Sentada con Jin-ming en la orilla del río de las Arenas Doradas, me dispuse a aguardar la llegada del transbordador. Apoyé la cabeza en las manos y contemplé las agitadas aguas que se deslizaban frente a mí en su largo recorrido desde el Himalaya hasta el mar. Tras unirse con el río Min en Yibin, casi quinientos kilómetros más abajo, aquella corriente había de convertirse en el río más largo de China: el Yangtzé. Cuando ya se aproxima al final de su viaje, el Yangtzé se extiende formando numerosos meandros que riegan amplias zonas llanas de cultivo. Allí, en las montañas, sin embargo, la violencia de su torrente impedía construir un puente hasta la orilla opuesta. Los transbordadores constituían el único medio de comunicación entre la provincia de Sichuan y Yunnan, situada al Este. Todos los veranos, el caudaloso y turbulento río, alimentado por las aguas del deshielo, se cobraba varias vidas. Apenas unos días antes había engullido un transbordador en el que viajaban tres de mis compañeros de clase.
Estaba atardeciendo. Yo me sentía terriblemente enferma. Jin-ming había extendido su chaqueta sobre el terreno para que no tuviera que tumbarme sobre la hierba húmeda. Nuestro propósito era cruzar a Yunnan e intentar encontrar a alguien que nos llevara hasta Chengdu. Las carreteras que atravesaban Xichang estaban cortadas a causa de los combates entre las diversas facciones rebeldes, lo que nos obligaba a dar un rodeo. Nana y Wen se habían ofrecido para llevar a Chengdu tanto mi libro de registro y mi equipaje como los de Xiao-hong.
El transbordador avanzaba contra corriente impulsado por una docena de hombres robustos que remaban y cantaban al unísono. Cuando alcanzamos el centro del río, se detuvieron y dejaron que la nave flotara corriente abajo en dirección a la orilla de Yunnan. Sobre nosotros rompieron varias olas de gran tamaño, y me vi obligada, a aferrarme con fuerza a la borda mientras la embarcación escoraba impotente. Normalmente me hubiera sentido aterrorizada, pero entonces me hallaba entumecida y demasiado aturdida por la muerte de mi abuela.
Al llegar a Qiaojia, la población de la ribera de Yunnan, vimos un camión solitario detenido en un campo de baloncesto. El conductor aceptó de buen grado llevarnos en la parte trasera. Pasé todo el viaje devanándome los sesos intentando imaginar qué podría haber hecho para salvar a mi abuela. El camión avanzaba traqueteando, y en un momento determinado pasó junto a unos bosquecillos de bananos situados tras unas chozas de barro construidas al abrigo de aquellas montañas de cumbres nubosas. A la vista de sus enormes hojas, recordé el pequeño banano deshojado y plantado en un tiesto junto a la puerta del pabellón hospitalario de mi abuela en Chengdu. Cuando Bing venía a verme, solíamos sentarnos junto a él y permanecíamos charlando hasta bien entrada la noche. A mi abuela no le gustaba Bing debido a su sonrisa cínica y al trato despreocupado -y, según ella, irrespetuoso- que empleaba con los adultos. En dos ocasiones descendió tambaleándose por las escaleras para llamarme. En aquellos momentos me odiaba a mí misma por haberle causado ansiedad, pero no podía hacer nada por evitarlo. No podía controlar mis deseos de ver a Bing. ¡Cómo deseaba poder empezar de nuevo desde el principio! No habría hecho nada que la disgustara. Me hubiera limitado a asegurarme que recuperaba la salud… aunque ignoraba cómo lo hubiera conseguido.
Atravesamos Yibin. La carretera descendía rodeando la colina del Biombo Verde hasta la linde de la ciudad. Al contemplar los elegantes secoyas y los bosques de bambú, mi pensamiento se remontó a abril, a los días en que acababa de regresar a la calle del Meteorito procedente de Yibin. Le había contado entonces a mi abuela cómo un soleado día de primavera había acudido dispuesta a barrer la tumba del doctor Xia, situada en aquel costado de la colina. La tía Jun-ying me había dado algunos «dineros de plata» especiales para quemar junto a la sepultura. Dios sabe de dónde los habría sacado, ya que la costumbre había sido condenada como feudal. Durante horas, había buscado la tumba inútilmente. La ladera de la colina aparecía completamente asolada. Los guardias rojos habían arrasado el cementerio y habían destrozado las lápidas, ya que consideraban los enterramientos una práctica antigua. Nunca olvidaré la mirada de intensa esperanza que vi en los ojos de mi abuela cuando mencioné la visita y cómo ésta se ensombreció de inmediato al añadir estúpidamente que la tumba ya no existía. Su expresión de desilusión me persiguió desde entonces. Me hubiera dado de bofetadas por no haberle contado entonces una mentira piadosa, pero ya era demasiado tarde.
Cuando Jin-ming y yo llegamos a casa después de más de una semana de camino, tan sólo hallamos su cama vacía. Recordaba haberla visto tendida sobre ella, con sus cabellos sueltos -pero aún pulcramente arreglados- y sus mejillas hundidas, mordiéndose los labios con fuerza. Había soportado sus fuertes dolores con silencio y compostura, sin gritar ni agitarse en ningún momento, hasta el punto de que su estoicismo me había impedido comprender el alcance de su enfermedad.
Mi madre se encontraba detenida. El relato que Xiao-hei y Xiao-hong me ofrecieron de los últimos días de mi abuela me produjo tal angustia que me vi obligada a rogarles que se detuvieran. Pasaron varios años hasta que por fin me enteré de lo ocurrido durante mi ausencia. La abuela solía atender a algunas tareas caseras y a continuación regresaba a la cama y permanecía allí tendida con el rostro tenso, intentando combatir sus dolores. Murmuraba constantemente acerca de la inquietud que le producía mi viaje, y se preocupaba asimismo por mis hermanos pequeños. «¿Qué va a ser de los niños, ahora que no tienen escuelas?», solía suspirar.
Por fin, llegó un día en que ya no pudo levantarse de la cama. No había ningún médico que pudiera acudir a visitarla, por lo que Lentes, el novio de mi hermana, la transportó hasta el hospital acarreándola sobre su espalda. Mi hermana caminó junto a ellos sujetándola. Al cabo de un par de viajes, los médicos les dijeron que no volvieran a llevarla. Afirmaron que no le encontraban nada y que nada podían hacer por ella.
Así pues, la abuela se limitó a permanecer en cama, esperando la muerte. Su cuerpo fue quedándose inerme poco a poco. De vez en cuando movía los labios, pero mis hermanos no conseguían oír una palabra. En numerosas ocasiones acudieron al centro de detención de mi madre para suplicar que se le permitiera acudir a su lado, pero una y otra vez les fue denegado el permiso y ni siquiera se les permitió verla.
Llegó un momento en que todo el cuerpo de mi abuela parecía muerto, pero sus ojos se mantenían abiertos y expectantes: se resistía a cerrarlos hasta ver de nuevo a su hija.
Por fin, se autorizó a mi madre a regresar a casa. A lo largo de los dos días siguientes, no se separó ni una sola vez del lecho de mi abuela. De vez en cuando, ésta le susurraba algo al oído. Sus últimas palabras fueron para describir cómo había caído en las garras de aquel dolor.
Dijo que los vecinos pertenecientes al grupo de la señora Shau habían celebrado una asamblea de denuncia contra ella en el patio. El recibo de las joyas que había donado durante la guerra de Corea había sido confiscado por los Rebeldes en uno de los asaltos domiciliarios. Dijeron que era un «apestoso miembro de la clase explotadora» ya que, de otro modo, ¿cómo podría haber llegado a poseerlas?
Mi abuela dijo que la habían obligado a subirse a una mesita. El terreno era desigual, y la mesita se tambaleaba, lo que le hacía sentir vértigo. Los vecinos le gritaban. La mujer que había acusado a Xiao-fang de violar a su hija golpeó furiosamente una de las patas de la mesa con un palo. Mi abuela, incapaz de mantener el equilibrio, cayó hacia atrás sobre el duro suelo. Desde entonces, dijo, había experimentado constantemente un agudo dolor.
De hecho, no había habido tal asamblea de denuncia sino en su imaginación, pero aquella imagen persiguió a mi abuela hasta su último aliento.
Al tercer día de la llegada de su hija, mi abuela murió. Dos días más tarde, inmediatamente después de su cremación, mi madre se vio obligada a regresar al centro de detención.
Desde entonces he soñado a menudo con mi abuela y me he despertado sollozando. Era un gran personaje: vivaz, inteligente e inmensamente capaz. No obstante, nunca tuvo medio de poner en práctica sus habilidades. Aquella mujer, hija de un ambicioso policía de pueblo, concubina de un señor de la guerra, madrastra de una familia tan extensa como dividida y madre y suegra de dos funcionarios comunistas, apenas había hallado felicidad en ninguno de sus papeles. Los días que vivió con el doctor Xia se habían visto ensombrecidos por el pasado de ambos, y juntos habían soportado la miseria, la ocupación japonesa y la guerra civil. Podría haber hallado la dicha en el cuidado de sus nietos, pero rara vez se vio libre de una ansiedad constante por nosotros. Había vivido la mayor parte de su vida dominada por el temor, y había visto la muerte de cerca en numerosas ocasiones. Había sido una mujer fuerte, pero todo -las calamidades que se abatieron sobre mis padres, la preocupación que sentía por sus nietos y los embates de la hostilidad humana- se había unido hasta terminar por hundirla. Era como si hubiera sentido en su propio cuerpo y alma todo el dolor que había sufrido mi madre y se hubiera visto finalmente derrotada por aquella acumulación de angustia.
Hubo asimismo otro factor más inmediato en su muerte: el hecho de que se le habían negado los cuidados médicos apropiados y de que no había podido recibir los cuidados -ni siquiera las visitas- de su hija a lo largo de su mortal enfermedad. Todo por culpa de la Revolución Cultural. ¿Cómo podía la revolución ser buena -me preguntaba yo- cuando acarreaba consigo tanta destrucción humana de un modo tan inútil? Una y otra vez, me repetía a mí misma que odiaba la Revolución Cultural, pero me sentía aún peor por no poder hacer nada al respecto.
Me sentía culpable por no haber cuidado a mi abuela todo lo bien que hubiera deseado. Cuando conocí a Bing y a Wen, ella estaba en el hospital, pero mi amistad con ambos había actuado a modo de colchón y capa aislante, entorpeciendo mi capacidad para advertir su sufrimiento. Me repetía a mí misma que era indigno haber experimentado sensaciones de alegría junto a lo que había resultado ser el lecho de muerte de mi abuela, y decidí no volver a tener amigos masculinos. Tan sólo por medio de mi propia autonegación -pensé- podré llegar a expiar en parte mi culpa.
Durante los dos meses que siguieron permanecí en Chengdu, buscando desesperadamente en compañía de Nana y de mi hermana un «pariente» cercano cuya comuna pudiera aceptarnos. Teníamos que encontrar uno antes de que concluyera la cosecha del otoño, época en la que se distribuían los alimentos, ya que de otro modo no tendríamos nada que comer durante el año siguiente: nuestros suministros estatales se habían agotado en enero.
Cuando Bing vino a verme me mostré sumamente fría con él, y le dije que no regresara jamás. Me escribió cartas que yo arrojaba al fogón sin abrir, un gesto inspirado quizá por algunas novelas rusas. Wen regresó de Ningnan con mi libro de registro y mi equipaje, pero me negué a verle. En cierta ocasión, me crucé con él en la calle y no le dirigí la mirada, aunque sí alcancé a atisbar sus ojos, en los que se reflejaban el dolor y la confusión.
Wen regresó a Ningnan. Un día, durante el verano de 1970, se declaró un incendio forestal cerca de su aldea, y él y un amigo suyo salieron corriendo con un par de escobas para intentar extinguirlo. Una ráfaga de viento arrojó una bola de fuego al rostro del amigo, dejándole desfigurado de por vida. Los dos abandonaron Ningnan y cruzaron la frontera de Laos, donde por entonces se estaba librando una guerra entre la guerrilla izquierdista y los Estados Unidos. En aquella época, numerosos hijos de altos funcionarios marchaban a luchar contra los norteamericanos en Laos y Vietnam, para lo cual atravesaban la frontera clandestinamente, ya que el Gobierno lo prohibía. Desilusionados por la Revolución Cultural, aquellos jóvenes confiaban en recuperar la adrenalina de años anteriores atacando a los «imperialistas de Estados Unidos».
Un día, poco después de su llegada a Laos, Wen oyó la alarma que indicaba la proximidad de aviones norteamericanos. Fue el primero en dar un salto y salir a combatir pero, en su inexperiencia, pisó una mina enterrada por sus propios camaradas y voló por los aires hecho pedazos. Mi último recuerdo de él son sus ojos, doloridos y perplejos, contemplándome desde la esquina de una embarrada calle de Chengdu.
Entretanto, mi familia se vio diseminada. El 17 de octubre de 1969, Lin Biao declaró el país en estado de guerra, sirviéndose para ello como pretexto de los enfrentamientos que se habían producido ese mismo año en la frontera con la Unión Soviética. Invocando la necesidad de evacuación, envió a sus oponentes al Ejército y expulsó de la capital a los líderes que habían caído en desgracia, sometiéndolos a detención o arresto domiciliario en distintas partes de China. Los Comités Revolucionarios aprovecharon la oportunidad para acelerar la deportación de «indeseables». Los quinientos miembros del Distrito Oriental al que pertenecía mi madre fueron expulsados de Chengdu y enviados a un lugar del interior de Xichang conocido como la Llanura del Guardián de los Búfalos. Mi madre fue autorizada a pasar diez días en casa para organizar la partida. A Xiao-hei y Xiao-fang los puso en un tren con destino a Yibin. Aunque la tía Jun-ying se encontraba medio paralizada, había allí otros tíos y tías que podrían ocuparse de ellos. Jin-ming había sido enviado por su escuela a una comuna situada a ochenta kilómetros al nordeste de Chengdu.
Al mismo tiempo, Nana, mi hermana y yo encontramos por fin una comuna dispuesta a aceptarnos en un condado llamado Deyang, no demasiado lejos de donde Jin-ming se encontraba. Lentes, el novio de mi hermana, tenía un colega en aquel condado dispuesto a afirmar que éramos sus primas. Algunas de las comunas de la zona necesitaban más brazos para las labores del campo. Aunque no teníamos pruebas de nuestro parentesco, nadie hizo ninguna pregunta. Lo único que importaba era que éramos -o prometíamos ser- mano de obra adicional.
Fuimos asignadas a dos equipos de producción distintos debido a que ningún equipo podía dar cabida a más de dos personas. Nana y yo nos unimos a uno de ellos y mi hermana ingresó en otro situado a cinco horas de marcha a lo largo de un camino formado en gran parte por las aristas de cincuenta centímetros de anchura que dividen las plantaciones de arroz.
Las siete personas que componíamos mi familia nos hallábamos dispersas en seis lugares distintos. Xiao-hei se alegró de abandonar Chengdu, ya que el nuevo libro de texto de lengua china de su escuela -redactado por algunos de los maestros y miembros del equipo de propaganda de la localidad- contenía una condena nominativa de mi padre y Xiao-hei se sentía aislado y maltratado por sus compañeros.
A comienzos del verano de 1969, los miembros de su escuela habían sido enviados a los campos de las afueras de Chengdu para ayudar en las tareas de recolección. Los chicos y las chicas dormían por separado en dos grandes naves. Al anochecer, los senderos que dividían los arrozales solían verse frecuentados por jóvenes parejas que paseaban bajo la bóveda del firmamento cuajado de estrellas. El amor despertaba con frecuencia, y mi hermano no fue una excepción. Empezó a sentirse atraído por una de las muchachas que componían su grupo. Tras hacer acopio de valor durante varios días, se acercó nerviosamente a ella en un momento en que estaban segando trigo y le ofreció dar un paseo aquella noche. La muchacha inclinó la cabeza y no dijo nada, lo que Xiao-hei interpretó como una señal de «consentimiento tácito», mo-xu.
Reclinado sobre un almiar de paja bajo la luz de la luna, Xiao-hei aguardaba agitado por la ansiedad y el anhelo de todo primer amor cuando, de repente, oyó un silbido. Apareció un grupo de muchachos de su clase que comenzaron a empujarle e insultarle. Por fin, le taparon la cabeza con una chaqueta y empezaron a golpearle y a propinarle patadas. Xiao-hei consiguió liberarse y corrió tambaleándose hasta la puerta de uno de los maestros gritando en demanda de ayuda. El maestro abrió la puerta, pero se limitó a empujarle para que se marchara, diciendo: «¡No puedo ayudarte! ¡No te atrevas a regresar aquí!»
Demasiado asustado para regresar al campamento, Xiao-hei pasó la noche oculto en un almiar. Comprendía que había sido su «amada» la que había llamado a aquellos matones: se había sentido insultada por el hecho de que el hijo de un «contrarrevolucionario y seguidor del capitalismo» hubiera tenido la audacia de fijarse en ella.
Cuando regresó a Chengdu, Xiao-hei acudió a los miembros de su pandilla en busca de ayuda. Éstos comparecieron en la escuela haciendo ostentación de sus músculos y acompañados de un gigantesco perro de presa y arrojaron al jefe de los matones al exterior del aula. El muchacho temblaba, y su rostro adquirió un tono ceniciento. Sin embargo, antes de que la pandilla se empleara a fondo con él, Xiao-hei sintió compasión y rogó a su timonel que le dejaran ir.
La compasión se había convertido en un sentimiento impropio, y se contemplaba como un signo de estupidez. En consecuencia, Xiao-hei se vio a partir de entonces más hostigado que nunca. Tímidamente, recurrió una vez más a la ayuda de sus compañeros de pandilla, pero éstos le dijeron que no pensaban ayudar a un «renacuajo».
Xiao-hei acudió a su nueva escuela de Yibin temeroso de sufrir nuevas agresiones. Para su sorpresa, sin embargo, obtuvo un recibimiento cálido, casi emotivo. Los maestros, los miembros del equipo de propaganda que administraba el colegio, los alumnos, todos parecían haber oído hablar de mi padre y se referían a él con franca admiración. Xiao-hei adquirió inmediatamente un prestigio especial. La muchacha más guapa del colegio comenzó a salir con él. Incluso los bravucones más temibles le trataban con respeto. Resultaba evidente que mi padre era un personaje reverenciado en Yibin a pesar de que todos sabían que había caído en desgracia y que los Ting estaban en el poder. La población de Yibin había sufrido terriblemente bajo los Ting. Miles habían muerto o habían resultado heridos como consecuencia de las torturas y de las luchas entre facciones. Un amigo de la familia había logrado escapar de la muerte gracias a que sus hijos acudieron al depósito para recoger el cadáver y advirtieron que aún respiraba.
Los habitantes de Yibin habían desarrollado una intensa nostalgia de los días de paz, de los funcionarios que no abusaban de su poder y de un gobierno dedicado a poner las cosas en funcionamiento. El foco principal de la misma se centraba en los primeros años de la década de los cincuenta, época en la que mi padre había sido gobernador. Había sido entonces cuando los comunistas habían alcanzado sus mayores cotas de popularidad: poco después de sustituir al Kuomintang, cuando terminaron con el hambre y establecieron la ley y el orden, si bien -eso sí- antes de iniciar sus incesantes campañas políticas (y de ocasionar su propia penuria como resultado de las instrucciones de Mao). La población identificaba la imagen de mi padre con los días buenos del pasado. Se le contemplaba como el prototipo de buen funcionario en contraste con la figura de los Ting.
Gracias a él, Xiao-hei pudo disfrutar de su estancia en Yibin, aunque no aprendió gran cosa en la escuela. El material de enseñanza aún se reducía a las obras de Mao y a los artículos del Diario del Pueblo, y nadie ejercía autoridad alguna sobre los estudiantes, ya que Mao no había anulado su llana condena de los sistemas formales de educación.
Los maestros y los miembros del equipo obrero de propaganda intentaron reclutar la ayuda de Xiao-hei para imponer la disciplina en su clase, pero en este caso incluso la reputación de mi padre se mostró insuficiente, y Xiao-hei fue condenado al ostracismo por algunos de los muchachos, quienes le consideraron un «lacayo» del maestro. Se inició una campaña de chismorreos en los que se afirmaba que había besado a su novia bajo las farolas de la calle, lo que se consideraba un crimen burgués. Xiao-hei perdió su posición privilegiada y fue obligado a redactar autocríticas y a manifestar su propósito de llevar a cabo una reforma del pensamiento. Un día, la madre de la muchacha hizo acto de presencia reclamando un examen médico para comprobar la castidad de su hija. Tras protagonizar una violenta escena, se llevó a la joven de la escuela.
En la clase había un muchacho con quien Xiao-hei mantenía una estrecha amistad, un joven de diecisiete años sumamente popular que, sin embargo, tenía un punto débil: su madre nunca había llegado a contraer matrimonio, pero había tenido cinco hijos, todos ellos de padres diferentes y desconocidos, lo que resultaba notablemente inusual en una sociedad en la que la «ilegitimidad» constituía un grave estigma a pesar de haber sido abolida formalmente. Por fin, había terminado por ser humillada públicamente como «mal elemento» durante una de las frecuentes cazas de brujas. El muchacho se sentía profundamente avergonzado de su madre, y en privado reveló a Xiao-hei que la odiaba. Un día, la escuela anunció la concesión de un premio al mejor nadador (pues Mao era aficionado a la natación), y el amigo de Xiao-hei fue nominado unánimemente por sus compañeros para el galardón. Sin embargo, cuando se anunció el nombre del ganador, éste resultó ser otro. Aparentemente, una joven profesora había puesto objeciones: «No podemos entregárselo a él. Su madre es un “zapato desgastado”.»
Cuando el muchacho se enteró de aquello, empuñó un cuchillo de cocina e irrumpió en el despacho de la profesora. Alguien le detuvo, y ella aprovechó para escabullirse y buscar refugio. Xiao-hei sabía bien hasta qué punto el incidente había herido a su amigo y, por primera vez, el muchacho en cuestión fue visto sollozando desconsoladamente en público. Aquella noche, Xiao-hei y algunos de sus otros compañeros velaron junto a él intentando consolarle, pero al día siguiente el joven desapareció. Su cadáver apareció posteriormente en las orillas del río de las Arenas Doradas. Se había atado las manos antes de arrojarse al agua. La Revolución Cultural no sólo no hizo nada por modernizar los aspectos medievales de la cultura china, sino que incluso confirió respetabilidad política a los mismos. La dictadura «moderna» y la antigua intolerancia se nutrían mutuamente. Cualquiera que se enfrentara con las ancestrales actitudes conservadoras podía convertirse en una víctima política.
Mi nueva comuna de Deyang se hallaba en una zona de colinas bajas salpicada de matorrales y eucaliptos. La mayor parte de la tierra cultivable era de buena calidad, y producía dos cosechas anuales de importancia, de trigo y arroz respectivamente. Las verduras, la colza y las batatas prosperaban en abundancia. Tras la experiencia de Ningnan, mi mayor alivio fue no tener que trepar continuamente y poder respirar con normalidad después de haberme visto obligada a jadear sin descanso. No me importaba el hecho de que en Deyang cualquier trayecto implicara tener que caminar tambaleándose por las estrechas y embarradas aristas de los arrozales. A menudo resbalaba y caía sentada, y algunas veces, al intentar aferrarme a algo, empujaba a la persona que caminaba delante de mí -generalmente Nana- al interior de uno de los arrozales. Tampoco me importaba otro de los peligros de caminar por la noche: la posibilidad de ser atacada por los perros, muchos de los cuales estaban rabiosos.
Al principio hubimos de instalarnos junto a una pocilga. Por la noche nos quedábamos dormidas al arrullo de una sinfonía de gruñidos, zumbidos de mosquitos y ladridos de perros. Nuestra habitación se hallaba impregnada por un olor permanente a estiércol de cerdo y a incienso antimosquitos. Al cabo de una temporada, el equipo de producción construyó para Nana y para mí una choza de dos habitaciones en una parcela de terreno que hasta entonces se había utilizado para cortar bloques de arcilla. El terreno era más bajo que el de los arrozales que se extendían al otro lado del estrecho sendero y en primavera y verano, cuando éstos se llenaban de agua o caía un chaparrón, nuestro suelo de barro comenzaba a rezumar un agua pantanosa. Nana y yo nos veíamos obligadas a quitarnos los zapatos, remangarnos las perneras y vadear hasta el interior de nuestra vivienda. Afortunadamente, la cama de matrimonio que compartíamos estaba construida sobre patas elevadas, lo que nos permitía dormir a algo más de medio metro por encima del lodo. Cada vez que nos metíamos en la cama teníamos que instalar un cuenco de agua limpia sobre un taburete, subirnos a él y lavarnos los pies. Como resultado de tan húmedas condiciones de vida, los huesos y los músculos me dolían constantemente.
Sin embargo, la vida en la cabaña también tenía aspectos divertidos. Cuando se retiraban las aguas, comenzaban a brotar champiñones bajo la cama y en las esquinas de la estancia. Con un poco de imaginación, el suelo de nuestra vivienda parecía extraído de un cuento de hadas. En cierta ocasión dejé caer una cucharada de guisantes sobre el suelo, y al concluir la siguiente inundación un macizo de delicados pétalos sostenidos por esbeltos tallos se desplegó como si quisiera despertar a los rayos de sol que penetraban por la abertura que, en la pared de madera, hacía las veces de ventana.
El paisaje se me antojaba perpetuamente mágico. Al otro lado de la puerta teníamos el estanque del pueblo, cubierto de lotos y nenúfares. El sendero que partía de la cabaña conducía a un desfiladero entre las colinas, de aproximadamente cien metros de altura, tras el que el sol se ponía todas las tardes enmarcado por negras formaciones rocosas. Antes de la caída de la noche, una neblina plateada flotaba sobre los campos que las bordeaban. Hombres, mujeres y niños regresaban caminando al pueblo tras su jornada de trabajo envueltos por la bruma del atardecer y cargados con cestas, azadas y hoces, y su llegada era recibida por los ladridos y los brincos de sus perros. Parecían acudir navegando sobre las nubes. De los tejados de paja de las chozas se elevaban espirales de humo, y podía oírse el chasquido de los barriles de madera al golpear el pretil de piedra del pozo cuando los habitantes acudían a él para proveerse de agua para la cena. Escuchábamos también las potentes voces de la gente que charlaba junto a los bosquecillos de bambú. Los hombres permanecían agachados, fumando sus largas y delgadas pipas. Las mujeres ni fumaban ni se agachaban, ya que ambas cosas se consideraban tradicionalmente impropias de éstas, y ningún miembro de la China «revolucionaria» había mencionado la posibilidad de modificar tal actitud.
Fue en Deyang donde aprendí cómo viven realmente los campesinos chinos. Cada día comenzaba con la adjudicación de tareas por parte de los jefes de los equipos de producción. Todos los campesinos tenían que trabajar, y cada uno de ellos recibía un número determinado de «puntos de trabajo» (gong-jen) a cambio de su labor diaria. El número de puntos de trabajo acumulados constituía un elemento de gran importancia durante la distribución que se realizaba a finales de año. En ella, los campesinos obtenían de su equipo de producción alimentos, combustible y otras necesidades cotidianas, así como una pequeña cantidad de dinero en metálico. Concluida la cosecha, el equipo de producción entregaba parte de la misma al Estado en concepto de impuestos, y el resto se dividía. En primer lugar se entregaba una cantidad igual a todos los hombres, y aproximadamente una cuarta parte menos a las mujeres. Los niños menores de tres años recibían media porción. Dado que tampoco los niños que apenas rebasaban esa edad podían consumir la ración de un adulto, convenía tener cuantos más hijos mejor. El sistema funcionaba como un eficaz desincentivador del control de la natalidad.
Lo que restaba de la cosecha se distribuía según el número de puntos de trabajo obtenidos por cada uno. Dos veces al año, todos los campesinos se reunían para determinar el número de puntos de trabajo diarios de cada uno. Se trataba de reuniones a las que no faltaba nadie. Al final, la mayor parte de los jóvenes y adultos recibían diez puntos diarios, y las mujeres ocho. Uno o dos, reconocidos por todos como los más fuertes, recibían un punto extra. Los «enemigos de clase» tales como el antiguo terrateniente del poblado y su familia obtenían un par de puntos menos que los demás a pesar de que trabajaban con el mismo tesón y de que a menudo se les encomendaban las labores más duras. Nana y yo, siendo como éramos inexpertas «jóvenes de ciudad», obteníamos tan sólo cuatro puntos, los mismos que los chiquillos que apenas habían alcanzado la adolescencia. Se nos dijo que era sólo «para empezar», pero mi cupo nunca fue aumentado.
Dado que apenas existía variación en el número de puntos diarios obtenidos por cada uno dentro de las distintas categorías y géneros, el número de puntos de trabajo acumulados dependía más del número de días trabajados que de la calidad del trabajo. Ello constituía un constante motivo de resentimiento entre los habitantes del poblado, así como un importante obstáculo para la eficacia de la labor común. Día tras día, los campesinos escudriñaban su alrededor para comprobar cómo trabajaban los demás por si acaso alguien se estaba aprovechando de ellos. Nadie quería trabajar con más ahínco que otros que recibían el mismo número de puntos. Las mujeres experimentaban una profunda amargura al contemplar cómo algunos hombres realizaban las mismas tareas que ellas pero recibían dos puntos más. Las discusiones eran constantes.
A menudo nos pasábamos diez horas en el campo para realizar una tarea que habría podido llevarse a cabo en cinco. Sin embargo, había que cumplir aquellas diez horas para que se nos contara un día completo. Trabajábamos a cámara lenta, y yo observaba constantemente el sol en espera de su descenso mientras contaba los minutos que faltaban hasta que sonara el silbato que señalaba la conclusión de la jornada. No tardé en descubrir que el aburrimiento podía ser tan agotador como el trabajo más duro.
Allí, al igual que en Ningnan y gran parte de Sichuan, no había maquinaria alguna. Los métodos de labranza eran aproximadamente los mismos que habían imperado dos mil años atrás, con excepción de la existencia de algunos fertilizantes químicos que el equipo recibía del Gobierno a cambio de grano. No había prácticamente animales de labor; tan sólo algunos carabaos que se utilizaban para el arado. Todo lo demás, incluyendo el transporte de agua, estiércol, combustible, verduras y grano se realizaba enteramente a mano, cargando la mercancía sobre los hombros en cestas de bambú o en barriles de madera sujetos por una larga vara. Mi mayor problema se presentaba a la hora de acarrear pesos. Tenía el hombro derecho permanentemente hinchado y dolorido por las cargas de agua que debía transportar desde el pozo hasta la casa. Cada vez que algún joven admirador venía a vernos, yo procuraba mostrar tal impresión de desvalimiento que el visitante nunca dejaba de ofrecerse para llenarnos el depósito de agua. Y no sólo el depósito: también las jarras, los cuencos y hasta las tazas.
El jefe del equipo fue lo bastante considerado como para dejar de encargarme del transporte de cosas, y en lugar de ello me envió a realizar tareas «ligeras» en compañía de los niños y de las mujeres ancianas y embarazadas. Sin embargo, tales labores no siempre me resultaban tan ligeras. Esparcir estiércol era una actividad que no tardaba en dejarme los brazos doloridos, a lo que había que añadir las náuseas que me producía el espectáculo de los gruesos gusanos que nadaban en su superficie. La recolección del algodón en aquellos campos blancos y relucientes quizá puede sugerir una imagen idílica, pero yo no tardé en darme cuenta de lo dura que resultaba dicha tarea bajo el sol implacable, con temperaturas de más de treinta grados y una intensa humedad, rodeada de erizadas ramas que llenaban mi cuerpo de rasguños.
Prefería el trasplante de los brotes de arroz. Se trataba de una labor considerada sumamente dura debido a que había que permanecer constantemente inclinado, y al concluir la jornada hasta los trabajadores más resistentes solían quejarse de que no podían enderezar la espalda. A mí, sin embargo, me encantaba sentir el agua fresca en las piernas bajo aquel calor insoportable, y disfrutaba de la contemplación de las hileras de tiernos retoños verdes y del suave lodo bajo mis pies desnudos, cuyo contacto me proporcionaba cierto placer sensual. Lo único que realmente me molestaba eran las sanguijuelas. Mi primer encuentro con ellas fue un día en que sentí algo que me cosquilleaba en la pierna. Al alzarla para rascarme pude ver una criatura gruesa y resbaladiza que inclinaba la cabeza en un afanoso intento por hundirla en mi piel y dejé escapar un fuerte grito. Una joven campesina que trabajaba no lejos de mí soltó una risita, divertida por mis escrúpulos. Sin embargo, se aproximó a donde yo estaba y me golpeó la pierna por encima de la sanguijuela, que se desprendió y cayó al agua con un chapoteo.
En las mañanas de invierno aprovechaba el intervalo de dos horas previo al desayunó para trepar por las colinas en busca de leña acompañada por el resto de mujeres consideradas más débiles. En las colinas apenas crecían árboles, e incluso los matorrales eran escasos y aparecían desperdigados. A menudo teníamos que recorrer largos trayectos. Asiendo las plantas con la mano libre, cortábamos las ramas con una hoz. Los arbustos se hallaban erizados de espinas, varias de las cuales se las arreglaban invariablemente para incrustarse en mi palma y mi muñeca izquierdas. Al principio, solía emplear largo rato en intentar extraerlas, hasta que por fin me acostumbré a esperar que salieran por sí mismas al ceder la hinchazón que ocasionaban.
Recogíamos lo que los campesinos llaman «combustible de plumas», aunque su incineración resultaba prácticamente inútil, ya que ardían instantáneamente. En cierta ocasión en que mencioné la mala fortuna de no contar con árboles como es debido, las mujeres que estaban conmigo me revelaron que no siempre había sido así. Antes del Gran Salto Adelante, dijeron, aquellas colinas habían estado cubiertas de pinos, eucaliptos y cipreses, pero todos habían sido cortados para alimentar los hornos de patio en los que se producía el acero. Me lo contaron con tono apacible, sin mostrar amargura alguna, como si no constituyera el origen de su batalla cotidiana en busca de combustible. Parecían considerarlo como una calamidad más que la vida había arrojado sobre ellas. Yo, sin embargo, me sentí conmocionada al comprobar por primera vez y con mis propios ojos las catastróficas consecuencias del Gran Salto Adelante, episodio que me había sido relatado como un «glorioso éxito».
Descubrí muchas otras cosas. Se organizó una sesión de «airear amarguras» para que los campesinos describieran los sufrimientos que habían padecido bajo el Kuomintang y para generar sentimientos de gratitud hacia Mao, especialmente entre las generaciones más jóvenes. Algunos campesinos refirieron una niñez dominada por el hambre, lamentándose de que sus propios hijos estuvieran tan mimados que hubiera que presionarles para que terminaran su comida.
A continuación, la conversación pasó a centrarse sobre una determinada época de penuria. Describieron cómo se habían visto forzados a consumir hojas de batata y a cavar en las grietas que dividían los campos con la esperanza de encontrar algunas raíces. Mencionaron los numerosos fallecimientos acaecidos en el poblado, y sus historias lograron que se me saltaran las lágrimas. Tras expresar cuánto detestaban al Kuomintang y cuánto amaban al presidente Mao, los campesinos comentaron que la hambruna había tenido lugar en «la época de formación de las comunas». De repente, se me ocurrió que la penuria de la que me hablaban había tenido lugar bajo el régimen comunista. ¡Habían confundido los dos regímenes! Pregunté:
– ¿No ocurrieron durante aquella época catástrofes naturales imprevistas? ¿No fue éste acaso el motivo del problema?
– Oh, no -me respondieron-. No pudo haber hecho mejor tiempo, y el grano abundaba en los campos. Pero ese hombre -añadieron, señalando a un tipo rastrero de unos cuarenta años de edad- ordenó a todos que fabricaran acero, y la mitad de la cosecha se pudrió en el campó. Él, sin embargo, nos decía que no nos preocupáramos: ahora vivíamos en el paraíso comunista, y no teníamos necesidad de inquietarnos por la comida. Hasta entonces, cuando comíamos en la cantina comunitaria, habíamos tenido incluso que controlar nuestra dieta; tirábamos las sobras e incluso arrojábamos preciosos puñados de arroz a los cerdos. Pero luego la cantina dejó de dar comidas y él dispuso guardias a la salida del almacén. El resto del grano había de ser enviado a Pekín y Shanghai… allí, por lo visto, había extranjeros.
Poco a poco, la imagen general fue tomando forma. El individuo al que se referían había sido jefe del equipo de producción durante el Gran Salto Adelante. Él y sus secuaces habían destrozado los woks y los fogones de los campesinos para que éstos no pudieran cocinar en casa y sus utensilios pudieran servir de alimento a los hornos. A continuación, había informado de la existencia de cosechas exageradas, con el resultado de que los impuestos habían sido elevados hasta arrebatar a los campesinos los últimos mendrugos que les quedaban. Cientos de ellos habían muerto. Al concluir la penuria, fue responsabilizado de todas las calamidades sufridas por el poblado, y la comuna permitió a los aldeanos votar su destitución y etiquetarle como «enemigo de clase».
Al igual que la mayoría de los enemigos de clase, no fue encarcelado, sino que se le mantuvo bajo vigilancia por parte de sus conciudadanos. Se trataba de un procedimiento típico de Mao, consistente en mantener a sus enemigos entre la población de tal modo que ésta siempre contara con alguna figura visible en la que depositar su odio. Cada vez que se iniciaba una nueva campaña, aquel hombre era incluido en el grupo de «sospechosos habituales» que la población reunía y atacaba. Siempre se le asignaban los peores trabajos, y tan sólo se le concedían siete puntos al día, tres menos que a la mayoría de sus compañeros. Nunca vi a nadie dirigirse a él, y varias veces fui testigo de cómo los niños del pueblo atacaban a sus hijos a pedradas.
Los campesinos agradecían al presidente Mao el haberle castigado. Nadie ponía en duda su culpabilidad ni su grado de responsabilidad. Un día, logré llevarle aparte y le pedí en privado que me relatara su historia. El hombre dio muestras de un agradecimiento patético ante mi interés. «Yo cumplía órdenes -decía una y otra vez-. Tenía que cumplir mis órdenes…» Por fin, suspiró: «Claro está que no deseaba perder mi puesto, ya que otro lo hubiera ocupado en mi lugar. ¿Qué hubiera sido entonces de mí y de mis hijos? Probablemente hubiéramos muerto de hambre. La jefatura de un equipo de producción no es un cargo excesivamente importante, pero al menos quienes lo desempeñan son los últimos en morir.»
Sus palabras y los relatos de los campesinos produjeron en mí una profunda conmoción. Era la primera vez que se me descubría el aspecto más sórdido de la China comunista anterior a la Revolución Cultural. El panorama era completamente distinto al que habían presentado las versiones oficiales. En aquellas colinas y campos de Deyang, mis dudas acerca del régimen comunista se hicieron aún más profundas.
A veces me he preguntado si Mao sabía lo que hacía al poner a la privilegiada juventud urbana de China en contacto con la realidad. Opino, sin embargo, que se encontraba convencido de que la mayor parte de la población se mostraría incapaz de alcanzar deducciones racionales a partir de la información fragmentada de que disponía. De hecho, yo misma apenas era capaz de experimentar sino vagas dudas a mis dieciocho años, y nunca hubiera podido realizar un análisis explícito del régimen. Por mucho que detestara la Revolución Cultural, mi mente aún era incapaz de dudar de Mao.
En Deyang -al igual que en Ningnan- pocos campesinos eran capaces de leer los artículos más sencillos en los periódicos ni de escribir una carta rudimentaria. Muchos de ellos ni siquiera sabían escribir su propio nombre. La primera iniciativa comunista por terminar con el analfabetismo se había visto ahogada por las incesantes cazas de brujas. En otro tiempo, la población había contado con una escuela elemental financiada por la comuna, pero al comenzar la Revolución Cultural los chiquillos habían aprovechado la oportunidad de atacar a su maestro a placer. Le habían obligado a desfilar por el pueblo con varios woks de hierro apilados pesadamente sobre la cabeza y con el rostro tiznado de hollín. En cierta ocasión les había faltado poco para partirle el cráneo. Desde entonces, nadie se había dejada persuadir para encargarse de la enseñanza.
La mayor parte de los campesinos no echaban de menos la existencia de la escuela. «¿De qué sirve? -solían decir-. Uno se pasa la vida pagando y leyendo y al final sigue siendo un campesino obligado a ganarse el sustento con el sudor de su frente. Nadie obtiene un solo grano de arroz adicional por ser capaz de leer un libro. ¿Para qué malgastar el tiempo y el dinero? Resulta mucho más útil dedicarse a ganar los puntos de trabajo diarios.»
La virtual imposibilidad de lograr cualquier ocasión de mejorar el futuro y la cuasi inmovilidad a la que se hallaba destinado cualquiera procedente de una familia campesina despojaba a la cultura de todo incentivo. Los niños en edad escolar solían quedarse en casa para ayudar a sus padres en el trabajo o cuidar de sus hermanos y hermanas más pequeños. Salían al campo apenas alcanzaban la adolescencia. En cuanto a las niñas, los campesinos consideraban que enviarlas a la escuela era una completa pérdida de tiempo: «Luego se casan y pasan a pertenecer a otra familia. Es como derramar agua sobre el polvo.»
La Revolución Cultural alardeaba de haber proporcionado educación a los campesinos por medio de las clases vespertinas. Un día, mi equipo de producción anunció que comenzarían a celebrarse dichas clases, y solicitó de Nana y de mí que ejerciéramos como maestras. Yo me mostré encantada. No obstante, ya en la primera clase advertí que aquello no tenía nada de educativo.
Las clases comenzaban invariablemente con una solicitud del jefe del equipo de producción para que Nana y yo leyéramos escritos de Mao y otros artículos del Diario del Pueblo. A continuación, pronunciaba un discurso de una hora empleando la última terminología política e hilando sus términos en largas frases ininteligibles. De vez en cuando emitía órdenes específicas, todas ellas solemnemente pronunciadas en nombre de Mao. «El presidente Mao dice que debemos consumir diariamente dos colaciones de gachas de arroz y tan sólo una de arroz sólido.» «El presidente Mao dice que no debemos malgastar las batatas dándoselas a los cerdos.»
Después de cada jornada de trabajo, los campesinos tenían la mente concentrada en sus asuntos domésticos. Las tardes tenían para ellos una enorme importancia, pero nadie osaba faltar a las clases. Se limitaban a permanecer allí sentados, y algunos terminaban por dormitar en silencio. Cuando vi que aquella clase de educación -destinada más a idiotizar a la gente que a ilustrarla- iba desapareciendo gradualmente, no lo sentí en absoluto.
Desprovistos de educación alguna, los campesinos vivían en un mundo dolorosamente estrecho. Sus conversaciones solían girar en torno a detalles nimios de la vida cotidiana. Una mujer podía pasarse toda una mañana protestando por el hecho de que su cuñada hubiera utilizado diez paquetes de combustible de pluma para preparar el desayuno cuando ella podía habérselas arreglado con nueve (el combustible, como todo lo demás, era un bien compartido). Otra gruñía durante horas quejándose de que su suegra ponía demasiadas batatas con el arroz (ya que este último se consideraba un alimento más escaso y exquisito que las primeras). Aunque yo sabía que no era culpa de ellas poseer un horizonte tan restringido, no podía por menos de encontrar aquellas conversaciones insoportables.
Uno de los temas constantes de chismorreo era, por supuesto, el sexo. Al pueblo contiguo al nuestro había sido asignada una mujer de veinte años llamada Mei procedente de la capital del condado de Deyang. Se decía que se había acostado con numerosos jóvenes de la ciudad, así como con varios campesinos, y cada cierto tiempo alguien acudía al campo con una nueva historia indecente de la que ella era la protagonista. Se rumoreaba que estaba embarazada y que solía atarse fuertemente la cintura para disimularlo. En su esfuerzo por demostrar que no se encontraba encinta de un «bastardo», Mei realizaba deliberadamente todas aquellas tareas que se suponía que una mujer embarazada no debía llevar a cabo, tales como transportar cargas pesadas. Un día, alguien descubrió el cadáver de un bebé entre los arbustos cercanos a uno de los riachuelos de su poblado. Todo el mundo afirmó que era de ella. Nadie sabía si había nacido vivo o muerto. El jefe de su equipo de producción ordenó cavar un hoyo en el que enterrar al niño y el tema se dio por concluido, si bien el episodio hizo que se acrecentaran los rumores.
Aquella historia me conmocionó, pero me esperaban otras sorpresas. Uno de mis vecinos tenía cuatro hijas, todas ellas hermosas muchachas de piel oscura y ojos redondeados. Los lugareños, sin embargo, no las consideraban guapas. Demasiado morenas, decía la gente. En gran parte de la campiña china, la tez pálida constituía el principal criterio de belleza. Cuando llegó el momento de casar a la hija mayor, el padre decidió buscar un yerno que acudiera a vivir con ellos. De ese modo, no sólo conservaría los puntos de trabajo de su hija sino que obtendría dos brazos más para ayudarle. Normalmente, se procuraba que las muchachas se casaran con miembros de familias de hombres, y se consideraba una gran humillación que un hombre ingresara mediante el matrimonio en una familia de mujeres. Nuestro vecino, no obstante, terminó por encontrar un joven procedente de una zona montañosa muy pobre que se mostraba desesperado por salir de su lugar de origen, lo que tan sólo podría conseguir mediante el matrimonio. Ni que decir tiene que el muchacho ingresó en la familia con una categoría ínfima, y a menudo podíamos oír cómo su suegro le insultaba a gritos. En ocasiones decidía caprichosamente que su hija durmiera sola tan sólo para atormentar al joven. Ella no osaba discutir sus órdenes debido a que la piedad filial, sumamente arraigada entre los valores éticos confucianos, dictaba que los hijos deben obedecer a sus padres. Por otra parte, no hubiera estado bien visto que demostrara interés por dormir con un hombre, ni siquiera con su marido, ya que se consideraba vergonzoso que una mujer llegara a disfrutar del sexo. Una mañana, me despertó una enorme algarabía que penetraba por la ventana. De un modo u otro, el joven se había hecho con unas cuantas botellas de alcohol de batata y las había apurado una detrás de otra. Su suegro la había emprendido a patadas contra la puerta de su dormitorio para sacarle de allí y enviarle a trabajar pero, cuando finalmente logró derribar la puerta, el yerno estaba muerto.
Un día en que mi equipo de producción estaba ocupado en la fabricación de tallarines de guisantes, uno de sus miembros me pidió que le prestara mi palangana de esmalte para transportar agua. Aquel día, los tallarines se desintegraron en una masa informe. La muchedumbre excitada y expectante que se había congregado en torno al barril de los tallarines comenzó a proferir sonoros murmullos cuando me vio llegar, y todos cuantos la componían me dirigieron airadas miradas de repugnancia. Más tarde, algunas mujeres me dijeron que los lugareños me echaban la culpa de la poca consistencia de los tallarines. Decían que debía de haber utilizado la palangana para lavarme durante el período de menstruación. También me dijeron que tenía suerte de ser una joven de ciudad. De haber sido una de ellos, los hombres del poblado me hubieran propinado una buena paliza.
En otra ocasión, un grupo de jóvenes que pasaron por nuestro poblado transportando cestos de batatas se detuvieron a descansar en un camino estrecho. Sus varas de acarreo habían quedado tendidas en el suelo, obstaculizando el paso, por lo que me vi obligada a saltar por encima de una de ellas. De repente, uno de los jóvenes se puso en pie de un salto, asió su vara y se enfrentó a mí con expresión de ferocidad. Creí que iba a golpearme. Posteriormente, me enteré por otros campesinos que se hallaba convencido de que le saldrían llagas en los hombros si una mujer pasaba por encima de su vara. Así, tuve que saltarla de nuevo en sentido inverso «para neutralizar el veneno». Durante todo el tiempo que pasé en el campo, no advertí jamás un solo intento por corregir tan deformadas creencias… de hecho, nadie las mencionaba siquiera.
La persona más cultivada de mi equipo de producción era el antiguo terrateniente. Desde siempre se me había condicionado para contemplar a los terratenientes como seres malvados, y ahora, para mi desazón inicial, descubrí que con quienes mejor me llevaba era con aquella familia. No guardaban la menor similitud con los modelos de los que habían intentado imbuirme. El marido no poseía ojos crueles y sádicos, y su mujer no meneaba el trasero ni adoptaba un tono meloso al hablar para parecer más seductora.
Algunas veces, cuando estábamos solos, él me hablaba acerca de sus calamidades. «Chang Jung -dijo en cierta ocasión-, sé que eres una buena persona. También debes de ser una persona razonable, puesto que has leído libros, así que podrás juzgar si esto es justo.» A continuación, me reveló el motivo por el que había sido clasificado como terrateniente. Había trabajado como camarero en Chengdu en 1948, y había logrado ahorrar algo de dinero a base de no malgastar ni un céntimo. En aquella época, algunos terratenientes con visión de futuro habían comenzado a vender baratas sus tierras, pues intuían la llegada de la reforma agraria que tendría lugar tan pronto como los comunistas alcanzaran Sichuan. El camarero carecía de astucia política, por lo que adquirió algunas tierras creyendo que había encontrado una ganga. Sin embargo, no sólo perdió la mayor parte de ellas en la reforma agraria sino que se convirtió además en un enemigo de clase. «¡Ay! -exclamó con resignación, refiriéndose a una cita clásica-. Un solo desliz ha sido el causante de mil años de amargura.»
Los lugareños no parecían demostrar hostilidad alguna hacia el terrateniente y su familia, si bien procuraban mantenerse a distancia de ellos. Sin embargo, al igual que solía ocurrir con los «enemigos de clase», siempre les adjudicaban las tareas que nadie quería realizar. Sus dos hijos, además, obtenían un punto de trabajo menos que él resto de los hombres a pesar de ser los más trabajadores del poblado. Ambos me parecían considerablemente inteligentes, así como las dos personas más refinadas de cuantas me rodeaban. Destacaban especialmente por su dulzura y amabilidad, y pronto me sentí más próxima a ellos que a ninguna otra persona joven del poblado. Sin embargo, y a pesar de sus cualidades, ninguna muchacha deseaba contraer matrimonio con ellos. Su madre me contó cuánto dinero había gastado en adquirir presentes para las escasas jóvenes que las celestinas les habían presentado. Las muchachas aceptaban las ropas y el dinero y luego desaparecían. Ante aquello, cualquier otro campesino podría haber reclamado la devolución de los regalos, pero la familia de un terrateniente no podía hacer nada al respecto. Con frecuencia, emitía largos y sonoros suspiros quejándose del hecho de que sus hijos apenas podían albergar esperanza alguna de un matrimonio decente. No obstante, añadió, encaraban su desgracia con alegría, y tras cada desengaño procuraban animarla, ofreciéndose a trabajar en días de mercado para recuperar el dinero que habían costado los regalos.
Todas aquellas tribulaciones me fueron reveladas sin dramatismo o emotividad excesivos. Allí, una tenía la sensación de que incluso las muertes más trágicas no eran sino como piedras que caen en un estanque: el chapoteo y las ondas que producían no tardaban en apaciguarse.
La placidez del poblado y la silenciosa profundidad de las noches que pasaba en mi húmedo hogar me proporcionaron numerosas ocasiones de leer y de reflexionar. Al llegar a Deyang, Jin-ming me había dado varias maletas de libros del mercado negro que había podido acumular gracias a que los asaltantes de los domicilios habían sido devueltos en su mayor parte a la «escuela de cuadros» de Miyi junto con mi padre. Todos los días, mientras trabajaba en los campos, me sentía consumida por la impaciencia de regresar junto a ellos.
Devoré cuanto había sobrevivido de la quema de la biblioteca de mi padre. Allí estaban las obras completas de Lu Xun, el gran escritor chino de los años veinte y treinta. Su muerte, acaecida en 1936, le había librado de sufrir la persecución de Mao, para quien incluso llegó a convertirse en un gran héroe. No obstante, su discípulo favorito y asociado más próximo, Hu Feng, fue acusado personalmente de contrarrevolucionario por el líder y hubo de pasar varias décadas encarcelado. La persecución de Hu Feng fue lo que condujo a la caza de brujas que culminó con la detención de mi madre en 1955.
Lu Xun había sido el principal favorito de mi padre. Cuando era niña, a menudo nos leía ensayos de Lu. Entonces, ni siquiera con la ayuda de las explicaciones de mi padre había logrado yo comprender su significado, pero ahora me fascinaban. Descubrí que su intención satírica podía aplicarse tanto a los comunistas como al Kuomintang. Lu Xun había carecido de ideología, inspirándose únicamente en un humanitarismo ilustrado. Su genio escéptico desafiaba cualquier presuposición. Fue otro de los personajes cuya liberada inteligencia me ayudó a vencer mi adoctrinamiento.
También me resultó de gran utilidad la colección de clásicos marxistas de mi padre. Leía al azar, persiguiendo los términos más confusos con el dedo y preguntándome qué demonios tendrían que ver aquellas decimonónicas controversias germanas con la china de Mao. Sin embargo, me sentía atraída por algo que rara vez se hallaba en China: la lógica que alimentaba los argumentos. La lectura de Marx me ayudó a pensar de un modo racional y analítico.
Disfrutaba intensamente de aquel nuevo modo de organizar mis pensamientos. En otros momentos, solía dejar que mi mente se deslizara hacia estados más nebulosos y escribía poemas en los estilos clásicos. Mientras trabajaba en los campos, permanecía a menudo absorta en la composición de poesía, y ello hacía el trabajo soportable e, incluso, agradable en ocasiones. En consecuencia, solía preferir la soledad, y huía abiertamente de las conversaciones.
En cierta ocasión, había estado toda la mañana trabajando, ocupada en cortar caña con una hoz y en devorar las partes más jugosas próximas a las raíces. La caña era entregada a la fábrica comunal de azúcar a cambio de azúcar ya elaborada. Teníamos que cumplir con un cupo de cantidad, pero no de calidad, por lo que procurábamos comernos las mejores partes. Cuando llegaba la hora del almuerzo alguien tenía que permanecer en los campos en previsión de posibles ladrones, y aquel día ofrecí mis servicios para poder gozar de un rato en soledad. Esperaría el regreso de los campesinos y luego iría yo misma a comer, lo que me proporcionaría aún más tiempo para mí misma.
Me tendí sobre un montón de cañas, defendiendo mi rostro del sol con un sombrero de paja. A través de él, podía distinguir el vasto cielo de color turquesa. Sobre mi cabeza, asomaba entre las cañas una hoja de tamaño aparentemente desproporcionado en comparación con el cielo. Entrecerré los ojos, sintiéndome apaciguada por su fresco verdor.
La hoja me recordó el follaje oscilante de un bosquecillo de bambúes en un día veraniego igualmente caluroso, ya muchos años atrás. Sentado a la sombra mientras pescaba, mi padre había escrito un melancólico poema. Sirviéndome del mismo ge-lu -o sistema de tonos, rimas y tipos de palabras- de su poema, comencé yo a componer el mío. El universo parecía haberse detenido, y tan sólo se oía el ligero susurro de la brisa refrescante al agitar las hojas de caña. En aquel momento, la vida se me antojó como algo maravilloso.
En aquella época, procuraba aprovechar cualquier ocasión de gozar de la soledad, y no tenía reparo en poner de manifiesto que no quería saber nada con el mundo que me rodeaba, lo que debió de proporcionarme cierta fama de arrogante. Debido, por otra parte, a que los campesinos constituían el modelo que se suponía que debía imitar, reaccioné concentrándome en sus cualidades negativas. En ningún momento intenté conocerlos ni llevarme bien con ellos.
Yo no era un personaje excesivamente popular en el poblado, si bien los campesinos solían dejarme en paz. Desaprobaban el que no trabajara tan duramente como ellos pensaban que debía. Para ellos, el trabajo representaba toda su vida, así como el criterio por el que juzgaban a todo el mundo. Su concepto del trabajo duro era inflexible a la vez que justo, y les resultaba evidente que yo detestaba el trabajo físico y que aprovechaba cualquier ocasión para quedarme en casa y leer mis libros. Los trastornos estomacales y los sarpullidos que había padecido en Ningnan habían vuelto a asaltarme tan pronto llegué a Deyang. Apenas había día en que no sufriera alguna forma de diarrea, y mis piernas aparecían salpicadas de llagas infectadas. Me sentía constantemente mareada y fatigada, pero de nada me hubiera servido quejarme ante los campesinos, pues el rigor de su propia existencia les había llevado a considerar trivial cualquier enfermedad que no fuera mortal.
Lo que más impopular me hacía, sin embargo, eran mis frecuentes ausencias. Aproximadamente dos terceras partes del tiempo que debería haber pasado en Deyang lo empleaba en visitar a mis padres en sus respectivos campos o en cuidar a la tía Jun-ying en Yibin. Cada viaje duraba varios meses, y no había ley alguna que me prohibiera realizarlos. Sin embargo, aunque apenas trabajaba lo bastante como para ganar mi sustento, seguía obteniendo alimentos del poblado. Los campesinos estaban obligados por su sistema de distribución igualitario y por mi presencia: no podían echarme. Ni que decir tiene que me censuraban, y yo lo lamentaba por ellos. Pero también yo estaba atada a su compañía. No tenía modo de salir de allí. A pesar de su resentimiento, los miembros de mi equipo de producción me permitían ir y venir a mi antojo, lo que en parte obedecía a que había sabido mantener las distancias con ellos. Había aprendido que la mejor manera de salirte con la tuya era lograr que te consideraran una persona extraña, reservada y discreta. Si te convertías en un miembro más de las masas te veías inmediatamente enfrentado al control y las intrusiones ajenas.
A mi hermana Xiao-hong, entretanto, no le iba mal en el poblado vecino. Aunque al igual que yo se veía constantemente devorada por las pulgas y envenenada por el estiércol hasta el punto de que sus piernas llegaban a hinchársele tanto que le ocasionaban accesos febriles, seguía trabajando duramente, y obtenía ocho puntos de trabajo diarios. Lentes acudía a menudo desde Chengdu para ayudarla, ya que la fábrica en la que trabajaba, como tantas otras, se encontraba prácticamente paralizada. La dirección había sido pulverizada, y al nuevo Comité Revolucionario lo único que le preocupaba era que los obreros participaran no tanto en la producción como en la revolución, por lo que la mayoría iban y venían a su antojo. En algunas ocasiones, Lentes acudía al campo y sustituía a mi hermana en su puesto para darle ocasión de descansar. Otras veces trabajaban juntos, lo que divertía considerablemente a los aldeanos, que exclamaban: «¡Vaya ganga! ¡Hemos reclutado a una jovencita y al final nos vemos con dos pares de brazos en lugar de uno!»
Nana, mi hermana y yo solíamos acudir juntas al mercado rural los días de mercado, esto es, una vez a la semana. A mí me encantaban las ruidosas callejas en las que se alineaban cestos y varas de acarreo. Los campesinos caminaban durante horas para vender un pollo, una docena de huevos o un haz de bambúes. La mayor parte de las actividades comerciales, tales como el cultivo de cosechas para su venta, la confección de cestos o la crianza de cerdos con fines monetarios estaban prohibidas para los particulares por considerarse capitalistas. Como resultado de ello, los campesinos apenas tenían bienes que pudieran cambiar por dinero. Sin dinero, les resultaba imposible viajar a las ciudades, y el día de mercado constituía prácticamente su única fuente de entretenimiento. En él, solían reunirse con sus parientes y amigos, y los hombres se agachaban formando grupos sobre las embarradas aceras para fumar sus pipas.
Mi hermana y Lentes se casaron en la primavera de 1970. No hubo ceremonia alguna. Dada la situación en aquella época, ni siquiera se les ocurrió la posibilidad de celebrarla. Se limitaron a recoger su certificado de matrimonio en las oficinas de la comuna y a regresar al poblado de mi hermana con dulces y cigarrillos con los que obsequiar a sus habitantes. Los campesinos les acogieron con enorme excitación, pues rara vez podían permitirse aquellos lujos.
Para los campesinos, una boda constituía un acontecimiento de gran importancia. Tan pronto como se supo la noticia, todos irrumpieron en la cabaña de paja de mi hermana para darles la enhorabuena. Llevaron consigo presentes tales como un puñado de tallarines secos, medio kilo de habas de soja y unos cuantos huevos cuidadosamente presentados en un envoltorio de rojo papel de China atado con una paja elegantemente anudada. No se trataba de obsequios ordinarios. Para hacerlos, los campesinos se habían desprendido de valiosos artículos. Mi hermana y Lentes se sintieron conmovidos. Cuando Nana y yo acudimos a visitar a la pareja, los sorprendimos enseñando a los niños del poblado a ejecutar «danzas de lealtad» a modo de diversión.
El matrimonio no sirvió para librar a mi hermana del campo, ya que a las parejas no se les concedía la residencia conjunta de modo automático. Evidentemente, si Lentes hubiera querido renunciar a su registro urbano no habría tenido dificultad alguna en instalarse con mi hermana, pero ella no podía trasladarse con él a Chengdu debido a que se hallaba registrada en el campo. Al igual que decenas de millones de parejas chinas, vivían separados, si bien las normas les otorgaban el derecho a pasar juntos doce días al año. Afortunadamente para ellos, la fábrica de Lentes no funcionaba con normalidad, por lo que podía permanecer largas temporadas en Deyang.
Tras pasar un año en Deyang, mi vida sufrió una transformación: ingresé en la profesión médica. La brigada de producción a la que pertenecía mi equipo administraba una clínica destinada al tratamiento de enfermedades simples. Dicha institución se hallaba financiada por todos los equipos de producción que componían la brigada, y sus servicios eran gratuitos, aunque muy limitados. Había dos médicos. Uno de ellos, un joven dotado de un rostro agradable e inteligente, había obtenido la licenciatura en la escuela médica de Deyang en los años cincuenta, tras lo cual había regresado a su pueblo natal. El otro era un individuo de mediana edad con la barba recortada en forma de perilla. Había comenzado su carrera como aprendiz de un viejo médico rural especialista en medicina china, y en 1964 había sido enviado por la comuna a realizar un curso relámpago de medicina occidental.
A comienzos de 1971, las autoridades de la comuna ordenaron a la clínica que contratara un «doctor descalzo». El término obedecía a que se esperaba de tales «doctores» que vivieran como los campesinos, quienes atesoraban demasiado su calzado como para desplazarse con él a través de los barrizales de los campos. En aquella época se estaba llevando a cabo una importante campaña propagandística que glorificaba a los doctores descalzos como un invento de la Revolución Cultural. Mi equipo de producción se aferró inmediatamente a aquella oportunidad de librarse de mí, pues si trabajaba en la clínica, sería la brigada -y no el equipo- la responsable de mi alimentación y mi sustento.
Yo siempre había querido ser médico. Las enfermedades sufridas por mi familia, y en especial la muerte de mi abuela, me habían convencido de la importancia de los doctores. Antes de trasladarme a Deyang había comenzado a aprender acupuntura con un amigo mío y había estudiado un libro titulado Manual del doctor descalzo, una de las pocas obras impresas autorizadas por entonces.
La propaganda acerca de los doctores descalzos constituía una de las maniobras políticas de Mao, quien había condenado a los responsables del Ministerio de Sanidad existentes antes de la Revolución Cultural acusándoles de no cuidar a los campesinos y concentrarse tan sólo en los habitantes de las ciudades y, sobre todo, a los funcionarios del Partido. A continuación, había condenado igualmente a los doctores por no querer trabajar en el campo, especialmente en las regiones más remotas. Sin embargo, no asumió responsabilidad alguna como jefe del régimen ni ordenó que se tomaran medidas de tipo práctico para remediar la situación, tales como la construcción de más hospitales o la formación de más médicos. Durante la Revolución Cultural, la situación sanitaria empeoró aún más. Las críticas propagandísticas contra la escasez de médicos se hallaban en realidad destinadas a generar odio contra el sistema pre-cultural del Partido y contra los intelectuales (categoría en la que se incluían tanto los médicos como las enfermeras).
Mao ofreció una solución mágica a los campesinos: «doctores» que podían ser reclutados en masa… doctores descalzos. «Tampoco es preciso contar con tanto aprendizaje formal -afirmó-. Basta con que aprendan algo y perfeccionen su nivel de competencia a través de la práctica.» El 26 de junio de 1965 realizó una observación que había de convertirse en guía de referencia para la sanidad y la educación: «Cuantos más libros lees, más estúpido te vuelves.» Así, hube de iniciar mi labor profesional sin contar con la más mínima formación.
La clínica estaba instalada en una gran edificación situada en la cumbre de una colina, a aproximadamente una hora de camino desde mi casa. Junto a ella había una tienda en la que se vendían cerillas, sal y salsa de soja, artículos todos ellos racionados. Uno de los quirófanos se convirtió en mi dormitorio, y mis deberes profesionales no se definieron sino vagamente.
El único libro médico que había visto en mi vida era el Manual del doctor descalzo, y lo estudié nuevamente con avidez. No contenía teoría alguna, sino tan sólo un resumen de síntomas, seguidos por sugerencias en cuanto a su tratamiento. Sentada frente a mi mesa, tras la que se alineaban las de los otros dos médicos, y ataviados los tres con nuestro polvoriento atuendo cotidiano, no me producía la menor sorpresa que los campesinos enfermos que acudían prefirieran prudentemente no tener nada que ver conmigo, una inexperta muchacha de dieciocho años equipada con una especie de libro que no podían leer y que ni siquiera era excesivamente grueso. Por el contrario, desfilaban frente a mí sin detenerse y se dirigían a las otras mesas. Aquello me hacía sentir más aliviada que ofendida. En mi concepto de un médico no encajaba tener que consultar un libro cada vez que un paciente describe unos síntomas para a continuación copiar la receta aconsejada. Algunas veces, reflexionaba con ironía acerca de hasta qué punto nuestros nuevos líderes (Mao seguía siendo una figura incuestionable) me hubieran aceptado como su doctora personal, descalza o no. Claro que no, me respondía: para empezar, se suponía que los doctores descalzos existían para «servir al pueblo, y no a los funcionarios». Me conformé de buena gana con ser una simple enfermera, recetar medicamentos y poner inyecciones, práctica esta última que había aprendido cuando tuve que ponérselas a mi madre con motivo de sus hemorragias.
El joven doctor que había asistido a la escuela médica era el más solicitado por los pacientes. Con sus recetas de hierbas chinas lograba curar numerosas enfermedades. Asimismo, se mostraba sumamente concienzudo, y procuraba visitar a sus pacientes en sus propios poblados y recolectar y cultivar hierbas en su tiempo libre. El otro doctor, el de la perilla, mostraba una despreocupación que me aterrorizaba. Solía emplear la misma aguja para pinchar a varios pacientes sin esterilizarla cada vez. Inyectaba penicilina sin comprobar previamente si el paciente era alérgico a ella, lo que resultaba sumamente peligroso debido a que la penicilina china no era pura, y podía producir graves reacciones e incluso la muerte. Cortésmente, me ofrecí a hacerlo por él. Sonrió, en absoluto ofendido por mi entrometimiento, y dijo que nunca había habido accidentes: «Los campesinos no son tan delicados como los habitantes de la ciudad.»
Me gustaban ambos, y ambos se comportaban amablemente conmigo y se mostraban siempre cooperadores cuando les hacía alguna pregunta. Evidentemente, no me contemplaban como una amenaza a su posición, lo que no resultaba sorprendente. En el campo, no era tanto la retórica política lo que contaba, sino la destreza profesional de cada uno.
Yo disfrutaba viviendo en la cumbre de aquella colina, lejos de cualquier poblado. Todas las mañanas me levantaba temprano, paseaba a lo largo de su borde y recitaba frente al sol naciente versos de un antiguo libro de poemas acerca de la acupuntura. Bajo mis pies, los campos y los pueblos comenzaban a despertar al canto de los gallos. Venus, solitario, me contemplaba desde un firmamento que iba clareando por momentos. Adoraba la fragancia de la madreselva en la brisa matutina, y los grandes pétalos de la belladona sacudiéndose las perlas del rocío. Los pájaros gorjeaban por doquier, distrayéndome de mis declamaciones. Por fin, tras permanecer allí un rato, regresaba para encender el fuego del desayuno.
Con la ayuda de un esquema anatómico y de mis versos de acupuntura, tenía ya una idea bastante definida de dónde debía clavar las agujas para curar cada dolencia. Ansiaba tener pacientes, y ya contaba con algunos voluntarios entusiastas: muchachos de Chengdu que entonces vivían en otros poblados y que apreciaban considerablemente mis servicios. Solían caminar durante horas para someterse a una sesión de acupuntura. Cierto joven, mientras se remangaba para dejar al descubierto un punto de acupuntura próximo al codo, declaró valientemente: «Para eso están las amigas.»
No llegué a enamorarme de ninguno de ellos, si bien iba ya debilitándose mi resolución de negarme cualquier relación masculina para dedicarme a mis padres y apaciguar los sentimientos de culpa que sentía por la muerte de mi abuela. Sin embargo, me resultaba difícil dar rienda suelta a mis sentimientos, y mi educación me impedía mantener ninguna relación física sin entregar al mismo tiempo el corazón. A mi alrededor, había otros muchachos y muchachas procedentes de la ciudad que llevaban vidas más libres que la mía, pero yo seguía sentada en solitario sobre mi pedestal. Comenzó a correrse la voz de que escribía poesía, lo que contribuyó a mi permanencia sobre el mismo.
Todos los jóvenes se comportaban de modo sumamente caballeroso. Uno de ellos me regaló un instrumento musical llamado san-xian, formado por un cuenco forrado de piel de serpiente, un mango alargado y tres cuerdas de seda que había que pulsar. A continuación, pasó varios días enseñándome a tocarlo. Las melodías permitidas eran muy escasas, y todas ellas constituían alabanzas de Mao. Ello, no obstante, no me preocupaba demasiado, ya que mi destreza era aún más limitada.
En las tardes más cálidas solía sentarme junto al fragante jardín medicinal rodeado por trompetas trepadoras chinas y rasgueaba el instrumento para mí misma. Cuando la tienda contigua cerraba sus puertas, me encontraba sola por completo. Reinaba una completa oscuridad con excepción del suave resplandor de la luna y del parpadeo de las luces procedentes de cabanas distantes. Algunas luciérnagas brillaban y flotaban a mi alrededor como minúsculas linternas transportadas por seres voladores diminutos e invisibles. Los aromas del jardín despertaban en mí un vértigo placentero. Mi música a duras penas podía rivalizar con el coro entusiasta y atronador de las ranas y el melancólico canturreo de los grillos, pero a mí me servía de consuelo.