25. «La fragancia del dulce viento»

Una nueva vida con el Manuál de los electricistas y Seis crisis (1972-1973)

Los años 1969, 1970 y 1971 transcurrieron entre muertes, amor, tormento y alivio. En Miyi, las estaciones seca y húmeda se sucedían sin intervalos. En la Llanura del Guardián de los Búfalos, la luna crecía y menguaba, el viento soplaba y callaba y los lobos aullaban y guardaban silencio. En el jardín medicinal de Deyang, las hierbas florecían una vez, y otra… y otra. Yo viajaba sin descanso entre los campamentos de mis padres, el lecho de muerte de mi tía y mi poblado. Esparcía estiércol en los campos de arroz y escribía poemas a los nenúfares.

Mi madre estaba en nuestra casa de Chengdu cuando se enteró de la noticia de la caída de Lin Biao. Fue rehabilitada en noviembre de 1971 y se le dijo que no tendría que regresar al campamento. Sin embargo, aunque continuó recibiendo su salario completo, no se le devolvió su antiguo puesto de trabajo, el cual ya había sido ocupado por otra persona. Su departamento del Distrito Oriental tenía para entonces nada menos que siete directores, entre los que se contaban los miembros ya existentes de los Comités Revolucionarios y los funcionarios recién rehabilitados que acababan de regresar del campo. Su pobre estado de salud constituía una de las razones por las que mi madre no regresó al trabajo, pero el motivo más importante era que mi padre, a diferencia de la mayoría de los seguidores del capitalismo, no había sido rehabilitado.

La razón de que Mao hubiera autorizado aquella rehabilitación en masa no era que por fin hubiera recobrado el sentido, sino que la muerte de Lin Biao y la inevitable purga de sus hombres le había hecho perder el poder con que controlaba el Ejército. Dado que había destituido y apartado virtualmente de sus funciones a todos los demás mariscales, opuestos a la Revolución Cultural, se había visto obligado a depender casi exclusivamente de Lin. Había situado a su esposa y parientes, así como a las estrellas de la Revolución Cultural, en los puestos más importantes del Ejército, pero se trataba de personas sin antecedentes militares y, por ello, no contaban con la lealtad de las fuerzas armadas. Tras la desaparición de Lin, Mao hubo de recurrir a los líderes previamente purgados que aún inspiraban fidelidad a los militares, entre ellos Deng Xiaoping, quien no tardaría en reaparecer. La primera concesión que tuvo que hacer Mao fue devolver a sus puestos a la mayoría de los funcionarios denunciados.

El líder sabía también que su poder dependía del funcionamiento de la economía. Sus Comités Revolucionarios eran irremediablemente incompetentes y se encontraban divididos, por lo que no contaba con modo alguno de poner el país en marcha. No tuvo otra elección que recurrir de nuevo a los antiguos funcionarios que había hecho caer en desgracia.

Mi padre continuaba en Miyi, pero la parte de salario que se le había estado reteniendo desde junio de 1968 le fue devuelta, y de repente nos encontramos con lo que se nos antojaba una suma astronómica en el banco. Todas las pertenencias personales que nos habían sido confiscadas por los Rebeldes en los asaltos domiciliarios nos fueron devueltas con la única excepción de dos botellas de mao-tai, el licor más cotizado en China. Había otros síntomas igualmente optimistas. Zhou Enlai, quien para entonces había visto incrementado su poder, emprendió la tarea de poner en marcha la economía. La antigua administración fue restaurada en gran parte, y se hizo hincapié en mantener el orden y la producción. Volvieron a introducirse los sistemas de incentivos. A los campesinos se les permitió disponer de algún dinero en metálico. Se reiniciaron las investigaciones científicas. En las escuelas volvieron a impartirse clases propiamente dichas tras un intervalo que había durado seis años, y mi hermano pequeño, Xiao-fang, comenzó sus estudios con retraso a los diez años de edad.

Con el resurgir de la economía, las fábricas comenzaron a reclutar nuevos trabajadores. Como parte del sistema de incentivos se les permitió dar preferencia a aquellos hijos de sus empleados que habían sido enviados a trabajar al campo. Aunque mis padres no eran obreros fabriles, mi madre habló con los directores de una fábrica de maquinaria que había pertenecido en otro tiempo al Distrito Oriental y ahora se hallaba bajo el control del Segundo Departamento de Industria Ligera de Chengdu. Se mostraron dispuestos a aceptarme de buen grado por lo que, pocos meses antes de cumplir los veinte años, abandoné Deyang para siempre. Mi hermana tuvo que quedarse debido a que los jóvenes de las ciudades que habían contraído matrimonio en el campo tenían prohibido regresar incluso en aquellos casos en que la esposa contaba con un registro urbano.

Mi única opción estribaba en convertirme en obrera. La mayor parte de las universidades continuaban cerradas, y no había otras carreras disponibles. Trabajar en una fábrica equivalía a trabajar tan sólo ocho horas al día en lugar de soportar la jornada de sol a sol de los campesinos. No tendría que transportar pesadas cargas, y podría vivir con mi familia. Sin embargo, lo más importante era que podría recuperar mi registro urbano, lo que significaba tener la comida y otros productos de primera necesidad garantizados por el Estado.

La fábrica estaba en los suburbios orientales de Chengdu, a unos cuarenta y cinco minutos en bicicleta desde mi casa. Recorría la mayor parte del trayecto junto a las orillas del río de la Seda, y luego enfilaba embarrados caminos rurales a través de campos de colza y de trigo. Por fin, se llegaba a un recinto de aspecto destartalado en el que se esparcían pilas de ladrillos y enmohecidos rollos de acero laminado. Aquélla era mi fábrica. Poseía unas instalaciones bastante primitivas, y algunas de sus máquinas se remontaban a comienzos de siglo. Los directores e ingenieros acababan de ser devueltos a sus puestos tras cinco años de asambleas de denuncia, consignas murales y enfrentamientos físicos entre las facciones existentes en la fábrica, y ésta había recomenzado su producción de herramientas para maquinaria. Los obreros me obsequiaron con una bienvenida especial debida, en gran parte, a mis padres: la destrucción ocasionada por la Revolución Cultural había despertado en ellos una profunda añoranza por la antigua administración, bajo la cual habían reinado el orden y la estabilidad.

Se me asignó a un puesto de aprendiz en la fundición, a las órdenes de una mujer a quien todos llamaban «tía Wei». De niña, había sido muy pobre, y ni siquiera había contado con un par de pantalones decentes durante su adolescencia. Su vida había cambiado con la llegada de los comunistas, por lo que se sentía inmensamente agradecida a ellos. Se había unido al Partido y, en los comienzos de la Revolución Cultural, se encontraba entre los Legitimistas que defendieron a los antiguos funcionarios. Cuando Mao apoyó abiertamente a los Rebeldes, su grupo había sido violentamente obligado a rendirse, y ella había sido torturada. Un buen amigo suyo, un viejo trabajador que también debía mucho a los comunistas, había muerto tras ser colgado horizontalmente por las muñecas y los tobillos (un suplicio conocido con el nombre de «el pato que nada»). Entre lágrimas, la tía Wei me contó la historia de su vida, afirmando que su destino se hallaba ligado al de un Partido que, en su opinión, había resultado destrozado por «elementos antipartidistas» tales como Lin Biao. Me trataba como a una hija, y ello debido en gran medida a que procedía de una familia comunista. Yo, sin embargo, me sentía violenta en su compañía porque no lograba compartir su fe en el Partido.

Había unos treinta hombres y mujeres ocupados en la misma tarea que yo, esto es, llenar los moldes de tierra. Posteriormente, el hierro fundido era vertido en los moldes en estado de ebullición, lo que generaba una masa de chispas incandescentes. La grúa que operaba sobre nuestro taller crujía de un modo tan alarmante que no conseguía librarme del temor de que pudiera dejar caer el crisol de metal líquido sobre la gente que trabajaba bajo ella.

Mi trabajo de vaciadora era sucio y agotador. Tenía los brazos hinchados de tanto arrojar tierra al interior de los moldes, pero mi inocente creencia de que la Revolución Cultural tocaba a su fin hacía que mi ánimo fuera considerablemente elevado, lo que me permitía entregarme a mi trabajo con un ardor que habría sorprendido a los campesinos de Deyang.

A pesar de mi nuevo entusiasmo, me alivió saber al cabo de un mes que había de ser trasladada. No hubiera podido soportar ocho horas diarias de apalear tierra durante mucho tiempo. Debido a la buena voluntad reinante hacia mis padres, se me ofrecieron varios trabajos entre los que escoger: tornera, maquinista de grúa, telefonista, carpintera o electricista. Dudé largo tiempo entre estas dos últimas posibilidades. Me gustaba la idea de aprender a crear hermosos objetos de madera, pero decidí que no poseía unas manos lo suficientemente hábiles. Como electricista, me distinguiría por ser la única mujer de la fábrica ocupada en esa labor. Ya había habido anteriormente otra mujer en el equipo de electricistas, pero lo había abandonado para ocuparse de otro trabajo. Siempre había sido objeto de gran admiración. Cuando trepaba a la cumbre de los postes eléctricos, los obreros se detenían a mirarla con la boca abierta. Me hice inmediatamente amiga de aquella mujer, quien me dijo algo que terminó de convencerme: los electricistas no tenían que pasarse ocho horas diarias frente a la misma máquina, sino que podían permanecer en sus dependencias esperando a que les llamaran para algún trabajo. Ello significaba que tendría tiempo para leer.

Aquel primer mes sufrí cinco descargas eléctricas. Al igual que sucedía con los médicos descalzos, no había aprendizaje oficial alguno: ello reflejaba el desdén que Mao sentía por cualquier forma de educación. Los seis hombres del equipo me enseñaban pacientemente, pero yo estaba comenzando desde un nivel abismalmente bajo. Ni siquiera sabía lo que era un fusible. La electricista me dio su ejemplar del Manual de los electricistas, y yo me sumergí en su lectura, a pesar de lo cual continué confundiendo corriente eléctrica con voltaje. Por fin, me avergoncé de hacer perder el tiempo a mis compañeros y me dediqué a copiar lo que hacían sin comprender demasiado la teoría de mi labor. Poco a poco, fui arreglándomelas bastante bien, y gradualmente fui capaz de realizar algunas reparaciones por mí misma.

Un día, un obrero informó de la existencia de un conmutador defectuoso en uno de los paneles de distribución de corriente. Yo abrí la parte posterior del panel para examinar el cableado y decidí que uno de los tornillos debía de haberse aflojado. En lugar de desconectar la corriente, introduje impetuosamente mi destornillador-detector para apretarlo. La parte posterior del panel era un entramado de conexiones, juntas y cables atravesados por una corriente de 380 voltios. Una vez dentro de aquel campo de minas, introduje el destornillador a través de una rendija con exquisito cuidado y alcancé el tornillo, el cual no estaba suelto después de todo. Para entonces, mi brazo había comenzado a temblar ligeramente por la tensión y el nerviosismo. Comencé a retirarlo, conteniendo el aliento. Por fin, justamente en el borde, cuando ya me encontraba a punto de relajarme, me vi sacudida por una serie de descargas colosales que recorrieron todo mi cuerpo desde la mano a los pies. Di un salto en el aire y el destornillador salió despedido. Había entrado en contacto con una conexión situada en el acceso a la red de distribución de corriente. Caí al suelo desmadejada, pensando que podía haber muerto si el destornillador llega a resbalar un instante antes. Sin embargo, no revelé el episodio a los demás electricistas: no quería que se sintieran obligados a venir conmigo cada vez que había una llamada.

Llegué a acostumbrarme a las descargas que, por otra parte, tampoco parecían inquietar a los demás. Un viejo electricista me dijo que hasta 1949, cuando la fábrica era de propiedad privada, solía utilizarse el dorso de la mano para comprobar la existencia de corriente. Con la llegada de los comunistas, la fábrica se había visto por fin obligada a adquirir detectores de corriente para sus electricistas.

Nuestras dependencias consistían en dos habitaciones, y cuando no estábamos atendiendo alguna llamada mis compañeros solían entretenerse jugando a las cartas en la habitación exterior mientras yo permanecía leyendo en la interior. En la China de Mao, si uno no se unía a las personas que le rodeaban corría el riesgo de verse acusado de aislarse de las masas, por lo que al principio me producía cierta inquietud retirarme a leer por mi cuenta. Cada vez que alguno de mis compañeros entraba en la estancia, dejaba inmediatamente el libro y me ponía a charlar con él llena de turbación. Como resultado, comenzaron a entrar cada vez con menor frecuencia. Yo me sentí inmensamente aliviada de que no pusieran objeción a mi excentricidad, y ellos, por el contrario, procuraban hacer lo posible por no molestarme. La amabilidad que mostraban conmigo hacía que me ofreciera voluntaria para realizar tantas reparaciones como me era posible.

Había un joven electricista en el equipo, un muchacho llamado Day, al que se consideraba sumamente educado, ya que había asistido a un instituto hasta la llegada de la Revolución Cultural. Era un buen calígrafo, y tocaba varios instrumentos musicales a la perfección. Yo me sentía considerablemente atraída hacia él, y por las mañanas solía encontrármelo apoyado sobre la puerta del taller esperando mi llegada para saludarme. Poco a poco, comencé a atender numerosas llamadas con él. Un día de comienzos de primavera, habíamos concluido un trabajo de mantenimiento y decidimos pasar la hora del almuerzo reclinados sobre un almiar de paja que había en el patio trasero de la fundición para disfrutar del primer día soleado deLaño. Los gorriones gorjeaban sobre nuestras cabezas, peleándose por conseguir los últimos granos de arroz que aún quedaban en las plantas. La paja despedía un aroma a sol y a tierra. Me había sentido encantada al descubrir que Day compartía mi interés por la poesía clásica china y que podíamos componer poemas el uno para el otro utilizando la misma secuencia de rimas, tal y como habían hecho los antiguos poetas chinos. Muy poca gente de mi generación conocía o admiraba la poesía clásica. Aquella tarde regresamos con mucho retraso a nuestros puestos, pero nadie nos hizo ninguna crítica. El resto de los electricistas se limitaron a dirigirnos breves sonrisas de complicidad.

Day y yo no tardamos en empezar a contar los minutos de nuestros días libres, ansiosos por estar de nuevo juntos. Aprovechábamos cualquier oportunidad para estar cerca el uno del otro, rozarnos los dedos, experimentar la excitación de la proximidad, sentir cada uno el aroma del otro y buscar motivos de entristecimiento -y alegría- en las frases a medias que solíamos dirigirnos.

Pero entonces comencé a oír rumores de que Day no era digno de mí. La desaprobación general se hallaba motivada en parte por el hecho de que yo estaba considerada alguien especial. Una de las razones para ello consistía en que yo era la única hija de altos funcionarios que había en la fábrica y, desde luego, la única con la que la mayoría de los obreros había tenido jamás contacto. Habían circulado numerosas historias acerca de lo arrogantes y mimados que eran los hijos de los funcionarios, y mi llegada, por lo visto, había constituido una agradable sorpresa para muchos obreros, los cuales decidieron que ninguno de los trabajadores de la fábrica podía ser digno de mí.

Los obreros reprochaban a Day el hecho de que su padre hubiera sido oficial del Kuomintang y, por ello, enviado a un campo de trabajo. Se mostraban convencidos de que me esperaba un futuro brillante, y de que debía evitar verme arrastrada a la desgracia por mi asociación con Day.

Lo cierto era que el padre de Day se había convertido en oficial del Kuomintang por pura casualidad. En 1937, él y dos amigos se dirigían a Yan'an para unirse a los comunistas en la lucha contra los japoneses. Ya casi habían llegado cuando toparon con un control de carretera del Kuomintang cuyos oficiales les exhortaron a unirse a ellos. Los dos amigos habían insistido en continuar hasta Yan'an, pero el padre de Day había aceptado la oferta del Kuomintang, pensando que poco importaba a qué Ejército chino se uniera siempre y cuando pudiera combatir contra los japoneses. Al reiniciarse la guerra civil, él y sus dos amigos se encontraron en bandos opuestos, y en 1949 fue enviado a un campo de trabajo y ellos ascendidos a elevadas graduaciones en el Ejército comunista.

Debido a aquel accidente de la historia, Day se veía continuamente atacado en la fábrica: le acusaban de no saber mantenerse en su lugar,de insistir en «molestarme» e incluso de ser un oportunista social. Yo podía advertir cuánto le afectaban aquellas viles murmuraciones por su expresión fatigada y sus amargas sonrisas, pero él nunca me dijo nada. En nuestros poemas apenas habíamos aludido de pasada a nuestros sentimientos, pero él dejó de escribirlos. La confianza con que había dado comienzo nuestra amistad desapareció para dar paso en él a una actitud sumisa y humilde cada vez que nos veíamos en privado. Luego, en público, fingía torpemente que yo no le importaba en un intento de aplacar a quienes habían mostrado su desaprobación hacia él. A menudo, su comportamiento me parecía tan indigno que no podía evitar sentirme irritada y triste al mismo tiempo. Habiéndome educado en una situación privilegiada, no podía darme cuenta de que en China la dignidad representaba un lujo rara vez permitido a aquellos que no disfrutaban de una posición de privilegio. Así pues, no fui consciente entonces del dilema de Day, ni del hecho de que no podía mostrar su amor hacia mí por miedo a destrozar mi futuro. Poco a poco, fuimos apartándonos cada vez más.

Durante los cuatro meses que había durado nuestra relación, ninguno de nosotros había pronunciado la palabra «amor». Yo incluso la había suprimido de mi mente. Uno nunca podía dejarse llevar, debido a que todos teníamos imbuido un factor vital: la consideración de la familia. Las consecuencias de verse ligada a la familia de un «enemigo de clase» como Day eran demasiado graves y, acaso por culpa de aquella autocensura inconsciente, nunca llegué a enamorarme del todo de él.


Durante aquel período mi madre había abandonado la cortisona y estaba recibiendo un tratamiento a base de medicamentos chinos para su escleroderma. Habíamos tenido que recorrer numerosos mercados rurales para hallar los insólitos ingredientes prescritos, entre ellos concha de tortuga, vesícula de serpiente y escamas de oso hormiguero. Los médicos le recomendaron que tan pronto como mejorara el tiempo acudiera a visitar a especialistas de Pekín con relación a sus problemas de útero y su escleroderma. Como compensación parcial de sus sufrimientos, las autoridades le ofrecieron poder llevar consigo un acompañante, y mi madre pidió autorización para llevarme con ella.

Partimos en abril de 1972 y nos alojamos con amigos de la familia, ya que para entonces no había peligro en visitarles. Mi madre visitó a diversos ginecólogos de Pekín y Tianjin, quienes le diagnosticaron un tumor benigno en el útero y recomendaron realizar una histerectomía. Entretanto, dijeron, podía controlar las hemoragias guardando reposo y manteniéndose en un estado de buen humor. Los dermatólogos opinaron que el escleroderma podía ser una variante localizada, y que en tal caso no tenía por qué resultar fatal. Mi madre siguió los consejos de los doctores y se sometió a la histerectomía al año siguiente. En cuanto al escleroderma, permaneció localizado.

Visitamos a numerosos amigos de mis padres. Todos estaban siendo rehabilitados, y algunos acababan de salir de la cárcel. El mao-tai y otros licores corrían libremente, al igual que las lágrimas. Pocas eran las familias que no habían visto morir a alguno de sus miembros como consecuencia de la Revolución Cultural. La madre de un viejo amigo -una mujer de ochenta años de edad- había muerto al caer de un rellano en el que se había visto obligada a dormir al ser expulsada su familia del apartamento que ocupaban. Otro de sus amigos realizó esfuerzos visibles por contener las lágrimas cuando me vio. Aparentemente, le recordaba a su hija, quien por entonces habría tenido aproximadamente mi misma edad. Había sido enviada con su escuela a un lugar perdido de la frontera con Siberia, y allí había quedado embarazada. Atemorizada, había consultado con una partera local, y ésta le había atado almizcle en torno a la cintura y le había recomendado saltar desde lo alto de un muro para deshacerse de la criatura. Como consecuencia, la muchacha había muerto de una violenta hemorragia. No había hogar en el que no se relataran historias trágicas. Sin embargo, también se hablaba de mantener la esperanza y de confiar en la llegada de un futuro más feliz.

Un día fuimos a ver a Tung, un antiguo amigo de mis padres que acababa de ser excarcelado. Había sido jefe de mi madre durante su marcha desde Manchuria a Sichuan, y posteriormente se había convertido en jefe de departamento en el Ministerio de Seguridad Pública. Al comenzar la Revolución Cultural fue acusado de ser un espía ruso y de haber supervisado la instalación de magnetófonos en las dependencias de Mao, cosa que aparentemente había hecho, si bien obedeciendo órdenes. Se suponía que las palabras de Mao eran tan preciosas que todas ellas debían ser conservadas, pero Mao hablaba en un dialecto difícil de entender para sus secretarios quienes, además, solían verse expulsados a menudo de la habitación. A comienzos de 1967, Tung fue arrestado y enviado a Qincheng, una prisión especial destinada a altas jerarquías. Pasó cinco años encadenado en una celda de aislamiento de la que salió con las piernas delgadas como cerillas y una enorme hinchazón de cintura para arriba. Su mujer se había visto obligada a denunciarle, y había cambiado el apellido de los niños por el suyo propio para demostrar que su familia le había repudiado para siempre. La mayor parte de sus pertenencias domésticas -ropa incluida- habían sido confiscadas durante los asaltos domiciliarios. Por fin, y como resultado de la caída de Lin Biao, el jefe de Tung, enemigo de aquél, había sido devuelto al poder y Tung había sido liberado. Su esposa, recluida en uno de los campos próximos a la frontera septentrional, había recibido la orden de regresar para reunirse con él.

El día de su puesta en libertad le había llevado ropa nueva. Las primeras palabras que su esposo le dirigió al verla fueron: «No deberías haberme traído tan sólo bienes materiales. Deberías haberme traído alimento espiritual [refiriéndose a las obras de Mao].» Tung no había leído otra cosa durante sus cinco años de confinamiento. En aquella época, yo vivía con su familia y pude observar que no había día en que no les obligara a estudiar los artículos de Mao con una solemnidad que inevitablemente se me antojó más trágica que ridicula.

Pocos meses después de nuestra visita, Tung fue enviado a supervisar una operación que había de llevarse a cabo en uno de los puertos del sur del país. Su prolongado aislamiento había hecho de él una persona incapaz de ocuparse de tareas fatigosas, y no tardó en sufrir un ataque al corazón. El Gobierno envió un avión especial para trasladarle a un hospital de Guangzhou. A su llegada, sin embargo, el ascensor no funcionaba, y él insistió en subir a pie los cuatro pisos debido a que consideraba que dejarse transportar hubiera sido contrario a la moral comunista. Murió en la mesa de operaciones. Sus familiares no se encontraban a su lado, ya que les había hecho llegar la indicación de que no debían interrumpir sus respectivos trabajos.

Cuando vivíamos con Tung y su familia, a finales de mayo de 1972, mi madre y yo recibimos un telegrama en el que se anunciaba que mi padre había sido autorizado a abandonar el campo. Tras la caída de Lin Biao, los médicos habían por fin emitido un diagnóstico de su estado de salud en el que afirmaban que sufría una peligrosa hipertensión, graves complicaciones de hígado y corazón y arteriosclerosis. En consecuencia, recomendaban que se sometiera a una revisión completa en Pekín.

Mi padre tomó un tren hasta Chengdu y desde allí voló a Pekín. Dado que el aeropuerto sólo contaba con medios de transporte público para los pasajeros, mi madre y yo nos vimos obligadas a esperarle en la terminal de la ciudad. Estaba delgado, y su piel aparecía casi ennegrecida por el sol. Era la primera vez en tres años y medio que salía de las montañas de Miyi. Durante los primeros días, parecía perdido en la gran ciudad, y solía referirse al acto de cruzar la calle como «atravesar el río» y a tomar un autobús como «abordar una embarcación». Caminaba con aire vacilante por las calles atestadas, y parecía un tanto desconcertado por el tráfico. Así pues, asumí el papel de guía. Nos alojamos con un antiguo amigo suyo de Yibin que también había sufrido espantosamente con la Revolución Cultural.

Con excepción de aquel hombre y Tung, mi padre no visitó a nadie más, ya que aún no había sido rehabilitado. A diferencia de mí, entonces llena de optimismo, se mostraba apesadumbrado la mayor parte del tiempo. En un intento por animarle, solía llevarle en compañía de mi madre a realizar visitas turísticas con temperaturas que a menudo se acercaban a los cuarenta grados. En cierta ocasión, casi le forcé a acompañarme a visitar la Gran Muralla en un autocar atestado en el que viajamos medio asfixiados por el polvo y el sudor. Yo no hacía más que hablar, y él me escuchaba con una sonrisa pensativa. Frente a nosotros, un niño campesino comenzó a llorar en brazos de su madre, y ella le golpeó con fuerza. Mi padre saltó del asiento y gritó: «¡No pegue al niño!» Apresuradamente, le tiré de la manga y le obligué a sentarse. Todos los ocupantes del vehículo nos miraban: para los chinos, resultaba insólito entrometerse en una cuestión de aquel tipo. Suspirando, pensé hasta qué punto había cambiado mi padre desde la época en la que él mismo golpeara a Jin-ming y Xiao-hei.

En Pekín tuve ocasión de leer libros que me abrieron nuevos horizontes. El presidente Nixon había visitado China en febrero de aquel mismo año. La versión oficial era que había acudido «enarbolando una bandera blanca». Para entonces, el concepto de Norteamérica como enemigo número uno había desaparecido de mi mente, así como gran parte de mi adoctrinamiento previo. La visita de Nixon me alegraba profundamente, ya que su presencia había contribuido a crear un clima que había permitido la aparición de nuevas traducciones de libros extranjeros. Todos ellos estaban calificados como obras «para circulación interna», lo que en teoría significaba que sólo podían ser leídos por personal autorizado, pero no existían reglas que especificaran entre quiénes debían circular, por lo que solían hacerlo libremente entre los distintos grupos de amigos cada vez que uno de ellos contaba con medios de acceso privilegiados gracias a su trabajo.

Yo misma tuve ocasión de disfrutar de algunas de aquellas publicaciones. Así, pude leer con placer indescriptible las Seis crisis de Nixon (ligeramente censurada, claro está, dado su pasado anticomunista); Los mejores y los más brillantes, de David Halberstam; Auge y caída del Tercer Reich, de William L. Shirer y Vientos de guerra, de Hermán Wouk, todos ellos impregnados de lo que para mí era una imagen actualizada del mundo exterior. Las descripciones de la administración Kennedy en Los mejores y los más brillantes lograron que me maravillara ante la relajada imagen del Gobierno norteamericano, completamente distinta de la del mío, tan remoto, sobrecogedor y furtivo. Me sentí cautivada por el estilo de escritura de las obras que describían hechos reales. ¡Qué redacción tan fría e imparcial! Incluso las Seis crisis de Nixon se me antojaban un modelo de ecuanimidad comparadas con el estilo demoledor de los medios de comunicación chinos, repletos de intimidaciones, denuncias y aserciones. En Vientos de guerra no me sentí tan impresionada por sus majestuosas descripciones de la época como por sus viñetas, en las que se reflejaba el desinhibido interés que las mujeres occidentales prestaban a su atuendo, su fácil acceso al mismo y la gama de colores y estilos disponibles. A mis veinte años, mi guardarropa era sumamente limitado, y en gran medida del mismo estilo que el de los demás. Prácticamente no había una prenda que no fuera azul, gris o blanca. Yo cerraba los ojos y soñaba con acariciar todos aquellos vestidos magníficos que nunca había podido ver ni lucir.

La creciente información procedente del exterior formaba parte, claro está, de la liberalización general que siguió a la caída de Lin Biao, pero la visita de Nixon constituyó un pretexto de lo más conveniente: la importancia de los chinos no debía verse disminuida por una ignorancia total de lo que sucedía en Norteamérica. En aquellos días, cada paso que se daba en el proceso de relajación debía contar con alguna justificación política, por descabellada que ésta fuera. El aprendizaje del inglés había pasado a convertirse en una causa noble -destinada a «ganar nuevos amigos procedentes de todo el mundo»-, y por tanto ya no se consideraba un crimen. Las calles y los restaurantes fueron despojados de los aguerridos nombres que habían obtenido de manos de la Guardia Roja durante la Revolución Cultural con objeto de no alarmar o atemorizar a nuestro distinguido visitante. En Chengdu (aunque dicha ciudad no había de recibir la visita de Nixon) el restaurante El aroma de la pólvora recuperó su antiguo nombre de La fragancia del dulce viento.

Permanecí en Pekín durante cinco meses. Siempre que estaba sola pensaba en Day. Nunca nos escribimos. Yo escribía poemas para él, pero los conservaba para mí misma. Poco a poco, la esperanza que tenía puesta en el futuro terminó por conquistar mis angustias del pasado. Una noticia en particular sirvió para trasladar todas mis inquietudes a segundo plano ya que, por primera vez desde que tenía catorce años, vislumbré la posibilidad de un futuro que no había osado contemplar hasta entonces: quizá podría asistir a la universidad. En Pekín ya se habían apuntado pequeños grupos de estudiantes a lo largo de los últimos dos años, y la sensación era que las universidades de todo el país no tardarían en abrir sus puertas. A la sazón, Zhou Enlai procuraba hacer hincapié en una cita de Mao en la que se afirmaba que las universidades aún eran necesarias, especialmente en lo que se refería a ciencia y tecnología. Apenas podía esperar el momento de mi regreso a Chengdu para comenzar mis estudios e intentar mi propio ingreso.

Cuando regresé a la fábrica, en septiembre de 1972, el encuentro con Day no me resultó demasiado doloroso. También él se había apaciguado, aunque en ocasiones mostraba algún destello de melancolía. Una vez más, nos convertimos en buenos amigos, pero ya no volvimos a hablar de poesía. Yo me aislé en mis preparativos para la universidad, si bien no tenía por entonces la menor idea de a cuál asistiría. No era a mí a quien correspondía la elección, pues Mao había dicho que «la educación debía ser sometida a una revolución exhaustiva». Ello significaba, entre otras cosas, que los estudiantes de universidad deberían ser asignados a los distintos cursos sin tener en cuenta qué disciplinas les interesaban, ya que hacerlo equivaldría a caer en el individualismo, considerado un vicio capitalista. Comencé a estudiar las principales asignaturas: chino, matemáticas, física, química, biología e inglés.

Mao había decretado asimismo que los estudiantes no debían ser extraídos de las fuentes tradicionales -esto es, de entre los graduados de enseñanza media- sino que tenían que ser obreros o campesinos. Ello no constituía para mí ningún inconveniente, dado que entonces era una obrera y en otro tiempo había sido una auténtica campesina.

Zhou Enlai había decidido que se realizaran exámenes de ingreso, si bien se vio obligado a sustituir el término «examen» (kao-shi) por el de «investigación de la capacidad de los candidatos para resolver algunos problemas básicos y de su habilidad para resolver y analizar problemas concretos». A Mao le disgustaban los exámenes. El nuevo procedimiento consistía en que uno debía ser primeramente recomendado por su unidad de trabajo. Posteriormente, se celebraban los exámenes de ingreso y, por fin, las autoridades de admisión sopesaban los resultados del examen y el comportamiento político de los solicitantes.

Durante casi diez meses, pasé todas las tardes y fines de semana -así como gran parte del tiempo libre del que gozaba en la fábrica-devorando los libros de texto que habían conseguido sobrevivir a las hogueras de los guardias rojos. Llegaban hasta mí procedentes de numerosos amigos. Contaba asimismo con una serie de profesores dispuestos a sacrificar sus tardes y sus días libres con gran entusiasmo. Las personas deseosas de aprender aparecían unidas por una compenetración común que reflejaba la reacción de un país alimentado por una sofisticada civilización, recientemente sepultada en una virtual extinción.

Durante la primavera de 1973, Deng Xiaoping fue rehabilitado y nombrado viceprimer ministro, esto es, adjunto de jacto del cada vez más enfermo Zhou Enlai. Aquello fue para mí un nuevo motivo de alegría. Contemplaba el regreso de Deng como un síntoma inconfundible de que la Revolución Cultural había dado marcha atrás. Deng era conocido como defensor de la construcción, y no de la destrucción, y era considerado a la vez un administrador excelente. Mao le había enviado a una remota fábrica de tractores en la que le había mantenido dentro de una relativa seguridad como último recurso en caso de una caída de Zhou Enlai. Por mucho que le emborrachara su propio poder, el líder siempre cuidaba de no quemar sus naves.

La rehabilitación de Deng me complació también por motivos personales. Cuando niña, había conocido bien a su madrastra, y su hermanastra había sido vecina nuestra en el complejo durante años (todos la llamábamos «tía Deng»). Ella y su esposo habían sido denunciados sencillamente por estar emparentados con Deng, y los residentes del complejo que tanto la habían adulado antes de la Revolución Cultural habían pasado a rechazarla. Mi familia, sin embargo, la obsequió con la bienvenida de costumbre. Asimismo, era una de las pocas personas del complejo que había revelado a mi familia la admiración que sentía hacia mi padre en su época más intensa de persecución. En aquellos días, incluso una inclinación de cabeza o una sonrisa fugaz se habían considerado un bien precioso y escaso, y ambas familias habían desarrollado cálidos sentimientos mutuos.

En verano de 1973 se abrió el plazo de ingreso en la universidad. Para mí era como estar a la espera de una sentencia de vida o muerte. Una de las plazas del Departamento de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Sichuan fue adjudicada al Segundo Departamento de Industria Ligera de Chengdu, a cargo del cual funcionaban veintitrés fábricas, entre ellas la mía. Cada una de las fábricas debía nominar un candidato para presentarse a los exámenes. En mi fábrica había varios cientos de trabajadores, y se presentaron seis personas, yo incluida. Se celebró una elección para escoger el candidato, y yo resulté elegida por cuatro de los cinco talleres de la fábrica.

En mi propio taller había otra candidata, una amiga mía que entonces contaba diecinueve años. Ambas éramos igualmente populares, pero nuestros compañeros de trabajo sólo podían votar a una de nosotras. Su nombre fue leído en primer lugar, y los presentes se agitaron con desasosiego. Resultaba evidente que no lograban tomar una decisión. Yo me sentía desolada: cuantos más votos recibiera ella, menos obtendría yo. De pronto, la muchacha se incorporó y dijo con una sonrisa: «Quisiera retirar mi candidatura y votar por Chang Jung. Al fin y al cabo, soy dos años más joven que ella. Lo intentaré el año que viene.» Los obreros estallaron en una carcajada de alivio y prometieron votar por ella al año siguiente. Cumplieron su promesa: la joven ingresó en la universidad en 1974.

Yo me sentí profundamente conmovida por su gesto y por el resultado de la votación. Era como si los obreros estuvieran ayudándome a hacer realidad mis sueños. Mis antecedentes familiares tampoco me habían perjudicado. Day no se presentó como candidato: sabía que no tenía ninguna posibilidad.

Me examiné de chino, matemáticas e inglés. La noche anterior al examen me sentía tan nerviosa que no pude dormir. Cuando regresé a casa a la hora de comer encontré a mi hermana esperándome. Me administró un suave masaje en la cabeza y no tardé en sumirme en un sueño ligero. Los temas eran sumamente elementales, y en ellos apenas intervenían las lecciones de geometría, trigonometría, física y química que tan arduamente había asimilado. En todos ellos obtuve mención honorífica, así como la nota más alta de los candidatos de Chengdu en el examen oral de inglés.

Sin embargo, aún no había tenido ocasión de relajarme cuando recibí un golpe devastador. El 20 de julio apareció un artículo en el Diario del Pueblo en el que se hablaba de una hoja de examen en blanco. Incapaz de contestar a las preguntas que se le planteaban en sus papeles de ingreso a la universidad, un candidato llamado Zhang Tie-sheng que anteriormente había sido enviado a una zona rural próxima a Jinzhou había entregado una hoja en blanco junto con una carta en la que protestaba afirmando que aquellos exámenes equivalían a una restauración del capitalismo. Su carta llegó a manos del sobrino y ayudante personal de Mao, Mao Yuanxin, a la sazón hombre fuerte de la provincia. La señora Mao y sus secuaces condenaron la importancia que se estaba concediendo al nivel académico como una forma de dictadura burguesa. «¿Qué importancia tendría incluso que toda la nación fuera analfabeta? -declararon-. ¡Lo importante es que la Revolución Cultural obtenga el más rotundo triunfo!»

Nuestros exámenes fueron declarados nulos. El acceso a las universidades había de ser decidido basándose únicamente en el comportamiento político de cada uno. El modo de estimar el mismo era, sin embargo, un misterio. La recomendación de mi fábrica había sido escrita después de una asamblea de estudio colectivo celebrada por el equipo de electricistas. Day había redactado el borrador, y mi antigua maestra en el oficio le había proporcionado su forma final. Según el texto yo era un auténtico prototipo, el mejor modelo de trabajadora que jamás había existido. Sin embargo, no me cabía duda de que los otros veintidós candidatos poseían credenciales similares, por lo que no habría modo de diferenciarnos.

La propaganda oficial no resultaba de gran ayuda. Uno de los «héroes» más notoriamente popularizados gritaba: «¿Me preguntáis por mis méritos para la universidad? ¡Éstos son mis méritos!», y al decirlo alzaba las manos y mostraba sus callos. Todos nosotros habíamos pasado por las fábricas, y la mayoría habíamos trabajado en granjas.

Tan sólo restaba una alternativa: la puerta trasera.

La mayor parte de los directores del Comité de Ingreso de Sichuan eran viejos colegas de mi padre que habían sido rehabilitados y que aún admiraban su valor y su integridad. Sin embargo, y a pesar de lo mucho que deseaba para mí una formación universitaria, mi padre se negaba a solicitar su ayuda. «No sería justo para aquellos que no cuentan con poder alguno -decía-. ¿Qué sería de nuestro país si hubiera que hacer las cosas de este modo?» Yo comencé a discutir con él, pero acabé deshecha en lágrimas. En ese momento debí de mostrar un aspecto realmente desconsolado ya que, por fin, mi padre dijo: «De acuerdo. Lo haré.»

Le así del brazo y juntos fuimos caminando hasta un hospital situado a un kilómetro y medio al que había acudido uno de los directores del Comité de Ingreso para someterse a una revisión: prácticamente todas las víctimas de la Revolución Cultural tenían una salud extraordinariamente delicada como resultado de los sufrimientos padecidos. Mi padre caminaba lentamente, ayudándose con un bastón. Su antigua energía y agudeza habían desaparecido. Al verle avanzar arrastrando los pies, deteniéndose a intervalos para descansar y luchando a la vez con su mente y con su cuerpo, rae daban ganas de decir: «Regresemos», pero anhelaba desesperadamente ingresar en la universidad.

Una vez en los terrenos del hospital, nos sentamos en el borde de un puentecillo de piedra para descansar. Mi padre parecía estar atravesando un suplicio. Por fin, dijo: «¿Querrás perdonarme? Realmente, me resultaría muy difícil hacer esto…» Durante un instante, experimenté una oleada de resentimiento, y sentí deseos de gritarle que no existía una alternativa más justa. Quería decirle cuánto había soñado con asistir a la universidad y hacerle ver cuánto lo merecía por mi trabajo, por el resultado de mis exámenes y por haber sido elegida para ello. Sin embargo, era consciente de que él ya sabía todo aquello, y de que era él quien había hecho nacer en mí aquella sed de conocimientos. Aun así, conservaba sus principios, y precisamente porque le amaba debía aceptarle como era y comprender su dilema de moralista viviendo en un país en el que la moral era inexistente. Reprimiendo las lágrimas, dije: «Por supuesto», y regresamos a casa caminando en silencio.

¡Pero no había contado con la fortuna de los inagotables recursos de mi madre! Al punto, acudió a visitar a la esposa del jefe del Comité de Ingreso, quien a su vez habló con su marido. También fue a ver a los demás jefes y consiguió que me prestaran su apoyo. Hizo especial hincapié en los resultados de mis exámenes, pues sabía que con ello terminaría de convencer a aquellos antiguos seguidores del capitalismo. Por fin, en octubre de 1973, ingresé en el Departamento de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Sichuan en Chengdu para aprender inglés.

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