las escasas ocasiones en que ambos estaban en casa solía estudiar sus estados de humor e intentaba proporcionarles una compañía alegre. Cuando estaban detenidos acudía una y otra vez a los desdeñosos Rebeldes y solicitaba que me fuera permitido visitarles. Algunas veces se me autorizaba para sentarme durante unos minutos y hablar con alguno de ellos en presencia de un guardián, y yo aprovechaba para decirles cuánto los amaba. Llegué a ser bien conocida entre los antiguos miembros del Gobierno de Sichuan y del Distrito Oriental de Chengdu, y constituía una constante fuente de irritación para los verdugos de mis padres, quienes me detestaban por no mostrar temor ante ellos. En cierta ocasión, la señora Shau gritó que «la estaba traspasando con la mirada». Enfurecidos, inventaron la acusación de que el Chengdu Rojo había proporcionado tratamiento a mi padre debido a que yo me había servido de mi cuerpo para seducir a Yong.

Aparte de hacer compañía a mis padres, solía pasar la mayor parte del abundante tiempo libre de que disponía con mis amigos. Después de regresar de Pekín, en diciembre de 1966, pasé un mes en una fábrica de mantenimiento de aviones situada en las afueras de Chengdu en compañía de Llenita y de una amiga suya llamada Ching-ching. Necesitábamos algo en lo que ocupar el tiempo y, según Mao, lo más importante que podíamos hacer era acudir a las fábricas y despertar el nacimiento de nuevas acciones rebeldes contra los seguidores del capitalismo. Las agitaciones estaban invadiendo la industria con demasiada lentitud para el gusto del líder.

Sin embargo, la única acción que nosotras despertamos fue la atención de algunos jóvenes pertenecientes al entonces ya desaparecido equipo de baloncesto de la fábrica. Pasábamos mucho tiempo paseando juntos por senderos campestres y disfrutando del intenso aroma vespertino de los primeros capullos de las judías silvestres. No obstante, no tardé en regresar a casa ante el empeoramiento de las condiciones de mis padres, dejando atrás de una vez por todas las órdenes de Mao y mi participación en la Revolución Cultural.

Mi amistad con Llenita, Ching-ching y los jugadores de baloncesto perduró. En nuestro círculo estaban también mi hermana Xiao-hong y diversas muchachas de mi escuela, todas ellas mayores que yo. Solíamos vernos con frecuencia en casa de alguna de nosotras, donde nos pasábamos el día entero -y a veces la noche- a falta de otra cosa que hacer.

Sosteníamos interminables discusiones acerca de a qué jugador gustábamos cada una de nosotras. Nuestras especulaciones solían girar en torno al capitán del equipo, un apuesto joven de diecinueve años llamado Sai. Las muchachas dudaban quién le gustaba más, si Ching-ching o yo. Se trataba de un muchacho reservado y reticente, y Ching- ching se sentía poderosamente atraída por él. Siempre que íbamos a verle solía lavarse meticulosamente la cabeza y luego peinarse sus largos cabellos; asimismo, planchaba cuidadosamente sus ropas para parecer más elegante e incluso se ponía un poco de colorete y de pintura de ojos. Las demás nos burlábamos cariñosamente de ella.

A mí también me gustaba Sai. Sentía palpitar mi corazón cada vez que pensaba en él, y a veces despertaba por la noche viendo su rostro y experimentando un calor febril. A menudo murmuraba su nombre y hablaba mentalmente con él cada vez que me sentía atemorizada o preocupada. Sin embargo, jamás revelé aquellos sentimientos ni a él ni a mis amigas; de hecho, ni siquiera los admitía ante mí misma de modo explícito, sino que me limitaba a fantasear en torno a él. Mis padres dominaban mi vida y mi pensamiento consciente, por lo que suprimía inmediatamente cualquier licencia que pudiera tomarme con respecto a mis propios asuntos como una forma de deslealtad. La Revolución Cultural me había despojado -o quizá librado- de una adolescencia normal, con sus rabietas, sus discusiones y sus novios.

Sin embargo, no era inmune a cierta vanidad. Solía coser en las rodilleras y fondillos de mis pantalones -para entonces ya de un gris desvaído- grandes retazos azules de formas abstractas teñidos con cera. Mis amigas se reían al verlos, y mi abuela, escandalizada, protestaba: «Eres la única muchacha que viste así.» Yo, sin embargo, insistía. No pretendía parecer más hermosa, pero sí diferente.

Un día, una de nuestras amigas nos dijo que sus padres, ambos distinguidos actores, se habían sentido incapaces de soportar las denuncias por más tiempo y se habían suicidado. Poco después, nos llegó la noticia de que el hermano de otra de las muchachas había hecho lo propio. El joven, estudiante de la Escuela de Aeronáutica de Pekín, había sido denunciado junto con algunos compañeros bajo la acusación de intentar organizar un partido antimaoísta. Cuando la policía acudió a arrestarle, el muchacho se arrojó desde una ventana del tercer piso. Algunos de los «conspiradores» de su grupo fueron ejecutados, y otros fueron condenados a cadena perpetua, castigos ambos habituales para cualquiera que intentara organizar alguna forma de oposición, cosa poco frecuente. Aquella clase de tragedias formaban parte de nuestra vida cotidiana.

Las familias de Llenita, Ching-ching y algunas otras no se vieron afectadas. Y todas ellas continuaron siendo amigas mías. Tampoco se vieron molestadas por los perseguidores de mis padres, quienes no podían abusar de su poder hasta ese punto. Sin embargo, seguían arriesgándose para nadar contra corriente. Mis amigas se encontraban entre los millones de personas que consideraban sagrado el código chino tradicional de lealtad: «Dar carbón en la nieve.» El hecho de contar con ellas me ayudó a superar los peores años de la Revolución Cultural.

También me proporcionaron una enorme ayuda de tipo práctico. Hacia finales de 1967 el Chengdu Rojo comenzó a atacar nuestro complejo -entonces controlado por el 26 de Agosto- y el bloque que habitábamos se convirtió en una fortaleza. Recibimos la orden de trasladarnos de nuestro apartamento, situado en el tercer piso, a unas habitaciones de la planta baja del bloque contiguo.

En aquella época, mis padres estaban detenidos. El departamento de mi padre, que normalmente se hubiera encargado de colaborar en la mudanza, se limitó en esta ocasión a darnos la orden de partir. Dado que no existían compañías de mudanza, mi familia hubiera perdido hasta las camas de no haber sido por mis amigas. Aun así, tan sólo pudimos trasladar los muebles más esenciales, dejando atrás otras cosas, como las estanterías de mi padre: apenas podíamos moverlas, y mucho menos bajarlas a lo largo de varios tramos de escaleras.

Nuestro nuevo alojamiento era un apartamento ya ocupado por los familiares de otro seguidor del capitalismo a quienes se ordenó que dejaran libre la mitad. Idéntica reorganización de viviendas estaba teniendo lugar en todo el complejo, de tal modo que pudieran utilizarse los pisos altos como puestos de mando. Mi hermana y yo compartimos una habitación. La ventana daba al entonces desierto jardín trasero, y siempre la manteníamos cerrada, ya que nada más abrirla la estancia se inundaba con el fuerte hedor procedente de las alcantarillas atascadas. Por la noche oíamos gritos de rendición procedentes del exterior de los muros del complejo, así como disparos esporádicos. Una noche me despertó el sonido de cristales rotos: una bala había entrado por la ventana para incrustarse en la pared opuesta. Curiosamente, no sentí temor alguno. Después de todos los horrores de que había sido testigo, las balas había perdido su efecto.

Para entretenerme en algo, comencé a escribir poesía siguiendo los estilos clásicos. El primer poema que me satisfizo fue escrito el día de mi décimo sexto cumpleaños, el 25 de marzo de 1968. No hubo celebración alguna, pues tanto mi padre como mi madre seguían detenidos. Aquella noche, tendida en la cama y escuchando los disparos y las escalofriantes diatribas que escupían los altavoces de los Rebeldes, alcancé un momento decisivo de mi vida: siempre se me había dicho -y yo lo había creído- que estaba viviendo en un paraíso terrenal llamado China Socialista completamente distinto del infierno del mundo capitalista. En ese instante, me pregunté: si esto es el paraíso, ¿cómo será el infierno? Decidí que quería comprobar por mí misma si, efectivamente, existía un lugar aún más azotado por el sufrimiento. Por primera vez, odié conscientemente el régimen bajo el que había vivido y deseé con todas mis fuerzas disponer de una alternativa.

Aun así, de un modo inconsciente, continuaba evitando pensar en Mao. Mao había formado parte de mi vida desde que era niña. Él era el ídolo, el dios, la inspiración. El propósito de mi vida se había formulado en su nombre. Apenas dos años antes hubiera sido feliz de morir por él y, aunque su mágico poder se había desvanecido en mi interior, aún le consideraba sagrado e infalible. Incluso entonces, no osé desafiarle.

Tal era mi estado de ánimo cuando compuse el poema. Escribí acerca de la muerte de mi pasado de adoctrinamiento e inocencia, comparándolo con hojas muertas arrancadas de un árbol por el viento y transportadas hasta un mundo del que no se regresa. Describí mi estupefacción al contemplar ese nuevo mundo, al no saber qué pensar ni cómo hacerlo. Era el poema de alguien que busca, que tantea en la oscuridad.

Lo tenía ya escrito y descansaba en la cama reflexionando acerca de él cuando oí golpes en la puerta. Por el sonido, supe que se trataba de un asalto domiciliario. Los Rebeldes de la señora Shau habían asaltado ya varias veces nuestro apartamento para llevarse «artículos burgueses de lujo» tales como los elegantes vestidos que mi abuela conservaba de la época precomunista, el abrigo rematado de piel que mi madre había traído de Manchuria y los trajes de mi padre, a pesar del hecho de que estos últimos eran todos del estilo Mao. Incluso llegaron a confiscar mis pantalones de lana. Solían venir una y otra vez en busca de «pruebas» contra mi padre, y yo ya me había acostumbrado a que revolvieran nuestra casa periódicamente.

Sentí una oleada de ansiedad al pensar en lo que podría ocurrir si veían mi poema. Al sufrir sus primeros ataques, mi padre había pedido a mi madre que quemara todos sus poemas; sabía que todo escrito -cualquier escrito- podía invertirse en contra de su autor. Mi madre, sin embargo, no logró decidirse a destruirlos todos, y conservó algunos que había escrito para ella. Aquellos poemas le costaron numerosas y brutales asambleas de denuncia.

En uno de los poemas, mi padre se burlaba de sí mismo por no haber logrado trepar a la cima de una montaña panorámica. La señora Shau y sus camaradas le acusaron de «lamentarse de su frustrada ambición de usurpar el liderazgo supremo de China».

En otro, describía su trabajo nocturno:

La luz brilla cada vez más blanca a medida que la noche se oscurece,

mi pluma vuela al encuentro del amanecer…

Los Rebeldes afirmaron que estaba describiendo la China socialista como una «noche oscura» y que estaba trabajando con su pluma para dar la bienvenida a un «blanco amanecer» que representaba un retorno del Kuomintang (el color blanco era un símbolo de la contrarrevolución). En aquella época, era habitual aplicar aquellas ridiculas interpretaciones a los escritos de la gente, y Mao, un gran amante de la poesía clásica, nunca había pensado en la posibilidad de hacer una excepción de aquella repugnante costumbre. Escribir poesía se convirtió en una afición notablemente peligrosa.

Cuando comenzaron los golpes en la puerta, corrí apresuradamente al baño y cerré la puerta con llave mientras mi abuela acudía a abrir la puerta a la señora Shau y a su cuadrilla. Las manos me temblaban, pero me las arreglé para romper el poema en pedacitos, arrojarlo al interior del retrete y tirar de la cadena. Revisé cuidadosamente el suelo para asegurarme de que no se había caído ningún trozo. No todos los papeles, sin embargo, habían desaparecido la primera vez, por lo que tuve que esperar y tirar de nuevo. Para entonces, los Rebeldes estaban golpeando la puerta del cuarto de baño y ordenándome con voz brusca que saliera inmediatamente. Yo no respondí.

Mi hermano Jin-ming también se llevó un buen susto aquella noche, Desde el comienzo de la Revolución Cultural había solido frecuentar un mercadillo negro especializado en libros. El instinto comercial de los chinos es tan fuerte que los mercados negros -considerados por Mao la bestia negra capitalista por excelencia- lograron sobrevivir sin tregua a la demoledora presión de la Revolución Cultural.

En el centro de Chengdu, en mitad de la principal calle comercial de la ciudad, se alzaba una estatua de bronce de Sun Yat-sen, quien había encabezado la revolución republicana que en 1911 había terminado con dos mil años de dominación imperial. La estatua había sido erigida antes de que los comunistas llegaran al poder. Mao no era especialmente aficionado a la figura de ningún líder revolucionario anterior a sí mismo, y Sun no era una excepción. Sin embargo, constituía una buena política inspirarse en su tradición, por lo que se permitió que la estatua continuara en su lugar, y los terrenos que la rodeaban se transformaron en invernaderos. Cuando estalló la Revolución Cultural, la Guardia Roja atacó los emblemas de Sun Yat-sen hasta que Zhou Enlai decidió ordenar su protección. La estatua sobrevivió, pero los invernaderos se abandonaron por considerarse una muestra de decadencia burguesa. Cuando la Guardia Roja comenzó a asaltar los domicilios de la gente y a quemar sus libros, aquellos terrenos desiertos pasaron a ser escenario de pequeñas reuniones en las que se compraban y vendían aquellos volúmenes que habían escapado a la hoguera. Allí podía encontrarse todo tipo de gente: guardias rojos que querían obtener algún dinero a cambio de los libros que acababan de confiscar, intermediarios frustrados que acudían al olor del dinero, intelectuales que no querían ver sus libros quemados pero que temían conservarlos… y amantes de los libros. Todos aquellos libros habían sido publicados y aprobados bajo el régimen comunista con anterioridad a la Revolución Cultural. Aparte de los clásicos chinos, incluían obras de Shakespeare, Dickens, Byron, Shelley, Shaw, Thackeray, Tolstói, Dostoievski, Turguéniev, Chéjov, Ibsen, Balzac, Maupassant, Flaubert, Dumas, Zola y muchos otros clásicos de todo el mundo. Podían hallarse incluso los Sherlock Holmes de Conan Doyle, quien se había convertido en uno de los escritores más populares en China.

El precio de los libros dependía de múltiples factores. Si portaban el sello de alguna biblioteca, la mayoría de la gente los rechazaba. El Gobierno comunista tenía tal reputación de orden y control que nadie quería arriesgarse a que le sorprendieran en posesión de propiedad estatal obtenida por medios ilegales, delito entonces severamente castigado. Todo el mundo prefería adquirir libros privados en los que no aparecieran señales de identificación. Los precios más altos correspondían a aquellas novelas que incluían pasajes eróticos, las cuales eran, asimismo, las más peligrosas. El Rojo y negro de Stendhal, considerada novela erótica, costaba el equivalente a dos semanas de salario medio.

Jin-ming acudía a aquel mercado negro a diario. Su capital inicial provenía de libros que había obtenido de una tienda de reciclaje de papel a la que los atemorizados ciudadanos estaban vendiendo sus colecciones al peso. Jin-ming había estado charlando con uno de los empleados de la misma y había comprado gran cantidad de aquellos libros, que luego revendió a un precio mucho mayor. Con ese dinero compraba más libros, los leía, los revendía y empezaba de nuevo.

Entre el comienzo de la Revolución Cultural y finales de 1968, pasaron por su manos al menos un millar de libros. Leía una media de uno o dos al día. Nunca osaba guardar más de una docena, y aun así se veía obligado a ocultarlos cuidadosamente. Uno de sus escondites había sido bajo un depósito de agua abandonado que se alzaba en el complejo hasta que un chaparrón destruyó algunos de sus favoritos, entre ellos La llamada de la selva, de Jack London. En casa conservaba algunos, escondidos en los colchones y en los rincones del trastero. La noche del asalto domiciliario tenía un ejemplar de Rojo y negro oculto en su cama. Como de costumbre, no obstante, había arrancado la cubierta y la había sustituido por otra de Obras selectas de Mao Zedong. La señora Shau y sus secuaces no lo examinaron.

Jin-ming traficaba asimismo con otros bienes. El entusiasmo que sentía por las ciencias nunca había disminuido. En aquella época, el único mercado negro de Chengdu especializado en objetos científicos ofrecía componentes semiconductores para transistores: se trataba de una rama de la industria algo más favorecida, ya que servía para «difundir las palabras del presidente Mao». Jin-ming compraba las partes sueltas y se fabricaba sus propias radios, que luego vendía a buen precio. Sin embargo, compraba otras destinadas a su verdadero propósito: comprobar diversas teorías físicas que llevaban tiempo dando vueltas en su cabeza.

Con tal de obtener dinero para sus experimentos traficaba incluso con insignias de Mao. Numerosas fábricas habían interrumpido la producción normal para producir insignias de aluminio en las que aparecía representado el rostro de Mao. Todas las formas de coleccionismos -incluso las de cuadros y sellos- habían sido prohibidas como hábitos burgueses. Así, el instinto coleccionista de la gente se había dirigido a aquellos objetos, los cuales, a pesar de hallarse aprobados, sólo podían intercambiarse clandestinamente. Jin-ming llegó a reunir una pequeña fortuna. Poco podía imaginarse el Gran Timonel que incluso una efigie de su cabeza podía convertirse en elemento de especulación capitalista, la actividad que tan esforzadamente había intentado erradicar.

Se producían frecuentes redadas. A menudo, llegaban camiones llenos de Rebeldes que bloqueaban las calles y arrestaban a cualquiera que consideraran sospechoso. En ocasiones, enviaban espías que fingían curiosear. En un momento determinado, hacían sonar un silbato y se abalanzaban sobre los comerciantes. Aquellos que eran detenidos veían sus posesiones confiscadas y, por lo general, recibían una paliza. Un castigo habitual era el «sangrado», consistente en apuñalarles en las nalgas. Algunos eran torturados, y a todos se les amenazaba con doble castigo en el futuro si no cesaban en sus actividades. Sin embargo, la mayoría regresaban una y otra vez.

Mi segundo hermano, Xiao-hei, tenía doce años a comienzos de 1967. Dado que no tenía nada en que ocupar el tiempo, no tardó en entrar a formar parte de una de las pandillas callejeras que entonces abundaban, a pesar de haber sido prácticamente inexistentes antes de la Revolución Cultural. Dichas pandillas eran conocidas como «astilleros», y sus líderes recibían el nombre de «timoneles». El resto se llamaban entre sí «hermanos» y poseían un apodo relacionado, por lo general, con algún animal. Perro flaco, si un muchacho era delgado; Lobo gris si tenía un mechón de cabellos de ese color. Xiao-hei se llamaba Pezuña negra debido a que parte de su nombre -hei- significa «negro», y también porque era de piel oscura y rápido en hacer recados, lo que formaba parte de sus deberes, ya que era más joven que la mayoría de los restantes miembros.

Al principio, los pandilleros le trataron como a un huésped reverenciado, pues rara vez habían conocido a ningún hijo de altos funcionarios. Los miembros de aquellas bandas solían proceder de familias pobres, y en su mayoría habían sido escolares fracasados ya antes del advenimiento de la Revolución Cultural. Sus familias no se hallaban en el punto de mira de la revolución, ni ésta les interesaba tampoco a ellos en lo más mínimo.

Algunos de aquellos chiquillos intentaban imitar el comportamiento de los hijos de altos oficiales, incluso a pesar del hecho de que éstos habían sido destituidos. En sus días de guardias rojos, los hijos de altos oficíales habían mostrado preferencia por los viejos uniformes militares comunistas, ya que eran los únicos que tenían acceso a ellos a través de sus padres. Algunos chiquillos de la calle se habían hecho con aquel tipo de prendas en el mercado negro o habían teñido sus ropas de verde. Sin embargo, carecían del ademán altivo de los miembros de la élite, y a menudo no daban en sus verdes con la tonalidad justa. Por todo ello, habían de soportar las burlas de los primeros y de sus propios amigos, quienes les llamaban «pseudos».

Posteriormente, los hijos de altos funcionarios pasaron a vestir chaquetas y pantalones de color azul oscuro. Aunque la mayor parte de la población vestía entonces de color azul, sus ropas eran de una tonalidad especial, a lo que había que añadir el hecho de que resultaba infrecuente ver a alguien vestido de arriba abajo con idéntico color. A partir de entonces, los chicos y chicas procedentes de familias modestas tuvieron que evitar imitarles si no querían ser tratados de «pseudos». Lo mismo podía decirse de sus zapatos, negros y con cordones por arriba a la vez que dotados de blancas suelas de plástico con una banda de plástico igualmente blanco asomando entremedias.

Algunas pandillas inventaron estilos propios. Se ponían varias capas de camisas bajo una prenda exterior y, a continuación, se subían los cuellos. Cuantos más cuellos tuvieras, más elegante se te consideraba. A menudo, Xiao-hei llevaba seis o siete camisas bajo su chaqueta e, incluso bajo el ardiente calor del verano, nunca vestía menos de dos. Los pantalones de deporte debían asomar siempre por debajo de los pantalones exteriores previamente acortados. Llevaban también zapatillas de deporte sin cordones y gorras militares equipadas con tiras de cartón en su interior para mantener derecha la visera y prestarles un aspecto intimidante.

Una de las principales ocupaciones de los «hermanos» de Xiao-hei para matar el tiempo consistía en robar. Obtuvieran lo que obtuvieran, debían entregar el botín al timonel para que éste lo distribuyera equitativamente entre todos. A Xiao-hei le daba miedo robar, pero sus hermanos siempre le entregaban su parte sin la menor objeción.

El robo era una costumbre frecuente durante la Revolución Cultural, y abundaban especialmente los carteristas y los ladrones de bicicletas. A la mayor parte de las personas que yo conocía les habían robado la cartera al menos una vez. Para mí, salir de compras implicaba a menudo perder el monedero o ser testigo de alguien chillando por haber sido objeto de un delito similar. La policía, para entonces dividida en distintas facciones, apenas ejercía una vigilancia superficial.

Cuando los extranjeros comenzaron a llegar a China en gran número, durante la década de los setenta, muchos se marcharon impresionados por la «limpieza moral» de nuestra sociedad: un calcetín abandonado podía seguir los pasos de su dueño a lo largo de mil quinientos kilómetros, desde Pekín hasta Guangzhou, tras lo cual era lavado, plegado y depositado en su habitación de hotel. Los visitantes no se daban cuenta de que tan sólo los extranjeros y los chinos sometidos a estrecha vigilancia llegaban a disfrutar de tales atenciones, ya que nadie hubiera osado robar a un extranjero teniendo en cuenta que apropiarse de un simple pañuelo podía muy bien ser castigado con la muerte. El calcetín limpio y plegado no guardaba relación alguna con el estado real de la sociedad: no era sino una parte más de la pantomima general del régimen. Los hermanos de Xiao-hei se mostraban igualmente obsesionados por las chicas. Los muchachos de doce y trece años como él eran a menudo demasiado tímidos para dirigirse a ellas personalmente, por lo que se convertían en mensajeros encargados de entregar las cartas de amor llenas de faltas que escribían los mayores. Xiao-hei se veía obligado a llamar a las puertas mientras rogaba interiormente que fuera la propia muchacha quien abriera la puerta, y no su padre o su hermano, de quienes era frecuente recibir un bofetón. Algunas veces, dominado por el miedo, se limitaba a deslizar la carta bajo la puerta.

Cuando una muchacha rechazaba una propuesta, Xiao-hei y el resto de sus compañeros más jóvenes se convertían en el instrumento de venganza del amante despechado, para lo cual se dedicaban a hacer ruidos frente al domicilio de la joven y a disparar con tirachinas contra sus ventanas. Cuando la muchacha salía a la calle, la escupían, la insultaban, la señalaban con el dedo medio estirado y le gritaban palabras soeces cuyo significado apenas alcanzaban a comprender del todo. Los insultos chinos para las mujeres son considerablemente gráficos: «lanzadera» (por la forma de sus genitales), «silla de montar» (por su imagen al ser montada), «lámpara de aceite rebosante» (por verterse «con demasiada frecuencia») y «zapatos desgastados» (implicando que se ha hecho mucho «uso» de ellas).

Algunas chicas intentaban hacerse con protectores en el interior de las bandas, y las más capaces llegaban a convertirse ellas mismas en timoneles. Las que llegaban a integrarse en aquel mundo masculino ostentaban motes propios sumamente pintorescos, tales como Negra peonía cubierta de rocío, Barril de vino roto o Encantadora de serpientes.

La tercera de las ocupaciones principales de las pandillas eran las peleas. A Xiao-hei le emocionaban notablemente pero, para su gran disgusto, sufría de lo que solía denominar una «disposición cobarde», y por ello echaba a correr tan pronto como veía que la cosa se ponía fea. Gracias a su falta de intrepidez pudo sobrevivir intacto a aquellas absurdas escaramuzas en las que muchos chiquillos resultaban heridos e incluso muertos.

Una tarde en que andaba vagabundeando por ahí como de costumbre con algunos de sus hermanos, acudió corriendo otro de los miembros de la banda y les informó de que el domicilio de un hermano acababa de ser asaltado por una pandilla rival que, a continuación, le había sometido a un «sangrado». Inmediatamente, todos regresaron a su propio «astillero», y allí recogieron su armamento, consistente en palos, ladrillos, cuchillos, látigos de alambre y garrotes. Xiao-hei se introdujo bajo el cinturón un garrote dividido en tres secciones y todos salieron corriendo hacia la casa en la que había tenido lugar el incidente. Una vez allí, descubrieron que sus enemigos se habían marchado y que el hermano herido había sido trasladado al hospital por sus familiares. El timonel escribió una carta salpicada de errores en la que arrojaba el guante a sus rivales, y Xiao-hei recibió el encargo de entregarla.

En la carta se proponía una pelea formal que habría de celebrarse en el Estadio Deportivo Popular, dotado de amplio espacio para ello. En dicho estadio ya no se celebraba acontecimiento deportivo alguno, dado que los juegos de competición habían sido condenados por Mao. Los atletas habían pasado a consagrarse a la Revolución Cultural.

El día fijado para la batalla, la pandilla de Xiao-hei, compuesta por varias decenas de muchachos, aguardaba en la pista de carreras. Transcurrieron dos largas horas hasta que, por fin, entró cojeando en el estadio un joven de unos veinte años. Se trataba del Cojo Tang, una célebre figura del hampa de Chengdu. A pesar de su relativa juventud, todos le trataban con el respeto reservado habitualmente para los mayores.

El Cojo Tang era una víctima de la polio. Su padre había sido funcionario del Kuomintang, por lo que al hijo le fue asignado un puesto desventajoso en un pequeño taller instalado en su antiguo domicilio familiar, confiscado por los comunistas. Los empleados de aquellas pequeñas unidades no disfrutaban de las ventajas otorgadas a los obreros de las grandes fábricas, tales como empleo garantizado, servicios sanitarios gratuitos y pensión de vejez.

Debido a sus antecedentes, Tang no había podido acceder a una educación superior, pero era extremadamente inteligente, y llegó a convertirse en el jefe de jacto del hampa de Chengdu. Había acudido al estadio como emisario de la banda rival para solicitar una tregua. Extrajo varios cartones de cigarrillos de la mejor calidad y comenzó a distribuirlos entre los presentes. Presentó las excusas de la otra banda y transmitió su promesa de encargarse de las facturas de reparación de los daños sufridos por la casa y los cuidados médicos del herido. El timonel de Xiao-hei aceptó la oferta: era imposible negarse a una solicitud del Cojo Tang.

El Cojo Tang no tardó en ser arrestado. A comienzos de 1968 la Revolución Cultural inició una nueva etapa, la cuarta. La fase primera había consistido en la organización de los guardias rojos adolescentes; a continuación habían venido los Rebeldes y los ataques a los seguidores del capitalismo; la tercera fase había consistido en las luchas entre las distintas facciones de los Rebeldes, luchas a las que Mao había decidido poner fin. Para asegurarse la obediencia de todos, decidió diseminar el terror para demostrar que nadie podía considerarse inmune a sus consecuencias. Una parte considerable de la población que hasta entonces había permanecido a salvo -incluyendo algunos Rebeldes- pasó a convertirse en víctima. Una tras otra, fueron desatándose nuevas campañas políticas destinadas a aniquilar a los nuevos enemigos de clase. La más notable entre aquellas cazas de brujas, denominada «Limpieza de filas en las clases», incluyó entre sus víctimas al Cojo Tang, quien fue posteriormente liberado, en 1976, a la caída de la Revolución Cultural. A comienzos de los ochenta se convirtió en empresario y millonario, y llegó a ser uno de los hombres más ricos de Chengdu. Su deteriorada mansión familiar le fue devuelta, pero Tang la derribó y construyó en su lugar un grandioso edificio de dos pisos. Cuando la locura por los discos invadió China, solía vérsele sentado en algún lugar prominente mientras contemplaba con aire paternal los bailes de los muchachos y muchachas de su séquito sin dejar de contar ostentosamente gruesos fajos de billetes de banco con gesto deliberadamente descuidado, tras lo cual pagaba a la multitud y se solazaba en su nueva forma de poder: el dinero.

La campaña de «Limpieza de filas en las clases» destruyó las vidas de millones de personas. Durante uno de sus episodios, conocido como el caso del llamado Partido Popular de la Mongolia Interior, aproximadamente el diez por ciento de la población mongola adulta fue sometido a tortura o malos tratos físicos: murieron no menos de veinte mil personas. Aquella campaña en particular había sido diseñada según un modelo basado en estudios piloto realizados en seis fábricas y dos universidades de Pekín sometidas a la supervisión personal de Mao. En el informe referente a una de ellas – la Unidad de Imprenta de Xinhua- había un pasaje que decía: «Tras ser etiquetada como contrarrevolucionaria, esta mujer aprovechó un momento en que sus guardianes desviaron la mirada y, abandonando sus trabajos forzados, corrió hasta los dormitorios femeninos de la cuarta planta y se suicidó arrojándose por una ventana. Evidentemente, resulta inevitable que los contrarrevolucionarios se suiciden. Sin embargo, no deja de ser una lástima que ahora contemos con un “ejemplo negativo” menos.» Mao escribió, refiriéndose a aquel documento: «Se trata del informe mejor redactado de cuantos he leído.»

Aquella y otras campañas eran gobernadas por los Comités Revolucionarios organizados en todo el país. El Comité Revolucionario Provincial de Sichuan fue establecido el 2 de junio de 1968. Sus líderes eran las mismas cuatro personas que habían encabezado el Comité Preparatorio: los dos jefes militares y los Ting. En él se incluían además los jefes de los dos principales campos Rebeldes -el Chengdu Rojo y el 26 de Agosto- y algunos de los «funcionarios revolucionarios».

La consolidación del nuevo sistema de poder de Mao tuvo consecuencias que afectaron profundamente a mi familia. Una de las primeras fue la decisión de retener parte de los salarios de los seguidores del capitalismo y conceder a cada uno de ellos tan sólo una pequeña asignación mensual. Nuestros ingresos familiares se vieron reducidos a menos de la mitad. Aunque no pasábamos hambre, ya no podíamos permitirnos comprar en el mercado negro en un momento en el que el nivel de suministro de alimentos por parte del Estado iba deteriorándose rápidamente. Las raciones de carne, por ejemplo, eran de menos de un cuarto de kilo por persona y mes. Mi abuela se mostraba sumamente preocupada, y hacía cálculos día y noche para que los niños pudiéramos comer mejor y para conseguir paquetes de comida que llevar a mis padres cuando estaban encarcelados.

La siguiente decisión del Comité Revolucionario consistió en expulsar del complejo de viviendas a todos los seguidores del capitalismo con objeto de dejar sitio a los nuevos líderes. A mi familia le fueron asignadas unas habitaciones situadas en la planta superior de un edificio de tres pisos que había albergado las oficinas de una revista para entonces ya desaparecida. En la planta superior no había retretes ni agua corriente. Teníamos que bajar al piso inferior incluso para cepillarnos los dientes o prepararnos una taza de té con hojas ya usadas. A mí, sin embargo, no me importaba: se trataba de un edificio sumamente elegante, y yo entonces alimentaba un profundo anhelo de cosas bellas.

A diferencia del apartamento que habíamos ocupado en el complejo, el cual formaba parte de un bloque de cemento carente de rasgos distintivos, nuestro nuevo hogar era una espléndida mansión de ladrillo y madera con doble fachada, dotada de ventanas exquisitamente enmarcadas por tonos de marrón rojizo y abiertas bajo aleros grácilmente curvados. El jardín trasero aparecía densamente poblado de moreras, y el delantero poseía un espeso emparrado, un bosquecillo de adelfas, una morera del papel y un enorme árbol de nombre desconocido cuyos frutos, similares a pimientos, crecían formando pequeños grupos en el interior de los pliegues de sus hojas, marrones, crujientes y con forma de embarcación. Me gustaban especialmente los elegantes bananos y el amplio arco que formaban sus hojas, ya que constituían un espectáculo poco común en un clima no tropical.

En aquellos días, la belleza se despreciaba hasta el punto de que mi familia fue enviada a aquella casa espléndida a modo de castigo. La sala principal era amplia y rectangular, con suelo de parquet. Tres de sus costados estaban formados por ventanales, lo que la convertía en una estancia especialmente luminosa y nos proporcionaba en los días claros una vista panorámica de la distante cordillera nevada del oeste de Sichuan. El balcón no estaba construido de cemento, como era habitual, sino de madera pintada de un color castaño rojizo, y estaba bordeado por barandillas con dibujos de cenefas. Otra de las habitaciones, también abierta al balcón, poseía un techo desacostumbradamente elevado y puntiagudo cuyas vigas, de un color rojo desvaído, eran visibles a unos seis metros de altura. Me enamoré de inmediato de nuestra nueva vivienda. Posteriormente me di cuenta de que en invierno la sala rectangular se convertía en un campo de batalla en el que coincidían helados vientos que, procedentes de todas direcciones, traspasaban fácilmente los delgados cristales. Asimismo, cada vez que soplaba el viento los elevados techos dejaban caer una fina lluvia de polvo. A pesar de todo, me sentía embargada de gozo durante las noches tranquilas, tendida en mi cama con la luz de la luna filtrándose a través de las ventanas y la sombra de la inmensa morera oscilando sobre la pared. Era tal el alivio que me proporcionaba haber abandonado el complejo y su mezquina atmósfera que confiaba en que mi familia nunca tuviera que regresar a él. También me encantaba nuestra nueva calle. Había sido bautizada con el nombre de calle del Meteorito debido a que cientos de años atrás había caído un meteorito sobre ella. Estaba pavimentada con adoquines triturados, lo que se me antojaba mucho más atractivo que el asfalto de la calle que bordeaba el complejo.

Lo único que aún me recordaba al complejo eran nuestros vecinos, todos ellos miembros del departamento de mi padre y del grupo de Rebeldes de la señora Shau. Cuando nos miraban, era con expresión rígida y acerada, y en las raras ocasiones en que teníamos que comunicarnos se dirigían a nosotros con ásperos exabruptos. Uno de ellos había sido en tiempos el editor de la ya desaparecida revista, y su esposa había trabajado como maestra. Tenían un hijo llamado Jo-jo que a la sazón contaba seis años de edad, igual que mi hermano Xiao-fang. Acudió a vivir con ellos un funcionario de menor rango que tenía una hija de cinco años, y los tres niños solían jugar juntos a menudo en el jardín. A mi abuela le inquietaba que Xiao-fang jugara con ellos pero no se atrevía a prohibírselo, ya que nuestros vecinos podrían haberlo interpretado como una muestra de hostilidad hacia los Rebeldes del presidente Mao.

Al pie de la escalera espiral de color rojo oscuro que conducía a nuestras habitaciones había una enorme mesa en forma de media luna. En los viejos tiempos, su superficie se habría adornado con un gran jarrón de porcelana lleno de jazmines de invierno o de flores de melocotonero. Entonces aparecía desnuda, y los tres niños solían encaramarse a ella durante sus juegos. Un día, decidieron jugar a los médicos: Jo-jo hacía de médico; Xiao-fang, de enfermero; y la niña de cinco años, de paciente. Tras tumbarse boca abajo sobre la mesa, la niña se subió la falda para que le pusieran una inyección. Xiao-fang sostenía la aguja, representada por un trozo de madera procedente de una silla rota. La madre de la niña escogió aquel instante para ascender por los escalones de arenisca hasta el rellano. Profiriendo un grito, cogió a su hija y la obligó a descender de la mesa.

Descubrió unos cuantos arañazos en la cara interior del muslo de la niña pero, en lugar de llevarla al hospital, acudió a unos Rebeldes pertenecientes al departamento de mi padre, situado a un par de manzanas de distancia. Al poco rato, el jardín delantero se vio invadido por una multitud. Mi madre, quien casualmente había sido autorizada a pasar unos días en casa, fue detenida inmediatamente mientras Xiao-fang era sujetado y reprendido a gritos por un grupo de adultos. Le dijeron que le matarían a palos si se negaba a confesar quién le había enseñado a violar a la niña. Intentaron forzarle a decir que habían sido sus hermanos mayores, pero Xiao-fang se mostraba incapaz de pronunciar palabra. Ni siquiera podía llorar. Jo-jo estaba terriblemente asustado. Echándose a llorar, dijo que había sido él quien había pedido a Xiao-fang que le pusiera la inyección a la niña. La pequeña se echó a llorar también, diciendo que no habían llegado a ponerle la inyección. Los adultos, sin embargo, les ordenaron a gritos que se callaran y continuaron atosigando a Xiao-fang. Por fin, y a instancias de mi madre, la muchedumbre la trasladó a empujones al Hospital Popular de Sichuan arrastrando tras de sí a Xiao-fang.

Tan pronto como penetraron en el pabellón de pacientes externos, la enfurecida madre de la niña y la enardecida multitud comenzaron a pronunciar acusaciones ante los médicos, las enfermeras y el resto de los pacientes: «¡El hijo de un seguidor del capitalismo ha violado a la hija de un Rebelde!» Mientras la niña era examinada en la consulta de una doctora, un joven desconocido que aguardaba en el pasillo, gritó: «¿Por qué no cogéis a esos padres seguidores del capitalismo y los matáis a palos?»

Cuando la doctora concluyó su examen de la pequeña, salió y anunció que no existía la más mínima señal de que la niña hubiera sido violada. Los arañazos de sus piernas ni siquiera eran recientes, y no podían haber sido causados por el trozo de madera de Xiao-fang, el cual, como señaló ante la multitud, estaba pintado y tenía los contornos suaves. Probablemente, las heridas eran el resultado de haber estado trepando a los árboles. A regañadientes, la muchedumbre se dispersó.

Xiao-fang se pasó el resto de la tarde sumido en un delirio. Su rostro aparecía oscuro y enrojecido, y gritaba frases sin sentido. Al día siguiente, mi madre le llevó al hospital, donde un médico le administró una fuerte dosis de tranquilizantes. Al cabo de unos días volvía a encontrarse bien, pero dejó de jugar con otros niños. Aquel incidente tuvo como consecuencia que se despidiera prácticamente de su infancia a los seis años de edad.


Nuestro traslado a la calle del Meteorito había quedado encomendado a los recursos de mi abuela y de los cinco niños. Para entonces, sin embargo, contábamos con la ayuda de Cheng-yi, el novio de mi hermana Xiao-hong.

El padre de Cheng-yi había sido funcionario de menor rango bajo el Kuomintang, y desde 1949 no había podido obtener un empleo decente, en parte debido a su pasado indeseable y en parte debido a que padecía de tuberculosis y de úlcera gástrica. Así, se había dedicado a labores de poca importancia tales como limpiar las calles y cobrar los recibos del suministro de los manantiales comunales. Tanto él como su esposa habían muerto en Chongqing durante la época de la escasez como resultado del agravamiento de sus enfermedades por falta de alimento.

Cheng-yi trabajaba corno obrero en una fábrica de construcción de aviones, y había conocido a mi hermana a comienzos de 1968. Al igual que la mayor parte de los trabajadores de la fábrica, estaba considerado miembro no activo del principal de sus grupos Rebeldes, afiliado al 26 de Agosto. En aquellos días no existían formas de entretenimiento, por lo que la mayoría de los grupos Rebeldes habían organizado sus pro-pios conjuntos de música y danza para interpretar las escasas canciones oficialmente aprobadas, basadas todas ellas en citas y elogios de Mao. Cheng-yi, quien siempre había sido un buen músico, formaba parte de uno de tales conjuntos. Mi hermana, aunque no pertenecía a la fábrica, era una gran aficionada al baile, por lo que se unió al grupo junto con Llenita y Ching-ching. Ella y Cheng-yi no tardaron en enamorarse. La relación, sin embargo, no tardó en sufrir presiones procedentes de todos los sectores: de su hermana y sus compañeros, inquietos por la posibilidad de que su relación con una familia de seguidores del capitalismo pusiera en peligro su futuro; de nuestro propio círculo de hijos de altos funcionarios, quienes le despreciaban por no ser «uno de los nuestros»; incluso de mí, que irrazonablemente contemplaba el deseo de mi hermana de vivir su propia vida como una traición a nuestros padres. Sin embargo, su amor sobrevivió, y ayudó a mi hermana a superar los difíciles años que vendrían a continuación. Al igual que el resto de mi familia, no tardé en cobrar un afecto y respeto considerables por Cheng-yi. Como llevaba gafas, terminamos por aplicarle el apodo de Lentes.

Había otro músico en el conjunto, amigo de Lentes, que trabajaba como carpintero y era hijo de un conductor de camiones. Era un joven alegre, dotado de una nariz particularmente voluminosa que le proporcionaba un aspecto poco chino. En aquella época, las únicas imágenes de extranjeros que llegaban hasta nosotros eran de albanos, ya que la diminuta y lejana Albania era por entonces la única aliada de China (incluso a los norcoreanos se les consideraba un pueblo demasiado decadente). Sus amigos le habían puesto el mote de Al, como abreviatura de Albano.

Al acudió con un carro para ayudarnos a efectuar el traslado a la calle del Meteorito. No queríamos abusar de él, por lo que sugerimos dejar algunas cosas atrás. Él, sin embargo, insistió en que nos lleváramos todo. Con una sonrisa despreocupada, apretó los puños y flexionó orgullosamente sus gruesos músculos. Mis hermanos, con gran admiración, se acercaron para tocar aquellos sólidos bultos.

A Al le gustaba mucho Llenita. El día siguiente al traslado, nos invitó a ella, a Ching-ching y a mí a almorzar en su domicilio. Vivía en una de las típicas casas de Chengdu, una construcción desprovista de ventanas y con un suelo de tierra que se abría directamente a la calle. Era la primera vez que yo visitaba una de aquellas casas. Cuando llegamos a la calle donde vivía Al pude ver a un grupo de jóvenes que holgazaneaban en una esquina. Sus componentes nos siguieron con la vista mientras saludaban a Al con tono significativo. Éste, henchido de orgullo, se acercó a hablar con ellos y regresó con el rostro distendido por una alegre sonrisa. Con tono despreocupado, dijo: «Les he comentado que erais hijas de altos funcionarios y que me había hecho amigo de vosotras para tener acceso a bienes privilegiados cuando concluya la Revolución Cultural.» Al oír aquello, me quedé de piedra. En primer lugar, sus palabras sugerían que la gente creía que los hijos de funcionarios tenían acceso a bienes de consumo, lo que no era ni mucho menos el caso. En segundo lugar, me sentía asombrada del evidente placer que le producía su relación con nosotras y del prestigio que, evidentemente, le proporcionaba ésta frente a sus amigos. En un momento en el que mis padres se encontraban detenidos y nosotros acabábamos de ser expulsados del complejo -en el que acababa de establecerse el Comité Revolucionario de Sichuan con la consiguiente persecución de seguidores del capitalismo y en el que la Revolución Cultural parecía llevar las de ganar-, Al y sus amigos parecían dar por hecho que los funcionarios como mi padre terminarían por regresar.

Habría de topar con actitudes similares una y otra vez. Cada vez que traspasaba las enormes verjas que daban acceso a nuestro jardín era consciente de las miradas que me dirigía la gente que en aquel momento pasaba por la calle del Meteorito, miradas en las que podía distinguirse una mezcla de curiosidad y respeto. Se me antojaba algo evidente el hecho de que era a los Comités Revolucionarios -y no tanto a los seguidores del capitalismo- a quienes el público en general consideraba un elemento transitorio.

Durante el otoño de 1968 llegaron una nueva clase de grupos a hacerse cargo de mi escuela: se denominaban Grupos de propaganda para el pensamiento de Mao Zedong. Se hallaban integrados por soldados y obreros que no habían intervenido en las luchas entre facciones, y su misión consistía en restaurar el orden. En mi escuela, al igual que en el resto, el equipo reunió a todos los alumnos que ya estaban en ella dos años antes -al comenzar la Revolución Cultural – con objeto de mantenerlos controlados. Los pocos que se encontraban ausentes de la ciudad fueron localizados y convocados por medio de telegramas. Pocos osaron desatender la llamada.

Ya de regreso en el colegio, los pocos maestros que habían evitado verse convertidos en víctimas habían dejado de impartir clases. No se atrevían. Todos los viejos libros de texto habían sido condenados y calificados de veneno burgués, y nadie había tenido valor suficiente para escribir otros nuevos. Así pues, nos limitábamos a permanecer sentados en clase recitando artículos de Mao y leyendo los editoriales del Diario del Pueblo. Cantábamos canciones compuestas por citas de Mao o nos reuníamos para bailar «danzas de lealtad» en las que girábamos blandiendo nuestro Pequeño Libro Rojo.

La obligatoriedad de las «danzas de lealtad» había sido una de las principales imposiciones ordenadas por los Comités Revolucionarios de toda China. La realización de aquellas contorsiones absurdas era obligatoria en todos sitios: en escuelas, fábricas, calles, tiendas, andenes de ferrocarril e incluso en los hospitales para aquellos pacientes aún capaces de moverse.

En conjunto, el equipo de propaganda enviado a mi escuela se mostró relativamente benévolo. No así otros. El que ocupó la Universidad de Chengdu había sido personalmente escogido por los Ting debido a que allí había estado instalado el cuartel general de sus enemigos, el Chengdu Rojo. Yan y Yong fueron de los que peor lo pasaron. Los Ting ordenaron al equipo de propaganda que presionara a ambos para denunciar a mi padre, pero ellos se negaron. Posteriormente, revelaron a mi madre que admiraban tanto el valor de mi padre que habían decidido plantar cara.

A finales de 1968, todos los estudiantes de las universidades chinas habían sido sumariamente «graduados» en masa sin examen alguno; a todos se les habían asignado trabajos y posteriormente habían sido dispersados por todos los confines del país. Yan y Yong fueron advertidos de que su futuro se vendría abajo si no denunciaban a mi padre. Ellos, sin embargo, siguieron en sus trece. Yan fue enviada a una pequeña mina de carbón situada en las montañas del este de Sichuan. Difícilmente podría haber hallado peor suerte, ya que las condiciones de trabajo eran notablemente primitivas y apenas existían normas de seguridad. Las mujeres, al igual que los hombres, se veían obligadas a arrastrarse a gatas pozo abajo para extraer los cestos de carbón. El destino de Yan se debió en parte a la retorcida retórica imperante en la época: la señora Mao había insistido en que las mujeres realizaran el mismo trabajo que los hombres, y una de las consignas del momento era un dicho de Mao según el cual «Las mujeres son capaces de sostener medio firmamento». Ellas, sin embargo, sabían que con aquellos privilegios de igualdad no habría quien las librara de realizar los más duros trabajos físicos.

Inmediatamente después de la expulsión de los estudiantes de las universidades, los alumnos de enseñanza media como yo descubrimos que habríamos de partir exiliados hacia zonas rurales remotas y montañosas para ocuparnos en pesadas labores agrarias. Mao pretendía hacer de mí una campesina para el resto de mis días.

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